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El Catoblepas, número 126, agosto 2012
  El Catoblepasnúmero 126 • agosto 2012 • página 3
Artículos

Operatoriedad, finalidad y teleología
en las ciencias biológicas y etológicas

Iñigo Ongay

Comunicación defendida ante los
XVII Encuentros de filosofía, Oviedo 30 de marzo de 2012
 

1. Videtur quod: teleología en la historia natural (de Kant a Darwin)

En fecha de 1790, el filósofo köningsbergiense, Inmanuel Kant daba a la imprenta su obra Crítica del Juicio. Tal libro vendría a suponer una suerte de anudamiento o «involucración»{1} (por más que en efecto muy precaria, y en el fondo absolutamente inexplicable, o explicable solamente obscurum per obscurius), entre los planos de la Naturaleza y de la Libertad tal y como estos habían, por su parte, quedado yuxtapuestos de un modo por entero dualista en libros anteriores tales como la Crítica de la Razón Pura y la Crítica de la Razón Práctica respectivamente. Un tal anudamiento estaría en realidad organizándose como una petición de principio en el que la Naturaleza misma, aunque sólo, tal la tesis de Kant, según el juicio reflexionante (no el determinante) quedará concebida, en particular en lo atinente como lo dice Kant a la Naturaleza orgánica, de un modo teleológico al margen del cual esta comenzará a aparecer como absurda (caótica) e ininteligible. Es decir, sólo cuando la propia Naturaleza se comprende como si esta hubiese sido organizada según la causalidad final característica del arte (otros dirán, en nuestros días, del «diseño inteligente»), algo de lo que, en todo caso, a la facultad de conocer no le es dado afirmar ni negar nada objetivamente, podrá Kant concebir como unidos los «mundos», al parecer jorismáticamente separados tanto desde el respecto teórico como desde la perspectiva práctica, de la Naturaleza y de la Libertad con lo que, diríamos, la trampa mayúscula del idealismo kantiano residiría precisamente en algo como esto: la «involucración» entre Naturaleza y Libertad solamente podrá establecerse al precio de darse, desde el inicio, por supuesta. Para ello, por lo demás, Kant necesitará acogerse a un Ser suprasensible (al que desde luego todos llaman Dios, aunque ya no lo hagan tanto en el latín de Santo Tomás cuanto en el Hochdeutsch de Martín Lutero) que tan estupendamente hubiese puesto en marcha el mundo, de acuerdo a sus providenciales designios con lo que, al cabo, la teleología acabaría estableciendo relaciones muy íntimas con la teología por más que Kant haya pasado y continúe pasando las más de las ocasiones por el demoledor de la ontoteología medieval (y precisamente por ello empezábamos advirtiendo que tal «involucración» entre Naturaleza y Libertad aparece ella misma como una tentativa de explicar obscurum per obscurius). Dice Kant:

«Ahora bien: el concepto de una cosa, cuya existencia o forma nos representamos como posible bajo la condición de un fin, está inseparablemente unido con el concepto de una contingencia misma (según leyes de la naturaleza). De aquí que las cosas de la naturaleza que sólo como fines encontramos posibles constituyen la prueba principal de la contingencia de todo el mundo, y son el único fundamento de prueba valedero, tanto para el entendimiento común, como para los filósofos, de la dependencia y del origen del mundo de un ser que existe fuera del mundo y que es (a causa de aquella forma final) inteligente y, por tanto, de que la teleología no encuentre para sus investigaciones, complemento alguno de su explicación más que en la teología.»{2}

Por eso Kant sostiene pocas páginas después que ningún Newton de la Historia Natural podrá jamás, prescindiendo de la causalidad final, reducir el crecimiento de una «brizna de hierba» a las premisas mecánicas de los que, por así decir, el Newton del sistema solar había hecho uso tan exitosamente en los Principia (unos principios por cierto que el propio Kant «pre-crítico» habría podido recorrer a fondo con su célebre hipótesis nebular). Y no es que Kant desespere de que esa reducción sea posible, puesto que al contrario, sería justamente tal posibilidad lo que destruiría la esperanza de seguir leyendo los propósitos de Dios en la Naturaleza orgánica, algo que a Kant, a fin de cuentas un verdadero cura laico según la certera caracterización de Gustavo Bueno, le interesaba evitar a toda costa, cerrando así la puerta a la pujanza del materialismo mecanicista. Y es que está claro que un tal Newton de la botánica podría muy bien rubricar aquello de Sire, Je nŽai pas besoin de cette hypothese.

Pues bien, siete décadas después de la publicación de la Crítica del Juicio, en 1859, salía a la luz el libro El origen de las especies por medio de la selección natural, una obra en la que según todos los indicios aparentes{3}, un auténtico Newton de la biología como desde el principio se consideró a Charles Darwin{4}, clausuraba toda pretensión metafísica de hacer reverberar las causas finales en la esfera del campo categorial biológico. De hecho, tras el despliegue de la llamada (por Michael Ruse) revolución darwiniana, y con la puesta a punto de construcciones científicas y doctrinales tan musculosas como puedan serlo el neodarwinismo sin ir más lejos, pero también la sociobiología, la psicología evolucionista o la biología molecular, la propia teleología habría quedado, según la interpretación usual (a la Dennet) de la «peligrosa idea de Darwin», puesta en evidencia en su condición meramente mitológica de donde, en definitiva, parece que después de todo, el campo de los individuos orgánicos podrá, contra las piadosas esperanzas kantianas, organizarse de acuerdo a principios meramente mecanicistas, esto es, ateleológicos.

2. Sed contra: E. S. Russell y la teleología de las actividades orgánicas

Y sin embargo esto no es así. Ciertamente no nos interesa tanto en el presente contexto destacar el influjo, con todo indudable, que al idealismo kantiano le fue dado ejercer sobre las ciencias biológicas, al menos en algunos tramos de su desarrollo (y ello puesto que tal influencia idealista habría mantenido en general una dirección contraria al evolucionismo darwiniano, por ejemplo en la doctrina del «a-priori» biológico de K. Lorenz envuelta por concepciones como las de Jacobo Juan von Uesküll en sus Meditaciones biológicas.{5}), ni tampoco nos importa aquí poner negro sobre blanco la circunstancia histórica de que la propia noción de «evolución» pudo abrirse camino en un ambiente electrizado por dosis masivas de romanticismo alemán (algo que por cierto, también pudo pesar lo suyo sobre el propio Darwin tal y como lo ha demostrado, con toda solvencia documental, el historiador de la biología Robert Richards en muchos de sus libros{6}). Simplemente diremos que la teoría evolutiva contemporánea presenta, –y ello, justamente en su contexto de justificación diríamos y no ya solo en su contexto de descubrimiento– una saturación evidente de léxico formalmente teleológico sin el que la propia biología muy difícilmente podría pasarse. Se dirá sin duda que semejante masa de conceptos (entre los que figuran, muy destacadamente, los siguientes: código genético, ARN mensajero, señales neuro-eléctricas, mensajeros químicos, selección direccional, &c.), sin perjuicio de su importancia diríamos «expresiva», figurará en el ámbito de las ciencias biológicas tan solo a título de metáforas{7}. Y no se trata, por nuestra parte, de negar esto. Sólo que tales metáforas, aparecerán en el campo operatorio de la biología darwinista, no ya tanto a la manera de modi dicendi eventualmente reemplazables por otras formas –menos metafóricas– de hablar, sino como verdaderos modi sciendi gnoseológicos los cuales interpondrían relaciones necesarias entre los propios términos del campo de suerte que ellos mismos no podrán en modo alguno quedar eliminados, sin que el propio tejido categorial de la biología sufra una enérgica distorsión en muchos de sus sectores, Y ello, nótese, lo mismo a efectos sintácticos, como semánticos o pragmáticos. En su clásico libro la Estructura de la Ciencia advierte Ernst Nagel:

«Puesto que la palabra ‘teleología’ es ambigua, se evitarían confusiones y equívocos si se la eliminara del vocabulario de la biología. Pero los biólogos la usan; afirman que dan una explicación teleológica cuando, por ejemplo, dicen que la función del canal digestivo de los vertebrados, es preparar los materiales ingeridos para su absorción en el torrente sanguíneo. Lo fundamental es que cuando los biólogos emplean un lenguaje teleológico, no cometen necesariamente la falacia patética ni caen en el antropomorfismo.
Admitiremos, pues, que los enunciados teleológicos (o funcionales) en biología, normalmente no afirman ni presuponen en los materiales en investigación propósitos, intenciones, objetivos o fines manifiestos o latentes. En verdad, inclusive puede suponerse que los biólogos en general, negarían que postulan objetivos conscientes o implícitos hasta cuando emplean palabras como ‘propósitos’ en sus análisis funcionales como cuando se dice que el ‘propósito’ (es decir, la función) de los riñones en el cerdo es eliminar diversos productos de desecho del torrente sanguíneo del organismo. Por otra parte, consideraremos como indicio de un enunciado teleológico en la biología y como característica que distingue a tales enunciados de los no teleológicos a la aparición en el primero de locuciones típicas tales como ‘la función de’, ‘el propósito de’, ‘con el fin de’, ‘para que’, &c., y, con mayor generalidad a la aparición de expresiones que significan un nexo entre medios y fines.
Sin embargo, a pesar del carácter prima facie distintivo de las explicaciones teleológicas (o funcionales), sostendremos ante todo que se las puede reformular, sin pérdida de su contenido, de modo que adopten la forma de explicaciones no teleológicas; es decir que las explicaciones teleológicas y las no teleológicas son equivalentes en un sentido importante.»{8}

De otro modo: nos parece que Nagel estaría advirtiendo con total claridad la presencia inequívoca y constante (esto es, no meramente episódica o coyuntural) de conceptos dados a escala teleológica en momentos clave del proceso de construcción científica en el recinto categorial biológico, sin perjuicio de que tal escala teleológica, que como decimos se comienza por reconocer, aparezca sin embargo, a juicio del propio Nagel, como eliminable, neutralizable, desbordable (en palabras, característicamente proposicionalistas, de Nagel: «reformulable») sin merma del contenido específicamente biológico de la construcción gnoseológica misma, Ahora bien, es justamente esta premisa de Ernst Nagel concerniente a la eliminabilidad de la escala conceptual teleológica, la que constituye, si no nos equivocamos demasiado en la interpretación, una suerte de petición de principio. Y no es que neguemos, acantonándonos en el vitalismo más obsoleto, que una estructura anatómica como pueda serlo el riñón de un mamífero –un órgano, por cierto, cuya teleología orgánica resulta sin duda imposible de desconocer como a su manera empieza por admitir Ernst Nagel– pueda resolverse desde luego ad integrum en un conjunto de partes atómicas ellas mismas no teleológicas (ie: mediante procedimientos de análisis químico o también físico químico, &c.), lo que sostenemos es que cuando esa reducción se haya sacado adelante en el regressus, lo que habrá desaparecido con ello, en los términos ad quem, es la propia especificidad biológica de los términos a quo de los que pudo partir la descomposición lisológica del riñón. Una especificidad que, en estas condiciones (condiciones, diríamos, reductivas descendentes) no podrá por lo demás recuperarse, en el progressus, si es que no se la ha dado por supuesta en el curso mismo de la descomposición (dado que desde los términos y las relaciones de la física de partículas resulta operatoriamente imposible dar cuenta de la morfología de un órgano cualquiera, si no es, eso sí, precisamente en cuanto que se parte de ella para poder recuperarla al cabo de su despiezamiento a la escala física).

Todavía más: pensemos por un momento en la cabeza de la cochinilla hembra del género malaiccocus, tal estructura, reforzada por una gruesa cutícula externa a la manera de un asa de transporte, resultaría absolutamente ininteligible (al menos biológicamente) al margen de la referencia teleológica a la mandíbula de la hormiga Dolichoderus cuspidatus, con respecto a la cual el mismo pulgón de referencia mantendría unas relaciones coevolutivas muy estrechas. Y son justamente tales referencias teleológicas las que se difuminan hasta desaparecer en los procesos reductivos, siempre abiertos en la línea del regressus, de la biología orgánica a la química o a la física. Análogas consideraciones nos parece, podrían hacerse al respecto de fenómenos como puedan serlo la «fragmosis» de la que nos habla E. S Russell en su libro La teleología de las actividades orgánicas en el que una parte del cuerpo de un organismo hace las veces de tapón respecto del orificio de una madriguera. Así, por ejemplo, según nos relata Russell, «las hormigas soldado del género Colobopsis tienen aplanada la parte frontal de la cabeza y esta estructura se adapta al orificio del nido actuando como una ‘puerta viviente’ (…) Ciertas arañas que viven en madrigueras –sigue diciendo E. S. Russell–, cierran la entrada no con una tapa o telaraña sino con su propia parte posterior del cuerpo bruscamente truncada y que se adapta al agujero como un tapón. El sapo minero (Bufo empusus) posee una cabeza córnea que determina un opérculo perfecto y se adapta cuidadosamente al calibre de la madriguera en que vive.»{9} Lo mismo, mutatis mutandis, diríamos acerca de procesos que el libro de Russell reconstruye con todo detalle, como los concernientes a la cicatrización y curación de lesiones superficiales, a los mecanismos de termorregulación tanto fisiológicos como conductuales o también morfo-plásticos en muchos organismos de especies muy diversas, etc, etc. De hecho, el mismo E. S Russell se ha distinguido por advertir, contra la nematología mecanicista proporcionada a la filosofía espontánea de tantos otros biólogos, que las actividades orgánicas, en su integridad, se harían simplemente inteligibles en su significación biológica al margen de toda conexión con la direccionalidad que les es propia, una direccionalidad a la que Russell tipifica como «principio cardinal de la biología»{10} y que, de hecho, la mayor parte de los biólogos estarían ejercitando.

En resumidas cuentas, la biología en tanto que disciplina científica organizada en torno a un campo conformado por una serie de términos entre los que se cuentan tanto los individuos orgánicos –ovoides{11} según los ha caracterizado recientemente Gustavo Bueno– como sus partes formales anatómicas y fisiológicas no puede desenvolverse al margen de la direccionalidad teleológica estructural –no proléptica ni tampoco causal a la manera de la metafísica vitalista– que vincula a los mismos ovoides con los contenidos de su ecoentorno (incluidos, desde luego, terceras totalidades orgánicas con las que todo viviente, al que en modo alguno podrá considerarse como clausurado herméticamente en el contorno de su membrana como si fuese una mónada leibniziana, mantiene relaciones ecológicas necesarias sean tróficas, sean sexuales), una direccionalidad en efecto que sólo podrá rebasarse, operatoriamente, destruyendo con ello, en tanto que característicamente biológicos, los propios tejidos, por ejemplo fenoménicos{12}, de los que el campo categorial se compone. Y no ya, diríamos, porque no podamos permitirnos el lujo de arrojar el «niño» junto con el agua sucia, sino porque al menos en este contexto, el agua misma (por mucho que aparezca como una textura «sucia» desde el prisma mecanicista del que son víctimas tantos biólogos en lo que se refiere a la auto-representación emic de su propio trabajo) constituye el único contenido de la bañera.

Con ello, no es que el léxico teleológico constituya una forma de hablar –entre otras eventualmente disponibles– más o menos esclarecedora, pero siempre reemplazable (y así parece interpretarlo Nagel desde las premisas propias de una suerte de monismo gnoseológico que aquí no podemos entrar a valorar pero que sin duda se mantiene en las proximidades de la metafísica fisicalista que hizo furor entre tantos representantes de la received view), porque será mucho más cierto decir que tal «léxico» representa la forma precisa de hablar –mejor: de operar– a la que ha de atenerse el biólogo en cuanto pretenda mantenerse dentro de los límites establecidos por el cierre característico de su propio campo.

3.  Lorenz y Tinbergen: etología y finalidad

Ahora bien, vistas las cosas desde la perspectiva de la teoría del cierre categorial, la Etología, como tal disciplina científica contradistinta de la Biología orgánica, se caracterizaría gnoseológicamente por acotar operatoriamente –según las operaciones ejecutadas por un sujeto gnoseológico– un campo formado por términos capaces, ellos mismos, de desplegar operaciones análogas a las del propio científico. Desde luego el etólogo, en tanto etólogo, comienza por tomar en cuenta en el proceso de construcción científica la conducta operatoria de la que estarían dotados los sujetos de investigación animales. Una conducta operatoria, en efecto, que tenderá a ser vista como dada en continuidad estructural, y no ya sólo genética, con respecto a la propia praxis institucional humana (lo que, dicho sea de paso, alimenta incesantemente tentativas por parte de los propios etólogos de difuminar las diferencias específicas entre una y otra bajo el peso de las legalidades etológicas genéricas a ambas) en cuanto que, precisamente pueda quedar conceptuada como raciomorfa a la manera como es racimorfa sin ir más lejos –y no, en manera alguna, meramente «automática»– la conducta de una avispa cavadora que acarrea una oruga previamente narcotizada hacia el orificio que ella ha dispuesto, con anterioridad, en el suelo.{13}

En este sentido, cuando partiendo de la presencia formal en el campo etológico de conductas operatorias temáticas, el sujeto gnoseológico proceda a la eliminación de dichas operaciones animales, el rasante gnoseológico de la etología, en cuanto que ajustado precisamente a la factura operatoria-β de su inmanencia fenoménica, empezará a difuminarse hasta desaparecer. Y ello, por mucho que semejante desaparición pueda, en efecto, significar la transformación de la propia etología en una disciplina científico –natural estricta (α)–. Esto es, si no nos equivocamos, lo que sucede cuando la operatoriedad animal estudiada por el etólogo se desborda, bien sea en su regressus a factores anteriores a la propia conducta de referencia (por ejemplo a factores bioquímicos, pero también neuro-fisiológicos, o puramente genéticos), bien sea en el progressus a factores posteriores pero igualmente α-operatorios (modelos estadísticos, leyes asociativas, &c.).{14}

Ahora bien, si esto es así, nos parece que cabrá entonces situar con fundamento, la principal diferencia gnoseológica interna entre la etología (vista ahora como una suerte de biología-β) y la biología orgánica (en su condición de biología-α) justamente, en la presencia formal e ileniminable en el campo etológico a título de términos suyos, de individuos orgánicos animales (ovoides zeta según los ha denominado Gustavo Bueno en su artículo «Algunas precisiones sobre la idea de ‘holización’»{15}) capaces de desplegar, merced a sus irruptores (por caso: sus manos pentadáctilas, pero también sus zarpas o sus picos, &c.) operaciones quirúrgicas, analíticas o sintéticas, respecto de terceras texturas de su ecoentorno. Y bien se ve que si estas operaciones «manuales» han de tener lugar, resultará necesario que tales texturas figuren como dadas a la debida distancia geométrica del dintorno del ovoide, de suerte que en virtud de semejante «solución de continuidad», el organismo operatorio pueda en efecto operar sintética o analíticamente con ellos, sea «uniéndolos», sea «separándolos», en función de un objetivo propio de tal conducta.

Cuando una grajilla hace rotar el huevo hacia su nido o cuando retira de este los restos de cáscara rota que eventualmente pudiesen hacer peligrar a sus crías –según una secuencia conductual determinada por Lorenz y Tinbergen en sus célebres experimentos en Altenberg en 1937–, tal actividad centrífuga, presupone desde luego la solución de continuidad entre el cuerpo del ave y los términos que esta manipularía con sus irruptores, de suerte que en modo alguno cabría interpretar las cáscaras mismas como conectadas mecánicamente según relaciones causales deterministas con el pico de la gaviota puesto que, al contrario, es sólo la conducta de la grajilla la que llegará a establecer el propio nexo paratético de referencia, y esto mediante operaciones muy precisas de síntesis que son a su vez, dualmente, una «separación» –un análisis– en relación a la superficie del nido. Algo que sin duda contrastaría, a su vez, con la absorción de nemastocitos por parte de las células endodérmicas del tubo intestinal del gusano Rhabdocoele Microstoma, en virtud de los nexos de continuidad paratética entre los que esta se desarrollaría (sin perjuicio de que dicha absorción sólo pueda abrirse paso, a través de secuencias operatorias con las que interferirían incesantemente a la manera de las operaciones de «caza» por parte de este gusano respecto de la hidra de la que proceden los nemastocitos digeridos). Y es que a diferencia del fagocitado teleológico de los nemastocitos de referencia, las grajillas de Lorenz operan finalísticamente, a través de un vacío de texturas intermedias que hace posible, a esta escala, hablar de operaciones, &c., &c.

Además, tales operaciones, tanto en su momento lítico como en su momento tético, sólo saldrían adelante en virtud de un objetivo –sea o no proléptico– tan preciso como este: «separar las fracciones de cáscara del nido», al margen del cual la propia conducta perdería su fisionomía operatoria característica como también la perdería si esta misma conducta no apareciese inserta en una finalidad envolvente como pueda serlo la de evitar que las crías pudiesen cortarse con los restos de las cáscaras de huevo presentes en el nido, dada por lo demás la solución de continuidad que se supone entre el cuerpo de los polluelos y las «barreduras»{16} a las que las operaciones de la grajilla se refieren{17}.

Concluimos con la siguiente cuestión, a nuestro juicio central, ¿podremos, según esto, estimarnos autorizados a conceptuar como mutuamente segregables los procesos teleológico-orgánicos y las conductas etológicas finalistas? No del todo puesto que sin perjuicio de su disociabilidad mutua (y en esta disociabilidad fundaríamos la delimitación gnoseológica entre la biología estricta y la etología), ambos conjuntos de procesos resultarían inseparables en virtud del grado realmente tan amplio como ubicuo en el que la finalidad etológica interfiere, en el curso mismo de las relaciones ecológicas, con los mecanismos fisiológicos y anatómicos que hemos considerado como teleológicos. Y ello precisamente dada la circunstancia, clave a efectos darwinistas (es decir, no kantianos y tampoco von uesküllianos), de que los ecoentornos de cada ovoide no pueden separarse de todos los demás como si en efecto cada organismo apareciese clausurado en el seno de sus propio unwelt. Al contrario: lo que el darwinismo demuestra con todo rigor es que la factura metafísica de semejante planteamiento resulta desbordada desde el momento en que la unicidad de los diferentes unwelten se despieza para incorporar, ella misma, las relaciones, en symploke, de cada ovoide con los demás ovoides que conforman su ecoentorno práctico (no con todos sin duda, pero tampoco en manera alguna con ninguno), de suerte que precisamente semejante symploke constituye el contenido mismo de lo que llamamos lucha por la vida, una lucha ciertamente, a través de la que se abre paso lo que Gustavo Bueno llama la ley de propagación de la vida orgánica.

Por vía de ejemplo{18}: es cierto que la «imitación» por parte de la oruga de la mariposa Maculinea arion de las «señales químicas» especie-específicas de la reina de la hormiga Myrmica Sabuleti se regula por legalidades bioquímicas α-operatorias (y sin embargo, obsérvese el muy significativo vocabulario teleológico del que los propios biólogos no parecen en condiciones de prescindir) que en principio no presupondrían finalismo alguno, y sí, en cambio, una teleología orgánica muy determinada, a saber la de ser trasladada por las hormigas al hormiguero donde la oruga se alimentará de larvas hasta el momento de su eclosión. Pero sería en todo caso demasiado simple suponer, que tal teleología, por mucho que aparezca «controlada» por los genes de la mariposa (aunque en otro sentido también podría decirse que es, a sensu contrario, la teleología orgánica propia de semejante «disfraz químico» la que controla los cursos de trasmisión genética misma) no tiene nada que ver con las operaciones, ahora finalistas y no exclusivamente teleológicas, de las hormigas al trasportar «erróneamente» (respecto de su fin envolvente) a la oruga hacia el hormiguero. Y no decimos sólo que la secreción química de la oruga sea una adaptación a su ecoentorno –puesto que declarar esto representaría, nos parece, una operación muy parecida a la de «descubrir el mediterráneo» dado que si no lo fuese, tal secreción simplemente habría desaparecido–, lo que decimos es, justamente, que el contenido bioquímico de esa «adaptación» resulta sencillamente inexplicable, en su teleología, al margen de la finalidad que regula la conducta etológica de las hormigas. Algo que demostraría, de manera más que perentoria, que en efecto, como sostiene Gustavo Bueno, «las interacciones morfológicas moleculares no parecen gobernarse con total independencia de las interacciones etológicas».

Notas

{1} Así en efecto lo interpreta Gustavo Bueno, cfr. «Confrontación de doce tesis características del sistema del Idealismo trascendental con las correspondientes tesis del Materialismo filosófico», El Basilisco, nº 35 (2004), págs. 38-39.

{2} Cfr. Inmanuel Kant, Crítica del Juicio, Espasa-Calpe, Madrid 2009, pág. 357.

{3} Y ello por mucho de que tales apariencias representen, en su práctica totalidad, ejemplos realmente muy eminentes de apariencias falaces en lo referente a la interpretación de la teoría de la evolución.

{4} Por cierto, para una interpretación del «fractal de Barnsley» al hilo de este famoso lugar kantiano véase el apasionante libro de Carlos Madrid, La mariposa y el tornado. Teoría del caos y cambio climático, RBA, Rodesa 2011, págs. 12-13.

{5} Sobre la dirección de algún modo «antidarwinista» del influjo de Uesküll sobre Lorenz véase José Manuel Rodríguez Pardo, «La influencia del idealismo trascendental en la constitución de la Etología», en El Basilisco, nº 35 (2004), págs. 51-56. Hemos tratado de este asunto con más detalle en nuestro trabajo «Desvanecimiento y reaparición de la idea de conducta en el marco de la Etología clásica: las perspectivas de Konrad Lorenz y Niko Tinbergen», El Catoblepas, nº 102, 2010, pág. 16.

{6} Citaremos tan solo dos botones de muestra: R. Richards, The Meaning of Evolution. The morphological construction and ideological reconstruction of Darwin’s Theory, University of Chicago Press, Chicago 1993. Asimismo también puede verse el monumental: The Romantic Conception of Life. Science and Philosophy in the Age of Goethe, University of Chicago Press, Chicago 2002.

{7} Así parece hacerse cargo de la situación Peter Godfrey Smith en su reciente libro, todo un «bombazo» en el dominio de la filosofía de la biología, Darwinian Population and Natural Selection: «Teology has been a huge topic in the philosophy of biology; here I mean the status of our tendency to treat biological activities in terms of purposes, goals and proper functions. It is usually assumed that the intentions of an intelligent designer or user can be the basis for teleological description in a straightforward way. The problem is whether and how these terms can be used in the absence of this overt role for intelligence. In Aristotle, a teleological treatment mode of thinking was the basis for a complete treatment of the natural world. That view was largely supplanted by the ‘mechanical’ philosophy during the scientific revolution, at least when applied to the physical domain. Understandably, these ideas have endured for longer in biology. They have exhibited an uncertain relation to the Darwinian point of view. Sometimes Darwinism is seen as demolishing the last elements of a teleological outlook, but at other times Darwinism is seen as constructively domesticating these ideas, showing they have a limited but real application to biological processes.
The less aggressive of these attitudes was often seen in late twentieth-century philosophy of biology. A thin form of teleological description can be grounded in a Darwinian view. For example, the Darwinian can say that the function of a body part is the thing it does that has led to its being favored by natural selection. In that thin sense, the function is what that structure is ‘supposed’ to do, This is a very deflationary sense of ‘supposed to’. Any other talk of purposes and goals, except where it is based in the intentions of a some intelligent designer or user, is regarded within this Darwinian view as merely metaphorical.», vid Peter Godfrey Smith, Darwinian Populations and Natural Selection, Oxford University Press, Oxford 2009, págs. 12-13.

{8} Cfr Ernst Nagel, La estructura de la ciencia, Paidós, Barcelona 2006, págs. 256-257.

{9} Vid. E. S Russell, La teleología de las actividades orgánicas, Espasa Calpe, Buenos Aires 1948, págs. 162-163.

{10} Ibídem, págs. 25-26.

{10} Nos inspiramos en: Gustavo Bueno, «Algunas precisiones sobre la idea de holización», El Basilisco, nº 42 (2010), págs. 26 y ss.

{11} Volvemos a remitir al lector al libro de E. S. Russell: «A causa de la natural propensión humana hacia la explicación mecanicista, se tiende a una ineptitud para discernir cualquier otro método supletorio de introducción, excepto el del vitalismo dualista, por otra parte fundadamente recusado. Pero, en realidad, si se es capaz de librar el propio pensamiento de la tendencia mecanicista –lo que no es nada fácil, y lo sé muy bien puesto que al luchar contra ella conozco sus dificultades– el verdadero método de la biología aparece en forma simple y evidente. Hasta donde sea posible, es necesario considerar las cosas vivientes y sus actividades sin preconceptos o tendencias inconscientes; investigar y estudiar estas actividades tal como se nos dan en la percepción y aceptarlas, por lo menos provisionalmente como irreductibles a actividades de un orden inferior. Metodológicamente hablando, este es el único y evidente camino que la biología debe adoptar y es el único medio por el cual podrá libertarse de las limitaciones impuestas por las hipótesis mecanicistas y materialistas. El concepto central de una biología independiente no debe ser el mecanismo sino el organismo viviente.», cfr. E. S. Russell, op cit, pág. 16.

{12} Sobre este interesante caso véase Kalus Thews, Etología, Círculo de Lectores, Barcelona 1976, pág. 43.

{13} Hemos ensayado un análisis gnoseológico del campo categorial de la etología en nuestro trabajo «Gnoseología de las ciencias de la conducta: el cierre categorial de la Etología», El Basilisco, nº 42 (2010), págs. 81-118. Remitimos asimismo a Gustavo Bueno, Teoría del cierre categorial, Vol. 1, Pentalfa, Oviedo 1992, págs. 201 y ss.

{14} Véase Gustavo Bueno, «Algunas precisiones sobre la idea de ‘holización’», El Basilisco, nº 42 (2010), págs. 26-27.

{15} Es decir, los términos «basura» respecto del contorno del nido. Cfr. para esto, Gustavo Bueno, Telebasura y democracia, Ediciones B, Barcelona 2002, págs. 26-29.

{16} Para estas ideas véase Gustavo Bueno, «La cuestión del aborto desde la perspectiva de la teleología orgánica», El Catoblepas, nº 98, abril de 2010, pág. 2.

{17} Un informe sobre la situación que sigue en Peter Forbes, «Maestros del disfraz», Investigación y ciencia, 418, 2011, págs. 66-69.

{18} Cfr. Gustavo Bueno, «Predicables de la identidad», El Basilisco, nº 25, 1999, pág. 19.

 

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