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El Catoblepas, número 102, agosto 2010
  El Catoblepasnúmero 102 • agosto 2010 • página 16
Artículos

Desvanecimiento y reaparición de la idea de Conducta en el marco de la etología clásica: las perspectivas de Konrad Lorenz y de Niko Tinbergen

Iñigo Ongay

Se analiza el tratamiento de la idea de conducta en el marco de la construcción gnoseológica en la etología clásica de Konrad Lorenz y Nikolaas Tinbergen

Karl von Frisch (1886-1982), Konrad Lorenz (1903-1989) y Nikolaas Tinbergen (1907-1988), Premios Nobel en Fisiología o Medicina 1973

Presentación: La escala gnoseológica de la etología antes de la etología clásica. La perspectiva de Charles Darwin

Nos gustaría aproximarnos en las páginas que siguen a la lógica que vertebra el tratamiento que sobre la idea misma de Conducta le fue dado efectuar a la etología a todo lo largo de la fase clásica de su desenvolvimiento y muy señaladamente en la obra científica de aquellos dos investigadores que, por múltiples y muy buenas razones «pragmáticas» (por ejemplo, por razón del Premio Nobel de Medicina y Fisiología otorgado por la Academia Sueca de Ciencias a la altura de 1973{1}), han venido tipificándose como los «padres fundadores» de esta disciplina científica, y ello, como es natural, sin perjuicio del reconocimiento de tantos «precedentes» como se quiera recoger. Nos referimos, como el lector habrá sin duda anticipado, a Konrad Lorenz y Niko Tinbergen.

En particular, diremos, nos interesa recoger aquí la circunstancia –menos paradójica de lo que pudiera parecer a simple vista– de que la propia etología clásica, sin perjuicio de que comenzase por entenderse, en la representación elaborada por sus cultivadores, como una disciplina de estirpe zoológica (esto es, biológica) y no –no, al menos, prima facie– como una ciencia de cuño psicológico (lo que, como se verá, determinó desde muy pronto una masa ingente de controversias intercategoriales con teóricos de la conducta más próximos a la psicología funcionalista, pero también a la tradición conductista, &c., &c.), sólo pudo sin embargo, hacer verdadera justicia a las «texturas» categoriales de las que pretendía ocuparse desde el principio (a saber: la conducta desempeñada por los organismos animales) mediante el expediente de neutralizar en cierto modo los «compromisos» innatistas que sus primitivos cultivadores –muy significativamente Konrad Lorenz– habrían adquirido. Dicho de otro modo: cuando nos situamos, lorenzianamente, al margen de semejante neutralización del «innatismo» (la cual, dicho sea de paso, en modo alguno equivaldría necesariamente a una «claudicación» respecto a las posturas «conductistas» tal y como Lorenz pudo interpretarla a su modo), es el propio rasante gnoseológico característico de la categoría etológica el que propende a desaparecer en cuanto que definido a la escala de las operaciones conductuales ejecutadas por los organismos, con lo que, simplemente, no es cierto que la etología comparezca como el «estudio biológico de la conducta innata» puesto entre otras cosas, que semejante sintagma resulta, según se advertirá, directamente inconsistente. Y ello, como veremos, por razones gnoseológicas de gran peso.

Sin embargo, nos gustaría comenzar reparando, no en Lorenz directamente, ni tampoco en Niko Tinbergen sino en aquel otro «naturalista curioso» al que el propio etólogo de Altenberg pudo considerar en su momento –en 1965 (véase Fernández Rodríguez, 1984)– como el auténtico fundador de la etología. Y conviene advertir que con un tal diagnóstico el autor de Sobre la Agresión: el así llamado mal no se refería a sí mismo (a pesar de la probada megalomanía de la que el etólogo austríaco siempre pudo dar buena muestra{2}), y ni siquiera al ilustre ornitólogo muniqués Oskar Heinroth del que el propio Lorenz tanto habría aprendido{3}. No. Lorenz se estaba refiriendo con ello a Charles Darwin, y muy distinguidamente al Darwin de La Expresión de las Emociones en los Animales y en el Hombre.

Y es que, en efecto, lo que, a nuestro juicio, habría propuesto Darwin en su impresionante libro de 1872 es, precisamente, un programa naturalista de estudio de las «emociones» de los animales, no tanto por ellas mismas (cosa que, ciertamente, resulta absurda cuando nos mantenemos a la máxima distancia posible del tipo de mentalismo espiritualista asociado a la «psicología introspeccionista» o «de sofá» que Darwin sin duda rechazaba), sino, justamente, al través de sus «expresiones» (es decir, de las «operaciones», de la «conducta»), compareciendo por ende tales «expresiones» (tal «conducta») como el único canal gnoseológicamente practicable –al menos, insistimos, fuera del mentalismo– de cara a la reconstrucción positiva de las «emociones» (esto es, del psiquismo animal) puesto, entre otras cosas, que «por sí mismas» las propias emociones aparecen como gnoseológicamente opacas. En este sentido, la apuesta darwiniana representa un auténtico replanteamiento del problema aristotélico del «alma animal» a la escala de la conducta –hoy sin duda diríamos etológica– característica de los organismos zoológicos en cuanto que estos mismos aparecen a la manera de verdaderos sujetos capaces de ejecutar operaciones –y no sólo, por así decir, «movimientos»–, que, por otro lado, habrán de cumplir, como tales operaciones –es decir, como dadas a la escala que Gustavo Bueno ha denominado «distancia apotética» (Bueno, 1993, págs 171-172) respecto de terceros términos, también respecto de otros organismos, &c.–, un papel medular en la «lucha por la vida» (de hecho, la «selección natural» no puede realmente pasarse sin estas operaciones efectuadas «a las debidas distancias»{4}). Y todo ello, adviértase frente al mentalismo sí, pero también frente a las premisas mecanicistas ejercitadas en concepciones automatistas del «alma animal» como la que por ejemplo Descartes pudo sostener en el siglo XVII.

Y, en este sentido, lo que creemos que resulta esencial reseñar aquí es ante todo lo siguiente: que con esta delimitación del programa darwiniano de estudio de la temática –exquisitamente aristotélica por cierto– del «alma animal», replanteada ahora a la escala del concepto de la conducta apotética desempeñada por unos sujetos operatorios animales que, necesariamente, habrán de involucrarse selectivamente con otros sujetos en la lucha por la vida queda, y esto es lo decisivo, nítidamente establecido el rasante gnoseológico que cuadra a la ciencia etológica entendida como «estudio comparado del comportamiento». Y queda, dicho sea de paso, definido dicho rasante, diríamos psico-etológico, de tal suerte que, precisamente por razón de la presencia formal e ineliminable (puesto que si se eliminaran ya no habría mayor razón para hablar de etología, aunque acaso sí, de fisiología, o también de bioquímica &c.) de las operaciones de sujetos conductuales a los que siempre cabrá considerar como dotados, para decirlo con Leibniz, lo mismo de «vis intelectiva» que de «vis apetitiva», cualquier prurito de reduccionismo mecanicista resultará expresamente conjurado, desactivado, formalmente excluído de la interpretación de las «expresiones» animales. En este contexto, ciertamente vale decir de Darwin y de sus inmediatos sucesores (Romanes, Morgan, Baldwin, &c., &c.) lo que un historiador de la biología tan sólido como pueda serlo Robert J. Richards ha expresado con su habitual perspicacia argumental: «diseccionaron la naturaleza y encontraron la mente en el corazón de ésta» (Richards, 1987, pág. 6).

Los ánades del granjero operan más bien poco: el desvanecimiento del concepto de conducta en la etología clásica lorenziana

Pues bien. Si cabe, efectivamente, por las razones mencionadas, considerar la perspectiva sobre las «expresiones» animales mantenida por Darwin a la altura de 1872 (y por sus sucesores después) como el precedente más diáfano –precendente, sin duda, en modo alguno remoto, sino muy próximo, al menos en términos gnoseológicos– de la moderna etología, y ello, al punto de que ciertamente hemos de estimar que el rasante gnoseológico de esta disciplina aparece expresamente establecido en el darwinismo original; lo que en todo caso no conviene perder de vista es la circunstancia de que tal perspectiva psico-etológica quedó de hecho «olvidada», «sepultada», «eclipsada» en la historia de las ciencias en virtud de una serie de avatares en los que nosotros no podemos entrar aquí{5} de modo que cuando dicho programa naturalista de estudio de la conducta pueda quedar reanudado en la década de 1930 sólo lo hará bajo unos principios constructivos que, tal y como se comprobará, hasta cierto punto –y diríamos, antidarwinianamente– bloqueaban inevitablemente la misma operatoriedad de los organismos animales a la que Darwin y su escuela siempre procuró hacer la debida justicia psicológica. Expliquemos esto detalladamente.

Las investigaciones etológicas pioneras de Konrad Zachariah Lorenz se desenvuelven ab initio en plena continuidad con el darwinismo (cosa que, por otro lado, la influencia ornitológica de Heinroth sobre Lorenz no haría más que atestiguar con diáfana claridad). De hecho, tal y como el propio Lorenz lo subraya en repetidas ocasiones, la conducta – particularmente cuando esta aparece como formando parte del repertorio etogramático innato de cada especie– comparecería, a los ojos del zoólogo avezado, a la manera de un instrumento tan valioso o acaso todavía más que el constituido por los órganos estudiados por el anatomista comparado de cara a la reconstrucción, en sistemática, en taxonomía, en cladística, &c., de las relaciones filogenéticas entre diferentes especies animales (por ejemplo los ánades, pero también los cánidos, &c.); de suerte que, a esta luz, se abrirá paso la posibilidad de ofrecer un tratamiento de las diversas «conductas» de los organismos zoológicos – y particularmente de aquellos «patrones fijos de acción» a los que quepa considerar como heredados, innatos- al mismo nivel que las estructuras anatómicas o morfolóficas, a la manera, por ejemplo, de «etocaracteres» (Véase Lorenz, 1976, págs. 15-40. Alsina, 1986, pág. 88, más recientemente también Ereshefsky, 2007, &c.). De hecho, y tal y como nos lo recuerda Richard W. Burkhardt en su extraordinaria monografía Patterns of Behavior (Burkhardt, 2005, pág. 171), es precisamente esta posibilidad constructiva, tal y como ella misma puede resumirse en el lema «estudiar las conductas como si fuesen órganos» (una estrategia por cierto, ya prefigurada por Ch. O Whitman, por Wallace Craig y por tutti quanti), aquello que Lorenz tipificó en repetidas ocasiones a título de «punto arquimédico» de la etología, en calidad, por así decir, de «columna vertebral» sobre la que la nueva ciencia habría de desarrollarse (Burdkhardt, 2005, pág. 469).

Ahora bien, lo que estimamos decisivo tener en cuenta aquí, es que en el caso de Lorenz esta «conexión darwinista» de la etología que nosotros comenzamos por reconocer ampliamente, se tradujo históricamente, en lo que se refiere al tratamiento de los mecanismos de causación de la conducta de los animales, en toda una masa ingente y extraordinariamente musculada de conceptos (inter alia: desencadenadores innatos, patrones fijos de acción, estímulos clave, energía de acción específica, descarga en el vacío) a cuya luz el etólogo de Altenberg parece estar replanteando la clásica temática del «instinto» (o del «parlamento de los instintos» como gustaba decir el autor de Cuando el hombre encontró al perro) en la dirección de un innatismo ciertamente muy rígido. Esta circunstancia queda patente, muy destacadamente en la formulación por parte de Konrad Lorenz de su «modelo psicohidráulico»{6} (el llamado con sorna «retrete de Lorenz»), pero también en el estudio realizado por el propio Lorenz y Niko Tinbergen a propósito de los componentes motores fijos en la respuesta de rotación del huevo del ánsar común (Slater, 2000, pág. 36. Gómez y Colmenares, 1994, pág. 49. Eibl Eibesfeldt, 1979, pág. 37) y, en general, en toda la amplia obra del etólogo austríaco, incluyendo desde luego sus trabajos más «pop» o «divulgativos» (y si se quiere especialmente estos).

Con todo, lo que nos parece que conviene plantear aquí, es el grado, verdaderamente muy notable, en el que de la mano de un énfasis tan acentuado por parte de Lorenz en los mecanismos de causación innata del comportamiento animal, se estaría de hecho, en el ejercicio, «asfixiando» la propia operatoriedad de los organismos cuya conducta, sin embargo, se pretende, en la representación, poner en el primer plano de atención. Si esto fuese así (y en efecto, nos parece que así es en gran medida), la propia escala gnoseológica –etológica sí, mas en el fondo también psicológica– que Darwin, una vez liquidada la tradición mecanicista de los animales- máquina habría podido instituir en torno a la conducta de los organismos animales quedará, en la etología clásica lorenziana, situada en el límite mismo de su desdibujado mecanicista por vía del innatismo puesto que, en efecto, ¿es acaso hacedero considerar, de acuerdo con la requisitoria fundamental de Lorenz, a las conductas «como si fuesen órganos» sin empezar, eo ipso, por disolverlas como tales conductas? Y ello ante todo por lo siguiente. Véamos.

El problema, es en esencia, este: es desde luego cierto que los «órganos» pero también las estructuras fisiológicas, &c., &c., son «heredables» mas, ¿tiene algún sentido preciso, en cambio, hablar de «herencia» o incluso de «innatismo» con respecto a las texturas conductuales, esto es, fuera de la escala morfo-anatómica y fisiológica a la que, suponemos, habrá de ceñirse el concepto de «herencia» para resultar inteligible? Y si no lo tiene (véase al respecto Fernández Rodríguez y Lopez Ramírez, 1990), ¿no estaría entonces Lorenz, con su conseja de «estudiar las conductas al modo de órganos» y su Modelo del Desencadenante Innato, tendiendo vigorosamente a encastrar las operaciones ejecutadas por sus sujetos animales entre los contornos de la «fisiología pura» (sólo que, acaso, de una mera «fisiología ficción» como la presupuesta por su modelo psico-hidráulico), es decir, en el límite (un límite, todo hay que decirlo, que no siempre fue franqueado por Lorenz), reduciendo la fisionomía característica de la idea de conducta a un plano (el fisiológico) en el que cabrá ciertamente hablar de «herencia» –de innatismo– pero no, sin duda, de «operaciones» y por tanto de «conducta»{7}? Desde esta perspectiva, podemos ahora entender claramente las razones gnoseológicas «internas» que llevaron a Lorenz a bautizar la «estación etológica» (la «granja») que fundó junto con sus asistentes en Seewiesen como Max Plank Institut für Verhaltenphysiologie (Instituto Max Plank de Fisiología del Comportamiento) sólo que, una vez reintroducidos los principios constructivos (paratéticos) que son propios de la fisiología lo que, con ello, se desvanece como tal es la propia noción (apotética) de conducta puesto que los animales «del fisiólogo» se caracterizan, entre otras muchas cosas, por aparecer dados a una escala de enclasamiento gnoseológico tal que sus operaciones quedan necesariamente abstraídas neutralizadas, eliminadas (Véase Bueno, 1993). Por eso los fisiólogos tienen pleno «derecho» a hablar, en el seno la inmanencia de su campo categorial (pero, repárse, sólo en el seno de tal inmanencia), de maquinismo e incluso de automatismo –¡cómo que la doctrina automatista de los animales máquinas tuvo su modelo apropiado en los desarrollos experimentados por la categoría fisiológica en la época de Descartes! (Véase Boakes, 1980)–, pero precisamente por ello, en modo alguno podrá el fisiólogo como tal fisiólogo hacer justicia a un tipo de contenidos gnoseológicos que, como los conductuales, sólo se efectúan a distancia apotética y de acuerdo a secuencias temporales efímeras. Unos contenidos respecto de los cuales el «innatismo», pero también la «herencia mendeliana», resultan sencillamente ininteligibles (y nótese que no decimos simplemente falsos).

Así las cosas, concluímos, sólo muy equívocamente podrá consignarse la «etología» lorenziana como una reanudación del programa darwiniano en psicología animal y comparada. Y ello, entre otras razones decisivas, por lo siguiente: los animales del «granjero» de Seewiesen «operaban» realmente muy poco.

Los organismos vuelven a operar dentro de una caja... pero no son organismos: la crítica conductista al innatismo lorenziano

En estas condiciones, se entenderá, suponemos, realmente muy bien que toda una tradición psicológica haya «reaccionado» (y nunca mejor dicho pues que sus cultivadores siempre estuvieron realmente próximos al «reaccionarismo behaviorista» de un Watson{8}) tratando de aquilatar el concepto de conducta frente a la pujanza disolvente del innatismo lorenziano. Nos estamos refiriendo, evidentemente, a la a la psicología comparada tal y como esta misma había venido desarrollándose de la mano de los psicólogos conductistas y los teóricos del aprendizaje herederos de aquella tradición funcionalista inaugurada por E. L. Thorndike con su Animal Intelligence de 1898. De hecho, algunos de los más relevantes críticos del Modelo del Desencadentante Innato como puedan serlo Danniel Lehrman o Kuo procedían, en sus profundas andanadas dirigidas contra las tesis de Konrad Lorenz (por ejemplo contra el llamado «experimento de privación»{9}), desde los principios propios de la teoría del aprendizaje, una disciplina sin duda que no puede pasarse sin reconocer la presencia formal de operaciones ejecutadas por los términos (los sujetos temáticos) que componen su campo categorial toda vez que al margen de unas tales operaciones, diríamos, ya no habría «nada que aprender» ni tampoco ningún «sujeto» que aprendiera.

No obstante, lo que más nos importa reseñar aquí es el hecho de que justamente a fin de «desbloquear» las premisas innatistas que son características de concepciones etológicas como pueda serlo la lorenziana, y en buena medida además haciendo pie sobre las contradicciones en las que tales concepciones se habrían enredado, la psicología del aprendizaje tuvo que abrirse camino –justamente frente a la zoología– mediante la sistemática «depuración», cada vez más radical y más drástica, del concepto de «herencia», es decir, mediante la limpieza de los «instintos» entendidos a la manera de una «ganga» o de una «basura» (concepto que siempre remite a la operación «barrer»{10}, es decir, en este contexto, a la «escoba» del Profesor Skinner) enteramente inútil e incluso contradictoria desde el punto de vista de la psicología del aprendizaje. De hecho, desde uno de sus ángulos posibles, la historia misma del conductismo desde Watson equivale, en buena medida, a la historia de tal depuración que llega a su expresión más acusada en la obra de F. B. Skinner, quien como es bien conocido, no quería saber nada de etología (Thorpe, 1982, pág. 71). En efecto, como es bien conocido, el concepto de «instinto» –sin duda que central en el desenvolvimiento de la etología lorenziana– resulta, a ojos del autor de Ciencia y Conducta Humana, no otra cosa que un «lastre», completamente supérfluo, cuya única «función» en el campo de la psicología sería precisamente permitir «explicar» la conducta a través del dudoso expediente de «describirla» de otra manera. En palabras del propio Skinner:

«Es probable que un organismo ataque, por ejemplo, golpeando o mordiendo cuando se le hiere o amenaza y, como diré dentro de un momento, ese tipo de comportamiento puede ser parte de la dotación genética, tanto como la respiración o la digestión, pero no tenemos razón para decir que un organismo ataque porque posea un instinto de agresión.
Algunas especies defienden los territorios en los cuales viven, y parece que algunos de estos comportamiento se deben a una dotación genética; pero decir que un organismo defiende su territorio por un imperativo territorial o cualquier otra clase de instinto, es decir, sencillamente que pertenece a la clase de organismo que defiende su territorio (la misma expresión «dotación genética» es peligrosa. Como los reflejos y los instintos tiende a adquirir propiedades no justificadas por la evidencia y a empezar a servir más como causa que como representación de los actuales efectos de la selección natural, de la cual se desvía entonces la atención.)» (Skinner, 1975, pág. 41.)

Sin embargo, si esto es así, lo que creemos que convendrá notar en todo caso es que en estas condiciones el tratamiento de la «conducta de los organismos» realizada, tal y como Skinner pudo contemplarlo, «por derecho propio» (es decir, precisamente al margen de cualquier expediente interviniente de signo intra-craneano o «fisiológico», &c., &c., como los que Tolman o Hull pretendieron a su modo resucitar en su momento) sólo pudo ser llevado adelante con la debida pulcritud al través de la sistemática depuración, insistimos que cada vez más radical, del propio campo de la psicología de suerte que una vez «desembarazada» la teoría del aprendizaje de aquellas «características» de sus sujetos temáticos que pudiesen ser vistas a la manera de «cantidades despreciables» desde el prisma del condicionamiento operante (y aquí habría que incluir sin duda los «instintos» o los «drives», pero también los propósitos, las intenciones, e incluso, al límite, la propia especie mendeliana de la que Skinner pudo prescindir con total comodidad en virtud del principio de equipotencialidad de la teoría del refuerzo), una vez- decimos-, así «aliviada», «despejada» la categoría psicológica, el propio concepto de conducta de tal suerte «limpiado» podía sin duda reaparecer tras su neutralización fisiológica llevada a cabo por Lorenz. Sólo que, nótese, esta reaparición de la noción de conducta toma cuerpo a precio, eso sí, de no comparecer ahora como la conducta de organismo alguno (puesto que, bien se ve, nadie –ni siquiera Skinner– pudo encontrarse nunca un «organismo» operando de una manera totalmente abstracta respecto, por ejemplo, de su especie medeliana) con lo que, cabe decir en este contexto, que en el dispositivo experimental puesto a punto por Skinner con su box no son tanto los organismos los que propiamente operan (por mucho que sus operaciones permanezcan –y he aquí la dialéctica del caso– en todo momento entreveradas en el propio funcionamiento de tal dispositivo dado, entre otras cosas, que este funcionamiento no podría siquiera entenderse al margen de la conducta de la rata o de la paloma inserta entre las paredes de la caja) cuanto, precisamente, la caja que los envuelve y que, a la postre, termina por «enterrar» su conducta hasta hacerla desaparecer (véase Fuentes Ortega, 1983). Mediante este proceder, diremos, Skinner estaría llevando a cabo algo muy parecido a arrojar por la borda al «niño» (el organismo operatorio con todas sus características... incluída, paradójicamente su conducta) junto con el «agua sucia» del innatismo lorenziano y del mentalismo introspeccionista. Algo que, creemos, justificaría diagnósticos como pueda serlo el expresado por Hernstein en el contexto de la querella «etología-conductismo» según el cual: «La Conducta de los Organismos es un título demasiado grandioso para un libro que trata de la presión de palancas por ratas albinas.» (Hernstein, 1980, pág. 50). Un diagnóstico que aquí comenzamos por estimar como ectivamente muy apropiado.

Mas, sea de todo ello lo que sea, importa subrayar que no se trata tanto de reprochar a Skinner absolutamente nada en lo relativo a esta desfiguración de las operaciones de los organismos zoológicos respecto del único marco (el biológico) en el que tales operaciones pueden resultar inteligibles, puesto que, en todo caso, si tuviéramos que reconocer que Skinner cometió algún error en este punto, tal error tendría que ser considerado más bien a la manera de un «error» –gnoseológicamente– necesario a la luz de los propios principios del conductismo. Sucede que el campo de la psicología conductista como disciplina categorial (ya estemos ante una categoría científica, ya tecnológica, &c., &c.) contradistinta a la etología, aunque al tiempo muy cercana a esta por sus contenidos temáticos, no hubiese podido establecerse genuinamente de otro modo que haciendo abstracción del enclasamiento de los organismos según sus especies biológicas, &c. Un enclasamiento por otro lado, que los propios etólgogos, en su calidad de zoológos (ornitólogos como Heinroth o Lorenz, entomólogos como Von Firsch, &c.) tuvieron que tomar en cuenta necesariamente con lo que, efectivamente, la controversia estaba servida desde un principio dada la inconmensurabilidad gnoseológica entre ambas disciplinas. El campo categorial de las ciencias de la conducta quedaba de esta manera, internamente fracturado desde el principio.

Y con todo, ¿qué ocurrirá cuando, particularmente tras la puesta en marcha del Proyecto Paloma, el propio Condicionamiento Operante comience a ofrecer los indicios más nítidos de su propio y progresivo desmantelamiento? Efectivamente, una vez los animales sometidos a la caja hayan empezado a desempeñar «malas conductas» de todo tipo arruinando de paso, el propio control experimental de la conducta que habría justificado el paradigma skinneriano por sus sorprendentes consecuencias tecnológicas (en lo referido al adiestramiento de animales), el mismo conductismo radical empezará a resquebrajarse: no podrá por ejemplo, la pulcritud del despejamiento skinneriano de la idea de conducta evitar por más tiempo la reintroducción en el campo de la psicología de aquellos componentes (incluso, por así decir, de cuño «mentalista») que el análisis funcional de la conducta con tanto esfuerzo –y, digamos por nuestra parte, con tanta razón– habría procurado barrenar. De esta manera, quedaba ciertamente expedito el camino de entrada, ya a partir de los 50, de neoconductismos y conductismos propositivos varios como los propuestos por Tolman o por Hull, pero también la aparición de planteamientos como los de Rescorla, Mackintosh o Seligman que, en muchas ocasiones, suponían una suerte de retorno al mentalismo de las variables intermedias, a conductismos meramente metodológicos como el watsoniano, &c. Y ello, incluso desconociendo la circunstancia skinneriana de que el «cráneo de los animales» no es, ni puede ser, una «caja negra» para la psicología puesto que si tal «caja» se abriera (a la manera como tanto Tolman como Hull pretenden abrirla) entonces la psicología comenzaría velis nolis a desaparecer como tal psicología.

Los animales vistos por un cazador holandés: la perspectiva de Niko Tinbergen

Ahora bien, sin perjuicio de posteriores «soluciones de compromiso» o también de las «ententes cordiales» a las que pueda haberse arribado desde cualquiera de ambos lados de la querella (soluciones por cierto, ellas mismas cuyo alcance resulta muy difícil de determinar desde un punto de vista gnoseológico pues que no se ve, por así decir con demasiada claridad desde qué criterios operatorios privilegiados cabe «despiezar» la conducta desempeñada por los organismos para terminar concluyendo oscura y confusamente, que tal conducta es «en parte» innata y «en parte» aprendida{11}... y es que si este fuese el caso, lo que valdría comenzar a preguntar inmediatamente es ante todo esto: «¿en qué parte?», &c., &c.), lo que en todo caso nos parece que puede decirse es que la fractura interna al campo –mejor: a los campos– de las ciencias de la conducta que durante tantas décadas pudo separar a etólogos (esto es, «zoólogos centroeuropeos») de conductistas (es decir, «psicólogos anglosajones») salió, en gran medida, adelante precisamente en relación a la polémica «nature»-«nurture», en torno a la distinción y eventual «ensortijamiento» –para decirlo con Lorenz– entre lo «innato» y lo «aprendido». Vamos a presentar los términos del debate de la mano de las siguientes palabras de José Alsina: «Toda discusión intelectual en torno a la conducta es, en última instancia, una disquisición sobre si los determinantes que mueven a actuar en un sentido o en otro son innatos, es decir, están ya en el sistema nervioso del organismo en cuestión, o son adquiridos, o sea, si proceden del medio ambiente en forma de aprendizaje o reflejos condicionados.» (Alsina, 1986, pág. 21).

Y si en estas condiciones es lo cierto que los etólogos, en su calidad de «zoólogos europeos» (Slater, 2000, Nisbett, 1993) tomaron ab initio partido por el «innatismo» frente al «ambientalismo» pragmatista –de sabor, por cierto, inequívocamente norteamericano– adoptado, también en sus comienzos, por los behavioristas, tampoco cabe desconocer la circunstancia de que a partir de los años cincuenta, tras el desgarro producido en la comunidad etológica por la II Guerra Mundial{12}, las cosas comenzarán a plantearse de otra manera. Efectivamente, a partir de la década de 1950 y, decisivamente, después del traslado de Niko Tinbergen a Oxford en gracia a los buenos oficios de una figura de la relevancia de Sir Alister Hardy (Burkardt, 2005. Thorpe, 1982), comienza a fructificar lo que se ha dado en llamar «escuela inglesa de etología» (Thorpe o Hinde por supuesto, pero también Peter Mendewar, David Lack &c.), una suerte de «segunda etología» (post-lorenziana) en cuyo desenvolvimiento las investigaciones de Tinbergen y su grupo (entre otros: Mike Cullen, Esther Cullen, David Blest), desempeñaron un papel verdaderamente central.

De hecho, tal y como lo interpretan lo mismo Burdkhardt (Burkhardt, 2000, pp428) que Hans Kruuk (Kruuk, 2003, pp 198), un preciso índice de tal viraje por parte de Tinbergen puede encontrarse por ejemplo en su participación junto con Hide, Baerens, Van Iersel y el propio Lehrman en una conferencia organizada por Frank Beach en Palo Alto, California el año 1957. Justamente a partir de entonces, la influencia determinante{13} de Danniel Lehrman (a cuyas críticas al «experimento de privación» Tinbergen siempre pudo atribuir un saludable efecto de «limpieza», véase al respecto Kruuk, 2003) llevaría a Tinbergen a mostrarse mucho más prudente en lo que concierne al problema del «innatismo», &c, &c, tal y como se expresa sin ir más lejos en su famosa lección inaugural en el Departamento de Zoología de la Universidad de Oxford el 27 de Febrero de 1968 (Tinbergen, 1985).

Y es que, efectivamente, investigaciones tan exquisitamente darwinianas en lo que se refiere a su alcance «ecológico-evolutivo» como puedan serlo las llevadas a cabo con mano maestra por Tinbergen y su grupo sobre –se trata nada más que de algunos ejemplos– la conducta de «localización del camino a casa» de la avispa Philantus (Tinbergen, 1986), o sobre la coloración como factor de supervivencia en muchos lepidópteros nocturnos y diurnos (Tinbergen, 1986), sobre el reconocimiento de los huevos de la gaviota reidora (Tinbergen, 1986), o, también, sobre las situaciones desencadenadoras de estímulos respecto a la conducta «abrir el pico» en las crías del zorzal común (Tinbergen, 1979); investigaciones como estas –digo– estaban poniendo sobre la mesa una conclusión cuyo alcance no podía realmente resultar más disolvente respecto a las pretensiones del rígido innatismo lorenziano, a saber: que desde los principios constructivos en los que el propio Konrad Lorenz se habría pretendido atrincherar frente a la pujanza de propuestas conductistas («una psicología sin herencia») como las de Lehrman o Kuo, resultaba sencillamente imposible dar cuenta de las texturas conductuales características del campo de la etología puesto que, cuando se procede regresando a tales principios innatistas de sabor claramente fisiológico (sólo que ahora, naturalmente, más propios de la «fisiología ficción» en la que se empantanó defensivamente Lorenz mediante su «retrete»), lo que con ello se contribuye a perder de vista es la propia conducta como tal. No se trata aquí de que no se pueda plantear, lícitamente, una «fisiología del comportamiento» a la manera de la que Lorenz habría propuesto apoyándose en contribuciones como las debidas a Von Holst, &c., dado que, lo que Tinbergen habría visto aunque fuese de una manera oscura y por ende inadecuada, es que tal fisiología aunque pudiera muy bien resultar hacedera no tendría, por sí misma, nada que ver con el «comportamiento». Simplemente sucede que cuando la «fisiología» comienza a hacerse presente en el regressus, las operaciones de los animales inician su disolución como tales operaciones, de donde, al cabo, no quedaría ni podría quedar «conducta» alguna de la que dar razón en el progressus{14}; extremo gnoseológico que insistimos, Tinbergen habría podido detectar en su momento y de ahí sus protestas ante la decisión de Lorenz de bautizar su centro de investigación austríaco como «Instituto de Fisiología del Comportamiento», &c. Es más, el propio autor del Estudio sobre el Instinto llegaría a declarar, a la altura de 1979, que un escudriñaje exhaustivo del el concepto de «instinto» obligaría, por sí mismo, a franquear los límites del sistema nervioso (esto es, gnoseológicamente: a incursionar en el dominio categorial de la neurología), algo que, al decir del propio etólogo holandés, resituaría a la investigación etológica muy lejos del nivel de la «respuesta» entendida como «conducta integrada». (Burkhardt, 2005, pág. 410).

Mas si esto es así, no creemos que sorprenda demasiado la circunstancia de que, entonces, toda vez que Tinbergen, al menos hasta donde nosotros podemos interpretar su posición, se estaría negando terminantemente a entender reductivamente la conducta en términos de fisiología pura (sea fisiología real sea, por supuesto, fisiología ficción o, lo que es peor –esto es: más contradictorio– «neuroetología», &c.) y supuesto además que el propio científico de Ravenglass siempre procuró –estimamos que muy certeramente– mantenerse al margen de cualquier tipo de impracticable mentalismo introspeccionista (con lo que desde luego, no habría nada más lejano a la perspectiva de nuestro «naturalista curioso» que la temática que en nuestros días un Bekoff o un Griffin ha tenido a bien desenterrar con su etología cognitiva{15}), la cuestión que comienza en este sentido a dibujarse en el horizonte es ante todo la siguiente: ¿dónde entonces podrá el etólogo dirigir su mirada?. Sólo, nos parece, a la escala de presencia a distancia apotética entre sujetos operatorios animales a la que, el propio Darwin, habría ceñido en su momento su programa naturalista de estudio de la conducta. Mas, a esta escala psico-etológica lo que comienza por quedar enérgicamente desactivada, despejada, neutralizada en su dilematismo es la propia distinción –tan trabajosamente puesta a punto por Konrad Lorenz desde la fisiología del comportamiento– entre «aprendizaje» e «innatismo». No hay, creemos, mejor modo de corroborar expresamente estos argumentos que trayendo a colación aquí las siguientes palabras de Nikolaas Tinbergen entresacadas de su trabajo de 1969 titulado justamente «Etología»:

«Creo que los defensores de la “conducta innata” olvidan a menudo que, para evitar demostraciones de que ciertos aspectos ambientales no poseen influencia, se tienen que analizar directamente procesos internos y esto sólo se puede hacer interfiriendo con procesos que se verifican dentro del animal. Por otro lado, los defensores de la “conducta adquirida” a menudo parecen olvidar que la “adquisición”, incluyendo el aprendizaje, no es por así decirlo, crear algo de la nada; es un proceso de cambiar, y a menudo de perfeccionar, mediante la interacción con el medio, algo menos perfecto que estaba ya funcionando antes.» (Tinbergen, 1979, pág. 138.)

De hecho, este tipo de posturas pueden rastrearse también en las contribuciones de Ireneäus Eibl Eibesfeldt, un etólogo, dicho sea de paso, mucho más próximo a Lorenz. Cuando este investigador del Instituto Max Plank repara, por caso en su manual Etología (Eibl Eibesfeldt, 1979) pero también en muchos otros lugares de su amplia obra, en el carácter más peristático que innatista de los mecanismos etológicos rectores del desarrollo de la conducta de los animales está a nuestro juicio rebasando en el ejercicio los angostos márgenes del modelo del desencadenante innato. Algo, dicho sea de paso, en lo que también han incidido autores como pueda serlo Slater (Slater, 2000, pág. 99) y que, de cualquier modo, parece haber devenido un lugar común en la «sabiduría etológica» de nuestros días.

Y no se trata tanto de que los «etólogos» hayan capitulado ante los conductistas (por mucho que, de todos modos, Lorenz tendió siempre a interpretar semejantes «compromisos» por parte de la escuela inglesa de etología como una suerte de «traición», incluso del lado de Tinbergen, que ni siquiera el Nobel recibido de consuno en 1973 pudo terminar de «lavar» del todo), dado que por idénticas razones cabría también establecer el diagnóstico opuesto (es decir: que los psicólogos se han convertido en etólogos) y nada, en efecto, se explicaría con ello, y ni siquiera se trata, creemos, de que la etología del presente haya arrivado, de la mano de Lehrman o de Schneirla a la conclusión de que toda conducta es al mismo tiempo «innata» y «aprendida» (Aznavurian, 2003, pág. 13) como si semejante yuxtaposición, tan oscura como simplista, pudiese arreglar las cosas de una manera inteligible. No. En rigor lo que sucede es que la etología demuestra con diáfana claridad que las conductas desempeñadas por los diversos individuos animales en su contexto ecológico (es decir, los etogramas) no son ni pueden ser ni innatas ni aprendidas puesto que tal distinción, sin perjuicio de que efectivamente haya venido jugando un papel nada desdeñable en la representación que tanto los etólogos como los conductistas se han podido formar de sus propias investigaciones (es decir, en la «filosofía espontánea» fraguada por los científicos en torno a su campo de investigación), aparecerá como externa respecto a los teoremas a los que quepa llegar constructivamente en el campo de las ciencias de la conducta. Lo que pretendemos decir con esto es que, sencillamente, los etogramas, como tales construcciones científico-categoriales del campo de la etología, no son ni innatos ni aprendidos –y ni siquiera, diríamos, «innato-aprendidos» en el sentido de Aznavurian– por la misma razón por la que tampoco cabe hablar, pongamos por caso, de una «geología actualista» (Álvarez Muñoz, 2004) o de una «aritmética platónica». De donde, el innatismo pero también el ambientalismo, &c., &c. comparecerán en todo caso como sistemas doctrinales envolventes de los cursos constructivos que se dibujan en el campo de las ciencias de la conducta, situándose como tales «envoltorios» doctrinales ideológicos, entre los contornos de la capa metodológica de estas disciplinas y no en su capa básica donde, desde la perspectiva de la Teoría del Cierre Categorial hacemos residir las verdades científicas características de los cuerpos gnoseológicos (Bueno, 1993).

Ahora bien, en estas condiciones, parecería que lo primero que tendríamos que concluir en este sentido, es precisamente que las investigaciones etológicas sobre los diversos etogramas de especies particulares (peces cíclidos, aves canoras{16}, grandes simios, &c) habrían tendido a desdibujar vigorosamente en el ejercicio dicotomías tan rígidas como la que separa lo «innato» (la nature) de lo «aprendido» (la nurture) y ello, por más que los cultivadores de esta ciencia, hayan podido representarse su propia disciplina bajo esquemas innatistas tan marcados como los que fueron propios de Konrad Lorenz. Y para corroborar esto no es preciso siquiera mencionar al autor de Cuando el hombre encontró al perro dado entre otras cosas, que también Niko Tinbergen, llega a concebir –de manera enteramente inconsecuente en relación a su propio ejercicio científico– a la etología como «el estudio causal del comportamiento innato» (Tinbergen, 1969, pág. 63). Creemos que Gustavo Bueno, en un importante análisis titulado «La etología como ciencia de la cultura», pone negro sobre blanco esta decisiva cuestión. Así:

«Y esto obligará a suscitar la misma cuestión de la accidentalidad o esencialidad (biológicas de la distinción), al menos cuando nos situamos en la perspectiva de la consideración global del grupo y de la especie. Tendríamos que reanalizar el proceder de los mismos etólogos, pues cabe preveer que, si es correcta nuestra tesis, habrá que descubrir en ese proceder una tendencia a relativizar y minimizar (sin negarla), de distintas maneras, la oposición «heredado/aprendido» (lo que nos autorizaría a sospechar, a su vez, que la relevancia atribuida a esta distinción, es el resultado de la transferencia de la distinción entre Naturaleza y Cultura en su formulación originaria). Citaríamos a D. S. Lermann, en su crítica al «innatismo» de K. Lorenz, desde perspectivas «epigenistas» o «maduracionistas»; citaríamos a Tinbergen, cuando subraya como la conducta se moldea en cada especie no en virtud de unas pautas rígidas e inmutables, puesto que todo lo que está dado, de un modo innato, necesita de un medio para desarrollarse («al igual que los bastoncillos de los renacuajos, que sólo reaccionan expuestos a la luz»); otras veces la conducta preprogramada es inmadura, y necesita una suerte de moldeamiento por realimentación de las ejecuciones primerizas (como ocurre con el canto de los pinzones estudiados por Thorpe), según las pautas ideales (Sollwerte); citaríamos a Sabater Pi, cuando observa que los chimpancés nacidos cautivos no saben construir nidos, aunque sí componentes «fragmentarios» de esa conducta (sentarse sobre los montones de hojas, acercarlos a su cuerpo, ...), la conducta nidificadora (¿y quién se atrevería en virtud de una mera definición estipulativa, retirarle la calificación de «natural»?) sería adquirida por observación de la madre, con la que los chimpancés pasan hasta cinco o seis años, con la posibilidad de observar la conducta de nidificación hasta dos mil veces; una situación de aprendizaje, pero- diríamos por nuestra parte-, no coyuntural o «contingente», sino peristática, una combinación de inprinting e imitación, sin excluir ensayo y error, pero tan natural biológicamente (pues incluso llega a ser condición de supervivencia), como pueda serlo la conducta de lactancia» (Bueno, 1991)

Epílogo: replanteamiento de la conexión entre la conducta y la evolución a través de una multiplicidad de selectores operatorios

Un cazador frente a un granjero. Así solían Lorenz y Tinbergen representar la contraposición operatoria entre sus respectivas metodologías (Véase, por ejemplo, Nisbett, 1993, pp65) y esta es, asimismo, la metáfora directriz que hace las veces de cedazo crítico en en análisis de Burkhardt respecto a las diferencias entre las perspectivas de ambos «naturalistas aficionados» (Burdkhardt, 2005, pág. 474). Con ello, Burkhardt está a su modo reconociendo, certeramente, el peso específico gnoseológico que cabe asignar a las tradiciones técnicas muy precisas que estarían alentando de manera efectiva en los orígenes de la propia etología de donde resultaría, por cierto, algo más que una mera anécdota el hecho, recogido por ejemplo en la importante Breve Historia de la Etología de Thorpe pero también en la fenomenal biografía de Lorenz a cargo de Alec Nisbett, &c, de que la mayor parte de los pioneros de la nueva ciencia hayan sido desde su infancia Naturalistas curiosos (como, dicho sea de paso, también lo era Charles Darwin mucho antes de embarcar en el Beagle). Es desde luego cierto que un granjero podrá conocer muy bien la conducta operatoria de sus acémilas;ahora bien, ¿no estaría en principio el prisma que es característico del «cazador» (i. e., en este contexto: de Tinbergen) mucho más cerca del contexto ecológico preciso en el que la «conducta» operatoria de los animales tiene justamente la última y decisiva palabra –por ejemplo en lo relativo al cortejo, también a las conductas presa predatorias, a las cadenas tróficas, &c.– en lo que toca a la realización de la propia «evolución» por medio de «selección natural»? Para responder a esta pregunta conviene entrar a considerar aquí, si quiera sea brevemente, los entretejimientos tanto ontológicos como gnoseológicos que vinculan inextricablemente a la «conducta» con la «evolución orgánica».

Y es que, efectivamente, resulta importante notar en este contexto que hacer la debida justicia a tales entretejimientos supone, para empezar, arrostrar de frente la tarea de intepretar o acaso reinterpretar la «conducta» (es decir, «algo» que los fenotipos siempre y de suyo hacen, y no, mal que le pueda pesar a Lorenz o acaso a Whitman, &c., algo que los fenotipos tienen) no sólo ni principalmente como un «producto» de la evolución –punto de vista este reconocido ampliamente por el neodarwinismo, pero también por los sociobiólogos, &c., &c.– sino, también y muy especialmente, como una «parte» –a la que además cabrá asignar un papel causal activo– del mismo proceso de la evolución orgánica (Véase Plotkin, 1988). Ahora bien, si es evidentemente verdad que esta tarea se encuentra, para empezar, con impedimentos históricos obvios puesto que tal asignación de un rol evolutivo a los fenotipos conductuales habría sido prácticamente «eclipsada» como tal posibilidad tanto por parte de la biología (en el darwinismo) como, paradójicamente, de la psicología (en la tradición conductista, justamente frente a la etología), sellando ambas disciplinas un «divorcio» tan sonado como aparatoso del que la controversia «etología-conductismo» no es otra cosa que una manifestación particular; no es menos cierto, así y todo, que entre ambos cónyuges siempre pudieron mediar, por así decir, «amigos comunes» (James Mark Baldwin, sin duda, pero también Morgan, Osborn, Waddington, &c.) particularmente interesados en propiciar, a través de los canales adecuados («selección orgánica», «asimilación genética», &c., &c.) una venturosa «reconciliación» en la sabiduría, tan darwiniana como baldwiniana, de que «conducta» y «evolución» (o, para decirlo gnoseológicamente: psicología y biología) estaban hechos uno para otro. Y así las cosas, no extrañará, suponemos, en modo alguno que tales canales por medio de los cuales la «reconciliación» pretendió establecerse una y otra vez a lo largo del siglo XX (por ejemplo, y muy señaladamente, el «efecto Baldwin») hayan sido, en plena crisis del neodarwinismo sintético, reivindicados a la luz de contextos categoriales muy diversos (así, por ejemplo, Sánchez y Loredo, 2005).

Ciertamente, ni los contenidos del campo de la psicología pueden sostenerse por sí mismos como dados enteramente al margen de su remite a la biología orgánica –al menos si hemos de pensar fuera de las premisas del «espiritualismo asertivo» en cuanto que este defiende la existencia de «vivientes incorpóreos»{17}–, ni, tampoco –aunque esto resulte sin duda mucho menos obvio, al menos a simple vista– puede la propia biología evolutiva (por lo menos en el caso de la zoología) desenvolverse inteligiblemente cuando se hace abstracción del concepto de conducta. Creemos que una de las pistas que al respecto de este asunto puede proporcionarnos, todavía hoy, la etología de Niko Tinbergen (y en especial contribuciones tan notables como puedan serlo las contenidas en libros tales como Naturalistas Curiosos o Estudios de Etología, &c.) no es otra que la necesidad de dar cuenta del valor de supervivencia de la conducta de los organismos animales en el medio (ecológico) en el que tales organismos «seleccionan» o son «seleccionados» por otros. Así:

«Paradójicamente, algunos caracteres parecen ser tan sorprendentemente perfectos que realmente uno se pregunta si existe una presión de selección que exija una perfección tan exacta. Por ejemplo, las “manchas oculares” y el mimetismo con las ramillas que presentan algunos insectos parecen ser más perfectos de lo que sería necesario: se ha dicho que ni siquiera un pájaro podría probablemente detectar pequeñas desviaciones. La única manera de descubrirlo es, por supuesto, intentarlo. Y, efectivamente, Blest encontró, con respecto a las manchas oculares –como hizo Ruiter con respecto al mimetismo con ramillas–, que las aves que actúan como selectores detectaban defectos sorpredentemente pequeños; de hecho, algunas aves son selectores mucho más perfectos que nosotros mismos.» (Tinbergen, 1979, pág. 115)

No obstante, pensar a los pájaros y a otros animales como «selectores» implica pensarlos como capaces de «percibir a distancia» a terceros sujetos a través de variados mecanismos de organolepsis teleceptiva, esto es pensarlos, justamente, como sujetos dotados de psiquismo. Y lo que verdaderamente nos importa entender en el contexto del presente trabajo es que Tinbergen –al contrario que Lorenz– siempre se mantuvo extraordinariamente sensibilizado a las condiciones ecológicas en las que comienza a dejar de ser un contrasentido (por ejemplo, un contrasentido de signo lamarkista) decir que estas operaciones selectivas fenotípicas (y, dicho sea de paso, fenoménicas) marcan, de una manera muy real, las agujas del propio cambio evolutivo orgánico, incluído, si bien se mira, el cambio genético al menos cuando nos negamos a interpretarlo, bien hipostáticamente por cierto, como dado con entera independencia del plano fenotípico-conductual. Lo cual, paradójicamente, mostraría que, a la luz de esta consideración del individuo orgánico como el verdadero selector natural al que Darwin se habría referido, resulta tan lícito o todavía más que la apuesta de Lorenz por estudiar «las conductas como si fueran órganos», arriesgarse –como creemos que Tinbergen pudo hacerlo durante su dilatada trayectoria británica– a ofrecer un tratamiento de «los órganos» como «si fuesen conductas», o al menos como si no fuesen otra cosa que el resultado conductas selectoras por parte de sujetos operatorios muy diversos.

Estamos pensando, por ejemplo, en las configuraciones oceladas o en los colores advertidores falsos propios de muchas especies de lepidópteros (Tinbergen, 1986). ¿Acaso cabe dotar a tales morfologías orgánicas del mínimo sentido evolutivo al margen de su engranaje con la organolepsis visual de los zorzales comunes o de los petirrojos que «seleccionan» operatoria, conductualmente (conducta trófica) a unas mariposas frente a otras?. Y si tales colores advertidores o tales morfologías miméticas resultan a la postre exitosos, ¿no se deberá semejante «éxito» a la circunstancia de que las mariposas habrían logrado «seleccionar» a las aves en la medida precisa en que no han sido, de hecho, «seleccionadas» perceptivamente por ellas?

Pensamos también en el caso de los puntos coloreados «a modo de huevos» presentes en la aleta anal de algunos peces. Ante el trámite de dar cuenta de estos «señuelos de huevos», ¿resulta siquiera posible desentenderse de la circunstancia de que es la hembra quien «selecciona» conductual, «psicológicamente», dichas configuraciones al desempeñar operaciones muy precisas de apareamiento («selección sexual») de tal suerte que, en efecto, cabe decir que «la evolución de la señal es una adaptación a la respuesta visual de la hembra hacia los huevos» (Tinbergen, 1979, pág. 165)? No evidentemente, pues que sin esta respuesta visual por parte de la hembra, la «apariencia falaz» (para decirlo con una expresión utilizada por Gustavo Bueno en otros contextos{18}) inscrita en el cuerpo de los machos jamás hubiese podido abrirse camino.

Y pensamos por último, en la sorprendente docilidad de las gaviotas tridáctilas detectada por Esther Cullen (Tinbergen, 1986, pág. 236). Tal comportamiento representaría, según todos los indicios, una adaptación al tipo de nicho habitado por los individuos de esta especie (acantilados sobre todo); pero, la propia «selección» del nicho, ¿no supone una respuesta muy determinada por parte de las gaviotas a las operaciones selectivas –o a su ausencia en los acantilados– de otros organismos en el contexto de las relaciones presa-predatorias?.

Concluimos: cuando –en la estela de Tinbergen, pero también, en el fondo, la de Darwin, &c.– la propia selección natural comienza a interpretarse a la escala en la que tienen lugar, irreductiblemente, las operaciones conductuales de los organismos animales en su contexto ecológico, resulta entonces bien evidente que la misma biología no puede permitirse el lujo de soslayar tales operaciones como si fuesen, en efecto, una cantidad despreciable de la evolución orgánica entendida ella misma, desde la perspectiva de la ortodoxia neosintética, como reducida al cambio de frecuencias genéticas entre poblaciones. Y no es que negemos tanto que la evolución consista en este cambio (aunque, desde luego, ya nos parecería más difícil mantener que se agote en él) puesto que lo que sostenemos es sencillamente que sólo al través del plano conductual pueden tales frecuencias genéticas cambiar en un sentido u otro.

Referencias

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Notas

{1} Un premio no en vano interpretado, las más de las ocasiones, a la manera de una suerte de «reconocimiento» del ingreso de la nueva disciplina en la «República de las ciencias», a título por así decir, de precisa «carta de naturaleza» pragmática para esta ciencia. A este respecto, resulta, nos parece, suficientemente representativo el título de la nota que William Thorpe y Robert Hinde pudieron publicar en Nature a propósito de esta distinción. Véase Burdkhardt, 2005.

{2} Y que probablemente «le venía de familia» tal y como tendrá sobrada ocasión de confirmar cualquiera que se acerque a la lectura, por otro lado fascinante, de las memorias del padre del etólogo, el Dr. Adolf Lorenz, tituladas My Life and Work. The search for a missing glove.

{3} Sin perjuicio de que, en otros contextos, Lorenz sí que haya considerado a Heinroth como el «fundador» de la etología. Véase por ejemplo Burkhardt, 2005, pág. 137.

{4} Decimos esto porque en rigor, «operar» dice «componer» es decir, «unir» o bien «separar», según una lógica material (i. e.: una racionalidad) determinada, unos términos con otros y así las cosas, resulta bien obvio que al margen de tales distancias, es decir, en una situación parmenídea «de franca continuidad» en la que «el ser tocara con el ser», ninguna operación podría ser llevada adelante (pues ¿qué sentido podría entonces tener el pretender «componer» contenidos ya de hecho contiguos unos de otros?). Para una profundización en tales cuestiones, desde luego que centrales desde el punto de vista de la gnoseología de las ciencias de la conducta, remitimos al lector a Bueno, 1993.

{5} Pero que sin duda, tienen que ver con el desarrollo de la genética merced al redescubrimiento de las obras de Mendel, a los hallazgos De Vries, también con la puesta a punto de la barrera «weismanniana» entre soma y germen, &c., &c.

{6} Existen abundantes descripciones de este modelo a lo largo de la literatura etológica, citemos sólo como botón de muestra, la contenida en Slater, 2000, págs. 66 y ss.

{7} Aunque, acaso sí de «movimiento», un concepto cuya factura gnoseológica –insistamos en ello– es en todo caso muy distinta.

{8} «Próximos» ciertamente, ma non troppo, puesto que bien es posible que también el behaviorismo inicial- no en vano criticado «radicalmente» por Skinner-tendiera, a su modo, a considerar a los sujetos animales inscritos en su propio campo categorial a la manera de «máquinas de aprendizaje pasivo» muy cercanas a las consignadas en la tradición reflexológica de un Sechenov o de un Pavlov. Esto es, por así decir, como «sujetos cero» de una doctrina «cuasi reflexológica», véase Tortosa Gil, 1998.

{9} Tal es la importancia de estas críticas, por ejemplo llevadas adelante con mano firme por Lehrman en su Crítica a la teoría del comportamiento instintivo de Konrad Lorenz del año 1953, que incluso tratadistas como Alec Nisbett ha podido atribuírles, en su biografía de Lorenz, la condición, por así decir, de «mecanismo desencadenante» de la batalla etología conductismo. Véase Nisbett, 1993, pp123

{10} Nos basamos principalmente en el extraordinario análisis debido a Bueno, 2002.

{11} O lo que es todavía peor, para acabar por reconocer, como si se tratase de encontrar una suerte de «tertium quid» que otorgase a cada quien lo suyo, que «ontogenia y filogenia son amistosos rivales» como lo dice Skinner, &c., &c.

{12} Y es que, ya se sabe, tal contienda capturó a los dos fundadores de la etología (no en vano, ambos eran como se ha dicho zoólogos centroeuropeos) en trincheras demasiado separadas: a uno combatiendo –en su calidad de «austríaco homologado» por efecto de la anschluss nacional socialista de 1938– por el lebensraum del Tercer Reich, y a otro comprometiéndose heroicamente con la resistencia holandesa desencadenada a partir de enero de 1943 precisamente a fin de no quedar engullido en ese mismo espacio vital teutón por obra del «lecho de Procusto» de la Gleichsaltung (coordinación) del Reino de Holanda con el Reich nazi instituida en mayo de 1940 (para los detalles, acúdase a : Toynbee, 1985, págs. 347 y ss.). De este modo, suponemos, no extrañará demasiado la circunstancia de que ambos científicos tardaran mucho tiempo en reestablecer los lazos de solidaridad investigadora contraídos antes de la guerra e incluso, todo hay que decirlo, este reestablecimiento sólo podrá tener lugar cuando finalmente se produzca, merced a la extraordinaria generosidad (léase: desmemoria) de Tinbergen con su amigo. Para estos detalles históricos, si aparentemente «externos» centrales en el fondo desde el punto de vista gnoseológico, consúltese la extraordinaria monografia de Richard W. Burkhardt Jr a la que venimos referiéndonos.

{13} Y decimos determinante no por nada, puesto que de hecho, como lo reonocen estudiosos como Kruuk (Kruuk, 2003, págs. 183), &c., «tras el episodio» de las críticas de este psicólogo al mecanicismo innatista lorenziano, el «terreno de la etología nunca volvería a ser el mismo». Ciertamente : «Lehrman became a friend of Niko, and ethologists learnt to be much more careful with their generalities using a better formulation of questions. After this, terms like “innate” became tainted words, “releasing mechanism” was rarely used by the Tinbergen group, and in later years Niko often mentioned the cleansing effect of Danny Lehrman intervention». Ibídem.

{14} Los conceptos progressus/regressus, así como muchas de las premisas que están en el trasfondo de nuestra exposición, los hemos tomado de la Teoría del Cierre Categorial de Gustavo Bueno, remitimos al lector a Bueno, 1993.

{15} Y ello al menos si damos por buenas las siguientes advertencias debidas a Tinbergen en una carta a su viejo amigo Bierens de Haan: «To suggest a cause of an observable process, in terms of something that in principle is not observable and not measurble, does not take us one step further; after all, fear is a subjective phenomenon that can only be approached indirectly in a different animal.» (Kruuk, 2003, pág. 145). Y es que si en efecto, las «experiencias subjetivas» atribuíbles a los animales no son «perceptibles» y por ende caen fuera del cono de luz de la etología (Burdkhardt, 2005, págs. 434-435), ¿qué sentido pueden tener entonces, al menos cuando nos situamos en una perspectiva que no resulte directamente «espiritualista», propuestas como las de Griffin, &c.?

{16} Y muy particularmente en estas. Recuérdense los experimentos realizados ya en la década de 1950 por W.Thorpe que establecieron firmemente que los pinzones vulgares criados en condiciones de privación acústica no desarrollaban el canto completo específico, aunque llegasen a desenvolver una especie de «subcanto» (vid al respecto, Richard Maier, 2001, págs. 58-59.)

{17} Nos inspiramos aquí en el replanteamiento positivo de la distinción entre «materialismo» y «espiritualismo» debida a Gustavo Bueno. Por ejemplo en Bueno, 2005.

{18} Véase la exposición contenida en su obra, imprescindible para nuestros intereses, Televisión: apariencia y verdad. (Bueno, 2000.)

 

El Catoblepas
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