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El Catoblepas, número 98, abril 2010
  El Catoblepasnúmero 98 • abril 2010 • página 2
Rasguños

La cuestión del aborto
desde la perspectiva de la teleología orgánica

Gustavo Bueno

Un replanteamiento de la cuestión del aborto desde la perspectiva de la teleología orgánica del materialismo filosófico

Aborto humano institucionalizado

1. Proyecto de explicitación de la perspectiva teleológica en el tratamiento de la cuestión del aborto

Los debates sobre el aborto y, en particular, sobre el momento del curso del proceso ontogenético que se inicia con la constitución del cigoto (momento que sirve a una importante corriente de opinión de criterio para establecer la línea divisoria entre las prácticas anticonceptivas y las prácticas abortistas), suelen mantenerse al margen de la perspectiva teleológica, centrándose en cambio el debate en el análisis de los componentes o atributos que puedan reconocerse en el germen, en el embrión, en el feto o en el infante, y que permitan identificarlo como «humano». Son, pues, los componentes o atributos de los que se esperaría poder inferir la condición humana del nasciturus, como si esta condición fuese susceptible de ser alcanzada por un sustrato viviente (al margen de la posición que él pueda ocupar en la «línea teleológica») en virtud de algún «mecanismo» metafísico (por ejemplo, la infusión del alma intelectiva) o positivo (por ejemplo la formación del corazón o de algunas terminaciones nerviosas).

En mis propias intervenciones sobre el asunto (las más recientes, hace un año «Análisis desde varias perspectivas de la Ley del aborto» –dos conferencias pronunciadas el 23 de abril y el 20 de mayo de 2009, disponibles en internet–, y hace unos meses, el capítulo 14 del libro El fundamentalismo democrático) la perspectiva teleológica que estaba implícita (y se mantenía tal, sin duda, para evitar desviaciones en un debate ya de por sí muy complicado) no se puso de manifiesto explícitamente. El objetivo del presente rasguño es asumir explícitamente la perspectiva teleológica, como perspectiva obligada en un planteamiento filosófico (materialista) de la cuestión.

2. Los debates actuales en torno a la «Ley del aborto» reproducen a escala biológica los debates metafísicos medievales en torno a la animación instantánea o retardada

La «ley de plazos del aborto» (como popularmente se conoce a la Ley Orgánica 2/2010, de 3 de marzo, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo, publicada en el BOE de 4 de marzo de 2010) parte del supuesto de que el curso de la gestación del nasciturus humano no es continuo, sino que pasa por momentos críticos y por tanto permite establecer cortes o plazos para diferenciar aquellos tramos del curso en los cuales el nasciturus no fuera todavía una criatura humana, y aquellos otros a partir de los cuales el nasciturus pudiera considerarse ya criatura humana (lo que implicaría que su destrucción, salvo supuestos especiales, constituiría un homicidio o incluso un asesinato).

La ley fija el momento crítico en la semana catorce del embarazo (el tercer mes). Las prácticas orientadas a destruir al nasciturus antes de la semana catorce no constituirán delito, sino, antes al contrario, constituirán un derecho de la mujer (artículo 14); las prácticas orientadas a destruir al nasciturus después de las catorce semanas, salvo supuestos especiales, constituirán un delito muy grave.

Es interesante constatar cómo esta Ley de plazos, en su enfrentamiento con la visión continuista de la ontogénesis, reproduce algunas de las líneas fundamentales que ya fueron utilizadas en la escolástica medieval, de tradición aristotélica (aunque incorporando la teología espiritualista cristiana), en defensa de la tesis de la «animación retardada», tesis que solía fundamentarse en el hilemorfismo de Aristóteles. Incluso el plazo límite elegido por la Ley aprobada por las Cortes socialdemócratas y sancionada por el católico Rey de España, es decir, la semana catorce, es prácticamente el mismo que daban los aristotélicos, incluyendo a Santo Tomás, como el momento en el cual el cuerpo «ya preparado por la acción de las almas vegetativas y sensitivas y por la vis formativa de los padres» podría recibir el alma intelectiva.

Dicho de otro modo: los expertos que avalaron el anteproyecto de la Ley (biólogos, médicos, científicos en general) estaban enteramente sometidos, sin perjuicio de su condición de científicos, a la influencia de la más rancia filosofía del hilemorfismo aristotélico tomista, o si se prefiere, del epigenismo aristotélico, como alternativa del «preformismo arcaico» vinculado a la teoría de la panspermia de Anaxágoras o de Hipócrates, o incluso a la doctrina traducianista de los maniqueos, compartida por el joven San Agustín. Pues lo que puede afirmarse con total evidencia es que no hay ninguna razón objetiva para trazar hoy una línea divisoria por este punto del curso de la gestación (la semana catorce), y por tanto, sólo por motivos históricos, que obran inconscientemente en los mismos científicos avalistas, puede ser explicada la elección de semejante plazo.

En realidad quienes se oponen a la Ley del aborto (y no sólo en una oposición especulativa, sino con la decisión práctica de derogar esta Ley tan pronto como sea posible) es porque adelantan este punto crítico en el que se constituiría la vida humana del nasciturus, o bien al momento de formación del embrión en su proceso de anidación o implantación uterina (hacia el día catorce de la fecundación), o bien al momento de la concepción. La dificultad estriba en encontrar criterios que permitan decidir donde situar este momento de la concepción.

Por supuesto, este momento no puede situarse antes de la fusión de los gametos haploides que dará lugar al cigoto diploide. Sin embargo, se discute si este momento coincide con el de la penetración del espermatocito por la zona pelúcida del ovocito, o bien cuando, una vez formados los pronúcleos, éstos se hayan fusionado, dando lugar a un genoma único, o bien en algún momento posterior, sea en la fase de la primera bipartición blastomérica, sea en el momento de la formación de la gástrula y de la anidación.

Conviene insistir en la idea de que este planteamiento es el mismo que tradicionalmente se mantuvo en el debate entre los partidarios de la «animación instantánea» (en el momento de la concepción, que habría que determinar según criterios particulares) y los partidarios de la «animación retardada» (y aquí las teorías de los escolásticos recorren prácticamente todas las semanas y meses de la gestación, e incluso de los primeros años de la vida extrauterina del infante).

Lo que no deja de sorprender es que los plazos fijados desde una doctrina espiritualista del alma humana sigan teniéndose en cuenta por científicos que, desde luego, niegan rotundamente semejantes doctrinas metafísicas para explicar el origen de la vida humana. Y, lo que es más curioso, por no decir ridículo, es que pretenden ofrecer argumentos científicos para justificar estos plazos que habían sido fijados precisamente desde la metafísica precientífica.

3. El debate metafísico sobre la animación y la teoría aristotélica del hilemorfismo

En cualquier caso el debate en torno a la animación instantánea o retardada se abre en la teoría hilemórfica de Aristóteles, según la cual el alma racional (o intelectiva) es la causa formal del individuo humano, aunque no sea su causa eficiente.

Según la teoría hilemórfica el alma intelectiva informa no directamente a la materia prima (ni siquiera, diríamos hoy, a un sustrato de naturaleza bioquímica), sino a un cuerpo ya organizado por el alma sensitiva que, a su vez, presuponía un alma vegetativa conformadora. El cristianismo identificó esta alma intelectiva de los peripatéticos con el espíritu creado nominatim por Dios (algunos musulmanes sostuvieron la tesis de que ese espíritu creador tenía que ver con el Entendimiento agente universal). Santo Tomás decía que el alma intelectiva solo podría unirse a la materia cuando esta ya tuviera conformados los órganos necesarios como instrumentos de las potencias intelectuales; por tanto, la constatación de estos órganos no solamente servía de indicio para conocer que el feto ya era humano, sino también para afirmar el efecto de la animación por la cual el feto hubiera recibido la forma humana. ¿De quién? Según Santo Tomás de una potencia formativa, que está en los padres, y que es potencia anímica, activa y corpórea (Suma Teológica, I, q. 118, a. 1, ad 2 y ad 4, Quodlibet XII a 10, &c.; pueden verse estos textos en el indispensable artículo de Manuel Barbado Viejo, «¿Cuándo se une el alma al cuerpo?» (Revista de Filosofía, CSIC, nº 4, Madrid 1942).

4. Fecundación y generación

Ahora bien, la teoría hilemórfica, al identificar la forma sustancial humana con el alma intelectiva y, sobre todo, la posterior atribución de esta alma al acto creador de Dios, distorsiona (desde el punto de vista de la embriología actual) todo el planteamiento de la cuestión, puesto que confunde la cuestión de la naturaleza humana del embrión o del feto con la cuestión de la presencia de un alma intelectiva. San Anselmo llegó a decir que no cabe en cabeza humana que el embrión esté dotado de un alma racional desde el momento de la concepción; y Santo Tomás, contra cualquier tipo de preformismo, considera ridículo defender la tesis de que el alma intelectiva puede encontrarse en el semen. Esta es la razón por la cual muchos historiadores de la Embriología clasifican a Santo Tomás como defensor de un «epigenismo aristotélico».

Consideramos de interés, dada la influencia efectiva que las ideas escolásticas siguen ejerciendo entre los científicos que avalaron el proyecto de Ley, recordar la doctrina de Santo Tomás, tal como la resume admirablemente el padre Barbado en el artículo citado:

«Para comprender las propiedades y funciones atribuidas a este factor ontogenético, es necesario comenzar por tener presente que los antiguos tenían necesidad de armonizar tres principios distintos, o sea que: a) Los padres, según exige el concepto clásico de «generación», no solamente suministran con los elementos germinales una parte de la propia substancia para la formación del cuerpo del hijo, sino que también por sí mismos y como causas eficientes han de producir el nuevo ser, al menos preparando convenientemente el organismo embrionario para la recepción del alma humana. b) Dado que, según la doctrina tomista, la substancia no es inmediatamente operativa, los padres tienen que ejercer la función generativa mediante una potencia vital, que como todas las otras potencias reciba de la substancia su virtud operativa y sea a modo de instrumento mediante el cual obren los genitores en la producción del hijo. c) Los padres no intervienen como agentes inmediatos en la organización del cuerpo del hijo, como quien construye y acopla las piezas de una máquina, o como el escultor que modela una estatua, sino que la causa inmediata se encuentra dentro del mismo embrión.
Para compaginar esos principios formularon la doctrina de la facultad «formativa», que acabamos de resumir, y supusieron que se trata de un instrumento separado de de la causa principal (los padres), que tiene analogía con el «impulso» que impele al móvil una vez separado del agente motor principal. A ese agente atribuían las funciones propiamente ontogenéticas, no las nutritivas y aumentativas que en el embrión se verifican; si bien éstas cooperan al proceso embriogenético, y por eso decía Avicena: «Huic quidem virtuti (formativae) ministrantes sunt quae rem nutrimenti ministrant ad speciem custodiendam, et sunt virtus nutritiva el crescitiva».
Por lo que se refiere al sujeto en que se sustenta la potencia «formativa» no es de maravillar que erraran los antiguos, que desconocían la composición de los principios germinales. Hoy habría que identificar ese sujeto con las llamadas «sustancias órganoformativas», cuya naturaleza y propiedades nos son todavía desconocidas.» (págs. 56-57.)

Según esto, los escolásticos, siguiendo a Aristóteles, diferenciaban la fecundación de la generación, porque para que hubiera generación se requería no sólo que los genitores suministrasen los elementos germinales, sino que además era necesario que formasen el nuevo ser y lo organizasen y preparasen para la unión con el alma racional.

Sin duda por ello a los escolásticos, prisioneros del hilemorfismo, les parecía muy poco probable que el germen o el embrión de pocas horas o de pocos días (sin órganos u orgánulos diferenciados, y no sólo porque no se percibieran en la época premicroscópica, sino incluso cuando ya había microscopio, por ejemplo en la época del neotomismo de un Zeferino González) tuviese ya un alma intelectiva.

Pero cuando dejamos de lado la doctrina del alma intelectiva, desaparece el debate entre la animación instantánea y la animación retardada (que se fundaba ya en la observación premicroscópica del nasciturus). Sin embargo, el debate se replantea: no hay animación, sino evolución continua, y en ella ya parece artificioso señalar plazos o cortes en ese proceso continuo, sobre todo si las fases de la criatura humana orgánica (del «ovoide» humano) se suceden en la inmanencia interna del proceso, al menos una vez que el germen está ya constituido.

5. La novedad del hilemorfismo aristotélico frente al «preformismo arcaico»

La cuestión se plantea por tanto (dejando de lado la cuestión metafísica del alma intelectiva, que sigue rondando en aquellos científicos actuales que apelan al criterio de la «conciencia» o del «sentimiento» o «sensibilidad» del feto como señal de vida humana) como decisión sobre el punto de origen de la vida humana individual, contando a partir de la concepción. Dejaremos también de lado las doctrinas «preformistas» mantenidas por algunos pueblos primitivos (como los dayak de Borneo), que creían que el embrión, o incluso el infante, recibía el espíritu de su abuelo cuando este moría (ocasión para que se les impusiera su nombre propio); doctrina que corresponde a la de la panspermia de los preformistas griegos, no sólo de Anaxágoras («¿Cómo puede proceder el cabello de lo que no es cabello y la carne de lo que no es carne?») sino también de algunos textos hipocráticos, como el De Diaeta.

Precisamente la novedad de la doctrina de Aristóteles podría hacerse consistir en su crítica a la metafísica preformista, de naturaleza mitopoiética, mediante su teoría hilemórfica, que reconocía en el proceso de gestación la recepción de diferentes almas sucesivas. Además, según Aristóteles, los varones alcanzarían la organización de su cuerpo a los cuarenta días de la concepción, mientras que las hembras tardarían tres meses (una «diferencia de género» que el Ministerio de Igualdad que impulsó la Ley del aborto rechazaría a priori). Pero lo importante es que Aristóteles sostuvo, frente al preformismo arcaico, una doctrina de la epigénesis, muy oscura sin duda, porque no se sabía muy bien cuál sea el origen del alma intelectiva. Desde luego este origen, para Aristóteles, no estaba en Dios (Aristóteles rechazaba la idea de creación: el Acto Puro no sólo no ha creado al Mundo, sino que ni siquiera lo conoce). Los estoicos apelaron al «alma del Mundo» y algunos musulmanes, como hemos dicho, al Entendimiento Agente.

6. El «preformismo moderno» frente al hilemorfismo epigenista aristotélico

Dada la oscuridad de la doctrina metafísica aristotélica de una epigénesis hilemórfica (reformada por la metafísica de la creación sucesiva de las almas), se comprende que cuando en la época del microscopio óptico comenzaron a observarse los huevos de los insectos en proceso de segmentación (Swammerdam 1669) creyeron verse ya unos animálculos preformados en sus genitales; así también Malpighi, en el huevo fecundado de gallina, creyó ver ya un pollito configurado (De Formatione Pulli in Ovo, Londres 1672), y Leeuwenhoek descubrió los espermatozoides, como los llamaría von Baer, todavía en 1827, interpretándoles como «animalillos del esperma».

De este modo la doctrina moderna de la preformación sustituyó en el siglo XVIII, y bien entrado el XIX, al epigenismo metafísico aristotélico. Lo que equivale a decir que los preformistas modernos negaron la generación, en el sentido dicho, puesto que los individuos estaban ya terminados, a escala microscópica, en sus padres. Von Haller llegó a calcular (1775) los homúnculos que pudieran estar contenidos en los ovarios de Eva: «si viven hoy mil millones de hombres en la superficie terrestre y si cada generación se produce de treinta en treinta años, y los años de la Tierra son seis mil, las generaciones serán doscientas, y habrá doscientos mil millones de hombres»; cálculos que servían admirablemente a los teólogos protestantes para explicar la razón del pecado original que Adán y Eva transmitieron a su prole.

7. El «epigenismo moderno» contra el «preformismo moderno»

Ahora bien, Gaspar Federico Wolff, en su tesis doctoral (Theoria Generationis, Halle 1759), y en polémica con Von Haller, trató de recuperar la idea de la epigénesis aristotélica con los retoques pertinentes.

El preformismo implicaba la tesis de que el germen y el embrión ya eran plenamente humanos desde el momento mismo de la concepción, momento en el que aflorarían los homúnculos masculinos y los femeninos. No se volvió en cambio al traducianismo de los maniqueos (aceptado, como hemos dicho, por San Agustín joven), es decir, a la tesis de que el alma de los hijos era un simple retoño de la raíz –tradux– misma de los padres.

El ulterior descrédito del preformismo metafísico moderno determinó el retorno a la tesis de la animación retardada, tesis en la que se basa la ley española del aborto de 2010 (una tesis, como vemos, que tiene muy poco de moderno y mucho de arcaico, sin perjuicio de la inconsciencia de los científicos que la han avalado). Una animación retardada que debiera estar condicionada, de algún modo, por la preparación morfológica del cuerpo viviente, a fin de evitar la recaída en la metafísica, aún más peligrosa (desde un punto de vista práctico de las creencias sociales), de la metempsicosis.

La vida del germen, embrión, feto o infante, procede por tanto de los padres, sin que ello requiera establecer la tesis de una continuidad sustancial (traducianista) que no respetase la independencia y autodeterminación del nasciturus (respecto de su madre). Sin embargo, siempre se mantuvo como tesis de fondo la de la continuidad de los padres y de los hijos, y esto favorecía la tesis de la humanización en el momento de la concepción (contra la tesis de la animación retardada), porque, como ya había advertido San Máximo, en el siglo VII, si el alma humana no se uniera al cuerpo en el momento de la fecundación, no podría decirse que los padres engendran a un ser humano, sino acaso a una planta o a un animal.

En realidad, el momento de la concepción –es decir, el que corresponde a la teoría de la animación instantánea–, cualquiera que sea el punto en el que se sitúe (¿en el punto de la fusión de los gametos en el cigoto?, ¿a las pocas horas de la penetración del espermatozito en el óvulo?, ¿en el momento de la constitución del blastocisto gastrulado como individuo viviente, a los catorce o quince días de la gestación?), es el criterio más firme (por no decir el único), desde una perspectiva materialista, para establecer la frontera inicial que separa en la práctica los medios anticonceptivos de los abortivos. Cualquier otro momento o plazo es arbitrario, y podría decirse hoy lo que decía Isaac Cardoso, en su Philosophia libera (1673), que «no hay un solo mes en el espacio de los diez meses del embarazo en el cual varios autores no crean que es infundida el alma racional».

¿Por qué no a los siete meses, o incluso más allá de los nueve meses, como sostuvieron Herófilo Alejandrino o los estoicos, cuando defendieron la tesis de que el alma humana sólo se une al cuerpo en el momento en el que el recién nacido respira por primera vez, y por tanto es independiente y deja de ser parte de la madre? Cierto es que Inocencio XI, el 2 de enero de 1679, condenó esta doctrina, a la sazón defendida por el rabino Saúl Mortera y Juan Marcos, médico de Praga (algunos averroístas aún retrasaron más el punto de aplicación del criterio del comienzo de la personalidad humana de la criatura, y lo pusieron en el momento en el cual el infante aprende a decir padre y madre).

8. La continuidad de la ontogénesis y el materialismo filosófico

Nos parece que puede afirmarse que existen dos doctrinas bien consolidadas que se mantienen en nuestro tiempo a pesar de las sacudidas que reciben por parte de los descubrimientos biológicos y embriológicos, sobre todo a partir del descubrimiento del microscopio, de la teoría celular y del genoma; unas doctrinas dadas a escala filosófica, a saber, la doctrina de la discontinuidad de la evolución ontogenética (denominada, en lenguaje hilemórfico, doctrina de la animación retardada) y la doctrina de la continuidad de la evolución ontogenética a partir del momento de la concepción (en términos hilemórficos: doctrina de la animación instantánea).

Desde la perspectiva materialista, y dejando de lado toda referencia a la «animación», nos parece necesario defender la tesis de la continuidad desde el origen o concepción del «ovoide». Más aún: desde la doctrina materialista de la teleología del proceso de la reproducción gonocórica de los mamíferos, y por tanto de los primates y de los homínidos, nos parece que es posible precisar más aún en la determinación del momento de la concepción, en el sentido de poner este momento en el proceso de constitución del cigoto diploide (que no tiene lugar en un instante puntual, ni siquiera en los límites del intervalo del tiempo de Planck –«aproximadamente» 5.39124*10–44 segundos–, sino en una franja de límites borrosos) y no en el momento de constitución de la blástula gastrulada o embrión. Para el pluralismo o discontinuismo defendido por el materialismo filosófico no es obstáculo que durante los catorce días de evolución del germen puedan «incubarse» diferentes individuos, gemelos o siameses, y no es necesario exigir inicialmente al blastocisto temprano que sus células pierdan la pluripotencia propia de las células madres. La continuidad teleológica «longitudinal» se mantiene sin perjuicio de la pluralidad discontinua «transversal».

9. La idea de una «teleología orgánica»

Cuando hablamos de teleología orgánica nos referimos a la teleología no propositiva de los procesos biológicos con los que se enfrentan las ciencias biológicas alfa operatorias, diferenciándola de la teleología de las ciencias biológicas beta operatorias representadas principalmente por la etología, es decir, por la conducta raciomorfa teleológica, la propia por ejemplo de los castores o de la larva Molanna cinerea, que construye una vaina de forma y estructura adecuada a sus necesidades valiéndose generalmente de granos de arena.

La teleología orgánica se constata en el análisis in medias res (es decir, no en los orígenes) de los procesos evolutivos orgánicos, o, dicho de otro modo, no cabe «deducirla» de categorías previamente aplicables al proceso evolutivo. La teleología orgánica sólo aparecerá cuando se hayan constituido determinadas totalidades atributivas de partes muy heterogéneas y vinculadas sinalógicamente que han alcanzado un nivel dado de procesamiento representable a escala molar, a partir de la cual puede proseguir el análisis a escala bioquímica (molecular o atómica), que permita seguir la interacción según rutas determinadas en el todo (el «ovoide», cuando nos referimos a la embriología comparada), cuyas partes sean «arrastradas» inercialmente a su reproducción. Y, desde este «objetivo», no propositivo, de transformación idéntica, la totalidad absorberá del medio la energía y materia que necesita para su alimentación y metabolismo. El salmón cae en la inanición mientras acumula grasas para emplearlas en sus gónadas: el impulso reproductor domina sobre la autoconservación y autodefensa (E. S. Russell, La finalidad de las actividades orgánicas, Espasa Calpe, Buenos Aires 1948, pág. 224).

La teleología orgánica no es aquella teleología beta operatoria recogida en el principio espinosista de la transformación idéntica a escala individual: «Cada ser se esfuerza en perseverar en su existencia.» El telos del ovoide que le orienta a perseverar en su existencia está subordinado al telos del ovoide que le orienta a su regeneración en otros ovoides de su especie. Y si reaplicamos este telos supraindividual al propio telos individual, cabrá reinterpretar el mismo crecimiento del ovoide (crecimiento que le lleva endógenamente a su corrupción o muerte) como un proceso similar al del telos supraindividual. El proceso teleológico implicado en la reproducción de los organismos se nos manifiesta entonces como un proceso afín al proceso teleológico de su crecimiento. El principio de Espinosa no sería, en todo caso, un principio originario sino una aplicación de otro principio que recaería no sobre el individuo, que se mantiene en el círculo de su propia existencia, sino en otra estructura que lo envuelve: «Cada viviente se esfuerza en regenerar más allá de sí mismo (por una suerte de «inercia ampliativa») a otros seres capaces de sobrevivirle.»

El telos de cada ovoide afecta a sus partes formales (dadas dentro del todo); no se trata de que cada parte formal obedezca al telos de la reproducción del todo, como si fuera una célula totipotente, sino que obedece al telos de reproducción en su propio organismo (como pueda ser el caso de la regeneración del cristalino en los urodelos: Colucci en 1891 observó que si en la lagartija acuática se extirpaba el ojo, el nuevo cristalino iniciaba su desarrollo en los bordes del bulbo; G. Wolff, en 1895, mostró que el nuevo cristalino se desarrollaba a partir del borde superior del iris, una estructura que ontogenéticamente nada tiene que ver con el cristalino; apud Russell, op. cit., pág. 212). Se supone que este telos regenerativo ha sido adquirido «mecánicamente» (no propositiva o prolépticamente) en el curso de la evolución, y que, por tanto, presupone dada la totalidad orgánica y el medio al que pertenece. Dicho de otro modo, el telos según el cual se mueven las partes formales (incluso a escala molecular), no es meramente formal o lógico (autológico) –como pudiera serlo el caso del ajuste perfecto en un esqueleto entre la cabeza del fémur y su acetábulo pelviano, un ajuste que no es sino la reposición de las «piezas» previamente descoyuntadas por sus «junturas naturales»– sino que es material. Procede por el metabolismo de las mismas moléculas del tejido: faltando completamente la pelvis, un injerto en el corión del alantoides de un embrión viejo, un fragmento basal de un retoño de miembro inferior de un embrión de pollo de cuatro días, desarrolló una cabeza normal mostrando el fémur su curvatura típica (Russell, op. cit., pág. 258).

10. La teleología orgánica y la solución de continuidad entre los términos implicados en ella

Los procesos de teleología orgánica orientados a la «transformación idéntica» del organismo (a su re-producción en el marco de la especie), no hay que confundirlos con los procesos mecánicos cíclicos o inerciales, como puedan serlo, por ejemplo, los sistemas planetarios, los movimientos rectilíneos inerciales de masas (aisladas de fuerzas externas) o los movimientos parabólicos de masas inerciales sometidas a su vez a una fuerza externa constante, en los que también cabría hablar de transformaciones idénticas u ortogenéticas. Y la diferencia que aquí tomamos en cuenta (aunque sea más a título distintivo que a título constitutivo) es la siguiente: en los procesos de transformación idéntica, inercial o cíclica, los términos del sistema están en interacción física (en «contigüidad») sin que exista solución de continuidad entre ellos (la fuerza de la gravedad actúa constantemente sobre el proyectil que, a la vez que avanza por inercia, va descendiendo por gravedad según la consabida ley S=½gt²); la contigüidad de los términos del proceso causal es determinista, es decir, se trata de procesos que no se desvían endógenamente de su trayectoria «legal», supuestas dadas las condiciones de su curso.

Pero los términos que intervienen en los procesos de teleología orgánica –y en virtud de la disposición de las partes formales heterogéneas entre sí y con el entorno del que toman la energía y la materia de su metabolismo– son términos entre los cuales median soluciones de continuidad, tanto si se trata de partes formales involucradas del mismo organismo (el ovoide) como si se trata de partes formales o materiales involucradas en diversos organismos, o del entorno o medio.

Es decir, la involucración de los términos entre los cuales hay solución de continuidad no es causal o determinista, sino aleatoria, y precisamente esta es la razón por la cual es preciso apelar a un nexo teleológico en función del cual se establezca la conexión entre partes que por sí mismas no interactúan. Por consiguiente, este nexo teleológico no es causal (no se trata de una causa final, en el sentido tradicional de los aristotélicos y escolásticos), porque la teleología no es causal sino estructural, y nos remite a las condiciones de entorno que afectan a los términos involucrados. Esto explica que la trayectoria teleológica no sea determinista, puesto que ella se dibuja como una línea entre otras correspondientes a determinadas «desviaciones». (Si puede decirse, a partir de datos empíricos, que una diana fue el objetivo de las flechas, no es porque los impactos que estas produjeron hubieran confluido en el punto central, sino porque se distribuyen, según una determinada ley de probabilidad, en diferentes puntos del entorno del punto central.) Esto explica también la circunstancia de que la línea teleológica no tenga por qué ser única (en el sentido del monismo determinista), puesto que caben diferentes líneas alternativas equifinales, que confluyen en la trayectoria directiva. Esto hace necesario distinguir entre la teleología global del todo de referencia y los objetivos parciales del proceso global teleológico, objetivos que son sustituibles o equifinales dentro del proceso global.

La distinción entre finalidad (etológica) y teleología (biológica) –aún en los casos en los cuales no cabe oponerlas por el criterio de la prolepsis (de la propositividad)–, no es una distinción dicotómica, como lo sería la oposición entre finalidad proléptica y teleología no proléptica, puesto que hay que reconocer situaciones intermedias o ambiguas. Y esto sin tener en cuenta que tanto la finalidad como la teleología implican movimientos y medidas suyas en el tiempo, pero no en un tiempo orientado, en fórmula de Aristóteles, «según el antes y el después», sino un tiempo orientado «según el después y el antes».

Aplicando el criterio de la discontinuidad (o solución de continuidad): la conducta del ratón de campo Microtus arvalis, acumulando en otoño bulbos y raíces que almacena bajo pequeñas cámaras bajo tierra somera, sería una conducta finalista etológica (no proléptica, al menos esto no sería relevante), y es finalista porque constituye un objetivo preciso de sus operaciones de acumulación, objetivo que concebimos como subordinado a una conducta finalista global o envolvente delimitada, a saber, disponer de alimento durante un invierno en el que estos ratones permanecerán enclaustrados en sus cuevas, para no morir de inanición.

Los objetivos propios de esta conducta finalista presuponen una solución de continuidad entre los bulbos y las raíces ofrecidas por el medio, el cuerpo del ratón y las cámaras bajo tierra; la finalidad envolvente también supone una solución de continuidad entre las cámaras almacenes y las cuevas de invierno. Es decir, no hay relaciones causales o mecánicas entre estos términos, cuyo nexo se establece a través de la conducta operatoria («separar y juntar») del animal. Ahora bien, si refiriéndonos a animales que invernan, consideramos como un «aprovisionamiento para el invierno» una sobrealimentación estival u otoñal que se transforma, a través del metabolismo fisiológico no operatorio, en grasa de reserva, entonces hablaremos de teleología, sin que por ello sea lícito mantener una dicotomía absoluta con el finalismo, porque la «sobrealimentación» ya implica operaciones (masticación, ingestión) sobre los alimentos extra que mantienen solución de continuidad con el cuerpo del animal. En cambio sería ya plenamente teleológica la formación de la yema en muchos huevos de animales, una yema que constituye un almacenamiento de material nutritivo necesario para el metabolismo del embrión.

Scarabaeus sacerNuminoso Scarabaeus sacer en Egipto

Un caso en el cual el finalismo etológico y la teleología fisiológica confluyen profundamente sería el caso del famoso escarabajo pelotero, el Scarabaeus sacer: la pelota de estiércol que amasa el escarabajo (por cierto, según una morfología ovoidea), o bien constituye un objetivo dado en el ámbito de un finalismo nutritivo individual –y en este caso el escarabajo utiliza cualquier tipo de estiércol «equifinal»– o bien constituye un objetivo dado en el ámbito de una teleología reproductiva, cuyo objetivo es depositar un huevo en la pelota ovoide (y para este objetivo el escarabajo utilizará no cualquier tipo de estiércol, sino el estiércol de carnero): la larva madura comienza a devorar el estiércol húmedo en el que fue depositado el huevo.

Advertimos que el análisis de estos procesos teleológicos se mantiene a un nivel ontológico diferente al que corresponde a la «explicación» de los mismos, como por ejemplo a la explicación mecanicista utilizada por los biólogos que apelan a los procesos de «adaptación» del viviente con su medio, o de las partes del viviente con el todo; el concepto de adaptación es sumamente oscuro y la mejor prueba es que también podría aplicarse al análisis de los casos en los que un cristal crece y detiene su crecimiento en la solución correspondiente. Apelar a los «mecanismos de adaptación», en general, no es explicar nada, porque lo que se trata de explicar es precisamente la adaptación teleológica.

11. Ejemplos de soluciones de continuidad

Aplicamos estas sumarias ideas a nuestro caso, en cuanto es un caso de reproducción de organismos no hermafroditas, es decir, de organismos dotados de gónadas con solución de continuidad, especializadas en la formación de gametos haploides.

Por supuesto, estos organismos mantienen entre sí solución de continuidad (incluso según el criterio que hemos denominado otras veces como «criterio de Letamendi»: hay continuidad en un organismo o en un tejido cuando no es posible pasar un bisturí sin cortarlo). Lo que significa que la composición de los gametos (óvulos y espermatocitos) no es causal sino aleatoria, y, por tanto, sujeta a complejas condiciones de entorno que tienen que ver, ante todo, con la intervención, a escala del entorno orgánico, de los progenitores –en esta intervención se involucran todos los mecanismos darwinianos recogidos en el rótulo de «selección sexual»–. Pero también, sobre todo, con las condiciones de entorno a escala celular de los gametos correspondientes, es decir, normalmente, a las condiciones de entorno del útero ovulador que recibe, a través de las trompas de Falopio, a los espermatocitos que, por millones (unos veinte millones de espermatocitos por milímetro cúbico eyaculado, con un mínimo de tres milímetros cúbicos) son depositados en la vagina. No solamente hay que comenzar a constatar la mutua solución de continuidad entre los ovocitos procedentes del ovario femenino y los espermatocitos procedentes de los testículos masculinos, sino también la solución de continuidad entre los ovocitos y los espermatocitos (y por ello de los sesenta millones de espermatocitos eyaculados sólo unos doscientos llegan al tercio externo de la trompa de Falopio).

El proceso de aproximación entre los gametos a escala celular es por tanto un proceso en gran medida aleatorio (no causal), aunque dado dentro de condiciones de entorno muy reducido, relativamente al radio del entorno orgánico definido a escala de los progenitores. Proceso no por ello menos complejo.

En efecto: el proceso aleatorio a escala celular (de los gametos) del que hablamos incluye la aleatoriedad de los «engranajes» de los dispositivos de interacción entre los propios gametos. Como es sabido, el proceso de aproximación de los espermatocitos a los óvulos no es reducible al simple proceso de aproximación local de células que se mueven independientemente unas de otras, o arrastradas por una corriente común envolvente; es un proceso en el cual hay interacción entre esas células, pero según vías diferentes de interacción con solución de continuidad entre ellas. Es necesario que los espermatocitos reciban determinados estímulos por parte de los ovocitos que orienten su trayectoria (su «quimiotaxia»).

12. Interacción entre ovocitos y espermatocitos como términos discretos de la cadena teleológica

En efecto, los ovocitos de los mamíferos superiores están dotados de una estructura, el cumulus oóphorus, que juega un papel decisivo en la ovulación y en la fecundación. Hay una reacción acrosómica inducida por el cumulus sin la cual el espermatocito no podrá atravesar la zona pelúcida del óvulo: las células del cumulus secretan P4 (progesterona), imprescindible para la exocitosis. La confluencia de agonistas (P4 y ZP3, glicoproteinas) y receptores de la membrana plasmática, «activa señales intraespermáticas y vías enzimáticas relacionadas con la reacción acrosómica» (Jorge Alberto Álvarez-Díaz, «Mecanismo de la fecundación humana», Revista Peruana de Ginecología y Obstetricia, 2007, 53(1), pág. 46). Entre las moléculas descritas como receptores espermático potenciales se incluye a las proteínas ZP (de la zona pelúcida), proteína G1/G0 y receptores de tirosinaquinasa. «Los receptores espermáticos para P4 están pobremente caracterizados excepto un receptor parecido a GABA». La reacción acrosómica promovida por ZP y P4 está mediada por un incremento obligatorio en la concentración de calcio intracelular que aparece primero en el segmento ecuatorial del acrosoma y se esparce por toda la cabeza. Los canales iónicos de la membrana plasmática relacionados con la entrada del calcio, son operados por una despolarización de la membrana plasmática y fosforilaciones proteicas mediadas por la proteína quinasa y una proteína tirosinoquinasa. En la zona pelúcida se encuentran varias glicoproteínas (ZP1, ZP2 y ZP3) que juegan papeles importantes en el reconocimiento y adhesión celulares. (Es evidente que estos «engranajes» particulares quedarían desprovistos de toda significación si los redujésemos a la condición de «conexiones empíricas observadas», si no se enmarcasen en la línea global teleológica de la reproducción que se percibe precisamente a escala global y premicroscópica; de la misma manera a como la morfología de un trozo de hoja de árbol cortada al azar queda reducida a la condición de una masa empírica de moléculas si no se la enmarca en el árbol). Los residuos de carbohidratos de las glicoproteínas ZP tienen un papel clave en esta fase de la fecundación. La imagen de la zona pelúcida (del ovocito) al microscopio electrónico ofrece el aspecto de una malla tridimensional ZP2 y ZP3 cuyos filamentos entrecruza ZP1; ZP3 actúa como receptor del espermatocito.

Una vez localizada la unión [y subrayamos este punto como muestra de la estructura equifinal de diferentes alternativas] tiene lugar la reacción acrosomal. La ZP3 funciona como molécula de adhesión y como secretagoga para la exocitosis acrosomal: se han encontrado 30.000 sitios de unión en la ZP3.

Al completarse la reacción acrosómica se liberan enzimas (como la acrisina –proteína tripsino dependiente– y la neuraminidasas) que causan lisis de la zona pelúcida, junto con la actividad del proteasoma espermático.

13. El nexo teleológico en la interpretación de las interacciones de ovocitos y espermatocitos a escala molecular

Es evidente que el análisis de las interacciones causales entre ovocitos y espermatocitos a escala molecular (por no hablar a escala atómica y aún cuántica) nos llevaría a un caos de acontecimientos si no fuera porque las interacciones observadas están enmarcadas en un contexto determinante previamente dado a escala molar-molecular (a saber, la escala en la que hablamos de aproximación de los espermatocitos al ovocito, en el tracto de las trompas de Falopio); aproximación que, a su vez, forma parte de un proceso dado a escala molar celular, en el que se nos dibuja la reunión de los gametos haploides (procedentes de gónadas de progenitores con «solución de continuidad», puesto que pertenecen a organismos diferentes en el caso de los no hermafroditas) para formar una célula diploide, el cigoto.

Y es aquí donde tenemos que «recuperar» el contexto teleológico determinante en el que estamos inmersos al tratar con moléculas del tipo ZP1, ZP2 y ZP3, y de los 30.000 sitios de la ZP3. No es que «apelemos» a unos cursos teleológicos molares sobreañadidos a los procesos que nos ofrece el ultramicroscopio, cursos en los que se recortarían los conceptos de los progenitores y de la maduración en sus gónadas respectivas de gametos haploides. Lo que hacemos es constatar (o «regresar») a los cursos contextuales a escala molar implícitos en los procesos moleculares microscópicos y ultramicroscópicos.

Tras este regressus alcanzamos, en un progressus parcial, las relaciones entre las células diploides de los progenitores a partir de las cuales se han producido, en organismos con solución de continuidad mutua, las células haploides de sus gónadas (los gametos) y la composición de estas células haploides tras un cúmulo de procesos aleatorios con miles de rutas «posibles», muchas de ellas equifinales, en una única célula diploide, el cigoto. Esta relación teleológica no es otra cosa sino el reconocimiento de que las células haploides de los gametos se habrán producido en función del resultado ulterior (futuro, en el tiempo métrico) de su recomposición en una célula diploide, el cigoto, que dará comienzo a la nueva descendencia.

14. La teleología se establece in medias res de los procesos de transformación, no en su origen

Queremos subrayar, en definitiva, que la idea teleológica, en este caso, se reduce a la misma relación entre el proceso de la meiosis formadora de los gametos haploides (procedentes de células diploides) en los progenitores, y el proceso de composición de estos gametos tras múltiples cursos equifinales dentro de un contexto envolvente dado, en una célula diploide (el cigoto) que constituye el inicio de la reproducción de un individuo similar (en cuanto a su clase específica) a sus progenitores (en cuanto individuos pertenecientes a esa misma clase). Se trata, por tanto, de una suerte de transformación idéntica que se mantiene a nivel específico, establecido por el genoma, pero necesariamente realizada en un individuo idiográfico, el cigoto (la «especie», como estructura esencial, un universal en el sentido de Porfirio, carece de existencia fuera –en el sentido de Boecio– de los individuos que la constituyen); una transformación idéntica de naturaleza circular o cerrada, puesto que de la composición de dos células haploides (procedentes de células diploides de los progenitores) resulta una célula diploide, el cigoto, cuya «maduración» dará lugar a un individuo específico, o a más de uno, en el caso de gemelos monocigóticos, que reproducirán y mantendrán la especie de los progenitores.

La idea teleológica establece, por tanto, la relación de identidad específica (o transformación reproductiva, no meramente clónica, porque en realidad jamás hay una reproducción clónica integral: lo que llamamos reproducciones clónicas lo son sólo por relación a algún carácter dominante seleccionado por abstracción lógica) entre los progenitores y sus hijos, y de estos con sus nietos, &c. Una relación de identidad específica dada a una escala molar, en la que se configuran los organismos y los sujetos corpóreos operatorios.

Desde esta perspectiva teleológica (que aquí sólo alude al hecho de que cada cigoto constituido se considera ya, in medias res, como un eslabón más de una cadena indefinida de millones de eslabones, antecedentes y consecuentes) cabe afirmar, por ejemplo, que cuando el cigoto, a las pocas horas de constituido, comienza su proceso de segmentación, primero en dos blastómeros enantiomorfos, luego en cuatro, ocho, dieciséis... células diploides, no tenemos por qué entender este proceso como un caso de disolución de la unidad del cigoto que, perdida su identidad, conduzca a un conglomerado fractal de células diploides cuya individualidad ya se habría perdido en el conjunto amorfo de un conglomerado celular. No podemos olvidar que estas segmentaciones (2, 4, 8, 16, 32...) lo son de un cigoto diploide dividido en otras células diploides de la misma especie; que la segmentación es efecto de un «programa genético» atribuible al genoma, y que éste conduce, no propositivamente, sino objetivamente, a la constitución (sin perjuicio de la posibilidad en cada momento, por la pluripotencia de las células segmentadas) de bifurcaciones de individuos, discretos o entretejidos en diferentes grados, los de los pagos siameses. Pero la individualidad teleológica del cigoto en proceso de segmentación se nos manifiesta orientada «vectorialmente» a constituir una unidad embrionaria individual de la que resultará un individuo final permanente, gracias a su incorporación, a su vez, a diferentes redes interindividuales institucionalizadas.

Por ello, negar la individualidad al cigoto en proceso de segmentación, reduciéndole a una suerte de conglomerado celular, equivaldría a poner entre paréntesis la cadena teleológica, a salirnos de ella. Por tanto, a tener que replantear, en cada proceso de reproducción mitótica, la situación originaria de unos «coacervados» en proceso de transformación en una sola célula y luego en un organismo fértil. Lo que equivaldría a tener que recurrir a la hipótesis de la emergencia cada vez que de un conglomerado de células, correspondiente a la segmentación de un cigoto, resultase un embrión susceptible de ser considerado en proceso continuo hacia el nuevo organismo. El «intervalo de continuidad» en el contexto de la cadena teleológica es sólo un resultado de la abstracción puntual del cigoto en segmentación respecto de sus blastómeros. Porque parece evidente que en el proceso teleológico global el cigoto no se segmenta «para producir blastómeros» (lo que a lo sumo constituirá un objetivo parcial), sino para proseguir la producción hasta formar una mórula y una gástrula (o dos o tres, &c.). Es decir, sin interrupción de la continuidad sustancial activa vinculada a la identidad individual como relación que se establece entre el antes y el después del proceso (diacrónicamente), y no sólo como una relación de unidad entre sus moléculas.

15. La constitución del cigoto como origen de un ciclo teleológico

Lo que queremos resaltar no es otra cosa sino que esta transformación idéntica (de unos individuos específicos en otros individuos de la misma especie) es una relación objetiva dada a una escala tal que resulta capaz de comprender a los miles y miles de transformaciones parciales no idénticas de las que aquella se compone, muchas de ellas equifinales, muchas de ellas aberrantes (cigotos débiles, mutaciones, quimerismo, siamesismo profundo, mosaicos...).

Pero lo decisivo es que el proceso teleológico, es decir, la transformación teleológica de los individuos progenitores en individuo que reproducen no clónicamente su identidad específica, tiene lugar entre individuos específicos (los progenitores) e individuos específicos (de la misma especie, los hijos, nietos, bisnietos...). Y esto significa que el proceso de la gestación (de la ontogenia) desde la perspectiva teleológica no admite plazos o cortes intermedios en el propio proceso: las desviaciones, interrupciones, bifurcaciones, a veces equifinales, están implicadas en el mismo curso teleológico en tanto este no es un proceso causal lineal.

Dicho de otro modo: la gestación, considerada en el conjunto de la transformación teleológica, comienza precisamente con la constitución del cigoto, como meta u objetivo al que confluyen los cursos aleatorios de las células germinales haploides (los gametos) a su vez procedentes de otros cigotos.

16. Sobre la bifurcación de los embriones a partir del cigoto

El nuevo cigoto (que es ya, desde luego, una célula individualizada), es el origen de un largo proceso ontogenético del cual habrán de surgir nuevos individuos (los infantes y luego los adultos, en sentido reproductivo). Desde este punto de vista carece de sentido «descender» de escala a la consideración de los múltiples incidentes, muchas veces aleatorios, capaces de interrumpir el proceso continuo de la transformación. Del cigoto, y sólo del cigoto procede el germen, el embrión, el feto y el infante, en una línea de continuidad celular plena (es decir, sin solución de continuidad); por tanto es irrelevante que, en un momento dado, por ejemplo, en los catorce días (contados a partir del momento de la fusión de los pronúcleos) se produzca una bifurcación de individuos, si tal bifurcación no afecta a la continuidad longitudinal ontogenética individual de los individuos generados (continuidad longitudinal, como hemos dicho, compatible con la discontinuidad transversal total de los individuos generados, en el caso de los gemelos monocigóticos, o parcial en el caso de los siameses).

De la misma manera que no afectan al curso teleológico de la transformación idéntica (específica, de individuo a individuo) las desviaciones, interrupciones o frustraciones de este curso, tampoco afecta, mucho menos aún, la posibilidad de que del cigoto surjan individuos diferentes (dentro de la especie). Porque la individualidad del cigoto se mide por la continuidad específica del embrión a término, y no por la individualidad idiográfica correspondiente a cada uno de los individuos resultantes. Una vez constituido el individuo (germinal o embrionario) que va a evolucionar en continuidad teleológica (no necesaria y determinista, sino a través de contingencias y desviaciones casi siempre equifinales) hacia el individuo adulto, puede afirmarse que es enteramente arbitrario establecer cortes significativos en este proceso teleológico continuo. Cortes fundados casi siempre en motivaciones confusas, y en ocasiones puramente gremiales o ideológicas (el cardiólogo tomará como criterio de corte la formación del corazón –antes de esta formación la criatura, dirá, no es aún humana–, el neurólogo tomará como criterio de corte la aparición de terminaciones nerviosas –un criterio que además se refuerza, por no decir que se inspira, en la concepción espiritualista del hombre como ser pensante o sintiente–).

17. La bifurcación de embriones y la ontología de la posibilidad

Existe sin duda un momento del curso de la ontogenia al que efectivamente cabe dar una relevancia filosófica. Un punto sobre el que nosotros mismos hemos llamado la atención en un ensayo sobre los siameses –y otro tanto cabría decir a propósito de los casos de poliembrionía, con producción de gemelos monocigóticos– (ver ¿Qué es la Bioética, Pentalfa, Oviedo 2001, cuestión segunda: «Los siameses»).

Es el caso en el cual la bifurcación del germen o del embrión parecería justificar el atraso o el aplazamiento del momento de la concepción plena hasta el momento de la gastrulación e implantación en el útero a los trece o catorce días. Es el criterio, muy común, asumido por David Alvargonzález en su libro La clonación, la anticoncepción y el aborto en la sociedad biotecnológica (Pentalfa, Oviedo 2009) y en su artículo «El comienzo del individuo humano y el aborto provocado» (El Catoblepas, nº 97, marzo 2010, pág. 10).

Pero este «aplazamiento» suscita más dificultades de las que pretende resolver, y ello debido sin duda a su condición de criterio antes negativo y extrínseco («a partir del momento de la implantación ya no habrá más de un individuo») que positivo («a partir del momento de la implantación ya existe un individuo humano»). ¿Por qué habría de existir precisamente a partir de ese momento? ¿Cuál habría sido el mecanismo positivo de su «emergencia»? Que se reconozca como único individuo no significa que sea, ni siquiera potencialmente, el mismo individuo adulto. Múltiples contingencias internas, no ya externas, podrían corromperlo, mutarlo, transformarlo en un monstruo. ¿Por qué tomar una emergencia, la del día catorce, distinta de la emergencia constituida por la formación del cigoto?

Así pues el atraso o aplazamiento de la constitución del individuo al día trece/catorce, que parece tener algún sentido cuando efectivamente haya habido bifurcación del blastocisto, pierde toda su fuerza cuando esta bifurcación no se ha producido, es decir, cuando la continuidad del cigoto, germen, embrión, &c., ha sido plena (como ocurre en la mayor parte de los casos). Introducir el corte en el proceso ontogenético en los días en los que, desde fuera, se supone una posibilidad de bifurcación (posibilidad que no hay que confundir con una potencia subjetiva de bifurcación: la pluripotencialidad o totipotencialidad de las células blastoméricas es puramente metafísica, al menos si nos atenemos a la ontología actualista del materialismo, muy afín en esto a la ontología de los megáricos, y singularmente al «argumento victorioso» de Diodoro Cronos –según el cual «sólo lo que se ha verificado es posible, ya que si fuese posible lo que no se verifica nunca, de lo posible saldría lo imposible»–) equivale a negar el principio de posse ad factum non valet illatio.

En cualquier caso, sólo cuando un germen (un blastocisto) se haya bifurcado en gemelos o en siameses podremos hablar de la existencia en potencia en ese germen de tales individuos, pero cuando la bifurcación no se ha producido no cabe atribuir potencia subjetiva –a lo sumo una posibilidad lógica, retrospectiva y externa– y, en consecuencia, el atrasar la fecha de la concepción al momento en el cual la bifurcación se estima imposible será sólo el resultado de una proyección retrospectiva y externa del analista. ¿Debemos atrasar el momento de la concepción del individuo hasta el octavo mes del embarazo, en el supuesto de que a esa altura de la gestación se produjera regularmente, o con una gran probabilidad, resultante de una mutación efectiva (ligada por ejemplo a algún tipo de radiación cósmica), una corrupción monstruosa del feto?

18. Anticonceptivos («píldora del día después») y abortivos

La cuestión del cigoto (constitución que por cierto no tiene lugar en un instante del tiempo métrico susceptible de ser establecido por un reloj de millonésimas de segundo) es el criterio más firme para determinar el punto de partida de la concepción y de la gestación del nuevo individuo humano (o de los nuevos individuos humanos).

Es también el criterio teórico más firme para establecer la diferencia entre los procedimientos anticonceptivos y los procedimientos abortivos; teórico porque en la práctica la imprecisión o borrosidad de las líneas divisorias son inevitables, aunque esa borrosidad de los conjuntos no neutralice toda línea divisoria. Porque sabemos seguro que destruido el cigoto (una vez que haya tenido lugar la fusión cromosómica de los pronúcleos y la constitución del genoma), más aún, destruido el germen antes de los catorce días, se destruirá todo el individuo posterior, sea único, sea bifurcado.

Y ello es lo que aconseja «adelantar» el momento de la constitución del individuo al mismo momento de la concepción, lo que corresponde a lo que los escolásticos llamaban «animación instantánea», sin que esto implique en modo alguno la idea de una preformación del individuo final, como si estuviésemos hablando de un homúnculo contenido en el cigoto. En el cigoto no está preformado el individuo maduro, como tampoco lo está en el periodo de la gástrula avanzada. El cigoto supone ya un genoma, constituido por los programas genéticos capaces de moldear un individuo de la especie (humana, en nuestro caso, pero también podríamos hablar de otro cualquier mamífero). Pero estos programas genéticos no son causales, y requieren la composición de condiciones de contorno, contextos exteriores determinantes, a partir de los cuales se fundarán los programas somáticos, que no sólo actúan en el periodo intrauterino, sino también en la infancia y en la juventud (por no decir también en la madurez).

19. Conclusión general

Concluimos: cuando planteamos, desde la perspectiva teleológica, las relaciones entre el cigoto ya constituido (tras la fusión de los gametos haploides –procedentes de las gónadas de los progenitores– en una única célula diploide) y el individuo personal resultante constatamos:

(1) Que el «individuo resultante» procede, en cualquier caso, del cigoto singular y sólo de él; un cigoto cuyo genoma organiza las líneas fundamentales de su evolución total, y no porque ese cigoto tenga preformadas puntualmente todas las fases sucesivas de tal evolución, puesto que estas fases sólo pueden ir desplegándose a partir de la intervención de programas somáticos que se desencadenan epigenéticamente, es decir, a partir de diversos estímulos del entorno, y van incorporándose, mejor o peor, al proceso evolutivo global.

Pero esto ocurre no solamente en los primeros días del desarrollo del germen, hasta que el embrión o los embriones ya están «maduros», a las dos semanas de la constitución del cigoto, sino también en las sucesivas fases del embrión, que tampoco se limitan a aumentar las proporciones de un embrión dado ya prefigurado (como si este fuera el homúnculo que los «preformistas modernos» ponían en los gametos), sino que también lo desarrollan epigenéticamente. Al menos así podría reinterpretarse la «ley ontogenética» de Haeckel.

En cualquier caso este «mecanismo» de incorporación de los objetivos parciales, dentro de un programa teleológico general (que es el esquema utilizado en la teoría de la endosimbiosis para explicar la formación de organismos pluricelulares a partir de endosimbiontes que habrían sido engullidos para la alimentación de una célula de dimensiones mucho mayores que habría adquirido ya muchas de las propiedades que hoy definen a las células eucariotas), explica la razón por la cual venimos suponiendo que la teleología orgánica comienza in medias res, en el proceso mismo actualista del desarrollo, cuando éste ya se ha producido, y no en su supuesto origen inicial.

Estos «mecanismos» de incorporación habrá que extenderlos al crecimiento del infante en su desarrollo extrauterino, cuando la matriz social ha sustituido a la matriz individual materna. Desde esta perspectiva puede considerarse ya como una exageración dar un corte en la línea genealógica total, mediante el cual se separe el periodo germinal (preembrionario) y todos los demás periodos sucesivos (embrionarios, fetales e infantiles).

(2) Al individuo viviente humano que comienza a desplegarse en el momento de constituirse el genoma concreto, habrá de reconocérsele una identidad sustancial que no se reduce a la mera identidad genética correspondiente a un genoma específico, porque el cigoto, en el mismo proceso de su segmentación holoblástica, es ya una realidad somática individual, con sustantividad actualista (los 2, 4, 8, 16, 32... blastómeros en los cuales el cigoto se va desplegando son numéricamente distintos de los 2, 4, 8, 16, 32... blastómeros en los cuales se despliegan otros cigotos humanos en gestación). Pero esta identidad somática tampoco es, al menos para el actualismo, una sustancia fija, «congelada por debajo» (sub-stare), invariante, sino un flujo permanente.

(3) ¿Qué ocurre cuando el germen alcanza el estado de gástrula avanzada? Que la individualidad somática del embrión, es decir, su identidad somática o sustancialidad actualista se mantiene continuamente, no sólo en los meses, sino en los años sucesivos.

(4) ¿Qué ocurre cuando el germen, en las horas próximas a la consolidación de su identidad numérica (somática, por tanto) se desdobla en dos embriones que darán lugar a una bifurcación del proceso, ya sea esta perfecta (en la gemelización monocigótica), ya sea imperfecta (en los diversos grados del desarrollo siamés)? Para muchos este desdoblamiento del germen en dos individuos capaces de un desarrollo independiente (con identidades somáticas diferentes) es razón suficiente para rectificar la consideración de este germen como un individuo dotado de «identidad somática»; porque un individuo que está a punto de desdoblarse en dos individuos (incluso en el caso del desdoblamiento imperfecto siamés, que ya no sería un «solo individuo bicípite», monstruoso, sino dos individuos coyugados –conjoined twins (vid. ¿Qué es la bioética?, pág. 97)–, no podrá asumir la consideración de individuo con identidad somática, que habría que reservar para los «embriones avanzados».

Sin embargo, lo cierto es que este sustrato viviente, el germen, a punto de desdoblarse en dos (de bifurcarse), tiene también una identidad somática determinada por un cigoto cuyo genoma es además el responsable de la hormona POU5F1 (más conocida como Oct-4), que está implicada en el proceso de autorenovación del sistema de células indiferenciadas (los blastómeros aún no diferenciados histológicamente, y por tanto pluripotentes o totipotentes en relación con sus especializaciones histológicas potenciales).

Ante todo, y en cualquier caso, ¿estamos autorizados para extender proyectivamente esta eventual bifurcación de un cigoto en los cigotos que de hecho no se han bifurcado? Porque si no se han bifurcado, tampoco cabría atribuirles la potencialidad subjetiva de su bifurcación, sino, a lo sumo, una mera potencialidad objetiva o posibilidad lógica. Es cierto que esta cuestión nos obliga a comprometernos, como ya hemos dicho, con la ontología de la posibilidad, a la que antes hemos aludido reivindicando la línea de Diodoro Cronos.

(5) La dificultad se circunscribe, por tanto, al caso de la bifurcación o desdoblamiento del germen en dos individuos embrionarios, entre los cuales hay solución de continuidad (o discontinuidad) perfecta: ¿cómo hablar entonces de un individuo humano ya constituido en el cigoto cuando ocurre que de este cigoto han resultado dos individuos perfectamente separados? El comienzo del proceso ontogenético habría que ponerlo, al menos en los casos de bifurcación, en el momento de la conformación de estos dos individuos, y no antes, porque entonces podríamos afirmar que cada embrión conformador da origen al mismo individuo adulto que suponemos está al término de su evolución.

Sin embargo, ¿cómo dejar de lado la continuidad longitudinal (sustancial actualista) del cigoto, y los embriones en los que se bifurcan (dos, pero «teóricamente» podrían ser más)? Esta continuidad longitudinal implica una identidad sustancial (somática y numérica) acreditada por la herencia común de multitud de caracteres, entre ellos la común reacción ante los mismos estímulos en pruebas de reconocimiento de antígenos en estudios de anafilaxia. «En la mayoría de los casos los únicos injertos que prosperan entre individuos distintos son los isoinjertos, o injertos entre gemelos verdaderos [los monocigóticos o univitelinos, que además suelen presentarse en espejo] lo cuales no presentan la reacción de intolerancia, verdadero obstáculo para la supervivencia del injerto» (Charles Houillon, Embriología, Omega 1977, pág. 144).

Pero la continuidad longitudinal no excluye la discontinuidad transversal, como ocurre en los procesos teleológicos de reproducción por escisión directa: cuando la ameba A se divide en dos amebas B y C, podemos hablar de una continuidad longitudinal (AB, AC) sin perjuicio de la discontinuidad transversal (B/C). Por ello, cuando nos referimos a la ameba admitimos que, sin perjuicio de la identidad genética, la identidad somática A se transforma en las identidades somáticas B y C. Es decir, la sustantividad actualista de A se mantiene presente en la sustancia de B y en la de C (lo que sugiere la utilización de esquemas de identidad sustancial semejantes a los utilizados por el pensamiento mitopoiético premicroscópico –el mito de Jano, los Dióscuros, &c.–).

Y si reaplicamos esta idea al cigoto individual humano que, en el proceso de su desarrollo, se bifurca en dos embriones individuales, ¿no habrá que concluir también que la sustancia actualista individual del cigoto se mantiene distribuida en los embriones en los que eventualmente se bifurca y que, en consecuencia, el cigoto bifurcado reproduce de algún modo la binariedad de los progenitores que lo engendraron? En el cigoto, en el proceso actualista de segmentación, incluso en el caso de bifurcación embriónica, habría que reconocer ya una individualidad viviente, aunque no monista, sino susceptible de desdoblarse en individualidades discontinuas que pudieran considerarse como la misma sustancia desdoblada; una «misma» sustancia que no implica la indiscernibilidad clónica de los sosias.

Y, en todo caso, nos parece evidente que si destruyésemos el cigoto durante el proceso de su segmentación pregastrular, estaríamos también destruyendo los individuos que pudieran resultar de su bifurcación.

Y esto nos llevaría a tratar el cigoto con las mismas precauciones «bioéticas» a como tratamos a un embrión «avanzado e identificado». ¿Por qué hablar de administración de hormonas denominadas comercialmente «anticonceptivos de emergencia» (AE, tales como el levonorgestrel, o el etinilestradiol) los días que preceden a la formación de embriones «definitivos», y no hablar directamente de administración de hormonas abortivas, puesto que su efecto real es aniquilar, no ya a un individuo en proceso de gestación, sino a dos individuos?

Inseminación de género sobre una vaca

20. La perspectiva de género y la ecualización de las mujeres embarazadas y las vacas preñadas

Dos palabras epilogales sobre el texto legal que figura en el Boletín Oficial del Estado (de España) del 4 de marzo de 2010. Un texto que merece un comentario crítico más pormenorizado, tarea que excedería los límites de este rasguño. Nos atendremos únicamente a algunos puntos de confrontación del texto legal con las ideas que acabamos de exponer sobre el aborto desde la perspectiva teleológica.

Ante todo, advertimos que el título principal de la Ley («Ley Orgánica de salud sexual y reproductiva») expresa muy bien la naturaleza de su enfoque, porque la «salud sexual y reproductiva» va referida a la mujer considerada, se dice, desde la perspectiva de género.

Pero aquí, tal perspectiva, resulta confundida con la perspectiva genérica que considera a la mujer, ante todo, en su condición de hembra que lleva en su vientre un «bien jurídico» protegido por la ley. La perspectiva de género deja fuera de foco, no sólo a la institución de la familia, sino también al hombre, en su condición de padre (y dejamos de lado, por redundante, la expresión «padre biológico», porque el padre no biológico es el padre legal o padrastro). Desde esta perspectiva «de género» el hombre sólo puede asumir el título de proveedor de semen, ya sea directa y nominativamente, ya sea indirectamente de forma anónima a través de un banco de semen en los casos de inseminación artificial. Esto explica por qué el título principal de la ley («salud sexual y reproductora») toca a la mujer desde la perspectiva genérica, del género hembra, es decir, como hembra cuya salud sexual se protege sobre todo en las situaciones de hembra reproductora.

Dicho de otro modo, la ley, determinada por la fuerza de la perspectiva «de género» que ha asumido (es decir, más allá de las intenciones subjetivas del legislador) considera a la mujer, más que como madre, como hembra protegida por la ley, como bien jurídico, tanto en su «salud sexual» como en sus funciones reproductoras, es decir, de la misma manera a como considerará a una vaca o a una perra, tomada a partir de su inseminación, tanto si esta es directa o natural como si es indirecta o artificial. El enfoque «de género», que asume la ley, al abstraer la figura del padre y de la familia (la mujer se considera en su individualidad autodeterminada plena y absoluta, como dueña de su cuerpo, sin tener en cuenta la contribución que el padre tiene sobre el fruto que lleva en su vientre) nos ofrece la perspectiva desde la cual la sociedad humana se confunde de un modo cuartelero con una granja.

Los «bienes jurídicos» protegidos por esta ley tendrán que ser tratados como tales, al margen, por tanto, de toda línea teleológica; es decir, como se trata a los bienes jurídicos de una vaquería, protegiendo la salud sexual de las vacas y los frutos en desarrollo de sus vientres según el valor estimado durante el periodo en que el nasciturus se considera en su desarrollo. La ley da tres «cortes» a este desarrollo (es decir, al desarrollo del embarazo o de la preñez):

a) Hasta las catorce semanas el nasciturus se trata como si careciera de valor intrínseco, porque el que tiene, como sustrato viviente, sólo puede recibirlo de la voluntad arbitraria, «libre», de la hembra, en la medida en que ella decida concederle la vida para los periodos sucesivos. La ley habla no de fases de una evolución continua del nasciturus, sino, sorprendentemente, de «cambios cualitativos», sirviéndose de una idea de la metafísica hegeliana que utilizó el marxismo más grosero de estirpe engelsiana. Una idea pensada en función del desarrollo de una cantidad (los cambios cualitativos se sobreentienden en función de un desarrollo cuantitativo dado, aunque probablemente los legisladores ni siquiera se han dado cuenta de esto). Una cantidad, que en el contexto legal, sólo puede referirse al desarrollo del tamaño, del peso o del tiempo del nasciturus medido en semanas.

Según esto la ley aplica la metafísica de los cambios cualitativos a una cantidad de vida determinada a una situación en la que lo que cambia no es la cantidad, sino la sustancia (puesto que la ley presupone que el «cambio cualitativo») que se produciría al alcanzar la cantidad de la semana catorce, supone el paso de una vida que aún no es humana (y por ello el aborto antes de la semana catorce no es un homicidio, sino un simple derecho otorgado a la mujer que «interrumpe voluntariamente» su embarazo) a una vida que ya se considera humana. Porque no es probable que los legisladores hubieran sobreentendido sus «cambios cualitativos» como cambios en la «calidad de vida», por ejemplo como cambios de una calidad de vida mala en la que «decae la premisa que hace de la vida prenatal un bien jurídico» a una calidad de vida más satisfactoria. Lo más probable es que los legisladores, al apelar a la idea de los cambios cualitativos no sabían lo que estaban diciendo.

b) Hasta las veintidós semanas la ley autoriza el aborto por razones terapéuticas, referidas al feto o a la hembra que lo sustenta.

c) Después de las veintidós semanas, cuando el legislador supone que el feto ya es viable «con independencia de la madre» –aunque no sea independiente de otros vivientes (¿por qué no las lobas, como la que atendió a Rómulo y Remo?) que puedan atenderlo–, el aborto ya no se autoriza y el embarazo sólo podrá ser interrumpido (no a título de aborto, sino de parto inducido) en los supuestos de anomalías fetales incompatibles con la vida del nasciturus [el texto legal debiera decir aquí, del moriturus], porque es entonces cuando «decaerá» la premisa que hace de la vida prenatal un bien jurídico.

Así pues, todo ocurre de la misma manera que sucede con el ternero que la vaca de carne criada en la granja lleva en su vientre y que también es un bien jurídico económico cuya destrucción puede constituir un delito contra la propiedad (o incluso, en otras legislaciones, un delito contra los derechos de los animales, o simplemente un delito ecológico).

En cualquier caso, la aproximación, por el tratamiento de la perspectiva de género, de las hembras vacunas preñadas a las mujeres embarazadas, implica la recíproca, es decir, la aproximación de las mujeres embarazadas a las vacas preñadas.

 

El Catoblepas
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