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El Obispo de los indios, parte I
Para Monseñor Proaño, el avance protestante en Chimborazo era algo vergonzoso. El movimiento evangélico más notable del país había surgido en la diócesis del obispo más progresista. ¿Se debía culpar a sus políticas? Proaño no se encontraba bien físicamente cuando nos dio a un amigo y a mí una hora de sus disminuidas energías, en mayo de 1985; parecía menos carismático que agobiado por las preocupaciones. Acababa de alcanzar la edad obligatoria de jubilación, 75 años. Durante sus treinta y un años como obispo, Proaño ocupó una posición sagrada en la cultura andina. Muchos todavía consideran al Obispo como un santo, un equivalente de las imágenes de yeso de la iglesia, que respiraba, hablaba y dispensaba milagros. A Proaño se le añadió el aura de la Iglesia Católica progresista y su lucha a favor de los derechos indígenas.
A pesar de las acusaciones de ser un radical peligroso, el logro principal de Proaño fue el de sacar a su diócesis de la era de la hacienda. Unicamente en una retrasada provincia de la sierra como Chimborazo pudo haber sido considerado como un obispo rojo, por terratenientes que enfurecieron cuando hizo público el salario mínimo que ellos se negaban a pagar. La verdad era que Proaño temía la revolución violenta y en particular el número de gente que sabía que morirían al hacerlo. Al predicar en contra de los préstamos ideológicos del marxismo, favoreció a lo que él llamaba una teología de la liberación auténticamente cristiana. En lugar de socialismo, prefería hablar de una «opción comunitaria» basada en las tradiciones indígenas. Esta, de alguna forma, salvaría a América Latina de los estragos causados por el capitalismo.
Proaño había sacado a su diócesis de la época de hacienda al devolver la mayor parte de sus tierras a los quichuas, pero ésta todavía podía parecer una reliquia de la era colonial. Acuartelada en monumentos anticuados en la ciudad de Riobamba, la diócesis no tenía archivo, [331] ni departamento legal para defenderse de las autoridades provinciales, terratenientes y evangélicos; y (lo que es indispensable para un norteamericano apurado como yo) no contaba con un sistema de comunicación de radio para suplir la falta de teléfonos.
Lo que sí tenía la Diócesis de Riobamba era una riqueza de agentes pastorales, l.318 de ellos, una impresionante red de personal laico y clerical, local, nacional e internacional que trabajaba en parroquias, escuelas, centros e institutos. Los equipos pastorales, comisiones y servicios, incluyendo a «misioneros campesinos» quichuas, cumplían tareas específicas para fortalecer la base popular de la iglesia. Para responder a las necesidades materiales había agencias de desarrollo, un programa de perforación de pozos y equipos médicos. Para enseñar a los campesinos a leer y concientizarlos se contaba con bien conocidas escuelas radiofónicas. Otras organizaciones promocionaban la solidaridad con las revoluciones centroamericanas, con cristianos perseguidos y con comunidades que reivindicaban su derecho a la tierra.{30}
Para Proaño y sus colaboradores, no era una coincidencia que el crecimiento protestante se hubiera dado al mismo tiempo que sus enfrentamientos con la clase gobernante local, la cual parecía ver a los evangélicos como aliados en contra de una diócesis socialmente consciente. Proaño admitía que una conspiración política era difícil de comprobar, pero era claro que las sectas norteamericanas habían sido enviadas para contrarrestar el mensaje de la liberación. Al igual que cualquier imperio que busca imponer su religión, señalaba, los misioneros protestantes habían inundado a América Latina desde que la Iglesia Católica empezó a trabajar por la justicia social y a cuestionar la hegemonía norteamericana. De esta manera, creía el obispo, la iglesia estaba pagando por su opción a favor de los pobres. Estaba siendo socavada por sectas que Washington utilizaba como un «canal de irrigación ideológica».{31}
Por supuesto, Proaño sabía que los misioneros protestantes habían estado en Chimborazo desde principios de siglo, y reconocía que sus reformas habían ayudado a abrirles camino. Los cambios no habían sido raros para un obispo progresista, especialmente para uno que había asistido al Concilio Vaticano II a principios de los años sesenta. [332] Por ejemplo, él había desalentado a los sacerdotes de provocar violencia en contra de los evangélicos. Cuando se suscitaba un incidente, llamaba a su sacerdote para conversar. Exhortaba a los quichuas para que leyeran la Biblia, pero no estaba enteramente complacido con los resultados. «Si, se aprovecharon del ecumenismo en contra de nosotros», me dijo Proaño. «Nosotros distribuimos cantidades de Dios llega al hombre, la traducción ecuménica [del Nuevo Testamento] de las sociedades bíblicas. Los evangélicos utilizaron esto para afirmar que, de acuerdo al obispo, era tan bueno ser evangélico como católico.»
Esto no impidió que Proaño siguiera promocionando la Biblia. Al igual que otros reformadores católicos de las décadas de 1960 y 1970, sentía que la escritura minaría los aspectos paganos del catolicismo tradicional. En Chimborazo, purificar a la iglesia significaba atacar el papel tradicional del sacerdote en los rituales quichuas. Parecía ser un cambio sensible: las fiestas asociadas con tales eventos eran costosas demostraciones de derroche para sus priostes quichuas, quienes preferían cada vez más invertir su excedente en comercio, tierras o educación. Parte del peso financiero de patrocinar una fiesta, no muy fuerte pero sí suficiente como para quejarse, constituían los pagos rituales al sacerdote. En parte por eso, el protestantismo se estaba convirtiendo en una ruta de escape.
Desafortunadamente, cuando Proaño pidió a los sacerdotes que dejaran de cobrar por los sacramentos, dejó a los tradicionalistas quichuas descontentos. En su opinión, los sacramentos no cumplían su función protectora a no ser que fueran pagados. Los sacerdotes conservadores tenían sus propias objeciones. No deseaban romper con una fuente tradicional de ingresos, y Proaño realmente no tenía el poder para someterlos a su política. Los despidos eran difíciles bajo la ley canónica y contaba con tan pocos sacerdotes que no quería perder a ninguno. Como resultado, la diócesis se encontró entre la espada y la pared. Si se rehusaba a cumplir con las expectativas tradicionales, antagonizaría a los tradicionalistas. Si trataba de satisfacer a las expectativas tradicionales, por el otro lado, estimularía a los quichuas inquietos para que se convirtiesen al protestantismo. Romper con las antiguas normas resultó tener toda clase de costos impredecibles. «El esfuerzo de renovación de la Iglesia Católica produjo una crisis en el pueblo», explicó Proaño. «Muchos han comprendido, otros no, y de eso se han aprovechado las sectas.»{32} [333]
De acuerdo a lo antropólogos, se estaba produciendo una rebelión popular en contra de la autoridad clerical. Al igual que otros aspectos del antiguo orden, la Iglesia Católica había pesado mucho sobre los quichuas, al sintetizar muchos atributos de la sociedad de hacienda.{33} Por consiguiente, el rechazo a la iglesia era una forma de rechazar al orden tradicional. A pesar de que Proaño quería evitar el repudio a la autoridad clerical, sus reformas pueden haberlo estimulado, al subvertir el papel tradicional del sacerdote sin ser capaz de reemplazarlo inmediatamente con uno nuevo.
Para cubrir el déficit de sacerdotes, Proaño entrenó a cientos de catequistas quichuas. Sin embargo, éstos se convertían en líderes protestantes con una regularidad suficiente como para ser un problema. Incluso el presidente de la Asociación Indígena Evangélica de Chimborazo en 1985 había trabajado para las escuelas radiofónicas católicas durante tres años. Ahora, en la emisora evangélica que administraba, atacaba mordazmente a su ex-empleador, el obispo. «Compran a nuestros catequistas», se quejaban los trabajadores de la diócesis, acusando a los evangélicos de inducir a los católicos a que cambiasen su fe al ofrecerles salarios. A su vez, los evangélicos juraban que el obispo estaba «tratando de comprar a nuestros evangelistas», negando las dos partes que a los líderes quichuas se les pagara algo.
Los católicos sufrieron más pérdidas, y una razón parecía ser que los líderes quichuas chocaban con la autoridad sacerdotal. A pesar de que Proaño había promocionado al liderazgo laico, él todavía prefería confiar en los sacerdotes, y eran éstos los hombres que permanecían a cargo de los programas diocesanos. Aún los sacerdotes progresistas podían tener una alta opinión de sus prerrogativas clericales y estar resentidos por ello, manteniendo la distancia social de siempre entre el pastor y el rebaño.
Una solución prometedora, el entrenamiento de sacerdotes quichuas, presentaba muchas dificultades. Después de treinta años de reforma, todavía se encontraban en la etapa de planificación. En una época en la que el liderazgo evangélico era en gran parte quichua, el clero de Proaño continuaba siendo extraño a sus parroquias. El clericalismo era un punto débil en la reforma católica, lo que proporcionaba una apertura [334] para los evangélicos, siempre listos para reclutar a los líderes quichuas frustrados.{34}
Notas
{30} «Informe de la Diócesis de Riobamba, 1979-1984.»
{31} Proaño 1983: 4-6, 10.
{32} Entrevista del autor, Hogar Santa Cruz, Riobamba, 26 de mayo de 1985. Para un análisis detallado de las dificultades que enfrenta la reforma sacramental, la formación del liderazgo laico, y la teología de la liberación en otro medio andino, alrededor del Lago Titicaca en Bolivia, véase Susan Rosales Nelson (1984).
{33} Casagrande 1978: 110-111.
{34} Cf. Dilworth 1967: 58.
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