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Prólogo

En 1992, le fue otorgado el Premio Nobel de la Paz a una campesina guatemalteca. A excepción de las personas interesadas en Latinoamérica o en los derechos indígenas, la reacción usual fue: ¿Rigoberta qué? Aun para aquéllos familiarizados con su nombre, Rigoberta Menchú era una Premio Nobel de la Paz poco probable. Ni ella ni nadie habían podido poner fin a la guerra civil que sufría Guatemala desde que Rigoberta era niña. Su carrera pública había iniciado una década atrás cuando, en París, le contó a una antropóloga la historia de su vida hasta los veintitrés años. Nacida en un pueblo maya-k'iche', Rigoberta nunca pasó por la escuela y sólo recientemente había aprendido a hablar español. Ella narró su trabajo en las plantaciones durante su niñez, de los desalojos efectuados por los terratenientes y de cómo adquirió conciencia de su situación. Luego, habló de lo que soldados y policías hicieron a su familia, historias terribles de muerte por tortura y fuego. Me llamo Rigoberta Menchú (1983), libro creado a partir de entrevistas grabadas, la lanzó a una posición prominente asombrosa para una persona de su origen y la transformó en la representante más conocida de los pueblos indígenas de las Américas; una figura que podría visitar al Papa, a presidentes de países importantes y al Secretario General de las Naciones Unidas.

¿Qué tal si gran parte de la historia de Rigoberta no es verdadera? Esta es una pregunta difícil, especialmente para alguien que, como yo, piensa que el Premio Nobel fue una buena idea. No obstante, decidí que la pregunta debía ser planteada. Mientras entrevistaba a los sobrevivientes de la violencia política a finales de los ochenta, empecé a encontrarme con problemas considerables en la historia relatada por Rigoberta al comienzo de su carrera. No hay duda respecto a los puntos más importantes: que una dictadura masacró a miles de campesinos indígenas, que las víctimas incluían a la mitad de la familia inmediata de Rigoberta, que ella misma huyó a México para ponerse a salvo, y que se unió a un movimiento revolucionario para liberar su país. En estos puntos, el relato de Rigoberta es incuestionable y merece la atención que recibe. Pero en otros aspectos, tales como la situación de su familia y su pueblo antes de la guerra, otros sobrevivientes me describieron un cuadro diferente, el cual es confirmado por los documentos disponibles.

¿Tendría alguna importancia si parte de la historia famosa de la Premio Nobel no fuera verdadera? Quizás no. Rigoberta obtuvo el Premio Nobel de la Paz en el 500 aniversario de la colonización europea de las Américas. Ella fue la primera en reconocer que no lo recibió por sus propios logros, sino porque representa a un grupo más amplio de personas que merecen apoyo internacional. Independientemente de los hechos de su vida particular, la intención del premio era resaltar la deuda histórica que se tiene con las poblaciones nativas del Hemisferio Occidental, y también alentar las conversaciones de paz en su patria, Guatemala. Aunque el origen social de Rigoberta es una cuestión interesante, no es la principal.

No obstante los méritos de Rigoberta como Premio Nobel, decidí que los problemas relacionados con su relato de 1982 debían ser expuestos ante una audiencia más amplia. El análisis crítico de Me llamo Rigoberta Menchú no será bien recibido por algunos lectores porque sonará como ofrecer municiones al enemigo, en este caso, al ejército que por décadas ha dominado la vida política de Guatemala y que todavía tiene mucho por responder. Si Rigoberta está básicamente en lo cierto respecto a lo que hizo el ejército, ¿por qué diseccionar un relato personal que inevitablemente es selectivo, como toda memoria humana sobre cualquier cosa? Si su historia expresa una verdad mayor, ¿por qué un antropólogo comprensivo debería poner en duda su credibilidad? Un colega razonaba conmigo: “Quizás sea culpa de la antropóloga francesa que editó su testimonio. Quizás la precisión de su memoria fue afectada por el trauma. Quizás la tradición oral maya no se basa en la misma definición de la verdad que la de un periodista occidental. No es como si mintió en los tribunales. ¡Se pasó una semana hablando con alguien en París! Quizás estaba cansada, quizás había problemas de comunicación, quizás sólo estaba haciendo lo que siempre hacen quienes defienden alguna causa: exagerar un poco.”

Acepto que sería ingenuo cuestionar el relato de Rigoberta sólo porque no es un modelo de exactitud. Obviamente, las historias pueden ser verdaderas aun si son selectivas en lo que informan. Condenar por inexactitud a una persona que ha sido galardonada con el Premio Nobel no es el propósito del presente libro. Aun cuando Rigoberta es una auténtica sobreviviente de las violaciones a los derechos humanos y ello la convierte en un símbolo para las víctimas de las mismas, es importante establecer por qué una catástrofe como ésta le ocurrió a su familia y a su pueblo.

Esta pregunta merece un examen detenido, especialmente ahora que la guerra ha terminado y que equipos de exhumación desentierran a las víctimas de las masacres, a la vez que comisiones de la verdad publican sus conclusiones. Las contradicciones entre las versiones sobre los acontecimientos ofrecidas por Rigoberta, sus vecinos y los registros documentales colocan su historia en otra perspectiva, en la cual predomina el problema de por qué las masacres empezaron a nivel local. La respuesta más evidente –la brutalidad demostrada de las fuerzas de seguridad guatemaltecas– no es suficiente como respuesta única. Un tema subyacente aún está por resolverse. ¿El movimiento de la guerrilla derrotada a principios de los ochenta fue una lucha popular que expresaba las aspiraciones más profundas del pueblo de Rigoberta? ¿Fue una reacción inevitable del pueblo que consideraba carecer de otra alternativa ante la agobiante opresión?

En estas cuestiones, Me llamo Rigoberta Menchú tiene una autoridad mayor de la que merece. Aunque las opiniones de la Premio Nobel han cambiado considerablemente a lo largo de los años, en 1982 ella se presentaba como testigo presencial de la movilización de su gente. No hay fuente que confiera mayor autoridad que esta condición y, ante ello, la mayoría de lectores le ha tomado la palabra de una manera que trasciende los confines de su propio país. Para algunos de mis colegas, disectar el legado de la lucha guerrillera equivale a golpear un caballo muerto. Ciertamente, es una estrategia que gran parte de la izquierda latinoamericana parecería haber rechazado. Pero se sigue idealizando, tal como lo ilustra el aura que rodea al Che Guevara, y difícilmente ha desaparecido, tal como lo confirman las noticias sobre Colombia, Perú y México.

Lo que descubrí en el pueblo natal de Rigoberta no es muy sorprendente, si tomamos en cuenta que las celebridades y los movimientos siempre se mitifican a sí mismos. Cuando la futura Premio Nobel relató su historia en 1982, reinventó la experiencia de su pueblo previo a la guerra, con el propósito de ajustarla a las necesidades de la organización revolucionaria a la cual se había incorporado. Según su narración, la convergencia trágica de movimientos militares y vendettas locales se transformó en un movimiento popular que, por lo menos en su área, probablemente jamás haya existido. Rigoberta contó su historia lo suficientemente bien para que le fuera conferida toda la autoridad que puede tener una historia de terrible sufrimiento. Partiendo de las incuestionables atrocidades cometidas por el ejército guatemalteco, su credibilidad se extendió más de la cuenta, abarcando el ámbito de las causas de la violencia, una cuestión de fondo más nebulosa. El resultado fue mistificar las condiciones que enfrentaban los campesinos, lo que ellos consideraban sus problemas, cómo dieron inicio las masacres y cómo ellos reaccionaron ante las mismas.

El dilema que me obligó a escribir este libro es la posibilidad de que un símbolo valioso también sea sumamente engañoso. El problema no radica simplemente en el nivel de lo que sucedió y no sucedió en un rincón de Guatemala. Éste también se extiende al aparato internacional para reportar las violaciones a los derechos humanos, las reacciones a las mismas y las interpretaciones sobre sus implicaciones para el futuro: el mundo del activismo de los derechos humanos, el periodismo y los estudios académicos. En un mundo dominado por los medios de comunicación masiva, en donde las naciones y los pueblos viven o mueren por su capacidad de atraer la atención internacional, ¿qué posición adoptan los profesionales de la comunicación ante la mezcla de verdad y falsedad en la descripción que los movimientos hacen de sí mismos, incluyendo a los que moralmente nos sentimos obligados a apoyar? ¿Debemos resignarnos a ser apologistas de uno u otro lado?

En Guatemala aprendí que es imposible discutir la violencia política sin agredir a símbolos poderosos que presuponen lo que es preciso discutir, encubriendo lo debatible con el manto de la incuestionabilidad. Como cualquier símbolo de entrega sacrificada, la imagen de Rigoberta infunde lealtad por amalgamar mucha experiencia, sentimiento y convicción. La destrucción de su familia representa las muertes de otras miles de personas para quienes jamás se pudo hacer justicia. Ese fue el propósito de Rigoberta cuando contó su historia de la manera que lo hizo: ello le permitió concentrar la condena internacional en una institución que se lo merecía, el ejército guatemalteco. Pero el poder de síntesis de un símbolo de este tipo también tiene su costo.

Cuando una persona se vuelve un símbolo para una causa, se oculta la complejidad de una vida particular para convertirla en una vida representativa. Sin embargo, tarde o temprano, de una forma u otra, lo que la leyenda encubre volverá a atraer nuestra atención. Las contradicciones disimuladas por una figura heroica no desaparecerán por nuestro deseo de ignorarlas. En Guatemala, muchos temas sobre los que se debe deliberar en relación con el último medio siglo de revolución y contrarrevolución, derramamiento de sangre y reconciliación, continúan disfrazados de símbolos que impiden su discusión franca. Lo que se dejó de decir en Me llamo Rigoberta Menchú y lo que frecuentemente se deja de decir en las discusiones sobre Guatemala constituyen el tema de este libro.

No está en tela de juicio la elección de Rigoberta como Premio Nobel o la verdad mayor que contó acerca de la violencia. Desafortunadamente, hacer esa diferenciación no significa mucho ni para Rigoberta ni para algunos de sus seguidores, quienes consideran que cuestionar su versión es racismo. En 1997, Rigoberta produjo un nuevo libro sobre su vida, en especial sobre los quince años que han pasado desde el último libro. Según se rumorea, La nieta de los Mayas pretendía corregir errores anteriores. Este libro resultó ser revelador pero no una revelación porque Rigoberta, aunque se aparta de su relato inicial de un modo interesante, no se retracta del mismo.

Hacia principios de 1997, le envié a la Premio Nobel un breve resumen de mis conclusiones, le pedí una entrevista y ofrecí remitirle una copia del manuscrito de este libro. No obtuve respuesta. A una segunda carta enviada por correo certificado, el director de la oficina de Rigoberta en Nueva York respondió que ella estaba excesivamente ocupada para conceder una entrevista. Sin embargo, solicitó una copia de mi manuscrito, el cual le fue enviado en junio del mismo año, de nuevo por correo certificado. Seis meses más tarde, Rigoberta atacó a la editora de Me llamo Rigoberta Menchú, la antropóloga Elisabeth Burgos. “Ese no es mi libro. Es un libro de la señora Elisabeth Burgos. No es mi obra, es una obra que no me pertenece, ni moral ni política ni económicamente.” Acusó a Elisabeth de excluirla del proceso editorial, privarla de las regalías y despojarla de su testimonio. “Todos aquéllos que tengan dudas sobre la obra deben acudir a la señora Burgos”, dijo{1}. Afortunadamente, yo ya lo había hecho.

Lo que sigue no es una biografía de la Premio Nobel. Por el contrario, es una comparación entre la historia de su vida, narrada en 1982, y fuentes locales, tanto testimoniales como documentales. Luego argumentaré por qué su historia adoptó la forma que adoptó, y por qué atrajo a una audiencia internacional antes de ser divulgada en su patria, en donde los guatemaltecos la han hecho parte de un debate nacional sobre su identidad como pueblo. El primer capítulo describe cómo mis entrevistas en el norte del Departamento de Quiché pusieron en duda el relato más leído sobre la violencia en Guatemala. Publicado en 1983, Me llamo Rigoberta Menchú hizo uso de la historia convincente de una familia para personificar los dualismos morales de una sociedad en guerra consigo misma. Con sus nobles indígenas y sus malvados terratenientes, el odio étnico ancestral y el martirio revolucionario, la historia de Rigoberta se volvió un retrato profundamente influyente de la violencia en Guatemala.

Vicente Menchú y su Pueblo (capítulos 2 y 3)

Las tragedias ocurridas a familias como los Menchú son innegables. Pero cómo estas tragedias fueron entendidas por el movimiento revolucionario, sus colaboradores extranjeros y los activistas de derechos humanos, es cosa diferente. Los estrategas de la guerrilla deseaban encontrar entre los campesinos mayas a comunidades unidas, subyugadas por los terratenientes y ansiosas por tomar las armas. Lo que encontraron fue diferente, como se puede observar en el caso de Vicente –el padre de Rigoberta–, su lucha por la tierra, y contra quiénes tuvo que pelear para obtenerla. Los Capítulos 2 y 3 colocan el supuesto imperativo de la lucha guerrillera en el contexto de una localidad que en el relato de Rigoberta se volvería arquetípica. Me llamo Rigoberta Menchú animó a la izquierda guatemalteca y a sus colaboradores extranjeros a seguir considerando el área rural como una contienda entre clases sociales, bloques étnicos y fuerzas estructurales. Mientras tanto, los dramas protagonizados en las aldeas parodiaban los grandes paradigmas.

Guerra Revolucionaria Popular (capítulos 4 a 10)

El tema central de esta parte del libro se refiere a la manera en que el padre de Rigoberta y sus vecinos respondieron al Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP), una organización dirigida por un compañero y admirador del Che Guevara. El Capítulo 4 presenta el dominio del ejército en Guatemala y la oposición armada, para luego describir cómo ambos descendieron sobre Uspantán, cometiendo allí los primeros asesinatos políticos en agosto de 1979. Las discrepancias entre Me llamo Rigoberta Menchú y los relatos locales plantean una serie de cuestiones, entre éstas: ¿Por qué la guerrilla quería establecer contactos con hombres como Vicente Menchú? ¿Vicente Menchú y otros campesinos uspantanos tenían idea de los sacrificios que el EGP esperaba de ellos? ¿Se integraron al movimiento por una razón diferente a la de querer defenderse de las represalias del ejército?

Una pregunta recurrente es: ¿A quién creer? ¿Cómo ponderar la fiabilidad del relato de Rigoberta contra las versiones testimoniales recolectadas por mí y las de las fuentes documentales? El Capítulo 5 compara diferentes relatos sobre el asesinato de Petrocinio, hermano de Rigoberta, clímax emocional de Me llamo Rigoberta Menchú. Aunque la versión de la Premio Nobel sobre lo que ocurrió es verdadera en muchos aspectos, yo demuestro que no puede ser el relato de un testigo presencial como pretende ser. El Capítulo 6 describe la muerte del padre de Rigoberta durante una protesta en la Embajada de España en la Ciudad de Guatemala, en una conflagración misteriosa que cobró las vidas de treinta y seis personas. Un análisis detenido de cómo inició el fuego sugerirá la habilidad del movimiento revolucionario de transformar una versión infundada de los acontecimientos en un hecho aceptado internacionalmente.

Los siguientes dos capítulos exploran la relación de Vicente Menchú con dos organizaciones revolucionarias, el Comité de Unidad Campesina (CUC) y el EGP, y establecen cómo la llegada de la guerra profundizó las divisiones al interior de la comunidad. En el Capítulo 7, la pregunta clave es, si el CUC fue una respuesta de base de un campesinado cada vez más oprimido, o si fue un invento del EGP para atraer a los campesinos hacia una confrontación con el estado. El Capítulo 8 explora las implicaciones de la estrategia del EGP para los campesinos uspantanos, específicamente la idea de que podían organizarse para derrotar a un ejército con una merecida reputación de brutalidad. Los Capítulos 9 y 10 describen el clímax de la represión del ejército en Uspantán, incluyendo la muerte de la madre de Rigoberta y la de su hermano Víctor. Aunque ninguna fuente sobre una situación basada en el terror puede considerarse autorizada, espero convencer a los lectores de que el EGP nunca desarrolló en Uspantán la fuerte base social que Rigoberta nos quiere hacer creer.

La hija de Vicente y la reinvención de Chimel (capítulos 11 a 14)

Entonces, ¿de quién fue esta guerra? Hasta ahora, nuestro tema principal ha sido Vicente Menchú, el patriarca campesino ensalzado en la historia de su hija, y las interpretaciones contradictorias de su vida. Los Capítulos 11 y 12 vuelven a Rigoberta, su paradero cuando su familia fue perseguida, y cómo encontró un nuevo hogar en el aparato político del Ejército Guerrillero de los Pobres. Los Capítulos 13 y 14 exploran la cuestión de si Me llamo Rigoberta Menchú realmente fue su historia. En cuanto apareció el libro, los escépticos se preguntaron cómo una campesina no instruida, analfabeta y monolingüe hasta pocos años antes, podía tener tanto dominio de conceptos como clase, etnicidad, cultura, identidad y revolución.

Se sospechó rápidamente de la antropóloga que grabó las declaraciones de Rigoberta en París y que transformó sus historias en libro. Elisabeth Burgos era la esposa de Régis Debray, el marxista francés que teorizó que, en su lucha revolucionaria, Latinoamérica podía seguir el camino precursor de la guerrilla establecido por Fidel Castro y el Che Guevara en Cuba. La promoción del libro de Rigoberta y Elisabeth en Cuba no disipó la sospecha de que éste hablaba más por la guerrilla que por los campesinos. Las luchas intestinas que dividieron a los vecinos de Rigoberta se marginaron de la historia, haciendo que la lucha armada sonara como una reacción inevitable a la opresión, en un momento en que los mayas estaban desesperados por escapar a la violencia. Me llamo Rigoberta Menchú se volvió un medio de movilizar apoyo externo para una insurgencia herida que se batía en retirada.

La Premio Nobel vuelve a casa (capítulos 15 a 20)

Rigoberta no era muy conocida en Guatemala antes de la campaña para otorgarle el Premio Nobel de la Paz en 1992. Para ese entonces, su historia había transformado el terror de derecha sufrido por un pequeño y recóndito país en un simbolismo internacional que podría ser utilizado para luchar contra el mismo. Aun cuando el ejército había vencido a nivel militar y político, la guerrilla continuó peleando al margen para mantener su derecho a ser contraparte en las negociaciones de los intereses nacionales. La guerra más importante se libró en el extranjero, a través de imágenes, y es en la guerra de propaganda internacional donde la guerrilla venció con ayuda de Me llamo Rigoberta Menchú, como eje testimonial de sus reivindicaciones.

Los Capítulos 15 y 16 recorren el camino de Rigoberta hacia el Premio Nobel y los desafíos que enfrentó en el proceso de paz de Guatemala, el cual no detuvo la lucha sino hasta cuatro años después, en 1996. Mientras los activistas extranjeros se centraban en los abusos del ejército, los sobrevivientes campesinos se quejaban de estar “entre dos fuegos”: la guerrilla y los soldados. Rigoberta tuvo que enfrentar el fuego cruzado metafórico desde cuatro direcciones: el ejército, el EGP, la comunidad internacional y su propia gente. Aunque los extranjeros asumían que ella era una líder, pocos campesinos mayas apoyaron la organización armada de la cual ella formaba parte.

El Capítulo 17 aborda la cuestión de por qué tantos activistas y estudiosos extranjeros han conferido tal autoridad a su historia. La Rigoberta que explicaré como ícono es un símbolo casi sagrado que resuelve contradicciones a la gente que cree en él, de un modo que no puede ser cuestionado. El Capítulo 18 nos regresa a Uspantán, para presenciar cómo los sobrevivientes de Chimel superaron incontables obstáculos para repoblar su tierra y cómo los Menchú son recordados en el lugar. El Capítulo 19 describe cómo los esfuerzos de Rigoberta por representar a su pueblo, desde 1993, la han alejado del movimiento guerrillero que impulsó su carrera.

Para demostrar que el valor literal de la historia de Rigoberta podría inducir a malinterpretaciones, tendré que distinguir entre lo corroborable y lo incorroborable, entre lo probable y lo altamente improbable. Sin embargo, el identificar cuánto un relato se atiene a los hechos es solamente un medio para alcanzar un fin. El problema subyacente no es cómo Rigoberta contó su historia, sino cómo han decidido los extranjeros interpretarla. Especialmente ahora que muchos académicos están ansiosos por deconstruir las verdades establecidas, la historia de Rigoberta debería haber sido comparada con muchas otras. Si ella deseaba volcar toda la culpa de la violencia en el ejército y apoyar a la guerrilla, tenía derecho a ser escuchada, al igual que los mayas que también culparon de la violencia a la guerrilla y que no se sintieron representados por ésta. Esas diferencias exigían una comparación. En cambio, la versión de Rigoberta fue tan atractiva para tantos extranjeros que los mayas que repudiaban a la guerrilla fueron ignorados frecuentemente. Esto reforzó la afirmación de que la guerrilla representaba a la masa de campesinos mayas, cuando hacía mucho que había buenas razones para ponerlo en duda.

El aire de sacrilegio que implica cuestionar la fiabilidad de Me llamo Rigoberta Menchú nos da por lo menos tres razones para hacerlo. La primera es lo que nos puede decir sobre la violencia en Guatemala, sus raíces populares, y cómo éstas fueron mitificadas para satisfacer las necesidades del movimiento revolucionario y las de sus adeptos. La segunda es cuestionar conjeturas románticas subyacentes acerca del pueblo indígena y la lucha guerrillera, por las cuales los mayas no serán los últimos en pagar caro. La tercera es plantear preguntas en relación con un nuevo marco teórico en las humanidades y en las ciencias sociales.

La nueva ortodoxia parte de la premisa que las formas occidentales del conocimiento, como el enfoque empírico adoptado aquí, están fatalmente influenciadas por el racismo y por otras formas de dominación. Por lo tanto, como académicos responsables debemos identificarnos con los oprimidos y tirar al basurero del colonialismo mucho de lo que creemos saber de ellos. La nueva base de autoridad consiste en dejar que los subalternos hablen por sí mismos, repudiando cualquier indicio de complicidad con el sistema que los oprime y alineándose en relación con los teóricos de moda. De hecho, hay mucho que decir para ser escuchado, ¿pero a quién se supone que debemos escuchar? Lo que demostraré en el caso de Me llamo Rigoberta Menchú es que la teoría crítica puede terminar girando alrededor de concepciones románticas sobre los pueblos indígenas, mitologías que pueden ser utilizadas para justificar el sacrificio de éstos en beneficio de causas mayores.

Agradecimientos

Ciñéndome a las normas éticas de la antropología, especialmente cuando las fuentes pueden ser víctimas de represalias, he evitado identificarlas por su nombre. En aras de la coherencia, he identificado a ciertas familias, en particular a las implicadas en pleitos por la tierra, pero por lo general no menciono personas individuales si todavía están vivas. Una de las pocas excepciones es el único hermano sobreviviente de Rigoberta, que tuvo un papel heroico en el proceso de recuperación de las tierras de su padre y que no podía permanecer en el anonimato sin suprimir una parte importante de la historia. He nombrado también a varios individuos, ninguno vive actualmente en la región ni fue entrevistado por mi, que muchos uspantanos identificaron como asesinos del ejército guatemalteco. Las citas no atribuidas proceden de mis entrevistas entre 1988 y 1997, principalmente en el municipio de Uspantán.

Las entrevistas se hicieron más que todo en castellano, lengua hablada por muchos mayas k’iche’s. Entre 1994 y 1996, conté a menudo con la ayuda de Barbara Bocek, una arqueóloga de Stanford University que trabajaba como voluntaria del Cuerpo de Paz. Una vez que empecé a trabajar con Barbara, me costó entender cómo había logrado hacer algo sin ella. Puesto que ella habla fluidamente el maya k'iche', se hizo cargo de docenas de entrevistas, especialmente con las viudas que hablaban poco castellano. No todo lo que oí apoya mi argumento, y también he reportado lo que era incongruente, a fin de que los lectores puedan llegar a conclusiones diferentes si así lo desean. A pesar de las limitaciones de lo que sigue, espero que inspire a hablar de estos hechos a más supervivientes, lo que podría llevar a una mejor interpretación en el futuro.

Este libro fue escrito como parte de una investigación más amplia sobre el impacto del simbolismo de los derechos humanos en el norte de El Quiché. Estoy en deuda con la Harry Frank Guggenheim Foundation por dos años de generosa ayuda; con el Woodrow Wilson International Center for Scholars por una beca de un año; y con el Bellagio Center por un mes de residencia en el lago Como. Durante el pasado año, mis colegas de Middlebury College me dieron ánimos siempre que fue necesario. También me gustaría agradecer a mis colegas de otros lugares, muchos tenían dudas acerca de la sensatez de este proyecto o me aconsejaron que procediera de otro modo. Agradezco sus desacuerdos tanto como sus sugerencias. Entre ellos se incluyen Jeffrey Ehrenreich, Stener Ekern, Henrik Hovland, Susan Burgerman, Abigail Adams, Antonella Fabri, Diane Nelson, Daniel H. Levine, Mitchell Seligson, Paul Kobrak, Pascual Huwart, Pietro y Kate Venezia, Betty Adams, Lynn Roberts, Jan Lundius, David Holiday, Tania Palencia, Jan Rus, Joseph Gaughan, Michael Brown, Mick y Tico Taussig, Rachel Moore, Kamala Visweswaran, Elizabeth y Jacqueline Sutton, Sharon Stancliff, Robert Carlsen, Duncan Earle, Erica Verillo, Richard Wilson, Manuela Canton Delgado, Daniel Rothenberg, Victoria Sanford, Kathy Dill, Norman Stolzoff, Terri Shaw, Robert Packhenham, Dave Thomas, Steve Tullberg, Elaine y Stephen Elliott, Mary Jo McConahay, Joel Simon, Colum Lynch, Victor Perera, Michael Shawcross y Paul Goepfert.

También estoy en deuda con Timothy Wickham-Crowley, Richard N. Adams, Ted Fischer y John Watanabe por sus comentarios a Westview Press, con mis disculpas por no haber podido seguir más sugerencias suyas. Sin Karl Yambert, de Westview Press, este libro todavía estaría inédito. De todas las personas que entrevisté, sólo a dos puedo agradecerles por sus nombres: Elisabeth Burgos y el Embajador Máximo Cajal y López. Les estoy profundamente agradecido, pero no más que con las muchas personas de Uspantán que tuvieron la valentía de compartir sus experiencias con Barbara Bocek y conmigo. Este libro está dedicado a la memoria de todos sus seres queridos.

Notas

{1} “Menchú reniega de 'Así me nació la conciencia'”, El Periódico (Ciudad de Guatemala), 10 de diciembre de 1997.

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