El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas · número 189 · otoño 2019 · página 1
Artículos

Cuerpo, mente y emergencia

Iñigo Ongay de Felipe

Con ocasión del reciente centenario del nacimiento de Mario Bunge se presentan unas consideraciones sobre su filosofía de la mente desde la óptica del materialismo filosófico de Gustavo Bueno

Bunge & Bueno
Gustavo Bueno (a la izquierda) y Mario Bunge (a la derecha) durante el I Congreso de Teoría y Metodología de las Ciencias (Oviedo 1982)

Presentación: Mario Bunge, la mente y la materia{*}

Suele ser en general reconocido que el filósofo argentino Mario Augusto Bunge (Florida Oeste, 1919) representa una de las figuras más acrisoladas y de importancia indiscutible de la filosofía del mundo hispano-hablante. Una de las razones que explicarían tal importancia tendría desde luego mucho que ver con la ciclópea ambición temática de su obra filosófica en la que se tratan por igual problemas concernientes a la filosofía de la ciencia (el conocido realismo científico bungeano) y a la ontología del sistemismo, lo mismo cuestiones de índole ética o política como problemas relacionados con el análisis gnoseológico y aun ontológico de disciplinas científicas particulares (así, y en sucesivas obras, Bunge ha venido presentando una filosofía de la física, una filosofía de la biología, una filosofía de la psicología, &c.), pero también de campos operatorios de carácter tecnológico o educativo.

En este sentido podría decirse que con independencia de la validez concreta de las tesis y los filosofemas particulares que Bunge haya podido defender en referencia a esta ingente masa de cuestiones disputadas (el realismo, el sistemismo, el emergentismo, el agatonismo ético), la filosofía del autor de Teoría y realidad, se articula a la manera de un sistema filosófico en el sentido más clásico de esta expresión. Un sistema en la que sus diversas partes componentes habrían quedado genuinamente entreveradas de acuerdo a unas líneas de conexión lógica extremadamente coherentes (Kanitscheider 1985). Un tal carácter sistemático, que entronca además con uno de los requisitos de la tradición filosófica occidental, resulta sin duda algo muy apreciable a la hora de valorar el alcance de las propuestas filosóficas del filósofo argentino.

No es este sin duda el lugar de revisar la totalidad del sistema filosófico de Mario Bunge. Por el contrario, el objeto de este artículo es más bien hacer la debida justicia crítica a una de sus partes sin duda más destacadas. Nos referimos a la filosofía de la mente de Mario Bunge tal y como esta habría quedado expuesta por el propio autor en aportaciones tales como puedan serlo, El problema mente-cerebro (Bunge 1985), Filosofía de la psicología (Bunge y Ardila 2002) o Ser, saber y hacer (Bunge 2002). Como es natural, según podrá entenderse con facilidad, el carácter sistemático de la filosofía bungeana, hace imposible ocuparse circunstanciadamente de sus contribuciones al problema mente-cerebro sin tener al mismo tiempo en cuenta los compromisos ontológicos y gnoseológicos que el autor habría podido contraer en otras obras más generales. En particular tendremos que proceder teniendo siempre en cuenta en el trasfondo, por ejemplo, su visión ontológica sistemista abierta hacia un materialismo de signo emergentista y no reduccionista (Bunge 2012), pero también sus tesis realistas en filosofía general de la ciencia (Bunge 1995, 1985b).

De hecho, lo que vamos a procurar sostener aquí es que sin perjuicio de los indudables y abundantes méritos críticos que será siempre necesario reconocer en la filosofía de la mente de Mario Bunge tanto frente al espiritualismo dualista (por ejemplo el dualismo de la sustancia de Descartes, o el interaccionismo de Popper-Eccles) como al reduccionismo materialista (el eliminativismo, el conductismo lógico, &c.), serán los mismos compromisos ontológicos emergentistas del propio materialismo bungeano lo que, al cabo, aparezcan limitando las posibilidades explicativas de sus tesis en torno a la realidad de la mente. Veamos.

1. Pars destruens: el materialismo monista psico-neural

Acaso la mejor manera de penetrar en la filosofía de la mente de Mario Bunge sea mediante el expediente de considerar detenidamente tanto lo que niega como lo que afirma. En particular, estableciéndose con gesto decisivo frente a concepciones de lo “mental” y sus relaciones con lo “físico”, lo “orgánico” y lo “fisiológico”, tan diversas como puedan serlo tanto el materialismo eliminativo o el materialismo reduccionista de la mente al sistema nervioso central por un lado, como el psico-epifenomenalismo, el animismo, el idealismo o el interaccionalismo por otro, la filosofía de Bunge se abriría camino exponiendo una posición que sin perjuicio de su inequívoco carácter monista (i.e., no dualista) permitiría al mismo tiempo hacer la debida justicia, a través de la idea de emergencia, a las peculiaridades ontológicas de la “mente”, esto es, para decirlo ahora desde las coordenadas de la ontología de Gustavo Bueno (1972), de las texturas segundogenéricas frente al primer género de materialidad. Creemos que la cruz de la apuesta bungeniana reside precisamente allá donde habría que situar al tiempo su mayor originalidad así como su más destacable valor crítico-sistemático: precisamente en la coherencia de semejante solución sintética. Y no se tratará tanto de que neguemos la viabilidad de las críticas de Bunge a otras alternativas filosóficas (puesto que al contario comenzaremos por reconocer ampliamente que Bunge tiene razón en lo que niega) dado que lo que pondremos en cuestión es la consistencia misma del emergentismo como alternativa plausible tanto al reduccionismo fisicalista –digámoslo ahora en la terminología de Bueno: al formalismo primario– como al espiritualismo mentalista –esto es, al formalismo secundario–.

En primer lugar, y frente al materialismo eliminativista a la Churchland, Bunge procede certeramente reivindicando la peculiaridad ontológica sencillamente ineliminable de muchos fenómenos psicológicos (sensaciones cinestésicas o cenestésicas, propiocepción o nocicepción, actividad cognitiva superior, rememoraciones de la memoria declarativa, sea episódica, sea a su vez semántica, &c.). Cuando estos comienzan por desconocerse como si literalmente formaran parte del lenguaje pseudocientífico de la psicología folk, se estaría con ello, según nos lo advierte Bunge, abriendo a su vez el camino a tratamientos dualistas de signo espiritualista de lo psíquico entendido ahora como una sustancia mentalista. El eliminativismo, incluso en versiones tan sofisticadas como puedan serlo el conductismo lógico, o concepciones como las de D. Dennett (1995) (la conciencia no es otra cosa que la ilusión de usuario generada por el cerebro) aparecerá ahora como una alternativa en realidad inconsistente en filosofía de la mente por cuanto procedería a mutilar, de una manera tan cómoda como artificiosa, precisamente aquello que se tratará en todo caso de explicar. Y es que, por ejemplo, dando en cierto modo la razón a D. Chalmers (1995) en su reivindicación, frente a Dennett, del problema difícil de la conciencia, esto es, del problema de la ineliminabilidad fenoménica de los psicones, cabría problematizar la misma consistencia del alcance reduccionista del concepto de ilusión de usuario. Y es que no hace falta ser cartesiano para advertir la pertinencia de la siguiente cuestión: ¿qué queda del concepto de ilusión cuando se elimina el mismo rasante aparentemente mental de la propia noción de ilusión? Muy poco.

Algo muy parecido habría que decir frente a posiciones tales como las del materialismo reduccionista o fisicismo con sus correspondientes hijuelas tales como la llamada analogía del ordenador que habría dado pábulo a proyectos como el de la inteligencia artificial fuerte ya criticados con total contundencia por J. Searle (1992, 2001). Bunge señala que conceptualizaciones de este tenor adquirirían su fuerza heurística de un proceso explicativo que partiendo de las propiedades psicológicas de los sistemas nerviosos de ciertos organismos animales, remitiesen estas a las propiedades fisiológicas o físico-químicas de sus partes componentes: por ejemplo de las células que integran sus tejidos, o todavía más de sus núcleos y sus orgánulos celulares o acaso de las moléculas y los átomos que los componen.

Ahora bien, tal como Bunge se hace cargo de la situación en este punto, una tal reducción resulta gnoseológicamente inane, fruto en realidad de una suerte de error categorial en el sentido de G. Ryle (2009), y ontológicamente espuria puesto, entre otras cosas, que, al menos fuera del pansiquismo, las células nerviosas, pero tampoco sus partes integrantes tales como los cuerpos celulares, los axones o las dendritas (ni aun los átomos, electrones y neutrones, &c.) no exhiben procesos cognitivos ni aparecen dotados de sistemas perceptivos organolépticos; propiedades estas que habría en todo caso que circunscribir a los organismos dotados de sistemas nerviosos con tejidos neuronales.

Con todo, las insuficiencias manifiestas que cabe reconocer sin duda ninguna tanto en el materialismo eliminativo como en el fisicismo reduccionista no justificarían en modo alguno, al decir de Mario Bunge, tesis tan extraordinariamente desquiciadas como las del monismo pansiquista de sabor inequívocamente berkeleyano o del animismo mentalista. Sin perjuicio de su largo abolengo histórico, no salen mejor paradas las consabidas posiciones del dualismo sustancialista cartesiano remozadas en el siglo XX por el interaccionalismo de Eccles y Popper. De hecho, en su libro El problema mente-cerebro, Mario Bunge invierte buenas dosis de celo crítico en demostrar morosamente la larga lista de problemas irremontables con los que todo dualismo mentalista terminaría a la postre por encontrarse.

Estamos sin duda ante una lista apabullante. Y no se tratará tan sólo, aunque ello sin duda ya resultaría suficientemente indicativo, de dificultades de orden gnoseológico concernientes a las posibilidades de la tesis dualista ante el trámite de articularse como una hipótesis científica precisa, cuantificable y contrastable según los procedimientos habituales en los saberes psico-biológicos y neuro-científicos, ni tampoco –aun cuando de suyo esto también aparecería como definitivo– de su nulo poder predictivo o de la ausencia absoluta de capacidad explicativa por ejemplo, frente a la etiología de las enfermedades mentales o de los fenómenos más ordinarios de la psicología de la percepción. No, diríase que el principal problema del dualismo, tal y como Bunge parece entender el estatuto doctrinal de una tal concepción, residirá más bien en su imposibilidad de componerse coherentemente con la ontología general de las ciencias del presente. Y ello ante todo por una razón de extraordinario peso: el dualismo sustancialista, en particular cuando queda complementado con una suerte de interaccionalismo tan fantasmagórico como el que Descartes quiso satisfacer con su teoría de los espíritus animales, resultaría incompatible con las leyes termodinámicas de la conservación de la energía.

En este sentido, más que como una genuina tesis de orden filosófico o científico, Bunge parece concebir la posición dualista a la manera de un residuo de una visión del mundo de cuño mitológico o teológico y, en todo caso, profundamente contradictoria respecto del racionalismo científico. De ahí, según se subraya en El problema mente-cerebro, la indicativa circunstancia de que, frente al monismo materialista psico-neural defendido por el filósofo argentino, el dualismo se solidarice con el creacionismo antes que con el evolucionismo darwiniano.

2. Pars construens: el monismo sistémico emergentista

Ahora bien, si las premisas metacientíficas y ontológicas entre las que Bunge se estaría moviendo le permiten argumentar frente a toda recaída tanto en el fisicalismo reduccionista –o lo que es peor: en el franco del eliminacionismo– como en el animismo o en el dualismo, la alternativa positiva que frente a todo ello parece abrirse camino en el caso del argentino resonaría según armónicos ontológicos de aparente claridad sistémica. Si el reduccionismo comparece ahora como una alternativa enteramente impracticable, ello se deberá no tanto a que la mente constituya una sustancia espiritual diferente del cerebro, sino más bien al hecho, muy elocuente, de que los todos (sistémicos) son algo más que la suma aditiva de sus partes. Estamos ante un enfoque que parecería quedar enérgicamente corroborado en nuestros días por los ingentes desarrollos que la llamada teoría de sistemas complejos ha venido recibiendo desde los setenta por parte de marcos teóricos como los de P.W. Anderson (1972), Prigogine y Stengers (1997), Bertalanffy o Maturana y Varela (1994), entre otros muchos, así como sus múltiples aplicaciones en campos tan heterogéneos como puedan serlo la biología evolucionista, la ecología, la meteorología o los estudios sobre el lenguaje. Para el caso que nos ocupa, la tesis sistemista de Bunge adquiere las tonalidades propias de lo que el propio filósofo argentino ha conocido como monismo psico-neural. Se trata de un monismo que frente a todo tratamiento dualista de las diferencias entre mente y cerebro, se abrirá camino negándose a contemplar la mente al modo de una sustancia unitaria diferente del sistema nervioso central de los organismos vertebrados, pues la concebirá más bien como un conjunto heteróclito de sucesos y eventos realmente idénticos a las propiedades emergentes de los sistemas neurales por mucho que aparezcan habitualmente descritos de manera insuficiente o aun abiertamente errónea por los habituales predicados mentalistas, tal y como es propio de la retórica pre-científica que usamos en la vida ordinaria.

En realidad, la apuesta bungeana en filosofía de la mente en el contexto de su proyecto general para una pretendida filosofía científica, lejos de dejar intactos los predicados mentales del lenguaje ordinario, pasa por explicar deductivamente (según los esquemas del modelo de cubrimiento legal) los psicones mediante proposiciones puente que conteniendo tanto términos de orden neuro-fisiológico o en general biológico como otros de naturaleza mentalista, consigan redefinir unos a escala de los otros. Y ello en la sabiduría de que, por ejemplo, los eventos psicológico-perceptivos característicos de la visión mamífera pueden y deben quedar explicados como procesos electroquímicos de la corteza visual primaria, las áreas visuales extracorticales, el núcleo geniculado lateral, las células nerviosas foto receptoras de la retina, &c., a la manera como también los procesos cognitivos superiores –atención, memoria, procesamiento, capacidades ejecutivas, &c.– podrán definirse mediante la apelación a la activación e inhibición neuronal en la corteza prefrontal, el área de Broca o el hipotálamo.

Este punto de vista puede sonar, sí, como una reedición del viejo reduccionismo fisicalista (acaso como una modulación de la tesis de la identidad entre mente y materia) pero ello sólo sucederá cuando es a su vez recibido por las mismas premisas dualistas que Bunge ha puesto bajo su foco crítico pues en efecto, fuera de estas no parece que pueda subsistir mayor inconveniente al reconocimiento del carácter cerebral de lo que Bunge conoce como mentación, esto es, del hecho de que los sucesos mentales son propiedades cerebrales. En todo caso, es el enfoque sistémico, según el cual las propiedades psicológicas son el resultado emergente no ya tanto de una neurona individual o de una parte singular y única del sistema nervioso central en el sentido del punto privilegiado de un teatro cartesiano tan certeramente criticado por autores como D. Dennett (1995), cuanto de la coordinación sistemática de un conjunto muy numeroso, y al límite millonario, de neuronas en el contexto de un biosistema como el SNC integrado como un subsistema de otro biosistema más amplio: el propio organismo. Es cierto que los sucesos mentales son eventos de naturaleza cerebral pues desde luego no hay mentes sin cerebros, pero estos, en cuanto propiedades emergentes de un nivel psico-orgánico de la realidad asociado a la aparición evolutiva de organismos dotados de sistemas nerviosos centrales neuroplásticos sensibles a su interacción con otros subsistemas (el endocrino por ejemplo, pero también el social, &c.), sólo serán reducibles parcialmente y de un modo débil a las partes integrantes que los componen: más es diferente (Anderson 1972).

3. El monismo psiconeural emergentista: entre el monismo y el pluralismo

Pareciera que sin perjuicio de su valiosa crítica al “materialismo vulgar” fisicalista, las coordenadas ontológicas desde las que Mario Bunge procede en filosofía de la mente, oscilaran por un lado entre la pretensión de disolver (sin duda que heurísticamente) toda apelación ordinaria al lenguaje mentalista mediante su reducción a la actividad del sistema nervioso central y de otros sistemas orgánicos –y en este sentido Bunge no dejaría de estar muy cercano, a su manera, a la teoría de la identidad- y, por otro, el reconocimiento pluralista de la diversidad irreductible de niveles organizativos del universo en el sentido de la ontología sistémica. Ambas dimensiones de su posición general quedarían inmejorablemente recogidos en los dos componentes que Bunge adscribe a la tesis monista psiconeural emergentista, puesto que mientras que se reconoce que “los estados, sucesos y procesos mentales son estados, sucesos y procesos en los cerebros de vertebrados superiores”, ello no obsta para afirmar al mismo tiempo el carácter emergente de tales estados, sucesos y procesos respecto de los “componentes celulares del cerebro”. Todo sucede como si lo que se concediese al pluralismo con una mano –con la mano “emergentista” e “integracionista”, esto es, no reduccionista-, se quitase respectivamente con la otra –mediante su marco monista psiconeural de fondo–. Me parece que la razón de fondo tendría que ver con las premisas ontológicas de signo continuista que caracterizan el peculiar pluralismo bungeano.

Si no me equivoco, Bunge, y he ahí su pleno acierto en lo referente a la pars destruens, habría visto con total claridad que sin perjuicio del carácter enteramente erróneo y aun mitológico o simplemente teológico (espiritualista) del dualismo de la sustancia o del monismo mentalista, la reducción directa y completa de la actividad perceptiva, cognitiva o conductual de los organismos vertebrados a los estados celulares de sus sistemas nerviosos no nos permitiría avanzar un paso en la explicación de lo mental. Estamos ante la consabida dialéctica del reduccionismo y el constructivismo de la que dan cuenta desde perspectivas y presupuestos muy diferentes Philip Anderson (1972), Thomas Nagel (1986, 1998, 2012) o entre nosotros el propio Gustavo Bueno (1993), además del propio Mario Bunge: por mucho que el camino de la reducción completa de la psicología a la química o finalmente a la física (diríamos: del jaguar a la neurona y finalmente al quark) aparezca efectivamente como expedito dada la inexistencia de fenómenos psicológicos incorpóreos (es decir: la inexistencia de espíritus), lo que permanecerá bloqueado como una vía epistemológica y ontológicamente opaca es la reconstrucción racional de los procesos psicológicos de partida desde el nivel reductor mismo (del quark a la neurona, de la neurona al jaguar). Para solventar esta dificultad crucial del reduccionismo físico-químico, sin necesidad de abdicar por ello de sus coordenadas materialistas recayendo en el espiritualismo (que sin duda se comienza por impugnar), Bunge traza una original ontología sistemista en la que los niveles de organización más plurales quedarían integrados unos con otros y con sistemas de complejidad incesantemente superior en virtud de sus propiedades emergentes. Semejante pluralismo imbricador permitiría dar cuenta de la unidad fundamental del mundo en cuanto que sistema de sistemas, así como de la conmensurabilidad continuista de los diferentes campos científicos entre sí sin merma desde luego de su diversidad medida por la diferencia entre niveles diversos de organización de la complejidad. Por esta razón, el pluralismo ontológico y epistemológico de Bunge, fundado en la diversidad de los niveles de complejidad irreductibles entre sí, resultaría a la postre compatible con la unidad sistémica del universo y de la ciencia, solidaria de una concepción ontológica monista de fondo.

Ahora bien, ¿es esta visión sistémica de la imbricación entre lo psicológico y lo neural una solución consistente a las insuficiencias del reduccionismo y del dualismo espiritualista? Creo que la respuesta habrá que cifrarla en la propia consistencia de la noción de “emergencia” de la que depende el marco teórico de Bunge. La idea de “emergencia”, clara y distinta a primera vista, presenta un carácter principalmente metafórico –y a esta metáfora debería en gran medida su misma claridad y distinción aparente– respecto de su uso en contextos mundanos (como emergencia de un cuerpo sumergido en un fluido, por ejemplo) en los que lo emergente pre-existe desde luego con anterioridad e independencia (aunque fuese de un modo velado, por ejemplo sumergido) a su propio proceso de emerger.

Sin embargo, cuando se aplica a la evolución de la conciencia o a otros contextos cercanos en la teoría de la evolución, tales como la evolución cultural, la evolución del lenguaje o las transiciones evolutivas fundamentales, la noción de “emergencia” como alternativa a la imposibilidad práctica del modelo reductivo, exhibe un valor heurístico muy dudoso ante el trámite de explicar positivamente los canales causales por los que lo “emergido” habría terminado por “emerger”. Diríamos que la emergencia nos sitúa ante el siguiente dilema: si presuponemos que las propiedades emergidas estaban presentes, aunque disueltas, en el nivel de complejidad inmediatamente anterior, entonces el concepto de emergencia no nos ofrecerá un modelo explicativo realmente diferente del propio del reduccionismo, y si no lo estaban, entonces, apelar a la emergencia no deja de ser en el fondo una forma oblicua de postular su aparición ex nihilo tan cercana siempre a la idea teológica de creación, como en el fondo lo está el modelo emergentista de H. Bergson (1963) con su concepción de la evolución creadora. En ambos casos, la apelación a la emergencia de niveles nuevos e irreductibles de complejidad sistémica, lejos de significar una verdadera alternativa causalmente explicativa al reduccionismo o al creacionismo, representa en realidad una formulación literario-metafórica del carácter inexplicado de la novedad de las propiedades supuestamente emergentes.

Referencias bibliográficas

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Searle, J. (1995): The Discovery of the Mind. Londres-Cambridge, MIT Press.

(2001): Mentes, cerebros y ciencia. Madrid, Cátedra.

 

{*} Este trabajo constituye una versión modificada de ideas que aparecieron publicadas en el capítulo “Mente y materia: una revisión de la filosofía de la mente de Mario Bunge” del libro compilado por Antonio A. Martino, El último ilustrado. Homenaje al centenario del nacimiento de Mario A. Bunge, Eudeba, Buenos Aires 2019.

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