Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org


 

El Catoblepas, número 176, octubre 2016
  El Catoblepasnúmero 176 • octubre 2016 • página 6
Filosofía del Quijote

El Quijote no es la exaltación del triunfo del idealismo

José Antonio López Calle

Crítica general de las interpretaciones filosóficas del Quijote (III).
Las interpretaciones filosóficas del Quijote (51).

Don Quijote en una posada, Célestin Nanteuil, 1855

Una vez expuesto el examen crítico de la tesis que hace del Quijote una obra apologética, en clave alegórica, del idealismo y de don Quijote su encarnación, un examen que nos ha conducido a la conclusión de que no es así, sino que es una sátira del pseudoidealismo del que es portador un pseudocaballero, parecería que ya no queda lugar para disputar si el idealismo acaba triunfando o bien derrotado. Pero, dada la amplia difusión y repercusión que ha tenido esta disputa, merece ser analizada críticamente, aunque, por supuesto, la argumentación expuesta contra la tesis sobre la novela como un libro idealista es suficiente para condenar la mentada disputa como un pseudoproblema. Así que, para que el análisis de la disputa sea de interés y no quede tan fácilmente zanjado, supongamos que, en efecto, la gran novela es una defensa del idealismo representado por su protagonista. En tal caso, ¿puede sostenerse que es un libro constructivo que transmite el mensaje alentador de que el idealismo acaba venciendo ante las adversidades del mundo? Coma ya indicamos, la mayoría de los exegetas de la corriente filosófico-romántica dio una respuesta afirmativa.

Una respuesta así parece, sin embargo, sorprendente, pues, al menos a primera vista, parece contraria a los hechos narrados. En efecto, si don Quijote va de fracaso en fracaso en sus aventuras, con alguna salvedad irrelevante, y finalmente termina derrotado y abominando en su lecho de muerte de su pasado como caballero andante, ¿no parece lo más lógico pensar que la derrota de don Quijote, supuesto que es el estandarte y paladín del más noble idealismo, es también la derrota de éste? Esta es la principal objeción que dentro de la propia escuela filosófico-romántica esgrimían los defensores del mensaje derrotista frente a los partidarios de la moraleja del idealismo triunfante.

Conscientes de la gravedad de esta dificultad, los abogados de la interpretación del Quijote como la apoteosis del idealismo, lejos de amilanarse y dar su brazo a torcer, trataron de conciliarla con los hechos que parecen contradecirla, de suerte que les pudiera permitir seguir aferrados a ella. La principal estrategia hermenéutica adoptada, propuesta inicialmente por A.W. Schlegel y que luego gozó de aceptación general entre los adeptos a la idea del Quijote como ensalzamiento del ideal victorioso, consiste en reinterpretar las burlas de las empresas del caballero del ideal, de las que sale derrotado y malparado, no como una humillación rebajadora, sino como una humillación ennoblecedora, cuya fuerza engrandecedora lo elevan a la categoría de héroe sublime finalmente triunfante sobre la realidad innoble y brutal.

Pero esta maniobra hermenéutica, inspirada, como ya dijimos en su momento, en la teología cristiana, que interpreta lo que parece la mayor humillación de Cristo, la muerte en la cruz, como su elevación a salvador de todos los hombres y triunfador sobre el pecado, tiene poco recorrido. Querer apuntalar la exégesis simbólica de la novela como la apoteosis de la victoria del idealismo encarnado por don Quijote con más alegorismo, lejos de contribuir a clarificar su sentido, lo que hace es oscurecerlo. Cervantes no utiliza la humillación como una fuerza ennoblecedora, sino como un elemento humorístico, pues las aventuras de don Quijote concluyen en una cómica derrota que despierta la risa. A diferencia de Cristo que se rebaja haciéndose humano y sufriendo en la cruz, don Quijote, por el contrario, lejos no ya de humillarse sino sin siquiera ser humilde, empieza elevándose presentándose antes el mundo no como siendo lo que realmente es, el hidalgo Alonso Quijano, sino como siendo lo que realmente no es, un caballero andante, y que además se autoalaba frecuentemente figurándose ser un caballero de invencible brazo cuyas hazañas superarán las que hicieron los Doce Pares de Francia y los nueve de la Fama todos juntos o por separado. ¿En qué puede ennoblecer a alguien semejante actitud y comportamiento? El propio don Quijote reconocería, sin duda, que en esto no hay nobleza alguna, según se desprende de sus propias palabras, pues varias veces declara que la alabanza de sí mismo envilece, una máxima que frecuentemente infringe.

Por otro lado, ni el propio don Quijote podría aceptar que las derrotas y fracasos contribuyan a elevar a alguien a la categoría de héroe de un ideal. Podrá ser que en el caso de Cristo cuando parece totalmente fracasado haya alcanzado su mayor victoria y don Quijote, como fiel cristiano, no tiene dificultad alguna en aceptar esa paradoja de la teología cristiana. Pero como conocedor de la literatura caballeresca, que él toma como guía y norte de su vida, y como sedicente caballero andante, no puede aceptar que esa idea cristiana tenga aplicación al campo profano de la caballería andante. En efecto, según la doctrina caballeresca, para ser un héroe hay que llevar a cabo hechos extraordinarios, esto es, hazañas conforme al ideal caballeresco. Y no hay otra forma de elevarse del nivel común del hombre o caballero corriente y moliente al rango de caballero heroico. En modo alguno invalida lo antedicho el que don Quijote, aun admitiendo que no hay otra forma de ser un héroe que obrando hechos extraordinarios, se figure, no obstante, serlo. Pues esto es un engaño efecto de su locura. No obstante, incluso a él mismo, en algún momento de lucidez, ya en la parte final de la segunda parte, le asalte la duda, como cuando declara, en la aventura de las imágenes de santos caballeros, que no sabe lo que conquista con sus trabajos.

Pero no es sólo que desde el punto de vista del propio don Quijote la humillación de las derrotas y fracasos no ennoblezca; es que tampoco es así desde la perspectiva del narrador, como bien se ve, y ya hemos señalado, en el tratamiento cómico de tales derrotas y fracasos, de forma que las desventuras y golpes que padece o que hace sufrir a otros se nos presentan como simples incidentes ridículos y risibles, sin que, como ya advirtiera Auerbach, se sienta responsable de los males que se acarrea a sí mismo o a los demás, ni, en consecuencia, se inquiete por las malas consecuencias de sus actuaciones o sufra por ello ningún conflicto interior o, menos todavía, trágico, todo lo cual se conjura invocando el cumplimiento del código caballeresco o la intervención de los encantadores malévolos. Después de cada desventura e infortunio, por más malparado que haya quedado, como si nada hubiera ocurrido y sin que ello deje en él huella alguna o desazón interna duraderas, sino que más bien todo ello se relega al olvido, se levanta para emprender una nueva aventura que otra vez terminará en desventura, que igualmente será motivo de risa.

Otra estrategia defensiva, puesta en marcha por Schelling y luego usada por Hegel y muchos otros con ligeras variantes, de la tesis sobre el Quijote como un libro ensalzador del idealismo triunfante, que anima al lector a amar el ideal y a actuar conforme a él, apela a las atributos positivos del protagonista, tal como su nobleza y su ingenio o superior inteligencia, que tienen la virtud de transmutar los fracasos del caballero del ideal y los males que sufre en un elixir engrandecedor y que le hacen quedar siempre por encima de sus vulgares oponentes. En cierto modo se trata de una variante de la táctica precedente, con la que coincide en seguir viendo las derrotas y fracasos, no como algo humillante, sino como una fuerza ennoblecedora, pero ahora esta fuerza no emana de tales derrotas y fracasos que por sí mismos encierran semejante poder, sino de la elevadas cualidades morales e intelectuales que exornan a quien padece tales infortunios.

Ahora bien, la nobleza y el ingenio, por sí mismos, no engrandecen a nadie realizando obras al alcance de cualquiera y, menos aún, convierten a nadie en héroe. Se puede ser noble de carácter y, no obstante, cobarde e incapaz de obras extraordinarias, las únicas que pueden elevar a alguien a la categoría de héroe de un ideal. Por lo que respecta a don Quijote, es incuestionable la nobleza de su carácter, pero esa nobleza no es obstáculo para dejar tirado a Sancho en la aventura de su manteamiento o en la aventura del rebuzno o para que pase una noche atemorizado en la aventura de la batanes, algo que le abochorna tanto cuando descubre que su miedo había sido causado por los mazos de un batán, que prohíbe a Sancho que hable de ello por la vergüenza que le causa. Ciertamente es ingenioso, pero es irónico que la mayor cualidad de quien pretende ser un caballero andante sea una de orden intelectual, porque la cualidad que más anhela poseer un caballero andante es la valentía o el coraje, sin que por ello haya de carecer de buen entendimiento. Además, don Quijote no brilla por el uso de su ingenio en la planificación y ejecución de hazañas caballerescas sino por su extrema insensatez, pues, en realidad, como ya hemos dicho, no llega a realizar ninguna, sino pseudohazañas caballerescas, meramente imaginadas. Paradójicamente las mayores exhibiciones de su ingenio o de su inteligencia superior se producen al margen de sus pretensiones como sedicente caballero andante, cuando, provisionalmente, pasa fases de lucidez y se habla de temas ajenos a la materia caballeresca, en cuyo caso la inteligencia superior de don Quijote se convierte en un vertedero de insensateces y disparates, sin que su ingenio lo pueda impedir o frenar; lejos de ello, estando vacante su ingenio, se deja arrastrar elevándose a las mayores alturas de sus más locas ambiciones caballerescas para caer despeñado a los pies del más estrepitoso ridículo.

Tampoco es cierto que el supuesto héroe quede siempre por encima de sus vulgares oponentes. Esta tesis de la superioridad del caballero del ideal sobre sus vulgares oponentes se puede entender de dos maneras. Si se enmarca en un contexto caballeresco, la afirmación carece de sentido, puesto que en el terreno de la acción caballeresca, don Quijote nunca realiza una aventura digna de nota en que se enfrente a un oponente serio. No se enfrenta con caballeros malvados peligrosos o simplemente malhechores, aunque no sean caballeros, sino con pacíficos mercaderes tomados como caballeros, con frailes confundidos con caballeros raptores, con aspas de molino, con ovejas, etc. ¿Dónde están los oponentes serios ante los que queda por encima don Quijote? Bien sabe el lector que si don Quijote se hubiera cruzado en su camino con un oponente serio, profesional de las armas, a las primeras de cambio habría caído derrotado; pero el narrador no quiso someter a su criatura a esa humillación, limitándose a hacerle combatir contra alguien como Sansón Carrasco, que es un estudiante, novato en el manejos de las armas y que no tiene intención alguna de dañar a don Quijote, pues es su amigo a quien sólo quiere ayudar a sanar teniendo con él no un duelo real, sino un simulacro de duelo.

Si se habla de superioridad no en el terreno de la acción caballeresca, sino del discurso y la plática, entonces ciertamente hay momentos en que brilla el talento de don Quijote, pero no hasta el punto de hablar de superioridad suya siempre frente a sus rivales. En este contexto, sus oponentes lo son simplemente en calidad de adversarios dialécticos cuando la conversación deriva en un debate, no rivales con los que esté enfrentado por algún problema de la vida real en que él deba intervenir como caballero andante. Y tampoco son vulgares sus oponentes en estas lides dialécticas, sino oponentes letrados, como el cura y el barbero, el canónigo, don Diego de Miranda y su hijo don Lorenzo, Sansón Carrasco, los Duques o el caballero barcelonés don Antonio Moreno, aunque éstos últimos (Sansón Carrasco, los Duques o don Antonio) no son propiamente adversarios dialécticos, pues su consigna es seguirle la corriente a don Quijote fingiendo estar de acuerdo con él en la verdad histórica de los libros de caballerías y de su misión caballeresca, de forma que nunca discuten con él, como sí lo hacen el cura y el barbero, el canónigo, don Diego y don Lorenzo. Pues bien, advertido esto, puede decirse que en los debates sobre la literatura caballeresca y la caballería andante es evidente que todos estos personajes, especialmente el canónigo, lejos de ser oponentes vulgares, superan dialécticamente a don Quijote, a quien vemos defender de forma penosa, aunque no exenta de ingenio, la realidad histórica de los libros de caballerías y de la caballerías andante literaria de los Amadises y compañía.

Los momentos de mayor brillantez discursiva de don Quijote y de aguzado ingenio se corresponden con algunos de sus discursos o disertaciones, pero no se producen en un contexto de debate con rivales de nota, por lo que no tiene sentido en tal caso hablar de superioridad sobres sus oponentes, pues en tal situación no hay debate alguno. Tal es el caso de los dos mejores discursos de don Quijote, el de las armas y las letras, en cuyo caso, una vez concluido éste, no hay discusión, porque el auditorio, compuesto de escuchantes muy cualificados, amén de quedar admirados ante el buen entendimiento y elocuencia de don Quijote, están completamente de acuerdo con sus puntos de vista; y el discurso sobre la razones legítimas del recurso a las armas, dirigido a un auditorio no cualificado, el pueblo del rebuzno, que no se pronuncia con intención de causar debate, sino más bien con la de suscitar aceptación general.

Por tanto, atendiendo a todo lo que acabamos de exponer no puede decirse seriamente que las cualidades morales y intelectuales, como su nobleza y su ingenio, contribuyan a elevar a don Quijote a la categoría de héroe. Sin duda, lo engrandecen, pero no hasta el punto de convertirlo en un héroe, y menos aún, como pretenden los exegetas románticos y, en general, los partidarios de la exégesis simbólica, en un héroe sublime. Para llegar a serlo hacen falta grandes hechos valerosos, lo cual es más importante para un hombre de acción, tal como un caballero andante, que el poseer grandes dotes intelectuales para disertar o pronunciar discursos, que no se requieren para tal efecto; se puede ser un héroe caballeresco o un gran caballero andante con dotes intelectuales corrientes, pero no se puede llegar a serlo sin un valor o arrojo fuera de lo corriente, y esto es precisamente de lo que anda escaso don Quijote.

Una tercera estrategia diseñada para poder coronar a don Quijote como héroe del idealismo vencedor, iniciada por Valera y perfeccionada por Menéndez Pelayo y Menéndez Pidal, consiste en apelar a la noción de depuración o sublimación progresiva de don Quijote en virtud de su mejora moral como caballero del ideal y sobre todo a través de su esfuerzo inquebrantable. A medida que avanza la novela el sedicente caballero va dejando de ser un personaje paródico y burlesco para transformarse en un héroe sublime a causa de la transformación operada en él por su fe en el ideal caballeresco y el esfuerzo desplegado en su ejecución. Esta propuesta hermenéutica es, en realidad, muy afín y, en el fondo, complementaria de las anteriores, pues éstas apelan igualmente a un proceso de sublimación progresiva: no otra cosa son la elevación moral generada por los fracasos de acuerdo con la primera o el engrandecimiento del héroe en virtud de sus cualidades morales e intelectuales. Lo novedoso de esta maniobra hermenéutica es el énfasis que pone en cómo sus cualidades morales mejoran en virtud de la firme fe en el ideal de perfección caballeresca y del ánimo y esfuerzo que mantiene a pesar de las derrotas.

La primera parte de esta propuesta la suelen ilustrar los defensores de esta forma de poder presentar a don Quijote como un caballero heroico del ideal triunfante, no obstante, sus derrotas, con la confesión de éste, ya citada en otros lugares, de que «después de que soy caballero, soy valiente, comedido, liberal, cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor de trabajos, de prisiones, de encantos» (I, 50, 511). Algunos exegetas se extasían ante esta declaración, especialmente Menéndez Pidal, quien ven en ella una prueba de que don Quijote se va desprendiendo de su carácter cómico en la medida en que va cumpliendo el ideal de perfección caballeresca y, en consecuencia, sublimándose moralmente, hasta el punto de que, según Pidal, «asciende a las más puras fuentes de lo heroico», sostenido por la fe más firme en el ideal. La exégesis de Pidal y de tantos otros de este pasaje descansa en un error de fondo que conduce a otros errores. El error de fondo es no tener en cuenta la doble perspectiva narrativa del Quijote, la de su protagonista, que es una perspectiva seria, idealizadora y heroica, y la del narrador, que adopta la perspectiva cómica, realista y paródica, y en identificarse con el punto de vista de don Quijote ignorando el del narrador, de lo que es un perfecto ejemplo Menéndez Pidal.

Este error de fondo produce en cascada toda una serie de errores que invalida la exégesis precedente del pasaje. El primer yerro consiste en omitir el contexto precedente del pasaje, el cual forma parte de un largo parlamento de don Quijote en que, presa de la más delirante insania, replica al canónigo defendiendo enfervorizadamente la verdad histórica de los libros de caballerías, poniendo como ejemplo de historia verdadera la aventura de los siete castillos con personajes encantados en el fondo de un lago, a todo lo cual dedica gran parte del mismo, y lo remata con una apología de los buenos efectos morales de su lectura, la cual, amén de deleitar, mejora la condición moral del lector: «Y vuestra merced créame y, como otra vez le he dicho, lea estos libros, y verá como le destierran la melancolía que tuviere y le mejoran la condición, si acaso la tiene mala». Y tras estas palabras, viene el pasaje citado en que don Quijote se pone a sí mismo como ejemplo de la manera como la lectura de los libros de caballerías mejora la condición humana y, en su caso, además de la lectura, el haberse convertido en caballero andante.

Pues bien, estos solos antecedentes textuales bastan para anular cualquier tentación de tomarse en serio las pretensiones de mejora moral expresadas por don Quijote en el pasaje de su confesión. Sabemos que el canónigo, en el debate con don Quijote sobre los libros de caballerías y demás asuntos literarios, es el vocero de la posición del propio Cervantes y que éste condenaba los libros de caballerías tanto por razones literarias como morales, en resumidas cuentas por ser mala literatura y por ser dañinos moralmente para el lector. Por tanto, ¿tiene algún sentido tomarse en serio la declaración de don Quijote sobre el beneficioso efecto moral de este género literario sobre sí mismo cuando ello es contrario a lo que el narrador sostiene?

Además, la confesión de don Quijote es en sí misma inconsistente, producto de un estado de exaltación generado por la enfermedad caballeresca que padece. Menéndez Pidal no tiene en cuenta que hay que desconfiar cuando el sedicente caballero habla bajo los efectos de su extraña locura caballeresca y que sólo se le puede tomar en serio cuando habla en sus intervalos de lucidez, que sólo se producen cuando no aborda cuestiones de caballerías; y que esa desconfianza ha de ser mayor por el hecho de que no es el narrador o terceros personajes, como sucede en la literatura caballeresca, quienes elogian las virtudes de los héroes caballerescos, cuya humildad les impide incurrir en tamaña falta, sino el propio don Quijote, que infringe el deber de un caballero de ser humilde y el que lo hace, según el mismo admite en otros lugares, se envilece. Pero dicho esto, sorprende que un exegeta tan ilustre no se vea sacudido por los disparates del hidalgo manchego al decir, en la parte final de su declaración, que ha sido sufridor de prisiones (confunde el hecho de haber sido enjaulado para llevarle a su casa con la prisión sufrida por un caballero víctima de un pérfido caballero que lo encierra en un castillo o fortaleza) y de encantos.

No menos falso es lo que dice sobra la adquisición de una serie de virtudes tras hacerse caballero andante. Primero de todo, no es un caballero andante, salvo en su delirante cabeza, por lo que no puede haber mejorado como efecto de algo que no es. Aun en el supuesto de que fuera caballero, tampoco es verdad que haya mejorado moralmente. Centrémonos sólo en las virtudes caballerescas más relevantes. Se engaña al figurarse ser ahora valiente. Recuérdese una vez más la aventura de los batanes en que hace el más estrepitoso ridículo pasando una noche atemorizado ante un posible enorme peligro, que resulta ser el ruido de los mazos de un batán.

Tampoco se ha vuelto más liberal o generoso por ser un sedicente caballero andante. Estamos aquí ante uno de los mitos más persistentes sobre don Quijote, el que lo ve como la encarnación del idealismo más sublime por su alta generosidad. Algunos, como Benjumea, casi entraban en éxtasis al cantar su generosidad y el carácter generoso de sus aspiraciones. Pero quienes se han expresado así parecen ignorar la verdadera naturaleza de un caballero andante, el cual, según los libros de caballerías, no hace el bien y repara agravios simplemente por ayuda a los demás sin esperar nada a cambio, que es lo que sería un comportamiento liberal o generoso, sino que lo hace por la esperanza de recibir una recompensa a cambio, no en forma de una salario o sueldo, sino en una triple forma, una física, consistente en la apropiación de los despojos o botín de los rivales y enemigos derrotados para así enriquecerse, en el incremento de su hacienda y la conquista de territorios; una fama moral, consistente en el reconocimiento público de sus hazañas, esto es, la gloria de la fama, y el matrimonio con la dama a la que ama; y finalmente, una forma mixta, a la vez física y moral, al término de su carrera como caballero andante, que es la herencia de un reino o imperio que gobernar, normalmente como heredero del trono de la dama amada, que suele ser una princesa, tal como la princesa Oriana en el Amadís, hija del rey Lisuarte de Inglaterra, tras cuyo matrimonio con Amadís, éste es proclamado el nuevo rey sucesor de Lisuarte por sus grandes obras como caballero andante y especialmente a favor del rey Lisuarte.

De hecho, el propio don Quijote, como lector adicto a los libros de caballerías, sabe muy bien todo esto, sobre lo que habla en muchos pasajes de la novela. Sin ir más lejos, en el contexto posterior de la confesión de marras, que tampoco llama la atención de Menéndez Pidal y otros exegetas por el grado de enloquecida exaltación caballeresca en que cae el sedicente caballero que debería llevarles a dudar de sus pretensiones de mejora moral, don Quijote, enardecido por su delirio caballeresco, expresa su fe en, gracias al valor de su brazo (y, por supuesto, al favor del cielo y a una fortuna no contraria) en llegar a ser en pocos días rey de algún reino o tener ocasión de hacerse emperador. En otros lugares se refiere a las otras formas de recompensa que preceden a esta recompensa final, que ha de coronar su carrera como caballero andante. De la gloria de la fama trata en numerosas ocasiones, ya desde el primer capítulo de la novela.

Del botín no se habla tanto, quizá porque el narrador lo da por sentado como algo sabido del público de su tiempo, que bien como lector o como escuchante estaba al corriente de ello por los libros de caballerías, pero a ello alude expresamente, no obstante, en la aventura de los molinos, en la que don Quijote, antes de empezar la batalla contra los que él se imagina ser desaforados gigantes, declara que piensa quitarles la vida, «con cuyos despojos comenzaremos a enriquecer, que ésta es buena guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra» (I, 8, 75); de ahí que, a partir de entonces, Sancho, buen discípulo de su amo, se crea con derecho a despojar de sus bienes a los presuntos adversarios con que éste figura encontrarse por los caminos de la Mancha, aunque ello sucederá pocas veces y no porque don Quijote derrote a algún malvado caballero, sino porque confundirá a personas inocentes con malandrines, como sucederá, por ejemplo, en la aventura de los encamisados, en la que después de arremeter don Quijote contra unos sacerdotes confundidos con maléficos caballeros que han herido o muerto a un caballero transportado en litera, Sancho desvalija una acémila bien abastecida de alimentos.

De su esperanza en aumentar su hacienda gracias a sus victorias como caballero andante habla, en casa de los Duques, en una conversación con Sancho, a quien dice, nuevamente en un estado de exaltación caballeresca: «Advierte que hemos llegado a parte donde con el favor de Dios y valor de mi brazo hemos de salir mejorados en tercio y quinto [al máximo] en fama y en hacienda» (II, 31, 787).

Lo antedicho no debe entenderse en el sentido de que un caballero andante, a causa de la recompensa recibida, que es su paga, no pueda ser generoso. De hecho puede serlo, como puede serlo cualquier persona en su oficio o profesión, si no se limita a cumplir con ella, sino que se desvive en ella realizando sus tareas o algunas de ellas con tal entrega que va más allá de lo que recibe como estipendio o recompensa y, en realidad, lo hace aunque ese plus de dedicación no sea recompensado, y en ese sentido cabe distinguir entre los que meramente cumplen con su trabajo y aquellos en que, si no siempre, no pocas veces lo hacen con generosidad.

Pero en sí misma la profesión de caballero andante no implica generosidad, como tienden a interpretar los exegetas que ven a don Quijote como arquetipo de la generosidad por el hecho de que busque hacer el bien intentando deshacer agravios y reparar injusticias. Como hemos dicho en otros lugares, el oficio de caballero andante que pretende desempeñar don Quijote reúne tareas hoy separadas que corresponde realizar a la policía, a los militares y a los tribunales de justicia, pues un caballero andante es a la vez juez que decide qué parte tiene razón y a la que defiende, policía y militar. Pues bien, al igual que no tiene mayor sentido decir que un policía, un militar o un juez sean generosos por su contribución al triunfo del bien y de la justicia en la sociedad de turno, pues reciben una retribución económica por ello en forma de sueldo, y sólo podrían ser generosos en su oficio en el segundo sentido de generosidad que acabamos de definir, tampoco lo tiene calificar de generoso a quien, como don Quijote, practica la profesión de la caballería andante, por la cual se recibe también una retribución económica y más que económica o se espera recibir, aunque sea de un orden diferente a la de un sueldo.

En realidad, cuando don Quijote confiesa ser liberal y generoso tras abrazar la profesión de caballero andante (cosa que, en realidad, no ha ocurrido, salvo en su magín trastornado), se refiere a un tipo de liberalidad o generosidad rebajada, que no es la de quien ayuda al desvalido o necesitado sin esperar nada a cambio, sino simplemente porque lo necesita, sino la liberalidad o generosidad que se opone a la tacañería, la de quien, habiéndose enriquecido mediante sus éxitos como caballero andante, distribuye parte de su riqueza, de sus bienes y hacienda, entre los más próximos y allegados que han combatido con él y contribuido a sus victorias, como retribución a sus servicios. Así Amadís, tras su victoria militar final contra los enemigos del rey Lisuarte y a punto ya de abandonar la carrera de caballero andante y convertirse en el sucesor de Lisuarte en el trono de Inglaterra, reparte liberal o generosamente una parte de sus posesiones, de los territorios conquistados, entre sus colaboradores, entre los que se cuenta su escudero Gandalín, a quien le entrega la Ínsula Firme. Del mismo modo, don Quijote espera ser liberal o generoso en este sentido rebajado cuando llegue a ser rey o emperador con Sancho, a quien, siguiendo el ejemplo de Amadís, espera darle una ínsula o condado, Todo esto lo dice don Quijote en muchos pasajes, entre ellos en el texto inmediatamente posterior a su confesión de marras, que vale la pena citar:

«Y...pienso, por el valor de mi brazo..., en pocos días verme rey de algún reino, adonde pueda mostrar el agradecimiento y liberalidad que mi pecho encierra. Que, mía fe, señor [su interlocutor el canónigo], el pobre está inhabilitado de poder mostrar la virtud de liberalidad con ninguno, aunque en sumo grado la posea, y el agradecimiento que sólo consiste en el deseo es cosa muerta, como es muerta la fe sin obras. Por esto querría que la fortuna me ofreciese presto alguna ocasión donde me hiciese emperador, por mostrar mi pecho haciendo bien a mis amigos, especialmente a este pobre de Sancho Panza, mi escudero, que es el mejor hombre del mundo, y querría darle un condado que le tengo muchos días ha prometido...» I, 50, 512

Aunque obviamente, como no llega a alcanzar nunca una de tales dignidades, ni siquiera a enriquecerse, no tiene ocasión de mostrarse liberal y agradecido con Sancho en compensación por sus servicios como escudero y, por tanto, tampoco se puede decir que sea generoso en este sentido rebajado. La generosidad de don Quijote con Sancho no pasa, pues, de mero deseo y, en consecuencia, aplicando sus propias palabras, es sólo una cosa muerta. En suma, don Quijote no es generoso en ningún sentido relevante de la palabra, ni en este sentido rebajado y menos aún en el principal como entrega desinteresada a los demás. Dicho de otro modo, don Quijote no es un filántropo ni la caballería andante que pretende restaurar es una organización humanitaria: el ideal de hacer el bien e instaurar la justicia no se pone en práctica por sí mismo, porque en sí mismo sea lo recto, por puro altruismo, sino por una retribución que se desea y espera recibir, sin la cual un caballero andante no movería un dedo.

Para terminar con la declaración de marras, hemos de añadir que los exegetas que tanto la aprecian parecen ignorar que, al terminar la dilatada plática entre el canónigo y don Quijote justo poco después del anuncio por parte de éste en el pasaje citado de su esperanza de alcanzar la más alta dignidad política y así recompensar a su escudero, es el propio narrador el que tacha todo lo dicho por el sedicente caballero de «concertados disparates», pero además se molesta en enumerar algunos de los desatinos que más habían llamado la atención del canónigo, entre los que el narrador señala «la impresión que en él habían hecho los libros de caballerías» (I, 50, 13). En suma, la confesión de marras, en la que se refleja, «la impresión que en él habían hecho los libros de caballerías», es uno más o una parte de los concertados disparates de don Quijote, una manifestación de su singular demencia caballeresca.

Hay otro pasaje que invocan algunos exegetas, como Menéndez Pidal, como prueba de la transformación paulatina de don Quijote en un héroe del ideal y, por tanto, como defensa de la idea sobre el Quijote y de don Quijote, lo que viene a ser lo mismo, como ensalzamiento de la victoria del idealismo. Se trata de un pasaje, en que, en el curso de una réplica al eclesiástico que oficia de consejero de los Duques y en presencia de éstos, el protagonista de la novela formula en estos términos su ardiente defensa de su labor misional en pro del ideal caballeresco, que Menéndez Pidal interpreta como una restauración de la pureza del ideal caballeresco y de la caballería como instrumento para implantarlo:

«Yo he satisfecho agravios, enderezado tuertos, castigado insolencias, vencido gigantes y atropellado vestiglos;...mis intenciones siempre las enderezo a buenos fines, que son de hacer bien a todos y mal a ninguno: ... si el que esto obra, si el que desto trata merece ser llamado bobo, díganlo vuestras grandezas, duque y duquesa excelentes». II, 32, 793-4

Esta declaración es del mismo corte que la anterior, por lo que gran parte de lo que hemos expuesto como crítica de la exégesis filosófico-romántica en la línea de la exaltación del idealismo vale contra ésta y, por tanto, nos limitaremos a un escueto comentario crítico. Como en el caso precedente, también aquí se ignora el contexto de la solemne declaración de don Quijote, que la pronuncia en un momento de vibrante exaltación caballeresca, tras haber sido amonestado por el eclesiástico y haberle recomendado que vuelva a su casa y se ocupe de su hacienda luego de haberle oído decir toda una sarte de disparates, como que hubo y hay caballeros andantes y que él lo es, que ha vencido gigantes, apresado follones y malandrines y que Dulcinea está encantada, transformada en la más fea labradora imaginable. Todo esto constituye una advertencia de que no debe tomarse en serio lo que diga don Quijote en este estado de exaltación caballeresca, efecto de su locura, que le arrastra a reiterar la misma sarta de disparates en la declaración citada.

A los exegetas, como Menéndez Pidal, les conmueve la primera parte del texto, en que empieza diciendo que ha satisfecho agravios y enderezado entuertos, pero sorprende que cuando comienza a hablar de haber vencido gigantes (que no son otros que molinos) y atropellado vestiglos (los molineros enharinados de la aventura del barco encantado a los que se ha imaginado ser vestiglos) ello nos les haga retroceder. En cuanto a sus buenas intenciones, baste con decir que, como dice el dicho, el infierno está sembrado de buenas intenciones y tal es el caso de don Quijote, cuyas buenas intenciones con frecuencia se traducen en malas obras. Y lo de malas obras nos lleva a regresar a su creencia errónea de haber satisfecho agravios y enderezado tuertos, pero, como sabe le lector que ha seguido la historia de don Quijote, lejos de resolver agravios y enderezar tuertos, en el mejor de los casos no ha sido así y, en el peor de los casos, ha sido él el que, esos sí por culpa de su locura caballeresca paródica de las caballerías andantescas, ha causado nuevos agravios o tuertos, como el agravamiento del mal trato sufrido por Andrés, que recibe más azotes tras la marcha de don Quijote, los galeotes liberados (por lo que más adelante será perseguido con mandamiento de prisión por los cuadrilleros, aunque a la postre no será encarcelado atendiendo a su locura, pero aun así finalmente el cura tendrá que pagar una multa), los golpes recibidos por los clérigos de la aventura de los encamisados y, más gravemente aún, la pierna quebrada con que deja a uno de ellos, etc. No hay, pues, razón alguna para calificar a don Quijote como restaurador de la pureza del ideal caballeresco y de la caballería como instrumento para hacerlo triunfar; lo que él quiere restaurar es el ideal y la caballería meramente literarios y nada puros de los libros de caballerías.

Sólo queda analizar críticamente la segunda parte de la tercera estrategia, en la que se hace hincapié en el ánimo y esfuerzo desplegados por don Quijote como la manera en que se eleva a la categoría de héroe y en que el ideal se enaltece. Es obvio que, aun supuesto que don Quijote por su ánimo y esfuerzo merece considerarse un héroe, se puede sostener, no obstante, la tesis contraria de que, en cambio, el ideal no se enaltece, sino que se escarne o deviene derrotado. Ésta última es la interpretación, por ejemplo, de Ortega en su «Meditación del Escorial», como ya vimos en su momento. Pero otros, como Menéndez Pidal, piensan que la fuerza del ideal se sobrepone a los defectos de la realidad porque, aparte de las cualidades morales ya comentadas, como su liberalidad, don Quijote es el «héroe de esfuerzo nunca doblegado ante la mala ventura», aun siendo flaco y enfermo; porque su esfuerzo hace de él un «nuevo Amadís», que, por más abatido que caiga bajo el peso de la vulgar realidad, se levanta movido por una aspiración nobilísima al ideal (cf. «Un aspecto en la elaboración del Quijote», en Visiones del Quijote desde la crisis española de fin de siglo, pág. 206).

Pero quienes razonan así para erigir al sedicente caballero en un héroe a través de cuyo esfuerzo indomable se enaltece el ideal olvidan varias cosas importantes. En primer lugar, que el narrador jamás le reconoce a su criatura semejante talla heroica por sus supuestos esfuerzos, por lo que parece poco probable que vea en ellos mérito alguno y más probable que los considere como disparates o necedades. En segundo lugar, que es el propio don Quijote el que proclama poseer un ánimo esforzado: «Bien podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo será imposible» (II, 17, 677), una proclama no exenta de presunción, con lo que una vez más incurre en el vicio de la autoalabanza; piénsese que además la hace cuando apenas si lleva unos dos meses ejerciendo de sedicente caballero andante, un periodo de tiempo muy insuficiente para valorar el esfuerzo y ánimo de una persona en una actividad de larga duración, como es la que corresponde realizar a un caballero andante. En tercer lugar, que el lugar en que lo hace, en la aventura de los leones, es uno de los momentos de mayor exaltación caballeresca del personaje, cuyo comportamiento es ridiculizado por el narrador y estimado por don Diego de Miranda como una muestra de desatino y temeridad («¿Y qué mayor temeridad y disparate que querer pelear por fuerza con leones»). En cuarto lugar, que el esfuerzo, como ya señalamos en otro lugar, no convierte a nadie en héroe, si no va acompañado de obras valerosas admirables, y menos aún cuando ese ánimo esforzado es absurdo y desatinado, porque no tiene otra fuente motriz que la locura. En quinto y último lugar, el ánimo esforzado de don Quijote no sólo no genera grandes hechos, sino que sus hechos, en el mejor de los casos, son sólo ridículos y, en el peor, empeoran las cosas creando nuevos agravios. Por tanto, no puede decirse seriamente que el ideal se vea enaltecido por alguien cuyo ánimo esforzado tiene tales resultados

Para finalizar este examen crítico de la propuesta hermenéutica de la depuración o sublimación progresiva de don Quijote que lo eleva a la categoría de héroe, para así salvar la victoria del ideal sobre lo real, hemos de añadir una última observación crítica sobre un aspecto o implicación de ella que aún no hemos considerado. Nos referimos a que esta táctica hermenéutica entraña el supuesto o consecuencia de que don Quijote paulatinamente va dejando de ser un personaje paródico, cómico y ridículo para transformarse en personaje serio y héroe de veras. Pero, como ya establecimos en otro lugar (cf. «El Quijote, sátira de la caballería, El Catoblepas, nº 81, Noviembre, 2008), se trata de una tesis falsa, en contradicción con el material literario. No se puede decir, como hace Valera, que don Quijote es a la vez cómico y paródico y serio y heroico, pues ello equivale a defender la contradicción; y si para salvarse de la contradicción, se dice, como lo hace Menéndez Pelayo, que es cómico y paródico en la primera parte de la novela, pero no en la segunda, en la que se produce la eliminación de la faceta ridícula y risible del personaje, para elevarse a la categoría de campeón heroico del ideal triunfante sobre la realidad innoble y prosaica, se incurre en falsedad flagrante; y también se incurre en ella si este proceso de despojamiento de la cáscara de lo ridículo y paródico se adelanta, como hace Menéndez Pidal, a la primera parte, al capítulo veinticinco, en que don Quijote decide seguir el modelo de la penitencia de Amadís, para ascender a partir de entonces al rango de paladín heroico del ideal que se sobrepone a la real. Todas estas alternativas, dentro de la misma estrategia hermenéutica, son contrarias a los hechos porque don Quijote, desde el primer capítulo de la novela, hasta el último, en el cual recupera su faceta seria, aunque no heroica, al recobrar la cordura, al precio de abominar de los libros de caballerías y de su pasado como pseudocaballero andante, es concebido como figura cómica, paródico y risible, sin perjuicio de que en sus intervalos de lucidez se nos presente como figura seria que aborda los asuntos ajenos a la materia caballeresca de forma razonable y sensata.

Desde el principio hasta el final de la novela don Quijote es tratado por el narrador, como establecimos en otro lugar, con todos los registros del humor, desde la más fina ironía hasta los extremos del humor grotesco o negro (véase el final de la crítica de la interpretación de Menéndez Pidal en «El Quijote, sátira de la caballería»). Contra Menéndez Pelayo y Menéndez Pidal, lo mismo sucede en la segunda parte, donde asistimos al despliegue de la más fina ironía en las pláticas en la casa de los Duques entre éstos y la pareja inmortal, pero también el humor grotesco e incluso negro en episodios como el de los gatos con cencerros lanzados a don Quijote, el de la manada de toros que pisotean a la pareja inmortal, el de la pelea entre señor y escudero, que tanto escandalizaba a Unamuno, o, ya en el camino de vuelta al hogar tras la derrota en Barcelona, el de la piara de cerdos que pasa por encima de don Quijote y Sancho dejándolos magullados.

Y contra Menéndez Pidal, no ocurre que la parte más paródica quede relegada a los primeros capítulos de la novela, hasta el séptimo, y que a partir de entonces el protagonista se depure progresivamente, produciéndose un salto cualitativo a partir del veinticinco en adelante, pues, entre el capítulo siete y el veinticinco, están algunas de la aventuras más paródicas y divertidas de la novela (la de los molinos de viento, la de los rebaños, la de los batanes, etc.), incluyendo episodios de humor negro, en que don Quijote es golpeado y apedreado hasta perder piezas dentales, haciéndose acreedor al título puesto por Sancho de Caballero de la Triste Figura, y del veinticinco hasta el final de la primera parte igualmente abundan, amén de la ironía en las conversaciones con el cura y el barbero, con Dorotea o la fingida princesa Micomicona, etc., los episodios en que lo cómico adquiere la dimensión de lo grotesco o del humor negro, como en el del colgamiento de don Quijote de una ventana, el de su enjaulamiento, el de su pelea con el cabrero Eugenio ante la presencia de la comitiva que lo acompaña a casa, sin que ninguno de los miembros de la comitiva intervenga para separarlos, sino que lo toman como un espectáculo hilarante.

En resumen, fallan estrepitosamente las tres estrategias hermenéuticas examinadas, que, en el fondo, vienen a decirnos, como señala algún exegeta, tal como Benjumea, que la victoria del ideal que don Quijote encarna es puramente moral, aunque caiga casi siempre derrotado y finalmente termine fracasando. Pero hablar de victoria moral del ideal cuando las derrotas y fracasos de quien supuestamente lucha por el triunfo de éste son precisamente, si se supone que don Quijote es justamente la encarnación del ideal, que es ante todo moral, derrotas y fracasos morales, carece de sentido y no es más que pura verborrea.

 

El Catoblepas
© 2016 nodulo.org