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El Catoblepas, número 170, abril 2016
  El Catoblepasnúmero 170 • abril 2016 • página 4
Los días terrenales

La contemplación evadida: Miles Davis y la melancolía de Kind of Blue

Ismael Carvallo Robledo

Sobre Miles Davis y Kind of Blue. La creación de una obra maestra, de Ashley Kahn, ALBA Editorial, Barcelona, 2011, 340 páginas.

Para Yuko Fujino.

[Kind of Blue. La melancolía de una nación.]

Evans pergeñó claramente sus ideas con bolígrafo azul en tres hojas de papel de carta. A juzgar por la fluidez de su escritura parece que la redacción fue bastante espontánea; Townsend apenas retocó nada. La única frase que no se utilizó en el álbum fue la afirmación final de Evans, una repetición de una frase previa: «Tal vez aquellos que tengan el oído fino captarán algo que escapa a la contemplación».
Ashley Kahn.

I

Quincy Jones dijo alguna vez que en un hipotético caso, en el que llegara a desaparecer todo rastro que sobre la faz de la tierra existiera del jazz, ese género tan único y, sobre todo, tan estrictamente norteamericano, de modo tal que fuera imposible tener noticia de reliquia alguna a través de la cual les fuera posible saber a los hombres lo que fue todo aquello, bastaría con escuchar Kind of Blue para poder comprender en su totalidad, y en toda la potencia del esplendor que pudiera cifrarse en una fórmula de belleza, perfección y equilibrio tan absolutos, lo que fue.

El disco se grabó en dos sesiones, corriendo el año de 1959. En marzo la primera y al mes siguiente la segunda. Era muy difícil que quienes participaron en ellas tuvieran consciencia plena de lo que ocurrió, y de la trascendencia de la ceremonia a la que juntos asistían más allá del proceso mismo de configuración musical en el que todos eran soberanos, razón por la cual para ellos no haya sido quizás otra cosa, tal vez, más que una grabación añadida a la lista de trabajo. Acaso haya sido Bill Evans el que pudo haber percibido algo, reiterándolo inconscientemente, es posible, en la repetición de esa frase que borrara después el productor general, según la cual en todo aquello había algo que escapaba a la contemplación. Algo que escapaba a la contemplación, nos quiso decir dos veces Bill Evans.

Y es que efectivamente terminó siendo eso: una ceremonia de solemnidad matinal y de especial nobleza, que resumió la historia entera -desde el punto de vista social, racial, artístico y musical- de la cultura norteamericana hasta esos momentos, y que llegaba en ese par de sesiones a la altura de una de sus cúspides más altas, llamada a permanecer como referente para todos los tiempos por venir. Una sola persona, un solo nombre resume todo ese proceso histórico, estético y comercial, saturado de genio refulgente y esfuerzo, y preñado de potencialidad artística multiplicada por seis. Béla Bartok, Alban Berg y Prokofiev habrían de ser sincopados junto con Dizzy Gillespie, Charlie Parker y Ahmad Jamal, así como por Gershwin y Debussy, en una ecuación armónica de refinamiento exquisito puesta en acto por la banda que él y solo él convocó. Toda la juventud, toda la arrogancia, todo el genio, todo el estilo le pertenecían a este trompetista nacido en Alton Illinois en 1926. El líder -entonces de treinta y tres años- de un sexteto al mismo tiempo efímero y eterno es el responsable y el vector fundamental de ese disco magnífico y sereno e irrepetible, y que refractó a alta presión lo mejor del siglo XX en un compacto aproximado de cuarenta y cinco minutos de duración nada más: Miles Davis.

En una sociedad partida en dos por el conflicto racial, un negro se levantaba deferente y soberbio como el símbolo indiscutible de lo mejor y más elaborado y más elegante que pudo haberse producido en los Estados Unidos, y que en Berlín sería recibido como miembro de una casa real. Era histórica y estructuralmente imposible que eso ocurriera en Europa: Miles Davis y el jazz configuran una de las herencias más grandes e insustituibles que al mundo ha dado América. Fue una síntesis perfecta y poderosa de la música europea y el resto de los géneros no europeos, pero producida, con sello propio, fuera de ella. Quien no ha escuchado este disco dispóngase a hacerlo y me entenderá.

Porque cuando Kind of Blue se grabó, algo misterioso ocurrió en la historia de la música moderna, pues registró de manera casi plástica y como que sin querer queriendo y sin mayor ensayo previo, ésta es la cuestión, la melancolía de una nación. El ciego propósito de la avalancha humana empujada como río hacia el mar por el laberinto de calles con arreglo al cual está dispuesta la cartografía de Nueva York, esa ciudad-metáfora de la vida moderna al mismo tiempo orgullosa, cruel, efímera y cambiante, amasijo proteico de industria, poder y ambición, hervidero absurdo de esperanzas y secretos agolpados y desvanecidos por millones en el tiempo, y de elegancia fracasada; cruce accidentado de cosas grandes y pequeñas, piadosas o estúpidas y también hermosas, fue evadido con el garbo otoñal y displicente de una silenciosa hoja agitándose en octubre por una recatada sucesión de cinco piezas pergeñadas en un par de reuniones de trabajo, interpretadas fuera del caos urbano y con lánguida naturalidad de día moribundo en cuya configuración advirtió Bill Evans algo que no obstante, y pese a todo, se escapaba, según nos quiso decir, de la contemplación humana: So What, Freddie Freeloader, Blue in Green, All Blues y Flamenco Sketches.

Pero no era una evasión o escapatoria burguesa lo que ahí aconteció. No era la vanguardia como huida del mundo. Tampoco era una manifestación del arte como protesta rupturista con el orden establecido, o el intento torpe y cansino de defender a como dé lugar la música de los «pueblos originarios». Se trataba de la apropiación -sin mayor aspaviento- de lo más refinado que musicalmente existía en el mundo de la alta cultura pero por un grupo de músicos provenientes, salvo Bill Evans, de una minoría racial en una sociedad escindida hasta la médula.

Era la puesta en operación del ideal de Lenin (y para estos efectos también la de Vasconcelos, que se inspiró en Lunacharski), que una vez en el poder político de Rusia no cerró las academias de ballet sino que las hizo públicas, inoculando la belleza en todo el mundo para que luego salieran todos, a la calle, a buscarla -por aquello de que, quien busca la belleza, es porque la lleva dentro-, trabajando en orden a la cristalización del objetivo estratégico, tan arduo, tan importante y tan difícil de lograr (y esto es algo que entendió a la perfección John le Carré cuando escribió La casa Rusia), de propiciar una dinámica social en virtud de la cual la gente, en las calles de San Petesburgo o en cualquier barrio moscovita, tuviera por lo menos un cierto o vago interés por leer a Nietzsche o Dostoievski, o que, como quiso siempre Gramsci, también, procurara leer no ya cualquier novela policial, sino las que escribía Chesterton.

Mucho -si no es que todo- de lo que vino después dentro del jazz fue detonado por lo que en esas grabaciones ocurrió, y cuyo radio de influencia llegaría hasta Bob Dylan, Sting, los Doors o Carlos Santana, y que se aprecia hoy, a toda plenitud, en el genio pianístico de un Héctor Infanzón o de un Mario Patrón Jr., en la improvisación vigorosa y de aristocrática bravura de Diego Maroto, en el elaborado magisterio de Enrique Nery, en la belleza abarcadora de todos los sentidos de Esperanza Spalding o en el prodigio tristemente desaparecido, por morir a tan temprana edad, que fue Austin Peralta (1990- 2012).

2 de marzo y 22 de abril de 1959. Quienes participaron en aquéllas sesiones históricas -John Coltrane, Bill Evans, Paul Chambers, Jimmy Cobb, Julian «Cannonball» Adderley y Wynton Kelly (que participó en una sola pieza del disco)- brillaron con luz propia al instante (ese mismo año, en grabaciones de mayo y diciembre, grabaría Coltrane Giant Steps) pero con una intensidad nueva, transformada cualitativamente y potenciada para siempre, sin vuelta atrás, a partir de ese disco, desplegando órbitas musicales y artísticas que aún hoy en día, luego de más de medio siglo transcurrido, nos siguen estremeciendo -o por lo menos así sucede para quien se deja- como si se tratara de la más exquisita, compleja y contemporánea vanguardia.

Miles Davis mismo grabaría inmediatamente después, entre fines del 59 y marzo del 60, junto con Gil Evans, uno de los álbumes más importantes de la historia de la música del siglo XX; clásica y elegante síntesis musical en donde se entrelazan Norteamérica y España con algo de Mahler y Ravel alrededor de Joaquín Rodrigo, y en donde se trasluce la verdadera grandeza -por omniabarcadora- del jazz como el género de los géneros musicales la clave definitoria del cual se esconde en el hecho de ser el ámbito creativo en donde el poderío intuitivo del artista se nos manifiesta como el triunfo de una vida destilando belleza duradera en el acto puntual y único de la improvisación: Sketches of Spain, prefigurado y anunciado ya en Kind of Blue (atiéndase, para los efectos, a Flamenco Sketches, que es la pieza final del disco).

El simbolismo de todo se incrementa exponencialmente por el hecho de haberse grabado ese disco en una iglesia ortodoxa abandonada, en el número 207 Este de la calle 30 de Nueva York, al este de la Tercera Avenida y a la sombra del Empire State Building. Era el legendario Estudio de la calle 30, que es donde Columbia Records -algo así como la Standard Oil de la música- tenía sus instalaciones de grabación. Pero más que una revelación teológica, lo que ahí ocurrió fue -como si dijéramos- una revelación artística, configuradora de una nueva forma de manifestación del ritmo de la belleza.

Fundada en 1888, Columbia es la disquera más antigua del mundo, en efecto, y fue pionera en producir grabaciones como alternativa a los cilindros de fonógrafo, además de haber presentado al mercado, en 1948, el LP como formato para la música grabada, cambiando con ello el curso de la historia de la música en el mundo entero.

Una mañana de diciembre de 1999, en el tramo final del siglo, el historiador y periodista musical Ashley Kahn ingresaba a las instalaciones que en la Décima Avenida tenía otra empresa o emporio, algo así como la Chevron de la música: Sony Music, que en 1988 había adquirido a Columbia Records. Estaba a punto de asistir a otra ceremonia solemne, constitutiva del paciente oficio del historiador.

II

El técnico colocó con delicadeza el carrete marrón rojizo, una cinta de media pulgada, en la grabadora fabricada especialmente para reproducir cintas de archivo de tres pistas. Se detuvo un momento y me preguntó si estaba listo. (¿Listo? Llevaba semanas excitado esperando este momento.) Apretó el botón de «play».

La cinta se escurrió por entre los cabezales y oí la voz de Miles Davis y de su productor, Irving Townsend, el sonido reconocible al instante de la trompeta de Miles, el tenor de John Coltrane, el alto de Cannonball Adderley, y a los otros músicos. Oí cómo ensayaban sus riffs [frase de dos o cuatro compases que se repite] armonizados y empecé a acostumbrarme al ritmo del proceso de grabación. Algunos técnicos que sabían que ese día íbamos a escuchar los másters se acercaron y se sentaron en una silla sin hacer ruido, o se quedaron de pie en un rincón escuchando.

Así nos introduce Kahn en esta narración, ofreciéndonos detalladamente la exposición del proceso de reconstrucción historiográfica de una atmósfera a la vez artística, social, industrial y comercial, sobresaturada de registros y claves que, de alguna manera, aceleraron el tiempo -para utilizar la metáfora de Barenboim-, y en medio de la cual tuvo lugar la condensación de un punto de inflexión en la marcha general de la cultura norteamericana. Las cintas que comenzaba a escuchar con el cuidado y dedicación inminente y nerviosa de un historiador mezclado con arqueólogo fueron la reliquia a partir de la cual redactó un libro apasionado y hermoso, que se lee con deleite y gozosamente y que no quieres soltar, porque es un libro lleno de fidelidad por el arte, la música y el jazz, un libro perfecto: Miles Davis y Kind of Blue. La creación de una obra maestra, editado en 2001 por Da Capo Press de Boston como Kind of Blue: The Making of the Miles Davis Masterpiece, y presentado en español por Alba Editorial de Barcelona, en 2011, con traducción de Víctor Obiols.

Se trata de una investigación telescópica, que comienza la reconstrucción de las cosas con la llegada de Miles a Nueva York, siguiendo su trayectoria musical hasta acercarse íntimamente, toma a toma, a las dos sesiones de grabación de ese disco-resumen de toda una época.

¿Cómo se comunicaba la banda mientras creaban aquella música inmortal?; y si es verdad que Kind of Blue cambió la historia del jazz para siempre, ¿en qué sentido lo hizo?, se pregunta Kahn como detonador intelectual de su pesquisa histórica.

Una posible respuesta podría ser ésta: lo hizo en el sentido de ofrecerse como espacio de objetivación de la sustancia poética de esta obra de arte mediante su cifrado en una ecuación, organizada por la visión de un temperamento tan intimidante e impositivo como el de Miles Davis, con una densidad de variables a tal grado elaboradas y de refinamiento tan perfecto, y similares a las de la música clásica por cuanto a su complejidad constructiva porque era ella, precisamente, su fuente nutricia fundamental, y trabajadas además en el contexto económico-productivo donde la tecnología estaba catapultando la industria de la música hacia nuevos derroteros creativos, de producción y comerciales, que dibujó en ese instante un arco temporal en función del cual la influencia de la música interpretada estaba llamada a tener una consistencia de perduración canónica, como ocurrió con lo que hicieron Bach o Mozart o Beethoven, que pareciera -si se me permite ponerlo así- que están fuera del tiempo, que son siempre contemporáneas, que nunca suenan a viejo, que son, literalmente, clásicas -y si algo adquiere el estatuto de clásico es porque está fuera y por encima de las modas-.

Es una suerte de coyuntura problemática, en la que la genialidad de la génesis de una obra de arte se actualiza todo el tiempo a lo largo del despliegue de su estructura. Es decir, que génesis y estructura, no siendo separables, tampoco son disociables, lo que nos recuerda aquél planteamiento problemático, también, de Carlos Marx, expuesto en su Introducción general a la crítica de la economía política de 1857 cuando, en el apartado final, sobre 'El arte griego y la sociedad moderna’, nos dice que

«la dificultad no consiste en comprender que el arte griego y la epopeya estén ligados a ciertas formas del desarrollo social. La dificultad consiste en comprender que puedan aún proporcionarnos goces artísticos y valgan, en ciertos aspectos, como una norma y un modelo inalcanzables».

El grado de abstracción logrado en Kind of Blue nos revela una síntesis de proporciones casi perfectas (yo hubiera omitido Freddie Freeloader) entre las partes de la obra y las diversas determinaciones (sociales, tecnológicas, comerciales, artísticas) en el seno de cuyo entrecruzamiento quedó registrada para todos los tiempos como verdadera anunciación de un nuevo estado sonoro, definidor de una de las direcciones fundamentales de la música futura.

Pero desde luego que nada de esto ocurrió como resultado de un designio metafísico o divino, sino, sencillamente, como resultado de la visión del líder, Miles Davis, para escoger en el momento preciso a las personas adecuadas para abrirle paso a una tendencia fundamental que, de no haber sido por esa selección, y por esa orquestación general, se habría diluido irremediablemente en el barullo azaroso de la vida y el trabajo en el que todos estaban inmersos. En esto estriba el genio de Miles, que si bien no fue un prodigio técnicamente hablando como lo fueron otros, tuvo el poder intuitivo, la astucia dialéctica, la capacidad de abstracción y, sobre todo, la seguridad y la proyección artísticas como para saber cuál es el momento exacto para llamar y convocar a los mejores en orden a crear la obra correcta, y exprimir y agotar en su ejecución, con un estilo de coordinación escueta, indicativa e impresionista, el potencial de cada uno de los miembros de la banda y del conjunto en general para terminar por dar vida, en efecto, a una verdadera obra maestra.

Si examinamos la obra de Miles se nos revela un visionario musical que equilibra sus limitaciones personales con un espíritu expansivo e intrépido. Miles no podía lanzarse a interpretar con la furia virtuosista a base de registros agudos como la de Dizzy Gillespie, pero podía aquilatar la profundidad emocional de una melodía con economía e intensidad. Era autodidacta y no tenía el bagaje de teoría musical o la preparación estricta de conservatorio que había tenido el compositor de jazz George Russell y el pianista Bill Evans. (Ashley Kahn, Miles Davis y Kind of Blue, p. 33.)

Cuando esto se da en la historia, y desde luego que puede no darse en absoluto y durante mucho tiempo -porque de nada hay garantía en los asuntos humanos-, toda una generación y toda una época encuentran la síntesis de su expresión artística en una persona, en un grupo, en una obra determinada, que, al tiempo de resumir y perfeccionar lo existente, expande también -y sobre todo- los horizontes creativos y de configuración general pero porque pone de manifiesto algo así como una corriente oculta, disuelta en el ambiente pero todavía sin poder ser racionalizada o plasmada, o sistematizada, latente, intuida solamente, en potencia, deseando ocurrir pero sin poder hacerlo todavía hasta que se da, cual alumbramiento catedralicio, la feliz ocasión que propicia con claridad y naturalidad mozartiana la convergencia de los artistas que acuden a la convocatoria en cuestión y ponen en acto lo que hasta entonces era solamente una potencia intuida o contenida.

En el caso de Kind of Blue,lo que ocurrió fue que la secuencia de estilos jazzísticos se reorganizó y aceleró a partir de la introducción -por Miles y ese grupo tan especial- del jazz modal en la corriente del bebop protagonizada por Dizzy Gillespie y Charlie Parker, catalizando la bifurcación que pondría de un lado al cool jazz o West Coast jazz (Chet Baker, Stan Getz, Gerry Mulligan), prefigurado ya en The Birth of the Cool (1954) y caracterizado por la sustracción del blues como base rítmica y por la relajación orquestal y estilística, acercándose más a la vanguardia impresionista europea, precisamente, y del otro lado al hard bop o East Coast jazz (Coltrane, Adderley, Paul Chambers, Sonny Rollins, Art Blakey, Horace Silver, etc.), que irrumpió como una reacción -digamos- al cool, en la que se procuró revitalizar el género mediante el expediente de recuperación, con más fuerza expositiva, de sus bases de blues y góspel, derivando con los años en una renovación expresionista, experimental y de fusión representada por el funk, el soul y, en general, por el post-bop (Wayne Shorter, McCoy Tyner, Herbie Hancock, Weather Report, Miles Davis mismo con sus incursiones en el jazz-rock, etc.).

La exasperación armónica y melódica que se desplegó en todas estas direcciones en grupos y proyectos que llegan hasta nuestros días, y que enriquecieron de manera definitiva la música de la segunda mitad del siglo XX en prácticamente todos sus expresiones hasta nuestros días mediante la mezcla de los géneros con esa especial y única técnica de la «música de improvisación», quedó encapsulada en ese disco en la presentación del cual Bill Evans nos dice, definiéndonos al hacerlo el núcleo esencial del jazz, esto:

Hay un arte visual japonés en el que el artista es forzado a ser espontáneo. Debe pintar en un delgado pergamino estirado con un pincel especial y pintura de agua negra de modo tal que cualquier pincelada forzada o interrumpida puede destruir la línea trazada o romper el pergamino. Las borraduras o los cambios son imposibles. Estos artistas deben practicar una disciplina particular, que es la de permitir que la idea se exprese a sí misma en comunicación con sus manos de un modo tan directo que la deliberación no puede interferir.

La imagen resultante carece de la complejidad de composición y de texturas de la pintura ordinaria, pero se dice que aquellos que miran bien encuentran algo ahí que escapa la explicación.

Esta convicción de que la acción directa es la más significativa de las reflexiones, me parece, ha producido la evolución de la extremadamente severa y única disciplina del músico de jazz o de improvisación.

La improvisación grupal es un reto más grande aún. Al margen del complicado problema técnico del pensamiento colectivo coherente, está la muy humana y hasta social necesidad de simpatía entre todos los miembros para lograr la convergencia en un resultado común. Esta dificultad tan problemática, creo yo, es bellamente abordada y resuelta en este disco.

Así como el pintor necesita su pergamino como marco, el grupo de música de improvisación necesita su marco en el tiempo. Miles Davis presenta aquí marcos que son exquisitos en su simplicidad pero que contienen todo lo que es necesario para estimular la ejecución con una referencia directa a la concepción original.

Miles concibió estos arreglos unas horas antes nada más de las fechas de grabación, y llegó con bocetos que indicaron al grupo lo que iba a ser tocado. De modo que escucharán aquí algo muy cercano a la pura espontaneidad en las ejecuciones. El grupo no había tocado nunca estas piezas antes de las grabaciones, y creo sin excepción que la primera interpretación completa de cada una fue una «tocada». (Kind of Blue, notas de presentación del disco, en contraportada, por Bill Evans, traducción libre I.C.)

Atiéndase a los términos utilizados por Bill Evans para referirse al oficio en cuestión, cuando dice que se trata de la disciplina del músico de jazz 'o de improvisación» («the jazz or improvising musician»), lo que es como decir, en otras palabras, que el jazzista no es otra cosa que un improvisador. Además de esto, en Kind of Blue, lo tenemos dicho, se incorpora la excepcionalidad -señalada también por Evans- de que las piezas grabadas se ejecutaron sin mayor ensayo previo, apuntadas tan solo como pinceladas impresionistas a través de los bocetos minimalistas de Davis de modo tal que la intuición creativa y la soberanía técnica de los miembros de la banda eran la única base de la que habría de depender en su totalidad la composición del disco, como espontaneidad pura y dura, precisamente, para decirlo con Bill Evans.

Daniel Barenboim, en conversación con Edward Said (Parallels and Paradoxes, Vintage Books, Nueva York, 2004), hace una puntualización que para los efectos que aquí nos conciernen resulta iluminador en más de un sentido -sobre todo porque de lo que ellos hablan es de la música sinfónica o «clásica», en su acepción más amplia-, pues para él la diferencia entre un ensayo y la ejecución radica en el hecho de que el ensayo sirve

«para asegurarse de que lo que uno considera erróneo, ya sea en el fraseo o en la acentuación, no ocurra en la ejecución... Y creo yo que el examen y la observación de la fenomenología del sonido es extremadamente importante en el ensayo, y especialmente en una orquesta...porque la partitura no es la verdad. La partitura no es la pieza. La pieza es cuando de hecho la conviertes en sonido» (p. 33; traducción libre y énfasis añadido, I.C.)

Barenboim, hablando de la música «clásica» en función de las relaciones entre el ensayo y la ejecución orquestal, nos da -según vemos- el complemento necesario para redondear la definición que del jazz nos ofrece a su vez Bill Evans, pues además de ser un género de ejecución que gravita en torno de la improvisación, lo hace también desde la premisa de que no hay, ni puede haber, notas falsas o en falso (en las antípodas de la música sinfónica), que es en realidad lo que ya en el bebop dejaron establecido Charlie Parker y Gillespie, y que en Kind of Blue llegó a su registro más sutil y exquisito.

«La estrategia de Parker de «o nadas o te ahogas» casaba bien con la filosofía de Miles del «miedo como reto»... Más tarde se citaba esta frase de Miles: «No hay notas falsas en jazz». Lo que quería decir, obviamente, es que puedes construir belleza a partir de algo que parece sonar incorrecto o discordante.» (Kahn, Kind of Blue, p. 38)

El liderazgo intuitivo y detonador de Miles Davis es entonces lo que resulta ser aquí decisivo, además de fascinante. Un liderazgo de tipo nuevo, quizá, que no podía verificar, a través del ensayo o la memorización de partituras, o de la ya clásica dinámica de «la prueba y el error», las equivocaciones en la interpretación, sino que dependía por entero de su capacidad de detonación creativa, como catalizador visionario de la improvisación, potenciando al máximo ese deseo de fijar en el molde de una forma indestructible un solo momento o una serie de aspectos de la belleza en movimiento, con una elocuencia sonora que, luego de resplandecer, pasa y se va, deslizándose como arena entre las manos, llenando de sonido organizado un espacio de tiempo transcurrido entre el silencio inicial y el inevitable silencio final entre medio del cual tiene lugar la experiencia musical que con este disco, según nos lo va contando paso a paso Ashley Kahn en este libro, tuvo en su historia, desde Norteamérica, una de sus más inolvidables manifestaciones, y acaso de las más discretas. Y no olvidemos que ocurre luego que, el que pasa más discretamente, es el que deja la huella más imborrable.

No recuerdo muy bien cuándo fue que escuché por vez primera este disco magistral y ciertamente melancólico. Pero lo que sí sé es que, luego de haberlo hecho, la música ya no fue desde entonces, para mí, lo mismo. No sé si eso te resuelve la vida. Creo que en realidad te la hace problemática, lo cual no es bueno ni malo. Y es que luego pasa que habiendo conocido la belleza, no haces otra cosa que buscarla todo el tiempo. La gran belleza, sí. La búsqueda de la gran belleza como cuestión fundamental del arte que se transforma entonces en un problema, porque no está en todos lados; la belleza no está en todos lados ni se encuentra fácilmente, y la búsqueda se extiende entonces hasta el infinito, haciéndote sentir que, o bien es inalcanzable o inencontrable, o que te cruzaste ya, quizá, con ella, y no te diste cuenta o se te escapó o se desvaneció para no volver. Lo que te hace lamentarlo con una melancolía permanente que te hace insoportable, de alguna manera, para los demás. Me parece que algo como esto es lo que plantea Sorrentino en su película La grande belleza (2013), esa otra obra maestra el comentario de la cual nos trasladaría ya a otro plano de análisis.

Lo único que, en todo caso, te queda como consuelo, es la creencia de que, en el arte, los milagros existen. Y si existen es porque se hacen. Se hacen por los hombres. Y entonces continúas con la búsqueda, como si se tratara del desciframiento de un misterio. Esa búsqueda, me parece a mí, es la que te mantiene en pie. Porque sabes que los milagros se pueden hacer. Porque crees, la marcha no tiene fin. Y porque sabes que hay algo que se escapa a la contemplación que todavía se puede encontrar. Y entonces sigues. Quien no ha escuchado Kind of Blue,dispóngase a hacerlo y me entenderá.

[Coltrane, Adderley, Davis, Evans. La contemplación evadida.]

 

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