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El Catoblepas, número 118, noviembre 2011
  El Catoblepasnúmero 118 • diciembre 2011 • página 1
Artículos

Evolucionismo y naturaleza humana: hacia una reformulación de la biopolítica

José Andrés Fernández Leost

El siguiente trabajo plantea hasta qué punto resulta lícito extraer orientaciones politológicas de los resultados de la psicología evolucionista

Evolucionismo y naturaleza humana: hacia una reformulación de la biopolítica

A Paloma, de quien tanto he aprendido

I. Introducción

En las últimas décadas{*}, a raíz de los avances que, en el contexto del darwinismo, se han venido produciendo en los campos de la genética y de la etología, se ha reactivado el debate secular sobre la influencia de la naturaleza y el entorno en el comportamiento humano, polémica que ha repercutido en el delicado asunto de la definición de la naturaleza humana. El surgimiento de una nueva corriente académica, la psicología evolucionista, ha revitalizado los interrogantes en torno a los determinantes biológicos que condicionan nuestra conducta, proponiendo un enfoque que –sin caer en los excesos de la sociobiología–, repercute sobre los presupuestos desde los que operan las ciencias humanas. La cuestión está a su vez vinculada con la controversia que suscitan los efectos que la biotecnología pueda tener en la evolución de la especie humana. En el presente texto, nos limitaremos a presentar las líneas generales por las que se desenvuelve el debate, uno de cuyos hitos –cuando menos, desde un punto de vista divulgativo– cabe localizar en la publicación del libro de Steven Pinker, La tabla rasa (2002). La importancia de esta obra radica en plantear el tema desde una doble perspectiva, especialmente fecunda por las consecuencias que depara. Puesto que si, por un lado, el autor se afana en delimitar un conjunto de rasgos propios de la especie humana desde, diríamos, un ángulo ontológico marcado por el evolucionismo; por otro, como corolario de sus conclusiones –desde un ángulo ahora epistemológico–, pone entre paréntesis la metodología tradicional de las ciencias sociales, la cual, al dejar de lado las contribuciones de las ciencias naturales (y la reformulación que de lo humano desprenden), malogra el avance que podrían desarrollar, caso de abrirse a estas, perpetuando en cambio una desconexión miope. Por último, el interés del asunto se redobla habida cuenta de las implicaciones ideológico-políticas que remueve, es decir, debido a la hipótesis que considera que a una determinada definición de la naturaleza humana corresponde un modelo dado de sociedad política. En lo que sigue analizaremos estas cuestiones, poniendo de relieve el alcance y las limitaciones de la psicología evolucionista, y descifrando hasta qué punto resulta lícito extraer orientaciones politológicas de sus resultados.

II. Parámetros de discusión

La perspectiva evolucionista desde la que se ha forjado la cuestión que nos ocupa pide obligadamente la acotación de un marco teórico que encuadre las líneas de debate, a falta del cual careceríamos de puntos de referencia para avanzar en nuestros razonamientos. En este caso, la teoría evolutiva darwinista nos proporciona unas bases científicas imprescindibles para penetrar subsiguientemente en terrenos que –a tenor de sus implicaciones filosóficas (éticas, antropológicas, epistemológicas, &c.)– desbordan el campo de estudio del que parten.

II.1. El darwinismo como teoría evolutiva

A fin de explicar la teoría del evolucionismo vamos a atenernos a la exposición que D. Alvargonzález presentó en 1996 desde coordenadas gnoseológico-materialistas{1}. Su texto, centrado en dar cuenta del estatuto científico del darwinismo{2}, opta desde el primer momento por distanciarse de una interpretación no gnoseológica del darwinismo, esto es, no preocupada por escrutar su estructura científica, o que restringe tal cuestión al estudio de determinados aspectos (psicológicos, sociológicos, &c.) los cuales, aun arrojando cierta luz sobre los procesos contextuales que alumbran la génesis de una ciencia, no alcanzan (sea o no su intención) a descifrar la dinámica interna de la misma, a través de la que se pudieron organizar sus elementos cara a lograr su cristalización categorial.

No por eso Alvargonzález deja de subrayar la importancia que, respecto al evolucionismo, han podido tener ciertos estudios no gnoseológicos, entre los que destaca concretamente el trabajo de Howard E. Gruber (Darwin sobre el hombre. Un estudio psicológico de la creatividad, 1974), el cual, a través de la revisión de los cuadernos de notas y la correspondencia de Darwin, es de enorme utilidad para reconstruir su pensamiento, su método de trabajo y los hitos que van jalonando sus descubrimientos. Por otra parte, no es cuestión de descartar por completo el enfoque sociológico, máxime cuando desde este nos situamos en la plataforma oportuna para examinar la polémica sobre la autoría del concepto de «selección natural». Alvargonzález nos recuerda cómo Wells, en 1818 y Matthew en 1831 ya expusieron el mecanismo que regula la evolución biológica (punto que Darwin llegó a conocer en vida), por lo que, cuando menos desde un punto de vista sociológico, la novedad de la teoría de Darwin podría quedar atenuada. Ahora bien, precisamente este hecho nos estaría demostrando la necesidad de acogernos a una interpretación gnoseológica, toda vez que la selección natural en Wells y Matthew aparece como un indicador confuso, inserto en un contexto teórico no pertinente, es decir, sin la capacidad para erigirse como un principio sobre el cual pivote la constitución de un teorema científico{3}.

No obstante, desde un ángulo gnoseológico también nos topamos con varias alternativas, puesto que no existe un prisma neutral desde el que discriminar lo que es ciencia de lo que no: ello dependerá de cómo se entienda la relación entre los hechos empíricos y las teorías que los sistematizan, materia y forma (respectivamente) desde las que se conforman las ciencias. Cómo es sabido, el materialismo gnoseológico se decanta por una visión circularista del funcionamiento de las ciencias, según la cual hechos y teorías quedan entrelazados en una relación de acople o interdependencia mutua (codeterminación) desde la que se construyen circuitos operatorios que desembocan en esquemas de identidad, de cuyo cruce a su vez resultan los teoremas científicos en forma de identidad sintética sistemática{4}. Esta perspectiva se encuentra en las antípodas del llamado adecuacionismo, a partir del cual las ciencias se entienden en términos de correspondencia (isomorfismo) entre las teorías y los hechos. Por descontado, queda asimismo rechazada toda apuesta que vuelque sobre algún polo de dicho par el contenido veritativo de la ciencia. Por tanto, el materialismo gnoseológico descarta las conclusiones a las que desde su falsacionismo pudo llegar Popper, quien de hecho no otorgaba estatuto de cientificidad al darwinismo. Pero también se aleja de la interpretación canónica de E. Mayr, quien interpreta el darwinismo según un esquema de ajuste entre hechos e inferencias teóricas; así como de la visión de Magí Cadevall (La estructura de la teoría de la evolución, 1988) basada en la gravitación de las aplicaciones de la teoría evolucionista sobre su núcleo central, a la que por añadidura axiomatiza sin caer en la cuenta del giro que la propia teoría de Darwin supuso sobre la lógica de clases, rebasando la lógica linneana entre géneros y especies. Volveremos sobre ello más adelante.

En su lugar, desde la teoría del cierre categorial se propone una lectura del darwinismo como un modelo regido por la dinámica de la selección natural, que implica la descendencia con modificación, en el que convergen múltiples materiales heterogéneos extraídos de disciplinas ya en curso. Obviamente –reconoce Alvargonzález–, Darwin no compuso su obra recogiendo arbitrariamente sus materiales; lo que aquí se sostiene es que su mérito de cara a la verdad científica consistió en sistematizar los resultados de esferas de estudio dispares, haciéndolos confluir a la luz de su tesis nodal. Más aún, es en el encaje y reajuste de todos ellos donde se cifra la objetividad de su teoría. Concretamente –tal y como documenta el trabajo de Gruber–, Darwin recurrió a los sistemas de clasificación utilizados en morfología, anatomía y fisiología, a partir de los cuales se perfilaban semejanzas y diferencias entre los organismos que permitían idear la hipótesis de su origen común. Orientado hacia tal hipótesis, Darwin extrajo asimismo pruebas de la geología, la paleontología y la bio-geografía: de particular relevancia se muestra la ascendencia de los Principios de geología de Lyell (1830-1833), trabajo en el que se manifestaba –desde el análisis de los registros fósiles– la relación que operan los cambios en la superficie sobre la distribución geográfica de los organismos y las modificaciones que sufren. Por último, se destacan dos disciplinas que, aun concernientes a ámbitos externos a la biología, produjeron un notable impacto sobre las investigaciones de Darwin. En primer lugar, aparecen las técnicas de selección artificial aplicadas sobre la mejora animal y vegetal que –tal es la tesis de Alvargonzález– contribuyeron, por analogía, a la modelación del concepto de selección natural. Por otra parte, el estudio sobre poblaciones, que la obra de Malthus expresa con plenitud, condujo a Darwin a valorar el papel de la lucha por la supervivencia, justamente –a falta ahora de un criador que seleccione (un demiurgo selector)– como proceso natural de la regulación selectiva.

Con probabilidad –admite Alvargonzález–, el mismo Darwin no se reconocería en esta interpretación: su autoconcepción gnoseológica (influida por el pensamiento de William Whewell y John Herschel) encajaría mejor con el esquema del isomorfismo (elaboración de teoremas que se corresponden a una realidad acabada, desvelándola) y, concretamente, sintonizaría con la metáfora del abanico formulada por M. Ruse (La revolución darwinista, 1979), es decir, con el diseño de un modelo que recoge «en abanico» las aportaciones de las distintas disciplinas científicas mencionadas, cuyo «centro de giro» radicaría en la lógica de la selección natural. No obstante, desde la gnoseología materialista la sistematización de los diversos materiales se entiende más bien en función de las relaciones transversales entre los distintos cursos operatorios, lo que vuelca el peso de la teoría evolucionista no tanto en su dimensión lógico-formal, cuanto en las «posibilidades operatorias y constructivas de los materiales con los que está forjado el teorema».

Seguidamente Alvargonzález pasa, ya en la última parte de su texto, a calibrar la solidez del darwinismo de acuerdo con los avances que ha conocido desde su aparición, solidez ratificada ante todo por el empuje que la llamada teoría sintética ha suministrado, aunando darwinismo, biología molecular y genética de poblaciones. No puede pasarse por alto la importancia que supuso el desarrollo de la teoría celular: la célula, erigida como unidad funcional de todo organismo, permite según sus procesos reproductivos consolidar la inmanencia (cierre) del campo biológico: omnis cellula ex cellula, según la fórmula de Virchow. Tal teoría propició a su vez el establecimiento del principio de Weissman, crucial para el evolucionismo, con el que quedó definitivamente sepultado todo rastro de lamarckismo, toda posibilidad de transmisión hereditaria a través del soma. En adelante, la teoría sintética contribuyó a ligar el principio darwiniano de transformación de unas especies en otras con el principio mendeliano de mantenimiento de sus características, delimitando al tiempo las premisas del neodarwinismo, de acuerdo con las cuales las unidades de variación son los genes, las unidades de selección los organismos y las unidades de evolución las especies.

No obstante –expuesta ya la carga gnoseológica del evolucionismo–, el éxito del darwinismo puede conducir a dos grandes riesgos o reduccionismos. Por una parte, aparece el riesgo de la reducción descendente, consistente en restringir, vía genocentrismo, los fenómenos biológicos a términos físico-químicos{5}. Por otro lado, se abre la posibilidad del reduccionismo ascendente, a través de la reproducción del darwinismo al campo socio-cultural, tal y como –más allá de la obra de H. Spencer–, sugiere la sociobiología de E. O. Wilson o la hipótesis memética de R. Dawkins{6}. De dichos riesgos daremos cuenta en el curso del presente texto. Subrayemos por nuestra parte cómo ambos brotan de la misma raíz: la marcada lógica adaptacionista que rige la presión selectiva, punto sobre el cual continúan suscitándose controversias.

II.2. El neodarwinismo en cuestión

La situación presente de la biología evolutiva, viene caracterizada por la distinción entre la historia de la evolución, según la cual todos los organismos proceden –con modificación– de un origen común, punto que nadie rebate; y la teoría evolutiva, que explica tal proceso histórico mediante la acción de la selección natural, responsable de la variabilidad genética de las especies, y cuya mayor o menor incidencia en el cambio evolutivo es objeto de discusión{7}. El paradigma de la denominada teoría sintética, o neodarwinista, cuya tesis principal estriba en recalcar la selección natural como principal motor de la evolución (T. Dobzhansky, 1937: Genetics and the Origin of Species; E. Mayr, 1942: Systematics and the Origin of Species) se ha visto cuestionado por las dudas que existen en torno a las fuentes de la variabilidad genética y al ritmo –gradual o discontinuo– del curso de la evolución. Así, los avances en paleontología extraídos del estudio de registros fósiles condujeron a S. J. Gould a postular la teoría del equilibrio puntuado o interrumpido, que rechaza el gradualismo en beneficio de la hipótesis de periodos de estatismo combinados con modificaciones rápidas (revoluciones genéticas). A ello le acompaña una crítica al programa adaptacionista, que incide en la posibilidad de que acontezcan cambios evolutivos sin pasar por el trámite de la selección natural{8}. Lo que nos recuerda que el proceso de deriva genética, como mutación neutra del ADN de las poblaciones (sin efectos en la supervivencia ni en la reproducción), llegó a considerarse como principal fuerza del cambio evolutivo{9}. Más allá de la postura de Gould –cuyo calado no cabe subestimar, ante todo por el bloqueo que supuso ante las pretensiones de la sociobiología{10}–, el descubrimiento de los genes Hox (encargados del control de los organismos pluricelulares e implicados tanto en el diseño del cuerpo como en la activación de otros genes) también ha puesto en entredicho el modelo ortodoxo{11}.

Ciertamente, las anteriores consideraciones han sido en parte reabsorbidas desde la propia teoría sintética, toda vez que uno de sus máximos representantes, J. Maynard Smith, no ha eludido el examen de aquellos hitos evolutivos (desde el origen del código genético hasta la aparición del lenguaje, pasando por la génesis de los organismos pluricelulares) que desde su perspectiva parecen quedar sin explicación, al implicar transiciones cuya complejidad desborda la hipótesis gradualista{12}. Merece destacarse también el encaje de la teoría endosimbiótica de L. Margulis –que propone el paso de las células procariotas a las eucarióticas– con el darwinismo{13}. Al menos, por cuanto tras la fusión que Margulis postula entre los genomas de organismos que han evolucionado por separado –acontecimiento simbiótico accidental en el que sitúa la causa de la variabilidad genética{14}– se hace imprescindible el concurso de la selección natural.

Abundando en la controversia levantada por el neodarwinismo, P. Insua{15} ha analizado desde la misma perspectiva materialista que Alvargonzález los mecanismos de transformación evolutiva de los organismos, llamando la atención sobre los excesos de la teoría sintética (en línea con lo indicado por Gould, o Lewontin, entre otros){16}. De lo que se trataría por tanto –tal es su objetivo– es de encajar al darwinismo en sus «justos límites», sin desplazarlo a contextos infra-orgánicos o supra-orgánicos. A este respecto, la primera tarea estriba a su juicio en marcar distancias frente la lectura genética del darwinismo, fundamentalmente frente a la visión propugnada por Dawkins{17}, de acuerdo con la cual pareciera que los organismos no son más que unos canalizadores o receptáculos orientados estrictamente a facilitar la conexión y replicación de los genes, y que incluso el medio entorno no es más que una realidad producida por la actividad genética, algo así como un «fenotipo ampliado». Según este enfoque, las respuestas adaptativas de los organismos no juegan papel alguno en el proceso evolutivo. Sin embargo este reduccionismo –tal y como insistía Gould–, supone que la unidad de selección deje de ser el organismo y pase a ser el gen (que en rigor representa sencillamente la unidad de variación).

Aclarado este punto, el objetivo siguiente de Insua consiste en resolver la tensión anteriormente apuntada entre el principio darwiniano de transformación de las especies y el principio mendeliano de mantenimiento de las características. Tal y como vimos, la base categorial de la biología reside en la inmanencia reproductiva de los vivientes, lo cual garantiza su principio de continuidad o, vale decir, bloquea la posibilidad del emergentismo: todo ser vivo procede de otro ser vivo de la misma clase. La cuestión es que la teoría del origen común de las especies obliga a proceder a un reordenamiento de la cadena causal genealógica tal que pide la transformación de unas especies (clases) a partir de otras, provocando una revolución tanto biológica como lógica. De hecho, la dinámica de descendencia con modificación implica que una especie pueda considerarse a su vez –a partir de las variaciones que se desencadenarán en sucesivas generaciones–, como género de nuevas especies{18}. Así, el contacto reproductivo actúa simultáneamente como principio de conservación de la especie (Mendel), tanto como principio de transformación (Darwin). La explicación de este doble proceso se debe a la existencia de variedades dentro de las especies que determinan finalmente las modificaciones, mediante una concatenación íntimamente ligada al origen común de los organismos, pero que asimismo debe apelar a un principio nuevo: el de la selección natural en el contexto de la lucha por la supervivencia. Sólo así puede entenderse que la categoría biológica no sea fijista (no este acabada, ni sea per-fecta), y sólo así cabe articular la continuidad causal de los organismos con su discontinuidad estructural. Pues bien, según expone Insua, al igual que Alvargonzález, Darwin dio con las razones de la variabilidad de los organismos y de su subsiguiente transformación, observando y tomando como modelo las técnicas de la selección artificial utilizadas por ganaderos y agricultores.

La clave de la transformación se encontraría en la selección acumulativa de determinadas variaciones que, en cuanto leves diferencias individuales, aprecian los criadores en ciertas variedades de las especies. En virtud de sus intereses, mayormente mercantiles, estos propician el mantenimiento y acumulación de tales variaciones (morfológicas, fisiológicas, o incluso etológicas) privilegiando el contacto reproductivo entre las variedades que las posean, y bloqueando la reproducción de las variedades carentes del rasgo (fenotipo) seleccionado. Bajo este sistema, se produce entre la descendencia una presión selectiva dando lugar a nuevas generaciones de variedades con una fuerte caracterización –determinada por el criterio selectivo–, que acaba desembocando en la modificación de la especie. Ante este método, cuyos resultados son fehacientes, Darwin sugirió la tesis de una selección natural, cuya dinámica, aun análoga a la de la técnica artificial, responde a causas distintas, debido ahora a la ausencia de un criador que ejerza como selector. Las causas hay que encontrarlas en las propias condiciones de lucha por la supervivencia, en la que los organismos mantienen «relaciones de mutua coinfluencia». El paso de un tipo de selección (artificial) a otro (natural) recoge el desplazamiento de un tipo de procesos operados en el plano fenoménico (los del criador que discrimina y selecciona) a otro tipo de procesos que desbordan los límites organolépticos en los que se desenvuelve el criador, alcanzando el grado de esenciales, científicamente objetivos –sin que por ello las unidades de selección pasen a ser infra-orgánicas{19}. Esto, como remarca Insua, es lo que llevará a Darwin a priorizar, dentro de la teoría evolutiva, la importancia de las condiciones de existencia: «la ley de las condiciones de existencia es la ley superior; pues mediante la herencia de las variaciones precedentes y de las adaptaciones comprende a la ley de la unidad de tipo» (El origen de las especies).

III. La irrupción de la psicología evolucionista

III.1. Premisas de una nueva disciplina

Al hilo de su historia interna, los rendimientos procedentes del darwinismo que ahora nos interesa estudiar radican en la configuración de una nueva disciplina que enfatiza en los efectos que el evolucionismo conlleva sobre los planos epistemológico y antropológico, heredando las tesis de la óptica sociobiológica, aun corrigiendo sus abusos: nos referimos a la psicología evolucionista, desde donde se ha desarrollado una hipótesis para explicar el comportamiento sexual, social o lingüístico humano en clave adaptacionista. Básicamente, la idea consiste en sostener que nuestra conducta está prefigurada por un conjunto de mecanismos psicológicos universales, conformados evolutivamente durante el periodo del Pleistoceno (el periodo comprendido entre hace 1.800.000 y 10.000 años). Fue entonces –según esta corriente– cuando el cerebro de nuestros predecesores (cazadores-recolectores) modeló una serie de respuestas funcionales orientadas a la supervivencia de la especie. Hay que subrayar que los mecanismos adaptativos de los que se habla reflejan el efecto del proceso de hominización sobre la conducta humana (periodo que representa el 99% de nuestra historia natural): no se trata pues de una adaptación a las condiciones sociales del presente, sino de la presión selectiva ejercida sobre nuestros ancestros.

La disciplina parte de la distinción, común al reino animal, entre la conducta aprendida y la no aprendida. Dentro del comportamiento no aprendido se insertan los instintos, puesto que, aun originados en interacción con el ambiente, configuran patrones de conducta difícilmente modificables en la experiencia individual. Pero lo crucial del asunto radica en la conducta aprendida, en tanto es una extensión de la no aprendida, que la condiciona: por consiguiente, nuestro aprendizaje, sujeto al diseño de nuestra estructura cerebral (resultante de la evolución), debe interpretarse en clave adaptativa. El trabajo de Barkow, Cosmides y Tooby, The Adapted Mind (1992) plantea esta línea de investigación, explicando cuestiones como la selección de pareja, la adquisición del lenguaje o la cooperación social como respuestas que se han constituido al hilo de la evolución. Por tanto, desde este planteamiento queda reformulada al cabo la distinción entre conducta instintiva y conducta aprendida, puesto que si por un lado la primera –determinada genéticamente– sienta sus bases ancestrales en interacción con el ambiente; por el otro, el aprendizaje está sujeto a restricciones psico-biológicas innatas, que condicionan nuestro comportamiento racional.

De esta manera, los instintos y el aprendizaje se entraman en nuestros procesos psicológicos dando lugar a lo que se ha llamado «algoritmos darwinismos»{20}, los cuales explican el modo a través del que nuestro cerebro procesa la información, en función (insistimos) de sus adaptaciones cognitivas. De acuerdo con los experimentos realizados por Barkow, Cosmides y Tooby, dichos algoritmos darían cuenta del porqué, frente a determinadas situaciones relativas a las anteriormente mencionadas (cooperación social, selección sexual, &c.), tendemos a razonar según lógicas adaptativas no equivalentes a las reglas abstractas del cálculo proposicional. Obviamente, en virtud de las cuestiones que este tratamiento remueve, las críticas no se han hecho esperar{21}. En todo caso, esta perspectiva es precisamente la que ha contribuido a poner en cuestión el Modelo Estándar de las Ciencias Sociales (SSSM, por sus siglas en inglés), enfatizando el vínculo entre la teoría evolucionista, la psicología y la dinámica social.

III.2. La propuesta de Steven Pinker

En consonancia con la corriente psico-evolucionista, y a raíz del desarrollo que están alcanzando las ciencias cognitivas, la neurociencia y la genética del comportamiento, S. Pinker postula, en su obra, la existencia de un basamento biológico de la acción humana extramuros del aprendizaje social. Sobre tal hipótesis, Pinker valora las posibilidades de articular un programa de investigación naturalista que concilie bajo una epistemología común las disciplinas naturales y humanas. El problema es que, a su juicio, esta conclusión se topa con el obstáculo de un triple mito, todavía predominante en el ámbito académico científico-social: el de la tabla rasa, el buen salvaje y el fantasma de la máquina. Esto es: la creencia de que los seres humanos venimos al mundo sin una pre-programación neuronal y genética, dispuestos en todo caso a una bondad armónica reflejada en el comunismo primitivo tan sólo truncada por la sociedad, y que las razones de nuestra conducta quedan al margen del carácter autómata de nuestro cuerpo. Dichos prejuicios quedan aglutinados –y he aquí los perniciosos efectos epistemológicos– en el llamado Modelo Estándar de las Ciencias Sociales, modelo que procede según la premisa de que «la naturaleza humana es increíblemente moldeable y se conforma de modos muy diferentes dependiendo de las condiciones culturales», conforme a lo establecido por Margaret Mead{22}.

Enunciados los prejuicios a que se enfrenta la consideración evolucionista de la naturaleza humana, Pinker enumera los cuatros temores de índole ideológico que añaden más trabas al fomento del programa naturalista. En primer lugar, el miedo a que la investigación genética encuentre diferencias biológicas innatas entre diferentes razas, etnias o sexos, problema que Pinker descarta en virtud de dos razones: empíricamente no existe constancia de que ello sea posible, cuando menos en términos cualitativos, dato apuntalado por la tendencia constante de la especie a migrar y cruzarse. Moralmente, además, la posible existencia de diferencias cuantitativas o de variación genética entre diferentes grupos humanos no justifica la discriminación, si es que partimos de conceptos universalmente admitidos. A continuación aparece el temor a que, por naturaleza, se den por sentados rasgos perversos en el ser humano, tales como la violencia o la codicia. La réplica de Pinker es fácil de entender: tan sólo desde la aceptación y no del rechazo de tales atributos podremos atenuarlos mejor. El razonamiento habría de completarse llamando la atención sobre otro conjunto de rasgos (altruistas, cooperativos, &c.) que, combinados con aquellos, han funcionado como estrategias de lucha por la supervivencia. El tercer miedo radica en la supresión de la libertad individual a la que, en última instancia, conduciría el discurso naturalista. No obstante, este escrúpulo dota –según Pinker– de excesiva carga determinante a la biología, e invalida la diferencia que el naturalismo respeta entre actos voluntarios e involuntarios. Se hace de hecho preciso distinguir entre varios planos de análisis sin los cuales el determinismo materialista, que opera en diversos cursos de acción (celular, morfológico, social, &c.), cae en un fatalismo monista improcedente. Dicho de otro modo: «el egoísmo que identificamos a un nivel no contradice el que reconocemos en el otro»{23}. De ahí que, por fin, resulte impertinente que abandonemos la elaboración de planes de acción en función de la información conductual de nuestros genes.

A tenor de lo dicho, la cuestión principal que se suscita es la siguiente: ¿puede nuestra naturaleza innata llegar determinar la conducta moral y, a la postre, el diseño de nuestras instituciones políticas? Antes de rastrear los estudios que pretenden fundamentar la acción socio-política humana sobre bases biológicas, permítasenos exponer las ideas centrales que nutren la querella que todavía colea acerca de la influencia de la naturaleza y del ambiente sobre el comportamiento humano.

IV. El dilema naturaleza/ambiente

IV.1. Dos perspectivas contrapuestas

Comencemos presentando una postura ambientalista. En uno de los artículos recogidos en el volumen Razón, sentimiento y utopía (2006){24}, la historiadora Carmen Iglesias se aproxima al concepto de naturaleza humana partiendo de la interrogación acerca de la propia noción de naturaleza, en tanto modelo desde el que se conformaría su significado. En su argumentación, Iglesias toma una definición de la naturaleza como «conjunto de todas las cosas que componen el universo» sujeto a unas leyes inmutables –definición que, ciertamente, encaja con la dimensión metafísica que va a otorgarle. Recogiendo las aportaciones de Lenoble y Collingwood, considera que la imagen de la naturaleza es una representación ideal construida por el hombre. Consecuentemente, su hipótesis se orienta hacia la negación de la existencia de la naturaleza humana, escorándose implícitamente hacia una concepción ambientalista. Su planteamiento construccionista, de acuerdo con el cual el ser humano como animal social inventa la naturaleza, contiene a nuestro juicio una fuerte dosis idealista{25} –por más que quede atemperado en términos de interacción dialéctica entre el hombre y su entorno.

C. Iglesias reduce pues el alcance de la idea de naturaleza a una mera función ordinamental: se trataría de una ideación imprescindible para sistematizar normativamente la actividad humana, pero de signo mítico. Ideación por lo demás de doble sentido, por cuanto reflejaría a su vez la organización que los hombres establecen en sociedad. Sentadas estas premisas, Iglesias traza un relato histórico que confirma el sesgo metafísico constitutivo de la idea de naturaleza y, correlativamente, de la idea de naturaleza humana. Desde la Antigua Grecia hasta el Renacimiento, la naturaleza no sólo designa al universo entero, sino que se erige en su principio organizador; tendencia que la cosmovisión cristiana respetará, al menos desde el punto de vista de la teología natural aristotélico-tomista. Paralelamente, sedimenta la creencia de la invariabilidad reglada de unos rasgos internos, específicos al ser humano. Poco importa, al parecer de C. Iglesias, qué clase de antropología se plantee –pesimista u optimista: la clave es que se presupone acabada. En la Edad Moderna, el desarrollo del programa galileano, según el cual el libro de la naturaleza está escrito en lenguaje matemático, no vendría sino a reforzar una imagen armónica del universo, que cristaliza en los Principios matemáticos de la filosofía natural de Newton (1678) y su concepción mecánica, atómica y determinista de la naturaleza, en la que el observador resulta irrelevante.

En este proceso, Iglesias constata la problemática que introduce el dualismo cartesiano, resguardando la lógica del «espíritu» del orden materialista. Durante la Ilustración, tal cesura deriva en la confrontación dentro del campo epistemológico entre quienes sostienen un racionalismo unitario, en el que pensamiento y materia se identifican (La Mettrie), y quienes desde presupuestos empíricos cuestionan tal equivalencia (Locke). En el contexto de este debate se agudiza la polémica sobre la consideración de la mente humana como tabla rasa o bien como portadora de ideas innatas. Es importante advertir en este punto cómo, según se subraya, el mito de la naturaleza sigue operando incluso entre quienes piensan que «el hombre no nace sino que se hace», puesto que al cabo la cultura adquirida desemboca en una configuración inmutable de lo humano. Así se hace patente en la actitud de Jean Itard, médico que se hizo cargo de la reeducación del niño salvaje de Aveyron, aplicando la teoría de Condillac. Esto es, desde el presupuesto de la mente como página en blanco y entendiendo, a su vez, la educación como un programa encaminado a consolidar la naturaleza del hombre. El fracaso de la experiencia de Itard vendría, según Iglesias, a demostrar la inexistencia de la naturaleza humana{26}.

Esta conclusión se extiende, bajo el prisma del historicismo, durante el siglo XIX, expresada en la sentencia de Dilthey: la historia es la naturaleza del hombre. Finalmente, Iglesias constata la quiebra que la idea inmutable de naturaleza sufrió como efecto del desarrollo de las ciencias positivas, llegando a poner en cuestión la posibilidad de alcanzar regularidades y certezas{27}; ahora bien, se abstiene de extraer las consecuencias de esta situación sobre el concepto de naturaleza humana. Su postura se detiene en la caracterización histórica del ser humano, puesto que tan solo desde ella cabría, a su juicio, entender la diversidad cultural bajo la que se manifiesta la especie –diversidad, debería añadirse, que incluso una perspectiva genocentrista podría explicar. Con todo, Iglesias concede que la heredabilidad biológica existe, aunque deba interpretarse en el sentido de «marcar límites más que imponer un desarrollo»{28}, afirmación acertada aunque algo vaga en tanto no queden delimitados los trazos de esos límites. En puridad, el enfoque de Iglesias se erige sobre la creencia de que la biología humana está inacabada, lo cual, aun siendo plausible, a día de hoy es indemostrable –al igual por cierto que la hipótesis contraria.

Consideremos ahora la postura naturalista. En el capítulo «Un latiguillo oportuno» de su libro Nature Via Nurture: Genes, Experience, and What Makes us Human (2003), Matt Ridley rastrea la historia del debate entre naturaleza y entorno, delimitando el alcance de la cuestión a la luz de los descubrimientos actuales. Según nos relata, fue el geógrafo y estadístico Francis Galton (primo segundo de Darwin) quien inauguró en la segunda mitad del siglo XIX el debate; de hecho, a él se debe el que la expresión «naturaleza y entorno» se haya convertido en un «latiguillo oportuno». Ciertamente, sus tesis exageraban el papel de la herencia frente a la experiencia, concluyendo que «la naturaleza predomina en gran medida sobre el entorno». No obstante, y sin conocimientos sobre genética, Galton dio con la ruta por la que habrían de transcurrir las investigaciones sobre la influencia de la herencia: el estudio de gemelos. Sin embargo, como recuerda Matt Ridley, este enfoque no se consolidó hasta el inicio de los años ochenta. Durante el siglo XX los precedentes de Josef Mengele, en el campo de exterminio nazi de Auschwitz, y de Cyril Burt, psicólogo inglés que falsificó los datos de sus investigaciones en la década de los sesenta, desprestigiaron los estudios sobre gemelos. Hubo que esperar hasta 1979 para que el psicólogo Thomas Bouchard, animado por un célebre caso de reencuentro entre dos gemelos separados, recuperase tal perspectiva. Se abrió paso así al nacimiento de la disciplina científica conocida como genética de la conducta, cuyos resultados parecen determinantes para delimitar la importancia de la información genética sobre el comportamiento humano (aunque a su vez resulte imprescindible contar con el factor ambiental para entender correctamente el papel de la herencia). Antes de presentarnos las contribuciones que han deparado tales investigaciones, Matt Ridley advierte de las precauciones que deben tomarse a la hora de sacar conclusiones: el cálculo de la heredabilidad se refiere a un promedio sobre una población determinada, por lo que no tiene sentido aplicarlo a casos concretos; asimismo, la heredabilidad es una medida de lo que puede variar, no de lo que es determinante.

Pues bien, la importancia de los estudios sobre gemelos separados radica no tanto en las semejanzas cuanto en las diferencias que se registran entre gemelos y mellizos. La clave estriba en entender que, de por sí, los genes no determinan comportamientos precisos (como sugieren enunciados del tipo «gen egoísta» o «gen de la criminalidad»), sino que se limitan a aumentar o disminuir la probabilidad de un comportamiento en función de la combinación de múltiples rasgos heredables{29}. Todo ello puede observarse en el análisis de dos características conductuales cuya dotación genética resulta a juicio de Ridley irrefutable (al menos en las sociedades occidentales): la personalidad y la inteligencia{30}.

Tomando como referencia los cinco rasgos que definen la personalidad (imparcialidad, rectitud, extraversión, condescendencia y neuroticismo: OCEAN, por sus siglas en inglés), las investigaciones indican que ésta es casi tan heredable como el peso: si un gen es una receta de proteínas, «un cambio en la receta de una proteína puede producir un cambio en la personalidad». Ridley se detiene aquí en el caso de la proteína BDFN (factor neurotrófico derivado del cerebro), a fin de mostrar la relación entre un cambio en el código genético y una diferencia en la personalidad. Las diferencias de personalidad son pues, a su parecer, esencialmente innatas y el ambiente juega a este respecto un papel irrelevante. Pero ello no quiere decir –y he aquí el importancia del entorno– que la familia sea innecesaria, puesto que sin su participación la personalidad ni siquiera podría desarrollarse. La analogía con el peso corporal sería entonces pertinente habida cuenta de que, sin perjuicio del alto componente genético que contiene tal rasgo, no cabe desechar la relevancia de los hábitos alimenticios: si la variación del peso puede heredarse, los cambios, en promedio, pueden ser ambientales. Otro tanto puede decirse de la altura. O de la inteligencia…

Aceptando la existencia de la inteligencia unitaria, según la cual hay una correlación entre distintas capacidades intelectuales, varios estudios se han esmerado en detectar los genes del factor común de la inteligencia general, o factor g{31}. Una de las líneas de investigación –señala Ridley– se ha centrado en considerar la rapidez mental, o velocidad de transmisión neuronal, pretendiendo encontrar allí la respuesta del asunto –sin haber obtenido grandes resultados. Otro de los enfoques ha consistido en medir el volumen de materia gris –rasgo en el que no repercute el entorno– partiendo de la premisa de que a mayor materia gris más neuronas y más conexiones neuronales. En todo caso, en relación con la inteligencia, hay dos puntos que, según Ridley, merecen destacarse: 1) el factor ambiental parece crucial en condiciones socioeconómicas extremas, de forma similar a lo que sucede con el peso, en donde la variación genética se constata a igual alimentación, de modo que la heredabilidad de la inteligencia sólo se aprecia cuando el ambiente es igualitario; 2) con la edad, la influencia de los genes aumenta, hasta el punto de que a una edad adulta el entorno puede llegar a resultar residual (en contradicción con la intuición de que primero se manifiestan los genes y luego influye el entorno). De lo antedicho inferimos cómo no puede hablarse de unos genes que nos hagan inteligentes, pero sí de una predisposición hacia unas actitudes determinadas (en este caso: a disfrutar aprendiendo), que aumentan la probabilidad para desarrollar ciertas características innatas.

En lo que nos afecta –el debate naturaleza/entorno–, parece pues que la conclusión es que ambos términos no están enfrentados, y que a la hora de explicar el comportamiento humano no resulta lícito recurrir a una división entre causas genéticas y causas ambientales. Ahora bien, la perspectiva de Ridley –y de ahí la adscripción naturalista– privilegia el rol de los genes en tanto los considera agentes del entorno (al igual que lo son de la naturaleza) aun cuando la naturaleza sólo puede actuar a través del entorno. De modo que –se concluye– tan sólo aceptando el componente hereditario del comportamiento es posible revelar las influencias del entorno, puesto que son precisamente los genes los que posibilitan la experiencia.

Desde un enfoque similar, Pinker publicó un artículo titulado «Mi genoma y yo» (New York Times, 21 de enero 2009) que aborda estas cuestiones a raíz de su participación en el Proyecto de Genoma Personal, orientado al estudio de los factores genéticos y ambientales de nuestras características comportamentales y físicas. Pinker constata que la genética de la conducta es la base de la genómica personal, avalando el alcance de este último campo por cuanto sus avances podrían identificar los genes que hacen que una persona sea como es{32}. De hecho, Pinker centra su interés en repasar las aportaciones que la genética conductual ha venido suministrando en torno a la explicación del comportamiento humano, incidiendo en la evidencia de la influencia de los genes a medida que vamos envejeciendo. Asimismo sostiene que, como complemento de lo antedicho, el individuo tiende a buscar los microentornos que mejor encajan con sus factores genéticos —en línea con lo que Th. Bouchard llama Encaje de Rasgo-por-Entorno. Finalmente se adscribe explícitamente a la sentencia de Eric Turkheimer: «El debate nature/nurture ha terminado… Todos los rasgos de la conducta humana son hereditarios» (sin que ello menoscabe la importancia de la cultura). Ahora bien, en este artículo Pinker alude a un tercer factor que considera más allá del alcance de la genética y del ambiente: el azar, al que también denomina entorno no compartido (lo que manifiesta la no muy afortunada utilización del concepto de azar). En efecto, el entorno no compartido parece ser el condicionamiento que anda tras las «causas no genéticas de la individualidad», y que ayudaría a explicar la aleatoriedad registrada en las variaciones de la personalidad{33}.

IV.2. La polémica Pinker-Rorty (y un peculiar precedente)

Planteadas las dos alternativas, es de interés reexponer la controversia que mantuvieron Pinker y Rorty al hilo de la publicación del artículo firmado por el primero de ellos, titulado: «Sobre la naturaleza humana», no solo por los argumentos aducidos, sino también por el tono de la réplica que suscitó en el filósofo estadounidense{34}. El texto de Pinker se articula sobre la hipótesis de que resulta necesario seguir distinguiendo entre naturaleza y entorno, aunque ambos ámbitos se interrelacionen. Pinker condena la óptica que define al ser humano en términos históricos (citando a Ortega y Gasset, aunque no a su fuente: Dilthey), y arremete contra el enfoque del construccionismo social, que a su juicio impera en la esfera de las disciplinas humanas. Sintetizando resultados, insiste en la existencia de una organización innata del cerebro, a través de la cual se hace posible el aprendizaje de los individuos. Su postura es, de cualquier forma, precavida: no menosprecia el papel del entorno, sino que lo acota al marco de los límites que establece la naturaleza. Tal y como demostraría el estudio del lenguaje, no nacemos determinados para aprender una lengua concreta, pero sí que existe una pre-programación biológica sin la cual nos resultaría imposible acceder a su aprendizaje. Ahora bien, hay dos cuestiones que, en este texto, Pinker desea aclarar: la imprecisión que implica aceptar los acomodaticios postulados del interaccionismo holístico, y la precaución que debe tomarse a la hora de definir los conceptos de naturaleza y entorno.

Lejos de reincidir en su crítica hacia el Modelo Estándar de la Ciencias Sociales, Pinker apunta aquí hacia una suerte de consenso establecido entre los biólogos, quienes en la actualidad optarían por tratar el debate desde un planteamiento conciliador, habida cuenta de su imbricación mutua. Pinker denuncia la vaguedad presupuesta en la conclusión de que todo proceso cognitivo se desarrolle reflejando, a la par, la importancia de ambos factores –ambiental y natural-. De la misma forma que en la configuración de ciertos procesos (aprender una lengua en vez de otra) la clave radica en el factor ambiental, otros procesos están predominantemente marcados por una disposición genética. Obviamente –reconoce Pinker– existen mecanismos ambientales para modificar los efectos esperables de los genes: ello no refutaría la significación que poseen, tal y como los estudios acerca de, por ejemplo, la altura demuestran: «aunque las plantas de maíz no irrigadas puedan encanijarse, no crecen hasta una altura arbitraria cuando reciben mayor cantidad de agua».

En su argumentación, Pinker recurre de nuevo al contexto de los estudios con gemelos: bajo su punto de vista, estos revelarían la importancia de los factores ambientales no compartidos (frente a la reducida importancia que, según va comprobándose, merece el ambiente familiar), sin perjuicio de la significación del estudio singularizado de nuestra conducta genética. Dicho de otro modo: tan sólo gracias a tales investigaciones se habría podido reconocer la influencia –ambiental– de la cultura entre pares. El análisis de Pinker cobra todavía mayor dosis de controversia en las implicaciones morales que extrae de sus conclusiones, es decir, allí donde sugiere que de los aspectos intrínsecos a la naturaleza humana cabe deducir ciertas recomendaciones morales. Su planteamiento no abandona un espíritu progresista, puesto que recurre a los reequilibrios que pueden establecerse entre rasgos contrapuestos: así, el egoísmo se contrarrestaría con el sentimiento de empatía, común entre los hombres (y observable incluso entre bandas de chimpancés). Es más, llegaría a ser necesario idear el modo de extender los círculos del ejercicio moral, a fin de que estos no se detengan en un radio reducido de alcance (familia, clan, &c.). Volveremos sobre ello más adelante.

Resulta por último imprescindible delimitar el significado que Pinker otorga a los conceptos de naturaleza y entorno. Al recurrir a la genética como disciplina desde la que se que fijan nuestras características naturales, Pinker se refiere a aquellos aspectos biológicos perdurables que heredamos sistemáticamente, como resultantes de la evolución humana. Su definición no se ajusta a la definición técnica que entiende por gen aquella secuencia del ADN que codifica una proteína. Esto quiere decir que la expresión «naturaleza humana» no registra un conjunto de datos rígidos e inmutables, toda vez quede reconocido el papel de los genes; a su vez, el entorno se entiende como el ambiente psicosocial en el que se desenvuelve la vida de las personas.

Dos son los ejes argumentales de la breve réplica de Rorty: el obsoleto objetivo de recuperar una teoría de la naturaleza humana, y la vana pretensión científica de ocupar el rol normativista de los filósofos. Rorty es un noble representante del pensamiento postmoderno. Sin recaer en la alambicada retórica del post-estructuralismo, y sus juegos en torno a las formidables virtualidades del significante previas al estrangulamiento del significado, se limita a dictar acta del fracaso del neopositivismo: la verdad no queda sujeta a la correspondencia con la realidad. No obstante, su proyecto, antes que proponer una filosofía de la ciencia alternativa, se acopla «pragmáticamente» con la línea del constructivismo social: no existe verdad más elevada que nuestro deseo individual de felicidad. Luego no cabe establecer un sistema de virtudes morales que compita con el plural abanico de opciones ilimitadas mediante las que cada cual orienta felizmente su vida.

Retomando el texto de Pinker, Rorty no pone en duda las contribuciones que la biología aporta acerca de la conducta humana; ni siquiera estima que un Foucault lo hiciese; considera, en este sentido, que Pinker lucha contra «hombres de paja». Y de acuerdo a su perspectiva pluralista, considera a continuación improcedente que los científicos tomen el testigo moral de los filósofos, amparados en los descubrimientos que sus campos revelan. No sólo porque el pragmatismo liberal haya anulado toda aspiración –por lo demás metafísica– de alcanzar una moral universal, más allá del mantenimiento de la libertad individual, sino porque, a su juicio, las ciencias positivas y, junto a ellas, todo su equipamiento empírico, nada pueden aportar acerca de la moralidad humana{35}. La cita a Ortega es explícita: «El prodigio que la ciencia natural representa como conocimiento de las cosas contrasta brutalmente con el fracaso de esa ciencia natural ante lo propiamente humano». Desconocemos si Rorty detectó su parentesco con la celebre afirmación de Heidegger: «En ninguna época se ha sabido tanto y tan diverso con respecto al hombre como en la nuestra […] y, sin embargo, en ningún tiempo se ha sabido menos acerca de lo que el hombre es». Lo que desde luego resulta cristalino es su distanciamiento respecto a la comprensión de la actividad filosófica como saber de segundo grado, que se nutre de las problemáticas que desencadena el conflicto intercategorial, esto es, de la inter-colisión entre los contenidos de las ciencias positivas. Y si bien es cierto que no cabe que los científicos extrapolen gratuitamente los resultados que obtienen en sus disciplinas al ámbito moral, vía recomendaciones prescriptivas que desbordan los límites de sus campos de estudio, no menos cierto es que la llamada comunidad de científicos-sociales debiera atender constantemente a los rendimientos positivos que aquellos generan, a fin de no desarrollar planteamientos carentes de soporte científico alguno (léase: maleabilidad humana), susceptibles por lo demás de fundamentar diseños de ingeniería social harto peligrosos. En otras palabras: si la perspectiva naturalista no nos puede ayudar a decantarnos sobre la implantación de ciertas políticas prácticas, en detrimento de otras, sí puede al menos contribuir a cribar aquellas medidas que resultan de todo punto inoperantes.

Expuesta la controversia, acaso no resulte inoportuno rescatar aquí un precedente de este debate en la conversación que mantuvieron Chomsky y Foucault en 1971 (la editorial Katz reeditó en 2006 el encuentro, bajo el sintomático título de: La naturaleza humana: justicia versus poder). No en balde Avram Noam Chomsky fue maestro de Pinker, y resulta más que curioso el que en ambos casos sus carreras combinen el estudio de los procesos psico-lingüísticos con una marcada preocupación por cuestiones socio-políticas. Desde nuestra óptica, la teoría de la gramática generativa de Chomsky, que postula, como hipótesis empírica, la existencia de una capacidad innata en nuestro cerebro, plasmada en una matriz lingüística común a toda la especie, encaja con el naturalismo. Es cierto que Chomsky no recurre a los mecanismos de presión selectiva propios de la adaptación evolucionista para explicar el origen del lenguaje, pero no por ello se sitúa al margen del marco biológico. Más aún, su postura bien pudiera ajustarse al darwinismo si es que, en palabras del propio Darwin: «La causa de la emisión de los sonidos vocales pudo estar en principio en las contracciones involuntarias, carentes de toda finalidad, de los músculos del pecho y de la glotis» (La expresión de las emociones en los animales y en el hombre). Así, no resulta descabellado interpretar su empeño por defender la articulación de un sistema social que pivote sobre la noción de justicia universal en conexión con su tesis psico-lingüística, en virtud de la cual la existencia de la naturaleza humana queda demostrada por la estructura cognitiva que nos permite adquirir la lengua materna. Es lo que explícitamente se desprende de su diálogo con Foucault{36}.

IV.3. Naturaleza cultural: una respuesta etológica

Desde las coordenadas del materialismo filosófico el debate naturaleza/entorno adopta un enfoque distinto, toda vez que la controversia entre la conducta aprendida (hábito) y la heredada (instinto) se interpreta a la luz de los resultados que –siempre en el marco de la teoría de la evolución–, han venido arrojando los últimos estudios etológicos. Aquí la ruta argumentativa seguida nos conduce igualmente a una disolución del dilema, pero operada de modo inverso a la aportada desde planteamientos genetistas. Puesto que si desde una perspectiva geneticista la cultura se entiende de modo co-extensivo a la naturaleza, desde la etología la naturaleza va a aparecérsenos como una resultante de los procesos acaecidos por mediación cultural, en una suerte de ecuación nurture via nature opuesta a la fórmula de Ridley (aunque en ambos casos se acentúe la imbricación de los dos extremos de la dicotomía). De acuerdo con I. Ongay{37}, el genocentrismo{38} reduce según vimos la explicación de la conducta animal a un plano infra-orgánico, por lo que frente a esta óptica genotípica se reivindica la escala de los fenotipos conductuales, sin por ello recaer en la hipótesis pre-darwiniana de la «herencia de los caracteres adquiridos» de Lamarck. La vía tampoco pasa por esgrimir el argumento conductista –sin perjuicio del valor de sus aportes– en función del cual la conducta se restringe a lo aprendido, al punto de suspender la perspectiva mendeliana de la especie y, con ello, el entronque con el evolucionismo. De lo que se trata más bien es de detectar en la etología (en la escuela británica, así como en los trabajos de Tinbergen o Eibesfedlt), un canal desde el que resaltar el aprendizaje animal en el marco de la lucha por la supervivencia.

Con carácter previo a dichos estudios, Ongay recuerda cómo el llamado «efecto Baldwin» (1896) reintroducía, frente a la prepotencia que el neodarwinismo otorga al nivel molecular, la relevancia de la conducta orgánica en la selección natural, estableciéndose para el caso la solución de la «asimilación genética»{39}. Y lo reintroducía por cuanto –en contra de lo sugerido desde el neodarwinismo– fue el propio Darwin quien ya dejó apuntada la importancia de la selección orgánica en su obra La expresión de las emociones en los animales y en el hombre, estableciendo las bases para el posterior desarrollo de la etología. Es así cómo, en la senda por priorizar la necesidad de las interacciones etológicas sobre el nivel molecular (o, dicho de otro modo: por evitar la disolución de la biología evolucionista en términos bio-químicos), dos tipos de conductas animales cobran una dimensión fundamental en tanto se encuentran en la base del proceso de selección: la selección cazadora, orientada a la nutrición; y la selección sexual, orientada a la reproducción{40}. Los condicionantes que requieren estos procesos, particularmente, el requisito de la percepción distal («Romeo no se enamora de los óvulos de Julieta»), obliga a reasumir a escala gnoseológica el ámbito de los fenómenos (estrategia predadora, rituales de cortejo, &c.) sin perjuicio de los nexos esenciales de contigüidad, –por descontado indispensables–, activados en los procesos fisiológicos, neuronales, &c.

De este modo, la etología se encontraría situada como plataforma privilegiada para el estudio de la psicología evolucionista. Lo interesante entonces es constatar cómo, desde esta disciplina, se resuelve la dicotomía que enfrenta innatismo y ambientalismo; y es que, pese a su éxito en ponderar el determinismo genético, todavía el padre de la etología moderna, Konrad Lorenz interpretaba el instinto cómo un patrón de conducta a priori, según un esquema de pensamiento propio del idealismo trascendental kantiano. Así lo muestra su recurso a un modelo de explicación causal de la conducta que incide en el mecanismo del desencadenador innato, de acuerdo al cual las pautas de comportamiento obedecen a patrones de acción fijos genéticamente programados –propuesta que suspende el alcance operativo del hábito y nutre la polémica frente al conductismo radical que, como ciencia del comportamiento alternativa, postula por su parte la eliminación de lo heredado (los instintos). Tras Lorenz sin embargo, Ongay muestra cómo la etología posterior corrige el factor innatista, mas a costa no de enfatizar el componente ambiental cuanto de desdibujar la dicotomía, subrayando la existencia de algo así como una conducta «innata-aprendida», toda vez que se reconoce cómo lo heredado se circunscribe a un conjunto de disposiciones para el aprendizaje (que establecen sus límites), listas para desarrollarse en el curso experiencial del organismo.

V. Evolucionismo, moralidad y política: huellas biológicas

En el presente epígrafe retomamos las cuestiones de índole socio-moral que se suscitaban desde la psicología evolucionista, como objeto nodal de nuestro estudio. Sin menoscabo de la fundamentación biológico-materialista que tal corriente nos ofrece, hemos podido ir detectando una gran preocupación sobre los efectos antropológico-normativos de sus tesis, que llegan a trazar una línea de continuidad entre nuestras disposiciones naturales y los sistemas de costumbres mediante los que se organiza la convivencia humana. Tras los excesos eugenésicos de la primera mitad del siglo XX, el intento por conectar ciencia y moral se reabrió paso a partir de la década de los setenta, de mano, principalmente de los trabajos del sociobiólogo E. O. Wilson. La misma obra de S. Pinker, sin recaer en el determinismo genético de la sociobiología, tiende un puente entre ciencia y moral, hasta el punto en el que afirma que: «todos los seres humanos tienen una aspiración innata a la vida, la libertad y la búsqueda de felicidad». La cuestión –en este punto de nuestro trabajo– radica en precisar la magnitud que dicha continuidad alcanza, si es que realmente se da.

El análisis de la dimensión moral desde una perspectiva evolutivo-científica ya fue tratada por el propio Darwin en su obra The Descent of Man and Selection in Relation to Sex (1871). De acuerdo con su argumentación, la moralidad podía interpretarse como un mecanismo adaptativo orientado al bien del grupo (lo que, en términos técnicos, se conoce como selección de grupo). Más allá de los instintos sociales altruistas –en relación a la familia o la tribu– que Darwin estima fundamentales, de su estudio se desprende una disposición natural al bien común que puede leerse, precisamente, como búsqueda de la felicidad. Es de interés constatar cómo su colega Th. H. Huxley (el mismo que exclamó: «¡Qué increíblemente estúpido no haber pensado en ello!», tras conocer la tesis darwiniana de la evolución), se abstuvo de extraer efectos morales de la teoría de la evolución, limitándose a advertir que la lucha por la supervivencia que establece la presión selectiva no parece sintonizar con comportamientos virtuosos –sin que ello suponga dejación respecto al cuidado (cultural) de los sistemas morales, sino todo lo contrario. Un siglo después, la influencia de la conducta no aprendida sobre el comportamiento humano condujo a distintos sociobiólogos a replantear el vínculo entre el código genético y el código moral, considerando la llamada «falacia naturalista» una conclusión predarwiniana. Así, en tanto resultante de procesos cerebrales, la construcción de sistemas morales aparecería como una capacidad humana ligada a su evolución biológica. La duda estriba en saber precisar la huella adaptativa de tal capacidad, así como en evaluar hasta qué punto nuestro código genético tiene que ver con ello.

V.1. Hipótesis genocentristas

Tal y como ya hemos señalado, fue en los años setenta cuando la propuesta naturalista de la esfera moral recobró fuerza, una vez se detectaron resortes «altruistas» en el plano de los genes. La metáfora del «gen egoísta» acuñada hace más de treinta años por R. Dawkins, continúa proporcionándonos los ejes del asunto. Así, el psicólogo evolucionista R. Wright presentó en su obra The Moral Animal (1994) una actualización más sofisticada de dicha tesis, atreviéndose a perfilar las coordenadas de un sistema moral naturalista. Recordemos cómo para Dawkins reivindicar la preeminencia de tendencias desinteresadamente altruistas resulta no sólo erróneo sino contraproducente: tan sólo admitiendo la naturaleza de nuestros instintos estaríamos en situación de progresar moralmente. Precisemos que el presupuesto de la tesis dawkisiana radica en que los individuos somos «el instrumento de unidades hereditarias que mantienen su identidad a lo largo de generaciones. Estas unidades son los replicadores, entendiendo por replicador la parte del genoma que se replica íntegramente de una generación a otra, bien sea un gen definido, una parte de un gen, un grupo de genes o incluso todo el genoma»{41}. Pues bien, según Wright en el examen sobre la conducta de los replicadores podemos hallar la base empírica de nuestra moral siempre que sepamos leer correctamente el juego egoísta/altruista que se desprende de su funcionamiento. En rigor, este se mantiene constante en el contexto de la lógica selectiva: los replicadores que mejor se autoprotegen –los más egoístas– son los que mejor sobreviven. Nótese cómo nos encontramos ante un comportamiento que no cabe tildar estrictamente de egoísta, sino más bien de altruismo restringido o recíproco{42}.

Pero, ¿cómo explicar entonces el altruismo no recíproco que se produce en el interior de ciertos grupos sociales (familia, clan, o nación incluso)? La respuesta, de inequívoco signo reduccionista, consiste en entender que estamos ante una modalidad a la que recurren los replicadores para protegerse y perpetuarse, practicando algo así como el sacrificio de unos genes en beneficio de genes afines. Predispuestos hacia una estrategia de supervivencia, los replicadores más resistentes se alojan en los individuos (contenedores de replicadores) que mejor provecho sacan de ellos. En el plano familiar los replicadores se protegen a sí mismos protegiendo a otros individuos que posean copias de ellos (contenedores que guardan relaciones de parentesco con el individuo de referencia). Se construye así la vía que conecta la eficacia biológica del contenedor con la eficacia biológica del replicador. Ahora bien, a nivel social las relaciones sólo se explican en términos de optimización de recursos (provecho al que no se accede en la asociabilidad), cuya norma de funcionamiento estriba en el engaño: el individuo que mejor engañe y menos se deje engañar obtendrá más recursos de supervivencia para con sus replicadores. En este sentido, la genética conductual se abre al espectro de la teoría de juegos a fin de calcular qué decisiones son las más eficaces de cara a garantizar la supervivencia. Y he aquí que la lucha por el estatus social resultaría un indicador clave al representar por antonomasia el juego de simulaciones y engaños de la vida humana. Su importancia no resultaría arbitraria habida cuenta que lo que el estatus mide es el control de los recursos y, simultáneamente, nuestro grado de vulnerabilidad. Conviene subrayar, por lo demás, cómo R. Wright no se acoge a la denominada «teoría de la capa», según la cual la innata naturaleza egoísta de nuestra especie se ve mal que bien sofrenada en virtud de la decisión racional de conducirse «solidariamente», a fin de poder convivir civilizadamente en sociedad.

En la estela de Wright se ha pronunciado M. Ridley, quien insiste en el carácter metafórico del discurso, señalando la distinción de planos que debe respetarse al considerar los efectos de la genética: la actuación egoísta de los replicadores «no implica egoísmo a nivel de los individuos» (solución: «egoísmo a un nivel-altruismo a otro nivel»). En The Origins of Virtue (1996), Ridley examina las bases naturales del comportamiento cooperativo acudiendo al factor estatus, pero –y he aquí el interés para el asunto que nos concierne– asociándolo a un modelo político-económico determinado. Las acciones generosas se ejercerían a su juicio de acuerdo a una suerte de trueque entre bienes perecederos (i.e., alimentos), y bienes imperecederos (estatus) posible gracias a un clima de confianza. Precisamente, es aquí donde Ridley esgrime las bondades del trato (comercial), en tanto ejemplo notorio de reciprocidad inmediata basada en una decisión racional de base emocional. La referencia a Damasio, así como a Goleman, es obligada. Como adelantábamos, tanta feliz coincidencia posee la virtud añadida de ajustarse al argumentario en defensa de la democracia liberal, léase sociedad comercial libre de interferencias de terceros. Por fin, el afán por trazar naturalista, o científicamente, los ejes del sistema moral –inevitablemente universal– pasaría por adoptar una perspectiva descriptiva, al cabo fundamentada en la exigencia de supervivencia, y una terminología que recupere el significado etimológico de la moralidad, en tanto «hábito comportamental»{43}.

V.2. Tentativas neuro-biológicas

Entroncando con los intentos por fundamentar biológicamente la conducta moral, es pertinente acudir al ámbito de la neurología, en tanto en las últimas décadas se están presentando nuevas hipótesis sobre los mecanismos que rigen el funcionamiento del cerebro y determinan nuestro comportamiento{44}. Pese a la fragilidad de los resultados alcanzados, este campo ha contribuido a afianzar el carácter materialista de los estudios acerca de lo que ha venido a denominarse mente (esto es, la actividad cerebral y los procesos de percepción, memoria o pensamiento en ella implicados), en detrimento de la tradicional separación dual mente/cuerpo. Desde este punto de vista, gran parte de las investigaciones se han centrado en intentar explicar el surgimiento de la conciencia, en tanto instancia que centraliza y procesa la percepción externa e interna a nuestro organismo, y coordina los resortes de respuesta motriz.

Acaso, el científico más célebre en este ámbito sea el portugués Antonio Damasio, en cuyos libros da cuenta –desde sus propios títulos– del «error [dualista] de Descartes» y de la clarividencia de Spinoza a la hora de inspirar una visión corporal de los estados mentales. Recordemos que la perspectiva de Damasio acerca de la conciencia se basa en lo que denomina el marcador somático. El cerebro, a través del sistema nervioso, recibe información tanto de lo que acontece en el mundo exterior como del estado físico interno del organismo, el cual tiende al mantenimiento de su estabilidad (homeostasis). De acuerdo con su hipótesis, el soporte de nuestra identidad descansa en la «representación neuronal» de dicha información, que se hace consciente en el momento en el que experimentamos alteraciones o cambios corporales. Así es cómo pasamos de un nivel de conciencia digamos que pre-consciente (proto-yo) a un rango de conciencia centralizada. Finalmente, alcanzamos un grado de conciencia ampliada (yo-autobiográfico) mediante el recuerdo de las alteraciones experimentadas, en función de nuestra capacidad memorística y la conformación de un sentido histórico-temporal que distingue el pasado del futuro. La originalidad de Damasio consiste en enfatizar el componente emocional –en cuyo grado básico se encuentran la alegría, la tristeza, el miedo, el asco, y la sorpresa– que activa nuestra percepción consciente{45}. Es más, a su parecer somos incapaces de tomar decisiones razonables sin la regulación valorativa que implican las emociones, fraguadas somáticamente. Añádase que, por encima de las emociones, cuya manifestación es automática, surgen los sentimientos –enlazados al nivel superior de conciencia– a través de los que se articula igualmente la homeostasis.

Es interesante observar cómo, según Laureano Castro Nogueira y Miguel Ángel Toro Ibáñez, cabe ajustar la propuesta de Damasio a los trabajos de Edelman y Tononi (A universe of consciounsness: how matter became imagination, 2000) basados en la concepción darwinista del funcionamiento cerebral (también llamado darwinismo neuronal). El fundamento de esta concepción descansa en la importancia que se concede a los procesos selectivos que, a nivel neuronal, configuran nuestra capacidad de percepción, memoria y formación de conceptos propios al funcionamiento del cerebro –sin menoscabo de su versatilidad no preprogramada genéticamente. La hipótesis de Edelman se levanta de acuerdo a los siguientes tres principios: 1) hay un proceso de selección de grupos neuronales determinado por la frecuencia de la actividad sináptica, lo que potencia ciertos circuitos en detrimento de otros; 2) la experiencia conductual fortalece o debilita la consolidación de los grupos neuronales; y 3) existen mecanismos de coordinación de grupos neuronales distintos. Este tercer elemento se asocia a la hipótesis del «centro dinámico», a través del cual se lograría la integración de la experiencia consciente. El paralelismo con Damasio aparece a la hora de describir las modalidades de la conciencia, puesto que en Edelman y Tononi también nos encontramos con una gradación que distingue entre la conciencia primaria, que permite el aprendizaje en función del recuerdo del contexto acerca de algunos acontecimientos; y la conciencia de orden superior, ligada al proceso de recategorización de las percepciones necesario para la estructuración de la memoria a largo plazo, la capacidad simbólica, la formación de conceptos, y el desarrollo del lenguaje.

En este punto es en el que puede intentarse una secuencia evolutiva que aúne las dos propuestas descritas: «la conciencia primaria que permite la categorización perceptual de un objeto en un organismo con proto-yo, pero sin un sentido consciente del yo; la conciencia central; la conciencia ampliada; y, finalmente, la conciencia de un orden superior, que exige la presencia del lenguaje»{46}. Por descontado, a las limitaciones de estas teorías se agrega un cierto confusionismo entre lo que representa la evolución cerebral de un organismo individual, y las presiones de selección evolutiva que ha recibido la especie y han terminado por conformar las pautas de la actividad cerebral. En lo que nos ocupa, tiene interés constatar cómo, circunscribiéndose al programa naturalista, Castro Nogueira y Toro Ibáñez insinúan la posibilidad de que, de acuerdo con el peso concedido a las estructuras valorativas, los conceptos no verbales de bien y mal (de corte explícitamente moral) pudiesen interpretarse como el germen del desarrollo intelectual, al discriminar los componentes merecedores de transmisión intergeneracional. Pareciera que nos encontrásemos refutando de nuevo el argumento de la «falacia naturalista»{47}.

En la misma órbita, S. Pinker también incide en la dimensión moral de esta suerte de darwinismo mental. En un artículo de 2007{48} aborda el asunto a partir de la distinción debida a David Chalmers entre el problema fácil y el problema difícil de la conciencia: el problema fácil remite a la cuestión de la diferencia entre el pensamiento consciente y el inconsciente; el problema difícil afecta a la existencia de los «qualia». Desde sus presupuestos Pinker defiende la dimensión estrictamente material de la conciencia –en base a algo así como una biología de la conciencia– haciéndola depender de la actividad fisiológica del cerebro. Al plantearse el problema fácil, recuerda los mecanismos de jerarquización que el cerebro opera para actualizar coherentemente las corrientes de información superabundante que recibe (metáfora de la pizarra de Bernard Baars). Asimismo acude a la explicación de la estrategia cerebral, según nuestra capacidad de apartar o priorizar de la conciencia aquella información que utilizamos en nuestra interacción social. En cuanto al problema difícil, Pinker –según lo entendemos–, opta por aceptar la existencia de experiencias subjetivas, aunque quizá no podamos comprender el resorte que las produce, levantadas en todo caso a partir de procesos neuronales que sí son observables. Esto es, no hay nada fuera de la actividad del cerebro, cosa –y a eso íbamos– que para Pinker contribuye de nuevo a fundamentar una nueva moralidad.

V.3. ¿Una gramática moral universal?

De hecho será otra vez S. Pinker quien, tras La tabla rasa, continúe estrechando lazos entre ciencia y moral, aun desde razonamientos no tan reduccionistas como los hasta ahora descritos. En el «El instinto moral» (New York Times, 13 de enero de 2008), divulga un conjunto de trabajos encaminados a demostrar tal vínculo. Su concepción de la moralidad, de alcance universalista, es más intuitiva que racional, en tanto aparece próxima a los impulsos emocionales. Así, los juicios sobre nuestros comportamientos responden más al ámbito de nuestras convicciones de partida que al de la justificación de los mismos, de modo que tan solo procedemos a argumentar nuestra postura una vez que ya la hemos tomado. Esta visión, tomada del profesor de psicología de la Universidad de Virginia, Jonathan Haidt, confirmaría a su parecer la existencia innata de ciertos principios morales, resultantes de la evolución. Pinker explica su visión recurriendo a las conclusiones extraídas del experimento conocido como el «problema del tranvía», dirigido por Marc Hauser. Los resultados del experimento demostraban que ante dos situaciones dilemáticas moralmente equivalentes (matar a una persona a fin de salvar a cinco), los individuos tendían por regla general a evitar el contacto físico (optando por el uso de una palanca en vez de sus propias manos), aun careciendo de razones para explicar su preferencia. En concreto, la hipótesis de Marc Hauser –expuesta en su libro: Moral Minds (2006){49}– postula la existencia de una capacidad moral innata en términos análogos a la competencia universal que Chomsky defiende en el campo de la lingüística. Su alcance es limitado puesto que se centra en la formación de los juicios morales, más que en el comportamiento efectivo. Ahora bien, de acuerdo con sus resultados es posible detectar un hilo de continuidad evolutiva a través del que captar los principios morales implícitos que toda la especie comparte, en tanto insertos en nuestra estructura cerebral. A partir de aquí, en función de la experiencia, cabría juzgar tres tipos de acciones según las categorías universales de lo permisible, lo obligado, y lo prohibido. Los resultados del experimento mencionado, que el equipo de Hauser llevó a cabo planteando diversos ejercicios en forma de dilemas morales{50}, condujeron a la conclusión de que nuestros juicios morales –exentos de condicionamientos educativos o religiosos– obedecen al principio del doble efecto: «está permitido hacer daño a un individuo si con ello se beneficia a un número mayor, pero siempre que este daño no sea infligido de forma directa, sino que resulte ser un efecto colateral, es decir, que el daño provocado sea un medio y no un fin en sí mismo»{51}. Estimamos que la propuesta de Hauser conecta con un intuicionismo universal (matricional) de signo emocional (más que racional){52}.

En efecto, tal y como sostiene Pinker, la clave radica en el componente emocional –insistimos: de estirpe biológica– que anda tras la conducta moral, predominante frente al análisis racional; conclusión que confirmarían la observaciones por resonancia magnética de Joshua Green y Jonathan Cohen sobre las áreas cerebrales activadas en la toma de decisiones de esta índole. Ello implica defender la existencia de una predisposición genética a valorar las acciones humanas, pero que no llega al extremo de configurar una ley moral innata. La propuesta, de acuerdo ahora de nuevo con Haidt, puede desarrollarse a través de la catalogación de cinco tendencias morales, relativas al daño, la equidad, la lealtad, la pureza y la autoridad, sobre los que se articularían nuestros sistemas de costumbres. Impulsos como la equidad o la lealtad aparecen muy ligados, respectivamente, a los ejemplos de altruismo recíproco y de altruismo nepótico, tan estudiados en el evolucionismo. En este punto, Pinker recurre al argumentario clásico que el neodarwinismo ha elaborado para salvaguardarse ante las críticas: el egoísmo del gen no es más que una metáfora, subrayando cómo la misma propagación del altruismo no es acaso sino un producto de la presión selectiva (tal y como Triviers ya mantuvo en 1971, señalando la ventajas evolutivas relacionadas con la equidad y la generosidad). Por lo demás, tanto en su aplicación como en su jerarquización, tales tendencias –aun conservando su universalidad–, variarían en función de cada cultura. En la última parte de su texto, Pinker especula en torno a la posibilidad de alcanzar verdades morales, al modo matemático. Escéptico ante tal horizonte, nuestro autor reconoce en todo caso dos situaciones que cualquier agente racional estipula como condiciones necesarias para el logro de la moralidad: la situaciones de suma cero; y la disposición al intercambio de perspectiva (propio de la empatía) que a su parecer está implícito en toda formulación filosófico moral.

En este sentido, cabe destacar el grado de aceptación con que recibe la tesis de P. Singer acerca del «círculo de expansión»: la capacidad de ampliación de nuestra dimensión moral (originariamente reducida al grupo de pertenencia) a círculos cada vez más extensos, gracias a nuestro razonamiento, en una suerte de feliz combinación entre nuestro bagaje heredado y las potencialidades de nuestro raciocinio. Esta referencia a Singer no es gratuita, puesto que este autor ha sido uno de los autores que precisamente se ha atrevido a postular un pensamiento político de índole darwinista{53}.

V.4. Alcance de una politología darwinista

Consideremos en este apartado la propuesta de P. Singer. Ciertamente, su tratamiento se inscribe en una reflexión circunscrita a la esfera de la izquierda política, enfoque que desde nuestro punto de vista merma, o cuando menos enturbia, las virtudes de su argumentación. De hecho, resulta un tanto limitado insinuar –como hace nuestro autor– que las orientaciones ideológicas se delimitan en función de categorías como las de explotación o pobreza. O, co-extensivamente, identificar a la derecha política con comportamientos sociales estrictamente competitivos. Sin embargo, si dejamos de lado estas consideraciones, el planteamiento político darwinista de Singer resulta muy sugerente, debido a las contribuciones que la teoría política debe, a su juicio, necesariamente incorporar. Por descontado, nos encontramos con una postura muy alejada del darwinismo social decimonónico: más que perfilar un modelo que refleje la supervivencia de los más aptos, la cuestión consiste en subrayar desprejuiciadamente los efectos de las restricciones biológicas con las que inevitablemente nos topamos al organizar la convivencia social. De lo que se trata, siempre según Singer, es de «ajustar nuestras instituciones a la naturaleza humana».

Así, la primera constatación a retener estriba en limitar –a la luz del evolucionismo– las posibilidades concernientes a la maleabilidad y perfectibilidad de la naturaleza humana. Asimismo, los politólogos (mejor que «la izquierda») habrían de tomar en cuenta las inclinaciones humanas hacia la cooperación recíproca, el interés individual y la organización jerárquica, todas de vocación universal: en este sentido, tanto la competencia como el altruismo encajarían –en tanto disposiciones sociales– con el prisma darwiniano. Singer abunda en su perspectiva de mano de los estudios de Garrett Hardin y R. Axelrod, de los cuales se desprenden distintas estrategias de acción cuyo rendimiento óptimo cuadra con una valoración biológica de la conducta humana. Obviamente se trata de decisiones racionales (como la denominada tit for tat, manejada en teoría de juegos); su fecundidad radicaría en el ajuste que presentan con nuestros resortes innatos.

Cabría con todo apuntar una par de críticas que relativizan la redondez de la propuesta expuesta. En primer lugar, no puede dejar de apreciarse la óptica utilitarista singeriana que colorea todo el análisis ético. De este modo, Singer se permite restringir la búsqueda del placer y la evitación del dolor a un plano orgánico, común a la animalidad, reintroduciendo posteriormente una equivalencia netamente antropológica entre felicidad (placer) y bien común. Por otro lado –en parte debido a lo antedicho–, resulta notorio cómo los razonamientos de Singer conectan con una facilidad algo sospechosa con un ideal político de signo socialdemócrata (liberal, en sentido anglo-americano), al refrendar las bondades de la economía de mercado siempre que queden compensadas por una pauta altruista que atempere los efectos del capitalismo. No obstante, la perspectiva de Singer tiene la virtud –y en ello ciframos la mayor aportación no solo de Singer, sino de la psicología evolucionista al debate teórico político– de advertirnos contra la tentación de pretender erradicar todo conflicto, objetivo idealista condenado al fracaso, pero cuyo acento totalitario es susceptible de arrostrar, en el curso de su tentativa, consecuencias fatales. En efecto, frente a las cautelas que nos suscitan los anhelos maximalistas del programa naturalista, no resulta en absoluto impertinente apreciar en cambio –en un sentido contrario, minimal– las contribuciones restrictivas que nos proporciona tal programa, bloqueando los delirios que, impulsados por la «apropiación democrática» de atributos propios de la voluntad divina, estima posible construir sistemas sociales fantásticos, menospreciando los dispositivos biológicos que condicionan nuestras acciones. Sorprende por ello, la invocación de Singer a un futuro en el que quepa superar toda determinación biológica, vía manipulación genética, desatando una nueva forma de libertad. Postura acaso propiciada por la desestimación –en gran medida inconsecuente–, de una visión metapolítica agonal y escéptica, aun extra-científica, en beneficio de otra progresista, igualmente por cierto extra-científica, cuando no directamente religiosa (vid. infra).

Limitémonos de momento subrayar esta apertura del darwinismo al pensamiento político, susceptible de repercutir sobre los presupuestos epistemológicos de la politología. Acaso podría hablarse de bio-politología, sin confundir esta noción con el concepto heredado de biopolítica, que se ha venido abriendo paso en las últimas décadas inspirado por los trabajos de Foucault. Recordemos cómo Foucault introduce el concepto de biopolítica (íntimamente vinculado al de biopoder) a propósito del estudio de las técnicas orientadas al disciplinamiento de los cuerpos (normas morales, legales, &c.) y al pautaje de los ritmos productivos requeridos para el mantenimiento del sistema capitalista. También recurre a tal concepto para analizar cómo los gobiernos han pasado de preocuparse de la gestión de los territorios para centrarse en la gestión de poblaciones, de mano de la información suministrada por la estadística (tasas de natalidad, epidemias, &c.), posibilitada por los rendimientos resultantes de la revolución industrial en términos de higiene y salud. En la actualidad, G. Agamben se ha servido del concepto de biopolítica para examinar los mecanismos activados en el Estado de excepción, modelo que a su juicio regula la dinámica de los sistemas políticos (y jurídicos) contemporáneos. Ahora bien, su óptica es opuesta a la del francés, en tanto –partiendo como lo hace de los interrogantes que suscita Auschwitz– se centra en la capacidad estatal para reducir a los individuos (para perpetrar genocidios), más que en el aspecto reproductivo –sexual y económico– que implica la vida humana. En ambos casos, ciertamente, nos topamos con un estudio sobre los procedimientos que el poder político utiliza para controlar de una u otra forma la acción de los organismos humanos. No obstante, nos encontramos en un ámbito de investigación alejado del proporcionado por el evolucionismo. Con todo merece la pena mencionar el esfuerzo que Javier Ugarte está realizando en aras de precisar el alcance del concepto de biopolítica{54} –diferenciándolo por ejemplo del de biopoder{55}–, llegando a conclusiones que acaso podrían conectar con las consideraciones procedentes del pensamiento político darwinista.

VI. Implicaciones del factor cultural

VI.1. La analogía evolutiva y la teoría memética

El interés de la psicología evolucionista –del influjo de las determinaciones biológicas ancestrales en nuestro comportamiento socio-político–, no se agota en el alcance de las implicaciones morales que supone perfilar una teoría de la naturaleza humana en buena medida inalterable. De hecho, la cuestión cobra nuevos relieves cuando, del análisis de los efectos evolutivos, se pasan a considerar las dinámicas culturales humanas –las cuales, como plasmación de la variabilidad conductual, son extraordinariamente diversas. La virtud de la psicología evolucionista consiste aquí, en contraste con la sociobiología, en presuponer la existencia de atributos psico-biológicos comunes a toda la especie humana, evitando el riesgo de explicar las diferencias culturales en términos de genética poblacional (como reflejo precisamente de su diversidad), tal y como suponía E.O. Wilson.

En su lugar, se pretende respetar el decurso autónomo de las producciones humanas, en consonancia con las categorías científico-sociales al uso, pero recurriendo –y esto es lo esencial– a la analogía evolutiva a la hora de desentrañar sus ritmos propios. De lo que se trata es de un ejercicio de conciliación entre ambos mundos que, sin caer en el continuismo naturalista, estima que el proceso de transmisión cultural opera según pautas similares a las de la dinámica biológica, en función de la eficacia de la información transmitida. Esta perspectiva obtiene su fuente de la obra de Dawkins, El gen egoísta, en la que se propone la existencia de unidades de transmisión culturales equivalentes a los genes: los memes, elementos desde los que se levantan las culturas como conjunto de conductas y normas aprendidas. El principal obstáculo con el que inmediatamente se encuentra este planteamiento radica en la peculiar lógica que articula la transmisión memética (en rigor: transmisión de información), ciertamente distinta a la que opera en la genética. En el ámbito cultural, la transmisión no sólo es vertical (de padres a hijos) sino que también es no parental, ya sea horizontal, ya oblicua (intergeneracional). Por lo demás, la transmisión se produce a lo largo de toda la vida del organismo humano, y los propios individuos pueden seleccionar la información, cosa que resulta imposible a nivel genético –por más que los rasgos trasmitidos se acentúen conforme transcurren los años, y determinados mecanismos propios del plano etológico estén implicados en los procesos forjados por la presión selectiva. Estas singularidades no han sido óbice para que diversos autores hayan interpretado los sistemas culturales en clave hereditaria{56}.

Particularmente interesante resulta la aproximación de R. Boyd y P.J. Richerson (Culture and the evolutionary process, 1985; The Origin and Evolution of Cultures, 2003), precisando los procesos según los cuales la transmisión cultural entre los humanos es irreductible a la que se produce entre chimpancés, u otros animales dotados de culturas. Es crucial notar cómo, en primer lugar, para estos autores la eficacia cultural no equivale a la eficacia biológica, puesto que no es extraño que se propaguen rasgos culturales no adaptativos –y en esto se distanciarían un tanto de la ortodoxia evolucionista–, sin dejar de resultar funcionales a su escala. Así, el descenso de la tasa de natalidad en las sociedades desarrolladas, ineficaz biológicamente, se entendería como una adaptación cultural al proceso de modernización. Pero la hipótesis central que estos autores postulan se cifra en las capacidades cognitivas que los humanos han desarrollado a fin de poder acumular generacionalmente el conocimiento adquirido, punto este de la acumulación que marca la diferencia de su transmisión cultural respecto de sus parientes más próximos. Particularmente, la característica cognitiva central residiría en la capacidad de imitación como tipo de aprendizaje social de la que los chimpancés carecerían{57}. Es curioso constatar cómo los autores minimizan el alcance del aprendizaje individual –que humanos y chimpancés compartimos–, desde el que se generan las conductas innovadoras. Más beneficioso, o rentable en términos evolutivos, resultaría el aprendizaje social, cuando menos en ambientes estables, puesto que evita los costes asociados al aprendizaje por ensayo-error propios del aprendizaje individual, y favorece la adaptación –siempre y cuando el aprendizaje no sea indiscriminado.

Ahora bien, la clave –decíamos– estriba en la capacidad imitativa, superior a la mera «facilitación social» que se produciría entre los chimpancés (una suerte de re-invención procurada por la proximidad, más que una estricta mimesis), a la que precisamente se debería la posibilidad de acumular aprendizaje y, por ende, de acceder y procesar información que de forma autónoma resultaría imposible alcanzar. Más aún, la especificidad residiría en la capacidad de verdadera imitación en la que está comprometida no sólo la conducta sino también la intención. Sentado lo anterior, Boyd y Richerson distinguen entre dos tipos predominantes de estrategias de imitación: aquella orientada al conformismo (imitar a la mayoría, lo que implica compartir memes comunes), y aquella orientada al prestigio, atractiva en tanto se presupone que los memes de los individuos con éxito social (estatus) son superiores (modélicos), aun no siendo forzadamente adaptativos, como hemos comprobado con el ejemplo de la natalidad.

Desde una óptica más cercana a la psicología evolucionista, Dan Sperber ha recogido las aportaciones de Boyd y Richerson proponiendo una visión de la cultura como

«epidemiología de las representaciones», en la que las representaciones, en el papel de memes, se difunden como una epidemia en razón de su valor adaptativo, y donde la diversidad actual de las manifestaciones culturales tendría su explicación en el desfase existente entre los módulos cognitivos que hemos heredado del Pleistoceno y el acelerado ritmo de cambio ambiental que viene experimentando la especie humana tras su pre-historia.

En todo caso, la potencia de la psicología evolucionista en relación a los aspectos culturales de la vida humana se ha condensado ante todo en las dimensiones lingüística y moral, no por casualidad estrechamente vinculadas a la activación de sistemas de creencias simbólicos, a la reglamentación de los comportamientos y al diseño de instituciones socio-políticas. Ambas dimensiones aparecen de hecho conectadas en la propuesta igualmente evolucionista de Laureano Castro y Miguel A. Toro{58}, quienes consideran que la capacidad lingüística responde a una optimización adaptativa del sistema de transmisión cultural expuesto. Sistema imitativo en el que, a su juicio, desde un estadio pre-lingüístico –como hemos señalado anteriormente–, estaría comprometida nuestra capacidad de enjuiciar el valor –malo o bueno– de las conductas aprendidas, lo que serviría precisamente para favorecer el desarrollo del lenguaje.

VI.2. De la cultura animal a la cultura humana: el proceso de inversión antropológica

Presentamos por último un tratamiento materialista de la cultura que: a) incorpora los logros de la etología y la genética en su planteamiento, pero trazando una línea de demarcación entre la cultura humana y la animal; y b) considera por tanto que las culturas humanas tienen sus propios ritmos, pero sin restringir sus dinámicas a un plano informacional, tal y como pretende la teoría memética. Tal es el planteamiento que G. Bueno delinea, erigido sobre el análisis que efectúa sobre la categoría etológica, en el que se ocupa de la doble distinción animal/hombre, y naturaleza/cultura, desde un ángulo onto-gnoseológico{59}. Bueno estudia las implicaciones de dos hipótesis opuestas, llevadas a sus extremos: la hipótesis que postula el discontinuismo dualista entre ambos términos (extramuros de toda concepción materialista{60}, y la hipótesis del continuismo monista, partiendo de una distinción a tomar como premisa –la de la diferencia entre el continuismo genético (causal), y el continuismo estructural-. Así, su argumentación concede espacio a la posibilidad del discontinuismo estructural, toda vez que desde una óptica evolucionista se constaten los intervalos que median entre géneros y especies. Es importante pues observar que tal concesión se realiza desde una lógica plotiniana: las especies proceden de un tronco común y, en tanto envueltas en un sistema genérico, cabe observar entre ellas rasgos co-genéricos. Esta explicación, fundada como vimos en la revolución lógica debida al darwinismo, corrige la lógica linneana que opera de un modo rígido y deductivo, a través de la situación del género frente a las diferencias específicas. Precisamente esta lógica es la que permitirá interpretar la naturaleza humana en función de una concepción procesual y no estática, de forma análoga a cómo sucede en la dinámica biológica —como C. París insinuaba en su obra El animal cultural (1994).

Bueno rastrea históricamente la distinción animal/hombre tal y como se ha venido definiendo desde la tradición aristotélico-tomista, así como en el dualismo cartesiano, el cual modifica los términos de tal distinción, puesto que el hombre queda entonces incorporado al reino animal, pero a su vez su aspecto espiritual le salvaguardaría de ser como las bestias —visión que tendrá su correlato en la dicotomía naturaleza/cultura, considerándose esta última así como característica única y propia de los hombres. Repasada la historia, Bueno no derrumba del todo la barrera dualista, optando más bien por desplazar las líneas fronterizas a otro terreno, y cuestionando –por ende– la superposición biunívoca de la distinción naturaleza/cultura al par conducta innata/conducta aprendida. En consecuencia, se pone el acento en la difusa noción de comportamiento biológico, dado que muchas de las conductas que pasan por naturales pueden reinterpretarse como aprendidas, o cuando menos como causadas por mecanismos peristáticos. Lo que Bueno al cabo cuestiona es que la combinación de imprinting (impronta) e imitación que se produce en determinadas especies sea algo a situar en el lado «natural» de la balanza. Por tanto, la demarcación debe trazarse partiendo de la distinción entre cultura subjetiva (base de la conducta, desde donde se produce el aprendizaje), y la cultura objetiva (extra-somática, o material: plasmada instrumental o tecnológicamente), entre las que se intercala y media la cultura social, o inter-subjetiva.

Más aún: habida cuenta de la dimensión cultural integrada en los animales, resultado de su capacidad operatoria para desarrollar lenguajes así como para utilizar instrumentos{61}, la diferencia entre la cultura humana y la animal habrá que ponerla ya no en la capacidad de aprendizaje, ni tan siquiera en las resultantes productivas, cuanto en el grado de complejización que las culturas humanas alcanzan, en virtud de sus aspectos normativo e histórico (intergeneracional) –aspectos que conforman la unidad morfodinámica de una cultura humana y marcan sus ritmos conforme a la imbricación de sus elementos subjetivos y objetivos. En este contexto, Bueno aprecia el intento por detectar unas unidades culturales de comportamiento análogas a las unidades genéticas, tal y como la teoría de los memes de Dawkins pretende. Sin embargo, no estima plausible que la suma lógica de los memes de los individuos de un grupo logre reconstruir la forma cultural a que el grupo ha dado lugar, puesto que la estructura lógica resultante no está en absoluto prediseñada en la conducta de cada miembro. Por descontado, ni cabe reducir los contenidos culturales a mera información ni desde luego resulta pertinente considerar esta como inmaterial{62} (y no ya solo por la inclusión de sus soportes materiales). Lo crucial radica en todo caso en el punto crítico desde el que, a partir de cierto momento de desarrollo de los grupos humanos, se debe producir una inversión de la perspectiva de análisis, que en Bueno toma el nombre de inversión antropológica.{63} Así, el límite de la etología se encuentra en aquel momento donde las leyes que orientan la conducta de los sujetos no pueden explicar la plasticidad de sus producciones culturales e, inversamente, su conducta deberá explicarse más bien en función de las mismas, según los cursos autónomos que desarrollan las culturas humanas{64}.

En cuanto al debate epistemológico que el naturalismo remueve, postulando un tratamiento científico de los contenidos antropológico-culturales análogo al de las ciencias positivas, baste recordar cómo la gnoseología de las ciencias humanas planteada por Bueno no supone sino un reajuste de los protocolos procedimentales propios de todo cierre categorial (científico-positivo) a círculos de estudio cuya peculiaridad estriba en la identidad metodológica que se produce entre el sujeto gnoseológico y el sujeto temático. Por lo tanto, aun sin cristalizar como ciencias en sentido estricto, desde las coordenadas del materialismo filosófico las disciplinas humanas continuarían perteneciendo a un marco operatorio común al resto de las ciencias.

VII. Consideraciones finales

En el presente trabajo hemos considerado las contribuciones que la psicología evolucionista ha aportado al entendimiento del ser humano como especie cuya conducta se encuentra condicionada por mecanismos cerebrales innatos resultantes del proceso de hominización, pasándose revista a las propuestas que sostienen la existencia de determinantes biológicos que repercuten sobre nuestro aprendizaje. No por ello se ha dejado de criticar el enfoque reduccionista que pretende dar cuenta de las acciones humanas y, en ultima instancia, de su organización social, como estricta plasmación de su naturaleza heredada. A su vez, se ha querido subrayar la importancia no incompatible de contar con los factores biológicos (genéticos, fisiológicos, &c.) y etológicos intercalados en nuestra capacidad antropológico-proyectiva: toda ingeniería socio-cultural que omita el alcance aun relativo de su influencia se aproximará más al campo de la política ficción –cuando no de la metafísica voluntarista– que de la programática racional, punto que cualquier tratamiento científico-social no debiera ignorar.

En lo que sigue, a modo de conclusión, haremos hincapié sobre la paradójica tendencia secular (o laica, a la que se adhieren Dawkins, Dennet, Singer o Wilson) que se ha desarrollado en el contexto del darwinismo, al hilo del trabajo llevado a cabo por D. Negro Pavón en El mito del hombre nuevo (2009). Su perspectiva tiene la virtud de desvelar con precisión algunos de los mecanismos ideológicos activados en la modernidad en tanto, a su juicio, el secularismo, más que establecer una distinción entre Iglesia y Estado (por lo demás ya trazada en el pensamiento cristiano) inaugura una nueva clase de religión. Así, de la misma forma que las religiones tradicionales configuran el mito de un hombre pleno que se realizará en la vida de ultratumba, la religión secular diseña un mito terrenal, encarnado en el advenimiento de un hombre nuevo que poblará el futuro. Bajo esta aspiración se esconde una confianza radical en los conocimientos científicos (cientificismo), cuya adquisición, mediante la aprehensión de las leyes naturales, nos lleva a atribuirnos omnipotencia divina. Esta fe en el futuro conduce en última instancia –y he aquí la paradoja– a pretender la inmortalidad a través de la mutación de la naturaleza humana, teorizada en lo que D. Negro denomina bio-ideología del transhumanismo{65}. Por consiguiente, la religión secular supone que el hombre no tiene una naturaleza predefinida, tal y como consideraban las religiones tradicionales (lo que no impedía predicar la perfectibilidad moral).

D. Negro cifra en el nuevo humanismo (cuya génesis es cristiana) el movimiento mediante el cual fragua la religión secular, una vez el poder político se concentra en instituciones extra-religiosas. Señala asimismo cómo el calvinismo también contribuyó a fundar los cimientos de la nueva religión por cuanto los calvinistas «aspiraban como puritanos a reformar la sociedad cambiando al hombre mediante el conocimiento»{66}, utilizando para esta pretensión instrumental legal. En efecto, el Derecho como fuente de la moralidad sería la palanca que sustituiría en adelante el uso de la fuerza, en tanto tecnología de poder que articula el Estado futuro: el resultado desemboca en una concepción escatológica de la política que pasa a ocupar el rol de la religión. De ahí que esta mentalidad lamine la distinción entre los dos poderes (terrenal/espiritual), absorba el concepto de eternidad, y se marque como objetivo el gobierno del porvenir «para hacer de él un eterno presente». De acuerdo con dicha mentalidad, la cita a G. Gentile cobra toda su significación:

«La dimensión política, después de haber conquistado su autonomía institucional en la confrontación con la religión tradicional, adquiere una dimensión propiamente religiosa, en el sentido de que asume un carácter propio de sacralidad hasta el punto de reivindicar para sí la prerrogativa de redefinir el significado y el fin fundamental de la existencia humana».

La política, politizando la naturaleza humana, pasa en la modernidad como biopolítica a gestionar tareas a las que anteriormente no detentaba, empezando por la misma delimitación (ambientalista) de la vida humana: he aquí, según D. Negro, el germen del totalitarismo. Será precisamente el historicismo (encarnado en la figura de Dilthey) el que durante el s. XIX impulsará el ambientalismo propio de la política totalitaria, que –tras la II Guerra Mundial– se modula como categoría biopolítica. Desde su análisis, D. Negro termina enfrentando –en términos de Oakeshott–, la política de la fe simbolizada por la nueva religión civil humanista (ya esbozada por Rousseau a través del mito del citoyen), a la política del escepticismo, representada por Hume, como cuestionamiento del alcance de la capacidad racional del hombre, esto es, como recordatorio de sus limitaciones naturales{67}.

La virtud del trabajo de D. Negro radica en apuntar hacia el que quizá sea el asunto más peliagudo que suscita la teoría darwinista: el relativo al futuro que nos deparará el decurso evolutivo de la especie humana. De hecho –y esto es lo crucial– gran parte de las hipótesis que hemos traído a colación descansan en última instancia en una toma de postura –en rigor, en una decisión no científica, sino ideológica– referida a este debate, en el que se enfrentan posturas contrarias. Por un lado, nos encontramos con la apuesta por la estasis, según la cual no nos esperan grandes cambios; es la opción suscrita por Steve Jones, del departamento de genética de la University College de Londres, quien afirma que la evolución genética humana ha finalizado, y mantiene que habrá que acudir al factor cultural para explicar la evolución futura. Frente a ella se levanta la hipótesis de la especiación bajo la que se sostiene la posición de que el ser humano evolucionará hasta transformarse en una nueva especie, vía manipulación genética —con la posibilidad añadida de encauzarnos hacia una simbiosis con máquinas, tipo modelo cyborg. Justamente es en el trasfondo de esta opción transhumanista en el que se nos aparece el horizonte mítico y armónico de la inmortalidad humana. Pero este es un tema desborda con creces las ambiciones del presente trabajo.

Notas

{*} La redacción del presente artículo finalizó en octubre de 2009. Por distintas razones, su publicación no se ha producido hasta ahora. A la luz de diversos trabajos e informaciones que han aparecido desde entonces, hubiese sido conveniente actualizar ciertas partes del mismo. En efecto, una pertinente revisión habría de incorporar la lectura del libro El mito del cerebro creador, del profesor Marino Pérez Álvarez, y del artículo de Iñigo Ongay de Felipe: «Ni innato ni aprendido: capas básicas y capas metodológicas de las ciencias de la conducta», El Catoblepas nº 110, además de precisar el alcance del «comportamiento científico inapropiado» del ya ex profesor de Psicología evolucionista de la Universidad de Harvard, Marc Hauser, sobre los razonamientos expuestos. Sin embargo, y aun a riesgo de resultar insuficiente, ello postergaría aún más –quizá sine die– la puesta a disposición al público del texto, por lo demás acaso provechoso en alguno de sus apartados.

{1} «El darvinismo visto desde el materialismo filosófico», El Basilisco, nº 20, 1996. Disponible en: http://www.filosofia.org/rev/bas/bas22001.htm

{2} No en balde las premisas gnoseológicas propias del materialismo filosófico –como filosofía de la ciencia que es– tienen por objeto delimitar el grado de verdad que alcanzan las ciencias. A su vez, no cabe olvidar que al analizar diversos teoremas circunscritos a campos científicos precisos, no dejamos de encontramos con múltiples ideas que rebasan el ámbito estricto de las ciencias (como las de realidad, mundo, causa, naturaleza…), circunstancia que el análisis filosófico debe contribuir a esclarecer.

{3} En torno a otras interpretaciones no gnoseológicas del darwinismo –tales como la influencia de las condiciones sociales de la Inglaterra victoriana del siglo XIX, o la intentona de J. Woodger de formalizar axiomáticamente la teoría evolucionista–, consúltese el artículo de D. Alvargonzález. Por lo demás, hay que constatar la influencia de factores gnoseológicos no estrictamente internos, en tanto configuran el pre-contexto teórico del darwinismo tales como la potencia científica de la Inglaterra colonial del siglo XIX; o la orientación económica smithiana predominante entonces.

{4} Es habitual tildar esta concepción como «hiperrealista» por cuanto las realidades ante las que nos sitúa el rendimiento de las ciencias no se consideran pre-existentes a estas: son las propias ciencias las que nos ofrecen una realidad ampliada –diríamos, actualizada– cuyo desconocimiento o rechazo bloquea el acceso a lo existente o, vale decir, el desarrollo de nuestra conciencia lógica.

{5} Como recuerda G. Bueno: «Todo proceso biológico implica un proceso físico químico (y de ahí la tendencia al reduccionismo descendente), pero no recíprocamente».

{6} Por último, cabe subrayar la saludable advertencia de Alvargonzález acerca de la imposibilidad de interpretar el evolucionismo en el marco de una historia natural global, puesto que una idea total de naturaleza implica una pluralidad tal de fenómenos heterogéneos inscritos en ámbitos distintos, que su mera enunciación resulta ya confusionaria, y en ningún caso asimilable a la categoría biológica. En consecuencia, la eficacia del evolucionismo como modelo científico queda excluida de situaciones que remitan metafísicamente a la «totalidad del mundo». Pero es que además existen factores abióticos que cabe reinterpretar eventualmente en términos de medio entorno, y que aun siendo externos al campo biológico pueden sin embargo afectar en su curso.

{7} No está de más recordar aquí cómo, desde el establecimiento de la teoría darwinista, las implicaciones del evolucionismo se han encontrado con dos núcleos de resistencia –de signo moral, más que científico. Desde posiciones conservadoras y clericales, la ubicación del origen de la especie en el horizonte del reino animal y, más concretamente, en el círculo de la familia homínida, es desestimada en beneficio del relato bíblico, sofisticadamente reformulado en nuestros días de acuerdo al modelo del diseño inteligente. Desde posturas progresistas, las interpretaciones desigualitarias y competitivas que implicaba el darwinismo ralentizaron su aceptación, bloqueando de forma rotunda su difusión –cuando menos, en el ámbito de las disciplinas sociales–, a causa de las fantasías eugenésicas desarrolladas en la primera mitad del siglo XX.

{8} En efecto, Gould y Lewontin han insistido en rebajar las ambiciones de la explicación adaptacionista, haciendo hincapié en que ciertos rasgos pueden no deberse a la presión selectiva, criticando enfáticamente el análisis atomizado de las transformaciones. Argumentan que ni siquiera Darwin era «pan-seleccionista», indicando que determinados caracteres de una especie pueden variar en función de causas azarosas, «como consecuencia de reordenaciones debidas a la modificación adaptativa de otras partes del organismo», o por ajustes con el ambiente. Véase: «La adaptación biológica», Mundo científico, vol. 3, nº 22, 1983.

{9} El hecho de la variación genética parece contradecir la tendencia evolucionista en términos de selección natural, puesto que existen dudas sobre las ventajas evolutivas que aquella acarrea (contradicción existente entre el polimorfismo genético y el modelo de la biología evolucionista). Entre sus posibles razones se barajan dos: 1) la selección de balance, según la cual se produce un equilibrio de rasgos que impide la supresión de unos sobre otros, bajo la hipótesis de que no son muchos sino pocos los genes que afectan a nuestras características; y 2) el enfrentamiento mutación-selección.

{10} Como ejemplo de sus argumentaciones frente a las tesis sociobiologicistas puede ponerse por caso la crítica al trabajo D. P. Barash acerca del comportamiento del petirrojo azul de las montañas, limitado a la fase previa a la fecundación (según el estudio de Barash, una vez fecundada la hembra el petirrojo ya no manifiesta «celos» debido a que la reproducción de sus genes ya está en marcha).

{11} La potencia explicativa de la teoría evolutiva, acotando la modificación y especiación de los organismos según su adaptación al entorno, también se ha visto debatida desde otros frentes. Así, Michael H. Behe, partiendo de las evidencias bioquímicas disponibles concluye que el darwinismo está incapacitado para dar cuenta de la estructura molecular de determinados sistemas –por ejemplo, la coagulación de la sangre– cuyos mecanismos no pueden a su juicio reducirse al modelo evolutivo. Lástima que frente a los obstáculos que detecta, Behe prefiera acogerse a la idea acuñada por W. Paley, abandonándose a la teoría (extra-científica) del diseño inteligente.

{12} Véase su obra: Ocho hitos de la evolución: del origen de la vida al nacimiento del lenguaje, Tusquets, Barcelona, 2001.

{13} Véase: Symbiotic Planet: A New Look at Evolution (1998).

{14} También el neodarwinismo cifra en mutaciones aleatorias del ADN –consecuencia de la replicación–, o en circunstancias azarosas (al margen de la selección natural), el origen de la variabilidad genética, no así obviamente su curso posterior.

{15} Véanse sus artículos: «Biología e individuo corpóreo: el problema del ‘sexto predicable’. 1. Sentido darvinista de la evolución», El Catoblepas nº 41 (julio 2005), y «Biología e individuo corpóreo: el problema del ‘sexto predicable’. 2. Formulación del teorema darvinista de El origen de las especies», El Catoblepas nº 51 (mayo 2006).

{16} De nuevo, una reflexión de naturaleza filosófica en torno a las «guerras darwinianas» queda justificada debido al uso de ideas y conceptos (adaptación, variación, herencia, especie, gen, continuidad/discontinuidad…) que parecen adoptar significados diversos, incluso contrapuestos, según la escuela a la que se pertenezca, hasta el punto de que –según Insua– no se cuenta todavía con una versión estable de la teoría evolucionista.

{17} A raíz de su libro: El gen egoísta (1977).

{18} Enlazando con la fórmula de Plotino según la cual: «los heraclidas forman un mismo género no porque tengan un carácter común sino porque proceden del mismo tronco» (Enéadas).

{19} Insua sofrena por tanto el alcance del neodarwinismo, sin por ello restarle centralidad al proceso selectivo.

{20} Patrón que responde a las múltiples interacciones sociales acontecidas durante millones de años.

{21} Una de sus premisas más cuestionables consiste en tomar las condiciones de vida de nuestros ancestros cazadores-recolectores como si fuesen homogéneas. Otro tanto puede decirse del compás temporal seleccionado: sirva como botón de muestra el argumento que –sin salirse del paradigma evolutivo– sitúa la génesis de ciertos sistemas emocionales en periodos anteriores a la aparición de los mamíferos, mientras que otros rasgos genéticos humanos pueden en cambio alterarse en intervalos de unas 18 generaciones (450 años). Como ejemplo de cambio adaptativo «moderno» es conocido el caso del gen encargado de la digestión de la lactosa, extendido en Europa (80%), mas no en Asia (20%). En torno a las críticas a la psicología evolucionista, consúltese: David J. Buller: «Cuatro falacias de la psicología evolucionista popular», en Investigación y ciencia nº 388 (enero 2009).

{22} Cosmides y Tooby han analizado los defectos del SSSM, reduciéndolos a tres fallos principales: su concepción anticuada del desarrollo cognitivo del cerebro, predispuesto innatamente; su incomprensión acerca del debate naturaleza/entorno, incapaz de interpretarlo en clave interactiva; y su desconocimiento del proceso filogenético que ha determinado evolutivamente (selectivamente, en ambientes ancestrales) el carácter modular de nuestro cerebro, especializado en dominios, y la existencia de pautas psico-biológicas. Frente a dicha concepción, estos autores han propuesto un Modelo Causal Integrado a fin de explicar los fenómenos culturales (en los que se produce un tratamiento e intercambio de información a través de representaciones lingüísticas), en clave poblacional, o epidemiológica: «los fenómenos culturales son la expresión ecológica de la dinámica de las representaciones». Castro Nogueira, Laureano, y otros: ¿Quién teme a la naturaleza humana?, Tecnos, Madrid, 2008, pág. 244.

{23} Steven Pinker, La tabla rasa, el buen salvaje y el fantasma en la máquina, Paidós, Barcelona, 2005, pág. 54.

{24} «Naturaleza humana: mito y realidad».

{25} Tal y como demuestra la adscripción fenomenológica de Th. Luckmann, principal instigador de tal visión.

{26} Para explicarlo, C. Iglesias recurre a la teoría estructuralista del lenguaje, de acuerdo con la cual el niño salvaje no alcanzó a aprehender la asociación arbitraria que se produce entre el signo y su significado, vinculado a un contexto (pág. 406).

{27} Iglesias recurre aquí a la obra de Heisenberg: La imagen de la Naturaleza en la física actual, haciendo alusión a la influencia del observador sobre los experimentos en la mecánica cuántica.

{28} Carmen Iglesias, Razón, sentimiento y utopía, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2006, pág. 413.

{29} En torno al estudio de gemelos, cabe recordar la entrevista que Frank Miele realizó a los profesores Thomas J. Bouchard y Nancy L. Segal, en la Revista Skeptic (enero 2009). En ella se repasa el estado de la genética de la conducta, y se consideran algunos asuntos polémicos como el de la posibilidad de que los comportamientos de corte étnico contengan una base genética. A lo largo de la conversación, los profesores evocan el relanzamiento que, tras los desmanes eugenésicos de principios del siglo XX, conoció la disciplina a partir de la segunda mitad del mismo, gracias al desciframiento del ADN o el descubrimiento del vigésimo-primer cromosoma extra en el Síndrome de Down. En este sentido, Nancy Segal describe cómo le llamó la atención los parecidos observados entre los gemelos monocigóticos, así como las diferencias registradas entre los gemelos virtuales («niños sin relación biológica adoptados por la misma familia al mismo tiempo»). A su juicio, los resultados obtenidos han logrado delimitar con gran precisión la influencia del entorno familiar compartido. De este modo, además, se pudieron establecer las conclusiones principales de la genética de la conducta: a) los factores genéticos son importantes en casi todos los rasgos de nuestro comportamiento; b) la inteligencia y la personalidad centran gran parte de las investigaciones debido a su heredabilidad; c) el alcance de la influencia ambiental en los individuos va disminuyendo a medida que pasa el tiempo; y d) los estudios sobre genética de la conducta se refieren a variaciones dentro de un grupo acotado de población: no se aplican a los individuos concretos ni a las diferencias entre poblaciones. En torno a estas tesis, ambos profesores subrayan las diferencias que pueden darse entre gemelos monocigóticos. Y no sólo por la activación o desactivación de genes que puedan acontecer, sino también por las «variaciones del número de copia» debidas a segmentos de ADN que difieren. Asimismo, es importante considerar la definición de entorno que proponen. Se trata de una concepción que rechaza la idea de un ambiente estático, al que no afecte la acción humana. En su lugar, estiman que el entorno «es algo literalmente creado por el organismo». Esta concepción supera el debate que confronta naturaleza y entorno, ya que serían las propensiones genéticas las que producirían las experiencias ambientales. Según lo interpretamos, ello no quiere decir que el entorno sea una invención, sino que los individuos, sobre una pluralidad de entornos, buscan ambientes en los que puedan desarrollar mejor sus habilidades. De hecho, es lo que se infiere de lo que afirma Th. Bouchard cuando habla del «Trait-by-Environment» (Encaje de Rasgo-por-Entorno). En el contexto de esta cuestión, Nancy Segal recuerda que la heredabilidad es una estadística de una población dada, y que las cifras que usualmente se manejan –acerca del componente genético de la personalidad o de la inteligencia– se han extraído de estudios en sociedades occidentales industriales. Precisamente estas sociedades, en tanto están en gran parte orientadas a crear condiciones de vida equitativas, son las más susceptibles de mostrar la variabilidad genética: cuando menos diferencias se deban al entorno, más claramente se exponen las diferencias genéticas. Por lo demás, Th. Bouchard parece estar de acuerdo con la existencia de un factor general de la inteligencia (factor g), puesto que las tareas intelectuales guardan cierta interrelación, en contraste con lo que ocurre con la esfera de la personalidad. No obstante, advierte de la presencia de «muchas habilidades específicas y residuales, tales como la habilidad espacial, la habilidad verbal y la habilidad perceptual». Tras estas notas, el entrevistador recupera el aspecto más político del debate naturaleza/entorno, planteando la cuestión de la influencia del factor hereditario sobre el comportamiento entre diferentes etnias. Pues bien, aun tomando la cautela de recordar que la genética del comportamiento no estudia las diferencias entre poblaciones, Th. Bouchard sugiere como altamente probable que entre las poblaciones humanas existan diferencias en cuanto a sus propensiones genéticas. El propio Th. Bouchard justifica su postura apelando a la libertad de expresión, en términos de libertad de investigación científica, aun a riesgo de llegar –como reconoce que sucede– a «situaciones de abuso potencial».

{30} En línea con los estudios de Herrnstein, no exentos de polémica. Según tal perspectiva cabe medir la inteligencia a través de pruebas que calculan el coeficiente intelectual de los individuos. Bien es sabido que el argumento que entiende las diferencias entre CIs en virtud de causas genéticas (heredabilidad) puede conducir a conclusiones tan racistas como falaces: la heredabilidad observada en el interior de una población no permite comparaciones entre medias de varias poblaciones.

{31} El psicólogo H. Gardner rechaza la existencia de esta capacidad general, proponiendo en su lugar la existencia de inteligencias múltiples: lingüística, musical, lógico-matemática, visual y espacial, kinesica corporal, intrapersonal e interpersonal (La teoría de las inteligencias múltiples).

{32} Tal objetivo está además en sintonía con su rechazo a la hipótesis de la tabla rasa. Ciertamente, nos recuerda, la adscripción a esta última perspectiva fue un buen antídoto contra las doctrinas eugenésicas; pero, a su vez, la creencia en la maleabilidad de la naturaleza humana condujo, a su parecer, a los crímenes inspirados en el comunismo.

{33} Todo ello le servía a Pinker como introducción para tratar de la genómica personal, advirtiendo que la secuenciación del genoma que las empresas proponen afecta a una mínima porción del mismo. En su caso, el Proyecto de Genoma Personal tan sólo ha secuenciado una parte de su exoma (apenas un 1% del genoma, relativo a las proteínas que registran las enfermedades hereditarias). Tras examinar los resultados, Pinker afirma que los genes individuales no proporcionan demasiada información: es lo que denomina «Paradoja del Gen». El autor es consciente de que resulta poco frecuente encontrar genes que tengan grandes efectos visibles en un número amplio de personas. Por otro lado, también sabe que los resultados de la genética de la conducta no son aplicables a casos individuales Y así, llega a asegurar que «los genomas personales serán dentro de algún tiempo más recreativos que diagnósticos». Pero no cree que por ello la genómica personal vaya a desaparecer; al contrario, a su juicio mejorará y ofrecerá una «mejor comprensión de las causas biológicas de la individualidad». Sin embargo, no contribuirá a resolver la complejidad de los individuos, toda vez que los genes no influyen directamente sobre la conducta al estar esta mediada por la actividad cerebral.

{34} Consúltese: Claves de razón práctica nº 167, 2006.

{35} Adviértase cómo el presupuesto liberal marca un límite en función del cual el pluralismo de Rorty no llega a convertirse en relativismo: la defensa de la libertad individual implica unas condiciones materiales de posibilidad para su ejercicio, tales que han de sostenerse inevitablemente en un aparato conceptual doctrinario.

{36} Chomsky recurre al argumento que explica cómo, pese a la pobreza de información que recibimos, logramos alcanzar una competencia lingüística organizada y coherente. Foucault, en cambio, aborda la noción de naturaleza humana desde una perspectiva opuesta: de acuerdo al tratamiento histórico de la arqueología del saber, la entiende como un indicador destinado a cumplir una serie de funciones precisas según la época, más que como un concepto científico. Su visión entronca con una suerte de relativismo epistemológico en el cual tanto el descubrimiento de una teoría científica, como el papel del sujeto cognoscente, quedan subsumidos en el contexto histórico que contiene las claves del curso de la ciencia. El interés de su enfoque radica, no tanto en enumerar verdades, cuanto en detectar las trasformaciones que se producen en el plano de la comprensión, así como en dar cuenta de sus razones. Es decir, en explicar socio-históricamente por qué se modifican las reglas que articulan un campo de conocimiento. Seguidamente, Chomsky trata de reencauzar el debate, aplicando análogamente su modelo al caso de elaboración de nuevas teorías científicas, y sopesando (de forma meta-científica) cómo dado un número limitado de información es posible dar con ciertas estructuras científicas. Este es el punto en el que el diálogo pasa a ser un poco un diálogo para besugos, puesto que la perspectiva de Foucault bloquea todo avance en torno al funcionamiento interno de las ciencias positivas. Foucault renuncia a admitir que las regularidades que establecen las leyes físicas estén precondicionadas por la estructura intelectual inserta en nuestra naturaleza (hipótesis próxima al idealismo), ya que, a su parecer, lo están más bien por el modo de producción desde el que procede la ciencia. Su intervención tiene la virtud de establecer una distinción aclaratoria, entre el aspecto organizativo-formal del saber, al que se refiere su interlocutor, y los contenidos del mismo, de los que él habla. Chomsky a su vez precisa que, en el marco del debate, se deben disociar dos asuntos: el estudio de las propiedades inherentes a nuestra naturaleza, por una parte; y el estudio de las condiciones socioeconómicas que influyen en el decurso de la historia del conocimiento, por otra. Es decir, ambos llegan tan sólo a la mitad del debate a la premisa desde la que tendrían que haber iniciado su conversación, acaso precisamente a través de la pregunta que formula el público: «¿En qué medida la naturaleza humana está sujeta al cambio histórico?». La respuesta de Chomsky es tajante y será justamente la que cuestione Foucault en la segunda parte de la discusión. Este se encuentra algo más en su terreno, a tenor de cómo subraya la importancia de la política, en tanto la considera el «tema más crucial de nuestra existencia, esto es, la sociedad en la que vivimos, las relaciones económicas dentro de las que funciona y el sistema de poder que define las maneras, lo permitido y lo prohibido de nuestra conducta». Aprovecha entonces para presentarnos sus conocidas consideraciones acerca del poder político, cuyo ejercicio desborda las instituciones político-administrativas, infiltrándose en el funcionamiento, aparentemente neutral, de instituciones civiles como la escuela, los psiquiátricos, las cárceles o la familia. Por su parte –y aquí reside el núcleo de nuestro interés– Chomsky explica que su perspectiva pretende levantar una teoría social basada en la naturaleza humana, apoyándose en una noción de la justicia que considera universal y por tanto solidaria de aquella: «creo que hay cierto tipo de fundamento absoluto […] que en última instancia reside en las cualidades humanas fundamentales, sobre las que se basa un concepto ‘real’ de justicia» (pág. 78), Este es el punto neurálgico en el que estimamos que precede a Pinker –aun posicionándose políticamente en un lugar contrapuesto a este. La reacción de Foucault parece en primer lugar cauta, arguyendo los enormes riesgos que arrostran las equivocaciones, citando más adelante al Mao que distingue entre naturaleza humana burguesa y naturaleza humana proletaria. El argumento de Foucault se torna relativista en cuanto asocia la idea de justicia universal a instrumento de lucha por el poder, reduciéndolo pues a un concepto de clase. Análogamente, sucedería lo propio con los conceptos de naturaleza humana, autorrealización, &c. Todo lo cual nos hace replantearnos si, como asegura Rorty, Pinker combate realmente contra «hombres de paja».

{37} «Entre el hábito y el instinto. Cuestiones ontológicas y gnoseológicas concernientes a las ideas de ‘conducta’ y de ‘evolución’», El Basilisco, nº 39, 2008.

{38} Genocentrismo que, consolidado a fines del s. XIX a través del principio de Weismann, debe su prestigio como hemos visto a su incardinación en la estela darwinista, llegando a considerar los genes como agentes evolutivos.

{39} Hipótesis que corroboraría el caso de la tolerancia a la lactosa, invocado anteriormente. En la misma línea, queda registrado el trabajo de Eva Jablonka. Desde un punto de vista evolutivo, la tesis, como indica Ongay, encaja con la perspectiva de Gould, o de Lewontin, según el cual: «aunque la selección natural puede estar adaptando al organismo a una serie concreta de circunstancias ambientales, la evolución del propio organismo cambia dichas circunstancias».

{40} El trabajo de Ongay recoge el guante lanzado por G. Bueno cuando este indicó que: «No es de extrañar que una de las cuestiones más importantes que tiene pendientes la teoría de la evolución sea la de dar cuenta de los mecanismos según los cuales las conductas etológicas de los individuos (que se mueven en el mundo apotético) pueden influir sin arruinar el ‘principio de Weissman’, es decir, sin acogerse a mecanismos mágicos, sobre la evolución orgánica. No es este el lugar para tratar este asunto; tan sólo diremos que acaso el cauce más expeditivo a través del cual la conexión puede ser entendida sea aquel por el que discurren los procesos de la ‘selección cazadora’, por un lado, y de la ‘selección sexual’, por otro» (Televisión: apariencia y verdad).

{41} Véase Carlos Castrodeza: «Del código genético al código moral», Revista de Libros nº 27 y 28 (1999). En lo que sigue rescataremos algunas ideas de este texto.

{42} Conclusión por cierto que le acerca al ángulo etológico de Frans de Waal, tras el examen comparado que este realiza entre chimpancés y bonobos en su obra El mono que llevamos dentro: no cabe priorizar las tendencias egoístas sobre las altruistas, ni viceversa.

{43} Olvido, anotémoslo, en que en el que nunca ha recaído el materialismo filosófico.

{44} En lo que sigue tomamos como referencia el artículo de Laureano Castro Nogueira y Miguel Ángel Toro Ibáñez: «Neurología de la conciencia: la actividad mental de la materia», publicado en Revista de Libros nº 67-68 (julio-agosto 2002).

{45} De forma previa a las emociones, se intercalan las conductas primarias vinculadas a la evitación del dolor y la persecución del placer.

{46} «Neurobiología de la conciencia: la actividad mental de la materia», Laureano Castro Nogueira y Miguel Ángel Toro Ibáñez, Revista de Libros nº 67-68 (julio-agosto 2002). En su artículo los autores incorporan el trabajo de Rodolfo Llinás I of the Vortex (2001) como susceptible de encajar con las premisas de los estudios mencionados, lo que resulta un tanto arriesgado. El trabajo de Llinás entiende que la función central del cerebro consiste en activar respuestas motoras ante nuestra situación frente a la realidad externa. Llinás lleva esta idea al punto de postular que el control cerebral del movimiento debe integrar la capacidad para predecir sus efectos asociados, prolepsis que diseña futuribles, necesarias para garantizar la supervivencia. La hipótesis guarda relación con el evolucionismo, si bien tal disposición a generar realidades virtuales resulte algo heterodoxa. Tanto que el soporte neurológico desde el que fundamenta su visión contiene rasgos kantianos, en tanto se esgrime la existencia de patrones fijos de acción que, resultantes de tal dinámica cerebral, determinan nuestra conducta innata. Ciertamente tales patrones no son insensibles a la experiencia; no obstante criban la información externa, como una especie de filtros a priori, puesto que lo que al cabo se está sosteniendo es una «actividad espontánea de los centros nerviosos con independencia de los estímulos exteriores». La clave de su explicación se encuentra en la pulsión periódica de descargas eléctricas (ondas de oscilación de una frecuencia de 40hz) que recorren la corteza cerebral dando lugar a la coordinación temporal de grupos neuronales distintos, posibilitando que podamos unificar imágenes y configurar conceptos: es lo que se denomina «cuantos de conciencia». Por razones análogas, descartamos del presente trabajo el problema relativo a los llamados «qualia», dado que difícilmente cabe articular una teoría científica (objetiva) sobre lo que por definición se refiere a experiencias o propiedades subjetivas no observables e incomunicables –dejando de lado ahora el debate sobre su existencia. Tampoco tomamos en consideración la hipótesis de Roger Penrose, de acuerdo con la cual –recogiendo el testigo de John Lucas– el teorema de la inconsistencia Gögel implica que hay procesos que nuestro cerebro no puede computar, aunque en lugar de afirmar que nuestras mentes son inmateriales (Lucas), Penrose recurre a la escala cuántica para, de mano del anestesista S. Hameroff, compensar la inconsistencia computacional en función de la supuesta estructura microtubular de nuestras neuronas.

{47} Las consecuencias prácticas del estudio neurocientífico de nuestras acciones adquieren un considerable relieve a la luz de los efectos que pueden tener en el ámbito jurídico. Como señalan Miguel Capó y sus colaboradores en «Neuroética, derecho y neurociencia» los efectos no se limitan a las posibles aplicaciones neuro-farmacológicas que el campo abre (castración química para violadores reincidentes, uso de escaneados y resonancias magnéticas como «máquinas de la verdad», &c.). La cuestión es que las implicaciones deterministas de la neurociencia ponen en solfa todo el aparato conceptual sobre el que se erige la noción de castigo jurídico, por lo menos en lo que respecta a su acepción retributiva –la más común. La base del problema radica en la noción de libre albedrío, sobre la que descansa la fundamentación de la autonomía y capacidad racional de los individuos. Un primer escollo nos lo ofrece el caso de la psicopatía: quienes la sufren conservan intactas sus habilidades analíticas y cognitivas; el problema reside en los procesos emocionales e impulsivos de sus comportamientos. ¿Cómo medir entonces la responsabilidad de sus actos y cómo sancionarla? Ensanchando el asunto, si aceptamos que los condicionantes de la conducta estriban en la educación, los genes y las circunstancias socio-ambientales, la propia hipótesis del libre albedrío queda derrumbada. Llama la atención el estudio referenciado de Caspi y su equipo, quienes relacionaron la variante de un gen con la manifestación de violencia en varones que han experimentado maltrato infantil («Role of genotype in the cycle of violence in maltreated children», Science 297). Acotados a su objeto, la salida de los autores consiste en vindicar la connotaciones del castigo consecuencialista, que rebaja el grado de responsabilidad individual en pro del bien futuro, sin por ello –estimamos– fomentar la reinserción social del penado, puesto que: «cabría justificar que ciertas medidas no se limitasen a un periodo de tiempo más o menos prolongado, sino que fuesen permanentes, si se llegara a demostrar que las circunstancias causantes de la psicopatía no son corregibles» (Capó et al., Revista Ludus Vitalis, vol. XIV, nº 25, 2006, pág. 169).

{48} «The Mystery of Consciousness», Time (19 de enero 2007).

{49} Por cierto, duramente criticado por R. Rorty en el New York Times (27/08/2006).

{50} La prueba, ejecutada a través de internet bajo el nombre de Moral Sense Test, puede consultarse en: http://moral.wjh.harvard.edu/

{51} «Los orígenes de la moralidad», Laureano Castro Nogueira y Miguel A. Toro Ibáñez, Revista de Libros nº 136, 2008.

{52} Que hunde sus raíces en la teoría moral de D. Hume, e irónicamente, en el emotivismo de Moore (irónicamente puesto que ahora de lo que se trata es de negar la «falacia naturalista»).

{53} A darwinian left. Politics, evolution and cooperation (1999). Desde el pensamiento político conservador también se han desarrollado propuestas de estirpe darwinista. En este lado del espectro ideológico la figura de referencia es Larry Arnhart, autor de Darwinian Conservatism (2005).

{54} Tómese como ejemplo su artículo: «Biopolítica. Un análisis de la cuestión», en Claves de razón práctica nº 166, 2006.

{55} Así, mientras que el biopoder se referiría a las aplicaciones de los descubrimientos biológicos sobre los seres vivos «con el objetivo de hacer crecer su número y dominar sus capacidades» (pág. 80), la biopolítica aludiría al uso político que tales aplicaciones abren. De modo que el biopoder no sería al cabo sino una herramienta política –cuando menos desde el origen del modo de producción capitalista– de una relevancia creciente debido al extenso abanico de posibilidades que ofrece (ecológicas, militares, médicas, &c.). Nótese por lo demás el contraste que se extrae de la comparación entre la física y la biología a la luz de su dimensión política durante el siglo XX, elevando la importancia de la segunda sobre la primera a partir del descubrimiento del ADN (1953).

{56} Entre ellos destaca Cavalli-Sforza, cuya obra La evolución de la cultura (Anagrama, Barcelona, 2007), abunda en el tema considerado.

{57} Aunque sobre este punto no existe consenso. En torno a estas cuestiones hemos consultado el texto de Laureano Nogueira y Miguel A. Toro Ibáñez: «Evolución y cultura: los orígenes de la diversidad cultural humana», en Revista de Libros nº 118 (octubre 2006).

{58} «La evolución del lenguaje», Ludus Vitalis, vol. XIII, nº 24, 2005.

{59} «La Etología como ciencia de la cultura», El Basilisco, segunda época, nº 9 (verano 1991).

{60} Aceptar un discontinuismo genético sería tanto como dar por bueno el emergentismo creacionista.

{61} «Los castores construyen diques, las aves hacen nidos», recuerda C. Geertz: «El impacto del concepto de cultura en el concepto del hombre», en La interpretación de las culturas, Gedisa, Barcelona, 1989.

{62} Al respecto cabe destacar la crítica de C. París al enfoque memético de J. Mosterín expuesta en El animal cultural.

{63} «Proceso por el cual las legalidades etológicas o psicológicas quedan subordinadas a nuevas configuraciones específicamente antropológicas», leemos en la Enciclopedia Symploké (www.symploke.trujaman.org).

{64} Ello no obsta para que desde el materialismo filosófico se aplique eventualmente el concepto de biocenosis al campo político –como sociedad constituida por organismos que coexisten en interacción mutua de tal modo que puede hablarse de una unidad super-orgánica en equilibro inestable, resultante de la lucha por la vida entre sus miembros. Ahora bien, dicha constatación se sitúa en un plano co-genérico, en tanto recurso necesario pero en ningún caso suficiente para dar cuenta del funcionamiento y estructura interna del campo. Tanto menos lo será pretender que la democracia liberal sea el sistema más acorde a nuestros instintos, afirmación que desde luego no se sostiene desde un punto de vista histórico.

{65} Fukuyama resume así el proyecto transhumanista: «Desde hace varias décadas, en el mundo desarrollado ha ido creciendo un extraño movimiento de liberación. Sus seguidores apuntan mucho más alto que los activistas de los derechos civiles, de las mujeres o de los homosexuales. Lo que quieren es nada más y nada menos que liberar a la raza humana de sus limitaciones biológicas» (Foreign Policy nº 5, 2004, ed. española). Tras postular el fin de la historia y del hombre, y asegurar que la democracia liberal «básicamente transforma los instintos en sí», Fukuyama considera el transhumanismo como la idea más peligrosa del mundo. Aun formulado desde una perspectiva laica, y desde las lindes de la biología de la inmortalidad, en la idea resuenan ecos del Punto Omega, lanzado por Frank J. Tipler en La física de la inmortalidad (1994).

{66} El mito del hombre nuevo, Encuentro, Madrid, 2009, pág. 24.

{67} Junto con la obra de D. Negro, merece la pena mencionar el libro de A. Delgado-Gal, El hombre endiosado (2009) en el cual, a propósito de la aprobación de la ley del matrimonio homosexual por parte del gobierno socialista español, se rastrea el germen idealista que predomina en la atmósfera cultural contemporánea, al límite de poner entre paréntesis las restricciones de la constitución biológica del ser humano. La tendencia, de signo progresista y cuño teológico –absorbiendo el hombre el atributo voluntarista divino–, no solo encajaría en el horizonte ideológico de la izquierda posmoderna, también lo haría con aquel liberalismo libertario que desemboca en el relativismo moral, al priorizar no ya las bondades de la libertad de elección cuanto la excelencia de la decisión (individual, sea cual sea su contenido) tomada en el marco de tal libertad.

 

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