Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 114 • agosto 2011 • página 2
Algunas hipótesis
sobre el movimiento de los «indignados»
[ Enviado a la revista el 28 de junio de 2011 ]
Rufino Salguero, viejo amigo, me pide con urgencia «un par» de folios sobre el movimiento de los «indignados», para una revista, no se si de papel o de pantalla, cuyo primer número es de inminente aparición. Me alegro mucho de este proyecto, al que deseo y del que espero lo mejor.
Escribir en junio de 2011 sobre el movimiento de los «indignados», desde una perspectiva filosófica, constituye seguramente una imprudencia. El movimiento no ha acabado, está en marcha, e incluso prepara para el próximo mes de julio una muchedumbre de marchas que, predicando sin cesar la buena nueva por todos los pueblos de España, se juntarán en su centro, en la Puerta del Sol de Madrid, para consolidar definitivamente el movimiento. Por ello es, sin duda, una imprudencia, aventurar un juicio global, siempre prematuro, sobre el movimiento 15M: «La verdad está en el resultado.»
Para atenuar tal imprudencia, en lo posible, he creído «prudente» asumir en mi exposición la perspectiva subjetiva propia (como es mi caso) de quien se propone resumir, en un fragmento de «fenomenología del Espíritu», los pasos que, en su recuerdo, fue atravesando el seguimiento puntual de su proceso (su aparición, desarrollo y estado actual) y el juicio, sin duda prematuro, que en este momento puede atreverse a formular.
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El movimiento de los «indignados», como corriente que nace y se desarrolla en España en mayo-junio de 2011, dentro del flujo también «en marcha» de otras muchas corrientes coetáneas.
Es obvio que el enunciado titular que antecede es, en lo que tiene de proposición dogmática, casi una tautología, por lo menos para quien da por supuesto, desde una perspectiva materialista, que ninguna «corriente» o «movimiento» tiene un curso independiente, sustantivo o aislado, sino que está siempre confluyendo, a veces de modo turbulento, con otras corrientes o movimientos.
Pero ya no tiene nada de obvio la enumeración, y por tanto, la delimitación particularizada y pertinente, de las corrientes que, en un momento dado, confluyen con aquella que nos interesa, el movimiento del 15M, en este caso.
Me arriesgaré, sin más preámbulos, a citar las corrientes o procesos que, en mi recuerdo, aparecen implicadas en el movimiento de los «indignados».
(1) Como proceso de fondo, la crisis económica que, en el interior de España, había arrojado ya al paro a casi cinco millones de trabajadores, y había agravado la situación de España en la Unión Europea que supervisaba, cada vez más metódicamente, nuestra deuda, y amenazaba con una intervención similar a la que se había hecho en Irlanda, Grecia y Portugal.
Sin embargo, y paradójicamente, el espectro del paro (ampliamente reflejado en las colas de las oficinas de empleo, o en los comedores de Caritas) no aparecía conjuntamente con las circunvoluciones de los «indignados». Se daba por supuesto que el paro estaba en el fondo del descontento, incluso que constituía una causa remota o próxima de la indignación; pero este fondo, o esta causa, no se reflejaba en el fenómeno (en las consignas, en los intereses, &c.) de los «indignados», porque su reflejo tenía más bien lugar en las manifestaciones sindicales, en el incremento (no excesivo) de atracos a talleres o fábricas, que muchas veces corrían a cargo de grupos de inmigrantes en conexión con mafias internacionales.
Esta paradoja orientaba, desde el principio, la atención sobre la composición social de los «indignados». Prima facie no eran obreros en paro, no eran proletarios, ni menos aún lumpen. Eran jóvenes en sentido amplio (de 17 a 37 años), con aspecto de estudiantes universitarios o de licenciados en «ciencias políticas», en «ciencias económicas», en Historia, en Informática, en Biología o en Filosofía; jóvenes que pisaban antes el «campo virtual» de internet que un campo de pepinos o de patatas, o un campo de talleres o naves industriales. Además, manejaban teléfonos móviles, portátiles y tabletas; incluso era frecuente verlos «botar», es decir, saltar sobre el terreno rítmicamente (lo que indicaba que habían comido, que no estaban hambrientos; los parados de las colas no botaban).
(2) Los movimientos de protesta o de rebelión del África mediterránea islámica y tierras adyacentes –Túnez, Egipto, Libia, Yemen, Siria, &c.– que, al menos en Túnez y en Egipto, habían logrado derrocar a los dictadores, y en Libia habían conseguido el apoyo militar de la OTAN y, sobre todo, de Inglaterra, Francia, Italia y España.
Estos movimientos sí estaban presentes en las pantallas al mismo tiempo que el movimiento de los «indignados»; incluso en sus semejanzas (plazas ocupadas, procesiones multitudinarias, pancartas...) fundaban algunos la tesis de que «todo se explicaba» (indignados españoles e indignados musulmanes norteafricanos o adyacentes) como un movimiento de rebeldía generacional que afectaba a Europa, al África mediterránea y tierras adyacentes.
(3) El «movimiento» de las encuestas semanales, ampliamente divulgadas, que anunciaban una catástrofe electoral para el PSOE y una victoria del PP en las elecciones municipales y autonómicas (en su caso) del 22 de mayo de 2011.
(4) Movimientos de divulgación de escándalos de corrupciones políticas en ayuntamientos, diputaciones y comunidades autónomas, tanto por imputaciones judiciales (trama Gürtel en Valencia, caso Marea en Asturias...) como por descubrimientos de prácticas «indignantes» (principalmente los EREs de la Junta de Andalucía).
(5) Movimientos en los medios de divulgación de las retribuciones blindadas de concejales, alcaldes, consejeros, diputados; de beneficios de los grandes bancos o de altos cargos sindicales.
(6) Manifestaciones múltiples, aunque «controladas» y autorizadas, de sindicatos, víctimas del terrorismo, contra la Ley del Aborto, &c. (Todos estos movimientos eran cuantitativamente superiores al de los «indignados», aunque los medios no les prestaron la misma atención.)
(7) Protestas de algunos partidos políticos sobre la sentencia del Tribunal Constitucional, acerca de los Estatutos de Autonomía, de la legalización de partidos políticos secesionistas (muy especialmente el llamado Bildu).
(8) El movimiento de retirada de Zapatero como candidato a las próximas elecciones presidenciales, anuncio de las primarias en el PSOE, renuncia «voluntaria» de la ministra Chacón a ser candidata, y primarias ficticias para nombrar a Rubalcaba, a la sazón vicepresidente del Gobierno y ministro del Interior como candidato.
(9) «Vuelco electoral» en las elecciones municipales y autonómicas, en su caso, del 22 de mayo.
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Lo sorprendente del movimiento de los «indignados»
El movimiento de los «indignados», considerado en el conjunto de los movimientos de su sincronía, ofrecía, junto con algunas características comunes, rasgos diferenciales muy notables que resultaban incluso sorprendentes a muchos (entre ellos al que suscribe):
(1) Ante todo, sorprendía el «protagonismo escénico» que los «indignados» fueron adquiriendo día a día en las pantallas de algunas televisiones (Espejo público, de Susanna Griso, en A3, que dedicó amplios espacios a retransmitir las cargas de la policía en Barcelona; la cadena Intereconomía, que destacó a sus equipos durante horas a la Puerta del Sol) y en algunas emisoras de radio o periódicos de tirada nacional. Este protagonismo escénico era tanto más sorprendente si se tenía en cuenta el relativamente escaso número de participantes (sucesivamente: 10.000, 50.000, hasta 120.000 en Madrid; algunos menos en Barcelona, Valencia, Sevilla...; prácticamente nada en el País Vasco) comparativamente con otras manifestaciones y concentraciones que tuvieron en los últimos meses (manifestaciones sindicales, concentraciones de público en las plazas de toros, fiestas populares masivas en playas o ciudades, procesiones de Semana Santa y del Corpus Christi, partidos de fútbol: la aglomeración de público en estos actos triplicaba o cuadruplicaba el número de los «indignados» en todo España).
Parece evidente que los «indignados» suscitaban interés, tanto o más que por el número de sus participantes, por ser un movimiento que tenía lugar en toda España (las agencias extranjeras lo llamaron Spanish revolution) y, sobre todo, por el contenido de sus pancartas y por el modo de conducirse: ocupación de plazas públicas en el centro de las ciudades (Puerta del Sol, Plaza de Cataluña...) desafiando las prohibiciones de las autoridades competentes (que pronto se apresuraron a distinguir entre lo ilegal y lo ilícito). Motivo principal de sorpresa eran las reivindicaciones de «democracia real», precisamente en días de elecciones municipales y, en su caso, autonómicas, en las que participaban más de veinte millones de votantes.
(2) Sorprendía también la voluntad pacifista de los «indignados», su voluntad teórica de diálogo, tolerancia y respeto mutuo, desmentida sin duda constantemente, acaso por la intercalación de episodios violentos, como el intento de desalojo de la Plaza de Cataluña, disimulado enseguida como operación de limpieza; asalto a la televisión de Murcia; cerco a la Generalitat de Barcelona; insultos a domicilio al alcalde de Madrid y a la alcaldesa de Valencia; abucheos a Cayo Lara, &c. Sin embargo, fue prevaleciendo, como tónica general, la voluntad pacífica de los «indignados», expresada en un ritual de pares de brazos en alto, herencia probablemente de gestos propios de asistentes a conciertos de rock místico.
(3) Sorprendente fue también, de modo correlativo, la actitud del Gobierno (delegados gubernamentales, ministro del Interior); una actitud de pasividad ante las ocupaciones ilegales, pero no ilícitas. Y una progresiva «comprensión» de los altos dirigentes políticos de las llamadas «izquierdas» (Llamazares o Cayo Lara, de IU; Zapatero o Iglesias, del PSOE; el juez Garzón, &c.): «los indignados piden cosas muy razonables». Los periodistas se asombraban también de que los «indignados» pidieran cosas «reclamadas desde siempre por ellos»: eliminación de las listas cerradas y bloqueadas, indignación ante la corrupción creciente y ante las escandalosas retribuciones de políticos o empresarios. Parecía evidente que el pacifismo (la no violencia) era el punto de entendimiento entre los políticos «de izquierda», los periodistas y una parte de los «indignados», puesto que esta actitud los diferenciaba de la kale borroka vasca, del terrorismo, &c. Para el fundamentalismo democrático reinante todo lo que fuera pacífico (incluso un partido secesionista vasco o catalán) era también digno de respeto.
(4) Sorprendía siempre que el tipo de reivindicaciones de los indignados no eran nuevas, sino muy trilladas, sobre todo en días de elecciones democráticas, con cien veces más participantes que los que acumulaban los «indignados».
(5) Pero lo que más sorprendía a muchos (entre los que me cuento) era el asombroso «analfabetismo político» (o económico, histórico, filosófico...) que delataban los «indignados» al exponer sus reivindicaciones, a su abrumadora vaguedad y ausencia de conceptos «técnicos» («democracia real ya», «no nos representan», «guerra a los Bancos», «elección directa del presidente del Gobierno», «contra el pacto del euro»). Me consta que muchos «indignados» que gritaban contra los pactos del euro acababan de escuchar esta expresión y no sabían de qué se trataba.
Era sorprendente que, en las entrevistas que algunos portavoces del movimiento ofrecían, no se manejase la más mínima terminología específica en cuestiones de política, de economía, de historia, de sociología, &c. Nada de historia política, ni de referencia a las intervenciones económicas de la Unión Europea; solamente una protesta global contra el capitalismo, contra la corrupción, contra la falsa representación («no nos representan»), pero sin decir nada sobre la representación y dándola ingenuamente como concepto evidente; «nos dirigimos contra el Sistema», pero sin precisar a qué sistema se refieren. Había frases anarquistas, trotskistas, marxistas, pero más bien como fragmentos que flotaban en una corriente de consignas y proyectos indeterminados, vagos, propios de un adolescente. Y sorprendía tanto más cuanto que muchos de los «indignados» entrevistados eran licenciados o doctores en Historia, en Psicología, en Sociología, ingenieros o incluso licenciados en Políticas. Prevalecía, sobre todos sus conocimientos facultativos, la ideología absorbente (humanista, pacifista, &c.) del pensamiento Alicia (como certeramente advirtió Tomás García). A mi particularmente me indignaba (alguien dirá: «profesionalmente») esa filosofía de brocha gorda expresada con convicción totalmente ingenua y acrítica, capaz de confundir y anular cualquier conocimiento facultativo. Pero sin que esta indignación me impidiese ver la importancia social que el movimiento pudiera llegar a tener, en España y en el mundo, precisamente en razón a ese analfabetismo. ¿Acaso los cristianos del siglo II y III no fueron vistos por los escritores antiguos –Celso, por ejemplo– como analfabetos, apaudetoi, y llegaron a menospreciar la importancia de sus mensajes? También es cierto que si estos cristianos analfabetos pudieron transformarse en un movimiento universal, el de la Iglesia Católica, fue gracias a que los Padres de la Iglesia y los doctores eclesiásticos asimilaron muy pronto y gradualmente la sabiduría académica, aristotélica o estoica, de la Antigüedad.
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Diagnósticos del movimiento de los «indignados»
Disponemos de múltiples diagnósticos, casi todos ellos de naturaleza política o psicológica. Brevemente:
(1) Un diagnóstico político muy extendido es el que atribuye el movimiento de los «indignados» a una estrategia a largo plazo de «la izquierda» (sobre todo del PSOE o de IU), orientada a impulsar un movimiento que pudiera ser utilizada, en las vísperas de las elecciones, para neutralizar (a semejanza de lo que ocurrió en el 11M de 2004) las encuestas que vaticinaban el desplome del partido socialdemócrata. O bien, para disponer de una «fuerza de choque» (contra «la derecha» victoriosa en 2012) que pudiera ser utilizada por los socialdemócratas, uniéndola a los artistas e intelectuales «de la ceja», durante los cuatro años de la «travesía del desierto» (2012-2016).
Este diagnóstico nos parece que carece de fundamento preciso, otra cosa muy distinta es que el PSOE o IU hayan pretendido incorporar a los «indignados» a sus movimientos, encauzándolos en sus propios fines.
(2) Otro diagnóstico, más bien de naturaleza psicológica o sociológica, es el que atribuye el movimiento 15M a la rebelión generacional de una juventud que, asfixiada en los años de crisis y de apatía pública, busca encontrar su propio camino; de ahí el paralelo con los movimientos de Mayo de 1968 en Francia y en otros países. A fin de cuentas, se dice, fue al panfleto de Stéphane Hessel, ¡Indignaos!, el que dio nombre al movimiento.
Pero, a mi entender, el panfleto de Hessel, una basura ideológica de adulación nostálgica a la juventud («Crear es resistir. Resistir es crear»), no pudo desencadenar un movimiento que tenía sus propios motores.
De hecho las conexiones de los «indignados» españoles de mayo de 2011 con los movimientos franceses de mayo de 1968 son ocasionales y fragmentarios, frases reliquias –«prohibido prohibir», «queremos todo»– aprendidas por los jóvenes españoles probablemente antes en los textos propuestos para los exámenes de COU por la LOGSE que en la lectura de los textos correspondientes. Los jóvenes de mayo de 1968 debatían sobre Sartre, sobre Marcuse, sobre Adorno, sobre Marx, sobre Althusser... Los jóvenes de 2011 más que libros han leído frases en tuiter o consignas de sms. Además los jóvenes de 2011 manifiestan un «optimismo antropológico» muy distinto del existencialismo latente en los jóvenes de 1968.
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Hipótesis sobre un diagnóstico y un pronóstico
del movimiento de los «indignados»
Si no me equivoco, el error fundamental de los diagnósticos políticos o psicológicos del 15M a los que me he referido deriva de la interpretación de estos procesos como movimientos políticos, de ámbito doméstico (la corrupción de los políticos, el desvío burocrático de la democracia hacia el bipartidismo...) o globalizado (la juventud que «busca su propio camino»).
Pero, a mi entender, el movimiento del 15M no sería propiamente un movimiento político (a pesar de muchas de sus fórmulas: «democracia real ya», «no nos representan») ni psicológico, sino un movimiento de horizonte mucho más amplio, y por así decir cosmopolita. Y esto es un modo de reconocer la virtual importancia de este movimiento, y la vinculación del alcance virtual del «analfabetismo» de sus representantes (o, dicho de un modo menos ofensivo y más socrático, su vinculación con la «buena voluntad» antes que con el «buen juicio» o el entendimiento).
Esto nos obliga a un «cambio de coordenadas». A un cambio de las coordenadas políticas propias de una nación concreta, en una fase de su evolución política, a coordenadas epocales, es decir, dadas a escala de una época histórica, como pueda serlo la época de la llamada Cultura occidental cristiana, constituida en la Antigüedad y en la Edad Media, a partir del Imperio romano, por el Antiguo Régimen, y transformada o secularizada en la Edad Moderna a partir de la constitución de las Democracias representativas (las repúblicas de puritanos emancipadas en América en el siglo XVIII y las repúblicas europeas a partir de la Revolución francesa).
Nos basamos en el paralelismo «de escala» que cabe establecer entre el cristianismo del Antiguo Régimen y la democracia del Nuevo Régimen.
En el Antiguo Régimen el cristianismo era el valor supremo, fuente de todos los valores, que dignificaba a las instituciones políticas, artísticas, tecnológicas, morales... («rey cristianísimo», «por la Gracia de Dios», «familia cristiana», «música cristiana», «arquitectura cristiana»...). En el Nuevo Régimen el término cristiano fue gradualmente secularizado y sustituido (a la par que el «Hombre» sustituyó a «Dios» y el «Pueblo soberano» sustituyó al «Pueblo de Dios») por el término democrático («soberanía democrática», «familia democrática», «música democrática», «urbanismo democrático»... y hasta «aborto democrático»).
Desde esta perspectiva, la «crisis del cristianismo» (superpuesta en gran parte a lo que P. Hazard llamó la «crisis de la conciencia europea») tendrá más tarde, como paralelo, a la «crisis de la democracia», cuyos primeros síntomas tuvieron lugar en «entreguerras» (fascismo, nazismo, estalinismo), y las últimas, tras la caída de la Unión Soviética, en nuestros días, tras la reorganización de las sociedades políticas como «democracias homologadas» vinculadas al Estado de bienestar. La crisis económica y política de comienzos del siglo XXI (uno de cuyos episodios estaría constituido por los movimientos 15M) sería un movimiento más de esta misma evolución.
Esta perspectiva nos permite establecer una conclusión importante: la necesidad de disociar, de raíz, los movimientos 15M de los movimientos islámicos (de la cornisa africana mediterránea y territorios adyacentes) y, por supuesto, de otros movimientos similares en la India o en China. Los movimientos del invierno primavera de 2011 en Túnez, Egipto, Yemen, &c., no tendrían que ver, salvo superficialmente (en la apariencia) con los movimientos «indignados» de los países occidentales, entre otras cosas porque los movimientos islámicos, aunque asuman un rostro democrático (impuesto sobre todo por Occidente), no son movimientos pacifistas, sino muy próximos, aún siendo democráticos, al Yihad, a la Guerra Santa.
Desde este punto de vista el diagnóstico más certero que cabría dar sobre la naturaleza de los «indignados» tendría que formularse, no tanto en el ámbito de coordenadas domésticas (PSOE, IU, PP, Unión Europea, liberalismo democrático), sino acudiendo a coordenadas de escala epocal mucho mayor. Sencillamente, y para abreviar: la rebelión de los «indignados» se correspondería (analógicamente, proporcionalmente) antes a la rebelión de los albigenses o de los valdenses, de los siglos XII y XIII, o al movimiento de los anabaptistas del siglo XVI, que a las rebeliones anarcosindicalistas del siglo XIX, o a las socialdemocráticas de la Segunda Internacional, incluso a las comunistas de la Tercera Internacional.
Porque las rebeliones albigenses, valdenses o anabaptistas se hacían en nombre del cristianismo real («apostólico») frente al cristianismo eclesiástico-jerárquico («constantiniano», se diría después), pero en realidad los albigenses, valdenses o anabaptistas impulsaban un movimiento que destruía las bases de la Iglesia Católica como institución histórico universal (destrucción que culminó con la Reforma luterana). Asimismo, los movimientos de los «indignados» estarían impulsando unas corrientes que, en nombre de la «democracia real» irían dirigidas (inconscientemente) a minar las bases de las «democracias homologadas» realmente existentes, a saber, las democracias parlamentarias.
Incluso los motivos apocalípticos o quiliásticos de albigenses o anabaptistas que veían muy cercano, gracias a los signa iudici, el fin del Mundo, tendrían sus paralelos en los motivos apocalípticos del ecologismo catastrofista de nuestros días (calentamiento global, agotamiento de los recursos económicos, curvas TRE, &c.).
La gran diferencia es que los albigenses, valdenses o anabaptistas proclamaban una paz evangélica que sobrevendría tras los feroces actos de salvajismo inspirados, por ejemplo, por Pedro de Bruys, en la Aquitania de 1122, o en el Viernes Santo de 1147 en el Languedoc. Los albigenses (condenados en el Concilio de Albi de 1176) y poco después sus hijuelas, los valdenses, encontraron el apoyo del vizconde de Albi, Rogerio, conde de Tolosa. Inocencio III impulsó una verdadera cruzada contra los albigenses. El abad del Cister fue nombrado generalísimo de un ejército de 500.000 hombres, y en el asalto de Beziers (22 de julio de 1209) pasaron a cuchillo a 60.000 habitantes (se decía que el abad Arnaldo respondió a quienes le pedían señas para no matar a los católicos: «Matad, matad a todos, que luego Dios los distinguirá en el Cielo»). Santo Domingo de Guzmán, y la Orden de Predicadores por él fundada, contribuyó a pacificar y a recuperar a decenas de miles de herejes y volverlos al redil.
Muy conocidos son los movimientos anabaptistas del siglo XVI: el pastor Styfel, discípulo predilecto de Lutero, que anunció con todo aplomo el fin del mundo para las ocho de la mañana del domingo 19 de octubre de 1533; Stork, también discípulo de Lutero, y Thomas Münzer, que se rebeló contra Lutero, aunque lo cierto es que entre los anabaptistas se abrieron dos tendencias, una pacifista y otra muy belicosa. Acaso el más famoso personaje de estos movimientos (famoso al menos entre los melómanos, por la opera de Meyerbeer, El Profeta) fue Juan de Leyden, que se hizo coronar rey con la corona de la Nueva Jerusalén (Münster): el 23 de junio de 1535 las tropas del obispo y del conde de Falkenstein entraron al asalto y ejecutaron a Juan el Justo y a toda su corte. Juan de Leyden es recordado por la entereza de la que dio muestras cuando sus carnes estaban siendo arrancadas con unas tenazas candentes (el mismo 1535 escribió Luis Vives, en Brujas, su famosa obra De communione rerum, ad germanos inferiores [la Baja Alemania, los Países Bajos tan próximos entonces a España]).
En nombre de la «democracia real» los «indignados» se rebelan contra la democracia realmente existente, en nombre de un fundamentalismo democrático, como los albigenses o los anabaptistas se rebelaban contra el cristianismo tradicional realmente existente en nombre de un cristianismo fundamentalista irreal. Un fundamentalismo democrático, el de los «indignados», no ya tanto utópico cuanto puramente idealista y vacío, porque espera que la democracia asamblearia auténticamente representativa, resolverá por sí misma los problemas de la crisis del capitalismo, del paro, de la producción de energía y de su distribución, del orden internacional... El movimiento de los «indignados» es políticamente vacío, no ya utópico, puesto que las cuestiones políticas que abordan son tratadas no políticamente, sino desde una perspectiva ética, cercana al humanismo armonista y pacifista, no menos vacío, de los derechos humanos.
Y es esta inspiración ética, unida a su analfabetismo político, la que, a mi entender, da ocasión a los indignados para enfrentarse con algunos problemas concretos, que se plantean muy frecuentemente en las democracias capitalistas (las democracias de mercado pletórico), como puedan serlo los problemas derivados de los desahucios de familias que, a causa del paro que les imposibilita pagar las hipotecas, son puestas en la calle por la policía cumpliendo una orden judicial al efecto. Orden legal y de obligado cumplimiento, «si no se quiere romper la cadena de todo el sistema jurídico vigente».
Las protestas contras los desahucios legales han existido desde hace décadas, e incluso ha habido organizaciones o actuaciones espontáneas de vecinos que han logrado aplazar los desahucios más vergonzosos. Hace treinta o cuarenta años esta vergüenza de los desahucios sin cobertura inmediata solían ser resueltos en la práctica por los jueces que practicaban la técnica del llamado «uso alternativo del derecho»: los jueces disponían siempre de algún recurso para interpretar la ley vigente en beneficio del más débil, y eran responsables ante los demás de no aplicar el método, amparándose en la «obediencia debida» a la Ley (un caso de gran resonancia en los años setenta fue el de una vecina de Barcelona desahuciada legalmente de su piso porque no había podido pagar la última letra de la compra de un aparato de televisión que había adquirido a plazos). «Todo el mundo» sabía que los desahucios salvajes eran injustos, y que era necesario cambiar las leyes para que los jueces literalistas y formalistas de la legalidad dejaran de aplicarlas. ¿Quién puede dudar, si no es un juez talibán, que al derecho del banco a recuperar la vivienda hipotecada se le opone el derecho superior de una familia a que sus hijos no sean arrojados a la calle por no pagar los plazos de la hipoteca?
Pero han pasado años y años y el problema de los desahucios se ha agravado con la crisis económica y con el paro. El movimiento de los «indignados» parece que ha comenzado a practicar sistemáticamente la defensa de los desahuciados. ¿Y quién podría no aplaudir esta decisión?
Pero esta no es una decisión política, ni tiene que ver con la democracia, por que tanto puede tener que ver con la aristocracia o con la autocracia.
Finalmente: ¿es posible esbozar, con algún fundamento, un pronóstico sobre el destino de los movimientos «indignados»?
Por mi parte me aventuro a pronosticar que el futuro de los movimientos «indignados» es, a medio plazo, políticamente nulo, en lo esencial. Es imposible que funcione una sociedad de nuestro siglo apoyándose en las normas de un fundamentalismo democrático de cuño idealista. Las críticas a la democracia realmente existente ya han sido formuladas además, una y otra vez, a veces incluso en libros titulados Panfleto contra la democracia. Pero estas críticas no se formulaban en nombre de un idealismo democrático de signo fundamentalista. Por ello, desde este punto de vista, las críticas a la democracia realmente existente de los «indignados» carecen por completo de novedad, y, lo que es peor, de fuerza.
Sin embargo, no encuentro razones para negar que algunas actuaciones características (y, por cierto, muy próximas a la violencia) promovidas por los «indignados» pueden tener algún resultado positivo sobre los futuros legisladores, y no ya tanto para «aquietar su conciencia», sino para evitar sistemáticos enfrentamientos en el futuro (si los «indignados» siguen actuando) de engorrosa resolución.
Bienvenido habría sido el analfabetismo político de los «indignados» si, gracias a él, se lograse modificar en un próximo futuro algunas de las normas legales propias de un Estado de derecho civilizado, las que conducen a los desahucios salvajes o las que conducen al reconocimiento del aborto como un derecho de la mujer. Muchas veces las normas éticas se enfrentan a las normas legales emanadas de un Estado de derecho, como la barbarie se enfrenta a la civilización.
«Una vez, ¿te acuerdas?, vimos a ocho o diez mozos reunirse y seguir a uno que les decía: ¡Vamos a hacer una barbaridad! Y eso es lo que tú y yo anhelamos: que el pueblo se apiñe y gritando ¡vamos a hacer una barbaridad! se ponga en marcha. Y si algún bachiller, algún barbero, algún cura, algún canónigo o algún duque les detuviese para decirles: “¡Hijos míos!, está bien, os veo henchidos de heroísmo, llenos de santa indignación; también yo voy con vosotros; pero antes de ir todos, y yo con vosotros, a hacer esa barbaridad, ¿no os parece que debíamos ponernos de acuerdo respecto a la barbaridad que vamos a hacer? ¿Qué barbaridad va a ser ésa?”; si alguno de esos malandrines que he dicho les detuviese para decirles tal cosa, deberían derribarle al punto y pasar todos sobre él, pisoteándole, y ya empezaba la heroica barbaridad.» (Miguel de Unamuno, Vida de Don Quijote y Sancho, 1905.)
Respuestas de Gustavo Bueno al cuestionario
propuesto por Germán Spano
para la revista Disenso
[ Enviadas a la revista el 18 de junio de 2011 ]
Entrevista publicada por Disenso el día 25 de julio de 2011
http://www.disenso.org/fundamentalismodemocratic
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La introducción que usted hace a los problemas planteados por los «indignados» que reivindican en España la democracia (y que usted compara con las reivindicaciones formuladas en distintas regiones del mundo islámico) me recuerda la afinidad entre estos movimientos y otros movimientos históricos, por ejemplo, el de los albigenses de los siglos XII y XIII, del mediodía de Francia. Los albigenses constituyeron un movimiento de gentes analfabetas, que se enfrentaron contra los señores feudales, condes o reyes de Francia y de Aragón, pero muy especialmente contra la jerarquía eclesiástica de la iglesia católica; y esta fue la razón principal de la intervención del Papa, de Santo Domingo de Guzmán, &c. Los enfrentamientos se hacían en nombre del cristianismo primitivo y atacaban el cristianismo organizado: quemaban cruces, imágenes de santos, iglesias, &c., y se oponían a las órdenes religiosas, en nombre del cristianismo, a la manera como los «indignados» se oponen a los partidos políticos en nombre de la democracia. Pero así como los albigenses (o después los valdenses, o más tarde los anabaptistas) no creo que puedan considerarse como movimientos políticos, aunque tuvieron implicaciones políticas inmediatas (al ser aprovechados por determinados señores en sus luchas contra otros), así tampoco me parece que a los «indignados» se les deba considerar como un movimiento político democrático, sino más bien como un movimiento «anarquista». Desde esta perspectiva es relativamente secundario que algunas corrientes de este movimiento se declaren como pacifistas frente a otras más proclives a la violencia. Desde mi punto de vista unas y otras corrientes parecen demostrar, hasta la fecha, el más profundo analfabetismo político (independientemente de que puedan ser aprovechadas por organizaciones políticas bien conocidas). En este sentido el movimiento de los «indignados», sin perjuicio del analfabetismo político que le atribuimos (y su resistencia a constituirse en un nuevo partido), puede tener una importancia social y política mucho mayor que si fuera un embrión de partido político; depende de la cantidad de gentes «antisistema» (generalmente jóvenes de clases medias, parados, incluso pertenecientes a clases altas, &c.) que se le pueda irse incorporando. El ideólogo francés Esteban Hessel podría así ser comparado con Pedro de Bruys, de Aquitania, o con Pedro de Valdo, hijo de un rico comerciante de Lyon. En este sentido me parece que es prematuro calibrar la importancia del movimiento internacional de los «indignados» (un internacionalismo que, sin embargo, se mantiene principalmente entre pueblos cristianos y no entre pueblos islamizados), pero, en todo caso, la evidencia acerca del analfabetismo político de este movimiento, no debe ocultar la posibilidad de convertirse en un movimiento de la mayor importancia para la democracia real, a la manera como los movimientos afines al protestantismo luterano, aprovechados inmediatamente por los príncipes alemanes, sin perjuicio de su analfabetismo teológico (el caso de Juan de Leyden, por ejemplo), llegaron a tener un peso decisivo en la evolución de la historia moderna (europea y americana: me refiero a la influencia del puritanismo en la democracia de los Estados Unidos del Norte de América).
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Prácticamente –puesto que la exposición de los criterios teóricos ocupa mucho espacio, y está publicada y fácilmente accesible por internet, por ejemplo en el artículo «Historia (natural) de la expresión fundamentalismo democrático» y en el libro El fundamentalismo democrático– el concepto de fundamentalismo democrático abarcaría las concepciones de la democracia como única y definitiva forma política –el «fin de la historia»– de organización de las sociedades políticas, y como la verdadera fuente de todos los «valores auténticos». Desde este punto de vista «democracia» desempeñaría hoy el papel que hasta hace unos años desempeñaba la palabra «cristianismo». El adjetivo «cristiano» justificaba cualquier institución (familia cristiana, virtudes cristianas, política cristiana, &c.) como ahora el adjetivo «democrático» justifica y dignifica también cualquier institución (familia democrática, virtudes democráticas, política democrática... y hasta música democrática o «aborto democrático»).
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En el terreno de los fenómenos sí podría estar de acuerdo con lo de la marcha triunfal de la democracia; pero dudo que esta marcha triunfal tenga un sentido estrictamente político, porque me parece que más bien la democracia es vivida por la gente como una especie de ideal cuasimístico, mediante el cual se atrincheran las dificultades generales que afectan a cualquier civilización (incluyendo entre estas dificultades los problemas económicos, de inseguridad o de servidumbre de cada individuo hacia otras instancias sociales, tecnológicas o ecológicas) en un momento en que en nombre de la libertad-de parece haberse desprendido de las trabas impuestas por la servidumbre a las dictaduras precedentes. En este sentido el democratismo, más que una marcha triunfal hacia una nueva forma de organización política, sería la expresión de un repliegue o retirada de otras situaciones de servidumbre de las que la gente cree, mediante la retórica democrática, haberse liberado.
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La idea de representación es, a mi entender, una de las ideas más confusas y oscuras con las que cuenta la democracia cuando intenta explicar las conexiones entre el Pueblo soberano y el Gobierno. Una idea que procede del concepto, más claro y distinto, de la representación en el derecho civil o en la tradición eclesiástica (representación del Pueblo ante Dios por medio de los sacerdotes, y de Dios ante el Pueblo a través de los profetas, &c.). Pero el concepto de representación, al transformarse en un concepto político fundamental, se oscurece necesariamente y se presenta como un ideal carente de contenido («no nos sentimos representados por los partidos políticos», dicen los indignados). Además la representación política, tanto en las sociedades democráticas como en las sociedades del Antiguo Régimen, o en las sociedades religiosas, puede tener un sentido ascendente o un sentido descendente, sentidos que al confluir enturbian, de un modo casi irremisible, la idea de representación (este punto está tratado más ampliamente en la cuarta parte, «Respuestas idealistas-espiritualistas...», de mi artículo «¿Qué es la democracia?», y que, en cierto modo, gira en torno a los fenómenos que en España toman el rótulo de «15M» y que han tenido una importante influencia en fenómenos similares de otros países).
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Si no me equivoco, la incapacidad estrictamente política a la que usted se refiere, tiene que ver con el idealismo democrático –en cuanto opuesto al materialismo democrático– entendido como la tendencia a concebir la democracia a partir de lo que llamamos la «capa conjuntiva» del Estado, dejando de lado la que denominamos «capa basal».
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El concepto de «ilusión democrática» tiene que ver, principalmente, con el «espejismo» que cada elector democrático tiene acerca de la contribución de su voto en el proceso de creación de las normas o directrices políticas (ilusión que sólo tiene un fundamento real cuando el elector forma parte de la clase –muchas veces organizada como partido político– de los electores victoriosos en las elecciones), y con la fantasía de que el sistema democrático, como fuente suprema de los valores, garantizará la libertad, el bienestar, la felicidad y la paz de tal sociedad política futura. Con esto no quiero decir que la democracia sea «el peor régimen posible exceptuando todos los demás», sino, más sencillamente, que el régimen democrático puede ser el mejor en determinadas circunstancias económicas, sociales e históricas, o el peor en otras circunstancias.
Otro tanto podría decirse acerca del «déficit democrático», vinculado a la fórmula de que los déficits de la democracia se corrigen con más democracia. El concepto de «déficit democrático», ampliamente utilizado por los teóricos fundamentalistas de la democracia, parece un «concepto de socorro», construido ad hoc, para conjurar la evidencia de los límites constitutivos, y no coyunturales o transitorios, del sistema democrático.
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Como quiera que estas definiciones están expuestas por extenso en otras obras (por ejemplo, en los libros El mito de la Izquierda y El mito de la Derecha) y sería absurdo tratar de reexponerlas aquí, creo que lo mejor es subrayar lo que podrían ser sus componentes prácticos más significativos.
«Socialismo» sería un concepto «secuestrado» por Pedro Leroux al aplicarlo a los movimientos de izquierda de su tiempo; pero socialismo significa originariamente «todo lo que se opone al individualismo egocéntrico» (al autismo, al subjetivismo, al gnosticismo filosófico, &c.); por ello, una sociedad anónima es tan socialista como un sindicato obrero, e incluso históricamente las sociedades anónimas han contribuido al «progreso» tecnológico, industrial y social tanto como los sindicatos de clase.
«Izquierda» y «derecha» son términos asociados (desde la antigüedad clásica o bíblica: la «derecha hoplita», la «diestra de Dios padre») a topografías anatómicas del individuo, a topografías del templo y, desde la Revolución Francesa, a topografías de los grupos políticos que actuaban en la Asamblea francesa. Esta distinción topográfica recuperó en los siglos XIX y XX su sentido transpolítico (como «concepción del mundo»). En nuestros días la oposición sigue siendo muy profunda, sobre todo en Europa, pero, a mi entender, más que una frontera política señala una frontera cultural, en sentido antropológico (es decir, relativa a las instituciones, costumbres, &c., tales como la familia, la pena de muerte, la música, la indumentaria, &.c), con indudable influencia, sin duda, en la política práctica de los Estados.