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El Catoblepas, número 89, julio 2009
  El Catoblepasnúmero 89 • julio 2009 • página 12
Artículos

Pedro Laín Entralgo
y la Historia de la Medicina en España

José Alsina Calvés

Toda la historia de la medicina española y buena parte de la historia de la ciencia son deudoras de la obra científica, institucional y docente de Pedro Laín Entralgo

Pedro Laín Entralgo (1908-2001)Pedro Laín Entralgo (1908-2001)

La labor de Pedro Laín Entralgo como historiador de la medicina, en su doble faceta de investigador y de promotor institucional de esta disciplina, forma parte del aspecto más científico y profesional de su inmensa obra. Fue catedrático de Historia de la Medicina de la Universidad de Madrid, y fundador y director del Instituto «Arnau de Vilanova» del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, dedicado a esta disciplina, así como fundador y director de la revista Archivos Iberoamericanos de Historia de la Medicina, que posteriormente cambio de nombre y pasó a llamarse Asclepio.

Sin embargo no puede abstraerse la obra de Laín como historiador de la medicina con otros aspectos y facetas de su pensamiento y obra escrita, especialmente de la antropología. De hecho Laín considero siempre a la historia de la medicina y a la antropología, especialmente la antropología médica, como dos disciplinas tan estrechamente imbricadas que era imposible cultivar una sin la otra.

Los trabajos de Pedro Laín sobre historia de la medicina abarcaron aspectos muy diversos: la medicina hipocrática, la historia de la anatomía, la historia clínica, la teoría de la neurona, las relaciones médico-enfermo, la psiquiatría, las relaciones de la medicina y la religión, la ética médica y un largo etcétera. Además de su impresionante obra escrita, tanto en forma de libros como de artículos, y de su labor docente, dirigió la publicación de una Historia Universal de la Medicina en la que colaboraron los especialistas más prestigiosos de España y de Europa.

Un estudio exhaustivo de la labor de Laín como historiador de la medicina requeriría no un artículo, sino varios libros. Nosotros nos limitaremos a reseñas los aspectos más importantes de su obra, sus innovaciones metodológicas y de fundamentación teórica, así como el impulso institucional que dio a esta disciplina en la vida académica y universitaria española.

Medicina e historia

El año 1941 Laín publicó el libro Medicina e Historia, que era su tesis doctoral, defendida poco antes en la Universidad Complutense de Madrid. El libro se publicó en Ediciones Escorial, ligada a la revista del mismo nombre, con el sugestivos subtítulo de Estudios de Antropología Médica. Aunque el libro no es propiamente una obra de historia de la medicina, pretende realizar una fundamentación teórica de esta disciplina, por lo que su análisis es imprescindible para la comprensión de la obra posterior de Laín.

Encontramos en Medicina e Historia cuatro bloques temáticos fundamentales{1}: una introducción a la sociología de la profesión médica; una crítica del positivismo; una crítica, más matizada del historicismo, y una demarcación de la medicina, como ciencia y como profesión, a caballo entre las ciencias de la naturaleza y las «ciencias del espíritu». Hay que destacar que tanto desde el punto de vista de la filosofía de la ciencia, como de la sociología del conocimiento científico hay importantes elementos innovadores y precursores en la obra de Laín.

Sociología de la profesión médica

Es importante resaltar que en el año 1941, cuando se publicó Medicina e Historia, la sociología de la ciencia (e incluso la propia sociología como tal) era una disciplina prácticamente inexistente{2}. La expresión había sido utilizada por primera vez por Augusto Comte, y sus referentes intelectuales más próximos de Laín eran probablemente el libro de Max Weber, El político y el científico, así como el de Max Scheler, Sociología del conocimiento.

En una primera aproximación distingue tres grupos de médicos según su relación con la profesión:

1. El técnico profesional. Es el que trata al enfermo como instrumento de lucro. Según Laín, y aquí asoma su falangismo radical{3}, la moral capitalista- burguesa es la que ha determinado esta aberración de la actividad médica. Este tipo de médico se caracteriza también, por regla general, en que no desarrolla técnicas nuevas, sino que aplica otras ya existentes.

2. El científico puro. Este tipo de médico no trata al enfermo como «persona» sino como «objeto de conocimiento». Según Laín, este médico exclusivamente teórico o intelectual es une chose que pense (una cosa que piensa) , como el espíritu en Descartes, que ha transformado la realidad tangible del enfermo en un racional fascículo de saberes.

3. El médico «curador». Para Laín este es el verdadero médico. No abandona el «saber», pero para él lo decisivo es el «tratamiento». No trata a cuerpos, sino a personas, y de ahí la imposibilidad de derivar hacia el historicismo (al que Laín llama historismo), esto es, la relativización naturalista de su experiencia médica.

De alguna manera, los tipos sociológicos que describe Laín son ideales-tipo, según la terminología weberiana, es decir, no existen en forma pura, pero sirven para aproximarse a la realidad. Pero Laín va mucho más allá de la mera descripción, y entra en una crítica axiológica: solamente el médico curador es el autentico médico.

Una segunda aproximación, que no coincide con la primera pero muestra conexiones con la misma, es la de los tipos de médicos según su posición con la propia historia de la medicina. El grupo más netamente «ahistórico» es el técnico-profesional. Para es este grupo, instalado en el mero presente, la Historia «son historias», según la expresión popular.

Para otro grupo de médicos la Historia de la Medicina interesa solamente como curiosidad erudita o enseñanza anecdótica. Para Laín, la erudición (y esto es extensible a cualquier tipo de erudición, no solamente en Historia de la Medicina) es el conocimiento histórico del hombre trivial, del filisteo de la Historia.

Un tercer grupo de médicos «ahistóricos» son aquellos que consideran a la medicina en su única dimensión de ciencia de la naturaleza. Cuando estos médicos hacen historia lo hacen desde las premisas ideológicas del positivismo. Posteriormente nos ocuparemos de la crítica a la concepción positivista de la medicina y de la historia.

Cuando un investigador serio se propone un trabajo científico, nos dice Laín, la primera etapa consiste en la «búsqueda bibliográfica», es decir, indagar lo que otros, antes que él, encontraron sobre el tema. Pero esta tarea, si se realiza con un mínimo de seriedad, equivale a desarrollar una mínima monografía histórica. Así por ejemplo, un investigador de las localizaciones cerebrales arrancará su exposición histórica del momento en que sobre ella existan hechos objetivos científicamente recogidos y comunicados: desde lo trabajos de Broca, o los de Bouillard o Daxs.

Otro investigador que se ocupe de la tuberculosis comenzará su recopilación histórica en las necropsias de Laënec. Puede citarse en estos estudios, de manera puntual, algún hallazgo consignado en el Corpus Hippocráticum, o en las obras de Galeno, pero únicamente cuando el dato se refiera a un hecho. Las consideraciones antiguas, las teorías patogénicas, las actitudes pretéritas sobre el tema en cuestión son abandonadas como fábulas absurdas o, en el mejor de los casos, como curiosidades eruditas divertidas.

Para Laín, y esta es la tesis que defiende en el libro Medicina e Historia, la auténtica historias de la medicina debe fundamentarse en las siguientes premisas:

1. Consideración de la medicina con un carácter bifronte, entre las ciencias de la naturaleza y las «ciencias del espíritu».

2. Superación de la concepción positivista de la medicina y de la historia.

3. Superación del historicismo a relativismo histórico.

4. Consideración de la medicina como «tejné», es decir, como arte de curar. La medicina, para Laín se fundamenta en «la instancia amorosa médico–enfermo», en la «procura» heiddegeriana de un hombre (el médico) hacia otro que sufre (el enfermo). Esto es anterior a cualquier conocimiento científico y mantiene al médico auténtico al margen o a salvo del relativismo.

Solo quien entiende la medicina de esta manera puede hacer auténtica Historia de la Medicina. Veamos cual es le camino hacia ello.

Superación del positivismo

Entendemos por positivismo la tradición filosófica que se inicia en la obra del filósofo francés Augusto Comte. El positivismo tuvo una gran difusión y éxito entre finales del siglo XIX y principios del XX{4}. Podríamos resumirlo en tres datos fundamentales:

· La idea de que la ciencia (entendida como ciencia natural) es la forma superior y definitiva del conocimiento humano. La ciencia se caracteriza por obtener conocimiento a partir de un «método científico» que, según la concepción positivista debe ser inductivo, es decir, llegar a proposiciones generales (leyes) a partir de los hechos. Todo conocimiento que no esté fundado en hechos es rechazable, y por esta razón el positivismo rechaza la metafísica y cualquier filosofía especulativa.

· Una clasificación de las ciencias, que incluye por primera vez a la sociología, pero que rechaza a la psicología.

· Una determinada teoría de la historia. Para el positivismo la historia de toda cultura o civilización atraviesa tres etapas: la mítica o religiosa, en la que la interpretación del mundo se fundamenta en la intervención de dioses (o de un Dios), y cuya figura más representativa es la del sacerdote; la metafísica, en la que la interpretación del mundo se fundamente en principios abstractos, y cuya figura más representativa es la del filósofo especulativo; finalmente la científica o positiva, autentica edad adulta de la humanidad, cuyas figuras más representativas son el científico y el técnico, y cuya única filosofía legitima es la positiva, es decir una reflexión sobre el método y la clasificación de las ciencias.

La crítica del Laín al positivismo se realiza en dos frentes: hacia la concepción positivista de la medicina y hacia la concepción positivista de la historia. Hay que señalar también que su crítica se dirige hacia el positivismo clásico, pero que no hay ninguna mención al llamado neopositivismo, empirismo lógico o filosofía del Circulo de Viena. Esta corriente filosófica, nacida en la década de los años veinte alrededor de la cátedra de Filosofía de las Ciencias Inductivas de la Universidad de Viena, ocupada por Moritz Schilck, era continuadora de los aspectos positivistas relativos a la teoría de la ciencia, sin interesarse en absoluto por los aspectos históricos. Resulta curioso que Laín, buen conocedor de la filosofía y de la ciencia alemana, no mencione en ningún momento al neopositivismo{5}.

Laín critica al positivismo desde su propia concepción de la medicina. En ella encontramos elementos procedentes de las ciencias de la naturaleza, y otros procedentes de las «ciencias del espíritu»; pero por debajo de ellos hay una «tejne» o arte de curar que se fundamente en la «procura», en la «instancia amorosa del medico hacia el enfermo», que es de carácter axiológico o ético.

Además Laín parte de una concepción del conocimiento, de origen claramente fenomenológico, según el cual la aproximación del sujeto al objeto puede hacerse en tres niveles: la descripción, la explicación y la comprensión. Los dos primeros niveles de conocimiento son comunes a las ciencias de la naturaleza y las del espíritu (a las cuales hoy llamaríamos ciencias sociales o humanas); pero la comprensión se refiere al sentido, y es específico de lo humano. Se puede describir y explicar la caída de una piedra (como cae la piedra y porqué cae la piedra), pero no se puede comprender la caída de una piedra, por ser este un fenómeno carente de sentido.

Para Laín el enfoque positivista de la medicina es insuficiente, y nos lo muestra con el siguiente ejemplo: que la rama de un árbol fracture el húmero de un hombre primitivo, o que un poste telefónico lo quiebre a un obrero de un país industrializado son dos hechos objetivos análogos, que parecen obedecer a un mecanismo físico igualmente valedero en cualquier lugar y tiempo. Es evidente que las reacciones que provocaran en ambos organismos serán las mismas o muy parecidas: contracciones musculares protectoras, fenómenos de regeneración local, modificación de la calcemia, &c.

Pero las analogías terminan aquí. El drama humano que acompaña al proceso «rotura del húmero» no tienen nada que ver cuando acontecen a un sujeto que vive en una sociedad que apenas le puede ofrecer atención médica, a otro que vive en una sociedad que le ofrece gran posibilidad de procesos curativos. Una fractura ósea o una cardiopatía no son lo mismo en Manhattan que en Kalahari.

Pero Laín no termina aquí su razonamiento. Imaginemos, nos dice, que el obrero está asegurado contra accidentes, esté orgulloso de su destreza deportiva o proyecte casarse en poco tiempo. Tenemos aquí una serie de intereses personales que pueden interferir, modificar o acelerar el proceso de curación y la formación del callo. A partir de aquí cita las observaciones de Troescher, según las cuales entre obreros asegurados un mismo tipo de fractura ósea, fractura costal, tarda tres semanas en consolidarse cuando el obrero no conoce el índole de su lesión, y ocho semanas cuando la conoce. Concluye que la acción personal sobre el proceso curativo es evidente.

Hasta aquí parece que la crítica de Laín al positivismo no es una crítica epistemológica. No dice que el positivismo sea inadecuado para la ciencia natural, sino que dice que es inadecuado para la medicina, pues esta, tal como ya hemos visto, no es solamente ciencia natural, sino también ciencia «del espíritu» (ahora diríamos social o humana), y por esta razón sostiene que el enfoque positivista es insuficiente{6}.

Sin embargo más adelante la crítica de Laín al positivismo entra ya de lleno en cuestiones epistemológicas. Nos dice textualmente que los hechos, sin un hilo teórico que les de orden y significación, no le sirven de nada al médico. En este sentido cita a Claudio Bernard y hace su suya su afirmación de que la idea vinculada por el descubridor al hecho descubierto es lo que realmente constituye el descubrimiento.

Pero la crítica de mayor calado filosófico la dirige Laín a la concepción positivista de la historia. Comienza señalando una evidente contradicción en el pensamiento de Comte y sus seguidores: por un lado se declaran empiristas, quieren atenerse solamente a los hechos observables y rechazan la metafísica; por otro lado afirman una teoría de la historia (los tres estadios del espíritu humano) que no es sino metafísica de la historia, producto de la especulación y no de la observación de hechos.

A continuación Laín hace suyas la tesis de Dilthey sobre la autonomía de lo histórico frente al mundo de la naturaleza{7}. No olvidemos que Dilthey fue uno de los iniciadores de la escuela de pensamiento llamada historicista, a la que Laín también criticara posteriormente en el libro del que estamos tratando, bajo el nombre de «historismo». Pero tal como veremos más adelante, la crítica al historicismo (o historismo) es de otro estilo; no se refiere a la epistemología, sino a la teoría de los valores: Laín critica al historicismo porque este lleva al relativismo, y defiende la tesis que la medicina a quedado a salvo del relativismo porque por debajo de su componente científica está su carácter de «tejne», de arte o misión.

Para Laín la metafísica de la historia que propone el positivismo forma parte de la utopía progresista, y esta tiene un carácter primario. Esto significa que todo progresismo no es una idea consecutiva a observar el progreso real de la ciencia racional natural y de la técnica, sino una utopía mítica que se va extendiendo por el pensamiento europeo desde la segunda mitad del seiscientos, y viene a sustituir a las que sirvieron de sustrato a las guerras de religión. La filosofía de la historia comtiana es una construcción para sus fines reformadores: en realidad no expresa tanto una predicción como un deseo. No nos dice tanto «lo que va a pasar» sino «lo que debería pasar».

Así pues el positivismo no es rechazable solamente por trasponer al mundo histórico, de forma gratuita, los métodos de la ciencia natural, sino sobretodo por entender la historia desde una idea mítica (sociedad positiva, estado final) sin concreción temporal ni espacial (en esto consiste la utopía), y por tanto, ahistórica. Es evidente, por otra parte, que está crítica podría hacerse extensible a otras corrientes de pensamiento de tipo progresista utópico, como el marxismo.

Por otra parte Laín es consciente de que esta crítica podría extenderse también a la visión cristiana de la historia, por eso no puede dejar de añadir que esta parte de una idea sobrehistórica, como es la idea de Redención, y que la concepción cristiana introduce la idea sobrehistórica en la teoría del acontecer universal con plena conciencia de su ahistoricidad (es decir, de su sobrenaturalidad) y por tanto, en la categoría de la creencia.

Superación del historicismo

Tal como ya hemos señalado, la crítica de Laín al historicismo (al que llama «historismo») es mucho más matizada que su crítica al positivismo. De hecho Laín comparte muchos de los asertos básicos del historicismo, pero le preocupa el relativismo de valores que puede comportar esta concepción de la historia.

Debemos comenzar por una explicación, aunque sea somera, sobre que es el historicismo{8}. Conocemos como tal una escuela de pensamiento que nace en Alemania a finales del siglo XIX y principios del XX. Hay que tener en cuenta que el siglo XIX fue el siglo de los grandes historiadores alemanes de la política, el arte, la filología y la filosofía. Recordemos entre otros a Ranke (1795-1886), a Mommsen (1817-1903), a Zeller (1814-1908), a Rhode (1845-1898) o a Wilamowitz (1848-1931).

En este interés por la historia se advierte sin duda el influjo del romanticismo, su sentido de la tradición, su culto a la conciencia colectiva de los pueblos y su voluntad de revivir el pasado dentro de la propia situación histórica. Por otra parte Hegel, a pesar de lo abstracta que era su filosofía de la historia, había enseñado a no mirar a la misma como un amontonamiento de hechos separados entre sí, sino como una totalidad en desarrollo dialéctico.

Con base a estos elementos no es difícil de entender la génesis y al evolución del movimiento historicista, cuyos representantes más notables fueron Dilthey{9} (1833-1911), Simmel (1858-1918), Spengler (1880-1936), Troeltsch (1865-1923), Meinecke (1862-1954), y Max Weber (1864-1920). El historicismo no es una filosofía compacta, pero entre sus diversas expresiones hay sin duda una características comunes, que sumarizadas serían:

1. La consideración abstracta de las fuerzas históricas se substituye por una consideración de sus características individuales.

2. La historia no es la realización de un principio espiritual infinito (Hegel), ni una serie de manifestaciones individuales del «espíritu del pueblo» como pretendían los románticos. La historia es obra de los hombres, de sus relaciones recíprocas, condicionadas por su pertenencia a un proceso temporal.

3. Los historicistas rechazan la filosofía comtiana de la historia, y la pretensión de reducir las ciencias históricas al modelo de las naturales, pero coinciden con los positivistas en lo referente a la exigencia de una investigación concreta de los hechos empíricos.

4. Los historicistas consideran que la labor de la filosofía consiste en una tarea crítica que determine el fundamento del conocer y de las actividades humanas. Es decir, pretenden extender el ámbito de la crítica kantiana a todo aquel conjunto de ciencias que Kant no había tenido en cuenta: las del «espíritu» o histórico-sociales.

5. Resulta fundamental la distinción entre historia y naturaleza. En consecuencia, los objetos del conocimiento histórico poseen un carácter específico, en el sentido de que se distinguen del conocimiento natural.

6. En relación con el punto anterior, los historicistas intentan encontrar las razones de la distinción entre las ciencias histórico-sociales y las naturales, así como la fundamentación filosóficas de las primeras.

7. El objeto del conocimiento histórico es la individualidad de los productos del conocimiento humano, que se opone al carácter uniforme y repetible de los objetos de las ciencias naturales.

8. Si la explicación causal es el instrumento de la ciencia natural, la comprensión es la herramienta propia del conocimiento histórico.

9. Como las acciones humanas tienden a determinados fines, los acontecimientos históricos hay que contemplarlos siempre desde la óptica de unos determinados valores. Por esta razón en los pensadores historicistas hay siempre una teoría de los valores, más o menos elaborada.

10. Para los historicistas el sujeto del conocimiento no es el sujeto trascendental kantiana con sus funciones a priori, sino los hombres concretos, históricos, con poderes cognoscitivos condicionados por la perspectiva y el contexto histórico en que viven y actúan.

Resulta bastante evidente, en función de lo que hemos ido considerando hasta ahora, que Laín comparte muchos de los asertos del historicismo. De hecho Laín, más que una crítica al historicismo pretende una reformulación del mismo. Así se plantea dos problemas, uno de tipo axiológico y otro de tipo epistemológico. El problema axiológico, eso es relativo a los valores, se refiere al relativismo al que forzosamente conduce el historicismo. El problema epistemológico se refiere a las relaciones entre Medicina e Historia y hasta que punto estas se ven afectadas por el historicismo.

Si todo lo humano es producto de la historia todos los valores son relativos. Es decir, una visión profunda de la historia nos sume en un inexorable y congojoso relativismo. De hecho este problema tiene poco que ver con la historia de la medicina, y si lo planteamos en este capítulo es por la solución que de Laín al mismo: el médico «autentico» es decir, el médico «curador», según la definición que hemos dado anteriormente, ha podido permanecer a salvo del relativismo porque su labor le ha abierto el camino a un manojo de verdades existenciales, anteriores a cualquier conocimiento científico{10}. La práctica de la autentica medicina nos lleva a la curación del «historismo».

Los pensadores historicistas, nos dice Laín, han sido conscientes del problema de la relativización de todos los valores, y han intentado solucionarlo, han intentado superar el relativismo, pero desde dentro de la propia historia. Pero dentro de la historia del pensamiento moderno, la tentativa más profunda de explorar fenomenológicamente el fundamento y el límite de la historicidad humana la debemos a Martin Heidegger.

Para Heidegger existen tres realidades con las que se encuentra de inmediato la existencia humana: el mundo, en el que se encuentra constitutivamente el ser humano, y que está a su mano, como utensilio o instrumento. Por otro lado el hombre se encuentra con otras existencias humanas, a las cuales llega mediante un nuevo modo de comportarse, la procura. Por fin, la existencia se encuentra consigo misma, y se encuentra como cuidado.

Para Heidegger hay tres existenciales básicos que son al ser de la existencia como las categorías kantianas al ser de las cosas: el encontrarse, al que ya nos hemos referido, el comprender, y el saber, que se expresa en el habla. El contemplar y el saber serían posteriores al encontrarse y al primario comprender.

Laín fundamentará su idea de la medicina, y en consecuencia su interpretación de la historia de la medicina, en estos existenciales procedentes de la filosofía de Heidegger. El encontrarse con la enfermedad, y en consecuencia con el hombre (o mujer) enfermó, y la procura del mismo constituye el acto existencial básico de la actividad médica. El comprender la enfermedad y el saber curarla vendrán después, y esto vale tanto si analizamos cada acto médico particular, que empieza con encontrarse el médico y el enfermo, como si analizamos la historia de la medicina en su conjunto, especialmente en sus orígenes.

Por esto la medicina es a la vez ciencia natural y ciencia humana (del espíritu). Pero antes que ciencia, la medicina es «arte», «tejné», misión. Al fundamentarse en el encuentro y en la procura dan al médico un conjunto de certezas existenciales anteriores y superiores a los conocimientos. Los conocimiento médicos están sometidos al relativismo histórico, por su doble condición de ciencia natural y ciencia humana. La actividad del médico, del autentico médico, salta por encima de este relativismo y nos proporciona, según Laín, la «curación del historismo».

El programa de investigación historiográfica

A partir de estas premisas, de lo que podríamos considerar una «filosofía de la medicina», Laín desarrolló, a lo largo de toda su vida académica, un programa de investigación historiográfica. La columna vertebral de este programa lo constituyeron sus ediciones de los Clásicos de la Medicina, y su monumental Historia Universal de la Medicina, obra colectiva de 8 volúmenes, en la que colaboraron, bajo su dirección los especialistas más prestigiosos de esta materia a nivel español y europeo. Además Laín investigo otros muchos aspectos de la historia de la medicina (historia de la anatomía, de la psicoterapia, de la historia clínica, &c.).

Tal como ya hemos señalado, no podemos ocuparnos de la obra de Laín como historiador de la medicina en su totalidad. Intentaremos analizar cuales son los elementos fundamentales de su programa de investigación historiográfica, y ver, aunque solo sea de pasada, algunos de sus trabajos más notables en este campo.

En la introducción de su Historia de la medicina{11} Laín sumariza de forma muy clara cual su concepción de la disciplina, y cual es la utilidad que su estudio puede aportar al medico. Comienza Laín explicando su concepción de la historia, para aplicarla después a la historia de la medicina. Hay que señalar que cuando Laín escribe este libro no está definiendo un programa para el futuro, como ocurría en Medicina e Historia, sino que está de alguna manera justificando una obra docente e investigadora que se encuentra en la plenitud. Pero a pesar del tiempo transcurrido y de la lógica evolución del autor, las líneas maestras de programa son fieles a las ideas vertidas en Medicina e Historia.

Para Laín la historia es el curso temporal de las acciones del género humano; a lo largo de este curso los hombres (y las mujeres) van creando u olvidando posibilidades para hacer su vida, y, por tanto, incrementando o empobreciendo su capacidad para vivir como seres humanos. Esta producción de posibilidades de vida es el resultado de una serie de actos de libertad creadora; pero a pesar de esta libertad, está condicionada por las siguientes instancias:

1. La naturaleza étnico-cultural del pueblo en que surge.

2. El sistema de creencias e intereses propio de la situación histórico-social a que sus creadores pertenecen.

3. El sistema social y, dentro de él, la estructura socioeconómica correspondiente a dicha situación.

En resumen la creación histórica arranca de una experiencia, posee un contenido, cobra existencia en una determinada situación y dentro de un horizonte, descansa sobre un fundamento y ofrece un haz más o menos amplio de posibilidades. Teniendo en cuenta estas premisas, nos dice Laín, el historiador de la medicina deberá atender a las siguientes reglas:

· Procurará que su relato sea, como dice Ortega, «un entusiasta ensayo de resurrección».

· Tratará de que sus descripciones dejen ver la estructura y el dinamismo de la realidad histórica.

· Ordenará su exposición de manera que esta muestre la sucesión real de los paradigmas que han regido la historia del saber médico; entendiendo por paradigmas, tal como los ha descrito T. S. Kuhn{12}, los modelos o patrones intelectuales y metódicos que regulan una etapa en el desarrollo de una ciencia determinada.

· Hará ver como la sucesión de real del pasado, en este caso la medicina pretérita, es un tácito «sistema» para la constitución y la intelección de la medicina actual, desde la cual él entiende y describe el pasado.

La historia de la medicina es, para Laín, la serie de las actividades personales, colectivas e institucionales que los hombres (y las mujeres) han ido realizando, conforme a determinados paradigmas científicos y dentro de situaciones histórico-sociales diferentes, para entender, curar y prevenir la enfermedad, y, más ampliamente, para promover la salud.

A partir de aquí Laín aborda una justificación de la historia de la medicina, es decir, intenta demostrar la utilidad de esta disciplina para la formación del médico. Nos dice en primer lugar que para el médico es un camino hacia la integridad de su saber, pues por rico que intelectualmente sea el presente de una disciplina no agota todo lo que en relación con el tema de esta ha llegado a saberse. En segundo lugar sostiene que el médico adquiere dignidad moral en su profesión se conoce el origen de los términos y conceptos que maneja. De esta manera es fiel a sus orígenes, es «bien nacido», según la expresión que utiliza el propio Laín.

En tercer lugar nos dice que el conocimiento histórico de la propia disciplina aporta claridad intelectual en el ejercicio de la misma. Aporta también libertad de la mente, pues evita la confusión entre lo «actualmente válido» con lo definitivamente válido». Finalmente, y en quinto lugar, afirma que la formación histórica da al médico opción a la originalidad por las siguientes razones:

· Toda investigación científica seria supone una instalación intelectual en la situación a que ha llegado el tema objeto de la misma, y ello es imposible sin una perspectiva histórica.

· El conocimiento riguroso del pasado no nos enseña solamente lo que «fue», sino también «lo que pudo ser y no fue», y ello nos permite percatarnos de las posibilidades intelectuales o técnicas del mismo presente.

· La adecuada presentación de una hazaña antigua puede despertar en el lector el deseo de emularla o superarla.

· Determinados hallazgos y saberes del pasado pueden haber sido olvidados por la ciencia ulterior a ellos.

Aparte de estos elementos justificativos de la historia de la medicina, bastante parecidos a las habituales justificaciones que encontramos en muchos historiadores de la ciencia, resulta interesante en la Historia de la medicina{13} la manera como Laín ordena los periodos históricos, y como aborda su estudio. Distingue seis grandes periodos en la historia de la medicina, cuya caracterización viene dada por elementos históricos, religiosos, políticos o técnicos, es decir, factores exteriores a la propia medicina (lo que en la jerga de los historiadores de la ciencia se llaman «factores externalistas»).

Esto significa que Laín no pretende hacer una historia de la medicina puramente internalista, lo que seria una historia escueta de los saberes médicos y las técnicas curativas, sino que pretende insertar estos conocimientos en el conjunto de la historia, lo que da una gran modernidad a su proyecto. Los periodos que nos presenta son:

1. Medicina pretécnica. Las grandes civilizaciones de la antigüedad, anteriores a Grecia (Egipto, India, China, Babilonia, &c.).

2. Medicina y «physis» helénica. La medicina en la Grecia clásica. De hecho el origen de la medicina racional la sitúa Laín en este periodo.

3. Helenidad, monoteísmo y sociedad señorial. Periodo que abarca la caída del Imperio Romano, la extensión del Cristianismo y la organización de la sociedad feudal, es decir, la Edad Media.

4. Mecanicismo, vitalismo y empirismo (siglos XV-XVIII). Del Renacimiento a la Ilustración, es decir, la época de la Revolución Científica.

5. Evolucionismo, positivismo y eclecticismo (siglo XIX). La Revolución industrial y sus consecuencias más inmediatas.

6. La medicina actual: poderío y perplejidad. El siglo XX, es decir, la medicina contemporánea.

Además de la temporización histórica resulta también ilustrativo el análisis del método que Laín utiliza para estudiar cada uno de estos períodos. En cada uno de ellos, con las ligeras variaciones que proporciona cada situación histórica Laín estudia de forma secuencial:

· La concepción del universo.

· Las ideas y el conocimiento sobre el cuerpo humano

· Las ideas y el conocimiento de la enfermedad

· La praxis médica

· Las relaciones medicina-sociedad.

La concepción del universo, sea mítica, filosófica, científica, religiosa, o una combinación de todas ellas, es el marco general que es necesario conocer, aunque sea de forma somera, para situar la historia de la medicina en un momento histórico concreto. Así, por ejemplo, no es concebible el origen de la medicina racional practicada por los médico hipocráticos sin la filosofía de los presocráticos y su concepto de physis.

Las ideas y el conocimiento sobre el cuerpo humano no se refiere solamente a la anatomía y fisiología del mismo, sino a otras cuestiones relacionadas con el ideal de belleza física, las proporciones, la representación artística de la figura humana, o otros temas relacionados. Las representaciones del cuerpo humano en el antiguo Egipto, en la Grecia clásica, en la Europa Medieval o en la Renacentista son bastante diferentes, y estas diferencias nos pueden decir mucho sobre cada uno de estos periodos históricos.

Una cierta idea sobre el cuerpo humano implica una idea sobre la enfermedad. Aunque esta se fundamenta en ciertos datos objetivos, es evidente que también se da una construcción social en torno a la misma. La misma noción de normalidad, correlativa a la de enfermedad, está sometida a una evolución histórica.

La praxis médica se refiere a la capacidad real para curar enfermedades. Es evidente que está relacionada con las ideas sobre el cuerpo humano, la salud y la enfermedad, pero también con las posibilidades técnicas al alcance del médico.

Finalmente, las relaciones medicina-sociedad cubre un amplio espectro de cuestiones, desde la profesionalización de la medicina y su regulación, la enseñanza y reclutamiento de médicos, el acceso de los distintos sectores sociales a los servicios médicos, así como la relación de las distintas formas de vida con la salud y la enfermedad.

Otra obra fundamental en el proyecto historiográfico de Laín lo constituye su edición de los Clásicos de la medicina. La obra, muy ambiciosa en su intención, pretendía llegar hasta los 50 volúmenes, cada uno de los cuales contendría una selección de textos del autor o autores en él tratados, precedidos por un amplio estudio sobre el mismo. Laín intentó ser el propio editor de su trabajo, y las dificultades económicas hicieron naufragar la empresa, que quedó reducida a tres volúmenes, dedicados a Bichat, Claudio Bernard, y Harvey{14}. Posteriormente el proyecto pasó al Consejo Superior de Investigaciones Científicas, que lo continuó parcialmente con el volumen dedicado a Laennec (1954) y a los textos hipocráticos (1976).

Es un proyecto basado en la idea de que la ciencia la hacen las grandes figuras, idea no demasiado en línea con las corrientes dominantes en la actualidad en la historia de la ciencia. En revisiones posteriores{15} Laín ha matizado esta posición, escribiendo que la ciencia la hacen todos los hombres, la Humanidad, incluidos en ella, claro está, los grandes creadores.

El método de aproximación histórico que sigue Laín en torno a estas grandes figuras de la medicina es el mismo que hemos visto en su Historia de la medicina para los grandes periodos históricos. Así, en el volumen dedicado a Bichat, vemos que se inicia el estudio investigando los momentos histórico-intelectual (la reacción vitalista al mecanicismo), histórico-político (la Revolución Francesa) e histórico-social ( Bichat no fue aristócrata, pero si contrarrevolucionario).

Una vez fijadas estas coordenadas podemos ya enfrentarnos a la obra de Bichat, la Anatomía General donde, por primera vez, se aborda una clasificación de los tejidos. Aunque el trabajo de Bichat es fundamentalmente anatómico, y no llegó a escribir un proyectado tratado de fisiología, al final, y como corolario, Laín se ocupa de sus ideas fisiológicas.

Para los demás autores encontramos métodos de aproximación muy parecidos: fijar las coordenadas históricas del personaje, en su triple vertiente intelectual, política y social, para pasar después a la consideración de su obra médica y científica. Hay, por tanto, un interesante proceso de inserción de la obra científica en un proceso histórico complejo, que no abarca solamente las cuestiones internas de la ciencia, sino otros elementos que, sin ser propiamente científicos, van a influir en el desarrollo de la obra científica de los autores estudiados.

Para completar nuestro estudio sobre el trabajo de Laín en el terreno de la historia de la medicina (estudio que, repetimos, no puede ser exhaustivo), vamos a ocuparnos a continuación de algunos de los problemas estudiados, los que estimamos más significativos, de su larga y extensa obra.

Los orígenes: la Medicina Hipocrática

El interés por la medicina hipocrática es una constante en los trabajos de Laín sobre historia de la medicina. Aunque su gran aportación a los estudios hipocráticos, La Medicina Hipocrática, se publicó en 1970{16}, desde los inicios de sus estudios de historiografía médica ya se había ocupado de la cuestión. Ya en 1943 había publicado en la revista Emérita el artículo «El escrito De Prisca medicina y su valor historiográfico». En el año 1958 apareció otro libro, La curación por la palabra en la antigüedad clásica, al que volveremos a referirnos más adelante cuando tratemos la historia de la psicoterapia{17}, en el que también se ocupa de cuestiones relacionadas con la medicina griega.

Para Laín este no es un periodo más en la historia de la medicina, sino que en él hay que situarse los orígenes de la medicina racional, de la que la medicina científica moderna es una continuación. Según su tesis a lo largo de los siglos la curación del enfermo se ha intentado realizar en tres formas distintas: la empírica, la mágica y la técnica.

La empírica consiste en un saber hacer fundado en la repetición de resultados favorables y en la evitación de resultados erróneos. Así, viendo que ciertas hierbas hacen vomitar, y otras tienen efectos sedantes, comenzaron a practicar la medicina empírica algunos pueblos primitivos.

El proceder mágico tiene como fundamento la apelación a poderes que sólo actúan en determinadas condiciones y son superiores a las posibilidades de la mayoría de los seres humanos. Así la cura mágica puede ser practicada según el «quién»(poderes especiales del chaman o hechicero), según el «cómo» (ejecutando ciertos ritos) y según el «donde» (presunta eficacia sanadora de algunos lugares privilegiados).

A estas dos formas sustituyó, primero en el mundo occidental, después en el mundo entero, la medicina técnica, que consiste en la racionalización de la experiencia mediante una atención metódica, no a un «quién», «cómo» o «donde» concebidos mágicamente, sino al «que» de las cosas: que es la enfermedad y el medicamento tal como la experiencia lo muestra.

El haber pasado de una medicina empírica o mágica (o una combinación de ambas, la llamada empírico-credencial) a una racional (tékhne iatriké, ars médica o «arte de curar») fue la hazaña de los médicos que hoy llamamos hipocráticos. En la isla griega de Cos y en la ciudad litoral de Cnido, durante los siglos V y IV a. de C., estos médicos compusieron la mayor parte de los escritos anónimos que hoy conocemos con el nombre de Corpus Hippocraticum.

Fiel a su método de aproximación, Laín comienza estudiando las condiciones sociopolíticas en que se desarrolla esta medicina. Se ocupa después del contexto intelectual de la misma. Viene a continuación la concepción del hombre, de la salud y de la enfermedad y, finalmente de las posibilidades terapéuticas.

Para Laín los creadores de la tékhne iatriké fueron griegos coloniales. No se contenta con esta frase y añade habían de ser griegos y coloniales. Desde que los escritos homéricos nos dan noticia de la aparición de los griegos en la historia, estos se distinguieron por su curiosidad ante el mundo y por su afición a la novedad. Los médicos de Cos y de Cnido eran, además, coloniales, es decir, descendientes de los que se habían visto obligados a abandonar la Grecia peninsular y que habían fundado las ciudades de la consta jónica, Sicilia y la Magna Grecia.

Escaso apoyo de la tradición y necesidad imperiosa de ejercitar el ingenio en la creación de una vida nueva fueron dos notas esenciales de las «polis» jónicas, sicilianas e itálicas. No es por azar que, mientras en la Grecia continental se desarrollaba la Tragedia como máxima expresión artística y religiosa, en ellas nacía el logos, lo que nosotros llamamos «razón», que sirvió de fundamento a la medicina hipocrática.

Frente a la enorme variedad de las cosas y los movimientos observables, esta razón, primero «mítica» y después científica, exigía imaginar una principio unitario, apto para explicar el origen unitario y la sucesiva configuración de esta variedad. La idea de physis (en latín natura, en castellano «naturaleza») fue el resultado de esta imaginación creadora.

Esta physis universal (la Naturaleza con mayúsculas) se concreta en la physis de cada cosa, en su naturaleza propia , y esta se manifiesta en las propiedades naturales, que especifican y caracterizan individualmente a la cosa en cuestión. El qué de una cosa, lo que una cosa realmente es , consiste en el conjunto de sus propiedades naturales.

Todo ello constituye la fundamentación filosófica de la medicina racional que, con Hipócrates como figura epónima, crearon los médicos de Cos, Cnido, Crotona, Cirene y Rodas. Esta medicina fue el resultado de aplicar la idea de physis a la resolución de todos los problemas que planteaba el oficio de tratar a los enfermos: que es el hombre, que son la salud y la enfermedad, como se debe realizar el diagnóstico y como hay que aplicar el tratamiento.

El hombre es concebido como parte del cosmos. Helenizando una idea persa, los médicos hipocráticos ven al hombre como un cosmos en pequeño, como un microcosmos. En la realidad de hombre están presentes todos los modos de ser del universo (mineral, vegetal y animal) específicamente humanizados. Del conocimiento científico del hombre son expresión hipocrática una rudimentaria y poco sistemática anatomía, una doctrina de la composición del cuerpo humano, la doctrina humoral (con variaciones en distintos escritos, pero siempre con la idea de que el elemento del cuerpo humano era el «humor»), y también una elemental fisiología descriptiva.

El estado de salud es entendido a través de cuatro epítetos muy significativos: díkaios (justo en el sentido físico, no moral: el cuerpo sano esta «bien ajustado»); katharós (limpio, sin impurezas); kalós (bello) y metriós (bien medido, bien proporcionado). En el hombre sano los elementos materiales de su cuerpo, los humores, están mezclados en la proporción debida. La salud es la manifestación de la eukrasía, de la «buena mezcla» de los humores que componen el cuerpo: la sangre, la pituita, la bilis amarilla y la bilis negra.

En lógica consecuencia, la enfermedad tendrá como notas características la dyskrasía («mala mezcla» de los humores), la adikía (el mal ajuste de las partes del cuerpo), la akhatarsía (las impurezas resultantes de la corrupción de los humores), y como consecuencia de todo ello la perdida de la belleza inherente a la salud: el enfermo es aiskhrós, feo o deforme. Y así como la buena mezcla de los humores, la eukrasía, es el fundamento físico de la salud, la enfermedad será dyskrasía o mala mezcla de ellos.

La enfermedad genérica o nosos se manifiesta en el enfermo como pathos (afección), algesis (dolor, sufrimiento) y asthéneia o incapacidad funcional. Pero la afección morbosa es siempre individual. Aunque haya un tipo general de enfermedad, que hace que en todos los que la padecen se den unas notas comunes, en el modo de manifestarse hay variaciones importantes de índole individual.

A pesar de esta idea individual de la enfermedad, en los escritos del Corpus, hay distintas consideraciones sobre los diversos modos de enfermar. Por la duración de su curso se distingue entre enfermedades agudas y crónicas. Por su causa y pronóstico hay otra importante distinción entre las enfermedades: las debidas al «azar» (katà tykhen) y las que son «por necesidad» (kat'anánkhen); solamente las primeras son susceptibles a ser tratadas por el médico; ante las segundas este debe abstenerse de actuar, pues son incurables o mortales «por necesidad».

En un terreno más concreto se encuentran en el Corpus descripciones de enfermedades concretas. Según Laín hay que citar distintas fiebres periódicas, la disentería, la tisis, la pulmonía, la litiasis urinaria y otras.

Especial atención merece el tema del diagnóstico. Según Laín sin el «juicio diagnostico» o simplemente diagnostico, no seria posible la medicina racional. El diagnostico sería el conocimiento de la physis de una determinada enfermedad a través de la correcta utilización del «logos». Según Laín esta operación intelectual comportaba la resolución de distintos problemas:

1. La distinción entre lo sano y lo morboso

2. La decisión de si la enfermedad que va a tratarse es «por azar» o «por necesidad». En el segundo caso nada podrá el arte médico.

3. El establecimiento, para el caso observado, de la katástasis (estado ocasional), eidos (aspecto específico) y tropos (aspecto típico).

4. Entender lo que ocurre en el interior del cuerpo. Sería lo que ahora llamamos anatomía patológica y fisiopatología.

5. Detectar la causa inmediata de la enfermedad (su prophasis) y la causa remota (su aitía).

Para solucionar estos problemas, el médico hipocrático utilizaba unos métodos determinados, que según Laín pueden resumirse en tres:

· La anamnesis (recuerdo), que consiste en la conversación previa con el enfermo.

· La inspección. Falto de otro instrumental, el médico hipocrático exploraba al enfermo con todos los sentidos. Indica Laín que un pasaje del tratado Sobre las enfermedades II indica que su autor llego a practicar la auscultación inmediata del tórax.

· El razonamiento: la aplicación del logos a los datos de la experiencia para solucionar los problemas antes consignados.

Los recursos terapéuticos del médico hipocrático eran, según Laín básicamente tres: la dieta, entendida como régimen de vida y no solamente como prescripción alimentaria; el medicamento, ordinariamente de origen vegetal, y la cirugía de cuya práctica son un buen testimonio los tratados sobre fracturas y luxaciones.

Los principios que dieron fundamento a la actividad terapéutica de los médicos hipocráticos fueron, según Laín, los siguientes:

1. El «amor al hombre», es decir, la estimación del alto valor de la existencia humana y del cuidado de su perfección.

2. La convicción de que la naturaleza del enfermo (salvo en las enfermedades «por necesidad»), tiende a la curación.

3. El médico, con su arte, ayuda a la tendencia sanadora de la naturaleza.

4. La regla de «favorecer y no perjudicar» debe presidir y orientar todo tratamiento médico.

5. Cumpliendo rectamente estos preceptos, la actividad del médico procura la salud y el alivio de los enfermos y conserva el buen aspecto de los sanos.

Para acabar Laín dedica su atención a la ética médica de los hipocráticos, tomando como base el famoso Juramento Hipocrático{18} y el tratado Preceptos. Laín destaca de este último tres mandamientos relativos a la percepción de honorarios por parte del médico:

· No se piense en el salario sin el deseo de buscar instrucción. Es decir, sin la voluntad de aprender algo en el caso tratado.

· Considérense las riquezas y recursos del enfermo, pero sin inhumanidad.

· La asistencia médica puede ser gratuita para devolver un favor recibido, para lograr buena fama y cuando el enfermo es extranjero y pobre.

Historia de la Anatomía

El interés por la historia de la anatomía es otra constante en la obra historiográfica de Laín. Ya en el año 1949, en el primer numero de la revista Archivos Iberoamericanos de Historia de la Medicina publica un interesante artículo sobre el tema{19}. A lo largo de su extensa obra en el terreno de la historia de la medicina el tema de la anatomía ira apareciendo de forma constante{20}.

Quizá una de las aportaciones más notables de Laín a la historia de la anatomía es de orden teórico y metodológico: su definición del estilo descriptivo. Para Laín una descripción anatómica (la anatomía es ciencia descriptiva por antonomasia) está siempre constituida por dos ingredientes: su contenido, o suma de conocimientos anatómicos concretos, y su estilo, es decir, el modo según el cual está hecha la exposición de estos conocimientos.

A su vez en el estilo hay dos elementos fundamentales: la idea descriptiva, cuya expresión es el esquema ordenador de la descripción, la figura ideal según la cual cobran unidad los conocimientos anatómicos; en segundo lugar tenemos el método de la descripción particular, o modo de describir cada una de las formaciones anatómicas.

Veamos a modo de ejemplo ilustrativo la transición de la anatomía de Galeno a la de Vesalio, es decir, la anatomía «antigua» y la «moderna». La idea descriptiva de Galeno es el animal vivo y en movimiento; el método de sus descripciones consiste en mostrar la conexión «natural» que hay entre la forma anatómica, la función y la finalidad de la región corporal descrita.

Vesalio se sitúa en una actitud nueva: su idea descriptiva va a ser la estatua, la «fabrica» arquitectónica del cuerpo humano quiescente. En consecuencia el método de sus descripciones particulares se propondrá hacer patente la estructura espacial, la pura composición de los órganos y de las regiones anatómicas.

De este modo Galeno comienza su tratado De usu partium describiendo el aparato locomotor: mano y brazo, pie y pierna. En contraste, Vesalio empieza el Libro I de la Fabrica por los huesos y los cartílagos, prosigue con el estudio de los ligamentos y los músculos{21}.

Debemos pues distinguir entre los datos positivos de la anatomía y los modos de saber anatomía. Vesalio supo mucha más anatomía que Galeno; esto significa que su saber anatómico abarca una cantidad mucho mayor de datos positivos. Pero reduciendo hipotéticamente la suma de datos contenidos en la Fabrica vesaliana a los que contiene el tratado galénico De usu partium, ambas obras diferirían considerablemente en cuanto al modo de concebir, presentar y ordenar el conocimiento anatómico del cuerpo humano.

Establecido este importante elemento de análisis del conocimiento anatómico, distingue Laín dos grandes concepciones del cuerpo humano en la historia de la anatomía: el cuerpo humano como forma quiescente, y el cuerpo humano como forma cambiante{22}.

En la visión del cuerpo humano como forma quiescente (o cadavérica) el dato positivo puede referirse a la estructura elemental del cuerpo viviente, o a su aspecto general, es decir la figura visible total o parcialmente considerada. En el primer caso el concepto fundamental es el de elemento biológico, y la disciplina morfológica que lo estudia es la estequiología, nombre derivado del término griego stoikheion, que significa «elemento». Así el «humor» fue el elemento biológico de la estequiología hipocrática, tal como hemos visto, y la fibra el de la estequiología fibrilar. Para Bichat el elemento biológico fue el «tejido», y para la estequiología biológica vigente en la actualidad habría dos elementos, una primario, la célula, y otro secundario, el tejido.

Sin consideramos el aspecto general del cuerpo viviente, y nos referimos por tanto al conocimiento de las formas pluricelulares y macroscópicas, el saber anatómico se presenta como anatomía descriptiva o eidológica (del griego eidos, aspecto o figura), y el elemento fundamental lo constituye la parte anatómica.

Laín llama parte anatómica a cada una de las unidades macroscópicas perceptibles en que el anatomista divide al cuerpo humano. La conceptualización de estas partes anatómicas ha ido variando a lo largo de la historia. Hasta bien entrada la modernidad los anatomistas llamaban partes (mória en griego) no sólo a los órganos (partes disimilares), sino también a las unidades morfológicas que hoy denominamos tejidos (partes similares). En la actualidad la expresión «parte anatómica» se refiere únicamente a cada una de las porciones que el anatomista distingue en la totalidad de cuerpo, y ya no se acepta esta expresión para los tejidos.

Esta conceptualización de la parte anatómica puede hacerse, según Laín, desde seis puntos de vista diferentes:

1. El punto de vista inmediato o intuitivo. Así el hombre de la calle llama «mano» a una parte del cuerpo, y «cara» a otra. Pero expresiones como «huesos de la mano» o «músculos de la cara» pueden aparecer en el más científico de los tratados de anatomía.

2. El punto de vista local y estructural. La parte anatómica es discernida y conceptuada según el lugar que ocupa en el cuerpo , y según la forma y estructura con que se muestra. Así designamos como «hipofisis» (en griego «formación hacia abajo») a un órgano que es una formación encefálica, alojada en la silla turca, y compuesta por dos lóbulos y una parte intermedia.

3. El punto de vista dinámico o funcional. La parte anatómica queda delimitada y descrita no tanto pos su situación y apariencia como por la función orgánica que se le atribuye, Así hablamos de «aparato digestivo» o de «sistema nervioso».

4. El punto de vista genético o evolutivo. La parte anatómica es considerada como el resultado de un proceso morfogenético, y en éste se ve la razón de su apariencia y de su estructura. La concepción filogenética de ciertos órganos, llamados residuales (el coxis, el apéndice ileocecal) es el ejemplo más claro de este modo de proceder.

5. El punto de vista alegórico o representativo. En determinadas etapas de la historia de la anatomía, la parte anatómica ha sido vista y entendida según lo que parece representar dentro de una concepción mítica del cuerpo humano. Éste significaría algo en la totalidad del cosmos, y conforme a tal significación son concebidas la situación y la forma de cada una de sus partes. Así aconteció en las anatomías construidas sobre la visión del cuerpo humano como microcosmos. Tal visión no se da solamente en las culturas arcaicas, sino que también la encontramos en Harvey respecto del corazón, o en los Naturphilosophen del Romanticismo alemán. Algo parecido sucede con la simbología de las partes anatómicas elaborada por el psicoanálisis. En esta actitud mental se halla el anatomista cuando se refiere al «tendón de Aquiles» o al «monte de Venus».

6. El punto de vista utilitario o pragmático. Más o menos fundamentado en la visión inmediata o intuitiva, el descriptor delimita las partes anatómicas en función de una determinada finalidad, que suele ser la intervención quirúrgica o la exploración manual. Así se habla del «triángulo de Scarpa» o del «fondo del saco de Douglas».

Hay otra concepción del cuerpo humano en la historia de la anatomía que hay que tener en cuenta: la que considera el cuerpo humano como forma cambiante. Según Laín las descripciones puramente estequiológicas o eidológicas son el resultado de una abstracción metódica. La forma biológica es considerada en ellas como la apariencia de una realidad quiescente, es decir, desconociendo por convención o por método que la forma descrita cambia sin cesar en el cuerpo al que pertenece.

La vida es movimiento , cualquiera que sea la manera de entender científica y filosóficamente el proceso material de ella. Esto obliga al morfólogo, si quiere serlo de cuerpos vivos y no de cadáveres idealizados, a estudiar la realidad del cuerpo humano como un conjunto cambiante y fluente de formas.

El cambio de las formas biológicas se produce en dos modos totalmente distintos entre sí: el funcional y el genético; es decir, la modificación espacial de la forma anatómica ya constituida, y el proceso con el que genéticamente se constituye dicha forma.

Llevando a cabo la función que le es propia el corazón cambia de forma. Lo mismo le ocurre al estómago, al bíceps branquial o a la articulación de la cadera. Es el cambio funcional que puede tener lugar a tres niveles:

· El cambio macroscópico, que es una modificación espacial de su forma, en un conjunto de desplazamientos espaciales de la parte, en su totalidad o en alguna de las porciones de ella.

· El cambio microscópico no implica modificación macroscópica visible, sino que se refiere a la multiplicación de las células de la parte al ejecutar esta su actividad vital.

· El cambio molecular, que se refiere a modificaciones a nivel de moléculas orgánicas, y que puede ser biofísico o bioquímico.

Se trata pues de conceptuar y describirlas formas anatómicas teniendo en cuenta los cambios funcionales. En mayor o menor grado siempre lo ha hecho así el anatomista, incluso cuando el punto de vista de sus descripciones ha sido el local o estructural. A partir de Renacimiento, la conexión esencial entre la forma y la función en los seres vivientes ha sido entendida según dos líneas contrapuestas. Para una de ellas lo radicalmente primario en la materia viva es la forma, y a la peculiaridad de esta se atribuye la índole de la función, la cual es concebida desde la forma.

Para la otra visión lo radicalmente primario en el ser vivo es la fuerza que se realiza como movimiento vital, en definitiva, como función.; el órgano es como anatómicamente es por y para hacer lo que fisiológicamente hace. Así Von Bertalanffy llama a los órganos «funciones demoradas».

Pero además de funcional, el cambio de las formas biológicas puede ser constituyente, Es el cambio genético, Actualizada por Harvey, la biología aristotélica lego a la biología moderna dos conceptos generales contrapuestos entre sí: la epigénesis y la metamorfosis. En la epigénesis la forma viviente se va constituyendo , como el ánfora en manos del alfarero, por adición de materia indiferenciada que, poco a poco, va adquiriendo figura orgánica. Las partes, dice Harvey, «crecen mientras se forman y se forman mientras crecen».

En la metamorfosis las partes se forman por la distribución y paulatina diferenciación de la materia embrionaria, sin adición de materia nueva. El todo sería anterior a las partes. Como Aristóteles, Harvey clasificó a los animales según estos conceptos embriológicos: los animales superiores se reproducen por epigénesis y los inferiores por metamorfosis. La taxonomía moderna ha seguido otros caminos, pero los conceptos de metamorfosis y de epigénesis conservaran su vigencia en el curso posterior de la embriología.

Historia de la Psicoterapia

La psiquiatría en general y la psicoterapia en particular fueron siempre temas que interesaron a Laín. No olvidemos que nuestro hombre ejerció de psiquiatra durante un corto periodo, en una institución de salud mental en Valencia. De su prolija obra escrita encontramos dos libros dedicados a esta cuestión, La obra de Segismundo Freud, publicada en 1943, y La curación por la palabra en la antigüedad clásica{23}, que apareció en 1958. Seguiremos el hilo histórico (y no el cronológico) y nos ocuparemos de esta última obra en primer lugar, para continuar después con la segunda.

Cuenta Laín{24} que cuando era aprendiz de psiquiatra leyó la traducción española del libro colectivo Psychohenese und Psychotherapie körperlicher Symtome, publicado en Viena en 1925, cuyo editor, O. Schwarz, había hecho estampar al frente de sus páginas un fragmento del Cármides platónico, en el cual Sócrates, transmitiendo las enseñanzas de cierto médico tracio, dice que para curar el cuerpo es también preciso curar el alma, y que el alma solo se cura mediante ciertos diálogos.

Años más tarde Laín tuvo acceso a la versión original del libro, y pudo ver que el texto alemán utilizaba la expresión Besprechungen, que no solo significa «entrevista» o «conversación», sino también «ensalmo» o «conjuro». El propósito de indagar en el sentido del término epodé en la obra de Platón fue el germen del primer libro del que vamos a ocuparnos.

La investigación sobre el termino epodé llevó a Laín a épocas anteriores a Platón (Homero, los poetas líricos, los trágicos, los sofistas), su fugaz aparición en el «Corpus Hippocraticum), así como a la actitud de Aristóteles ante el poder de la palabra.

En su revisión del epos homérico cita dos ejemplos demostrativos de la altísima importancia que desde su origen histórico concedieron los griegos a la expresión hablada.

El primero (Il., XV) se refiere a cuando Patroclo cura la herida de Eurípilo, el cual según el poeta permaneció en su tienda, deleitándole con palabras y curándole sus heridas con drogas que le mitigaran sus acerbos dolores. Bajo la forma de terpnós logos, o «decir placentero» la palabra actúa como remedio natural capaz de aliviar el dolor.

El segundo ejemplo (Od. XIX) describe como los hijos de Autólico curan a Ulises de la herida que le ha infligido la dentellada de un jabalí. Practican un vendaje y entonan un salmo (epaoidé) para restañar el flujo de sangre. Por primera vez aparece en un documento escrito el término epodé (en su forma arcaica epaoidé), que significa ensalmo en que intervienen la palabra y la música.

En los líricos y los trágicos de los siglos VI y V a. C. prosigue el empleo de la palabra epodé en su sentido mágico, juntamente con otra, thelkterion , que significa «hechizo». Pero tanto una como otra son a menudo usadas en un sentido netamente metafórico, como «palabra grata y benéfica».

Los filósofos presocráticos, Pitágoras y Empédocles en primer término, y poco más tarde los sofistas. Siguieron cultivando el tema del poder de la palabra. Sobre todo los sofistas, que hicieron de ella profesión.

Platón dio un paso más en la racionalización médica del ensalmo mágico, de la epodé. Hasta 52 veces aparece esta palabra en los diálogos platónicos. ¿En qué consisten estos «ensalmos terapéuticos? ¿como se produce su acción sanadora?. Para que sean realmente eficaces el terapeuta debe cumplir estas tres reglas:

1. El empleo combinado del fármaco y de la épode. Incumplen esta regla los médicos que pretenden tratar al alma y al cuerpo por separado.

2. La práctica de la epodé debe ser anterior a la administración del fármaco. Éste será eficaz cuando en el alma del paciente impere la sophrosyne, es decir la «serenidad y buen orden del alma».

3. Para que la epodé actúe realmente es preciso que el enfermo «presente su alma» al terapeuta. Así las palabras de éste podrán ser logos kalós, «bello discurso», es decir, un discurso verdaderamente adecuado a la condición y a la situación anímica del paciente.

Platón fue, sin duda alguna, el inventor de la psicoterapia verbal, técnicamente concebida. Pero los médicos hipocráticos no supieron hacer suya la lección médica de Platón. En el tratado Sobre la enfermedad sagrada aparece la palabra epodé pero tomada en su sentido más crasamente supersticioso y mágico, y que es, por supuesto, rechazada por el autor del tratado.

A lo más que llegó el médico hipocrático fue a la utilización de la virtualidad sugestiva de las palabras (el logos pithanós o decir persuasivo) como recurso para lograr la buena disposición del enfermo ante el tratamiento.

La acción psicológica y social de la palabra fue magistralmente estudiada por Aristóteles en su Retórica. Tres son, según el discípulo de Platón, los géneros de la persuasión retórica: el deliberativo o político, el judicial o forense y el demostrativo o epidíctico. La tesis de Laín es que la doctrina aristotélica acerca de la acción de la palabra autorizaría a incluir un cuarto género: el terapéutico.

La otra gran aportación de Laín a la historia de la psicoterapia lo constituye La obra de Segismundo Freud. Meditaciones de un historiador de la medicina sobre algunos temas del psicoanálisis, publicada en el año 1943. En síntesis podemos decir que su posición sobre la obra del médico vienes es de alabanza por el descubrimiento del inconsciente, y de crítica al pansexualismo.

Fiel a su método histórico, Laín se aproxima a la obra de Freud analizando cuatro circunstancias que condicionan el origen del psicoanálisis: el momento social, el momento histórico, el momento clínico y el personal.

El momento histórico sería la crisis del racionalismo, el descubrimiento de lo irracional que se da en la cultura posromántica europea, con figuras como Nietzsche, Bergson, Unamuno, Maeterlinck, D'Annunzio, Barrés y otros.

El momento social coincide con el dominio de la burguesía y de la mentalidad burguesa. Y como sutilmente hizo notar Max Scheler, el nervio de la moral burguesa no es Kant, el imperativo categórico, sino el cant, palabra con la que los ingleses designan la hipocresía. La doble moral, es decir la partición de la conducta individual entre la moral pública y la privada. En la Viena de la monarquía austro-húngara, donde vivió Freud, era especialmente notable la tensión entre el catolicismo o pseudocatolicismo de la vida oficial y el hedonismo de la vida privada. El anverso y el reverso de aquella vida vienesa destaca muy claramente en las historias clínicas de los pacientes de Freud.

Sobre el momento clínico destaca Laín que a finales del siglo XIX el enfermar neurótico se hizo especialmente frecuente en todos los países del mundo occidental. El estrés de las clases dirigentes en las sociedades industrializadas, la conflictiva estructura de la vida moral, antes señalada, y el desajuste vital, tanto económico como psicológico, del naciente proletariado urbano, fueron las causas principales de este fenómeno sociopatológico.

Los médicos se vieron obligados a introducir el componente emocional de la vida en el análisis patogenético del proceso morboso. Los francesas Charcot y Bernheim, los alemanes Mörbius y Strümpell y los ingleses Carpenter, Tuke y Bennet, se distinguieron en tal empeño, En lo relativo a la neurosis, la experiencia del clínico pedía el giro de pensamiento que inició la obra de Freud.

Sobre el momento personal destaca Laín la marginación que sufrió Freud en la sociedad de su época, que procedía del hecho de ser judío, y de su denuncia de la hipocresía personal que llevaba consigo su interpretación de la neurosis. Destaca también su rigor como investigador, y el carácter racional y constructivo, así como su voluntad enérgica y paciente.

Laín distingue dos grandes aportaciones conceptuales de Freud a la doctrina del origen de la neurosis: el pansexualismo y el descubrimiento del inconsciente. Respecto al pansexualismo nos dice que el psiquiatra vienes no actuó a través de procedimientos aprioristas, sino a partir de una rigurosa experiencia clínica. A pesar de ello Laín critica la postura de Freud, y nos dice que este confunde el impulso vital con el sexual. Sostiene Laín, frente al pansexualismo de Freud, la idea de que la actividad instintiva del individuo humano debe desglosarse en tres grandes pulsiones, cualitativamente diferentes entre sí: el instinto de conservación (nutrición, economía de los movimientos fisiológicos ), instinto sexual e instinto de dominación o poderío

Cada una de estas pulsiones instintivas habría sido reivindicada por los llamados.pensadores de la sospecha: Nietzsche la voluntad de poder; Marx la economía y Freud la sexualidad. También sostiene Laín la idea de que cada una de estas formas de expresión del impulso vital podía transmutarse en cualquier otra.

Una valoración mucho más positiva la encontramos en torno al tema del insconsciente. Nos dice Laín que el dualismo antropológico cartesiano había llevado a la identificación del psiquismo con la conciencia. Pero desde finales del siglo XIX diversos psicólogos y filósofos habían empezado a plantear el tema del inconsciente como momento constitutivo de la realidad humana y de la consiguiente existencia de procesos psíquicos inconscientes.

Para Laín, el camino que lleva a Freud al descubrimiento del inconsciente tiene una doble vertiente: por un lado la observación clínica, la afirmación de que en la vida del neurótico, y por extensión en la de todo hombre, hay una actividad psíquica a la que no llega la conciencia; por otra parte una vía formalmente antropológica, más teórica, según la cual la región inconsciente del psiquismo tiene una importancia fundamental, con frecuencia decisiva, en la determinación de los actos humanos.

Laín define la doctrina psicoanalítica como una mecánica irracional de la existencia psíquica del hombre. Mecánica, porque la formación científico-natural del médico Freud, y quizá también la nativa peculiaridad de su mente, le llevaron a concebir en términos especiales y mecánicos la estructura interna y el dinamismo de la psique. Irracional, porque lo que originariamente promueve la actividad psíquica es una fuerza, la líbido, anterior a la razón y más radical que ella en la realidad del hombre.

Así la psique se hallaría espacialmente constituida por dos escenarios superpuestos: uno superior, en el que acontecen los procesos psíquicos conscientes (pensamientos, voliciones, &c.), y otro inferior, lo inconsciente como subconsciente, en el cual tienen lugar las actividades psíquicas, aquéllas en que las vivencias reprimidas cobran forma nueva y actúan sobre la vida del sujeto, enteramente inaccesible a la luz de la conciencia. El preconsciente, como espacio intermedio, serviría de lugar de tránsito entre los dos principales.

El escenario inferior es un recinto en el que ciertos personajes, los elementos psíquicos que constituyen el contenido del inconsciente, actúan de forma invisible, se funden o condensan entre sí, cambian de figura o se subliman. El psicoanalista puede «ver» a estos personajes mediante una oportuna exploración técnica.

El fenómeno primario en la patogénesis de una neurosis sería la represión de las representaciones y de los afectos libidinales, incompatibles con las convenciones y exigencias morales de la sociedad a la que el paciente pertenece, y la consiguiente formación de un «afecto arremansado» en el recinto inconsciente de la psique; afecto concebido como líbido, destinado a sufrir procesos inconscientes de simbolización, condensación, somatización y sublimación, y capaz de dar lugar, en ocasiones, a la producción de complejos nocivos.

Después de describir y valorar las aportaciones freudianas Laín realiza una crítica de las mismas. Esta se centra en dos puntos: la total separación de los escenarios consciente e inconsciente, y la naturaleza única de carácter afectivo–libidinal de los elementos y fuerzas de la vida psíquica. Ordena su propuesta en tres puntos:

1. Distinción metódica y bien conceptualizada entre la conciencia actual, el paraconsciente y los diversos modos de insconsciente; el actualizable, que puede aflorar a la conciencia; el no actualizable, que no puede aflorar, y el fisiológico.

2. Descripción de los tres grados básicos en el conocimiento de sí mismo: el autosentimiento (integración de las sensaciones cenestésicas); la autovislumbre (cualificación y localización de la vivencia del propio cuerpo), y la autointerpretación, a la que define como este saber claro y distinto, que a veces es falso, por obra del cual uno es «novelista de si mismo».

3. Discernimiento de las cuatro instancias que presiden la conversión del autosentimiento: el objeto propio de la vivencia en cuestión (un plato apetitoso despierta las ganas de comer, un desnudo femenino el impulso sexual) ; el total contenido de la conciencia en el momento de experimentar esta vivencia (la visión del plato apetitoso no es vivida de manera idéntica cuando uno está libre de preocupaciones que cuando está sometido a ellas), el sistema de fines e ideales en el momento de experimentar la vivencia de que se trate (la presencia del plato apetitoso no es vivida de igual manera por el asceta que por el glotón) y la idea de si mismo que tenga el sujeto.

Pedro Laín y la Historia de la Medicina en España

La labor de Pedro Laín en el terreno de la Historia de la Medicina no ha sido solamente de investigador y escritor. A través de la docencia y la actividad institucional ha sido el creador de la tradición de investigación de esta materia en España, como lo prueban su gran número de discípulos.

Desde el año 1942 desarrolló sus actividades docentes en la Cátedra de Historia de la Medicina de la Universidad de Madrid, al principio únicamente en cursos de doctorado, y, desde el año 1953, también de licenciatura. El año 1951 la sección que regentaba en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) se convirtió en el Instituto «Arnaldo de Vilanova», que pasó a llamarse en 1971 Instituto «Arnau de Vilanova» de Historia de la Medicina y Antropología Médica.

A partir de 1974 se acondicionó en el pabellón 5º de la Facultad de Medicina de la Ciudad Universitaria este departamento, en el que se alojaban ambas instituciones: la cátedra y el Instituto del CSIC, ambas dirigidas por él hasta su jubilación en 1978. Posteriormente el Instituto se convertiría en el actual Departamento de Historia de la Ciencia, dentro del Centro de Estudios Históricos del CSIC. La actividad de Laín no fue solamente semilla de la Historia de la Medicina, sino de la Historia de la Ciencia en España.

Dentro de su actividad institucional hay que citar también la fundación en 1949 de la revista Archivos Iberoamericanos de Historia de la Medicina, en el seno del CSIC, y dirigida conjuntamente por Laín y por Aníbal Ruiz Moreno desde Buenos Aires. En 1954 la revista pasó a llamarse Archivos Iberoamericanos de Historia de la Medicina y Antropología Médica; diez años más tarde cambió su nombre por Asclepio, y en la actualidad de llama Asclepio. Revista de Historia de la Medicina y de la Ciencia, y sigue publicándose en el seno del CSIC. A lo largo de treinta y ocho años esta publicación ha cultivado los más diversos temas de historia de la medicina, de la ciencia y de la antropología médica, llevando el nombre de España a bibliotecas, universidades y centros de investigación de Europa y América.

La actividad docente e institucional de Pedro Laín en el terreno de la Historia de la Medicina ha dejado numerosos discípulos (y discípulos de discípulos) que han constituido la columna vertebral de la Historia de la Medicina en España y ha contribuido de forma decisiva al despliegue institucional y académico de la Historia de la Ciencia en España.

Cronológicamente hay que citar en primer lugar a Juan Antonio Paniagua, pionero en el estudio de la obra de Arnau de Vilanova, así como estudioso de la medicina occidental en Puerto Rico. Mención aparte merecen las tres figuras más representativas de la historia de la medicina en España, formadas a la sombra del magisterios de Laín: Luis Sánchez Granjel, Agustín Albarracin Teulón y José María López Piñero.

Granjel, que ejercía la psiquiatría en Salamanca, acudió a Laín para que le orientara en la confección de su tesis doctoral, que versó sobre la religión en la obra de Jung. Por mediación de Antonio Tovar, entonces rector de Salamanca, se creó en esta universidad la cátedra de Historia de la Medicina, la primera después de la de Madrid, a la cual accedió Granjel, y en la cual ejerció la docencia durante treinta años.

Agustín Albarracin tenía más o menos decidida su vocación de pediatra, pero asistió a un curso impartido por Laín, y esto le hizo cambiar la dirección de su proyecto profesional. Dedico su tesis doctoral, aconsejado por Laín, a la medicina en la obra de Lope de Vega. Posteriormente sería su principal colaborador en la monumental Historia Universal de la Medicina, de siete volúmenes y en la que participaron 117 colaboradores, y que fue editada por Salvat.

Un cambio de vocación parecido se dio en José Maria López Piñero; parece que iba para cardiólogo, pero la audición de un curso de Laín pronunciado en 1954 en la Universidad Menéndez Pelayo le hizo cambiar de idea. Al cabo de unos años consiguió la cátedra de Historia de la Medicina de Valencia, donde ha ejercido una importante labor como docente e investigador. Su trabajo se ha extendido en tres líneas fundamentales: el documentalismo histórico-médico, la historia de la ciencia española, y la formación de una importante escuela de investigadores en el terreno de la historia de la medicina y de la ciencia.

Entre estos discípulos hay que destacar a María Luz Terrada, Luis García Ballester, Juan Riera, Emilio Balaguer, Rosa Ballester, Elvira Arquioloa, José Luis Peset, Pedro Marset, Guillermo Olagüe y Francesc Bujosa. También a José Luis Barona, que actualmente ejerce la docencia en Valencia, y a Ion Arrizabalaga, que dirige el Departamento de Historia de la Ciencia, en el Instituto «Mila i Fontanals» (CSIC) de Barcelona.

Entre estos merece una especial atención Luis García Ballester, fallecido ya hace unos años, que fue catedrático de Historia de la Medicina en Granada, y miembro del equipo del CSIC de Barcelona. Sus trabajos sobre la obra de Galeno y sobre la medicina en la Baja Edad Media le sitúan como un importante investigador a nivel mundial.

Por su parte José Luis Peset, que paso de Valencia a Madrid y allí dirigió el Departamento de Historia de la Ciencia del CSIC, , ha trabajado sobre la historia de las universidades españolas, los aspectos éticos y sociales de la asistencia psiquiátrica y sobre diversos aspectos de la Ilustración española. También merece una especial atención Juan Riera, catedrático en Valladolid y actual presidente de la Sociedad Española de Historia de las Ciencias y de las Técnicas.

En Madrid hay que nombrar las figuras de Elvira Arquiola, y, especialmente, de Diego Gracia, sucesor de Laín en la cátedra de Historia de la Medicina. Gracia es además director de la Fundación Xavier Zubiri. Procedentes del magisterios de Arquiola y de Gracia hay que citar a Luis Montiel, Delfín García Guerra, Ángel González de Pablo, Miguel Sánchez González, Pedro Navarro, José Martínez López, Azucena Couceiro y Carlos da Costa.

Hay que citar finalmente dos escuelas históricas ubicadas en la Universidad de Barcelona que han mantenido un fluido contacto y colaboración con Laín y sus discípulos: los arabistas especialistas en ciencia árabe y medieval, con Juan Vernet y Julio Samsó, y la escuela hipocrática, en torno al Instituto de Estudios Helénicos, dirigido por el profesor José Alsina Clota, con Eulalia Vintró y Juana Zaragoza (hoy profesora en Tarragona) como representantes más destacadas.

Toda la historia de la medicina española y buena parte de la historia de la ciencia son deudoras de la obra científica, institucional y docente de Pedro Laín Entralgo.

Notas

{1} Que no coinciden con los cuatro capítulos.

{2} Sobre los orígenes académicos de la sociología ver Alain Touraine (1978) Un deseo de historia. Autobiografía intelectual, Ediciones Zero, Madrid.

{3} No olvidemos la fecha en que se publicó Medicina e Historia, que coincide con el periodo de mayor compromiso de Laín con el falangismo radical.

{4} Ver José Alsina, «El positivismo, ideología de la sociedad industrial». Hespérides, vol. II, nº 12, 1997, págs. 994-1009.

{5} Para más información sobre el neopositivismo ver Josep Lluis Barona, Ciencia e Historia, Seminari d’estudis sobre la ciencia, Valencia 1994, págs. 30-33. Ver también, José Alsina, «Ciencia, Tecnología y Sociedad: ¿es posible una técnica sometida a valores?», Hespérides, vol. III, nº 16/17, 1998, págs. 834-847.

{6} Una crítica más profunda del positivismo, tanto para las ciencias naturales como para las sociales, la encontramos en el libro de José Antonio Maravall, Teoría del saber histórico, Revista de Occidente, Madrid 1958.

{7} Ver Wilhem Dilthey, Introducción a las Ciencias del Espíritu, Revista de Occidente, Madrid 1956 (primera edición alemana en 1883).

{8} Giovanni Reale y Darío Antisieri, Historia del pensamiento filosófico y científico: III Del romanticismo hasta hoy, Herder, Barcelona 1988, págs. 404-432 (primera edición italiana 1983).

{9} El libro de Wilhem Dilthey, Introducción a las ciencias del espíritu, publicado el año 1883, se considera la primera manifestación del movimiento historicista alemán.

{10} Ver José Alsina, «Medicina e Historia», Hespérides, vol. IV, nº 19, 1999, págs. 119-134.

{11} Historia de la medicina, Salvat Editores, Barcelona 1978.

{12} Ver el libro de Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas, Fondo de Cultura Económica, Madrid y México 1975.

{13} Que en realidad es un compendio o resumen de la obra colectiva, dirigida por Laín, Historia universal de la medicina.

{14} Publicados respectivamente en 1946, 1947 y 1948 en Ediciones el Centauro

{15} Pedro Laín Entralgo, Hacia la recta final, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona 1998, págs. 113-116

{16} Pedro Laín Entralgo, La Medicina Hipocrática, Revista de Occidente, Madrid 1970.

{17} Pedro Laín Entralgo, La curación por la palabra en la antigüedad clásica, Revista de Occidente, Madrid 1958.

{18} Aunque hay autores que sostienen que el Juramento es posterior, pues ven en él influencias de la filosofía estoica.

{19} Pedro Laín Entralgo, «Conceptos fundamentales para una historia de la anatomía», Archivos Iberoamericanos de Historia de la Medicina, 1, 1949, págs. 419-423.

{20} Ver como ejemplo, entre otras, La Antropología en la obra de Fray Luis de Granada, CSIC, Madrid 1946; o también El cuerpo humano: Oriente y Grecia antigua, Espasa Calpe, Madrid 1987.

{21} Ver La Antropología en la obra de Fray Luis de Granada, págs. 136-140.

{22} Ver El cuerpo humano: oriente y Grecia antigua, págs. 20-28.

{23} Hay también una Introducción histórica al estudio de la patología psicosomática, Ed. Paz Montalbo, 1950, de la que no nos ocuparemos por su importancia menor que las dos obras reseñadas.

{24} Hacia la recta final, obra citada, pág. 195.

 

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