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El Catoblepas, número 88, junio 2009
  El Catoblepasnúmero 88 • junio 2009 • página 13
Artículos

Segura, el cardenal
que expulsó la II República

José María García de Tuñón Aza

Sobre el cardenal Pedro Segura y Sáenz (1880-1957)

El cardenal Pedro Segura y Francisco Franco

El advenimiento de la II República fue una especie de parto sin dolor que al poco tiempo dejó dolorida a media España cuando comenzó a quemar iglesias y expulsar al cardenal Segura. Es decir, no podía haber empezado peor. El cardenal Segura, arzobispo de Toledo y primado de España, a los tres días de su proclamación escribió al cardenal de Tarragona, Vidal i Barraquer, una carta expresándole los temores que diversos obispos le habían manifestado ante la llegada de la República: «Me han hecho saber algunos Hermanos por teléfono que esperan instrucciones concretas en las actuales circunstancias sobre medidas a adoptar con carácter general por el Episcopado, en particular respecto a la custodia y defensa de los bienes eclesiásticos, sobre funcionamiento de los Seminarios, modo de obrar en el caso posible de suspensión de pagos de haberes del Clero, provisión de prebendas eclesiásticas a tenor del concordato…»{1}.

Pedro Segura y Sáenz nació en la localidad de Carazo (Burgos) el 4 de diciembre de 1880. Sus padres fueron Santiago Segura y Juliana Sáenz, ambos maestros. Estudió con los Escolapios de San Pedro de Cardeña donde obtiene muy buenas notas que lo llevaron a conseguir una beca para estudiar la carrera sacerdotal primero en el Seminario de Burgos y después en la Universidad Pontificia de Comillas, donde ingresó en septiembre de 1894 y se ordenó sacerdote el 9 de junio de 1906, doctorándose más tarde en Derecho Canónico y Filosofía. Su primer destino como cura ecónomo fue la parroquia de Salas de Bureba (Burgos), una pequeña localidad de pocos habitantes, donde permaneció hasta septiembre de 1909. En esta fecha sería nombrado catedrático de Derecho Canónico de la Universidad Pontificia de Burgos. En 1912, después de brillantísimas oposiciones, fue elegido Doctoral de la Catedral Metropolitana de Valladolid, explicando en su Universidad Pontificia la cátedra de Decretales y figurando como miembro del colegio de Doctores de las Facultades de Derecho Canónico y Filosofía. El 7 de marzo de 1916 la Santa Sede le designa obispo titular de Apolonia y auxiliar del cardenal Cos de Valladolid. A la muerte de éste, en 1919, le designaron vicario capitular y un año más tarde fue preconizado para la diócesis de Coria de la cual tomó posesión el 12 de octubre. Aquí acompañó, en 1922, al rey Alfonso XIII en su visita a Las Hurdes. De Coria pasó a Burgos como arzobispo en 1926 y un año más tarde fue enviado a Toledo por Pío XI, que también le nombró cardenal.

La proclamación de la República cogió a su eminencia siendo primado de España y produciéndole una preocupación muy grande la nueva situación política creada en su patria, como quedó demostrado con la temprana carta que remitió al cardenal de Tarragona quien, al mismo tiempo, también había recibido otra del nuncio Federico Tedeschini que le decía «ser deseo de la Santa Sede que V.E. recomiende a los sacerdotes, a los religiosos y a los fieles de su diócesis que respeten los poderes constituidos y obedezcan a ellos para el mantenimiento del orden y para el bien común»{2}. Una comunicación parecida es de suponer que la recibieran el resto de los prelados españoles como se desprende, por ejemplo, de la circular del obispo de Oviedo, Juan Bautista Luís Pérez, que en un documento de siete puntos recordaba a sus fieles, en el primero, «que todos guarden a las autoridades seculares los respetos y obediencia que les son debidos»{3}. En términos parecidos, el cardenal Pacelli, secretario de Estado, transmitió a través del nuncio que era necesario el respeto y la obediencia al poder constituido para el mantenimiento del orden y para el bien común. Era, de alguna manera, la primera toma de postura de la Santa Sede ante el nuevo régimen establecido en España.

Pero la situación había comenzado a complicarse cuando con fecha uno de mayo, es decir, dos semanas después de proclamarse la República, apareció una resonante pastoral que conmocionó la vida pública española, y, sobre todo, al Gobierno provisional, firmada por el cardenal Pedro Segura y publicada en el Boletín Eclesiástico del Arzobispado de Toledo que, entre otras cosas. decía:

«Venerables hermanos y muy amados hijos: Acontecimientos que todos conocéis han creado un nuevo estado de cosas en nuestra Patria, que impone a todos los católicos gravísimos deberes.
Sabemos que en estos momentos difíciles esperáis de Nos orientaciones y normas que os señalen claramente el camino de vuestro deber. Así nos lo habéis manifestado muchos y aun a veces con impaciencia justificada por la gravedad de la situación, pero que Nos podíamos compartir, porque en momentos tan críticos como los presentes era menester más que nunca orar y meditar, ponderar tiempos y circunstancias y dar lugar a que, serenados los ánimos, la prudencia y la reflexión aconsejasen lo más oportuno.
Por eso hemos guardado silencio y sufrido calladamente insinuaciones y aun groseras calumnias, sin apartarnos de la línea de conducta que nos habíamos trazado, poniendo nuestra confianza en Dios, que, conocedor de la rectitud de nuestras intenciones y del amor que sentimos hacia la Iglesia y hacia nuestra Patria, será siempre nuestro mejor escudo y nuestra más firme defensa.»

Para el cardenal, la historia de España no comenzaba ese año por lo que no podía olvidar, ni tampoco quería que lo olvidaran los católicos, que por espacio de muchos siglos, la Iglesia y las instituciones civiles convivieron juntas, aunque sin confundirse ni absorberse. Tenía muy claro que la Iglesia no podía ligar su suerte a las vicisitudes de las instituciones terrenas porque éstas se mudan y la Iglesia permanece, aunque respetando siempre la forma de gobierno que cualquier nación se había dado a sí misma. Pero la pastoral también decía:

«No tenemos por qué ocultar que, si bien en las relaciones entre la Iglesia y el poder civil hubo paréntesis dolorosos, la Monarquía, en general, fue respetuosa con los derechos de la Iglesia.
El reconocerlo así es tributo a la verdad, sobre todo cuando se recuerdan con fruición los errores y se olvidan los aciertos y los beneficios. España toda, y particularmente nuestras archidiócesis, están llenas de monumentos que hablarían si nosotros callásemos.
Séanos lícito también expresar aquí un recuerdo de gratitud a S. M. el Rey, don Alfonso XIII, que durante su reinado supo conservar las antiguas tradiciones de fe y piedad en sus mayores.»

Para él era necesario insistir sobre los deberes religiosos de los católicos en la hora actual como era la oración, el arma poderosa e invencible de todas las necesidades temporales y espirituales de los hombres como también de los pueblos:

«En España, en estos momento difíciles, no se ha orado ni se ora lo bastante y no se ha hecho la debida penitencia por los gravísimos pecados con que se ha provocado a la divina justicia. Y es necesaria una rectificación de conducta si queremos llegar al triunfo de la buena causa.
Nos hemos dejado dominar por el espíritu de naturalismo que nos envuelve y hemos fiado en lograr el éxito de nuestras empresas a los medios humanos cuando hay que buscar en Dios Nuestro Señor el remedio de nuestros males.»

Insiste, porque piensa que es sabido de todos, que la Iglesia no siente predilección alguna hacia una forma particular de Gobierno ya que ella tiene un fin mucho más alto:

«Mas no por eso se desentiende por entero del bien temporal de sus hijos. Es misión de paz la suya y para mantener la paz, que es fundamento del bien público y condición necesaria del progreso, está siempre dispuesta a colaborar, dentro de su esfera de acción, con aquellos que ejerzan la autoridad civil. […] Según estas normas, es deber de los católicos tributar a los gobiernos constituidos de hecho respeto y obediencia para el mantenimiento del orden y del bien común.»

Apela a las palabras de Pío X cuando dijo que «no es ciertamente la Iglesia quien ha bajado a la arena política; hanla arrastrado a ese terreno para mutilarla y despojarla».También a las palabras de Pío XI: «Cuando la política toca al altar, entonces la religión y la Iglesia, y el Papa, que la representa, no sólo tiene el derecho, sino el deber de dar indicaciones y normas, que los católicos tienen el derecho de buscar y la obligación de seguir»:

«Si permanecemos quietos y ociosos; si nos dejamos llevar de la apatía y de la timidez; si dejamos expedito el camino a los que se esfuerzan en destruir la religión o fiamos el triunfo de nuestros ideales a la benevolencia de nuestros enemigos, ni aun tendremos derecho a lamentarnos cuando la triste realidad nos demuestre que, habiendo tenido la victoria en nuestra mano, ni supimos luchar con denuedo ni sucumbir con gloria. […] Podéis noblemente discutir cuando se trate de la forma de gobierno de nuestra nación o de intereses puramente humanos; pero cuando el orden social está en peligro, cuando los derechos de la religión están amenazados, es deber imprescindible de todos uniros para defenderla y salvarla.»

Muy posiblemente todas estas palabras tenían la pretensión de adecuarse a las normas generales recibidas de Roma, pero el tono general del documento y algunas alusiones que contenía el mismo convirtieron esta pastoral en el primer incidente grave entre la Iglesia y el nuevo Estado. La Prensa afecta al nuevo régimen calificó, no sólo de osadía sino de desafío las palabras de Segura. «El ministro de Justicia, don Fernando de los Ríos, manifestó en unas declaraciones, que lo dicho por el cardenal primado era de suma gravedad ya que además de asegurar que permanecía ad extra de las luchas de formas de gobierno, en el fondo eran no sólo de oposición sino de hostilidad hacia el régimen republicano. Y así lo hizo constar, en una nota de protesta, dirigida al nuncio de Su Santidad»{4}. Por su lado, el presidente de la República, Niceto Alcalá-Zamora, dijo que el cardenal Segura «se lanzó al ataque contra la República, sin rodeo ni espera, con arengas más que pastorales de intempestiva y provocadora fe monárquica»{5}. Así, pues, el pleito religioso aún estaba sin comenzar, pero los principales protagonistas parecían ir tomando posiciones como lo demuestra lo que escribió El Socialista: «Está que muerde porque se marchó su mecenas [Alfonso XIII]. Apoltronado en su silla arzobispal, no hay dios que lo eche. Y como es suicida que la España sobre la que demanda iras y maldiciones del cielo lo consienta, no vamos a tener más remedio que irradiarlo a empellones».{6}

Ante la situación que se estaba creando, se reunieron el 9 de mayo en Toledo con el primado, los cardenales de Tarragona y Sevilla; los arzobispos, de Valladolid, Valencia y Zaragoza; y el obispo de Jaén que también representaba a la archidiócesis granadina. Los acuerdos que adoptaron fue enviar una carta de adhesión a Su Santidad en nombre de todo el Episcopado español, y adherirse plenamente al primado. Aprobar una declaración colectiva pastoral de todos los obispos, que sería enviada por el cardenal Segura al Presidente del Gobierno provisional protestando por la violación de diversos derechos de la Iglesia ya llevadas a cabo o anunciados oficialmente. Sin embargo, a pesar de este entendimiento aparente no todo fueron coincidencias entre los eclesiásticos. En una carta que el cardenal Vidal i Barraquer escribe al nuncio Tedeschini, le comenta: «Cortamos, retocamos y limamos el [documento colectivo] redactado por el Sr. cardenal Segura, quien, al parecer, tenía el propósito de que los metropolitanos hicieran suya la Pastoral tan mal recibida e interpretada por el Gobierno de la República»{7}. Otro motivo de discrepancia fue el momento en que el cardenal dio a conocer la comunicación a Alcalá-Zamora, cuando debía ser rigurosamente privada. Aunque este último nada nos dice en sus Memorias, Manuel Azaña sí escribe sobre el particular: «Y después: una carta, al parecer circular, del arzobispo de Toledo, Segura, diciendo que, con la autorización del Papa, aconseja que se hagan aquellas operaciones para cobrar los bienes de la Iglesia».{8}

Por otro lado, el líder del Partido Republicano Radical Socialista, por aquella época ministro de Instrucción Pública, Marcelino Domingo, declararía: «Tal vez el gran daño para la Iglesia fue, en esta hora propicia, tener, en la más alta dignidad nacional, al Arzobispo Dr. Segura, inteligencia roma, corazón resentido, alma de guerrillero fanático, espíritu más dispuesto para acaudillar una partida en las guerras carlistas del siglo XIX que para orientar una gran comunidad en la paz que prometía esta transformación política del siglo XX. Cuando no había sonado un tiro en España ni lanzado una piedra y todo eran manifestaciones de alegría, una Pastoral agresiva, violenta, retadora del Cardenal Segura, vino a demostrar, que, si la República no se había puesto frente a la Iglesia, la Iglesia se ponía frente la República».{9}

Pero a pesar de lo que nos dejó escrito este radical socialista, no era precisamente paz lo que había venido a traer la República porque pronto esas piedras que cita se convirtieron en piedras incendiarias que se iban a lanzar contra iglesias y conventos de muchas ciudades de España. Efectivamente, aún no se había cumplido un mes de la proclamación de la República, cuando los días 11, 12 y 13 de mayo tuvo lugar la quema de iglesias y conventos en buena parte de España. Era en esos momentos ministro de la Gobernación el católico Miguel Maura que escribió al respecto: «No habíamos aún tomado asiento en torno a la mesa de Consejos cuando nos llegó la noticia de que estaba ardiendo la Residencia de los jesuitas de la calle de la Flor. Recuerdo que hubo ministro que tomó en broma la noticia, y a otro le hizo gracia que fuesen los hijos de San Ignacio los primero en pagar el tributo al pueblo soberano. La famosa justicia inmanente ensalzada por Azaña ya estaba ahí»{10}. El incendio de la Residencia de los jesuitas pudo ser contemplado también por los compañeros de Ramiro Ledesma Ramos, según los cuales: «En la redacción del periódico se percibió en seguida el carácter de los incendios de cosa urdida, preparada y efectuada por una minoría, y con la complicidad evidente del Gobierno provisional. Y de tal modo era una ínfima minoría la ejecutora que, desde luego, los redactores de La Conquista del Estado afirman que hubiese bastado la intervención, en contra de los incendiarios, de dos o tres docenas de individuos para haber impedido el de la Flor, que fue el incendio más resonante. Y del mismo modo hay que suponer que todos los demás».{11}

La fiebre de los pirómanos se fue extendiendo y hasta once edificios fueron pasto de las llamas en Madrid; sólo cuando la tropa salió a la calle se pudo evitar que prosiguiera la tea incendiaria su ola destructiva que asimismo había alcanzado a ciudades como Sevilla, Málaga, Granada, Murcia, Valencia. En estas capitales, incluida Madrid, «102 iglesias y conventos fueron completamente destruidos. En los muros de la nueva iglesia jesuita había escrito con tiza lo siguiente: la justicia del pueblo por ladrones»{12}. Meses más tarde, un periódico madrileño recordaba esos días de desolación, dedicándole un artículo a Maura bajo el título Una mancha indeleble, que terminaba con estas palabras: «aquel día, si no le fue posible cumplir con su deber y con su conciencia, el señor Maura debió dimitir. ¡Dimitir de verdad y marcharse! Y a nadie convencerá de lo contrario».{13}

Pero el Gobierno no dejó en ningún momento de estudiar las palabras de Segura llegando a un punto de discusión en el que en un principio prevaleció «suspender las temporalidades al arzobispo, y una vez hecho, enviar al Nuncio un ultimátum, para que, en plazo de cinco días, Roma destituya al personaje; y si no lo destituye, romper las relaciones diplomáticas»{14}, pero la postura del Presidente que quería a todo trance que no se hiciese esa suspensión, antes de pasar el ultimátum al nuncio, motivó que por el momento no se hiciera nada.

Con este panorama de fondo y ante el temor de que se lanzara alguna manifestación en Toledo contra su persona, el 12 de mayo Segura se trasladó a Madrid donde mantuvo contactos con varias personas que le aconsejaron se marchara de España al pensar que el Gobierno, tarde o temprano, iba a ordenar su expulsión. Al día siguiente se trasladó a Roma, donde tiempo más tarde fue recibido por Pío XI y por el cardenal Pacelli, a quienes informó sobre la situación española. Y también desde Roma y con fecha 3 de junio, hizo pública la exposición dirigida al presidente del Gobierno en nombre de los Metropolitanos:

«Excelentísimo señor: Reunidos los metropolitanos españoles para estudiar debidamente la situación creada a la Iglesia española por el nuevo estado de cosas, con el fin de trazar a los fieles normas seguras de su actuación cristiana en los actuales momentos, acordaron dirigir atento escrito a vuecencia, en calidad de presidente del Gobierno provisional, según lo han venido haciendo con anterioridad en sus reuniones habituales.
Hacen constar, en primer término, que reiterando las manifestaciones hechas por todos los reverendísimos prelados, han recordado a los católicos españoles el respeto y la obediencia que deben a las autoridades constituidas, y la cooperación en todo aquello que concierne al bien común y a la paz social, en la convicción de que las autoridades respetarían los derechos de la Iglesia y de los católicos en esta nación, en la que la inmensa mayoría de los ciudadanos profesan la religión católica.
Mas se han visto en la precisión de cumplir al mismo tiempo con el angustioso deber que les impone su cargo pastoral, de manifestar la penosísima impresión que les han producido ciertas disposiciones gubernativas, emanadas del Poder público, o la realización de hechos incalificables que vetan de un modo manifiesto derechos sacratísimos de los que viene gozando desde tiempo inmemorial la Iglesia en España…»{15}

Apenas el Gobierno había podido digerir las palabras del cardenal y demás prelados, cuando el 11 de junio Segura vuelve a España y entra por la frontera de Roncesvalles, permaneciendo en paradero desconocido para el Gobierno durante tres días. Por esas fechas ya se había pedido a Roma su expulsión de territorio español: «Con motivo de la Pastoral que el Primado de Toledo dirigió a otros Prelados, con ocasión de la proclamación de la República, el Gobierno estimando peligrosa la permanencia del Cardenal en España, solicitó de la Santa Sede la remoción de D. Pedro Segura de la Silla Metropolitana de Toledo…»{16}. Después de viajar por carreteras de segundo orden, para no ser descubierto, consigue llegar a Madrid donde vería a su anciana madre por última vez. «No se atreve a ir directamente a Toledo, sino que hace una convocatoria, sin orden del día, a los sacerdotes de Guadalajara (pertenecientes a la diócesis de Toledo). Quintín, el otro hermano sacerdote de Pedro, había telefoneado al arcipreste de Guadalajara, Francisco Mariño, para que él y los catorce sacerdotes residenciados en la capital alcarreña esperasen al cardenal en el convento de las Adoratrices, a las seis y media de la tarde del domingo 14 de junio»{17}. Enterado el Gobierno de su estancia en Guadalajara fue mandado detener sin que opusiera resistencia alguna. A continuación fue llevado al Gobierno Civil donde permaneció varias hora negándose durante todo este tiempo a ingerir alimento alguno. Después le permiten pernoctar en el convento de los Paúles, bajo custodia policial., Al día siguiente le fue comunicado que tenía que salir de España, a lo que el cardenal se negó si antes la orden de expulsión no le era notificada por escrito. Al poco tiempo le hicieron entrega de un comunicado que decía: «De orden del Gobierno Provisional de la República española, sírvase ponerse inmediatamente en marcha hacia la frontera de Irún. Dios guarde a su Eminencia muchos años. Guadalajara, 15 de junio de 1931. El Gobernador Civil».{18}

Una vez finalizada la lectura del comunicado, Segura escribió el jefe del Gobierno pidiendo se le expliquen los motivos de su expulsión, a la vez que se lamentaba de carecer de dinero, de ropa, de medicinas etc. Así y todo, se cumplió la orden de alejarlo de España y «a las cuatro y media de la madrugada, y en un automóvil de la Dirección General de Seguridad, llegó a la frontera el cardenal Segura. Le acompañaban el doctor Ortega, el comisario Maqueda y el agente Villalba. El cardenal venía incomunicado. En la frontera aguardaban la llegada el gobernador civil y un inspector de policía»{19}. Hizo noche en la localidad francesa de Hendaya mientras esperaba con impaciencia la contestación Alcalá-Zamora a su escrito. Con fecha 17 de junio el presidente del Gobierno le escribe, aunque nada sabemos qué día el cardenal lo leyó, pero sí que comenzaba con estas palabras:

«Eminentísimo señor: Tengo el honor y, por la ocasión y tema, el sentimiento de contestar la comunicación que, fechada en Guadalajara el día 15 de los corrientes, se ha servido V.E. dirigirme. Mi respuesta será respetuosa, serena y firme, conciliando sin dificultad todas las deferencias que deseo guardarle y todos los deberes que sobre mí pesan.
Lamento con plena sinceridad, y la expresión de mi sentir refleja, no ya un criterio personal, sino el del conjunto del Gobierno, que no haya sido posible, respecto de V.E., el mantener relación normal que, por fortuna, venimos sosteniendo con casi la totalidad del episcopado español. Para ello ha bastado con que ante un gobierno liberal, comprensivo y ecuánime, sin perjuicio del derecho de cada prelado para el comentario o crítica respetuosa de nuestras determinaciones, presentara este acatamiento al Poder constituido, sin hostilidad injustificada y viva contra el mismo ni añoranzas suprimibles y dañosas respecto del régimen derribado por la voluntad nacional.
Cierto es, eminentísimo señor, que su primer viaje estuvo exento en la iniciativa de toda presión por parte del Gobierno español, obedeciendo, sin duda, al convencimiento personal y tardío de V.E. acerca de la difícil situación que su pastoral había creado; pero no es menos cierto que en nuestras notas al digno representante de la Santa Sede expusimos el instante deseo y la fundada esperanza de que su ausencia se prolongara. Esperábamos y queríamos, con todos los respetos, semejante alejamiento por ser la situación de hecho y de trámite adecuada a las negociaciones que con la Santa Sede habíamos iniciado en cuanto afecta a V.E., y porque también lo aconsejaba la inquietud del espíritu público, lamentablemente perturbado. Sin haber terminado este desasosiego ni aquella negociación, jamás podíamos esperar un regreso del que ninguna advertencia tuvimos, y menos aún podíamos calcularlo a los pocos días de habernos dirigido a V.E., fechada en Roma su protesta contra distintas determinaciones del Poder público…»{20}

El periódico de Toledo El Castellano criticó duramente el escrito de Alcalá-Zamora:

«Poco afortunado ha estado el Sr. Presidente del gobierno provisional de la República al responder a la protesta del Emmo. Sr. Cardenal Primado. Las malas causas tienen siempre mala defensa. El Sr. Alcalá-Zamora, al cambiar de ideas, no ha cambiado de estilo. En su respuesta, algunos endebles conceptos nadan –o se ahogan– en un mar de palabras. A los hechos concretos denunciados por el Sr. Cardenal y a las razones irrefutables, responde con vagas afirmaciones y con inocentes ironías.
En la nota oficiosa publicada el día 17 se habla de la Pastoral que el Sr. Cardenal dirigió «a los otros Prelados». Ya hicimos resaltar esta equivocación, que es harto significativa, pues demuestra que el Gobierno no leyó –o leyó muy deprisa– la dicha Pastoral. La carta del Sr. Presidente lo confirma. ¿cómo, de otra manera, pudiera hablar de hostilidad al régimen por parte del Sr. Cardenal? ¿Es hostilizar al régimen el aconsejar que se le «respete y obedezca?».
Hablar del «desasosiego» público como causa de la expulsión del Sr. Cardenal es añadir el sarcasmo a la sinrazón. ¡Donoso sistema de gobierno el que para buscar la pacificación expulsa de España a la víctima y deja en absoluta libertad a los agresores! Se ha hecho una campaña violentísima, llena de calumniosas imputaciones, que ha llegado hasta la excitación al atentado personal contra el Cardenal Primado… y ni siquiera hay una palabra de censura contra esa campaña. Se destierra al Sr. Cardenal, y por añadidura, con ejemplar delicadeza, se le acusa de perturbador…»{21}

Ciertamente la expulsión del cardenal produjo en toda la prensa española un río de opiniones diversas. La Conquista del Estado, órgano de las JONS, no quiso ser menos y publicó este comentario:

«Hemos dicho repetidas veces que en nuestro programa revolucionario hay la subordinación de todos los poderes al Poder del Estado. (Claro que a un Estado nacional, al nuevo Estado que instauraremos, no a las pandillas inmorales de la socialdemocracia constituidas en Estado.) Así, la Iglesia, por muy católica y romana que sea, no puede jamás pretender soberanía alguna frente al Estado.
Ahora bien, lo menos que puede hacer el Gobierno provisional es conseguir que la Iglesia no sea ya nunca un peligro para la soberanía política del Estado. Nada más fácil que conseguir esto. Cuando la emoción religiosa del país –que merece todos los respetos y debe incluso alentarse– recobre su función estricta, aparecerá como uno de los máximos valores de nuestro pueblo. Pero es execrable que la Iglesia haya sido muchos años sostenedora y amparadora de todos los abusos y de todos los crímenes contra la prosperidad y la pujanza del pueblo español. Creemos, pues, que el Gobierno está obligado a reajustar el papel de la Iglesia en la vida civil de nuestro país.
Pero lo absurdo es que lo haga con el espíritu de un volteriano de hace cien años. O con el de un inspector policiaco del siglo XX.
Cuando Berenguer puso en la frontera a Maciá, el traidor, debiéndolo meter en un castillo, la «conciencia jurídica» de los caballeretes que hoy gobiernan puso el grito en los siete cielos. Y hoy repiten la hazaña ellos mismos, poniendo en la frontera con igual protocolo al Cardenal Segura. Esto indica cómo estamos en presencia de una situación de tiranuelos vulgares, sin vigor ni originalidad alguna. Y el ministro de Justicia comentó aún la severidad y serenidad del Gobierno en este asunto.
Sólo nos interesa destacar aquí que lo hecho por el Gobierno no tiene ni pizca de revolucionario. Esta calidad se hubiera alcanzado si el Cardenal, en vez de ser llevado a la frontera, lo hubiera sido a una cárcel.
¿Es que la táctica del Gobierno consiste en la escaramuza? ¿Quiere entretener al pueblo, como la asquerosa Prensa burguesa llamada de izquierda, con luchas inofensivas en torno a afanes anacrónicos, para lograr que se desinterese del problema revolucionario, hoy de veras candente: la liberación económica?
Ataque de frente a la Iglesia, si es necesario. No nos parecerá mal. Pero evite el Gobierno las escaramuzas. El Cardenal Segura sólo puede tener dos residencias: el palacio episcopal de Toledo o un castillo expiatorio.
Nuestra formula es y será siempre: ¡Nada sobre el Estado! Y la mantendremos, aunque beneficie a los piratas.»{22}

También el obispo auxiliar de Segura, Rocha Pizarro, envió un escrito de protesta por el mal trato que él interpretaba había dado el Gobierno al cardenal al ser expulsado de España:

«Al regresar el Emmo. Sr. Cardenal Primado a España, donde tiene su diócesis que gobernar y sagradas obligaciones que cumplir, no quebrantó órdenes del Gobierno, pues ninguna había recibido. Usó de un derecho que nadie podía negarle. En la frontera mostró su pasaporte; en Madrid residió en su morada habitual, y, después de brevísimo descanso, reanudó su ministerio pastoral, encaminándose para ello a la ciudad de Guadalajara, perteneciente a la jurisdicción de este Arzobispado.»{23}

Alguna prensa extranjera criticó la postura del Gobierno ya que veían la pastoral como un documento cuidadosamente redactado y basado en las encíclicas pontificias. Asimismo, el nuncio Tedeschini acudió al ministerio de Asuntos Exteriores para hacer entrega de una nota de protesta por la expulsión del cardenal. Mientras tanto, éste, envió una carta al cardenal Pacelli donde le daba cuenta de haberse instalado en los Pirineos franceses. También en esos días la prensa española en general informaba de la protesta del Sumo Pontífice contra la separación de Segura, aunque creía que no tendría como resultado una ruptura entre ambos Estados. A muchos españoles, la expulsión los dejó llenos de confusión y perplejidad ya que habían visto cómo en el corto plazo de dos meses la imagen de Segura había pasado de ser considerado la primera figura eclesiástica de España a verle custodiado por una pareja de la guardia civil camino del destierro. Para otros españoles la actuación del cardenal, que «no se recataba en afirmar que la República era un régimen de hecho porque estaba convencido de la restauración de la monarquía, que debería llegar con el apoyo de la Iglesia»{24}, no era la propia de la persona que necesitaba la Iglesia en las actuales circunstancias ya que católicos de buena fe, eran partidarios de la República.

Una familia francesa le ofreció hospitalidad en Bayona, donde Segura vivió algún tiempo. También le ofrecieron transitorio asilo las localidades francesas de Paray-le-Monial y Lesieux. De vez en cuando recibía alguna visita ya que no faltaron españoles que se trasladaban a aquel país para verlo, algo que algunos maliciosamente interpretaban como reuniones conspiratorias contra la República. Sin embargo la realidad fue que Segura presentó su renuncia el 26 de septiembre y el Osservatore Romano, el 2 de octubre, la daba a conocer: «Su Eminencia Reverendísima el Sr. Cardenal Segura ha puesto en manos del Padre Santo su libre renuncia a la Sede Arzobispal de Toledo. Su Santidad la ha aceptado, expresando su alto aprecio del noble gesto que el Cardenal ha ejecutado con verdadera generosidad y espíritu sobrenatural»{25}. Esta renuncia fue considerada «como un gesto de obediencia a altísimas indicaciones que se le hicieron por parte de la Santa Sede para evitar mayores males a la Iglesia».{26}

Por otro lado, el nuncio Tedeschini envió el día 30 un escrito al cabildo catedral de Toledo, representado por el deán José Polo Benito, donde daba a conocer oficialmente la noticia de la renuncia del cardenal Segura:

«El Emmo. Señor Cardenal Secretario de Estado de Su Santidad acaba de telegrafiarme, y yo me apresuro a poner en conocimiento de Su Señoría, que el Emmo. Sr. Cardenal Segura, imitando el ejemplo de San Gregorio Nacianzeno, con noble y generoso acto, del cual él sólo tiene el mérito, ha renunciado a la Sede Arzobispal de Toledo. Ruego, por tanto, por conducto de Su Señoría al Excmo. Cabildo Metropolitano de Toledo, para que, según las prescripciones de Derecho Canónico, proceda sin demora a la elección del Vicario Capitular.»{27}

Todavía pasaría tiempo que el cardenal tomara el camino de Roma. No lo haría hasta no recibir la llamada del Papa, aunque él se sentía muy bien en Francia y prefería seguir en este país a enfrentarse con la incertidumbre del Vaticano. El 22 de diciembre llega por fin a Roma, es decir, casi tres meses después de su renuncia a la sede de Toledo. Próxima la Navidad, acude a ver a Pío XI para ofrecerle su felicitación navideña. A primeros del año 1932 «toma la ciudadanía vaticana, como cardenal residente en Curia. Descansa unos días en casa del conde Rodríguez San Pedro. Dejándose acompañar por el cardenal Canali, ora ante el sepulcro de San Pedro y ante los de Pío X y Ferry del Val. Antes de que termine el mes de enero, abandona el domicilio de Rodríguez San Pedro y se instala en un apartamento, severamente amueblado, que le han asignado en el palacio del Santo Oficio. Lo adscribirán a la Congregación de Sacramentos. Luego vendrán más cargos curiales»{28}. Mientras tanto, aunque evita el encuentro con españoles que peregrinan a Roma, de vez en cuando recibe a alguno de ellos como fue el caso del presidente de la Juventud Monárquica de Madrid, Eugenio Vegas Latapie, cuando en compañía de su amigo Juan Antonio Ansaldo visitan al cardenal de quien además de recibir sabios consejos, les promete tenerlos «presentes en sus oraciones»{29}. También tuvo ocasión de verlo Pedro Sainz Rodríguez, con motivo de una de las visitas que hizo a un iglesia donde el cardenal decía misa y sin que llegara a enterarse de su presencia vio «cómo al salir de la iglesia se acercaban a Segura todos los golfillos del barrio, todas las mujeres, todo el pueblo, a besarle los hábitos y las manos, porque Segura era un hombre caritativo: se gastaba íntegros en limosnas todos los medios que tenía».{30}

El 10 de agosto de 1937 fallece el cardenal Eustaquio Ilundain y Esteban, arzobispo de Sevilla, y Segura asiste a las exequias y le sucederá muy pronto. Pío XII firma la bula de nombramiento de Segura para la sede arzobispal de la capital Hispalense el 14 de septiembre del mismo año y el 12 de octubre hace la entrada en aquella capital. En este tiempo, Tedeschini ya no está como nuncio y las relaciones diplomáticas del Vaticano con España pasan por un periodo incómodo pues hay que mantenerlas con dos Gobiernos que se encuentran enfrentados en una Guerra Civil. No había finalizado ésta, cuando Segura se encontrará con nuevos problemas, o si se quiere creará nuevos problemas cuando Franco firmó un decreto en Burgos el 16 de noviembre de 1938 que disponía que se inscribieran los nombres de los «caídos» locales y «víctimas de la revolución marxista», en cada una de la fachada de las parroquias de España, aunque se incluía un apartado pidiendo se hiciera previo acuerdo con las autoridades eclesiásticas. Segura consultó con los canónigos sevillanos y éstos acordaron por mayoría que no les parecía conveniente colocar dichas inscripciones: «La tormenta fue de tal calibre –nos dice uno de sus biógrafos–, que dio lugar a la formación de un expediente, que aparece en el Registro del Arzobispado correspondiente al año 1940: Documentos sobre rótulos en los muros de Palacio y nombre de José Antonio en la Catedral y Caídos en la fachada del Sagrario».{31}

El día 30 de octubre de 1954 Segura va a Roma al frente de una peregrinación y también con la intención de ver al Papa, algo que de forma privada no consiguió, pero sí estuvo presente en la audiencia colectiva que concedió a los cardenales y obispos que habían asistido a los actos marianos. Mientras tanto, en España, el Nuncio Antonniutti citó en Madrid al Obispo de Vitoria, José María Bueno Monreal, y le comunica que Pío XII le ha nombrado Arzobispo Coadjutor, del Cardenal Segura, con derecho a sucederle. Acto seguido, se traslada a Sevilla comunicando el nombramiento al cabildo y a continuación envía un telegrama a Segura, que seguía en Roma, diciéndole haber tomado posesión, en nombre de la Santa Sede, del cargo que le fue asignado. La noticia causó enorme impresión a la vez que fue objeto de numerosos comentarios. Franco también hizo el suyo: «Tengo la satisfacción y la tranquilidad de no haber intervenido para nada en el asunto del nombramiento de un obispo administrador en su diócesis. Lo hizo todo Roma, sin la menor consulta y con la mayor independencia».{32}

El declive físico del cardenal comenzó tras la operación que sufrió en la capital de España el 31 de marzo de 1955. A este deterioro se le une también el daño moral a que había sido sometido desde que el Vaticano le nombrara un Coadjutor. Por eso su estrella se fue apagando poco a poco hasta que el 8 de abril de 1957 fallece en Madrid, en la clínica del Rosario. De corpore insepulto el cardenal Pla y Deniel, primado de Toledo, le dice la primera misa mientras Bueno y Monreal se quedaba en Sevilla esperando el cadáver pues ni tan siquiera se acercó hasta el límite del arzobispado para recibir a su antecesor. La capilla ardiente estaba preparada en el salón de Santo Tomás del palacio episcopal donde acude mucha gente para decirle el último adiós. Desde El Pardo, Franco da las oportunas órdenes para que sea enterrado con honores de capitán general con mando en plaza. Después tendrían lugar en la catedral los funerales presididos por José María Bueno Monreal quien no se dejó convencer para que le abriesen sepultura en el suelo de la capilla de San Andrés, de la misma catedral. Había que cumplir la última voluntad del cardenal que fue enterrado en San Juan de Aznalfarache, el pueblo sevillano en cuyo cerro se alza el monumento a los Sagrados Corazones, rompiéndose así la tradición de enterrar en Toledo a todos los que fueron primados de España.

Notas

{1} Cf. por Gonzalo Redondo, en Historia de la Iglesia en España 1931-1939, Ediciones Rialp, Madrid 1993, pág. 134.

{2} Ibid., pág. 135.

{3} Boletín Oficial Eclesiástico, nº 9, 2 de mayo de 1931, pág. 136.

{4} José Luís Fernández-Rua, 1932. La Segunda República, Tebas, Madrid 1977, pág. 386.

{5} Niceto Alcalá-Zamora, Memorias, Editorial Planeta, Barcelona 1977, pág. 184.

{6} Cf. Ramón Garriga, El Cardenal Segura y el Nacional-Catolicismo, Editorial Planeta, Barcelona 1977, pág. 158.

{7} Cf. Gonzalo Redondo, Op. cit., pág. 138.

{8} Manuel Azaña, Memorias políticas 1931-1933, Grijalbo Mondadori, Barcelona 1997, pág. 110.

{9} Marcelino Domingo, España ante el Mundo, Editorial México Nuevo, México 1937, pág. 134.

{10} Miguel Maura, Así cayó Alfonso XIII…, México 1962, pág. 250.

{11} Ramiro Ledesma Ramos, Escritos políticos 1935-1936. ¿Fascismo en España? La Patria Libre. Nuestra revolución, Trinidad Ledesma Ramos, Madrid 1988, pág. 62.

{12} Gerald Brenan, El laberinto español, Ibérica de Ediciones y Publicaciones, Barcelona 1977, pág. 293.

{13} Diario El Debate, 12 enero 1932, Cf. José Mª García Escudero, El pensamiento de El Debate, BAC, Madrid 1983, pág. 922.

{14} Manuel Azaña, Op. cit., pág. 110.

{15} José Luis Fernández-Rua, Op. cit., págs. 439-440.

{16} Jesús Requejo San Román, El Cardenal Segura, Librería de Hernández, Madrid s/f, pág. 162.

{17} Francisco Gil Delgado, Pedro Segura. Un cardenal de fronteras, BAC, Madrid 2001, pág. 246.

{18} Ibid., pág. 251.

{19} Diario La Voz de Asturias, Oviedo, 17 de junio de 1931.

{20} Angel Alcalá Galve, Alcalá-Zamora y la agonía de la República, Fundación José Manuel Lara, Sevilla 2006, págs. 237-238.

{21} Cf. por Requejo San Román, en op. cit., págs. 169-170.

{22} La Conquista del Estado, nº 15, 21 de junio de 1931.

{23} Cf. por Gil Delgado, en op. cit., pág. 258.

{24} Vicente Cárcel Ortí, La persecución religiosa en España durante la segunda República (1931-1939), Ediciones Rialp, Madrid 1990, pág. 123.

{25} Cf. por Requejo San Román, Op. cit., pág. 195.

{26} Vicente Cárcel Ortí, Op. cit., pág. 125.

{27} Cf. Víctor Manuel Arbeloa, en La semana trágica de la Iglesia en España, Ediciones Encuentro, Madrid 2006, pág. 44.

{28} Francisco Gil Delgado, Op. cit., pág. 288.

{29} Eugenio Vegas Latapie, Memorias políticas, Editorial Planeta, Barcelona 1983, pág. 159.

{30} Pedro Sainz Rodríguez, Testimonios y Recuerdos, Editorial Planeta, Barcelona 1978, pág. 190.

{31} Francisco Gil Delgado, op. cit., pág. 349,

{32} Cf. por Francisco Franco Salgado-Araujo, en Mis conversaciones privadas con Franco, Editorial Planeta, Barcelona 1976, pág. 82.

 

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