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El Catoblepas, número 88, junio 2009
  El Catoblepasnúmero 88 • junio 2009 • página 9
Filosofía del Quijote

El Quijote y la defensa de las clases humildes

José Antonio López Calle

Las interpretaciones sociales del Quijote (4)

Segunda parte de la interpretación marxista de Osterc

Mientras, según el cervantista mejicano, deja maltrechas a la nobleza y al clero, las clases dominantes, a las que no se cansa de tildar de «parasitarias», «depravadas», «corruptas», «opresoras», &c., Cervantes, en cambio, hace la apología de las clases populares y de sus representantes. Son varios los indicios que señala de la toma de partido cervantino por los más desfavorecidos. A continuación ofrecemos un análisis crítico de las principales razones aducidas por Osterc en pro de la tesis suya que nos pinta a don Quijote como un paladín de las clases pobres y que se resumen en cuatro. Cerramos esta segunda parte con una sumaria exposición crítica de la contribución de Osterc al estudio del pensamiento político del Quijote, que viene a complementar su interpretación en clave social.

La simpatía de don Quijote hacia los pobres y humildes

En primer lugar, de su pluma fluye una franca simpatía hacia los humildes y pobres y don Quijote sale en defensa, nos dice, de los desvalidos, oprimidos y explotados. En cuanto a lo primero, el autor parece mostrar simpatía, si nos basamos en la manera como retrata a sus personajes, por toda suerte de criaturas, sin importar su condición social, desde las prostitutas como la Tolosa, la Molinera o Maritornes hasta representantes de la nobleza, como don Diego de Miranda, su hijo don Lorenzo, don Luis o el caballero don Antonio.

En cuanto a lo segundo, Osterc confunde a los desvalidos y oprimidos con los socialmente inferiores o con los pobres, pero en el lenguaje caballeresco de don Quijote los desvalidos, humildes, oprimidos y menesterosos no son los socialmente inferiores o pobres, sino los ofendidos, agraviados o humillados que carecen de fuerza para defender sus derechos, tanto si son pobres como si son acomodados o ricos. Por cierto, en el Quijote no se emplea nunca la palabra «explotados», que en este contexto literario sólo podría emplearse legítimamente como término sinónimo de humillados, desvalidos u oprimidos (u opresos) en el sentido clarificado, no en el sentido marxista de explotación económica. De hecho, en varias aventuras el móvil de don Quijote para intervenir justicieramente es el de liberar a damas o señoras principales o de alta alcurnia que él se imagina estar en apuros, presas o secuestradas, o a doncellas, si bien de estamento llano, de rica familia, como Marcela.

No debemos dejar de advertir que en las aventuras en las que es él el que toma la iniciativa suele figurarse que es para salvar a personas de alta posición, lo que sólo cabe explicar teniendo en cuenta que don Quijote pretende remedar a lo héroes caballerescos, como Amadís, y éstos habitualmente actuaban para proteger a miembros de la aristocracia. De hecho, en los casos en que el hidalgo actúa para defender a desvalidos pobres es en situaciones que no genera su imaginación, sino que le impone la propia realidad, como en el caso de la hija de doña Rodríguez, en que es su madre la que implora amparo al caballero manchego.

Don Quijote no esgrime sus armas contra los pobres y humildes, pero sí contra los poderosos

Un segundo hecho alegado en pro de la tesis de un Cervantes enemigo de las clases dominantes y paladín de las clases populares es que en ninguno de los episodios el caballero manchego dirige la lanza o la espada contra los humildes y pobres, sino contra los poderosos y pudientes, y sus representantes, o contra las fuerzas oscurantistas (op. cit., pág. 132). En cuanto a la segunda parte de su afirmación, nuevamente depende Osterc de una lectura alegórica de las aventuras quijotescas y las que trae a colación ya las hemos mencionado y visto cómo distorsiona su sentido. Como ejemplo de ataque a los poderosos cita de nuevo la acometida a los mercaderes acomodados, pero, dejando aparte la crítica hecha en la primera parte (véase El Catoblepas del mes anterior), no deja de ser asombroso que entre las numerosas aventuras de don Quijote sólo encuentre una, que simbólicamente, desde sus coordenadas hermenéuticas, podría interpretar como ataque a los poderosos. Osterc no advierte, o no quiere advertir, que si la meta del Quijote fuese embestir contra las clases dominantes, particularmente contra la nobleza, gran parte de las aventuras quijotescas deberían consistir en arremetidas contra representantes de este estamento y sobre todo contra los de las más elevadas jerarquías aristocráticas. Pero lejos de ser así, ni una sola aventura está centrada en acometer a miembro alguno de la nobleza, ni de la alta ni de la baja.

Quizá podría mencionarse como excepción insignificante el combate con el vizcaíno, que es un hidalgo, pero es un hidalgo pobre que se ha visto en la necesidad de emplearse como un criado escudero de una dama vascongada; el propio Osterc pone énfasis en que Cervantes escogió para protagonista a un hidalgo pobre como signo de su simpatía por los clases pobres, por lo que no se puede ahora, aplicando una regla distinta, ver en el vizcaíno pobre un representante de los poderosos; y además el motivo del final enfrentamiento entre ambos nada tiene que ver en su origen con la condición nobiliaria del vizcaíno, sino con el hecho de que don Quijote, creyendo erróneamente que ha libertado a la dama vascongada, a la que toma por una princesa secuestrada por los frailes de san Benito, a su vez confundidos con malvados caballeros encantadores, pretende que su coche, que se dirige a Sevilla, se pase por el Toboso para presentarse ante Dulcinea en pago del beneficio recibido de él. Es entonces cuando el vizcaíno, enfurecido por la estrambótica conducta de don Quijote al ver que no quiere dejar pasar adelante el coche, sino que dé la vuelta para acercarse al Toboso, sale en defensa de su señora pidiéndole al sedicente caballero, autoproclamado libertador de la dama, que se aparte del coche y lo deje pasar adelante, pues de lo contrario está dispuesto a matarlo. Es pintoresco que Osterc presente el combate contra el vizcaíno como ejemplo de la lucha quijotesca contra los representantes de los poderosos y pudientes, pues, como acabamos de ver, la raíz última de su enfrentamiento es simplemente que don Quijote les impide seguir su camino, con independencia de que él sea escudero de una señora poderosa o no. Es más, no le importa que sea poderosa, puesto que, a pesar de serlo, no tiene inconveniente en ponerse a su servicio para ampararla de una amenaza inexistente.

Pero si nos olvidamos ahora del bravo vizcaíno y enfocamos la atención sobre la dama y lo que acabamos de indicar sobre ella, encontraremos un excelente contraejemplo a la exégesis de Osterc de que don Quijote sólo ataca con sus armas a los poderosos o pudientes y a sus representantes. Pues la señora vascongada pertenece a una poderosa familia, cuyo marido va destinado a las Indias para desempeñar un cargo importante y cuyo poder se refleja en que viaja acompañada de un séquito compuesto de cuatro o cinco de a caballo y dos mozos de mulas a pie; una señora tan poderosa al menos como los mercaderes, cuyo séquito se compone muy parecidamente de cuatro criados a caballo y tres mozos de mulas a pie. Si el móvil de don Quijote es embestir contra los poderosos por qué, en vez de arremeter, contra el coche de la dama vascongada y su séquito, interviene para protegerlo, cuando no corre peligro alguno, salvo en su calenturienta imaginación. ¿No hubiera sido más lógico, en el supuesto de que la exégesis del crítico mejicano fuese correcta, que don Quijote, en vez de confundir a la dama vascongada con una desvalida princesa, la hubiese confundido con una malvada princesa o perverso caballero, a ser posible rey o duque, y a los criados que la acompañan con un séquito de aguerridos caballeros en funciones de guardia personal, que todo es posible en la mente enfebrecida del loco hidalgo, para así tener una excusa en clave simbólica para arremeter contra alguien poderoso? Pues nada de eso.

En cuanto a la primera parte de su afirmación, hay que empezar diciendo que, lejos de ser verdad que el caballero manchego no utilice sus armas contra miembros de las clases populares, lo cierto es que todos los acometidos por don Quijote, dejando aparte el caso del hidalgo vizcaíno, pertenecen al estamento llano, incluidos los clérigos benedictinos (en la aventura de los frailes de san Benito) y los clérigos seculares de las aventuras del cuerpo muerto, a los que ridículamente cita Osterc como ejemplo de ataque a las fuerzas oscurantistas, o el comisario de los galeotes y los cuadrilleros de la Santa Hermandad, a los que alude como casos de embestida a representantes de los poderosos. En realidad, el único caso admitido por el crítico marxista de arremetida contra representantes de las clases populares, contra los humildes y pobres, es el de la escena de los arrieros durante la vela de armas de don Quijote (I, 3), pero ello es irrelevante, según él, porque ellos tienen la culpa de que el enloquecido hidalgo les sacuda.

Todo esto es un disparate, primero porque no es verdad que tengan la culpa; y segundo, porque hay más ejemplos de arremetidas a humildes o pobres, y sin que ellos tengan la culpa, salvo de haberse cruzado en su camino con un demente. En cuanto a lo primero, en la susodicha escena de la vela de armas, don Quijote golpea con su lanza sucesivamente a dos arrieros en la cabeza, a los que toma por caballeros y que no han cometido más maldad que la de retirar las armas de don Quijote de una cuba junto a un pozo donde estorban, para poder dar de beber a sus mulos. Para él es una afrenta que hayan osado tocar sus armas y se muestra incapaz de darse cuenta de que es menester quitarlas de donde las ha puesto para dar agua a los mulos de los arrieros.

En cuanto a lo segundo, en la aventura del barco encantado esgrime su espada contra miembros de las clases humildes, como los molineros, a los que toma por follones, malandrines y por seres monstruosos, vestiglos, que tienen oprimido a algún caballero en unas grandes aceñas-castillo o malparada alguna reina, infanta o princesa; en la aventura de los rebaños, don Quijote embiste directamente contra gentes no menos humildes, como los pastores y ganaderos, pero lo hace contra sus ovejas, a las que alancea dejando como saldo más de siete reses muertas; en la aventura del yelmo de Mambrino la emprende contra un barbero que tiene la mala suerte de que la bacía que lleva en la cabeza para que la lluvia no le moje el sombrero, el hidalgo manchego se imagine que es el yelmo de Mambrino. He aquí a un defensor de los pobres y humildes despojando a un pobre y humilde de sus pertenencias y a Sancho el pobre despojándole de su albarda. Y esto se le hace a un barbero que para ganarse la vida tiene que desplazare a otros pueblos.

Ni siquiera el propio Sancho, en quien Osterc ve la personificación de las clases populares, en particular del sector de los labradores pobres, se libra de los golpes de su amo, bien con armas, como en la aventura de los batanes, en que le asienta dos palos con el lanzón en las espaldas, que si los hubiera recibido en la cabeza, según el narrador, no habría vivido para contarlo; y no cabe la excusa de que es por su culpa, pues lo único que ha hecho Sancho, después de descubrir que los espantosos ruidos, que tanto les habían atemorizado durante la noche, los habían causado unos mazos de batán, es recordarle a su amo sus propias palabras de incitación a emprender una gran hazaña que al parecer la ocasión le brindaba, luego de oír los horrísonos y temerosos golpes de fuente desconocida. O bien le propina golpes directamente con las manos, como en la segunda parte, cuando se propone azotarlo para desencantar a Dulcinea.

Además, si don Quijote batalla contra las depravadas clases dominantes, preferentemente la nobleza, lo que ha de interpretarse como una apología del pueblo llano, cabe preguntarse por qué en los grandes duelos que protagoniza no se enfrenta directamente con miembros de las altas jerarquías nobiliarias, en vez de hacerlo con pajes, como Tosilos, o bachilleres, como Sansón Carrasco, hijo de un labrador, esto es, con representantes del estamento llano. Por otra parte, si don Quijote es un paladín de los humildes y pobres, no se entiende por qué éstos no lo entienden así, sino que se revuelven contra él. Los que golpean y apedrean al paladín de los humildes son los humildes del pueblo llano: arrieros, mozos de mulas, galeotes, pastores, &c. Los plebeyos no menos que los nobles se burlan de don Quijote, pero mientras los segundos lo hacen en general de forma elegante organizando festivas farsas, como los Duques, con la excepción de la burla de los gatos y cencerros, o el caballero barcelonés don Antonio, los primeros tratan con extrema crueldad física al hidalgo, quien llega a perder hasta numerosas piezas dentales como consecuencia de las pedradas, dos dedos de la mano machacados y en un caso termina con la cabeza chorreando sangre.

Es más, son los representantes de las clases populares los que más se ensañan con don Quijote, los que le gastan la que sin duda es la más cruel de las burlas sufridas por él, que es la que le preparan la humildísima Maritornes y la no tan humilde hija del ventero Juan Palomeque, pero, a la postre, también miembro del estamento llano. Se trata de la burla en que don Quijote queda atado de una muñeca a la puerta de un pajar (I, 43) y que, por cierto, suele pasar inadvertida entre los comentaristas; ni siquiera Unamuno, tan sensible a los sufrimientos del hidalgo, en los que le gusta ver una imagen de los de Cristo, es capaz de percibir el alcance brutal de esta burla, que despacha con la simple observación de que «quedó preso de la mano por un cabestro» y poco más. Pero ignora el suplicio de la garrucha, lo que además le habría ofrecido un buen argumento para su línea hermenéutica de búsqueda de constantes analogías entre la vida de don Quijote y la de Cristo, pues si hay una imagen gráfica que aproxima más al primero al segundo es la patética escena que Cervantes nos describe aquí, una escena que merece valorarse como «el más triste suceso de tantos tan tristísimos como la historia de nuestro don Quijote encierra», con más razón que la pelea entre amo y escudero, que es la que suscita de Unamuno la precedente calificación (Vida de Don Quijote y Sancho, Cátedra, pag. 454), pues, aparte de que no son comparables en cuanto a la gravedad de los sufrimientos, la pelea entre ambos la provoca don Quijote y Sancho actúa en defensa propia, que cesa en cuanto neutraliza a su amo, sin causarle daño alguno ni aprovechar su debilidad para causárselo, mientras que Maritornes y la hija del ventero, sabedoras de la enfermedad caballeresca del hidalgo, urden la burla porque les da la gana, por darse el gusto de pasar un rato oyéndole disparatar. Veámoslo.

La hija del ventero, a quien el desquiciado hidalgo toma por una hermosa doncella del castillo enamorada de él, le pide, desde el agujero del pajar de la venta, que don Quijote percibe como ventana del castillo, que le dé una de sus hermosas manos para desahogarse de sus fingidos sinsabores amorosos, a lo que accede; pero para que su mano alcance hasta el agujero-ventana se ve obligado a ponerse de pie sobre la silla de Rocinante y es entonces cuando interviene la criada Maritornes para atarla fuertemente con el cabestro del jumento de Sancho al cerrojo de la puerta del pajar. Mientras Maritornes y la otra se van muertas de risa, el sedicente caballero andante queda colgado sin poderse mover y con miedo de que Rocinante se desvíe de su sitio, de modo que no le queda más alternativa que estar de pie y estirado o arrancarse la mano, si tira de su brazo para soltarse. Así pasó don Quijote toda la noche hasta las primeras horas de la madrugada, tan desesperado, que, nos dice el narrador, bramaba como un toro. Pero el pico más alto de sus padecimientos está aún por llegar. Pues al poco de amanecer una caballería se acerca a oler a Rocinante y éste le corresponde haciendo lo mismo, pero, al volverse para oler, se mueve de su sitio dejando al dolorido caballero colgando sin apoyo alguno, a poca distancia del suelo, con atroces dolores («creyó o que la muñeca le cortaran o que el brazo se le arrancaba»), casi como un crucificado, a la manera de los criminales condenados a sufrir el tormento de la garrucha:

«Porque él quedó tan cerca del suelo, que con los extremos de las puntas de lo pies besaba la tierra, que era en su prejuicio, porque, como sentía lo poco que le faltaba para poner las plantas en la tierra, fatigábase y estirábase cuanto podía por alcanzar al suelo, bien así como los que están en el tormento de la garrucha, puestos a «toca, no toca», que ellos mismos son causa de acrecentar su dolor, con el ahínco que ponen en estirarse, engañados de la esperanza que se les representa que con poco más que se estiren llegarán al suelo». I, 43, 476

Para cerrar este punto, mencionemos por último otra burla bastante cruel, que es la pendencia de don Quijote con el cabrero Eugenio (I, 52), que es interesante porque, contra la tesis de Osterc, no sólo vemos al caballero manchego agrediendo a un miembro del pueblo llano, aunque como es rico en hacienda, quizá el crítico marxista no esté dispuesto a incluirlo en las clases populares, sino sobre todo porque el pueblo llano se convierte aquí en espectador de un entretenido espectáculo, sin importarle gran cosa el enfrentamiento del protector de los humildes y pobres con un plebeyo, bien es cierto que rico. Una contienda que es iniciada por don Quijote que, montando en cólera, primero lo insulta mentando «a la muy hideputa madre que os parió» y luego golpea al cabrero, luego de haberle oído decir a éste, en conversación con el barbero maese Nicolás, que aquél «debe de tener vacíos los aposentos de la cabeza». Pero lo que más nos importa resaltar es que los presentes, todos del estado llano, no mueven un dedo por separar a los contendientes, sino que se divierten con el espectáculo.

Ahí están el canónigo, del que ignoramos su extracción social, y el cura, que revientan de risa; maese Nicolás, el barbero, que sí interviene, pero no para parar la contienda, sino para animarla y mantener la diversión, poniéndose del lado del cabrero al hac= er que éste quede por encima y tenga cogido debajo de sí a don Quijote «sobre el cual llovió tanto número de mojicones, que del rostro del pobre caballero llovía tanta sangre como del suyo» (I, 52, 522). ¿Cómo explica esto Osterc, que un representante de las clases populares, cual es un barbero, se ponga de parte del cabrero rico y en contra de su amigo y paladín de los humildes y pobres, y pobre él mismo? También están los cuadrilleros, seguramente todos de origen humilde, que lejos de parar a los contendientes, saltan de gozo. El único que está dispuesto a intervenir no para acabar con la pendencia, sino para ayudar a que la gane su amo es Sancho, pero un criado del canónigo se lo estorba. Los demás azuzan para que continúe el regocijo y la fiesta, a la manera como se azuza a los perros cuando están trabados en pelea. Ésta es, sin duda, otra de las escenas, para un lector de hoy, más crueles de la novela, que tampoco ha despertado la atención de de los comentaristas, incluido Unamuno, que despacha todo el capítulo sin comentario alguno.

Incluso don Quijote y Sancho son pobres

Osterc esgrime un tercer hecho en pro de su tesis de un Cervantes enemigo de los poderosos y a favor de las clases desfavorecidas, a saber: que extrae a los protagonistas de su obra de la pobreza, de la penuria, pues tanto don Quijote como Sancho Panza proceden de las clases pobres, el primero, sostiene el crítico marxista, de los hidalgos de aldea arruinados, y el segundo, de la pobreza rústica (op. cit., pág. 152).

Ahora bien, exagera Osterc al hablar de penuria para describir la situación económica de los dos protagonistas, pues ninguno de los dos sufre escasez de los bienes precisos para subsistir o de alguno de ellos. Puede admitirse que Sancho es pobre, pero es una pobreza digna que le permite cubrir sus necesidades básicas. En cuanto a don Quijote, no se puede conceder sin más que sea pobre, sin hacer puntualizaciones sobre esta calificación. Es, desde luego, falso decir que don Quijote es un hidalgo de aldea arruinado. No sólo no está arruinado, sino que su situación es relativamente holgada o acomodada en relación con el nivel medio de la época. Dispone de una hacienda que le permite vivir ocioso gran parte del año; su régimen de comidas, en las que predominan las carnes, y la vestimenta que usa, en comparación con lo usual en su tiempo, reflejan un notable bienestar. Por si esto fuera poco, se puede permitir tener servidumbre: un ama, encargada de la casa y el trabajo doméstico, y un mozo de campo y plaza, ocupado en las tareas rústicas. Además, posee una notable biblioteca.

Los hidalgos realmente pobres no podían pensar siquiera en comer y vestir como Alonso Quijano, ni menos aún disponer de libros como él. En realidad, y contra lo que habitualmente se suele decir, Alonso Quijano o don Quijote no es representativo del tipo medio de hidalgo de la España de su época, pues no se puede incluir ni en la categoría de lo hidalgos pobres, que pasaban hambre y privaciones que algunos procuraban ocultar, ni en la de los hidalgos que desempeñaban algún tipo de actividad laboral para poder vivir, como lo eran la mayoría del norte de España (de Asturias, la Montaña y Cinco Villas, las provincias de Vizcaya y de Guipúzcoa, y zona pirenaica, donde predominaban además en número los hidalgos respecto al resto de la población) y no pocos de otras zonas de España. En este sentido, la descripción cervantina del modo de vida del protagonista de su novela, un modo de vida que implica no trabajar y un cierto bienestar, no se debe tomar como un documento fidedigno sobre la manera de vivir de los hidalgos en general o del tipo medio, sino de un sector de éstos. Como bien han escrito Gonzalo Anes y Álvarez de Castrillón, «alejada está la descripción cervantina de la que hubieran de reflejar las costumbres, comidas y vestido de los hidalgos del norte de España, o de pueblos y aldeas en donde trabajaban para poder vivir, bien en la labranza o en cualquier oficio»(«Don Quijote y Sancho. Hidalguía y escudería en la España de 1600», en La España y el Cervantes del primer Quijote, edición coordinada por José Alcalá Zamora y Queipo de Llano, Real Academia de la Historia, 2005, pág. 204).

Pero aun admitiendo la pobreza de don Quijote, aunque no en la forma exagerada de Osterc, no cabe inferir que la elección por Cervantes de unos protagonistas extraídos de las clases pobres deba verse como un signo manifiesto de su simpatía o toma de posición a favor de éstas frente a las «parasitarias» clases de la nobleza y sus integrantes. Y esto por varias razones. En primer lugar, el distanciamiento literario que adopta el narrador en relación con la historia de sus criaturas no parece alimentar semejante impresión de simpatía. En efecto, el maltrato constante a que los somete, como hemos analizado más arriba y en otros lugares, las burlas, desventuras y molimientos por los que los hace pasar a lo largo de toda la obra, difícilmente se puede interpretar como un signo de especial favor hacia ellos.

En segundo lugar, la selección de unos personajes pobres no tiene nada que ver con la supuesta pretensión cervantina de transmitirnos un mensaje de apoyo a las clases populares, sino con la fertilidad literaria que le deparaban en relación con su objetivo de satirizar los libros de caballerías. Para este propósito, le da más juego literario elegir para el papel estelar a un personaje que sea hidalgo que uno de un grado nobiliario más alto. Un personaje de más elevado rango nobiliario no le habría permitido, entre otras cosas, construir la burla de la vela de armas de don Quijote y de la ceremonia de armarse caballero. Ni la pretensión de ser caballero andante e imitar sus hazañas hubiese sido tan absurda si el que la adopta es alguien que ya es caballero en vez de hidalgo pobre, en cuyo caso la pretensión es aún más ridícula, pues éste nunca podrá ser legalmente armado caballero.

Y una vez seleccionado un hidalgo pobre, aunque moderadamente pobre, su escudero tampoco podía ser un noble, ni siquiera otro hidalgo: habría sido del todo inverosímil imaginar, en aquel contexto social que un hidalgo fuese escudero de otro hidalgo; forzosamente tenía que ser un plebeyo y en este punto hubiera sido igualmente poco verosímil elegir para el puesto a un villano rico, pues a un villano rico hubiera sido imposible que un hidalgo pobre le convenza para que siga sus andanzas como caballero andante en pos de unas quiméricas recompensas, que le habrían parecido cosa de locos; sólo un plebeyo que tenga necesidad de mejorar su suerte y que sea a la vez tan simple como para creerse el cuento de don Quijote sobre la caballería andante y sobre las mercedes prometidas a quien le siga en sus correrías caballerescas podía ser un buen candidato para ser su escudero; esto es, tenía que ser un villano pobre y crédulo como Sancho. La selección de los dos personajes principales de la novela no tiene, pues, nada que ver con el supuesto interés de Cervantes en adoptar una posición respecto a las clases sociales, de apología de las clases pobres frente al estamento aristocrático y demás pudientes, sino con razones estrictamente literarias, sin perjuicio de que al construir unos personajes extraídos de un determinado medio social nos ofrezca a la vez oblicuamente un reflejo selectivo de éste, pero como mero fondo social de la obra en el que éstos actúan.

En tercer lugar, Cervantes nos ofrece un cuadro de la sociedad de la época tan amplio y variado, en el que se retratan tan ecuánimemente miembros de todos los estamentos sociales, nobles y plebeyos, ricos y pobres, sin dejar de registrar individuos de todas las fisonomías morales en todos los sectores sociales, que resulta bastante ridículo pretender establecer que tome partido por unas clases frente a otras. No era tan simple como para suponer que los nobles tenían que ser corruptos, parasitarios y depravados, como invita a hacernos creer Osterc, y, en cambio, los plebeyos pobres, bondadosos.

Cervantes y don Quijote tratan favorablemente a los labradores pobres, pero desfavorablemente a los ricos

Un cuarto hecho invocado por el crítico marxista en pro de su tesis de un Cervantes paladín de las clases populares es que, según lo ve él, no describe de la misma manera a los campesinos pobres que a los ricos, ni la actitud de su héroe es igual ante los unos y los otros, sino que el primero describe a los campesinos pobres de forma más favorable y el segundo trata mejor a éstos últimos (op. cit., pág. 152). Su razonamiento se basa en el contraste entre la diferente descripción que se nos ofrece de los labradores pobres, como Pedro Alonso, el vecino del hidalgo manchego, del que destaca su modo de proceder tan humano con él cuando se lo encuentra malherido en el suelo y lo lleva a su aldea, y la atractiva figura de Basilio el pobre, con la de Juan Haldudo, el labrador rico, que azotaba a su criado Andrés, y con la del labrador acaudalado, cuyo hijo deshonró a la hija de doña Rodríguez, incumpliendo su promesa de casamiento.

Primero de todo, no está claro si Pedro Alonso es rico o pobre; el narrador, a diferencia de lo que suele hacer en otras ocasiones, no se pronuncia sobre ello, aunque puede que Osterc tenga razón, pues se nos da una pista acerca de él, a saber, que venía, en el momento de encontrarse con don Quijote tendido en el suelo, de llevar una carga de trigo al molino, que sugiere que debía de ser pobre, pues un labrador rico posiblemente habría encomendado a un criado esta tarea. En cuanto a Basilio el pobre, es cierto que su figura es tratada positivamente y que don Quijote toma partido por él frente a Camacho el rico, pero esta toma de partido no tiene nada que ver con la distinción o conflicto entre ricos y pobres, sino sencillamente con que Basilio y Quiteria están enamorados y el está con la causa de los enamorados. Por eso, aunque Basilio utiliza malas artes para conseguir casarse con Quiteria (finge que se mata clavándose un estoque), cuando ésta estaba a punto de hacerlo con Camacho, con quien su padre había dispuesto casarla, a don Quijote no le importa, pues en las competencias amorosas, según él, es lícito usar de ardides y embustes para conseguir a la amada, con tal que no se la menoscabe. Pero tampoco sale malparado Camacho, pues, luego de una inicial reacción vengativa contra Basilio, al sentirse burlado y escarnecido (hasta el propio cura se siente así) y de una conversación con el cura en que éste le convence de que es bueno que estén casados los que antes estaban enamorados, se muestra, una vez recuperado el sosiego, generoso con éstos al ofrecerles que las fiestas que había organizado, pagándolas de su bolsillo, para la que ya no va a ser su boda, sigan adelante, pero ni Basilio ni Quiteria aceptan la oferta.

Pero nuestra principal objeción contra la tesis de Osterc es que, en realidad, no existe en el Quijote un trato desfavorable hacia los labradores ricos en general. Pues, al lado de los dos labradores ricos citados por él cuya fisonomía moral es más bien negativa, hay otros a quienes se describe positivamente o al menos sin notas negativas, como los padres de Dorotea (y la propia Dorotea), el padre de Marcela (y ella también), Guillermo el rico, el de Grisóstomo, el de Leandra y el de Sansón Carrasco (y él mismo). De los padres de Dorotea se elogia el ser unos padres afectuosos y su bondad, y del padre de Leandra se ensalza su virtud como de ningún otro labrador, pobre o rico: por boca de Eugenio, el cabrero de rica hacienda y pretendiente frustrado de su hija Leandra, se le describe como «un labrador muy honrado, y tanto, que... más lo era él por la virtud que tenía que por la riqueza que alcanzaba» (I, 51, 515-6). Todo esto no obsta para que, a través del mismo Eugenio, se censure más adelante a la gente labradora en general, sin discriminar ahora entre ricos y pobres, por su malicia y su propensión a las habladurías: «La gente labradora...de suyo es maliciosa y dándole el ocio lugar es la misma malicia» (I, 51, 517). Todo esto desmiente la imagen simplista y maniquea acerca de la catadura moral de los labradores que Osterc quiere atribuir a Cervantes, quien, desde luego, no coloca a un lado como un grupo a los labradores pobres como homogéneamente buenos o dotados de rasgos positivos, y de otro, los labradores ricos como formando un grupo de gente indiscriminadamente mala.

Pero no sólo con respecto a los campesinos pobres, sino con respecto a los pobres y humildes, para decirlo en sus propios términos, en general tiende a construir esta imagen de simplismo maniqueo, atribuida tanto a Cervantes como a don Quijote, en que la ejemplaridad ética o moral se coloca del lado de los pobres. Y esto no es una deducción nuestra, sino que él mismo se encarga de recalcar, por si no estuviera claro, que «todos los personajes de la obra cuyos actos e ideas están imbuidos de ejemplar moralidad pertenecen a las clases inferiores o empobrecidas, a excepción de Marcela» (ob. cit., pág. 272), afirmación que no puede ser más falsa.

Marcela no es la única excepción, sino que hay unas cuantas más, como las arriba citadas referidas a labradores ricos, y las referidas a nobles de moralidad ejemplar, como don Diego de Miranda, Luscinda o don Luis. Es más, los personajes cuya ejemplaridad moral se exalta más son ricos, como don Diego y el padre de Leandra; de los miembros de las clases inferiores, no hay ninguno del que se elogie su virtud, ni siquiera de Sancho, de quien, sin perjuicio de su básica nobleza moral, a lo largo de la obra el narrador y terceros personajes nos lo retratan como glotón, codicioso o, al menos, interesado, y cobarde, y la verdad es que de todo ello da muestras a lo largo de la obra. Entre los miembros de las clases humildes los hay ciertamente buenos, como el citado Pedro Alonso, pero también los hay malos, como el primer ventero, o los galeotes, cuya maldad se deja notar cuando apedrean a don Quijote; y de muchos otros no se nos dan suficientes pistas como para juzgar su categoría moral. Pero sí se puede decir, como decíamos más arriba, que los que gastan las bromas más crueles a don Quijote y Sancho, los que les golpean, apedrean y dejan molidos son los de las clases inferiores, y de quienes hacen este tipo de cosas no se puede decir que sean precisamente un ejemplo de buen comportamiento.

Por otro lado, no se debe olvidar que por la novela desfilan muchos más personajes de clase baja que de clases altas, por lo que, examinado en conjunto, el saldo, en cuanto a excelencia moral, sale más favorable para los ricos, labradores, nobles y mercaderes, que para los pobres. Pues, insistimos, no hay ningún pobre del que se destaque su virtud y, en cambio, hay varios ricos, de los que sí se exalta. Y el propio don Quijote, de cuyas buenas prendas morales no cabe dudar, es un noble, de un nivel económico acomodado más que pobre, lo que no lo hace fácilmente clasificable como miembro de las clases inferiores o pobres de que habla Osterc, aunque, si lo comparamos con un caballero, como hace su sobrina, resultaría ser pobre.

En cualquier caso, y para terminar este punto, mencionemos tres datos sobre don Quijote, silenciados por el crítico marxista, que ponen en duda su supuesta actitud favorable hacia las clases inferiores. En primer lugar, varias veces de forma despectiva llama a Sancho villano, incluso villano ruin o bellaco, insinuando que por ello queda más allá de su alcance desarrollar algunas virtudes; por ello no es de extrañar que le acuse de ser cobarde por naturaleza -«Naturalmente eres cobarde, Sancho» (I, 23, 211)-, pues, de acuerdo con la forma de pensar de un noble, la cobardía era algo inherente a la pertenencia al estamento llano. Este prejuicio sobre la incapacidad para la virtud de Sancho lo extiende don Quijote hacia los plebeyos en general, como cuando afirma categóricamente que «no hay villano que guarde la palabra que tiene, si él ve que no le está bien guardalla» (I, 31, 318). En segundo lugar, y este es un dato que hemos ya citado en otras ocasiones, don Quijote declara un gran desprecio a las gentes de linaje plebeyo indiscriminadamente, al que lo único bueno que reconoce es el servir para acrecentar el número de los que viven. Y por último, hay un pasaje en que, dirigiéndose a Basilio el pobre, pone en duda la capacidad de los pobres de ser honrados: «El pobre honrado (si es que puede ser honrado el pobre)...» (II, 22, 715). Claro que esto último se puede contrarrestar alegando pasajes, como el de los consejos a Sancho, en que reconoce que los pobres, como su escudero, pueden ser virtuosos y un pobre virtuoso vale más que ser un príncipe o un señor.

Ciertamente, don Quijote, como admite también Osterc, a veces se contradice, lo que en su caso cabe excusar por razón de su locura. Pero lo que queda en pie es su desprecio por los linajes plebeyos, por más que admita que un villano como Sancho pueda ser virtuoso y que, en el terreno social, político y eclesiástico, alguien de estirpe plebeya pueda alcanzar las más altas dignidades políticas o eclesiásticas. Mientras se es plebeyo nada deroga esta etiqueta.

El pensamiento político cervantino

En cuanto al pensamiento político del Quijote, la interpretación de Osterc, en la línea de Benjumea, al que elogia por haber sido el pionero en la explicación de los aspectos social y político de la novela, gira sobre la exégesis del discurso sobre la edad dorada y el gobierno de Sancho. Respecto a lo último nada nuevo aporta en lo esencial que no hayamos comentado en su momento, pues no hace sino repetir las ideas de Benjumea y otros esoteristas. Como éstos, ve en el gobierno de Sancho el ensayo de un régimen democrático con elementos de utopismo humanista, un utopismo humanista que se detecta, por un lado, en el hecho de que el gobierno se ejerza en una isla, la ínsula Barataria, lo que le da cierta semejanza con la Utopía de Moro y con la Ciudad del Sol de Campanella, ambas ubicadas en islas también, idea ésta última en la que también había insistido Maravall, de cuya obra Osterc no está al corriente. Pero al igual que Maravall no tiene en cuenta que lo de la ínsula es una burla y que, en realidad, Sancho ejerce su cargo en una aldea aragonesa y que, aun situados en el terreno imaginario de la supuesta isla Barataria, nada tiene que ver con las utopías de los humanistas citados, pues tal ínsula remite a los libros de caballerías, como el Amadís o las Sergas de Esplandián, en que desempeñan un papel relevante las ínsulas o pequeñas islas; el propio Amadís fue dueño de una de ellas, la Ínsula Firme, que gobernó antes de convertirse en rey de la Gran Bretaña.

Y, por otro lado, tal utopismo humanista se descubre en los consejos de don Quijote a Sancho, un verdadero código humanista de normas político-administrativas (en realidad estos consejos, como ya dijimos en su momento, formaban parte de los espejos para príncipes) y en la actividad gubernamental del escudero, tanto política, como judicial y legislativa, cuyos éxitos en este terreno probarían que la ciencia y el arte de gobernar no son secreto de las clases superiores, sino que son igualmente accesibles a las clases inferiores. Osterc, en un tono grandilocuente, termina haciendo este balance de «la índole netamente democrática de su gobierno», en el que se esboza la imagen de un Cervantes convertido en heraldo de la democracia del futuro:

«Con el fracaso del Sancho de entonces, Cervantes señala la falta de premisas históricas para su victoria en aquellos tiempos, mientras que con su gran triunfo moral y político brinda a los Sanchos del futuro, como representantes del pueblo, un ejemplo que les sirva de norte y guía en su camino hacia la completa emancipación económica, social y política de la humanidad, hacia el luminoso porvenir de una nueva Edad de Oro.» Op. cit., págs. 288-9

Como todo esto ya lo analizamos críticamente al estudiar la interpretación política de Benjumea, remitimos al lector a lo que escribimos entonces y también a los comentarios que hicimos en la sección sobre la interpretación del Quijote como utopía política (véanse El Catoblepas de Octubre y el de Diciembre de 2008 respectivamente).

Por lo que concierne al discurso de la edad de oro, prosigue la línea de interpretación política de Benjumea y sus seguidores, pero yendo más lejos: si éste entendía el discurso como la proclamación de los ideales de libertad, igualdad y fraternidad en la línea del liberalismo progresista, Osterc, siguiendo la concepción marxista, sostiene que la edad de oro elogiada por Cervantes no es otra cosa que el comunismo primitivo, aunque de forma idealizada, un comunismo primitivo que sería la primera formación social del género humano, en donde no había propiedad privada ni lucha de clases y donde reinaban la libertad e igualdad sociales, la paz y la justicia. De acuerdo con esto, don Quijote, que no se limita a la mera declaración de un ideal, sino que levanta bandera de él convirtiéndolo en su programa de acción y de lucha, pugna por derrocar la vieja sociedad feudal, cimentada sobre la opresión, la explotación y la injusticia, y restaurar el comunismo primitivo, esto es, una sociedad socialista, bien es cierto que idealizada y utópica, fundada en la comunidad de bienes, libre de opresión y explotación, en las condiciones materiales, técnicas, científicas y culturales de su tiempo (op. cit. págs. 264-8).

Para no repetirnos, remitimos al lector al detenido examen crítico que ya hicimos de los ensayos de interpretación en clave política del elogio quijotesco de la edad dorada. Aquí nos limitamos a recordar que el pensamiento contenido en él no cabe asignárselo a Cervantes, que lo presenta irónicamente como una chifladura de don Quijote, y que el propio discurso es irónico y no se puede tomar en serio. Además ni antes de pronunciarlo ante los cabreros ha formado parte de su ideario y programa de acción ni lo será después de pronunciarlo, de modo que, cuando muy contadas veces vuelva a mencionar la edad dorada frente a la edad de hierro, la primera se identificará no con la utópica sociedad natural, sino con la edad caballeresca en que los caballeros andantes florecieron. Y no podía ser de otro modo, pues la meta final de don Quijote como caballero andante es incompatible con el ideal, aun cuando no fuera utópico, del comunismo primitivo. No se puede a la vez pretender ser rey o emperador e instaurar un tipo de sociedad que entraña la abolición de toda jerarquía aristocrática e institución política. Por esto mismo también colisionan la atribución a Cervantes del ideal democrático y el del socialismo utópico de la edad dorada, pues la primitiva sociedad áurea que en el discurso se esboza es apolítica, carece de instituciones políticas, por lo cual no tiene sentido hablar de una democracia en este contexto social prepolítico.

 

El Catoblepas
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