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El Catoblepas, número 85, marzo 2009
  El Catoblepasnúmero 85 • marzo 2009 • página 8
Historias de la filosofía

La utopía realizada

José Ramón San Miguel Hevia

Las reducciones

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En Enero del año 1581 Francisco de Toledo, todavía Virrey del Perú, esperaba la llegada de la nave que traía de España al nuevo arzobispo de Lima, Mogrovejo y Robledo. El mismo correo que le comunicaba el nombramiento real le anunciaba también el final de su cargo de virrey. Habían sido doce años de trabajos tan duros como gratificantes, en los que en medio de enormes dificultades, de la enemiga de los encomenderos y de los traficantes de esclavos, y de la repugnancia de los mismos indios, había conseguido librarlos de su aislamiento y reunirlos en pueblos ordena dos, para su más eficaz defensa y más fácil predicación de la doctrina católica. No sabía todavía el nombre de su sucesor y por ello quería adelantarse a los acontecimientos, buscando quien continuase y confirmase su labor.

Tenía las mejores referencias de Mogrovejo. Había estudiado leyes y teología durante diez años en Salamanca, y después en Coimbra, Santiago y Oviedo. El rey Felipe Segundo, sabedor de sus conocimientos le había nombrado inquisidor, cargo que desempeñó durante cinco años haciendo alarde de una insólita humanidad. Su Majestad, en una de sus frecuentes muestras de lucidez y cesarismo, le propuso imperativamente a Roma para que fuese arzobispo de la importantísima diócesis de las Indias, eso a pesar de que entonces –hacía de esto sólo dos años– era sólo un laico, que además se había opuesto con todas sus fuerzas a la voluntad real. Francisco de Toledo pensaba esta vida era señal de que Mogrovejo estaría libre de las tentaciones del poder y ayudaría a los hombres comunes, por muy humilde que fuese su condición.

El Virrey estaba muy orgulloso de la capital en la que le había tocado vivir. Lima era una de las ciudades más cultas del mundo civilizado, y la universidad de San Marcos recogía en sus facultades de teología, artes, leyes, jurisprudencia y medicina todo el saber de los centros de estudios clásicos. Pero además en los archivos oficiales se conservaba la abundante biblioteca –compuesta por manuscritos o impresos, mandados traer de España o publicados en la primera imprenta de México– que el cultísimo virrey Hurtado de Mendoza había llevado al Perú, hacía dieciséis años Allí figuraban las novedades científicas y políticas de la a ventura americana, desde los escritos de Colón hasta las expediciones al Mar del Sur y las empresas de colonización del continente, y se hacía continua referencia a visionarios y profetas que la prudente y académica ciencia europea miraba con reparos y hasta con horror.

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El mismo Francisco de Toledo había tenido ocasión de consultar, entre los documentos, recogidos por Mendoza, los libros que inspiraron a Colón en su aventura. En primer lugar la Biblia Vulgata y particularmente las profecías de Isaías sobre la con versión de las gentes y el reinado terrenal desde Jerusalén, las profecías de Daniel y la descripción que el Apocalipsis hacía del milenio feliz. Después las visiones de Joaquín de Fiore y de los primeros franciscanos espirituales, y los cálculos más precisos de San Agustín y las tablas alfonsinas sobre el fin de este mundo y la llegada definitiva del reino del espíritu. Todo ello se reforzaba por el descubrimiento de tierras muy cercanas al paraíso terrenal en el extremo occidente, en el lugar señalado por los teólogos y los filósofos sabios.

También pudo leer los textos históricos y científicos sobre los que Colón había hecho sus cálculos :los viajes de Marco Polo y de los embajadores franciscanos a tierra de Tártaros y el audaz plan de conversión de Rogerio Bacon, los libros en que Pedro de Ailly y Toscanelli midieron la longitud de la esfera terrestre la geografía del cuarto Esdras sobre la proporción relativa de los mares y los continentes, y la descripción de Asia del papa Pío segundo. Los escritos del navegante y sus peticiones a los Reyes Católicos daban la clave de esta preocupación asiática, por su aspiración, equivocada pero claramente milenarista, de convertir a los Canes y todavía más, llegar hasta Jerusalén y adueñarse de la Casa Santa.

Guardaban además los virreyes del Perú una copia fiel de los cuatro viajes de Américo Vespucio y la relación que el italiano Pigaffeta hizo de la aventura de Magallanes y de su celo por predicar la fe cristiana. También de las expediciones enviadas al Mar del Sur y del descubrimiento de dos tierras muy semejantes, primero un misterioso atolón de coral, al que pusieron el nombre de San Bartolomé y más tarde una isla identificada con Tarsis y Ofir, de donde había salido la reina de Saba al encuentro de Salomón y también los tres Reyes Magos con sus tesoros en su viaje iniciático. Los mismos humanistas europeos se habían contagiado de esta fiebre de descubrimientos, pues el inglés Tomás Moro escribió un libro donde hablaba de la isla Utopía, que era un modelo de organización, de benevolencia y de prosperidad.

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Pero los documentos que sobre todo habían despertado el interés y la diligencia del virrey del Perú, y los que deseaba trasmitir al recién nombrado arzobispo, celebraban las experiencias de Mendoza durante su gobernación en la Nueva España. También él había buscado una ciudad llena de oro y grandes riquezas, de que hablaba una antigua leyenda y que los exploradores creían que efectivamente existía en la inmensa llanura del norte. Hasta tres expediciones había organizado, que no encontraron a Quivira pero en cambio descubrieron y dieron nombre a nuevas tierras: al norte de la Nueva España.

Antes de la llegada del virrey, cuando todavía gobernaba a Hernando de Cortés, aparecieron y fueron recibidos con toda solemnidad los primeros misioneros franciscanos, que perseguían de una forma diferente esa ciudad ideal. Habían llegado a la capital de México a finales de Junio de 1524 con el número de simbólico de doce, seguros de que iban a empezar en la nueva tierra una empresa espiritual como la de los apóstoles. Seguían la doctrina y las profecías de Joaquín de Fiore y veían cercana la última edad del hombre, un tiempo de paz y de reconciliación universal, cuyos protagonistas serían los hermanos espirituales y los hombres comunes. Don Francisco leyó esta aventura en los escritos de Mendieta, que tenía el proyecto de que los indígenas de la Nueva España “viviesen en la virtud y en la paz, como en un paraíso terrenal”.

Desde entonces, según los archivos oficiales, por el prestigio de los frailes menores y por la intervención a favor de los indios de Vasco de Quiroga, obispo de Michoacán, y del propio Virrey , los indígenas dejaron de estar dispersos y se reunieron en pueblos más amplios para su defensa ante los encomenderos, para más fácil propaganda de la fe y para su organización en comunidades felices. Don Francisco de Toledo había aprovechado bien estas enseñanzas de su antecesor, y a la hora de su partida las reducciones de indios eran ya una realidad.

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Toribio de Mogrovejo nunca olvidó aquella primera conversación con el virrey Toledo, y al término de su misión comprobaba el enorme avance que desde entonces había experimentado la empresa de evangelización de los indígenas. A través de una frenética acción pastoral, durante veinticinco años había multiplicado las reducciones, convocado el III concilio de Lima, redactado e impreso un catecismo en castellano, quechua y aymara, recorrido más de cuarenta mil kilómetros y bautizado a muchos cientos de miles de personas. Gracias a su actividad el modelo de organización del virrey Toledo se había ya extendido por toda Sudamérica, sobre todo en Río de la Plata y en las zonas más exteriores del virreinato.

Precisamente en aquel 1581 hacía un año que los misioneros franciscanos del Paraguay habían fundado en Los Altos una misión que reunía a trescientos indios, y después de esta experiencia vinieron las reducciones de Atirá, Ipané, Itá y Yaguarón. El alma de esta misión, Luis de Bolaños, un laico llegado recientemente de España con cuatro frailes de la orden, había trazado desde entonces la filosofía del nuevo proyecto de evangelización y ordenación de los poblados, que debía ser autónomos sin integrarse en la ciudad española. Esa independencia todavía es-taba potenciada por el uso de su propio idioma, y en tal sentido Bolaños, con la ayuda de los hermanos franciscanos, había compuesto un catecismo, una gramática y un diccionario en guaraní.

Mogrovejo esperaba una visita que era como la repetición y el complemento de aquel lejano encuentro con el virrey en los muelles del puerto. El padre jesuita Diego de Torres, a punto de abandonar el Perú para hacerse cargo de la provincia del Para guay, quería reunirse con él para pedir su consejo de hombre de leyes, de sabio y de pastor, antes de redactar las instrucciones a sus misioneros, que proyectaban organizar una república según el modelo de la primera comunidad cristiana. El arzobispo miraba complacido los esfuerzos apostólicos de la Compañía tanto más cuanto que había sido él mismo a través de su brazo derecho, el provincial Acosta, quien en su día apoyó de todo corazón esta dedicación de la nueva orden religiosa para predicar la doctrina y continuar la busca de una ciudad ideal.

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Por fin el año 1610 los jesuitas emprendieron simultáneamente tres misiones en la región del Paraguay. Diego de Torres les había redactado unas instrucciones llenas de prudencia, que fueron el germen de toda la empresa política y doctrinal, desarrollada durante más de siglo y medio por la compañía. Los misioneros habían de elegir con sumo cuidado la comunidad, el cacique y las tierras más convenientes, asegurar lo primero de todo, que los trabajos agrícolas alimentasen a una población de unos mil indios, enseñar a los niños la doctrina, la lectura y el canto, y evitar con valor y discreción que los españoles entrasen en el pueblo.

De la primera misión entre los guaranís –los guaycurús preferían su vida en la selva– nació la reducción de Guazú, y muy pronto Itapúa, Yaguapá y Yuti. En los diez años siguientes aparecieron nuevas ordenaciones gracias al celo del padre Roque González, y desde el año 20 los pueblos de misión se multiplicaron con rapidez creciente bajo la frenética acción del nuevo provincial, Montoya. Además. las reducciones habían ganado al mismo tiempo autonomía y seguridad, gracias a la hábil política de vincularse directamente a la corona , tal como habían aconsejado Mogrovejo y el visitador Alfaro a Don Diego de Torres. Montoya al mismo tiempo que imprimía un impulso decisivo a las comunidades guaraníes, les dio una orientación violenta mente nacionalista. Perfeccionando la obra anterior de Luis de Bolaños, preparó un vocabulario: Tesoro de la lengua guaraní y un Catecismo en el mismo difícil y riquísimo idioma. Ante la amenaza de los encomenderos y los traficantes de esclavos se trasladó a Madrid y consiguió que el rey Felipe IV autorizase a los indios a usar armas de fuego y a contar con un ejército propio que en la batalla de Mboré descalabró a sus enemigos, consiguiendo así una independencia real. El provincial fue siempre celoso de esta separación de indígenas y de su valor frente a los conquistadores, hasta el punto de que en su testamento dejó escrito que de ninguna manera sus huesos quedasen entre españoles y que descansasen entre los indios por los que tanto trabajó. Desde entonces las reducciones, con lengua, ejército y raza propia y con un fuerte sentimiento de su valor van tomando cada vez más el carácter de una nación.

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A partir de este momento comienza a tomar forma la utopía que desde el primer momento por uno u otro camino habían perseguido el descubridor y los primeros pobladores del Nuevo Mundo. Lo primero que hicieron los jesuitas fue respetar y potenciar la figura de los caciques –en cada aldea eran en número entre veinte y treinta– que nunca perdieron su condición de nobles y servían de portavoces de los padres jesuitas ante los guaraníes. Al frente de cada poblado había un corregidor indio , elegido por cinco años y asistido por un cabildo también electivo. Las treinta reducciones formaban una federación presidida por un jesuita. Según el censo de principios del XVIII sumaron ochenta y cuatro mil indios, entre la mitad y la tercera parte aproximadamente de los habitantes del Reino de Navarra.

En el centro de cada poblado –todos tenían el mismo modelo de urbanización– había una plaza rectangular de ciento treinta por cien metros, rodeada en primer lugar por la iglesia, una noble construcción de enormes proporciones, y por los edificios públicos: el ayuntamiento, la escuela, la residencia de los padres, el hospital, la casa de viudas, los talleres, los almacenes y el jardín botánico. A partir de la plaza salían las calles, trazadas a escuadra, formando manzanas de seis o siete casas, unidas por pórticos, por los que se podía recorrer toda la ciudad a cubierto. Eran una hábil trasformación de la vivienda común de los primitivos guaraníes a las nuevas exigencias de la familia monogámica, autónoma pero solidaria con todas las demás.

El proyecto de los jesuitas excluía desde luego la comunidad de mujeres y cualquier intervención externa en la vida de las parejas. También eran de propiedad privada la chacra familiar, que proporcionaba bienes de consumo inmediato, así como el arco y las flechas, la hamaca, las vajillas de cerámica los vestidos y los instrumentos de trabajo de su parcela, pero en cambio, los bienes de más valor, la tierra, los animales y los árboles pertenecían a la comunidad . La abundancia de recursos con una jornada disminuida de seis horas estaba asegurada, gracias a la repartición del trabajo entre todos los miembros de la comunidad, incluidas las mujeres y las clases ociosas que en el mundo civilizado sumaban más del ochenta por ciento de la población.

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Al revés de lo que sucedió en todos los ensayos de utopía, incluida la primera comunidad cristiana, la economía de las reducciones fue pujante, tanto como la de los países más ricos. Los indios que sólo conocían un cultivo itinerante y abandonaban una tierra tan pronto como dejaba de ser fértil, aprendieron de los padres las técnicas de agricultura de occidente, el arado, la tracción animal, el barbecho y la diversificación de cultivos. Por otra parte el sistema de trabajo universal y comunitario aseguraba un bienestar elevado e igual.

La ganadería caballar y vacuna experimentó un constante crecimiento, distribuída en estancias de enorme extensión y de gran riqueza de pastos y de agua. Los Reyes Magos de Yapeyú fue el centro ganadero de la federación de reducciones, pues sólo en su estancia chica, de cerca de diez mil kilómetros cuadrados propiedad del pueblo, llegaron a pastar varias decenas de miles de cabezas de vacunos que sirvieron de alimentación a las treinta comunidades de guaraníes. La estancia grande de Yapeyú se extendía por cuatro de los actuales departamentos de Uruguay, y proporcionalmente el número de los animales ascendía en 1768 a una enorme cantidad.

Más sorprendente todavía es el desarrollo alcanzado por la industria, mucho más si se piensa que los más sofisticados ingenios aparecían en medio de la naturaleza virgen. Los indios incapaces de inventar los más sencillos trabajos manuales, tenían en cambio una pasmosa facilidad para imitar los modelos más complicados que les proponían los padres. Por este camino construyeron molinos de agua o de viento, fábricas de tejidos, campanas para las iglesias y armas para su defensa frente a los encomenderos y traficantes, y en fin todos los descubrimientos ya conocidos desde hacía siglos en Europa.

Pero pronto estuvieron en disposición de fabricar unos aparatos de tecnología mucho más actual y no vinculada a la supervivencia. Así que instalaron toda clase de instrumentos musicales: trompetas, fagotes, violines y hasta órganos, además relojes, esferas astronómicas, artificios automáticos. En los astilleros del río Paraná construyeron naves de trasporte y en las imprentas –un lujo que tenían buena parte de las aldeas– gramáticas, textos, y catecismos en lengua guaraní.

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Los padres jesuitas completaron toda esta floreciente economía con una política escolar mucho más adelantada que la de los países europeos más civilizados. Los niños tenían obligación de asistir a la escuela desde los siete a los doce años, . y allí sus maestros indios les enseñaban a leer y escribir, así como el catecismo. En cuanto a las niñas tenían parecidas obligaciones en las mismas edades, y aprendían también la lectura en otras es cuelas tuteladas por maestras, y lo mismo el catecismo. Cuando los escolares estaban en edad de poder aprender un oficio, seguían en los talleres auténticos cursos de orientación profesional, demostrando una prodigiosa habilidad manual y una parecida capacidad de imitación.

La música fue la gran protagonista de esa aventura cultural pues los jesuitas fueron conscientes desde el primer momento de que únicamente a través de ella tenían entrada libre a aquel pueblo silvestre. Cuando la comunicación de las dos culturas ya se había establecido por ese lenguaje universal, los jesuitas europeos enseñaron a los guaraníes lo mismo solfeo que música vocal e instrumental. Así que en todas las reducciones había escuelas de danza y canto, coros y verdaderas orquestas , que se dedicaban sobre todo a la liturgia. Los padres aprovecharon el sentido natural del ritmo organizando bailes, paradas militares y evoluciones de jinetes, y hasta marcando con el toque de campanas el trabajo de los campos.

Los padres de la Compañía se preocuparon también de las situaciones que interrumpían la vida normal de sus poblados y en primer lugar de los enfermos. Aparte de respetar la herboristería medicinal tradicional de la cultura guaraní, seguían un régimen de tres visitas diarias, la primera muy de mañana para administrar los sacramentos, y las otras dos entrada la tarde y eventualmente de noche en circunstancias de extrema gravedad. Por su parte los enfermeros llevaban diariamente leche tibia, carne y pan a las chozas de los dolientes.

Mientras que los jesuitas reservaban para los chamanes el papel de curanderos, se reservaban la función de jueces. Cuando un habitante de la aldea cometía un delito interrumpiendo la convivencia de la comunidad, los alcaldes le llevaban a los padres quienes aplicaban un derecho penal muy benigno en una ceremonia muy parecida a la confesión de la que venía a ser el complemento civil. Sólo estaba prevista la cárcel, y dentro de los castigos físicos estaba suprimida la pena de muerte. Teniendo en cuenta la vida solidaria de la aldea, no se plantearon en este campo problemas de importancia.

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No se puede simplificar el fenómeno de las reducciones pensando que fue una experiencia pintoresca, muy reducida en el espacio y muerta enseguida por la fuerza del tiempo. No es pintoresco un proyecto que desarrolla la economía más avanzada de la época, y un plan de estudios y de asistencia social moderno. No es un experimento limitado, pues se ejerce sobre una población comparable con la de ciudades populosas y reinos de Europa y superior o igual al de las provincias americanas. No sólo resistió el paso del tiempo, sino que duró siglo y me dio, más que muchas empresas históricas y mucho más que los ensayos antiguos o modernos de organización social.

La república de los guaraníes era una sociedad igualitaria, sin dinero, ni acumulación de bienes, ni interés individual, donde todos trabajaban y todos disfrutaban de bienes de consumo en número tan infinito que ni siquiera los miembros de la colectividad tuvieron en su mente el cálculo del reparto y el concepto de propiedad, donde en resumen no cabía el egoísmo ni la necesidad. A medida que pasa el tiempo y se suceden los proyectos de una sociedad humana ideal, la aventura de los misioneros del Para guay adquiere mayores proporciones, porque ninguno de los caminos seguidos por los filósofos del progreso o de los socialismos pudo tocar de lejos el modelo de las reducciones.

Los jesuitas demostraron que una utopía es posible de la forma más contundente, realizándola. Además esa sociedad no terminó por agotamiento de su economía, como la primera comunidad cristiana o el último socialismo marxista, ni por un conflicto interno de sus miembros, sino por la intervención externa y violenta del Estado. Mientras tanto los hombres y las mujeres vivieron felices, los contemporáneos admiraron la nación más industrializada de América y la más rica por su ganadería, donde no existía el desamparo ni la crueldad de una jerarquía inútil.

 

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