Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 84 • febrero 2009 • página 15
«Quid enim prodest homini, si mundum universum lucretur» (Mt 16, 26)
Que sepamos, somos una sociedad de consumo al menos desde que llegaron los fenicios. No creo ni mucho menos que le debamos a ellos este invento, pero sí creo que debemos a los indios la sistematización de las cuatro cosas que una sociedad ávida de consumo puede desear tener. En la India aparecen como las cuatro recompensas de la vida del hombre, pero en nuestros días podrían llamarse perfectamente los cuatro bienes de consumo: artha, kama, dharma y moksha. Así como los españoles conocemos el comercio desenfrenado y el gusto por lo exótico, al menos, desde los fenicios, conocemos esta clasificación, al menos, desde el siglo XIII, cuando se traducen apólogos indios a través del persa y el árabe. El fol. 7 vº del ms. A del Calila e Dimna habla de
«ganar aver de buena parte et mantenello bien, et fazerle fazer fruto et despendello en las cosas que emiendan la vida, et bevir a plazer de los parientes et de los amigos, et que torne con alguna pro para el otro mundo. Et quien menospreçia alguna destas non alcança lo que desea».
Estas «cuatro cosas» han sido frecuentemente objeto de consumo a lo largo de toda la historia de la civilización. Ha ocurrido, sin embargo, que los posesores de la riqueza material (artha) se han conformado con casarse con las mujeres inspiradoras de deseo carnal y placer sensual (kama), con contratar a los maestros, eruditos y artesanos que sabían cumplir bien con su deber (dharma), y con tener a su mesa (como los fariseos con Jesús) o en sus salones (como el pope predicador de Anna Karénina) a los santos y hombres dotados de la liberación espiritual (moksha), y eso cuando no los han tenido a como anacoretas ornamentales en el jardín o como bufones vociferantes a los que en algunas ocasiones han proporcionado, por serlo demasiado, el martirio o la extinción, que, de todas formas, era lo que ellos deseaban.
La trampa estaba en que sin la riqueza material el trabajo desgasta la belleza, las escuelas se cierran y el asceta muere de hambre aunque no necesite más que un puñado de arroz con el que acompañar el agua de lluvia.
Sin embargo, en nuestra actual sociedad del bienestar, el número de agraciados con artha es inmenso en comparación con los tiempos antiguos. Tenemos más cosas que las que tenían los reyes asturianos, y, desde luego, Nerón en su Casa de Oro no tenía ADSL (aunque en la España de Zapatero, que revive la moral de los tiempos neronianos, se echan en falta bienes materiales como las termas públicas).
Eso amplía también el número de destinatarios de los bienes de consumo. La mujer más bella del poblado ya no necesariamente se casa con el más rico, porque el poder económico y político está repartido entre muchos más hombres. Los mejores maestros no sólo tienen por qué servir a los más poderosos, sino que pueden repartir sus servicios entre un amplio número de personas que pueden pagarlos.
Por eso se desvanece para el rico la antigua tentación de adquirir la primera de las recompensas de la vida, la riqueza, y desistir de conquistar las demás, limitándose a conquistar a quienes las tienen. Ahora, el rico se esfuerza por ser bello y por hacer bien las cosas, no sólo por obligación de nobleza, como ocurría antes, sino simplemente porque la riqueza ya no es el bien único y dominante, al existir tantos pequeños ricos o tanta dorada medianía.
Pero si bien la santidad era un bien buscado antes por los poderosos por obligación de nobleza (y así la santidad adorna a una familia como los Gonzaga, cuya galería de retratos en el Palacio de Mantua no puede presentar un aspecto más patibulario), no lo es ya para nuestros poderosos, y tampoco para la enorme clase intermedia. Pero cuando aparece sigue provocando sus efectos acostumbrados.
Los santos llenan las iglesias, los santos abren la mano del más avaro, los santos crean el silencio y son escuchados, aunque sea para ridiculizarlos y vestirlos de blanco como a Jesús. Los santos se buscan, aunque sea para presumir de haberlos tocado o haber hablado con ellos. Aunque nadie en ninguna sociedad busque relacionarse con un moribundo cubierto de llagas, sí busca relacionarse con el hombre al que no le importa besar amorosamente esas llagas. La figura del santo o del profeta tiene un gran poder, tanto que es compartido incluso por burdas falsificaciones como Rasputin.
Y aquellas personas cuya compañía se busca, ¿no pasan inmediatamente a ser imitadas? Así como el hombre actual quiere ser rico, deseable y apreciado por la perfección y eficacia en su deber, y para eso compra The Financial Times, se apunta a un gimnasio o hace un máster en Harvard, si se le recordara que la santidad es un bien, ¿no buscaría también los medios para ser él también santo?
La Iglesia católica española debería dejar de anunciarse en televisión como si fuera una marca de latas de judías o de aire acondicionado, u organizar campañas y manifestaciones en contra de las leyes zapateriles, y promocionar directamente ese gran bien de consumo completamente olvidado por el arte de la publicidad (arte que va mucho más lejos que el de la propaganda, y que desde luego, el del De propaganda fide): el bien de la santidad.
Ver santos en retablos es tan poco efectivo como las vallas publicitarias. La Iglesia debe recordar al consumidor que los santos caminan sobre la tierra, debe presentar y proclamar sus acciones heroicas contemporáneas y debe invitar a colaborar en ellas.
El reto de la Iglesia ahora no debe ser sino lanzar una feroz campaña de agitprop a favor de la santidad. Ser santo es bueno. Ser santo es deseable.
Naturalmente, hay una trampa en todo esto. El medio de obtener la santidad o la liberación no es el consumo, sino su contrario. En la India es la liberación de todo, la gran renuncia: como la que hizo Tolstoi. Pero también las otras tres recompensas de la vida del hombre según los indios se basan en la renuncia. No hay riqueza sin ahorro, y el ahorro es una renuncia. El placer corporal no es posible sin salud, y para su conservación es necesaria la dieta, es decir, una conducta que renuncie a los excesos y a los malos hábitos. El amor, extremo del placer corporal, no existe sin fidelidad, y esto no es sino una renuncia. No se puede cumplir con ningún deber sin disciplina, que es renunciar a todo lo que aparte de él.
Así vemos que para tener muchas cosas, o mejor dicho, las cosas que importan, hay que renunciar a muchas más cosas. No se puede tener todo. Una sociedad que habla de desarrollo sostenible debería darse cuenta de que el ideal consumista que la funda no es sostenible. No se puede tener todo, pero aún más: aunque se pudiera tener todo, daría exactamente igual. Jesús (Mt., 16, 26) preguntaba de qué le servía al hombre ganar todo el mundo si perdía su alma. Hablaba para corazones endurecidos: se puede preguntar también, simplemente, de qué le vale al hombre ganar todo el mundo. Cineas se lo preguntó a Pirro (Plutarco, Vida de Pirro, 14). Juan Valera, en un libro tan a propósito para nuestra materia como Las ilusiones del doctor Faustino, recrea el pasaje:
«Entonces se hacía un argumento o discurso parecido al que hizo no recordaba bien qué sabio a Pirro, rey de Epiro, que se desvelaba e inquietaba, ansioso de conquistar el mundo. –conquistaré primero toda la Grecia, decía Pirro. –¿Y después? –El Asia menor y la Persia, y la Bactriana y la India, y por último toda la tierra. –¿Y después? volvía a preguntar el sabio. –Después me reposaré triunfante y seré dichoso. –Pues haz cuenta que ya lo conquistaste todo: sé dichoso y repósate»{1}.
Conquistar todo el mundo tendría sentido si la vida humana durase, como poco, mil años. ¿Pero de qué sirve conquistar todo el mundo si la muerte dejará tierras sin recorrer, dinero sin gastar y libros sin leer? Y de todas maneras, Pirro no conquistó el mundo, porque ganarlo todo, como quiere el hombre fáustico y este doctor Faustino de Valera, no es, ni de lejos, sostenible.
Si no se puede tener todo habrá que procurar, más bien, tener todo lo que importa. Y aun este verbo es engañoso, porque, dada la naturaleza del ser humano, en el espacio y el tiempo, no nos tenemos ni a nosotros mismos. Así como no se puede tener una melodía, sino simplemente escucharla, con la vida lo único que podemos hacer es escucharla, o danzarla al son que nos impongan, o interpretarla nosotros mismos. Y en los tres casos, la música estará delimitada y conformada por silencios, queridos o impuestos: renuncias o carencias.
Como la escultura según Miguel Ángel o el teatro según Grotowski, vivir es el arte de quitar. Lo que importa no es la materia, el mármol, sino el espacio que queda fuera y que delimita y constituye la forma; y el arte no es tanto componer y adornar como desvelar y mostrar.
La muerte, que es cierta y segura para todos los hombres, supone la mayor renuncia en la vida. Paradójicamente, no renunciar a nada en ella equivale a hacer la gran renuncia, pues los excesos y demasías conducen irremisiblemente a su fin. La forma del sí es el no y la forma del no es el sí. ¿No veía Parménides al Ser limitado por el No Ser?
Hay quien quiere renunciar a la vida en vida, y convertirse en un mero espectador. Es lo que ocurre en Trainspotting (1996), cinta de Danny Boyle basada en la novela de Irvine Welsh, y que tanto gustó a Julián Marías, quien la vio en una traducción que erróneamente se atribuye a Santiago Segura y que comienza así:
«Elige la vida; elige un empleo; elige una carrera; elige una familia; elige un televisor grande que te cagas; elige lavadoras, coches, equipos de compact-disc y abrelatas eléctricos; elige la salud, colesterol bajo y seguros dentales; elige pagar hipotecas a interés fijo; elige un piso piloto; elige a tus amigos; elige ropa deportiva y maletas a juego; elige pagar a plazos un traje de marca en una amplia gama de putos tejidos; elige el bricolaje y preguntarte quién coño eres los domingos por la mañana; elige sentarte en el sofá a ver tele-concursos que embotan la mente y aplastan el espíritu mientras llenas tu boca de puta comida basura; elige pudrirte de viejo, cagándote y meándote encima en un asilo miserable, siendo una carga para los niñatos egoístas y hechos polvo que has engendrado para reemplazarte; elige tu futuro; elige la vida. Pero ¿por qué iba yo a querer hacer algo así? Yo elegí no elegir la vida. Yo elegí otra cosa. ¿Y las razones? No hay razones. ¿Quién necesita razones cuando tienes heroína?».
Pero esto, como demuestran los heroinómanos escoceses que la protagonizan, tampoco es sostenible, como tampoco lo es la ultraviolencia en A Clockwork Orange de Anthony Burgess (no ya en la versión cinematográfica de Kubrick), aunque en el primer caso se trate de renunciar a aceptar nada y en el segundo de renunciar a renunciar a nada, como Calígula –cuyo gobierno, es de notar, tampoco se sostuvo–. La vida, como la política según recuerda a menudo Truffaut, o la filosofía según Bocheński{2}, o la hacemos o nos la hacen, pero en ningún caso deja de hacerse; y esto es válido hasta para los últimos instantes de la vida de un suicida.
Otra cosa es que la santidad y la liberación tampoco sean sostenibles en términos de vida material. La acción de Tolstoi se aproxima bastante a un suicidio; la del gimnosofista Calano ante Alejandro Magno, quizá recordada por San Pablo en la primera Epístola a los Corintios cuando habla de dejarse quemar vivo como extremo de acción heroica no suficiente, directamente lo es. El «consumo» de la santidad muchas veces acarrea la consunción de la vida, aunque quizá también su consumación, palabra de la misma raíz pero con otras connotaciones. Incluso a uno de los santos mejor integrados en el mundo y en la vida social y política, Tomás Moro, la santidad le supone el martirio.
Esto nos lleva a examinar el papel del control estatal en la producción y consumo de la santidad. Este consumo sólo es posible en el mundo de la moral individual de Kant, y no en el del Estado de Hegel. A pesar de lo que pensaban muchos notables teólogos, entre ellos Santo Tomás de Aquino, no conviene meter a la gente en el cielo por la fuerza, aunque según ellos a muchos les aprovechara. Farsas como bautizar a los moriscos por fuerza para después asesinarlos, como en la rebelión de las Germanías, son una burla de los sacramentos.
Lo que sí puede hacer el Estado, en cambio, es garantizar el mercado libre. Cuando se trata de elecciones vitales, la libertad se garantiza garantizando la vida. La gran renuncia está al alcance de cualquiera, como bien sabía Hamlet: no así los medios para poder llegar a hacerla, es decir, para poder seguir viviendo.
La función del Estado, dicho de otro modo, no debe ser inmolar a sus ciudadanos en aras de un bien mayor, ni liberarlos de sus dificultades liberándolos de la vida, sino mantenerlos en condiciones de poder ejercer una libre elección en un mercado libre. No debe ejecutar a quienes atentan contra otros ciudadanos, sino aprovechar la fuerza de trabajo de estos reos en beneficio de los hombres de los que fueron o quisieron ser victimarios. No debe dejar libres a quienes atentan contra otros ciudadanos, sino que debe dejarlos en disposición de no volver a hacer daño, encerrándolos en prisiones o manicomios, pero nunca usando del destierro, porque no es bien que otros sufran lo que nosotros no queremos.
No debe facilitar el aborto, y menos amparándose en proteger a la madre (que ya no lo será) de un trauma, para después quejarse de la baja natalidad, sino que promoverá los orfanatos y las adopciones. ¿Es más traumático tener un hijo desconocido dando vueltas por ahí que haberlo tenido muerto dentro, y haber decidido su muerte, y haberlo reventado y sacado con instrumentos quirúrgicos?
No debe facilitar la eutanasia, y mucho menos por las razones por las que las se defiende en la Utopía de Santo Tomás Moro: no desperdiciar bienes materiales en individuos que ya no serán productivos. La primera Utopía degenera, como todas, en distopía. Ante todas las utopías debe uno preguntarse qué se debe tomar en serio y qué en broma, como hacía Goethe ante Platón. Algunos se han tomado en serio este argumento, como el Doctor Luis Montes Mieza, despreciando contraargumentos como los que daba (con sobrado valor) el Cardenal Clemens August, Conde von Galen, en la Catedral de Münster, el 3 de agosto de 1941, contra la utopía eutanásica nazi. El Estado debe, por contra, proveer los medios para que la vida pueda ser digna de ser vivida hasta al final. Existen medios técnicos para que hombres como el retratado en Mar adentro (2004) por Alejandro Amenábar puedan gozar de una relativa autonomía, o por lo menos no estar atados a una cama. Incluso se podría decir que Amenábar y Zapatero deberían haber visto La puta del Rey (1990), de Axel Corti. Pero claro, todos estos medios son caros. También, añadimos, deberían haber visto, qué menos, Breakdown (1955), de Alfred Hitchcock, y Johnny got his gun (1971), de Dalton Trumbo.
Sin embargo, el Estado no debe retirar del mercado los medios para infligirse daño voluntariamente (drogas, pornografía, literatura terrorista, o cualquier otra mercancía que a lo largo de los tiempos se haya considerado dañosa) cuando lo dañoso no es sino su mal uso (no nos referimos, claro, al aceite de colza, a la leche o a la heroína adulteradas, ni a la droga o la pornografía vendida a la puerta de un colegio, ni a la exaltación del terrorismo ante quienes tienen armas y posibilidades de ejercerlo). Eso sería, como, hemos dicho, meter a la gente en el cielo por la fuerza. Nos llevaría a la mitad de A Clockwork Orange, es decir, a un momento no sostenible, y además sería contraproducente. Una sociedad tan restrictiva como la de los amish acaba provocando que sus miembros incurran en desmadres a veces irreparables cuando llegan a su rumspringa. Se consigue que se olvide cuál es la forma de la verdadera libertad. Locke decía que no podía existir sin ley, y todo el pensamiento utópico y distópico inglés (Moro, Bacon, Huxley, Orwell y muchísimos otros, hasta llegar a la realización cinematográfica Brazil) se deriva de esta paradoja. Sea su raíz o su consecuencia, el caso es que entendemos que la libertad lleva aparejada la responsabilidad, y la necesidad y obligación de aceptar las consecuencias de una conducta libremente ejercida. Sin embargo, hay excepciones, y no estamos pensando en Calígula. España se ha acostumbrado a que ninguna conducta tenga consecuencias. Adolfo de Castro vio manchada irremisiblemente su carrera por falsificar una obra de Cervantes. En nuestra España contemporánea, un plagio no fue capaz de acabar con la carrera de la periodista Ana Rosa Quintana. Mariano Rajoy gestionó desastrosamente la catástrofe del Prestige, y eso ha parecido encumbrarlo. Claramente, lo cual es mucho más vergonzoso, Carod Rovira se encumbró en las urnas por un pacto mafioso con una banda armada. Carmen Calvo dio sobradas muestras de analfabetismo, una tras otra (mientras que se reprochaba a Esperanza Aguirre su ignorancia por desconocer a Santiago Segura), y siguió siendo ministra de Cultura. Magdalena Álvarez quería multar y perseguir a los ciudadanos que fueran más allá del gasto del volumen de agua indispensable para la supervivencia marcado por la ONU, mientras pierde millones de litros por infraestructuras en mal estado, siembra un caos tras otro, y nada hay más lejos de su intención que dimitir. Los jueces que prevarican y los médicos cuyos errores tapa la tierra no se hacen responsables de nada.
Y como los grandes, así los pequeños. Mutilar, desdentar, violar, asesinar, vejar, torturar, todo sale en España casi al mismo precio irrisorio. Gracias a la legislación, los menores pueden decapitar a sus padres y luego conseguir un empleo de la Junta de Andalucía; cosa que no está al alcance de otros ciudadanos más timoratos; celebrar que cumplen dieciocho años cometiendo crímenes el día anterior; y tranquilizarse antes de hacerlo calculando la ínfima pena que les aguarda suponiendo que los cojan. Los terroristas salen de la cárcel para jalear y exigir nuevos atentados, cuando no para participar en ellos. Y eso por no hablar de los crímenes que tradicionalmente siempre han quedado impunes, porque nadie se preocupaba de las víctimas ni sabía de ellas: quemar mendigos, violar deficientes mentales, maltratar a la esposa e hijos dentro de las paredes de la casa.
Nadie recibe castigos sino recompensas inmerecidas del Estado y la sociedad. Como cantaba Felipe el Canciller, «Dicit Nathan: «non clamabo»,/ «neque» David «planctum dabo»» (CB 131). Vivimos en un reino de menores de edad y de disminuidos, de niños de treinta años para los que el mercado inventa juguetes como tonos y politonos para el móvil, y donde nadie quiere asumir su responsabilidad. La edad adulta, la gravedad, no existen. No hay ni Erwachs ni Erwachen, sino sólo naturaliter minorennes, contra Kant.
Y aun cuando el Estado intenta recompensar algunas conductas, la sociedad las castiga. Un joven que salvó a un hombre que se estaba ahogando recibió del Estado la condecoración del Mérito Civil. La sociedad le robó la ropa mientras efectuaba el salvamento. Los héroes de cada sociedad reflejan sus aspiraciones. En España han sido tradicionalmente héroes los bandoleros y los jaques, los que se atrevían a poner en práctica todos los ideales egoístas de la sociedad e iban contra un sistema por el que se consideraba oprimida, aunque recibiera la opresión de esos mismos bandoleros y jaques. No se puede pretender que alguien que roba todo a una persona reciba su admiración; pero sí sucede muy frecuentemente que quien roba un poco a todos recibe el interés y admiración de muchos. Los españoles escucharían con mucha más atención a Luis Roldán o Julián Muñoz que a alguien que les viniera a hablar de Cáritas. Y el llamado Cuarto Poder, el periodístico (antes representado más modestamente por los ciegos de los romances y los pliegos de cordel), hace que este interés se traduzca también en mercado y en dinero.
Con todo, el atractivo ejercido por los santos también es real (Granada está llena de imágenes de Fray Leopoldo de Alpandeire, como toda Italia está llena de imágenes falleras y estrambóticas del Padre Pío), sólo que la gente prefiere un contacto superficial para evitar contagiarse. Como lo que se cuenta del oficial italiano que, después de arengar espléndidamente a sus soldados para que lo siguieran al combate, recibió un sonoro aplauso desde la trinchera, sin que se moviera uno solo de ellos.
Los atractivos de forrarse el riñón y llevarse el taco son bastante visibles, y los atractivos de la santidad sólo se ven, al cabo de mucho tiempo, en figura de madera con los ojos vueltos y rodeada de flores. Y eso que España ya no cuenta con ese gran enemigo de los santos (como San Juan de Ávila, Santa Teresa de Jesús o San Juan de la Cruz) que era la llamada Santa Inquisición. Sin embargo, si bien ya no existe un órgano punitivo que condene la santidad, la diplomacia y los restos de poder temporal de la curia siguen siendo indulgentes para con algunos criminales. ¿Qué puede haber más abominable para la iglesia que el ultraje sufrido por Cosimo Gheri, el joven obispo de Fano, atado y violado por Pier Luigi Farnese, a quien la belleza del prelado había despertado las peores pasiones? Un círculo de puñales amenazantes los rodeaba. Bien por la tristeza de la humillación, o bien envenenado por Farnese, el obispo murió a las pocas semanas. Pero el crimen quedó impune, porque Pier Luigi Farnese era el hijo del Papa. No pudo eludir, en cambio, el asesinato por otras circunstancias, y aun así, su asesino, Ferrante Gonzaga, recibió la condena del Papa. Del mismo modo, el Vaticano hoy protege a Marcinkus, a Pinochet, y prepara discretos retiros para sacerdotes pederastas o misioneros violadores, muy lejos de las mazmorras para clérigos de Don Gil de Albornoz. Aunque, naturalmente, ahora la prisión de los sacerdotes es problema de los Estados, semejantes indulgencias y preocupaciones diplomáticas no pueden hacer sino sembrar el desánimo entre los fieles. Una apostasía de astracanada como la de Milingo (similar a la del obispo vietnamita del Palmar de Troya, en cierta medida víctima, por otro lado, del silencio administrativo vaticano, igual que el sufrido por las mujeres ordenadas en Polonia durante el comunismo) parece preocupar más a la Curia que la pederastia y la violación.
Análogamente, la sociedad estadounidense censuraba a Truman no por provocar un holocausto nuclear, sino por usar un vocabulario soez. A Clinton, no por bombardear una industria farmacéutica en Sudán, sino por liarse con una gorda. Y aunque no había armas de destrucción masiva en Iraq y la economía de EEUU se hunde, no pasa nada con Bush. En cuanto a Putin, la olvidada tragedia del Kursk no es la única tragedia olvidada de la que se ha irresponsabilizado. Lejos ver considerado su gobierno como dictadura, como le pasó a Fujimori de la noche a la mañana, Rusia lo aclama. E incluso en Georgia se empieza a volver a aclamar a Stalin.
Pero para el común de los mortales, la responsabilidad y la consecuencia de nuestra acción (el karma) existe, y puede manifestarse incluso en la redención más completa, como ocurre al final de la saga de The Godfather de Francis Ford Coppola. La trilogía se inicia con un Padrino que hace justicia en un mundo en el que no la hay, como el Hamlet de Shakespeare o el Michael Kohlhaas de Von Kleist. Hace su propia justicia, que sustituye a la humana. No falta, como no faltará en Uno de los nuestros (Godfellas, 1990), de Martin Scorsese, el ejemplo de la violencia contra quien la ejerce contra una mujer. Es una visión idealizada de la mafia, que gusta a los mafiosos auténticos y que les sirve para justificarse: aunque es enteramente cierto que estas asociaciones, como se lee en el Zhuang Zi, en Cicerón y en Santi Romano no son sino otra ley, delirante en sus principios y arbitraria en su aplicación, pero siempre una ley. The Godfather va más allá. Lo que se usurpa es la justicia divina. Los actos de violencia están ritualizados y constituyen una ceremonia, paralela casi siempre a una ceremonia religiosa católica. En la novela de Mario Puzo no faltan las analogías del Don con Dios. Pero el Don no es Dios. No tiene contactos ni puede mover hilos para evitar que Dios se lleve a su viejo consigliere. El Padrino no puede hacerle a Dios una oferta que no pueda rechazar.
Su hijo, Michael Corleone, al final de la saga, se relaciona con un arzobispo que representa a Marcinkus. Parece que va a ser otra nueva aventura, una nueva empresa descabellada, como la de Cuba, esta vez con El Vaticano como escenario y el Banco Ambrosiano como trama: pero no es así. El Padrino se confiesa con un cardenal que representa a Albino Luciani. Este santo lo convierte, y le hace querer volver darle a Dios su verdadero lugar.
La ficción quiere imponer su propia justicia en el mundo, y el arzobispo que representa a Marcinkus es espectacular e inverosímilmente asesinado, como enemigo de los Corleone (y del nuevo papa, Juan Pablo I). Pero la ficción no puede impedir que Juan Pablo I muera, al tiempo que quiere que esa misma noche, en la que Michael Corleone hace efectiva su redención, el antiguo Don sufra las consecuencias de su vida pasada.
Como Pirro tal como nos refiere Plutarco, los Corleone se esforzaban, desde el principio de la saga, por conseguir algo usando precisamente los medios que los alejaban de su objetivo.
Debemos examinarnos, pues, para saber qué es realmente lo que queremos, y tener siempre presentes cuáles son las maneras de obtenerlo y cuáles sus consecuencias. Y debemos tener también siempre presente que se elige renunciando. Impidamos al Estado que renuncie a nada por nosotros, e impidamos a la sociedad consumista que acepte en nuestro nombre todo lo que se nos quiere vender. Debemos elegir todo lo que importa: ni todo ni nada, sólo todo lo que importa, ni más ni menos.
Notas
{1} Juan Valera, Las ilusiones del doctor Faustino, Castalia, Madrid 1995, págs. 230-231.
{2} Alguien se quejará, con razón, de que escriba el acento sobre la n y no un punto debajo de la s en moksa, en lugar de escribir moksha: pero son rarezas de los procesadores de textos.