Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 84 • febrero 2009 • página 8
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Martín Behaim estaba aquel día verdaderamente contento de la vida, que sólo le daba satisfacciones. Se había casado hacía un año con una dama portuguesa, Joanna de Macedo, y su feliz matrimonio ya tenía el primer hijo. Además, noticias recibidas de Nuremberg le pedían que se trasladase a la ciudad para hacerse cargo de la herencia de su madre, que después de interminables pleitos, los jueces alemanes sentenciaron le pertenecía enteramente. Precisamente entonces –era el año de gracia de 1489– esperaba en Lisboa un barco que le llevase a Flandes para saludar a sus amigos de juventud, y luego a las bocas del Rhin, de donde una embarcación ligera le llevaría a su Bohemia natal, remontando el curso del río.
Pero no eran estos los principales motivos de su alegría, sino otro, que parecería muy extraño a quien no estuviese familiarizado con la apasionante profesión de cartógrafo. Hacía unos días, la Junta dos Matemáticos de la que era miembro destacado, había recibido un informe, expresamente dirigido a él, de su compatriota Henricus Martellus, geógrafo de la Santa Sede, acerca de un mapa en forma de rudimentario planisferio, donde se dibujaba el contorno de todas las tierras, según los cálculos más precisos de los científicos griegos y modernos, de Tolomeo a Paolo Toscanelli. Aquella carta le dio la idea de construir cuando tuviese tiempo y medios, un globo, que reprodujese en tres dimensiones y manteniendo las proporciones originales de los continentes, la figura del mundo.
Era la primera vez en la larga historia de la cartografía –y esto le llenaba de entusiasmo– que se acometía empresa semejante. Y Martín se asombraba de que una idea, tan sencilla en ejecución y tan rica en efectos, no hubiese pasado por la imaginación de los pitagóricos, de Rogerio Bacon y Lulio y los pensadores medievales, y sobre todo de la rica saga de cartógrafos, que trabajaban en Italia, o en Portugal en la corte del rey Juan. Y calculaba que Alemania, donde Guttenberg acababa de descubrir el dispositivo para multiplicar los textos escritos, sería el lugar ideal en que llevar a la práctica su descubrimiento. En realidad ya tenía la música de su globo, y sólo faltaba encontrar el instrumento de su ejecución, un trabajo que los imaginativos pueblos latinos miraban con desprecio, como labor de esclavos : Martin Behaim pensaba en una gran esfera de madera, totalmente pulimentada, a la que se adhiriese firmemente por cualquier procedimiento mecánico una carta en forma de planisferio. Pero no convenía adelantar acontecimientos, y primero de nada era necesario comprobar los datos de Martellus con la ayuda de la rica documentación de que disponía.
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El cartógrafo alemán repasó los cálculos, basados en testimonios exactos de autores profanos y sagrados, que convertían aquel planisferio y el globo terráqueo construido a partir de él, en algo seguro y definitivo. En primer lugar, el cuarto libro de Esdras establecía –y la Escritura no puede mentir– que el mundo se compone de seis partes de tierra y sólo una de mar, lo que alarga considerablemente la masa continental de Oriente a Occidente, y disminuye en la misma proporción la superficie del océano, acortando la distancia por agua entre los dos hemisferios y facilitando la navegación.
El otro dato era tan infalible como la ciencia de los modernos. Toscanelli, siguiendo la Imago Mundi de Pedro de Ailly, calculó que cada grado de meridiano, medía cincuenta y seis millas, y por consiguiente la circunferencia del globo quedaba acortada en más de un tercio con relación a las medidas, mucho más antiguas e imprecisas, de Eratóstenes. Este cálculo, combinado con el anterior, dejaba a las Indias y al territorio de los tártaros, a una distancia de España y Portugal por Occidente de tres mil millas, es decir, menos de la longitud total del Mar Mediterráneo. Por otro lado, aunque el mapa de Henricus eliminaba con la prudencia del científico las leyendas de la Isla de Antilia y no digamos la de un continente desconocido, que sirviese junto a África de doble estribo al Mar Occidental, tal como lo había pensado el iluminado Ramón Llull, sí señalaba en cambio la existencia de pequeñas islas descubiertas por españoles y portugueses, que harían todavía más viable esa navegación.
No tenía nada de particular que el mismo Pedro de Ailly y su maestro Rogerio Bacon defendiesen tenazmente la posibilidad de viajar hasta el Asia, tomando una nueva dirección y traspasando las míticas barreras que ofrecía el Mar Tenebroso. Y considerando la distancia de Portugal a las Indias por la ruta marítima o terrestre del Oriente, y los innumerables peligros que el navegante o el viajero habían de soportar, atravesando pueblos desconocidos, y en fin la complicación de aquel proyecto, comprobaba cómo el imaginario camino de Occidente obedecía a la preocupación central de los filósofos modernos, que seguían el principio de la máxima sencillez. A pesar de todas estas evidencias y testimonios, el cartógrafo alemán, poseído de un espíritu científico riguroso, prefería adoptar el punto de vista de Tolomeo, y considerar esta disposición del globo terrestre como una pura hipótesis matemática, que aseguraba el regular equilibrio de los continentes, y al mismo tiempo no contradecía los datos ciertos de la ciencia y de los libros sagrados.
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Martín esperaba la visita de un gran amigo, el genovés Colón, como él, navegante al servicio de los reyes de Portugal. Se habían conocido hacía cuatro años en la misma Lisboa, donde el alemán acababa de llegar, y donde Colón propuso al rey Juan un extraño proyecto, consistente en alcanzar las Indias por un nuevo camino hasta entonces inexplorado. No se puede decir que el monarca no prestase atención a las ideas del navegante italiano, pues había convocado una junta, que le recomendó abandonar aquel plan, que casi todos consideraron disparatado. También en Castilla encontró una negativa de Isabel y sobre todo de Fernando, pero de todas formas había demorado todavía por tres años su estancia en España. Una inesperada carta del rey Juan le hizo volver a Lisboa aquel mismo año, pero la mala fortuna le seguía persiguiendo, pues su llegada coincidió con la noticia de que Bartolomé Díaz había doblado el Cabo de Buena Esperanza, dejando abierta la vía oriental hacia las Indias.
El cartógrafo alemán se alegraba egoístamente de todos aquellos tropiezos, pues gracias a ellos tendría ocasión de hablar sin prisa con Colón de todos los asuntos que a los dos interesaban. Aunque el marino genovés era un poco más viejo que él, apenas ocho años, sus vidas fueron verdaderamente paralelas y sus aficiones todas, comunes. Los dos eran extranjeros y habían estado al servicio de Portugal, que ahora pensaban abandonar, por lo menos temporalmente. Los dos habían navegado –Colón primero por el Mediterráneo, y desde su llegada a Lisboa en 1476 por el Atlántico, de Guinea a Inglaterra y hasta Islandia ; Martín Behaim en la expedición de Diego Cao, que le llevó a la desembocadura del Congo–. Los dos habían vivido en las islas atlánticas de las Azores y Madeira, y allí se casaron con sendas damas portuguesas, de que tenían un hijo. Y los dos eran apasionados de la cartografía, Colón dibujando Portularios, recién llegado a Lisboa y haciendo de esa profesión por unos años su modo de vida, Behaim como miembro de la Junta dos Matemáticos, la institución geográfica más prestigiosa del Reino.
Así que con toda seguridad no les faltaría tema de conversación. Martin Behaim tenía además el propósito de hacer un regalo, que con toda seguridad haría las delicias de un navegante y cartógrafo como Colón. Había hecho un duplicado, totalmente exacto, del mapa de Henricus Martellus, ampliando el original, de forma que la lectura de la copia fuese tan fácil como provechosa y subrayando, lo mismo en el documento primitivo que en el facsímil las anotaciones en la costa de África, de acuerdo con las noticias proporcionadas por los navegantes portugueses. Estaba seguro de que su amigo agradecería aquella joya y le guardaría un puesto de honor entre la multitud de Portularios y de Cartas Náuticas que conservaba.
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Martín Behaim había preparado una cena verdaderamente opulenta para su invitado, al que quiso mostrar las excelencias de la contundente gastronomía alemana medieval. Durante tres semanas, su cocinero, traído de Bohemia, preparó col blanca con sal y grano de pimienta, que en el mismo día hirvió con zanahoria, rodajas de cebolla, manteca de ganso y vino blanco. Era la mejor compañía para sus platos de carne, primero cerdo en forma de salchichas de Nuremberg, asadas a la parrilla con leña de haya, después caza cocida con mosto de vino, todo ello regado con abundante cerveza. Cerraba la comida un postre que se había hecho universal en Europa : una mezcla de leche, azúcar y harina de arroz, calentados a fuego lento, que después se dejaba en reposo hasta enfriar y se endulzaba con agua de azahar.
Durante toda la velada los dos amigos hablaron animadamente de sus aficiones comunes. Colón describió sus malandanzas por las cortes de Portugal y Castilla, doliéndose de que los príncipes cristianos, llevados de la excesiva prudencia de los sabios, no se decidiesen a llevar a cabo una empresa tan de provecho y tan gloriosa para la religión, como era tener comunicación con los tártaros, para juntos tomar por la espalda a los renegados turcos, conseguir grandes riquezas, y con todo esto recuperar el sepulcro de nuestro Señor Jesucristo en Jerusalén. Y más teniendo en cuenta, que si todos estos altísimos designios no se cumpliesen, todavía quedaría la satisfacción de alcanzar las Indias y la región de las especias por un camino mucho más llano que el perseguido hasta ahora por los navegantes portugueses. A lo cual habría que añadir otro efecto, que sólo ellos dos y los demás amantes de la geografía podían entender, y era que de este modo la Tierra se hacía única y definitiva, y ya no habría dispersión de direcciones a Oriente y Occidente, a Norte y Sur.
Martín oyó este parlamento con semblante risueño, y contestó que él no se atrevía a una empresa tan descomunal como era abarcar la Tierra entera con una pobre barquilla, pero sin embargo sí podía repetir esta hazaña en breve escala y sin salir de aquella habitación. Y ante la extrañada mirada de Colón, se levantó, y del aposento vecino trajo la copia de la Carta de Martellus Germanus y le hizo regalo de ella como prenda de su amistad. Todavía explicó cómo el mapa tenía forma de planisferio y cómo esa disposición le había dado la idea de fabricar un globo de tres dimensiones, cerrado sobre sí mismo y en fin, único, como pedía su invitado. Hizo más, pues dobló el mapa, curvándolo en forma de anillo, haciendo coincidir los extremos de los dos hemisferios, y oyó de Colón la sentencia más inesperada: que aquel día había aprendido muchas cosas, pero sobre todas cómo poner un huevo de pié.
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Cuando los dos marinos se despidieron con grandísimas muestras de afecto y de aflicción por una separación que suponían larguísima y casi seguro definitiva, Colón caminaba hacia la pensión donde temporalmente vivía, pensando en volver a las Españas, ahora que el rey de Portugal parecía haber olvidado del todo su proyecto de navegación a las Indias por el camino de occidente. En realidad no podía quejarse de la acogida que Isabel y Fernando le habían preparado, más teniendo en cuenta que era un extraño, pues toda su vida había estado al servicio de una corona casi enemiga. A pesar de todo eso, recién llegado al nuevo reino, tuvieron con él nada menos que cuatro entrevistas, la primera en Alcalá de Henares en Enero de 1486 y la segunda un mes después en Madrid. Es verdad que el resultado de estas primeras dos reuniones fue negativo, pues los Reyes Católicos convocaron la inevitable junta de sabios y expertos en Salamanca, que rechazó el descubrimiento de las nuevas vías de navegación, basándose en el peregrino argumento de que todavía no habían sido descubiertas, pero Colón notó en los nobles de Castilla, en los administradores de la casa real, en los hombres religiosos y hasta en la misma reina Isabel, un espíritu teatral, impaciente y aventurero, que desde el primer momento vio con simpatía su mágico plan.
El tercer encuentro con los reyes tuvo lugar en Málaga, en el verano de 1487, y desde entonces se procuró subvencionar a Colón para que no ofreciese su idea a monarcas extranjeros, en espera de que terminase la guerra contra los moros nazaríes en Granada. Y cuando el navegante recibió la inesperada invitación del rey Juan, todavía hizo una cuarta visita en 1488 a la corte, que se había establecido en Córdoba para seguir de cerca la marcha del ejército y la capitulación, al parecer cada vez más próxima. Fue en esa ocasión cuando Colón, exaltando las excelencias de su viaje, se atrevió a decir de las tierras eran más grandes y abultadas en la dirección del oeste al este que él pensaba seguir. Porque el mundo no era como una esfera en todo su contorno, sino que tenía una forma oval por la disposición horizontales de sus continentes y mares.
Fue entonces cuando Don Fernando, que miraba con escepticismo aquel viaje y estaba cansado de las fantasías de Colón, después de decirle que fuese de una vez a Portugal, le añadió que cuando fuese capaz de poner un huevo de pié, a semejanza del huevo que el imaginaba del universo mundo, quedaría convencido de la bondad de su empresa, y no sólo la permitiría, sino que favorecería su ejecución con todas las riquezas y recursos del reino. Y el marino, que entonces había quedado mudo a la apuesta del rey, acariciaba ahora el mapa de Martellus, sintiendo que tenía la solución a tan difícil reto.
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Cuando otra vez volvió a Castilla, ya en 1491, lo primero que hizo Colón fue visitar de nuevo al convento de la Rábida y enseñar a Marchena y a fray Juan Pérez su mapamundi, que guardaba consigo como un tesoro, y obtuvo de ellos una cédula de aprobación del viaje, para que la enseñase a los monarcas, cuando tuviera ocasión de reunirse con ellos por quinta vez, y parecida acogida encontró en el Duque de Medinaceli y en muchos personajes de la Iglesia y de la gobernación del Estado. Animado por tanta protección, consiguió audiencia con los dos reyes, esta vez en Jaén, y ya en su presencia, recordó a Don Fernando su promesa de la pasada entrevista y le dijo que traía de Portugal una cumplida respuesta a su desafío. Pues aunque poner en pié la tierra y su figura de huevo es imposible originalmente y más por su parte abultada, sin embargo, si una mano amiga ha tenido cuidado de preparar un huevo dándole un breve golpe que allanase su contorno, entonces sí sería posible hacerle descansar sobre esta pequeñísima herida.
Y este era el caso en esta ocasión, dijo Colón enseñando la Carta que Martín Behaim le había regalado, porque en ella bien aparece que el mundo se cierra sobre sí mismo, y curvando otra vez el planisferio hasta que los dos extremos se juntaron, hizo ver la brevísima envoltura de agua, que había entre el último occidente, formada de Portugal y las Españas, y las Indias de oriente, así como Catay, donde mandaban los tártaros. Y este era el golpe que al huevo de la tierra daban, primero que nada, los sabios más eminentes, y después de tener noticia de esta disposición de los continentes ya era juego de niños emprender el viaje por el mar occidental, por muy tenebroso y lleno de misterios que al principio pareciese, igual que es juego de niños poner de pié un huevo luego que está allanado por una de sus partes. Don Fernando pareció convencido por tan extraña argumentación, pero le contestó que, aunque su proyecto fuera por lo menos posible, era oficio de los políticos hacer las cosas por su orden, y en aquellos momentos lo primero era terminar los guerra contra los moros, que se estaba demorando más de lo que ellos al principio habían calculado, y entre tanto el navegante debía tener paciencia y dilatar su espera.
Marchó Colón mohíno de este encuentro real, en el que tanto había confiado, y decidió marchar de Castilla, despidiéndose antes de nada de su querido convento de la Rábida. Pero su valedor Juan Pérez le ordenó que se estuviese quieto y entre tanto escribió a Isabel, con tan buena fortuna que la reina recibió al mismo tiempo la carta y la noticia del rendimiento de Granada, y a vuelta de correo pidió al genovés que se reuniese con ella y con su esposo en Santa Fe, donde tenían entonces la corte. Tampoco terminaron aquí las tribulaciones de Colón, pues sus peticiones fueron tan descomunales por su forma y contenido, que Don Fernando, después de consultar a una nueva junta de sabedores del derecho, despidió a su pedigüeño huésped, diciéndole que se fuese en hora buena, a los príncipes extranjeros o donde él más ventajas hallase.
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Colón abandonó por quinta vez la presencia de los reyes, más dispuesto que nunca a alejarse de los reinos de España, pero fue entonces cuando Isabel entró en acción, demostrando su talla de gobernadora. Dirigiéndose a su esposo le suplicó reflexionase el paso que iban a dar, porque se aventuraban a perder ganancias sin límite por no otorgar privilegios que a nada obligaban. Era cierto que Colón exigía para sí y sus herederos en perpetuidad el nombramiento de Almirante, y además, a título personal la condición de Virrey y Gobernador de todas las islas y tierras firmes y la décima parte de todas las ganancias habidas en sus empresas de Indias, pero después de otorgadas estas peticiones, podían suceder dos consecuencias : o que el viaje quedase en nada, y a nada quedaban obligados, o que efectivamente fuese cierto cuanto el navegante contaba, y entonces los privilegios que pedía no quitarían tampoco nada al poder que ahora los reinos tenían, antes le añadirían fama en el universo mundo y por tiempo infinito. Y si además Don Fernando pensaba que el contrato con una sola persona sometía a los reyes a las imposiciones gravísimas del derecho natural, que mirase también que los reinos y las repúblicas son estables y duran cientos de años, y en cambio la vida del hombre individuo y de su entero linaje es cambiante y está sujeta a la rueda de la fortuna, de forma que son muy pocos los que permanecen al cabo de unos pocos años en el mismo estado, y sus fueros duran tanto como el humo, por muy amigablemente que sean tratados.
Todas estas razones convencieron a Fernando, que dio a su esposa libertad para terminar aquel interminable asunto, y tal presteza usó la reina que cuando Colón estaba todavía en Pinos Puente, a muy poca distancia de Santa Fe fue despertado por un emisario real que le anunció de parte de Isabel que todas sus peticiones eran aceptadas por sus majestades. El futuro almirante de la Mar Océano volvió a Santa Fe, lleno de perplejidad y de esperanza ante aquella inesperada vuelta de su destino, y así el 17 de Abril de 1492 fueron escritas las Capitulaciones y en representación de Sus Altezas firmado su placet por Don Juan de Coloma, y allí mismo los reyes determinaron que se fletaran dos carabelas y una nao, con cargo a los haberes de la corona. Esta última condición, probablemente la última puesta por Fernando, debió desilusionar a Colón, porque frente a esta tacañería regia para tan alta misión, la comparaba con el proyectado envío de más de cien naves para acompañar a la infanta Juana en su cercano matrimonio. Tuvo la prudencia de callar, y tan diligente fue en cumplimentar el encargo de los reyes que con la ayuda de los hermanos Pinzón, poco más de tres meses después, en el alba del 3 de Agosto de aquel mismo año, teniendo secretísimo el destino de su viaje y el nombre de quienes lo enviaban, se hicieron a la mar dos carabelas y una nao capitana en Palos de Moguer.
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El día cinco de Marzo de 1493, Colón entraba en Lisboa a bordo de La Niña, casi al mismo tiempo que la Pinta llegaba a Bayona en Galicia. Ese mismo día subió a la carabela Bartolomé Díaz, y los dos grandes capitanes, que habían abierto la ruta hacia las Indias por dos caminos del todo opuestos se dieron un simbólico abrazo. El viaje había sido un éxito total, porque después de más de dos meses de navegación, y a más de trescientas leguas al Oeste, había aparecido un rosario de pequeñas islas :San Salvador, La Concepción, la Fernandina y la Isabela, y sobre todo dos de gran tamaño : La Española y junto a ella otra que Colón llamó la Juana, y los indios Cuba. Es verdad que la expedición tuvo incidentes, como un intento de motín el 10 de Octubre, dos días antes de ver por fin tierra, el hundimiento de la Santa María, la nao capitana, en un escollo de la Española, y el establecimiento con sus restos de la primera residencia en las Indias, y a la vuelta, el 14 de Febrero, un fortísimo temporal que dispersó a las dos carabelas, pero todos estos peligros se daban por bien empleados.
Aprovechando su estancia en Lisboa, Colón visitó muy en secreto la Junta dos Matemáticos, y allí tuvo noticia de que Martín Behaim había terminado en Nuremberg su globo del mundo, y ahora preparaba su vuelta a Portugal, que debía ser en Julio de aquel mismo año. Se gozó mucho el navegante de aquellas noticias y sólo lamentó que no adelantase su viaje para hablar largo y tendido con él del descubrimiento de las nuevas tierras y cómo casaba admirablemente con la disposición de su globo y con el mapa de Martellus, y todo esto dejó escrito en una epístola para que se la entregasen cuando llegase a Lisboa. No quiso dar más detalles de su aventura que cuantos toda la gente sabía, pues no dejaban de admirar en el puerto las muestras que traía de las islas.
Y esto hacía, no por orgullo ni tacañería, sino porque no quería dar argumentos al rey Juan, que no hacía más que consultar el tratado de Alcazovas y las líneas de longitud de los territorios descubiertos, para encontrar ocasión de reclamar su propiedad y anteponerla a la de Castilla o Aragón, y para eso tuvo muchas reuniones con Colón, a quien trataba con grandísima ceremonia. Pero como al cabo vio que sus esfuerzos y su diplomacia no hacían avanzar un punto los derechos de su reino, y no quería enemistarse con Don Fernando y Doña Isabel, sobre todo ahora que en Roma era Papa el español Alejandro VI, después de pocos días despidió al navegante con una carta en la que manifestaba su alegría por la hazaña y el éxito de Colón. Y otra vez se vio entonces la singular sabiduría y el oficio de gobierno de Isabel, porque pudiendo reclamar para Castilla la consecución y gloria de esta empresa de Indias, en vez de esperar al navegante en el Puerto de donde había salido, o en Sevilla u otra ciudad castellana, solicitó a su esposo, que tan infinitas trabas puso al proyecto, de trasladarse a Barcelona y allí recibir los dos juntos con gran homenaje al gran descubridor.
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En Octubre de 1500, por orden del veedor de los reyes, Francisco Bobadilla, Cristóbal Colón salió encadenado para España, acompañado de sus hermanos, Diego y Bartolomé, que también habían tenido funciones de gobierno en las islas. Al parecer, su genio poético de descubridor no se correspondía con la prosa de llevar el día a día del gobierno. Como además estaba educado en la cultura burguesa y mercantil de los navegantes portugueses, tuvo constantes tropiezos con los españoles, que se preocupaban por repoblar y colonizar los territorios descubiertos, como habían hecho durante ocho siglos sus abuelos con los pueblos conquistados a los musulmanes. En fin, Colón, apoyándose en sus títulos vitalicios de virrey y almirante opuso resistencia a la autoridad real, que fue especialmente dura con él y con su clan familiar, imponiéndoles el castigo más deshonroso. Fernando e Isabel, en un doble gesto de alta política, levantaron las cadenas al marino, y al tiempo le prohibieron que volviese a poner sus pies en La Española . para evitar más disgustos y pendencias entre sus súbditos.
Casi al mismo tiempo que Colón, llegó su carta , donde trataba de las nuevas tierras descubiertas en su tercer viaje al Sur, cerca ya de la línea equinoccial, y con muchas razones certificaba cómo había llegado a la cercanía del Paraíso Terrenal, lo primero por la autoridad de San Isidoro y Beda y Strabo, San Ambrosio y Scoto, y en fin los sanos teólogos, que todos de concierto lo ponían en Oriente. Y si eso no bastase quedaba todavía su experiencia, ya que había encontrado cómo la templanza del cielo era suavísima y las tierras verdes y hermosas, como en Abril en las huertas de Valencia, y la gente mancebos de linda estatura, altos de cuerpo, de cabellos largos y llanos, y de color blanco, más que cualquier otro que hubiese visto en Indias. Item más, que en la boca del mar a donde llegó, había un gran ruido. y era que el agua dulce luchaba con la salada y amarga y salía victoriosa, señal cierta de la vecindad de la montaña del paraíso. Pero la señal más clara de esa cercanía era la disposición de la estrella del Norte, que al anochecer estaba alta de cinco grados, y después de la media noche alta de diez grados, y las demás estrellas tenían parecido trastorno, y no puede ser que hubiese esa diferencia si allí el mundo no fuese más abultado y cercano al cielo, como huevo, que sólo es esférico en una parte y en la otra como un monte, igual que una pera o un pezón de teta de mujer.
Al terminar esta relación los dos reyes pidieron a Colón que no tuviese en cuenta el desamor que la corona le había hecho, y en señal de desagravio le restituyeron todos sus derechos y le dieron permiso para que emprendiese otro viaje a las Indias, y Don Fernando añadió que olvidase todos los infinitos tropiezos y burlas que por su causa el navegante había sufrido, pues bien veía ahora cuánta razón tuvo desde el principio de su aventura.
—¿Luego estáis ya convencido de que la tierra tiene figura de huevo?
—Estoy convencido de que sólo quienes creéis que el paraíso está en la tierra, podéis hacer algo que valga la pena –contestó el Rey Católico.