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El Catoblepas, número 73, marzo 2008
  El Catoblepasnúmero 73 • marzo 2008 • página 16
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El debate

José Antonio Barberán González

La noche del lunes 25 de febrero de 2008 trece millones de españoles siguieron por televisión formal el debate entre Mariano Rajoy y José Luis Rodríguez Zapatero

El primer debate entre Mariano Rajoy y José Luis Rodríguez Zapatero la noche del lunes 25 de febrero de 2008

Al primer golpe de vista, resultará incomprensible que un pueblo que se autocalifica de «maduro» necesite escuchar tan rebuscado repertorio de demagogias para decidir sus intenciones de voto. Las supuestas miras de un debate electoralista consisten en dar argumentos clarificadores que hayan de servir de referencias. Lo que, sin algún tipo de recelo, debe llamarse (como lo haría Ortega) una pedagogía política, o mejor dicho (para evitar el étimo paidos, que pueda connotar infantilismo), una instrucción pública de las masas electorales a cargo de los candidatos (más doctos y preparados) que aspiran a obtener su confianza. Del entronque de los argumentos de los adversarios con la ideología de los oyentes, se entiende, deben salir tales referencias. Ahora bien, cuando observamos que los contenidos debatidos, además de resultar sumamente triviales, en nada contribuyen a clarificar los problemas a que se enfrenta la política del momento y, más que argumentos políticos, lo que se ofrece son motivos para cultivar la demagogia, el observador atento cae en la tentación de quedarse atónito ante el despropósito resultante. No se pretende concluir una síntesis dialéctica de los argumentos esgrimidos, ya que, en realidad, ninguna confianza se tiene en que sea posible extraer esta síntesis. La ideología mundana, que queda hoy como poso del histórico movimiento humanista ilustrador, se ha reducido a un estético escepticismo. Los intelectuales del siglo XXI, son ácratas, nihilistas, deconstructores, relativistas, e incomprensiblemente al mismo tiempo, gnósticos e iluminados. Y entonces se pregunta uno: ¿si no se tiene confianza alguna en la posibilidad de tal síntesis, para qué un debate? Dejándonos atrás prejuicios altruistas y analizando más críticamente, con independencia de valoraciones éticas o, simplemente, políticas, comprenderemos que no es algo tan incomprensible, si tenemos en cuenta que lo que ocurre es al contrario de lo que parece, esto es, lo que ya se encuentra en avanzado estado de providencia son las intenciones y lo que se puede derivar de la audiencia del debate es solamente el asentamiento de estados anímicos emotivos y vacilantes. Incluso los mismos analistas, cuyas voces hemos escuchado posteriormente, no toman la menor precaución para admitirlo más o menos expresamente. Así comprenderemos inmediatamente que la democracia real, no solamente no puede quedar exenta de demagogia, sino que, si no se pone gran cuidado en su encauzamiento, ambas cosas se confunden inexorablemente en una sola.

Según tácitamente se supone contemplado en las finalidades de estos debates (no solamente en España, que han sido pocos desde que la democracia sustituyó a la dictadura, sino en todo el mundo) es inclinar argumentadamente las intenciones de los votantes. Sin embargo, un análisis más profundo de estas situaciones nos revela que, en lugar de estar por decidir algo, está casi todo decidido. Y poco más va a decidir un rosario de tan poco fundamentadas argumentaciones, pues, más que para poner en claro alguna idea de índole política (mayormente brillan por su ausencia), para lo que vienen a tener utilidad es para encender aun más los ánimos de uno y otro bando. Así habrá de concluirse de las encuestas posteriores que nos han ofrecido los medios de difusión. El porcentaje que da vencedor del debate a Zapatero coincide prácticamente con el que, según otras encuestas, está dispuesto a votarlo por otras razones. No es ya que los oradores no sean brillantes, o tengan poco que decir, es que, entre sus prosélitos, son una mayoría los que se encuentran predispuestos a no escuchar otra cosa que no sea argumentos de este tipo, obvios, nada significativos o relevantes, que en lugar de aportar algo, sirvan, en efecto, de consignas con las que la masa auditora espera arbitrar su confusa jerga ideológica. Si reparamos un poquito atentamente, algunas de estas anteriores frases serían idóneas dentro de una definición general de demagogia. Y, la verdad sea dicha, esta impresión la dejaron mucho menos los argumentos de Rajoy que los de Zapatero.

No solamente es demagógico el discurso, sino las propias expectativas que demandan la confrontación. Se pide y organiza un debate como se haría con una corrida de toros, con la expectativa puesta en que alguno de los lidiadores corte orejas y rabo. Y lo que realmente queda en juego es la exaltación de un visceralismo capaz de propagarse endémicamente. De esta manera, la democracia real se constituye sobre la base de tan demagógico juego dialéctico. El juego electoral real se configura como una mera toma de posiciones ideológicas frente al inminente acto formal democrático; con independencia de la política real (muchas veces la única posible) que, anterior o posteriormente, haya cabido o quepa desarrollar de acuerdo con las circunstancias igualmente reales. No debemos olvidar que nuestras intenciones pasan por distinguir entre política y democracia. La noción de democracia respondería únicamente a una forma concreta de hacer política. Lo que, a fin de cuentas, se pone sobre el tapete de este necio juego no es una razón política, sino algo más burdo y primario, las posiciones a tomar, la delimitación de los bandos en los que ha de quedar clasificada la masa plebiscitaria, llevándose a cabo la configuración del mapa con el que necesariamente ha de plantearse. No se discute una hipotética verdad o conveniencia política, sino estrictamente los motivos viscerales para la toma de posiciones, para el afaccionamiento, en una palabra. No importan tanto los contenidos de estas posiciones, pues ya están tácita y demagógicamente establecidos, lo que verdaderamente se plantea es el imprescindible posicionamiento dialéctico del juego, con toda su parafernalia procedimental.

El discurso de estos debates es, en efecto, inoperante, pues en muy leve medida afecta a la situación política que supuestamente queda comprometida. Analizando de pasada, para no extenderme demasiado, algunos de estos «argumentos» que han sido manejados en el primer debate, comentaré, por ejemplo, el que dio Zapatero acerca de los supuestos «artistas» o «intelectuales» que han apoyado su candidatura; a quienes, al parecer, Rajoy llamó «untados». ¿Qué debemos entender por «untado»? Se trata de un término coloquial, un calificativo peyorativo (de mucho peores que este, la política usual anda repleta) usado para referirse a un individuo comprometido, alineado, y que espera obtener con ello una recompensa económica, profesional, de prestigio o de otro tipo. Sin pelos en la lengua, afirmo que los señores a que se hacía referencia son «untados». Pero no solamente eso, añado que muchos de ellos, como artistas, intelectuales o «creadores» son de lo más mediocre que quepa encontrarse. Y si no lo son, estamos en nuestro legítimo derecho a pensarlo, sin que deba comportar una falta de respeto (no olvidemos que a bastantes de los grandes genios de la música clásica, por echar mano de un ejemplo, le fueron silbadas sus mejores obras hoy universalmente reconocidas). No es necesario que se nos cuelgue un sambenito por dar una opinión de este tipo. Ni ser, por ello, impresentables retrógrados. El debido respeto a las personas no puede privarnos de la legítima obligación de expresarnos. Ahora ellos podrán decir de nosotros (y de hecho lo han dicho y lo dirán) lo que estimen más oportuno. ¿Que no merezca gobernar un país quien denosta a «sus creadores»?, posiblemente. Pero será otra cosa que cada uno sea libre de elegir a quienes deba admirar y a quienes no. Porque, evidentemente, esos señores, con todos los respetos (que sólo merecen incondicionalmente las personas, pues las ideas no siempre), no son, afortunadamente, los únicos creadores con que contamos; los hay también mucho más eximios que no figuran en la retórica mitinera socialista. Sin embargo, no se oye por ahí decir que los socialistas no merezcan gobernar porque los ignoran, cosa que tal vez sea peor.

Pero todo esto sería lo de menos. La auténtica raíz del asunto es: ¿qué relación guarda una polémica tan banal con los problemas políticos actuales de la sociedad española?, ¿qué tiene que ver que Bardem sea premiado, o no, con un Oscar por la academia de Hollywood? Si lo ha sido, se supone que lo merecerá, sin duda. Pero con Oscar o si él, si se convierte en un adversario político (legítimamente, por supuesto) ha de estar para las duras y las maduras, y no exclusivamente para que todo sean honores y parabienes. No es congruente pretender disparar con fuego real y que quien nos dispara deba hacerlo con cartuchos de fogueo. Tan legítimo derecho tiene cada cual de alinearse políticamente con quien quiera, como obligación de encajar las críticas que le vengan por este motivo de la parte contraria. Quien mezcla su hipotética genialidad artística con el debate político, quien aparece en los medios poniéndose sobre la ceja el dedo en forma de acento circunflejo, quien toma libremente partido es él, y, con ello, quien asume la responsabilidad de ser criticado, también legítimamente. Él, y nadie más, es quien ha pretendido amalgamar sus méritos artísticos (que los tendrá, nadie lo discute) con una causa política. La crítica legítima que reciba, por ello, será contra su también legítimo, publico y notorio posicionamiento, no contra su arte. Es evidente que los tentáculos del PSOE no alcanzarán hasta la Academia de Hollywood, pero alguna que otra ventaja de prestigio puede tener simpatizar con el partido. Mirándolo así, no es, en efecto, un insulto. Quien pretendió enlazar los méritos del actor con su alineamiento político, como si ambas cosas fueran idénticas, no fue Rajoy sino Zapatero. Desde el momento en que una persona famosa presta su imagen mediáticamente para una finalidad política, se expone a ser tenida por «untada». Y, lo más serio, asienta las bases de una posible anfibología. De este error, sin restar para nada sus méritos universalmente reconocidos, no quedaron libres ni talentos como Ortega, Unamuno o Marañón. Por otra parte, preciso será igualmente reconocer que «untado» no es precisamente el calificativo más calumnioso que se suele intercambiar cotidianamente en mítines y discursos electorales, los hemos escuchado mucho más graves. Hoy precisamente hemos oído a Felipe González dedicar un buen «piropo» a Rajoy. A muchas personas más políticamente comprometidas se les han dicho cosas peores (no se deben de decir, por supuesto, pero se dicen desde todos los bandos). «Untados» fueron también (o al menos tenidos por ello) Juan Guerra, Luis Roldán y una interminable lista de militantes o simpatizantes socialistas, que no vamos a reproducir para no seguir el juego de las descalificaciones. De este ejemplo, se deduce que no es lo mismo que en discursos mitineros se llame «untado» a un personaje con responsabilidad política (al contrario, se presume que debe estar para aguantarlo todo) que a quien se tiene por ilustre exponente de la cultura. Porque esta es otra de las características de algunas culturas, la de no ofrecer unas nociones ni medio claras de cosas tan fundamentales como inteligencia, arte, creación u otras por el estilo. Es como si el hecho de ser artista, o cualquiera de estas cosas, llevara consigo un marchamo de incorruptibilidad moral: «quien sea un gran artista, no puede ser un corrupto o un ‘untado’». Tal es así que estamos asistiendo al espectáculo de presentársenos estos individuos como modelos de cualidades éticas y humanismo. Existe una larga tradición que tiende a hacer de ellos paradigmas representativos de la bondad natural rousseauniana, en contraste con quienes quedan encuadrados dentro de una «derecha ignorante, montaraz, cerril y cavernícola, de incultos señoritos incapaces de anamnemizar y asumir la auténtica noción de bien platónico».

Al margen de esta masa, no demasiado definida, de «intelectuales y artistas», se da una cantidad, sin duda más numerosa, de personas que, pasando desapercibidas, han dejado constancia, no sólo de su inteligencia y valores creativos, sino además de un legado real a la cultura, al arte, a la ética, al humanismo o aquellas otras cosas que puedan relacionarse con éstas. En contraste, este colectivo no suele participar en las manifestaciones portando banderas republicanas o pegatinas que recuerdan a quienes no están de acuerdo con ellos lo malignos y perversos que son. Al contrario, estas otras personas, disfrutan del más perfecto de los olvidos, por parte de Zapatero y sus prosélitos. ¿Merecerá el presidente volver a gobernar, en tal caso? ¿Es menos grave olvidarse de los creadores que reprocharles a algunos de ellos sus compromisos políticos? Lo más pasmoso de todo esto es que tradicionalmente la derecha, que pudiera llamarse civilizada, no ha hecho algo (o ha hecho muy poco) por presentar cara a este penoso panorama de encasillamiento, por el cual, «para ser auténticas personas, humanamente comprometidas, es necesario ser de izquierdas», como si solamente a la izquierda le fuesen inherentes las ideas de bien, reivindicaciones, justicia, cultura, humanismo, &c. Y cuando se cuestiona alguna de estas «virtudes» con que, por una especie de «providencia transcendente»{1} (¿por qué otra cosa si no podría haber sido), han «nacido dotados» muchos de estos individuos, según quienes se plantean así las relaciones éticas dentro de la sociedad, la masa de prosélitos salta como un resorte, poniendo el grito en el cielo, como si fuesen intocables. Se puede denostar e incluso denigrar a los políticos, parece ser el mensaje, y si éstos ostentan altos cargos, con altas responsabilidades, con mayor motivo. Ahora bien, la irresponsabilidad, la arrogancia de quien se cree que a nadie tiene que dar cuentas de lo que hace o dice, no es otra cosa que el dudoso logro de este proceso histórico humanista reivindicativo que la izquierda se cree llamada a protagonizar. Siempre han existido y existirán clases privilegiadas. Sus privilegios han consistido en manejar ciertos resortes del poder. Con la llegada de esta especie de socialdemagogia (que no es otra cosa que el último reducto ideológico que le ha quedado a la izquierda histórica por todo bagaje intelectual, dentro del mundo capitalista globalizado) la irresponsabilidad se presenta como un nuevo privilegio. Sin duda alguna, ser responsables de lo que se dice o hace, es un handicap en desfase con el privilegio de carecer de responsabilidad. En esto radica el secreto de muchos de los que se definen como ácratas, libertarios, independientes, apolíticos, &c. Es esta elite de untados, o no, la que no muestra el menor decoro en presentarse como la vanguardia de los más genuinos y preciosos valores de la cultura.

Pero lo que más importa de este ejemplo al que recurro no es ya todo este recital de desatinos, sino qué papel juegan en el discurso electoral del Presidente Zapatero. ¿Qué mejora o arregla políticamente el coqueteo entre el PSOE y este frente populista intelectual? O, ¿por qué no merece gobernar quien ponga en cuestión sus méritos? Llegamos así a la clave del asunto. Sacar a colación a los «intelectuales» es rentable para el proyecto político de «la izquierda que representa el partido de Zapatero». Este boato de purismo intelectual, históricamente asumido por la izquierda, viene tradicionalmente asociado, según se explica más arriba, al conjunto de valores éticos y estéticos referidos. La gente de la calle, de siempre, admira o ha admirado a los personajes populares, porque los ha sentido más próximos que los déspotas aristócratas por quienes ha sido gobernada. Ciertamente, la responsabilidad de este efecto social es solamente imputable, sin duda, a tales déspotas. Por otro lado, hemos tenido conocimiento de muchos caballeros andantes de la modernidad, alineados con nobles causas desfacedoras de entuertos (recordemos a Zola y el proceso Dreyfuss). Si hoy el más universalmente conocido personaje cervantino ha pasado del ridículo a la gloria, ha sido por culpa de este pusilánime empeño humanista de elevar a los más altos pedestales de la ética las causas de los desfavorecidos, que, en efecto y por desgracia, son las de un importante sector de gente. Con el Instrumento de esta demagogia, la izquierda política histórica ha planteado todas sus revoluciones. Necesario será igualmente reconocerlo, no por haber sido utilizado demagógicamente, este serio problema político, que el poder, como si no fuera con él la cosa, no ha sabido, no ha podido, o no ha querido resolver, ha quedado exento de realidad. Es absolutamente cierto que bastantes intelectuales universalmente reconocidos anduvieron solícitos a la hora de apuntarse a los proyectos políticos de las izquierdas del momento. Sin embargo, el populismo es el recurso del mediocre. En la literatura, el arte, la creación, como en todas las actividades humanas, no faltan mediocres. De los más ilustres, aunque son por lo general escrupulosamente respetados, se habla poco, y en muchos casos nada. Sin que esto signifique un reproche, es más inmediato y directo admirar a un mediocre, desde la sencillez y anonimato de la masa popular, que al mejor de los creadores. El «pueblo llano y sencillo» no escoge sus mitos de entre las más brillantes genialidades; raramente lo ha hecho. Es mucho más frecuente que sean los mediocres quienes queden encumbrados hasta la categoría de héroes mitológicos. Todos los mitos, al fin y al cabo, han servido y sirven como pilares para la construcción de cualquier cultura. Ninguna cultura hubiera sido posible sin mitos. Hubo un tiempo en que estos mitos quizá fueron los grandes artistas universales, como Leonardo, pero hoy la cultura se presenta bajo un nuevo aspecto ligh: la fama. Tal es así que los famosos constituyen un elenco de «creadores de popularidad». Que no es necesario tener talento para ser famoso nos lo viene demostrando el hecho real de tantos como podemos ver en los medios. El famoso es siempre un personaje próximo a la gente, y bastante menos al detestado poder; en una palabra, un mito amado y venerado por una masa de prosélitos. ¿Puede cabernos duda de que la gente ama más a sus mitos populares que a los políticos y dirigentes que se ocupan de la gestión pública o económica? El político que ponga en entredicho los mitos populares no merece la confianza de la gente de la calle, y consecuentemente, gobernar. Este es el mensaje subliminal que el presidente Zapatero arrojo a la cara de su oponente. Y esto, sin duda, deben saberlo sus asesores. Podemos comprender como el argumento utilizado lejos de tener un alcance político, lo tiene estrictamente electoral, invocar recurrentemente la supuesta desafinidad histórica de la derecha con la cultura, cultivar y ensalzar la visceralidad popular.

Otro argumento que merece la pena citar es el del cambio climático, esgrimido por el candidato socialista. Si el anterior no es parco en demagogia, éste no le anda a la zaga; más exactamente debe decirse que lo supera. Entre otras disquisiciones actuales de corte ecologista, nos tropezamos en estos momentos con el candente asunto del cambio climático. Todo el mundo habla del mismo. Distinto será que quepa preguntarnos cuántos tienen una idea de lo que significa, que llegue a superar una mínima prueba de coherencia. El asunto resulta más grotesco de lo que pueda parecer a botepronto. ¡Un presidente que tiene la osadía de afirmar que «su gobierno ha hecho algo por paliar el cambio climático»! Hace falta tener un desconocimiento supino de la ciencia físico-natural en que se fundamentan los cambios climáticos para decir que en las manos de un gobierno, sea el de España o de otro país más poderoso, esta el paliar las causas que puedan producirlo. La historia del universo esta plagada de cambios climáticos y sus causas pueden encontrarse en un interminable repertorio de circunstancias que nada han tenido que ver con los progresos tecnológicos. Las glaciaciones, por ejemplo, fueron drásticos cambios climáticos, no debidos a otras causas que las naturales evoluciones geológicas. La última no queda tan distante de nuestro tiempo. En otros muchos de ellos desaparecieron masivamente infinidad de especies. Un día, irremediablemente, también puede desaparecer la especie humana. Y nadie sufrirá por ello. Lo infinitamente más probable es que la vida sobre la Tierra continúe. Los científicos han reconocido que efectivamente el planeta se encuentra ante las puertas de un cambio climático. Y si ellos lo dicen habrá que creerlos. Pero al mismo tiempo afirman que no está probado que se esté originando en el vertido a la atmósfera de los llamados gases de efecto invernadero. Tampoco a la transformación, en la última y degradada forma de calor, de toda la energía que el progreso (al que nadie estaría dispuesto a renunciar) pone en juego. Transformada en calor toda la energía disponible en los recursos naturales del planeta, no se podría estar seguros de que nuevas transformaciones no pudieran ser posibles, a partir de fuentes como la nuclear de fusión, que tal vez sean una realidad para dentro de algo menos de un siglo. La muerte térmica del universo, que predijera Rudolf Claussius, no la conocerá la humanidad. Existe, por otra parte, constancia de que la ciencia no dispone, de momento, de datos concluyentes que sirvan para afirmar taxativamente que el cambio climático inminente, si es que lo hay, se deba a agentes físicos derivados de procesos que no puedan tenerse por «naturales» (como se sabe que ha ocurrido en otras etapas geológicas). Cuando no había desarrollo tecnológico, también había cambios climáticos. Pero aunque fuera debido a ello, ¿qué gobierno puede estar en condiciones de creerse con capacidad para detenerlo? ¿Cómo oponerse a algo tan objetivo como el progreso, que es lo que más ávidamente demanda la sociedad? ¿Quién estaría dispuesto a renunciar al progreso en pro de evitar el cambio climático? Sin talas masivas de bosques, por ejemplo, no hubiera habido ferrocarril. Y sin ferrocarril hoy, con toda seguridad, no habría ecologistas hablando de paliar el cambio climático. A la humanidad no le queda otro remedio que asumir lo que le depare su futuro destino, aunque ello implique su propio aniquilamiento. Todo nace, vive y muere en el universo, nosotros no seremos una excepción. Nadie va a poder hacer algo por frenar un progreso que lleve al planeta a un cambio climático, y el gobierno de Zapatero mucho menos que cualquier otro. La demagogia con el cambio climático como referente, no es una exclusiva de la tópica inconsecuencia española. Se está convirtiendo en un serio problema político mundial (un verdadero obstáculo para la política real) que, por ignorancia, se hará muy difícil de resolver. Se hará del mismo el leitmotiv de muchos movimientos populistas. Hemos visto también hacer esta demagogia a un Vicepresidente de la nación más poderosa del mundo, Al Gore. Decir, en un discurso electoral, que ya se está contribuyendo a paliar el cambio climático afianza el posicionamiento ideológico de algunos colectivos aunque, de hecho, ya se encuentren éstos prácticamente posicionados. El discurso, en este caso, sólo cumple una función reforzadora. Y sobre todo, calienta la tensión política por la cual la izquierda aparece como histórica benefactora de la humanidad y la derecha como el más cerril e insensible de los colectivos ideológicos.

La prueba de que muy poco, o casi nada, decide sobre los más importantes problemas políticos esta grotesca retórica la obtenemos del elemental análisis de los resultados de los sondeos. Si estos sondeos pretenden determinar quién ha sido el «vencedor», la verdad, necesario será decirlo, lo hay. Otra cosa diferente es que «una victoria así» tenga su causa en la mayor o menor autenticidad de las palabras de uno u otro contendiente. Como en algunos concursos televisivos, el vencedor sale del sector del público que más vehementemente aplaude. Aunque la finalidad teórica de una discusión de este tipo sea la de proporcionar argumentos fundamentados, con fuerza probatoria suficiente para que la razón por sí misma llegue a comprometer unívocamente a los responsables, de forma que de ella, y sólo de ella, pueda derivarse el dictamen, lo que en verdad suplanta esta finalidad es el arbitrario veredicto que emite el jurado constituido por el auditorio. Y, por cierto, un vencedor suele salir de una partida de ajedrez, ¿pero de un debate? Cuando nos encontramos presumiendo que haya salido de ello, lo que en realidad estamos llevando a efecto es una suplantación del supuesto teórico ideal con un sucedáneo, único resultado que cabría esperarse. En teoría, si es que cabe decir que un debate argumentado sobre cuestiones políticas ha de producir un vencedor, debería ser porque alguien ha conseguido convencer al adversario, o porque la síntesis útil que haya de entresacarse del mismo, ha sido desarrollada por algunos de los contendientes, si son más de dos. En cambio, lo que persistentemente nos muestran los hechos efectivos es que nadie convence a alguien, y que ninguna síntesis practica sucede a la discusión (a este tipo de discusiones se les llamó bizantinas). Es decir, con los presupuestos fundamentales como referentes, no hay un vencedor y vencido; para poder hablar de ello se hace necesario echar mano de lo que suele llamarse currículo oculto, es decir, aquello inconfesable que no entra dentro de lo políticamente correcto. Como el momento electoral aboca al ejercicio democrático a la necesidad perentoria de soluciones rápidas, aunque no se ajusten todo lo que fuese de desear a los fundamentos teóricos de la propia democracia, necesario será recurrir a los sucedáneos. No queda otro remedio. Esta situación, entre otras cosas, nos lleva ante lo que algunos llaman déficit de democracia. Urge configurar el mapa electoral y para ello, no se prohíben cosas tales como que algunas opciones se proclamen de izquierdas, o por el diálogo, o por otras muy diversas razones peregrinas, sin que puedan ofrecer una sola razón aceptablemente clara, de por qué o qué pretenden expresar con ello. Como no estamos dispuestos a aceptar, o a entender, que de un debate pueda salir una síntesis (la que yo, o usted, o el otro, podamos hacer) y lo que se exige son resultados empíricos, tengan o no alguna relación, se opta por la solución espuria de que, por encima de todo, salga un vencedor. Y como éste no puede salir de otra cosa, dejemos que hable el pueblo, es la solución que parece darse (contra los males de la democracia, más democracia, dicen algunos). Lo que las expectativas demandan es un vencedor y un vencido, para que sirvan de paradigma electoral, atrayendo o dispersando votos. Y como la razón (si es que apelamos a ella) es incapaz por sí misma de decidir un dilema como este, ¿a qué recurrir para decidirlo? Es únicamente el plebiscito lo que puede dilucidarlo. Lo que no es distinto a decir que ningún criterio que tenga algo que ver con la razón servirá de principio teórico de la decisión. El anfibológico desconocimiento de este hecho entreverado con el no menos ambiguo uso habitual de los procedimientos plebiscitarios, llega a dejar la impresión de que el plebiscito constituye también el procedimiento idóneo para determinar, a fin de cuentas, lo verdadero. «Si el pueblo (que es sabio por antonomasia) lo dice, será verdad», es el lema que parece subyacer a esta necia inercia consuetudinaria. Si el pueblo dice que ha vencido en el debate Zapatero, amén. No ha aportado un solo argumento políticamente operante, pero como «lo dicen los encuestados» es, en efecto, así. Se concede, por tanto, al mero procedimiento democrático la capacidad de decidir un hecho tan filosóficamente complicado como la verdad. Como si detrás de la noción de verdad no se pudiese encontrar más trasfondo esencial que un resultado como «cuatro contra tres»: «esto es verdad porque democráticamente lo ha decidido la mayoría»

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Tertulia sobre este debate en Teatro crítico [27 febrero 2007]

Nota

{1} Curiosamente, muchos de estos iluminados dicen ser también ateos. ¿Cómo conciliar una cosa con otra?

 

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