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El Catoblepas, número 70, diciembre 2007
  El Catoblepasnúmero 70 • diciembre 2007 • página 14
Libros

El Proslogium vuelto del revés

Iñigo Ongay

En torno al último libro de Gustavo Bueno,
La fe del ateo, Temas de Hoy, Madrid 2007

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Gustavo Bueno, La fe del ateo, Temas de Hoy, Madrid 2007, 382 páginas Acaso convenga detenerse un momento en la factura misma del título del último de los libros de Gustavo Bueno: La fe del ateo (Temas de Hoy, Madrid 2007). Y es que, ¿no parece acaso algo como mínimo paradójico –incluso una especie de boutade, &c.– atribuir al «ateo» algo así como una «fe» precisamente cuando es el caso, suponemos, que el ateo, esto es, el «descreído» o incluso el «increyente» (en general, los «espíritus fuertes» como todavía los denominaba a la altura de 1886 el Diccionario de ciencias eclesiásticas) vendría a definirse negativamente (aquí la negación anunciada por la presencia del alfa privativa) por la ausencia completa de «fe». Si esto fuese así, sólo parecería posible asignar algún sentido positivo al título del libro de Gustavo Bueno, concediendo la razón a las premisas ontologistas de Javier Zubiri según las cuales, incluso los ateos, en virtud de la «dimensión teologal» constitutiva de la estructura antropológica (ya sabemos que Javier Zubiri se desayunaba todos los días con tales estructuras), permanecerían religados a la realidad fundamental con lo que, por lo mismo, sólo serían ateos en el nombre pues que también ellos aparecerán, buenos chicos a la postre, viendo, como quería Malebranche, «todas las cosas en Dios». El «ateísmo» pues, no sería otra cosa que la «fe del ateo». Una fe sin duda alguna degenerada, a la manera de un muñón respecto al miembro seccionado, pero todavía actuando todo lo atenuadamente que se quiera como por efecto de una «sensación de miembro fantasma», poniendo al cabo, sordamente de manifiesto la religación constitutiva del hombre, animal de realidades, a la realidad fundamental, a la que suponemos, «todos llaman Dios».

Ahora bien, plantear las cosas de este modo, practicando por lo tanto una suerte de reducción ascendente, tan espiritualista como tendenciosa por pedir el principio, de la fe natural a la fe religiosa, ¿no es tanto como comenzar concediendo demasiado terreno a las posiciones del teísta? Decimos esto puesto que ahora, cuando se estima a la propia fe religiosa en eso que, insistimos, hemos de suponer, «todos llaman Dios», como prioritaria, ordo essendi, respecto a la fe natural que, tal y como afirma Gustavo Bueno aparece casi como un sinónimo de «confianza», resultará en definitiva muy fácil para el teísta proceder argumentando que esta misma fe que por hipótesis se considera originaria, sólo puede ser explicada en términos sobrenaturales, a la manera de uno de los dones del Espíritu Santo de los que habla la tradición teológica tomista, de suerte que, presupuesta la «Fe del teísta», no cabe sino concluir concediendo también la existencia del emisor soteriológico de esta misma, un emisor al que, ahora sí, todos llamarán Dios.

Pues bien, precisamente a la disolución de esta paradoja –una paradoja sólo aparente– implícita en la expresión «la fe del ateo» ha dedicado Gustavo Bueno algunas de las más contundentes cargas filosóficas de profundidad que el lector puede encontrar en el libro que ahora reseñamos. Y es que en definitiva, cuando comenzamos por contemplar las cosas desde el punto de vista materialista, la supuesta paradoja de la que hablamos quedará enérgica, implacable, limpiamente desactivada, puesto que ahora no quedará mayor motivo para considerar como prioritaria, al menos etic, la «fe religiosa» terciaria –en la medida misma en que dicha fe involucra la existencia efectiva de vivientes incorpóreos de muy distintos tipos, que es justamente lo que se discute– a la que sólo cabrá, en todo caso, considerar como un resultado límite, derivado por así decir, asintóticamente, de la misma fe natural, y ello en el sentido de una reducción descendente que, ahora sí, podrá ser recorrida con toda limpieza desde una perspectiva materialista que presuponga la inexistencia de los númenes infinitos en los que el teísta terciario aparentemente tiene fe. Y decimos aparentemente no por nada, puesto que lo que ahora quedará por justificar, mal que le pese al teólogo ontologista, es la existencia efectiva (etic), fuera del plano de los fenómenos, de la «fe del teísta», si es verdad que ciertamente se rechaza la propia existencia de los vivientes infinitos de los que una tal fe, insistimos, se supone que provendría. La paradoja se ha vuelto del revés.

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Pero no es sólo esto. Y es que a partir de aquí, es posible, nos parece, hacer justicia a la terminante y demoledora trituración ontológica de estas problemáticas llevada a efecto por Gustavo Bueno en su libro, leyendo esta obra como una suerte de despiece crítico-clasificatorio, en el regressus, de la propia idea de ateísmo.

En definitiva, «a-teísmo» no será otra cosa que un término funcional negativo del que será preciso, so pena sencillamente de no entender ni querer entender nada en absoluto, es decir, de hablar por hablar, dar parámetros precisos a fin de determinar el alcance de la negación de referencia dado ante todo que, «según las perspectivas desde las cuales negamos, así también las determinaciones negativas obtenidas»{1}. No será ciertamente lo mismo en esta dirección, el ateísmo secundario (ateísmo óntico) propio de las religiones monoteístas (sean católicas, sean protestantes, sean musulmanas) que sin duda niegan, como negaba San Justino, sin ir más lejos, la existencia de las divinidades positivas mitológicas (Apolo, Osiris, Thor) que el «ateísmo científico» post-terciario (ateísmo ontológico) característico de la quinta generación de la izquierda definida –del que ha dado cuenta últimamente José Ramón Esquinas en las páginas de esta revista–, como tampoco será exactamente del mismo tipo el ateísmo terciario negativo, sea a su vez católico, sea mahometano, sea puro, &c., que el ateísmo privativo propio, al parecer, de Teresa de Calcuta, según revelaciones muy recientes que recoge Gustavo Bueno en su libro, o el de San Manuel Bueno Mártir del que nos hablaba Miguel de Unamuno desde su humanismo trascendental{2}. Asimismo, habrá que distinguir entre el ateísmo ontológico existencial en la medida en que ejerce la negación presupuesta en la alfa privativa sobre la existencia de las divinidades monoteístas infinitas –usualmente además, colocando, como lo hace Hanson, o entre nosotros Gonzalo Puente Ojea, la «carga de la prueba» sobre los hombros de los creyentes– y el ateísmo ontológico esencial que comienza por negarse a plantear los términos del debate en la dirección marcada por este tipo de tretas de abogado («el que afirma tiene que probar», &c.).

Mas, si en efecto no se trata solamente –que también, ni que decir tiene– de negar la existencia del Dios infinito en el que aparentemente tienen fe los creyentes católicos, los creyentes judíos o los creyentes mahometanos, cabría entonces preguntarse, ¿qué es exactamente lo que niega el ateo ontológico terciario?

En este punto la respuesta de Gustavo Bueno resulta de una fecundidad filosófica extraordinaria: lo que se niega, desde la perspectiva del ateísmo esencial por el que toma partido el materialismo filosófico es, sencillamente, la idea misma de Dios, esto es, muy precisamente se niega que exista la idea del Dios infinito de las religiones ontoteológicas herederas de la metafísica de tradición aristotélica, porque ahora, tal es al menos el primer fruto que arroja la argumentación de Gustavo Bueno en la línea del regressus, una tal «idea» comparecerá antes como una paraidea de formato análogo al que pueda ser propio de sintagmas tales como «decaedro regular» en geometría o «motor inmóvil» en termodinámica; el resultado, en sí mismo inconsistente, de la operación llevar al límite atributos simplemente incomponibles entre sí, tales como puedan serlo la omnipotencia respecto de la omnisciencia (como lo revela el agudo problema de la teodicea al que todos los filósofos teístas tuvieron que enfrentarse ya desde San Agustín y que cada escuela trató de «resolver» a su manera) o bien de hipostatizar relaciones que sólo tienen un sentido positivo preciso cuando se interpretan en el horizonte de la codeterminación finita entre diferentes contenidos materiales ontológico especiales (omnipotencia, omnisciencia, aseidad) o ambas cosas la vez.

¿Cómo compaginar por ejemplo, el atributo de la omnipotencia –si es que hemos de suponer que tal atributo tiene algún sentido inteligible al margen, por caso, de los procesos etológicos en los que unos sujetos animales dominan efectivamente sobre otros de la misma o diferente especie según el «orden de picoteo» que observó Schjelderup Ebbe entre las gallinas, &c.– con la omnisciencia o con la «libertad» de indiferencia de las criaturas?, ¿no habrá que reconocer acaso que, admitida la omnipotencia del decreto divino, nos vamos directamente a concepciones de la «libertad humana» parecidas, pongamos por caso, a las de Lutero en De Servo Arbitrio?{3}, pero también, ¿cómo hacer compatible, es decir, componible, la omnisciencia divina (o su trasunto en el gnosticismo racional propio del dogmatismo armonista del Diamat, tal y como este mismo permaneció durante más de setenta años alimentando la planificación económica soviética hasta su colapso) con los resultados que arrojan desarrollos categoriales tal y como puedan serlo, por caso, la teoría del caos determinista o la termodinámica de procesos alejados del equilibrio, &c.?, o, todavía de otro modo, ¿puede acaso pensarse en un sujeto operatorio, y por lo tanto egoiforme, que no sea al mismo tiempo corpóreo y por ende finito?, y si tal sujeto egoiforme fuese en efecto infinito, ¿no se haría para empezar obligado concluir que entonces su propia «creación» habría de quedar terminantemente anegada?, pero además, ¿cabe pensar siquiera, en esta misma dirección, que este sujeto haya podido «crear» el mundo ex nihilo sui et subjecti?, ¿no es sencillamente absurda, por razones parmenídeas bien diáfanas, la idea de creación de la nada?{4}

Ahora bien, adviértase que lo que esta argumentación está en todo caso promoviendo es una suerte de reconstrucción muy escrupulosa, bien que ahora leída por así decir, a sensu contrario, de uno de los argumentos más celebrados en la historia de la filosofía, de entre los muchos de los que se ha servido la tradición ontoteológica para demostrar la existencia de Dios: nos referimos al argumento ontológico ya ejercitado por San Anselmo en pleno siglo XI, y después de él por Descartes, Malebranche, Leibniz, &c. Gustavo Bueno, también en esto un filósofo para el cual la historia de la filosofía está lejos de aparecer, según lo decía el Nietszche de El Crepúsculo de los dioses, como la historia de un error, admite en un grado notablemente elevado la potencia del circuito argumental de la prueba, sólo que, corrigiendo en sentido materialista sus premisas, termina por negar la existencia del Dios infinito mediante el trámite de la destrucción de su esencia. Si Dios es posible entonces Dios es necesario habría dicho Leibniz, sin duda: sólo que es el caso que Dios es imposible y negada la realidad de la «esencia» no cabe sino concluir, retirando también, por decirlo de algún modo, la «existencia» de «aquello más grande de lo cual nada puede ser pensado». Es, en resolución, lo que San Anselmo habría dicho en su corazón, lo que se nos aparece ahora como un contrasentido.

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Y así las cosas, una vez demolida de esta manera la esencia del Dios primario, ¿cabrá en cambio reconocer en el progressus algún canal que posibilite la recuperación de la «fe religiosa» por parte del ateo ontológico esencial? Sí, sin duda. Tal recuperación, concluye Bueno, será en todo caso hacedera cuando procedamos a desbloquear la situación mediante el expediente de disociar la llamada «Idea de Dios» de la Idea de «Religión». Y es que justamente si se empieza por admitir, ejercitando lo que, en otros contextos, el mismo Bueno ha conocido como «argumento ontológico religioso», que los númenes que hacen de término en la religación angular de cuarto género (por así decirlo: en la religación religiosa sea secundaria, sea, muy principalmente, primaria) han de existir para poder aparecer como tales númenes religiosos, entonces no quedará mayor motivo para negar la esencia pero tampoco, al menos por principio, la existencia de tales númenes finitos que justamente son religiosos por ser finitos (¿acaso alguien comienza sus oraciones vespertinas con fórmulas tan piadosas como la siguiente: «Ipsum Esse Subsistens mío, tú que eres Actus Essendi libérame de las acechanzas de las formas separadas malignas»?), pero también por resultar visibles, &c.{5} Si en efecto, los númenes no son dioses infinitos (sino por ejemplo animales linneanos o no linneanos, pero en todo caso corpóreos y perceptibles, es decir, precisamente, númenes) no habrá, parece claro, mayor inconveniente para que el ateo esencial mantenga también una fe religiosa de contenidos muy concretos, en este caso, nucleares. Las páginas que Gustavo Bueno dedica al Numen Absconditus en su libro, y que no debieran caer en saco roto, resultan, creemos, muy esclarecedoras a este respecto

Pero entonces, se sigue de lo dicho que son en cierto modo las religiones terciarias metafísicas, cuyos pretendidos númenes son infinitos y contradictorios (es decir, cuyos númenes simplemente no son númenes), las que habrían perdido por hipótesis todo contacto con la religación angular nuclear de la que fluye la esencia genérica de la religión, de donde, se concluye, morfologías institucionales tan complejas como puedan serlo las religiones terciarias (el Islam, pero también el Cristianismo, &c.) sólo en un sentido muy equívoco puede decirse que son religiones, y si se dice que lo son, a mismo título que las primarias y las secundarias, sólo será a la manera en que también Plotino reconocía que los heráclidas formaban un género, a saber, por proceder del mismo tronco.

Ahora bien, interpretadas las religiones terciarias a título de morfologías culturales que, enfrentadas en muchos sentidos entre sí (en cuanto que sus contenidos institucionales resultan incompatibles unos con otros), aparecen en nuestros días distribuidas por todo el planeta, ¿tiene acaso, algún sentido, fuera del subjetivismo psicologista más alejado de los principios del materialismo histórico, negar que alguien pueda mantenerse necesariamente como católico o en su caso como musulmán o protestante por la mera circunstancia de que niegue la existencia o la esencia de Dios?

Si no entendemos mal las cosas, no nos parece descabellado interpretar que en este antisubjetivismo hiper-materialista (y repárese que uno de los contenidos principales del materialismo consiste justamente en la crítica más radical del subjetivismo) residen en gran medida las razones de la defensa de la Iglesia Católica que Gustavo Bueno ha venido proponiendo desde las posturas propias de un ateísmo católico militante que tampoco puede en modo alguno pretender operar partiendo del conjunto cero de premisas. En efecto, un tal ateísmo católico, en la medida en que se dibuja justamente desde la parte de España y más aún, en la medida en que aparece necesariamente comprometido por motivos trascendentales con la recurrencia «en el ser» de esta misma parte frente a terceros (y es que ya se sabe que la conciencia filosófica, al menos cuando tratamos de mantenernos alejados de toda concepción gnóstica de la misma, no puede sino aparecer como políticamente implantada), no podrá dejar de pensar contra alguien... en este caso contra el Islam, pongamos por caso, pero también contra el protestantismo, o sin ir más lejos, contra el krausismo viscoso de Alicia, cuyo reino no es de este mundo.

Por decirlo con toda la brevedad que nos es posible: la solidaridad con la Iglesia Católica que don Gustavo Bueno ha venido proponiendo, frente al teísmo vergonzante característico del pensamiento Alicia, sólo podrá parecer extravagante a quien olvide que justamente la solidaridad sólo puede establecerse contra terceros, y que puestos a pensar contra alguien, siempre será mucho mejor oponerse a don Julián Sanz del Río que a Santo Tomás de Aquino.

Notas

{1} Cfr. Gustavo Bueno, Ensayos Materialistas, Taurus, Madrid 1972, pág. 181.

{2} Un análisis del «pensamiento religioso» de Miguel de Unamuno ejecutado desde las coordenadas del materialismo filosófico en el artículo de Alfonso Tresguerres, «Pragmatismo empírico y pragmatismo trascendental», en El Catoblepas, nº 52 (junio de 2006).

{3} Consúltese la modélica interpretación de la «controversia de auxiliis» a la luz del materialismo filosófico que debemos a Juan Antonio Hevia Echevarría, vid. «La polémica de auxiliis y la Apología de Báñez», en Domingo Báñez, Apología de los hermanos dominicos contra la Concordia de Luis de Molina, Pentalfa, Oviedo 2002.

{4} Para todas estas cuestiones es imprescindible el estudio de un trabajo impresionante: Javier Pérez Jara, «Materia y racionalidad: sobre la inexistencia de la idea de Dios», en El Basilisco, nº 36, 2005, págs. 27-64.

{5} Véase, Gustavo Bueno, El Animal Divino, Pentalfa, Oviedo 1996, pág. 160.

 

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