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El Catoblepas, número 64, junio 2007
  El Catoblepasnúmero 64 • junio 2007 • página 8
Del pensamiento occidental

El Evangelio y el Imperio. San Agustín

José Ramón San Miguel Hevia

Las contradicciones de un ciudadano de Roma que sigue todas las convenciones del Imperio, y un pensador que construye una filosofía nueva, desmontando las categorías de Grecia

1. El Imperio y las iglesias

En el siglo I Roma asiste a la desaparición, al parecer definitiva, de todos sus potenciales enemigos externos. Al propio tiempo los emperadores quedan convertidos en soberanos únicos de la ciudad, después de anular todas las instituciones de la república que pueden oponerse o limitar su poder. La paz perpetua traída por Augusto y la perfecta organización administrativa de todas las provincias son los cimientos de esta gigantesca potencia política. Sólo los interminables y sangrientos conflictos domésticos de la casa imperial oscurecen el panorama.

La sacralización del pueblo de Roma representado por su emperador es el símbolo de este poder absoluto. Es cierto que las innumerables religiones a las que se extiende su dominio son toleradas, pero sólo a condición de quedar subordinadas a este culto nacional. Cualquier otra conducta equivaldría a poner públicamente en cuestión el supremo valor del Imperio y a dar el primer paso para su demolición.

Sólo la lejanísima y diminuta Palestina inquieta y desconcierta a los emperadores por su permanente rebelión nacional contra Roma y por el carácter totalmente heterodoxo de su religión, que venera en su templo a una extraña divinidad sin figura ni lugar ni determinación material. Es allí justamente donde un nuevo movimiento espiritual nace en los tiempos de Tiberio, intentando liberarse de las rígidas ataduras que impone el judaísmo más ortodoxo con su minuciosa ley, sus tradiciones, sus ritos y fiestas, y su templo.

La muerte de Jesús y la persecución de sus inmediatos discípulos tiene el efecto de dividir a la comunidad original en dos, una dispersa por todas las provincias del Imperio –donde adquiere creciente universalidad– y otra iglesia hebreocristiana –que es en rigor una secta del judaísmo– concentrada en Palestina. Esta contradicción queda bruscamente resuelta cuando el año 70 Roma, ante el permanente estado de guerra civil de aquella región, decide enviar sus legiones, que conquistan Jerusalén, destruyen el templo y expulsan al pueblo de Israel de su tierra.

La palabra apocalípsis ha llegado a significar simultáneamente catástrofe y revelación. El apocalipsis del judaísmo será según esto la catástrofe nacional a través de la cual el pueblo de Israel revela a los demás el mensaje que se le ha encomendado. Porque sucede que esa extraña divinidad sin nombre ni lugar ni forma que se hace presente en su templo, está ligada en exclusiva a un pueblo y rodeada del complicado aparato de una religión positiva. La destrucción de Jerusalén es por una parte una tragedia nacional para los judíos. Pero en la medida en que libera a su divinidad de toda determinación de lugar, de raza, de culto y de moral, descubre y revela su auténtica forma de ser y la proyecta sobre todos los hombres.

En el registro civil de la historia universal el nacimiento del catolicismo está datado según esto en el año 70, cuando la comunidad judeocristiana desaparece y se cumplen las predicciones ecuménicas de San Pablo. Muy poco después toman forma definitiva los tres sinópticos, destinados a catequizar a las iglesias esparcidas por todo el mundo. Estos primitivos catecismos, no sólo tienen en cuenta el mensaje evangélico, sino también su propia circunstancia histórica, tanto más cuanto que esta circunstancia –la destrucción de Jerusalén y del templo– cobra nuevo sentido contemplada desde la muerte de Jesús y recíprocamente ayuda a comprender esa muerte desde una nueva perspectiva.

Las primeras iglesias, por otra parte muy obedientes a los poderes públicos, rechazan el valor absoluto y la consiguiente sacralización del Imperio. El último libro del Nuevo Testamento y de la Biblia –el Apocalípsis– describe en términos vigorosos la oposición de las nacientes comunidades cristianas a la fuerza irracional y todopoderosa de la Bestia. Esta guerra declarada comienza aproximadamente a finales del primer siglo, pero tiene sus escaramuzas iniciales treinta años antes.

El esquema del conflicto no es nuevo. Reproduce episodios análogos de la historia de Israel –la polémica de los reyes idólatras y de los profetas y también el choque entre la religión judía, plenamente organizada, con templo, jerarquía sacerdotal, pueblo elegido y ley, y el mensaje evangélico que prescinde de todo este aparato. La misma situación se va a repetir de una u otra forma con protagonistas más o menos distintos a lo largo de toda la historia de la Iglesia.

La comunidades cristianes mantienen frente al imperio una actitud contestataria. Esa actitud tiene tanto más valor cuanto que las iglesias, esparcidas por todo el mundo romano, son grupúsculos clandestinos, sin organización externa, sin una doctrina oficial. Por el contrario, el Imperio al que hacen frente es el mayor poder y la más formidable organización política de toda la historia.

Tampoco se trata de una contestación episódica, de una moda. Dura casi tres siglos, sin que en ningún momento haya disminuido la tensión entre el poder establecido y esa especie de anarquismo escatológico. Los momentos álgidos de estos conflictos –lo que después se llamaron persecuciones– van desde el año sesenta a los primeros decenios del siglo cuarto. Los escritores cristianos de aquélla época no pretenden establecer un cuerpo de doctrina, una teología, sino más modestamente, ser abogados defensores, «apologistas», de sus hermanos perseguidos.

El siglo IV marca un punto de inflexión decisivo en la historia del pensamiento político y religioso. Después de tres siglos de conflicto el Edicto de Milán tolera las comunidades cristianas, que salen de la clandestinidad, se comunican entre sí y se organizan y unifican siguiendo el esquema del Imperio. El culto, la doctrina y el gobierno son cada vez más uniformes y excluyentes. Quienes piensan o actúan al margen de la línea oficial, eligiendo la suya propia son expulsados de la Iglesia universal y tratados como herejes en el sentido peyorativo que guarda todavía hoy la palabra.

La catástrofe se consuma con Teodosio, que declara al cristianismo religión oficial del Imperio e integra a los sacerdotes dentro del orden civil. Desde ahora la idea de una iglesia y una religión universal servirá para justificar moralmente el poder de Roma. Y a la inversa, la enorme fuerza del Imperio apoyará a la Iglesia ante cualquier ideología extraña y cualquier desviación de la ortodoxia.

Esta trasformación del cristianismo en una religión positiva y en un poder político lo convierte, y convierte a todos sus fieles en algo paradójico y contradictorio, porque su forma de pensar es totalmente nueva y original, pero se inscribe en una realidad sociocultural heredera de la antigüedad. Por eso mismo la Iglesia encuentra una oposición cerrada por parte de una serie de comunidades "protestantes" del norte de África y de España. El siglo IV recuerda conflictos análogos del pasado, y prevé las luchas y contradicciones que se sucederán a lo largo de toda la historia de la Iglesia. En esta precisa circunstancia histórica hay que situar la desconcertante figura de Agustín.

2. Agustín

Una leyenda presenta al obispo Agustín realizando la difícil y extravagante hazaña de escribir a la vez y cosas distintas con su mano derecha y su mano izquierda. Desde luego que lo que esa leyenda dice es falso, pero lo que quiere decir, su sentido, es profundamente verdadero. Es más, esa caricatura, igual que todas las caricaturas, permite resumir la extraña actitud de San Agustín en la historia de la filosofía y entenderla mucho mejor de lo que una larguísima tesis doctoral.

La leyenda no se refiere primero y principalmente a la portentosa capacidad de trabajo de San Agustín. Lo que sobre todo indica esa escena ambidextra es el carácter contradictorio de su pensamiento y de su personalidad, la posibilidad y el hecho de pensar y redactar simultáneamente con la misma precisión y contundencia, tesis polarmente opuestas.

Por supuesto que la circunstancia histórica que Agustín representa de modo eminente es también fuertemente contradictoria. No se trata sólo de que un Imperio universal todopoderoso se enfrente a una nueva forma de pensar que anula todas las categorías mentales sobre las que el mundo antiguo se ha construido. Es que además esos dos polos opuestos, que mantienen un conflicto secular, se unen por primera vez en la misma institución y aún en la misma persona. Y resulta que un obispo de esa Iglesia, que detenta ahora todo el poder según el esquema heredado del Imperio, es al mismo tiempo una especie de anarquista capaz de arruinar o por lo menos poner en entredicho los supuestos más inconmovibles del pensamiento greco-romano.

Civis romanus

Agustín nace en Tagaste en el año 354 en la provincia de Numidia en el norte de África, que en aquél momento está totalmente romanizado. Su padre Patricio, es uno de los decuriones de la ciudad, encargados de organizar la fiscalidad, la justicia, la policía y el gobierno del municipio en medio de una serie de pesadas responsabilidades penales y fuertes gastos. Pertenecen todos ellos a la clase media, pues los estamentos sociales inferiores no llegan a ese honor y las clases privilegiadas pueden liberarse de las obligaciones y molestias de ese cargo. La casa donde nace y crece es la de una familia romana clásica, rodeada de nodrizas, sirvientes y criados, y su madre Mónica, que es cristiana, se comporta en todo momento con la dignidad y el convencionalismo de una matrona.

Los amigos y compañeros de Agustín forman parte en general de la clase media alta. Alipio, su mejor camarada, que le acompaña primero a Roma y después a Milán, pertenece a las primeras familias de Tagaste. Será después jurista, asesor del tribunal del Imperio y empecatado aficionado a los combates de circo, es decir, romano por los cuatro costados. Romaniano, que le ayuda económicamente en sus estudios y le permite seguir en Cartago después de la muerte de su padre, es también de un linaje rico y noble. Muchos otros conciudadanos aparecen más tarde en la vida de Agustín y todos pertenecen a la elite social y cultural de Roma.

Como hombre de su época y como ciudadano de Roma, Agustín elige la carrera de retórico. Después de estudiar letras en Tagaste y Madaura, se traslada a Cartago. Está orgulloso de esta capital «grande y alta, noble por su fama, inspiradora de los juristas más eminentes de África». Allí termina brillantemente sus estudios, ayudado por su padre –que muere al primer año de su estancia– por su madre Mónica y por la generosidad de su amigo Romaniano.

Da clase de gramática en Tagaste y luego de retórica en Cartago. Tiene discípulos excelentes, siempre de viejas familias romanas, el mismo Alipio, los hijos de Romaniano, y Honorato. Escribe una obra De lo bello y lo útil, que dedica a Histieo, un principal retórico de la ciudad de Roma, probablemente para hacerse también allí un nombre. Poco después en efecto se traslada a la urbe, donde enseña un año en medio de la picaresca de los estudiantes latinos.

Por fin a los treinta años llega a la cima de su profesión. La ciudad de Milán, en aquel momento residencia del emperador, tiene vacante una cátedra de retórica y Agustín presenta su candidatura. Tiene la suerte de contar con amigos buenos e influyentes, sobre todo Símaco, prefecto de Roma, africanista entusiasta y espléndido orador. Cuando accede a la cátedra de la ciudad imperial enseña allí durante tres años, acompañado de antiguos discípulos y de los gramáticos, retóricos y filósofos más ilustres de la ciudad.

La historia según la cual Agustín es primero un pecador desenfrenado y después un modelo de penitentes es falsa. Por lo que se refiere a su trato con las mujeres –el tópico más conocido– su conducta es totalmente convencional. Desde sus años de maestro en Cartago está unido a una sola mujer, probamente cristiana y desde luego de clase inferior, bajo la forma de un concubinato legal. Es la única relación que la secta de los maniqueos –a la que entonces pertenece Agustín– autoriza a sus «auditores», pues el matrimonio está totalmente proscrito. Tiene de esta mujer desconocida un hijo, Adeodato, pero incluso entonces sigue fiel a la costumbre de los maniqueos.

Cuando ya en Milán las nuevas circunstancias hacen aconsejable el matrimonio, Agustín celebra esponsales con una joven que le ha buscado su madre entre los partidos más ventajosos. La demanda es aceptada formalmente pero se difiere todavía dos años por la extrema juventud de la novia. Entonces despide a la que fue compañera durante quince años –de la que ni siquiera deja el nombre– porque esta pública unión sería incompatible con su nueva situación de desposado. Su conversión al celibato corta las esperanzas de la nueva prometida, que también queda en el anónimo.

Por lo demás su talante, tal como él mismo lo describe en otros episodios de su vida, está lleno de la «gravitas» romana. Su seriedad y formalidad son tantas como su ausencia de sentido del humor. La actitud ante el episodio infantil del robo de las peras o ante las travesuras de los estudiantes de Roma y de Cartago son incomprensibles si no nos situamos en la mentalidad tópica del ciudadano romano.

La entrada en la Iglesia

Cuando el catedrático de retórica llega a Milán está casi desenganchado del maniqueísmo que profesó en su juventud para solucionar el problema del mal en el mundo. Ya en la ciudad imperial encuentra una comunidad católica neoplatonizante de altísimo nivel intelectual. A su cabeza está el obispo Ambrosio que no presta demasiada atención a Agustín, aunque éste lo admira profundamente. Tiene también estrecha amistad con un presbítero, Simpliciano, que más tarde sucederá a Ambrosio.

Los cristianos de Milán conocen las Enéadas de Plotino a través de la traducción de un retórico africano, Mario Victorino. Cuando Agustín lee los escritos neoplatónico descubre la posibilidad de la existencia de sustancias inmateriales. Las Enéadas suponen un universo cerrado y jerárquico, que desciende desde el Uno a la Inteligencia y al Alma universal, para terminar organizando las realidades materiales.

El neoplatonismo, lo mismo en su versión pagana que en la cristiana, es compatible, por la estructura jerárquica que contempla, con la forma de vivir y de ver la vida de la clase dirigente del último imperio. En esta concreta versión del cristianismo, Agustín descubre una doctrina a la que está llamado casi de nacimiento. Cuando Simpliciano le cuenta la conversión de Mario Victorino, –africano y retórico como él– y cuando su amigo Ponticiano interviene enterándole de la vida de los cenobitas en el desierto, se produce en él la crisis final y la decisión de entrar en la Iglesia.

Uno de los amigos de Agustín, el gramático Verecundo, le ofrece a él y a sus compañeros catecúmenos una quinta situada probablemente a unos treinta kilómetros de Milán. En este retiro de lujo, aislado de cualquier preocupación, se prepara para su bautismo, acompañado de su madre Mónica, su hijo Adeodato, su hermano Navigio y sus amigos y conciudadanos Alipio y Evodio. No se trata exactamente de unos ejercicios espirituales, porque al lado de los libros sagrados todos leen en común a Virgilio o a Cicerón y discuten los tópicos de las escuelas filosóficas de la época.

En esta comunidad de exquisitos intelectuales, salidos de familias romanas del norte de África, empieza a componer Agustín sus primeras obras. El De Ordine y el De inmortalitate animi desarrollan temas del neoplatonismo y neopitagorismo, que son, en la medida en que descubren realidades inmateriales, una preparación filosófica al bautismo. Parecida dirección tienen los Soliloquios, que sin embargo sustituyen formalmente el diálogo por una conversación interior. En fin los tres libros Contra Académicos combaten el escepticismo de la escuela y el probabilismo de Carneades y terminan afirmando la evidencia interna y el mundo que le corresponde.

Agustín recibe el bautismo en el año 397 y decide volver a su África natal. Cuatro años más tarde es consagrado allí presbítero y recibe así la misión de predicar la nueva doctrina. Precisamente por esto el sacerdocio, en vez de anular su vida anterior, permite realizarla y completarla.

En efecto, Agustín ha sido orador y maestro de retórica. Pero –según la penetrante sentencia de Cicerón– con la llegada de Julio César, y después del Imperio sólo hay lugar políticamente para un orador. La oratoria queda fuera del ámbito de la vida pública, como no sea en forma de mentira o de adulación, pero encontrará un lugar privilegiado dentro de las iglesias. De esta forma el antiguo profesor de retórica de Roma y Milán puede desarrollar otra vez su arte, con la ventaja de que ya tiene de qué hablar. Lo que era en su juventud «la cátedra de la mentira» ha pasado a ser, sin perder formalmente nada, la cátedra de la verdad, y él mismo sigue siendo, después de recibir el bautismo y la consagración, un consumado ciudadano romano.

En esta época de su vida escribe alguno de sus tratados más notables. En primer lugar el De quantitate animae, donde traduce el proceso de ascensión de los neoplatónicos en forma de progresiva entrada del alma en sí misma. Casi al mismo tiempo en los tres libros Sobre el libre albedrío atribuye al sujeto y a su voluntad el principio de los actos, buenos o malos, en clara oposición a los maniqueos. De la misma época son el análisis lingüístico del De Magistro y finalmente el De vera religione.

Cuando Agustín todavía no era cristiano codiciaba –dice él mismo en sus Confessiones– las riquezas, el matrimonio y «una presidencia», es decir, una alta magistratura. Cuando se convierte e ingresa en la Iglesia va a ocupar uno de los ministerios más ilustres, el de obispo de Hipona, en el norte de África. También ahora hay una rigurosa continuidad entre sus aspiraciones como ciudadano romano y su nuevo estado dentro de la Iglesia Católica.

Agustín es efectivamente obispo en el año 392. Doce años antes, en el 380, el emperador Teodosio proclama el catolicismo religión oficial del Imperio y margina al arrianismo y al paganismo neoplatonizante. Desde ahora la Iglesia cuenta con el apoyo incondicional del poder temporal, y su doctrina actuará, no sólo por su propia fuerza de expansión, sino también porque la autoridad política lo va a imponer desde arriba sin demasiadas contemplaciones.

El mismo Agustín acepta esta forma nueva de propagar la fe. Después de afirmar en el libro octavo de las Confessiones que en la casa de Dios son iguales los ricos y los pobres, añade que, a pesar de esta igualdad, la conversión de los más poderosos es mejor recibida que la de un ciudadano común, y a propósito de esto expone cuál va a ser uno de los modelos de conversión. Cuando el Apóstol evangeliza al procónsul de Chipre, «él mismo quiso llamarse Pablo en vez de Saulo, para celebrar tan gran triunfo. Porque la victoria sobre el enemigo es mayor cuando más dominio tiene y cuando gracias a su nobleza domina a los más poderosos y por medio de la autoridad de éstos alcanza el poder sobre todos los demás».

La decisión de declarar al catolicismo doctrina oficial del Imperio tiene efectos en la misma organización espiritual de la Iglesia, que copia la estructura jerárquica de Roma, convirtiéndose en una especie de duplicado. Las distintas opciones que en las primitivas iglesias coexistían sin violencia van estrechándose cada vez más para dar lugar a una doctrina teológica única, cada vez más excluyente.

Todavía en las Confessiones Agustín comenta las opiniones cristológicas de sus amigos con exquisita tolerancia, mucha más, desde luego, que la demostrada con las travesuras estudiantiles o el robo infantil de las peras. En cambio combate violentamente una serie de movimientos cismáticos, centrados en la misma Numidia y opuestos a la jerarquización de la Iglesia católica romana y a su carácter de doctrina oficial. Son el donatismo y el pelagianismo, y más indirectamente el priscilianismo. A los que hay que añadir la vieja doctrina de los maniqueos.

Cuando Agustín es obispo dedica la mitad de sus escritos y de sus esfuerzos a imponer frente a todos estos movimientos contestatarios la auctoritas romana. Pero todavía le queda tiempo para escribir dos tratados monumentales. Uno, los quince libros De Trinitate, que empiezan siendo una inquisición teológica y van derivando a un análisis introspectivo de la mente, entendida como entrada en sí misma, como subjetividad. Otro, su autobiografía, las Confessiones, que al hilo de los acontecimientos de su vida va introduciendo luminosas descripciones existenciales.

Cuando en el año 410 la ciudad de Roma cae abatida por olas sucesivas de pueblos extranjeros, Agustín ve que se le abren nuevos problemas: «Horrenda nobis nunciata sunt.» Esta vez sus potenciales rivales dialécticos son los paganos, que atribuyen la derrota de una ciudad ya milenaria al abandono de los antiguos dioses nacionales y a la conversión a un dios doblemente extraño. Agustín toma otra vez la pluma, pero lo que inicialmente iba a ser una breve apología se trasforma en un tratado histórico teológico de grandes dimensiones.

La «Ciudad de Dios» defiende en primer lugar a la misma Iglesia romana. En la catástrofe que derrumba a la gran ciudad sólo los templos de cristianos quedan en pié y sirven de refugio a los ciudadanos perseguidos por los invasores. Si Roma quiere que terminen tantas desgracias tiene que abandonar del todo a sus dioses, a sus falsas doctrinas morales y a sus filósofos mentirosos, y tiene que convertirse a la única doctrina de la Iglesia.

Pero también esto es la mitad del pensamiento de Agustín, que estrena otra idea, también inédita en la antigüedad. Lo mismo la ciudad de Dios que la ciudad terrena tienen una historia colectiva, que se proyecta hacia delante en línea recta apuntando a un futuro absoluto, y que es en sí misma inacabada y deficiente. También ahora, como en todos los momentos de su vida y en todas las dimensiones de su pensamiento, el obispo de Hipona es, por efecto de la encrucijada histórica en que está, radicalmente contradictorio.

3. La mano derecha de Agustín

Agustín, que después de su conversión sigue siendo un hombre de orden, va a ser obispo católico en la provincia romana donde los movimientos anarquizantes de tipo religioso son más numerosos y fuertes. Conviene describir primero cada uno de esos movimientos, y después la reacción del obispo de Hipona ante ellos. Así se completará uno de los aspectos de su contradictoria personalidad histórica.

Antes de nada hay que detallar la forma en que la Iglesia católica se está organizando jerárquicamente en el siglo IV. Los obispos son muchos más y dirigen comunidades y territorios más pequeños que una diócesis actual. Se los ha comparado con curas rurales de una amplia comarca, o en el mejor de los casos con administradores de una extensa parroquia urbana. Son jueces en materia civil, cultivan las tierras para sustentar a los necesitados y tienen en exclusiva la misión de predicar.

Los obispos de cada provincia –en Numidia hay más de doscientos sin contar a los donatistas– se reúnen en los llamados concilios provinciales para determinar puntos de doctrina o de disciplina comunes a todos ellos. Todavía por encima de estos concilios está la decisión de las asambleas ecuménicas, y sobre todo la autoridad personal del obispo de Roma. El sumo pontífice es cada vez más una especie de duplicado espiritual del emperador, y ya entonces hace posible en la Iglesia una estructura formal semejante a la del Imperio.

Todas las herejías distintas de la línea oficial tienen en este siglo y en las provincias del sur unos caracteres comunes. Están marginadas, separadas de la Iglesia católica y hasta de la vida política y civil del Imperio. No son sólo opciones doctrinales que combaten a la doctrina establecida oficialmente, sino iglesias cismáticas segregadas de Roma por motivos más bien disciplinares que teológicos.

Además estos movimientos, unos de forma directa, otros por modo oblicuo, ponen en entredicho cualquier autoridad eclesial o civil. Precisamente este carácter de contestación al poder establecido es lo que les obliga a marginarse y separarse, viviendo en forma de comunidad cerrada. Los motivos doctrinales son distintos en cada caso, pero las consecuencias que se derivan de todos ellos, la incomunicación y la oposición a la jerarquía, son en todos iguales.

En fin, estas comunidades cismáticas y contestatarias están formadas por individuos que se sienten elegidos directamente por Dios, puros y santos. No puede ser de otra forma. Como la jerarquía externa y visible no sirve para fundamentar a esas iglesias, únicamente la pureza invisible e interior de los santos es la base de toda convivencia. Las tres dimensiones de estos movimientos espirituales, separación, protestantismo e intimismo son inseparables y están rigurosamente conexos entre sí.

Para Agustín, al mismo tiempo ciudadano romano y obispo, tan sólo la Iglesia, jerárquicamente organizada en simbiosis con el Imperio, tiene valor absoluto, suministra la Gracia y posibilita la verdadera vida moral. Instalado, lo mismo antes que después de su conversión, en un poder al propio tiempo religioso y civil, polemiza con todos los movimientos marginales potencialmente subversivos, desde los gnósticos maniqueos a los donatistas protestantes y los pelagianos racionalistas.

Este primer aspecto de la figura humana e intelectual de Agustín –carente del más mínimo sentido del humor, amigo del orden establecido, antifeminista y martillo de herejes– es profundamente antipático. El obispo de Hipona paga generosamente tributo a su época, y es el símbolo más importante de la conexión de la Iglesia católica y el poder del Bajo Imperio. La mitad de su obra y prácticamente todos sus escritos polémicos intentan asegurar y sacralizar esa soberanía indiscutible de Roma.

4. La mano izquierda de Agustín

Si Agustín sólo fuese un defensor, casi fanático de la Iglesia romana, ligada al Imperio, en oposición a los focos de contestación y rebeldía espiritual de su tiempo, su figura intelectual y humana sería totalmente homogénea y muy fácil de entender. Ciertamente, este teórico del poder establecido no tendría el enorme relieve histórico que ha llegado a adquirir, pero en cambio su vida y su pensamiento no serían, como lo son, una contradicción y una paradoja constantes.

Lo que hace de Agustín un personaje histórico apasionante y contradictorio es su otra cara o – siguiendo la letra de la leyenda– lo que ha dejado escrito con la otra mano. Efectivamente, este magistrado de la Iglesia, hincado en el poder e intransigente con todas las doctrinas que dan autonomía al hombre, es al mismo tiempo el pensador más revolucionario de la antigüedad. En él se articula de forma muy precisa la ruptura del Evangelio con toda la cultura griega y romana.

Efectivamente, el obispo de Hipona va a poner en entredicho las categorías mentales en que el hombre clásico se mueve. Porque no sólo quiebra las ideas de un filósofo, de una escuela o de una época, sino los supuestos últimos y al parecer inconmovibles, nada menos que de la filosofía griega. Y su hazaña es tanto más notable cuanto que todavía ahora, dieciséis siglos después, sigue vigente la crítica que Agustín inició.

La subjetividad

La primera categoría mental que sirve de supuesto al pensamiento clásico es la de objetividad. Que el conocimiento es esencialmente objetivo quiere decir muchas cosas. En primer lugar, que existe previo al acto de conocer un universo de realidades independientes y autosuficientes en su ser y su acción. Justamente la sabiduría es auténtica, es decir, da la verdad, cuando descubre lo que cada cosa ya era antes de hacer su aparición ante el hombre.

De acuerdo con esto, el contenido del conocimiento viene de fuera y depende de esas realidades sustanciales y primeras. Conocer es reflejar el mundo objetivo, con la limpieza y nitidez de un espejo, pero también con su absoluta pasividad. En el mejor de los casos, el sujeto tiene una misión secundaria y ancilar, tan secundaria que sólo la cumple a la perfección cuando no quita ni añade nada al objeto, es decir, cuando desaparece por completo. Por eso lo más honrado es no hablar de él, y de hecho todos los pensadores clásicos lo eliminan de su problemática, lo olvidan, o simplemente no caen en la cuenta de que existe.

Esto explica por qué los filósofos y científicos griegos se proyectan directamente hacia el mundo exterior, sin hacerse cuestión, ni por un momento, del inicio del conocimiento. La filosofía antigua es esencialmente centrífuga y va hacia las cosas con un ímpetu y un optimismo de juventud, alegremente, irreflexivamente. El sujeto de va derecho hacia las realidades que supone independientes y primeras, olvidándose del todo de sí mismo.

Esta categoría de objetividad va definiendo, no sólo el carácter esencial de la realidad, sino también el ámbito de la ciencia y de la filosofía en el mundo clásico. Cuando los primeros astrónomos y geómetras de Mileto y de la Magna Grecia trazan la figura del universo, su conocimiento se proyecta fuera de sí hasta llegar a los últimos límites de la realidad.

Lo mismo pasa con las escuelas de fisiólogos y médicos que florecen en Crotona, en Elea y Agrigento, y que después se proyectan al resto de Grecia. Los elementos primeros del mundo, las plantas, los animales, y lo que es todavía más importante, el mismo hombre en su naturaleza, enfermedades y temperamento, pertenecen al mundo objetivo, es decir, se contemplan como algo ajeno y extraño. En cuanto a la mente humana, el alma, los pitagóricos y los platónicos la consideran como una realidad independiente y siempreviva, tan ajena a cada sujeto que puede preexistir o sobrevivir en otros cuerpos, humanos o animales.

Incluso cuando la enérgica sentencia del dios de Delfos «conócete a tí mismo» pasa a la filosofía, todavía entonces se mantiene el carácter objetivo del conocimiento. Conocerse a sí mismo es tanto como hacerse cargo de la situación del hombre dentro de la «pólis» que es su sociedad natural, dominar la ciencia política y llegar a ser un ciudadano competente y modélico. Conocerse a sí mismo, mucho más tarde, es saber y practicar el arte de vivir, para conseguir una felicidad estable y duradera, y evitar las enfermedades que la misma condición humana produce. La ética, tomada como un arte de vivir o una medicina del alma, sigue afectada por el carácter de objetividad.

Los primeros diálogos de Agustín, hablados y escritos taquigráficamente cuando todavía prepara en Cassiciaco su bautismo, descubren la nueva categoría de sujeto. No es un azar que los tres libros en polémica contra los académicos elijan como adversarios dialécticos precisamente a los filósofos escépticos, que ponen en duda –por lo menos en el plano de la actitud– la objetividad de todo conocimiento. Agustín, a través de esta escuela, consigue eliminar cualquier criterio primero de verdad basado en las cosas mismas.

La elección de estos adversarios le obliga a reconstruir todos sus razonamientos sobre la base de la evidencia subjetiva: «posse enim falsum videri a sentientibus dicitis, nihil videri non dicitis.» Lo que aparece ante este sujeto privilegiado, recibe por primera vez el nombre de «mundo» en el estricto sentido fenomenológico del término. Agustín es contundente y genial: «si niegas que lo que se me aparece es el mundo, estás discutiendo de palabras, porque yo a eso lo llamo mundo.»

Esta primera intuición del sujeto se prolonga y enriquece en los demás diálogos y tratados de esta época primera. Los Soliloquios tienen ya un título que remite a un sujeto pensante, retirado de las cosas. Agustín, en diálogo consigo mismo, quiere conocer exclusivamente a Dios y al alma. Muy poco después traza inequivocamente el camino de su conocimiento: «Tú que quieres conocerte, ¿sabes si existes? Lo sé. ¿Por qué lo sabes? No lo sé. ¿Eres simple o compuesto? No lo sé. ¿Sabes si te mueves? No lo sé. ¿Sabes que piensas? Lo sé.»

El tratado Sobre el libre albedrío parte de la base de que el camino para conocer a Dios empieza en el mismo sujeto. «Antes de nada te voy a preguntar –partiendo de lo absolutamente evidente– si tú mismo existes. ¿O tienes miedo de equivocarte en esta cuestión, siendo así, que si no existieses, no podrás equivocarte? «Según este tratado de Agustín –concretamente su libro primero– Dios se aparece, primero y principalmente, a través de un profundo análisis de la subjetividad.

Esta llamada a la interioridad del sujeto se sigue repitiendo en los demás tratados con una obstinación que sería monótona, si no la salvase la brillantez de sus fórmulas, al propio tiempo retóricas y proféticas. El De vera religione completa la intuición, «si fallor sum» con otra todavía más próxima al cógito cartesiano, la de la propia duda. «Todo el que duda conoce que duda, por consiguiente conoce algo verdadero y está cierto de lo que conoce.» El paso de la duda universal a la certeza, sólo puede ser efecto de un ser interior y absoluto. «No mires fuera. Vuelve a tí. En el interior del hombre habita la verdad. Pero si todavía ves que tu alma no es inmutable, entra más al interior de tí mismo.»

Hay que esperar, sin embargo, a que Agustín ya en su madurez escriba los quince libros Sobre la Trinidad para entender plenamente la categoría de sujeto. La segunda parte de la obra repite una vez más el esquema diseñado en los primeros diálogos, De libero arbitrio, De vera religione y De quantitate animae. También ahora la mente sube, o mejor, entra hacia Dios, desde el mundo interior del sujeto que entiende, y que en cada caso es uno mismo. Sólo que la descripción alcanza ahora una precisión y una riqueza mucho mayor.

Después de establecer en los siete primeros libros la naturaleza única de Dios y su interna relación ternaria, Agustín busca, a tientas en el libro octavo, y cada vez con más claridad desde el IX y el X, una realidad que por su forma de ser sea imagen de la Trinidad, y otra vez termina en el sujeto. Efectivamente, aunque la mente dude de todo lo demás, se conoce a sí misma, y conoce que entiende. Además el acto por el que se entiende como inteligente no es algo que venga de fuera. La mente está por su propia esencia en acto de conocerse. «Per se ipsam ad se ipsam novit.»

La mente, es un ser único, que cuando reflexiona sobre sí mismo es al propio tiempo, sujeto inteligente, objeto entendido y acto de entender. Esta relación ternaria, lo mismo que cada uno de sus tres términos, se identifican con la esencia una de la inteligencia. Resulta entonces que la subjetividad, es decir el alma, cuando entra en sí misma, es una imagen de Dios y de sus internas relaciones. Desde este primer descubrimiento, Agustín, sin abandonar la subjetividad, analiza las demás estructuras análogas de la mente que reflexiona.

A partir de estas descripciones cada vez más detalladas y rigurosas, Agustín retrocede a sus planteamientos de juventud y los completa. Lo que primero era una simple intuición queda articulado en un impecable razonamiento. Yo puedo engañarme acerca de las cosas, y esta mera posibilidad suprime la objetividad como principio de conocimiento. Pero si me engaño, entonces existo, y mi propia existencia tiene una certeza absoluta. Y como en principio sólo estoy seguro de mí mismo, esa subjetividad es la primera verdad.

Todavía hay que dar otro paso. Cuando los hombres se equivocan acerca de lo que son, es porque previamente se han equivocado sobre su misma forma de ser. Los hombres tienden a asimilarse a la realidad objetiva de las cosas, y a partir de este supuesto falso, afirman alternativamente que son una cosa concreta, aire o agua o fuego o todos los demás elementos –cosas de los filósofos clásicos.

Para rectificar este gigantesco malentendido, es necesario aclarar la forma de ser del sujeto, que en sus propiedades absolutamente evidentes no se reduce a ninguna realidad objetiva. «Los hombres se han preguntado si la fuerza de vivir, recordar, entender, pensar, saber o juzgar, es algo propio del aire, del fuego, del cerebro, de la sangre, de los átomos o de un cuerpo desconocido distinto de los cuatro elementos. Unos dijeron una cosa, otros algo distinto. Pero ¿ Quién puede dudar de que vive y recuerda, entiende y quiere, de que piensa, sabe y juzga? Porque si duda, vive y recuerda por qué duda y entiende que duda. Si duda, quiere estar cierto, y piensa y sabe que no sabe y juzga que nada debe afirmar temerariamente.»

Sólo a partir de esta reflexión sobre la subjetividad en cuanto forma de ser distinta de las cosas, es posible eliminar todas las opiniones que la igualan con una realidad objetiva. «La mente está cierta de sí misma, pero no está cierta de ser aire, fuego u otro cuerpo o propiedad de un cuerpo. Por consiguiente, no es nada de eso. La mente debe estar cierta de que no es ninguna de las cosas de las que no tiene certeza. Sólo tiene que estar cierta de su existencia, porque sólo de ella tiene plena certeza.»

En todo caso, Agustín ha conseguido introducir una forma de ser totalmente nueva, enfrentándola con la categoría que explica la realidad entera según los griegos y romanos. El mismo terreno sobre el que se asienta el pensamiento clásico sufre un terremoto. No va a ser, desde luego, el único ni el más violento.

El tiempo

La objetividad es una de las categorías mentales que la filosofía de los griegos, continuada en el Bajo Imperio, considera inmutable. Pero el ser es también definitivo, y junto a él el pensamiento, en cuanto que es presencia al ser, o dicho de otra forma, en cuanto que es verdadero, no puede estar sometido a ninguna confusión o contingencia. Por consiguiente se cierra sobre sí mismo sin dejar nada fuera, igual que una esfera perfecta.

El ser es definitivo en el sentido de que por su propio carácter tiene unos límites precisos. Pero también está definido internamente y por eso no admite una división indefinida, o lo que vale igual, es continuo e indivisible. Finalmente está cerrado en unos límites bien precisos que no puede traspasar, es decir, es rígido. La rigidez, la indivisión y la limitación última son tres caracteres de esa categoría primerísima, ese supuesto de todos los supuestos, que en un alarde de concisión llaman los griegos «ser».

El ser –y el conocimiento verdadero– es definitivo también en el otro sentido de inalterable y absolutamente estable. En griego, en latín y en las lenguas modernas, con la considerable excepción del español, un mismo verbo significa simultáneamente ser y estar. Es decir, tiene además del uso predicativo, que supone una realidad previa a la predicación, otro uso intransitivo, según el cual esa realidad de la que se predica algo –en último término toda realidades inmutable. La forma «ser», derivada del latín «sedere», estar sentado, recuerda mejor que nada, este doble sentido.

Este carácter definitivo y estable del ser conlleva consigo un carácter análogo en el conocimiento verdadero. Cuando la inteligencia despierta, entonces queda fija en su objeto, porque el pensar es idéntico al ser, o más exactamente, lo que se piensa es o está. En cambio los ignorantes van divagando por un laberinto, que les obliga a andar y desandar continuamente el mismo camino, porque sus pensamientos vacilantes son incapaces de alcanzar la verdad de las cosas.

Finalmente, esta categoría primerísima del ser es también definitiva en el sentido de completo y acabado. Todos los filósofos antiguos, incluidos los mismos neoplatónicos, toman como forma de ser fundamental, la que para ellos está más a la vista, la forma de ser de las cosas. Ahora bien, desde el momento en que una cosa es –la piedra, la planta, el animal, los dioses, el cuerpo, el alma es ya del todo, no le falta nada. El movimiento no es más que el interno desarrollo de una naturaleza ya acabada y determinada.

En todo caso, la categoría de deficiencia debe eliminarse de raíz. Un ser deficiente es para la filosofía clásica algo monstruoso y contradictorio, porque en cuanto tal ser está afectado simultáneamente de no ser. Ahora bien, que el ser es íntegramente ser y que en él no queda ningún resquicio para el no ser, es precisamente el núcleo del dilema que servirá de base a toda la filosofía griega. En una palabra el carácter definitivo –lo mismo espacial que temporal u ontológico– del ser, parece algo tan inconmovible que sólo una mente extravagante y loca puede ponerlo en cuestión.

Agustín descubre una categoría mental, polarmente opuesta al ser de los griegos, ya muy tardíamente, al final de su autobiografía. Lo primero que llama la atención es el carácter azaroso del descubrimiento del tiempo. Agustín no cuenta con él, hasta tal punto que el libro XI de las Confessiones es una continua y retórica exclamación de sorpresa.

El punto de partida de ese descubrimiento es una cuestión de alta teología. Agustín investiga si Dios creó el mundo en el tiempo, o si al revés, el tiempo es una propiedad interna de todo lo creado, que no lo trasciende. Pero a partir de aquí su pensamiento parece movido por un viento extraño, que lo va llevando hacia otro tiempo, que distiende internamente la existencia humana. Al final de todo el recorrido aparece ante la filosofía un continente nuevo e insólito.

El descubrimiento es tan extravagante con relación a las categorías mentales clásicas que pasará mucho tiempo antes de que se le preste atención. Ni los últimos coletazos de la filosofía antigua, ni los escolásticos medievales, ni siquiera los filósofos y los científicos modernos caen en la cuenta de este hallazgo y de esta forma de ser que es paradójicamente la más próxima al hombre. Sólo en la primera mitad de este siglo, la acción colectiva de tres generaciones de filósofos de primera magnitud consigue que se admita, aunque sea de mala gana, despectivamente y por poco tiempo, la nueva realidad.

De todas formas Agustín se siente muy seguro en este mundo, recién descubierto por él, y en vez de paliar los conflictos entre las categorías de ser y de tiempo, los aumenta y multiplica. Lo primero que sabe del tiempo es que se compone de tres momentos, el pasado, el presente y el futuro, pero a ninguno de ellos se les pueden aplicar las categorías del pensamiento clásico. El pasado ya no es, pero sin embargo resulta que eso que no es, puede hacerse mayor, a medida que se avanza en la vida. El futuro todavía no es ser, pero eso que no es disminuye, según se va creciendo. Ni siquiera cabe el recurso de decir que crecen o decrecen en su propio presente, porque en cuanto presentes no tienen ninguna dimensión.

Además los filósofos y el hombre común están muy seguros de poder medir los tiempos, hasta tal punto que dicen de uno de ellos que es el doble o la mitad de otro. Queda por ver qué tiempo hay que medir, si el futuro y el pasado que ya no son, o el presente que consiste precisamente en un continuo dejar de ser. La seguridad de Agustín con relación a este tiempo de los relojes es ahora insolente. «Oí que un hombre docto –el hombre docto es nada menos que Aristóteles– decía que el tiempo es el movimiento del sol, la luna y las estrellas, pero yo lo negué.»

Ahora bien, aunque el futuro no existe, ya existe en el alma el proyecto –exspectatio– de futuro. Aunque el pasado ya no existe, aún existe en el alma la memoria del pasado. Y en fin, el presente no tiene duración, pero en cambio sí dura la atención a lo que continuamente está dejando de ser. El tiempo existencial no está compuesto de acontecimientos que se suceden exteriormente, sino de la memoria, la atención y el proyecto, que acompañan de forma conexa e inseparable a cada uno de los actos.

Muy difícilmente esta idea del tiempo original, el de la existencia, habría aparecido fuera del contexto de las Confessiones. Eso quiere decir que Agustín integra la teoría del tiempo en su autobiografía. Ahora bien, cuando vive y describe su vida desde dentro de ella misma, el punto de vista que adopta y el horizonte que se abre ante su mirada tiene caracteres verdaderamente singulares.

No se trata únicamente de que todos y cada uno de los hombres, tengan una existencia personal libremente elegida y rectificada en sus caminos y sus encrucijadas infinitas. Se trata de que quien vive y describe sus vivencias está ya en acto de existir y además todavía está existiendo. La existencia humana está en conexión necesaria con el tiempo, que es su trama interna. Agustín es el primero que cae en la cuenta de esta evidencia.

El tiempo de la propia existencia tiene, pues, una distensión interna. El hombre es algo en la medida en que ha llegado a ser lo que ahora es, y en la medida en que está avanzando en cada momento de su vida lo que todavía no es. El tiempo existencial es esencialmente incompleto y deficiente, y además de no caber en la vieja categoría de ser, está en abierta contradicción con ella.

Los diversos momentos del tiempo humano sólo tienen sentido cuando están actualizados, es decir, cuando se los contempla desde la perspectiva de presente. «No se puede decir con propiedad que los tres tiempos son el presente, el pasado y el futuro, Es más exacto decir que son el presente del pasado, el presente del presente, y finalmente el presente del futuro. Existe esta terna en el alma y no la veo en ninguna otra parte fuera de ella. La actualización del pasado es la memoria, la actualización del presente es la atención y la actualización del futuro es el proyecto.»

Desde este nuevo punto de vista, Agustín empieza a resolver todas las paradojas del tiempo. Es indudable que el pasado y el futuro no existen en sí mismos, pero sí existen actualizados en el alma, en forma de memoria y de proyecto. De tal forma que un largo pasado es una larga memoria de pasado y un futuro largo es una largo proyecto de futuro.

Esta continua actualización del tiempo exigen una realidad, el alma, que en cada momento está llegando a ser y dejando de ser. El presente es el tercer momento, donde los otros dos, pasado y futuro, están en la forma contracta del hacerse. La descripción de Agustín es notable por su rigor, pero sobre todo porque introduce una nueva forma de realidad, que pone en cuestión el carácter definitivo, sustancial y completo del ser.

La existencia humana y su tiempo es una realidad, primero que nada, indefinida. Es una forma de ser que no está completa ni acabada en ningún momento. Es lo contrario de lo que sucede en las realidades naturales, que desde el primer momento de su ser son ya total y definitivamente. No hay que añadir nada a la planta o al animal para que sean plenamente animal y planta. No les falta nada para ser lo que son.

En el caso de la biografía humana las cosas son mucho más complicadas. Esa vida siempre está incompleta, siempre le falta algo, y en este sentido Agustín dice que su futuro es todavía inexistente. Pero además, a medida que avanza hacia ese futuro, deja de ser algo, de tal forma que también el pasado es pura deficiencia. Y el mismo acto de existir es simultáneamente, llegar a ser y dejar de ser de forma conexa e indivisible, en una descarada negación del dilema de Parménides.

Por cualquier parte por la que se mire el tiempo de la existencia, está afectado de deficiencia, de no ser. Y no se trata de una propiedad contingente, algo que de hecho acontece así pero pudiera ser de otra forma. Al revés, si se quiere que la existencia humana sea tal existencia y no se reduzca al estado de cosa por muy ilustre que esa cosa sea, entonces hay que pensarla como algo deficiente en todos los sentidos y dimensiones. El tiempo –al revés que el ser– no es ni acabado ni completo.

Así pues Agustín se encuentra ya desde el primer momento con esta incompatibilidad entre el ser de la filosofía clásica y la duración de la existencia. «Si nadie me pregunta qué es el tiempo lo sé, pero si me lo preguntan ya no lo sé.» La razón de esta contradicción entre el ser y el tiempo, incluso desde el punto de vista del conocimiento, es la estabilidad de uno y la esencial inestabilidad del otro. El ser queda fijo en sí mismo, pero el tiempo de la vida humana existe sólo de verdad cuando continuamente está dejando de ser.

Por supuesto que también es distinto el conocimiento del ser y el del tiempo. Pues conocer el ser es tanto como tener de él una inteligencia definitiva, y conocer el tiempo es integrar la memoria del pasado y el proyecto del futuro –que están variando en cada momento de la existencia– y la atención al presente –que existe en forma de dejar de ser. Por segunda vez Agustín pone en cuestión los supuestos primeros y al parecer inmutables del pensamiento antiguo, a través de una categoría por todas partes opuesta a la noción de ser. Porque además el tiempo es la vida del alma, justamente la realidad primera, y la única que le interesa al obispo de Hipona.

La historia

El supuesto primerísimo del conocimiento, eso que los griegos llaman «ser», no sólo tiene el carácter de sustancial y definitivo, sino que además es una realidad natural. La cultura helena, representada por los pensadores del siglo VI al IV es fundamentalmente naturalista. Cuando los historiadores antiguos quieren dar un nombre común a las primeras intuiciones de los pensadores griegos, no encuentran otro más adecuado que «fisiología» en el sentido de «tratado de la naturaleza».

La naturaleza es la entidad de cada ser en cuanto principio de su propio movimiento. Las realidades fundamentales y modélicas siguen siendo las cosas, ahora con el sentido de cosas -causas. Por supuesto, este carácter causal no trasciende la condición de cada ser, sino que al revés, la repite y subraya, Cada cosa al moverse revela su ser y revela también su impotencia para dejar de ser lo que ya era. Esta obstinación en seguir siendo, en no salir de sí mismo hacia algo radicalmente nuevo, es lo que se indica con la palabra «cosa», que por su sentido tiene que ser irremisiblemente anodina.

Así pues, la naturaleza tiene horror a las improvisaciones y las novedades. Todo cuanto ha de suceder está ya en las cosas de forma implícita, y todo cuanto ha sucedido o sucede tiene su explicación en la naturaleza misma de cada realidad. Por eso Aristóteles define el movimiento natural, incluso en su forma más excelsa de vivir o entender, con una frase lapidaria: epísodis eis to autó, marcha hacia lo mismo.

La naturaleza de cada cosa tiene una actividad repetitiva y circular. La naturaleza en su conjunto tiene también un desarrollo cíclico, cuyo modelo tópico es la reiteración constante y periódica de las estaciones y de las horas. El mito del eterno retorno quiere decir, por lo menos esto, que ni cada realidad aislada ni todas ellas en conjunto inventan nada nuevo. La actividad de todas las cosas del universo es un duplicado de cada entidad, que manifiesta nítidamente su esencia, pero que por eso mismo no añade, ni puede añadir ninguna novedad.

Cuando los filósofos y científicos clásicos quieren medir el movimiento, por fuerza tienen que tomar por patrón de medida un movimiento circular, siempre igual a sí mismo. La elección es fácil y en cierta forma inevitable. El reloj modelo, del que son analogía todos los artefactos fabricados por los hombres para medir el tiempo, es el movimiento circular de las estrellas, de la Luna, y sobre todo del Sol.

Efectivamente, ese perfecto reloj astral es homogéneo con los movimientos naturales repetitivos, y por eso puede medirlos. Puede incluso medir la vida del hombre en la medida en que pertenece a la naturaleza, por ejemplo su ciclo biológico, y hasta puede proporcionarle un mapa temporal para orientar su actividad, igual que la medida matemática de las distancias proporciona una orientación espacial. Pero por todo esto es, igual que todos los eventos de la naturaleza, reiterativo, enemigo de novedades y desde luego impersonal.

Agustín sustituye el movimiento natural y su correspondiente medida por un tipo de actividad radicalmente distinta. Es un movimiento que avanza linealmente en dirección recta y que por lo mismo está continuamente renovándose y alcanzando posiciones inéditas. Eso sucede ya en la biografía personal de cada hombre, cuya comprensión prepara el salto a la idea de una historia colectiva.

«Supongamos que voy a cantar una canción que acabo de aprender. Antes de iniciarla, mi proyecto – expectatio–, la abarca en su totalidad. Pero cuando la comienzo mi memoria se extiende a cuanto dejo en el pasado, y mi actividad queda tensa entre la memoria de lo que dije y el proyecto de lo que todavía diré. El presente se actualiza en mi atención, a través de la cual el futuro deja de ser futuro para hacerse pasado. Cuando esta actividad se alarga, la memoria se prolonga en la misma medida en que disminuye el proyecto. Y cuando finalmente el proyecto entero se cumple, la acción se traslada íntegra a la memoria.»

Otra vez Agustín se ve arrastrado por la fuerza de su descubrimiento más allá de lo que él mismo esperaba. Lo que sucede con este canto –dice casi literalmente– sucede también con una acción más amplia de la que aquel canto tal vez es sólo una parte, y sucede también con la vida entera de un hombre, de la que son parte todas sus acciones. Así pues, esta marcha lineal en una sola dirección irreversible es la esencia de toda la biografía y la historia personal.

La tensión entre memoria y proyecto afecta, no sólo a la vida personal, sino a la historia entera de la humanidad. La continuación del texto de "Confessiones" lo enuncia con toda claridad. «Eso que sucede con el canto entero... sucede también con la vida del hombre de la que forman parte cada una de sus acciones. Y eso sucede también con la vida de la humanidad de la que es parte la vida de todos los hombres.»

Pero tan importante como el carácter de la existencia personal o de la coexistencia común, es el punto de vista desde el que una y otra se contempla y se vive. La historia humana no puede ser nunca un proyecto acabado y definitivo que puede contemplarse desde fuera como algo ajeno. Es algo que se realiza desde dentro paso a paso, y a medida que la memoria colectiva del pasado aumenta, se contrae el proyecto del porvenir. Linealidad, renovación, perspectiva interna, integración de las existencias personales, son los caracteres centrales de toda la historia.

Las Confessiones, escritas alrededor del año 400, terminan viendo de lejos y de una forma muy fugaz una nueva zona de la realidad, la que mucho más tarde se va a llamar historia. Esta brevísima intuición queda olvidada durante algún tiempo y probablemente Agustín la habría archivado, si un hecho de singular relieve no le hubiera obligado a echar otra vez mano de ella.

Puesto que se trata de una primera visión de la historia, el hecho que invita a recordarla y revisarla tiene que ser también un hecho histórico, y además llamar la atención, salirse de lo corriente. Esos acontecimientos de primerísima magnitud son muy escasos, pero Agustín tiene el trágico privilegio de asistir a uno de ellos. El año 410 la ciudad de Roma, después de casi mil años de existencia y de imperio universal, cae en manos de pueblos extraños. El libro más amplio del obispo, La Ciudad de Dios, es un amplio comentario a este inesperado acontecimiento.

Igual que antes en las Confessiones, también aquí Agustín descubre la historia de manera azarosa. El problema inicial es puramente apologético, porque hay que contestar a la acusación de los romanos paganos, que echan la culpa de la caída de Roma al abandono de los antiguos dioses y a la conversión al cristianismo. Pero esta contestación a un problema muy concreto, que abarcaría uno o muy pocos libros, se empieza a complicar, derivando hacia un nuevo tipo de realidad.

Agustín va construyendo en los veintidós libros de La Ciudad de Dios al mismo tiempo una teología y una filosofía de la historia. Hay que precisar la función histórica de este pueblo o esta ciudad de Dios, por oposición a las otras ciudades del mundo. Todas ellas están limitadas en el espacio, en el tiempo y en los objetivos propios de la vida temporal. Cuando los hombres no trascienden esa existencia terrena ponen su descanso en el uso de los bienes de la vida y allí se quedan. En cambio los ciudadanos del pueblo de Dios están siempre abiertos a una esperanza escatológica y sólo miran y usan las cosas de la tierra en calidad de viajeros.

Esta primera diferencia arrastra otras dos. El pueblo de Dios no está limitado a una sola ciudad, porque las trasciende todas. Sus ciudadanos no se definen por un territorio, unas leyes, una lengua o una forma de vida, sino que están dispersos por todos los países. Ese pueblo es universal en la medida en que todos sus súbditos están unidos en el amor a Dios, es decir, a una realidad totalmente distinta de cuantas aquí hay.

Además este pueblo de peregrinos, que avanza en busca de una realidad trascendente, tampoco pertenece a una época o a un lugar determinado. En rigor sólo esta ciudad de Dios tiene una historia universal, porque los otros pueblos están ligados a su tiempo y terminan con él. Lo que en la biografía individual es la previsión, eso mismo es en la historia de la Ciudad de Dios la esperanza. Lo que es la memoria en cada uno de nosotros, eso mismo es la historia tomada en su sentido más estricto y común de memoria colectiva.

Esta historia universal, que es al propio tiempo historia sagrada, tiene tres momentos, según Agustín que se inspira en el Antiguo Testamento y en pasajes puntuales de las Cartas del Apóstol a los Romanos y los Gálatas. En un primer momento, que abarca de Adán a Moisés, los hombres no viven bajo la Ley, o sea no tienen conciencia de pecado, y por lo mismo aceptan, sin alternativa, la vida puramente terrenal. Que esa vida ligada a la tierra es ya pecado se demuestra por una señal inequívoca que acompaña a la humanidad desde Adán a Moisés y que es compañera del pecado, la muerte.

En un segundo momento, que empieza con la promulgación de la Ley en el Sinaí por mediación de Moisés, los hombres, representados de modo eminente por el pueblo judío, conocen lo que es bueno o malo. Pero la Ley sólo da el conocimiento del pecado, no la fuerza para trascender las limitaciones que impone la condición terrena. De hecho el hombre que sólo tiene ley es pecador de forma reduplicativa y expresa.

El tercer momento empieza con la predicación del Evangelio, que anuncia la liberación de todos los hombres de su condición limitada y terrena. Desde entonces la humanidad queda abierta a una esperanza que no se agota en cada una de sus formas de vida. Este momento de la historia, precisamente por su apertura a lo trascendente, es formalmente su momento final. De esta forma la historia, vivida desde dentro, tiene por término un horizonte que la trasciende por completo.

Desde este momento, formalmente último, Agustín y los hombres que están en su misma perspectiva, pueden hacer memoria del pasado histórico. Ahora bien, el obispo de Hipona es ya de nacimiento un perfecto ciudadano romano, y tiene que contemplar desde su nueva condición de homo viator el pasado de todo su pueblo y de la antigüedad pagana. Eso es además lo que e están pidiendo todos, amigos y enemigos, para entender la caída de Roma.

Agustín juzga severamente a Grecia y a la Roma pagana por su religión politeísta y antropomorfa, incapaz de pensar en una realidad inmaterial. Critica también a los filósofos, que no ponen el acento en lo esencial –Dios y el alma– y sólo utilizan las categorías extraídas de las cosas materiales –el ser, la sustancia, la naturaleza–. Es ahora cuando Agustín hace expresa, a través de esta oposición, la forma de pensar que ha ido elaborando desde el primer momento de su conversión, y sus correspondientes categorías –el sujeto, el tiempo, la historia– que han dado un vuelco a la filosofía.

 

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