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El Catoblepas, número 61, marzo 2007
  El Catoblepasnúmero 61 • marzo 2007 • página 8
Del pensamiento occidental

Platón y la Academia

José Ramón San Miguel Hevia

Donde se demuestra que el filósofo ateniense, por sí o por sus discípulos, tuvo una influencia más que decisiva en toda la vida política de Grecia

El perfil histórico y humano del fundador de la Academia y de sus discípulos está mucho más definido que el de los pensadores arcaicos anteriores a Sócrates. La situación en que viven es de sobras conocida, su biografía llega a través de abundantes documentos y su producción literaria queda íntegra o casi integra. Por esto mismo hay que reflexionar sobre la circunstancia de donde arranca su tarea de científicos y políticos y sobre el sentido de la institución colectiva en que se realiza.

La última generación de socráticos, de donde a la larga surgirá la Academia entre otros proyectos de vida y pensamiento de menor calado histórico, está centrada en Atenas y situada entre dos fechas decisivas, el 428 –cuando muere inoportunamente Pericles en la primera fase de la Guerra del Peloponeso– y el 399 –momento de la condena de Sócrates y de la breve y prudente retirada a la vecina Megara–.

Esta comunidad de filósofos novicios, tiene el doble y amargo privilegio de contemplar cómo se descompone la ciudad estado en una guerra interminable y cómo después de ella, los demócratas recién instalados procesan al viejo maestro. Precisamente entonces logra Sócrates el objetivo de su vida y su enseñanza, cuando consigue dejar definitivamente desengañados a sus discípulos a través del supremo acto de ironía de su muerte.

Pero esto no es lo más grave. Porque resulta que los ataques de Sócrates contra las instituciones de la democracia se revelan dolorosamente verdaderas. Ya en la primera década del siglo IV la indiscutible superioridad militar de los griegos sobre los persas queda anulada por su debilidad política. El Gran Rey se convierte en árbitro y director de la Grecia asiática, insular y europea. Gracias a sus enormes riquezas y a su excelente red de información es capaz de comprar a los demagogos y cambiar a su capricho y conveniencia el mapa de las alianzas y las enemistades de las ciudades estado.

Cuando el espartano Agesilao al frente de su ejército y armada emprende el ataque contra el Rey en su territorio se encuentra con la desagradable sorpresa de que los demagogos de Atenas y de Tebas han recibido del sátrapa de Lidia el oro suficiente para declarar la guerra a Lacedemonia y traicionar la causa común de todos los helenos. Agesilao tiene que volver a marchas forzadas, dejando en poder del enemigo su armada. Después toma la decisión, tan negativa como inevitable, de hacer las paces con Persia a través de Antálcidas, un espartano medizante, huésped de Artajerjes.

La paz de Antálcidas, datada en el año 387, es decisiva para la historia de Grecia y de modo indirecto señala el comienzo de la misma Academia. En virtud de este tratado los espartanos entregan las ciudades del Asia Menor, renunciando así a los frutos de Maratón y Salamina. Atenas queda reducida a una potencia de segundo orden, y Esparta, convertida en satélite de los medos, impone gobiernos oligárquicos en las ciudades estados de la zona libre. El laconismo, profesado hasta entonces de forma unánime por los socráticos, comienza a caer en descrédito como actitud, como forma de vida y como proyecto político.

El tercer acto de este penoso medio siglo comienza con la insurrección de los tebanos, magistralmente conducida por Epaminondas y Pelópidas. Los dos generales consiguen sucesivamente expulsar a la guarnición espartana, derribar el régimen impuesto por ella, vencer a los lacedemonios en guerrillas y en campo abierto, y finalmente invadir el intocable Peloponeso, dando libertad a mesenios y arcadios. Los tebanos mantienen la hegemonía hasta el año 360, justo a tiempo para dar el relevo a Filipo de Macedonia, que ha pasado su juventud y se ha educado precisamente en esa ciudad, y cuando llega su tiempo conoce perfectamente con quién tiene que tratar .

Sobre esta revuelta historia se funda la Academia y se desarrolla su Edad de Oro. El rápido proceso de decadencia y descomposición de las ciudades estado griegas explica y justifica la indiferencia y desprecio de sus miembros hacia las formas políticas tradicionales. Ahora bien, mientras que los cínicos y los cirenaicos, también discípulos de Sócrates, renuncian a cualquier actuación pública, como no sea la de atacar por activa o por pasiva los usos y las leyes, la Academia se convierte en una especie de corporación de profesionales, una Facultad de Ciencias Políticas, que plantea los problemas de la convivencia cívica desde un punto de vista rigurosamente científico, proporcionando soluciones nuevas e inesperadas. El especialista sustituye por una parte al antiguo ciudadano y por otra al habitante marginal de la pólis.

Platón

Platón, el filósofo destinado a fundar la Academia y dirigirla en sus años primeros, nace en la más noble familia ateniense, porque su padre desciende del rey Codro y su madre de Solón. Pertenece pues a la aristocracia y tiene en ella parientes y amigos en número no pequeño. Esta vinculación por sangre está potenciada al máximo por una serie de circunstancias políticas verdaderamente decisivas.

Efectivamente su nacimiento coincide con la muerte de Pericles y con la crisis del partido popular, que ya no volverá a encontrar un líder que se le parezca, siquiera lejanamente. Desde ahora la guerra contra Esparta está conducida por demagogos, mientras que los dirigentes conservadores, Nicias primero y después Teramenes, son partidarios de la paz entre las dos ciudades y a veces hasta la consiguen, siquiera sea de forma provisional. Resulta de todo esto que, por primera vez en mucho tiempo, el programa del partido popular se hace problemático, y en cambio la nobleza presenta soluciones sugestivas para la vida de los atenienses y de todos los griegos.

En ese ambiente familiar y esta situación histórica vive Platón su juventud. Ni siquiera cuando se hace amigo y discípulo de Sócrates rompe con su propio estamento social, ya que muchos personajes de la nobleza –entre ellos sus parientes Critias y Cármides– siguen al maestro. Por lo demás la filosofía socrática, basada en la interrogación, no define ningún tipo de doctrina, porque deja libertad y estímulo para que cada cual busque por su cuenta la verdad, o se desengañe de sus errores. No se conserva ningún escrito platónico anterior al año 400, quizás por la importancia que en el primer círculo socrático tiene la comunicación hablada.

Cuando los oligarcas llegan al poder, estableciendo el gobierno de los Treinta, los amigos y parientes de Platón solicitan su colaboración. Nada tiene de particular que el filósofo –como dice literalmente la carta VII– «Les dedique la más apasionada atención para ver lo que consiguen». No se sabe hasta dónde llega este comienzo de colaboración, si queda sólo en sentimientos y palabras o se traduce también en actos. Es posible, porque Platón es noble y joven y los nuevos gobernantes son, en sus primeros pasos, relativamente moderados.

Sin embargo los Treinta en muy poco tiempo hacen buenos todos los errores e injusticias del anterior régimen democrático, y Platón, lleno de indignación, se inhibe de todos sus crímenes. Su postura no es desde luego la de un demócrata militante, sino más bien la de un aristócrata desilusionado, pero renuncia en cualquier caso a participar en política bajo el nuevo régimen.

La carta VII y luego la Apología citan por partida doble una operación de los oligarcas para complicar a Sócrates en su política. Los Treinta le ordenan que vaya a prender, junto con otros cinco ciudadanos, a Leonte de Salamina para ejecutarlo. Platón sólo levanta acta de este crimen, y lo hace no tanto para protestar contra los tiranos cuanto para hacer más detestable el proceso y condena posterior del viejo maestro, que «en esa ocasión no consintió en ser el cómplice del arresto ilegal de un partidario de los que entonces eran proscritos, y sufrían la calamidad del exilio».

Poco tiempo después, Trasíbulo reorganiza a los demócratas y suprime el régimen oligárquico. Como quiera que el partido popular, otra vez en el poder, actúa con extrema generosidad, Platón –siempre de acuerdo con el inestimable testimonio de la carta séptima– «se siente empujado a ocuparse de nuevo de los asuntos públicos, aunque desde luego con menos entusiasmo».

Pero esta actitud se ve bruscamente truncada por el proceso, la condena y la muerte de Sócrates. Platón reacciona indignadamente ante la conducta de la ciudad de Atenas con el hombre que paseó por ella durante decenas de años, enseñando filosofía. Sus primeros diálogos presentan una versión libre y convencional de la actividad de su maestro, pero la evocación sigue siendo emocionada y la imagen exacta y llena de vida. Como además el filósofo tiene que exiliarse por breve tiempo en Megara después del proceso, nada tiene de particular que hasta el fin de sus días muestre un encono sin disimulos hacia las instituciones democráticas de su ciudad natal.

Desde ahora Platón, apartado de la actividad política concreta, desarrolla una intensa labor intelectual. Los primeros escritos llamados socráticos –lo son en el pleno sentido de la palabra– están protagonizados por el maestro, son fuertemente polémicos y tienen un final negativo. En esta dirección caminan los primeros diálogos, de la Apología al Gorgias.

Pero también en esta época, es decir antes del 390, redacta un diálogo, el Trasímaco, que después se convierte en el primer libro de República. Es probable que a partir de este núcleo inicial componga y dé a conocer, por medio de lecturas públicas, el contenido de las partes II al V de su largo tratado político. Si esto es así, sus ideas son una enérgica contestación a los usos y convenciones de su ciudad, presentada bajo el engañoso disfraz de una utopía edificante.

El año 388 Platón emprende viaje hacia la Magna Graetia, tal vez empujado por su afán de saber, tal vez huyendo de los atenienses, que han organizado una de sus periódicas cacerías de brujas, sometiendo otra vez a proceso post mortem a Sócrates y de modo indirecto a los socráticos. Cuando el filósofo hace memoria de su primera estancia en Italia y Sicilia, se limita a hablar muy desdeñosamente de las costumbres relajadas de aquellas ciudades, sobre todo en materia gastronómica y amorosa. Sin embargo es indudable que conoce, y conoce bien a fondo a los pensadores pitagóricos del golfo de Tarento. Los diálogos de su segunda época serán una prueba contundente y definitiva, por su denso y definido contenido doctrinal.

En este primer viaje se inscribe su peripecia con Dión en la corte de Dionisio el Viejo. Hay que decir antes que nada que la Sicilia helena, con capital en Siracusa, es entonces una de las grandes potencias de occidente, que consigue resistir con éxito a Cartago. Comparada con Atenas, Esparta o cualquiera de las ciudades del Mediterráneo oriental que acaban de firmar o acatar la paz vergonzosa impuesta por Persia, merece la atención de cualquier hombre de estado que aspire a establecer una constitución. Lo que Platón y Dión quieren hacer en Sicilia es una empresa de relieve excepcional.

El primer acto de esta larga aventura termina mal. Dionisio es un excelente general, pero no soporta la complejidad de la vida civil, y cancela la visita de Platón. La embarcación preparada por Dión para devolverle a su ciudad sufre el abordaje de una nave de Egina, que entonces está en guerra con Atenas. De acuerdo con los usos de la época el filósofo es expuesto a la venta en el mercado de esclavos. Allí le encuentra Anníceris, filósofo de Cirene, que fiel a la tradición de generosidad de su escuela, compra su libertad, entregando una abundante cantidad de dinero.

La leyenda dice que cuando Platón está de vuelta en Atenas, en la plenitud ya de su vida intelectual, emplea el precio del rescate, que Anníceris se niega a recoger, en la fundación de un gran centro de estudios. La Academia responde en estos primeros años de su funcionamiento, al esquema de una escuela pitagórica. Es una cofradía científico religiosa con pretensiones políticas, que estudia con preferencia la geometría, cree en la preexistencia del alma, siempre en circulación por distintos cuerpos, y además afirma ya de forma expresa que los asuntos de la ciudad sólo se resuelven cuando los filósofos gobiernen.

Los diálogos que escribe Platón en esta época, inmediatamente después del primer viaje a Sicilia, son de un alto nivel literario y tienen un contenido doctrinal muy claro. Es la teoría pitagórica del mundo de las formas geométricas, cuya proyección en el universo sensible se insinúa ya en el Cratilo y aparece con toda nitidez en el Menón, y luego en Fedón, Banquete y Fedro. Por otra parte el socratismo aporético, típico de los primeros diálogos, desaparece totalmente.

De forma paralela, Platón emprende la reestructuración de su viejo diálogo República, replanteándolo desde una nueva base. Ya no se trata de explicar y justificar la existencia de la casta superior de los guerreros, sino, primero y principalmente, de poner al frente de la ciudad al estamento supremo de los filósofos. Y así, al mismo tiempo que acepta la herencia de los pitagóricos en el plano político, contesta a las eternas burlas de los comediantes y los demagogos.

El año 367 muere Dionisio y le sucede su hijo del mismo nombre. La corte de Siracusa está dividida entre un partido absolutista, capitaneado por Filisto y otro partido constitucional, a cuyo frente está Dión. Como quiera que en un primer momento el monarca se inclina por la corriente reformista, Dión escribe a su antiguo maestro, anunciando que ha llegado el momento de llevar a la práctica el gobierno de los filósofos.

Platón llega a Siracusa y ayudado por otros académicos comienza a preparar el nuevo sistema de leyes, mientras que el patio del palacio se llena de polvo, levantado por las figuras geométricas que trazan los cortesanos. Al cabo de tres meses sin embargo, Dionisio, bajo la presión del partido palaciego absolutista, cambia radicalmente su forma de pensar y condena al destierro a Dión, el jefe de la oposición. Platón queda en situación muy difícil, pero poco a poco gana la confianza y la amistad del tirano y se convierte en la clave de arco de la política en el sur de Italia. Por una parte garantiza la alianza entre Siracusa y Tarento y además es el único puente de comunicación entre sus dos amigos enfrentados por el gobierno. Cuando consigue una débil tregua entre ellos, vuelve a Atenas en calidad de embajador y gerente de todos los asuntos económicos de Sicilia.

Tan importante como esta segunda aventura siciliana es la estancia en casa de su amigo Arquitas el filósofo pitagórico. A juzgar por el contenido de los diálogos de la tercera época –367 a 347– es totalmente seguro que Platón ha estudiado muy a fondo las teorías de los pensadores itálicos, que siguen vigentes lo mismo en Tarento que en las otras ciudades del golfo. Su conocimiento del eleatismo puede ser también fruto de estos viajes y se prolonga gracias a los contactos que en Atenas tendrá con los megáricos.

Cuando el filósofo vuelve a Atenas en el 366 la Academia está en pleno auge. A los descubrimientos geométricos de Teetetos sucede el equipo de matemáticos, formado por Eudoxo, Espeusipo y Jenócrates. Simultáneamente un grupo de políticos proporcionan leyes a las distintas ciudades que las solicitan. Aristóteles acaba de llegar de Macedonia para empezar a sus diecisiete años a estudiar a los pies del gran maestro.

Desde el año de su llegada hasta el 361, Platón escribe la trilogía que forman la segunda parte de su diálogo Teetetos y la continuación en el Sofista y el Político. Es una obra clave, que oponiéndose a las técnicas de los sofistas avanzan la nueva idea del científico, que domina la complicada y excelsa profesión de dar leyes. La negación de la ciudad por parte de los cínicos y los cirenaicos se ve compensada así, muy dentro del espíritu de la época, por la afirmación del político profesional.

Platón todavía emprende en ese año 361 un tercer viaje a Sicilia, muy de mala gana, pero forzado por la petición conjunta de Dión, Dionisio, Arquitas y los propios académicos. El desenlace es decepcionante. Dionisio no quiere establecer leyes, sino incorporar a su brillante corte otro personaje ilustre que la adorne todavía más. Como además Dión sigue desterrado y perseguido en su mujer y sus bienes, la actitud del tirano provoca una serie de choques explosivos que sólo terminan cuando Arquitas envía una embarcación a recoger al filósofo.

Desde ahora (360) Platón queda en Atenas y dedica los últimos años de su vida a trabajar en equipo con los académicos en dos diálogos, distintos por su contenido pero análogos por su forma. El Timeo es una enciclopedia de las ciencias físicas, que abarca desde la astronomía a la fisiología y patología, todo ello con fundamento en las teorías geométricas y médicas de los pitagóricos. El otro escrito, cuyo título ha sido traducido por Leyes, es una enciclopedia de las ciencias jurídicas y políticas, organizada de acuerdo con principios también extraídos de la teoría de los números.

Al mismo tiempo Platón despacha a las ciudades que solicitan los servicios profesionales de la Academia a varios legisladores formados en su escuela y modelados de acuerdo con el paradigma del Político. Las cartas del filósofo por un lado, y el testimonio de los historiadores de la época por otro, conservan el nombre y el recuerdo de esta proyección política de los académicos.

En el año 347, cumplida totalmente su misión histórica, Platón muere en Atenas cuando ya ha terminado el borrador de «Nómoi» (Leyes), pero todavía no ha emprendido la corrección y revisión final del texto. En conjunto su actitud y pensamiento en la segunda época de su vida son la contrafigura de sus primeros años de dialéctico polemista y político laconizante.

La polémica en torno a Sócrates

La situación histórica en Atenas durante los primeros años del siglo IV determina en buena medida la forma de pensar del círculo socrático. Esparta alcanza la hegemonía política y aparece como la única potencia capaz de unir a los griegos contra los bárbaros medos. El laconismo está de moda, y los estudios sobre la constitución espartana son tan numerosos que forman un auténtico género literario. Critias, Dioscórides, Jenofonte, Antístenes y el mismo Platón son sólo algunos de los tratadistas de este peculiar derecho constitucional.

La posición de los discípulos de Sócrates frente sus conciudadanos es sumamente paradójica. En un primer momento se sienten amenazados y hasta perseguidos, pero a su vuelta de Megara toman la iniciativa y se convierten en los representantes del espíritu de rebeldía contra una democracia decadente, y del pensamiento político vigente en Grecia en aquellos años.

Aunque no hay datos del todo seguros, parece probable que los socráticos giran, después de la muerte del maestro, alrededor del viejo Antístenes y de Platón. Antístenes empieza a poner en entredicho las costumbres y las leyes de la ciudad estado y es el germen del pensamiento y de la actitud del movimiento cínico. Platón por su parte ataca de forma elegante, pero provocativa y hasta insultante el régimen democrático, y defiende sistemas de convivencia muy cercanos a los de Esparta. En este primer momento los dos filósofos no son todavía enemigos, y más bien parecen la cara y la cruz de una misma moneda.

En esta circunstancia histórica adquiere sentido la polémica suscitada hacia el año 390 en torno a Sócrates. Son los propios compañeros del maestro –sobre todo Platón– quienes primero provocan ese incidente dialéctico y quienes de rebote son el objetivo indirecto del ataque y la condena de sus vecinos. Conviene trazar el esquema de este drama en tres actos.

Platón escribe y hace públicos, aproximadamente hacia el 395 una serie de diálogos en torno a la figura de Sócrates, su filosofía polémica y negativa, su proceso y condena. Uno de ellos recibe el equívoco nombre de «Defensa de Sócrates», aunque en realidad es un ataque desaforado contra las instituciones de Atenas y contra sus mismos ciudadanos. Al mismo tiempo presenta un proyecto de constitución, que sigue muy de cerca el modelo de Esparta e indirectamente ataca a la gastada democracia ateniense.

La provocación es doble y recibe una doble respuesta. Un retórico, Polícrates, publica una «Acusación de Sócrates», bien entendido que detrás del maestro, muerto hace casi diez años están sus discípulos. Paralelamente Aristófanes antiguo enemigo de los filósofos y sofistas y sobre todo de los socráticos, representa su «Asamblea de las Mujeres», en contestación a las ideas políticas de los laconizantes.

Falta el acto tercero y final. Platón marcha a Sicilia –probablemente forzado– pero inmediatamente antes o después escribe y publica el Gorgias, un alegato contra los retóricos y los demagogos que entonces manipulan los asuntos de la ciudad y la voluntad de los ciudadanos. El laconismo y la misodemia es una doble herencia de Sócrates, que reciben todos los intelectuales de principios de siglo y el primero de todos Platón. Desde esta doble clave hay que interpretar la primera parte de su primer gran tratado político.

República

Los diálogos socráticos y particularmente todos los que centran la polémica de los años 90 son el contexto desde el que adquiere su pleno sentido el primer sistema político de Platón. Ahora bien, como ese contexto es violentamente laconizante y antidemagógico, hay que esperar que ese sistema mantenga y probablemente acentúe esos mismos caracteres.

Su ensayo político más importante llega a nosotros con el título griego de Politeia, es decir Constitución o –en traducción muy apurada– República. Pero ese diálogo plantea ya desde ahora un serio problema, anterior a su datación y colocación en una determinada circunstancia histórica. Se trata de saber si efectivamente es un escrito único, concebido de acuerdo con un plan previo y unitario, o la yuxtaposición de fragmentos más o menos inconexos, cada uno de ellos con un tema de estudio propio.

Por supuesto que el primer libro forma una totalidad autónoma, independiente del resto de la obra, perteneciendo por su carácter aporético e irónico y por sus mismas variantes estilísticas, al período socrático de Platón. El problema surge ante la brusca solución de continuidad que hay entre los libros II al V cerca de su final, que tienen como claro punto de referencia la constitución espartana, y los libros VI, VII y final del V, de matiz claramente pitagórico, centrados en la aparición del filósofo rey. Hay que despejar el problema, sometiendo a crítica las interpretaciones unitarias y escisionistas del diálogo.

Se suele estudiar la República como si fuese una obra escrita y editada de un golpe, de acuerdo con los sistemas de publicación actuales, pero este prejuicio no resiste una lectura atenta de las distintas partes en que se articula. Aunque las variantes estilísticas son aproximadamente las mismas en todos los libros, el contenido doctrinal denuncia por lo menos dos pensamientos y dos épocas muy distintas. Por otra parte hay en el largo diálogo una serie de incoherencias tan evidentes entre varios textos concretos que ellas solas falsan cualquier teoría unitaria.

Pero además parece admitido que la Ciropedia de Jenofonte y desde luego la Asamblea de Mujeres de Aristófanes, tienen en cuenta o son contestación al contenido de los primeros libros, y más concretamente del quinto. Aunque la datación de las otras obras es insegura, se sabe con precisión que la Asamblea se representó hacia el 393 y en todo caso antes del 390. En consecuencia la publicación, probablemente verbal, de los tópicos que componen la primera parte de República tiene lugar en los años noventa del siglo cuarto y desde luego antes del primer viaje a Sicilia en el 387.

No se trata de la edición de una primitiva Politeia, publicada antes de 390 con pretensiones de obra acabada, aunque mucho más breve que el escrito final. Más bien son fragmentos, en principio independientes, que con el tiempo adquieren unidad de estilo y se integran en el esquema de conjunto de los diez libros. Efectivamente, a pesar de sus contradicciones y de sus variantes de sentido hay en todos ellos una construcción y argumento homogéneos, tanto más difícil de mantener cuanto que los personajes son muy diversos, el tema sumamente complejo y las digresiones frecuentes.

Hay que suponer entonces que República está elaborada en tres momentos sucesivos, de suerte que los nuevos descubrimientos políticos o filosóficos de Platón van enriqueciendo progresivamente el contenido de la obra sin hacerla perder su unidad formal. El punto de partida es un diálogo, el Trasímaco, que por tratar de la Justicia y tener una conclusión negativa abre la vía a posteriores investigaciones. Después de ese libro primero, cuya redacción queda intacta, Sócrates abandona a lo largo del resto del tratado su talante irónico, volviéndose extrañamente dogmático.

El segundo momento de la elaboración de República –lo que Diels llama primera entrega– es anterior al viaje a Sicilia y comprende los libros II al IV, el esbozo del V y fragmentos de VIII y IX. Su tema central es único y sus soluciones están muy cercanas a los lugares comunes tempranamente ensayados en el primer círculo socrático. Esta segunda parte ha sido divulgada de una u otra forma –probablemente a través de lecturas o discusiones públicas– pues de lo contrario Aristófanes no habría pasado al teatro su jocosa contestación.

Cuando Platón vuelve de Sicilia, después de preparar influido por los pensadores de Italia una serie de diálogos, que van del Cratilo y Menón a Fedón y Banquete, elabora la redacción definitiva de su larga obra. Esta vez, totalmente penetrado de pitagorismo, pone el acento en la casta de los gobernantes filósofos, los únicos capaces de organizar científicamente la ciudad. Además reconstruye y da unidad de forma y estilo a sus primitivos y varios desarrollos políticos.

Esta última redacción data de los años 375-370 y por consiguiente es un poco anterior al segundo viaje a Sicilia. Añade con toda seguridad a los tópicos de los años noventa el libro V desde 466 a 471 c y desde 473 b hasta el final, los libros VI y VII íntegros y dentro de ellos la decisiva aparición de los filósofos y la alegoría de la caverna, el difícil pasaje matemático que va desde VIII 546b hasta 546e, probablemente alguno de los textos en que tan a lo vivo se describe la tiranía y el tirano, y por supuesto el mito de Er, que cierra el diálogo a partir de X 608 c y gira en torno al tema pitagórico de la inmortalidad del alma.

Queda entonces suficientemente explicado el desarrollo de República en tres momentos sucesivos –socrático, lacónico y pitagórico– y queda también fechado con precisión cada uno de esos momentos. Este desguace permite desmitificar el diálogo, determinar los caracteres de la «primera entrega» y colocarla en su circunstancia histórica y su contexto laconizante.

La primera teoría política de Platón

El círculo socrático, desde el año 399 al 390 está afectado del mal del siglo y muestra una tendencia proespartana, y de rechazo una actitud inconformista y contestataria con relación a los usos y leyes de su propia ciudad. En este último sentido no está muy lejos de Antístenes, el decano de la segunda promoción de discípulos de Sócrates, y de sus compañeros cínicos. Es posible –y esto simplificaría y fijaría el panorama intelectual de esta época– que Antístenes haya publicado hacia el año 395 una Constitución siguiendo el modelo de Esparta. Es no sólo posible sino muy probable, que la primera entrega de República sea un esbozo, semejante por su contenido y concisión a los tratados de Critias, Dioscórides, Jenofonte sobre ese mismo tema. Y es seguro que la vida intelectual y política de Atenas en esa década, gira en torno a la polémica provocada por esa universal tendencia filolacónica.

En todo caso los rasgos generales de los primeros libros de República, que sigue de cerca el programa doctrinal de los laconizantes y los cínicos, son muy claros. Comienzan con un intento de definir la justicia y el hombre justo y también sus contrafiguras al nivel individual y colectivo. Pues el ajuste perfecto del hombre sólo se logra cuando la fuerza de ánimo domina y dirige todos los otros deseos. Esa idea corre de forma más o menos expresa a lo largo de todo el diálogo.

El ánimo es primero el guardián o vigilante que ordena de acuerdo con la razón los deseos, de otra forma completamente descontrolados. Es también el impulso que ayuda a mantener ese control de todas las tendencias. El efecto de esta acción, al propio tiempo prudente y fuerte, del ánimo es por lo que se refiere a nuestros deseos la templanza, y por lo que se refiere al individuo tomado en su conjunto, el perfecto ajustamiento de todas sus partes, la justicia como ideal ético.

Este ideal ético individual se traduce políticamente a una cierta idea de la ciudad y también al rechazo de otros tipos, concretamente cuatro, existentes en Grecia en la época de Platón. En principio esta sucesiva presentación de constituciones tiene una finalidad pedagógica. Se trata de que los caracteres de la justicia, que en el plano individual pueden pasar desapercibidos por la dimensión mínima del sujeto, aparezcan dibujados con toda nitidez y precisión, en una colectividad suficientemente grande. Pero este primer objetivo pedagógico se ve pronto acompañado y hasta desplazado por otro, ya estrictamente político.

En esa ciudad modelo para las otras ciudades y para los individuos, han de existir dos castas, por una parte los guerreros, guardianes o auxiliares, y por otra los productores, que proyectan respectivamente sobre el espacio de la vida colectiva la fuerza de ánimo ligada a la razón, y los deseos templados y perfectamente ajustados. Se trata de una utopía, primero por su carácter de mero modelo ético individual, y después –ya trasladados al espacio político– porque esa constitución contesta a todas las demás que de hecho existen. Sobre todo contesta desde la lejana y extranjera Esparta al modo de ser y de pensar de la ciudad donde vive el propio Platón. Esta dimensión contestataria de la ciudad, introducida en los primeros libros de la República y plenamente concordante con las preocupaciones lacónicas y cínicas del círculo socrático, adquiere todavía más relieve cuando los libros VIII y IX critican cada vez con más dureza las formas de vida colectiva vigentes en toda Grecia.

Este carácter laconizante de la primera Politeia desemboca en un ataque, no sólo a las convenciones legales sino también a los usos y pautas culturales de la civilización helena. Es el tema del libro V, que si no se sitúa en su propio contexto de ideas, llena de desconcierto y confusión a cualquier lector atento al conjunto de la obra de Platón.

El ataque a la cultura griega, y más concretamente a la ateniense, se inicia con una exigencia de igualdad relativa entre la mujer y el varón. La liberación femenina, la abolición de la familia y la comunidad de mujeres e hijos sólo insinuada por la ley contra los celos de Licurgo, es el extraño sustituto del matrimonio monogámico, entonces vigente. Esta desenfadada agresión a los usos más entrañables y universalmente admitidos en la época, denuncian una actitud mediana entre los cínicos y los proespartanos, que en los años 90 se reparten el poder intelectual en Atenas. Desde luego que República no es la única obra, ni la primera que toca este tema, y en este sentido los desarrollos de Platón no son excesivamente originales.

En todo caso las ideas de los socráticos tienen una respuesta inmediata y contundente. El conservador Aristófanes tolera y seguramente aplaude que haya estamentos sociales cerrados y jerárquicos, y hasta puede admitir que la casta de los guerreros haga perpetua vida de cuartel. Pero se ríe de la pretensión de algunos filósofos, antiguos enemigos suyos, que igualan a la mujer con el varón y de las consecuencia de este atrevimiento. Y en uno de los años que van del 393 al 390 presenta «Asamblea de Mujeres», una respuesta despiadada y genial a la teoría política del joven Platón.

La ciudad como modelo ético

El problema ético del hombre justo se plantea a partir del final aporético del libro primero y se desarrolla en el segundo, tercero y comienzos del cuarto. Sólo en IV, 439 se comienza a entrar en una solución. Mientras tanto Platón se dedica a establecer una correspondencia entre el hombre individual y lo que según él es una ciudad perfecta.

En ella el estamento superior de los guardianes se desglosa en dos especies, los simples guardianes o guerreros y los que Platón llama sucesivamente «guardianes y gobernantes», «guardianes totalmente perfectos», «auténticos guardianes». Esta casta superior se corresponde con toda probabilidad en el contexto de la primera entrega del diálogo, desde el punto de vista político, con los «homóioi» espartanos. Los guardianes deben gobernar a los proveedores, y así cada parte de la ciudad cumple la misión que le es propia, y el conjunto queda ajustado y cumple el ideal ético-político de justicia.

Al trasportar este esquema desde la ciudad al individuo, Platón respeta totalmente su estructura. El estamento superior de los guardianes-gobernantes se corresponde con la razón de cada hombre y con su ánimo. Bien entendido, que aunque sean dos partes distintas del alma, actúan conjuntamente –igual que las dos especies de guardianes de la pólis– para controlar los deseos, que son como los proveedores de cada hombre. Otra vez las ideas laconizantes acompañan a los principales conceptos de la naciente escuela cínica.

El primero de los conceptos es el de ánimo o fuerza de ánimo –andreia en la ciudad, thymos en el individuo–. No se trata de un valor o de una cólera ciegos, pues el ánimo es inseparable de la razón del hombre, que por un lado lo dirige y por otro recibe de él su impulso. También en la ciudad los guardianes dirigentes y los auxiliares desempeñan juntos la misma función. Y también Heracles –el modelo ético de los cínicos– tiene una poderosa fuerza de ánimo, que ayuda a soportar dolores, emprender trabajos difíciles y resistir a los deseos y halagos del placer.

El segundo concepto cínico-lacónico es el de moderación, –sophrosíne en Platón, phrónesis en Antístenes–. La moderación caracteriza al individuo y a la ciudad, cuando los deseos en un caso y el estamento de los productores en el otro están sometidos respectivamente a la fuerza de ánimo y a los guardianes. Finalmente, la primera República entiende por justicia –y la definición se va haciendo más precisa a medida que avanza el diálogo– a la independencia y dominio de sí mismo, propio del hombre y de la ciudad donde el elemento cuya misión es gobernar efectivamente gobierna, y donde la parte llamada a obedecer efectivamente obedece. Y el paralelo entre este ideal ético y la autarquía de los cínicos es todavía mayor cuando Platón analiza con más exactitud a la justicia en los libros VIII y IX , comparándola con sus contrafiguras, que describe magistralmente.

Según la última redacción de la República el estado timocrático de los espartanos es el menos malo de los existentes, pero es casi seguro que en la primera entrega del diálogo, antes de que Esparta entre en decadencia y paralelamente hagan su aparición los filósofos pitagóricos, sea sin más el estado modélico. En el estado timocrático, y en el tipo de ciudadanos que lo forma y a la vez es su imagen todavía los deseos están contenidos por el ánimo, pero hay un desajuste inicial porque la fuerza de ánimo prevalece sobre la razón y por eso los filósofos no dirigen la ciudad.

En un segundo modelo político y en otro tipo de hombres, los deseos empiezan a primar sobre la razón y el valor. Es cierto que esos deseos son moderados, pero esa moderación no procede de la fuerza de ánimo, ni de la ambición de honores, sino sólo de la pretensión de adquirir prestigio social, gracias a la riqueza y naturalmente al ahorro. Surge entonces el modo de vida oligárquico donde la búsqueda y la posesión de bienes es el resorte de la actividad individual y colectiva.

Pero el desajuste es todavía mucho mayor y más dañino en los dos últimos regímenes, los que Platón conoce por sí mismo y odia cordialmente. En uno de ellos, el gobierno y el hombre demócrata, los deseos dirigen ya la vida, dominando el ánimo y la razón y produciendo un carácter variable y caprichoso, sin moderación ni dirección fija. Y de la misma manera que la democracia va a dar irremisiblemente en tiranía, así en un desajuste total del individuo los deseos más criminales y desmesurados dominan sobre todos los demás, haciendo a cada uno esclavo de sí mismo. Esta tiranía y esclavitud es lo contrario absoluto de la justicia, entendida como independencia y autarquía.

Crítica de las convenciones sociales

Los primeros socráticos, laconizantes en política y cercanos al cinismo en ética, critican los usos más arraigados de la ciudad estado griega. Platón hace lo mismo en la primera tirada de República hasta tal punto que esa crítica es lo que más llama la atención a una mirada no prevenida. En principio ataca la paideia, la educación que se imparte en la pólis, y la tradición cultural griega. Concretamente, las obras cardinales de la educación ateniense, la Iliada y la Odisea están sometidas a una implacable y sistemática censura en todos aquellos pasajes que cantan la desmesura de los hombres y los dioses, o inspiran terror a los trabajos y la muerte.

Esta censura a Homero se prolonga con la pretensión de eliminar nada menos que la comedia y la tragedia y en general cualquier género literario imitativo. Le tiene sin cuidado que el teatro sea la forma literaria más popular en las ciudades estado helenas, sobre todo en las democracias. Después Platón se decide a depurar los modos musicales –que de seis son reducidos a sólo dos, el dorio y el frigio– y los mismos instrumentos musicales, quedando únicamente la lira y la cítara.

Además la dieta que el joven Platón quiere imponer a los sufridos ciudadanos es verdaderamente ascética, pues queda reducida a muy poco, y excluye el pescado, los guisos, la cocina siciliana y la pastelería ática. El amor libre entre personas del mismo sexo queda severamente proscrito, a pesar de ser la costumbre común en todas las ciudades estado. La medicina curativa, la ciencia de la que más orgullosos están los griegos, queda en parte sustituida por una especie de eutanasia pasiva. En cuanto a la vida en común de los guerreros y la prohibición de que posean oro y plata, tienen un fuerte matiz laconizante, pues son principios tomados casi literalmente de la constitución de Licurgo.

Platón acompaña este ataque a la paideia tradicional con una violenta censura de la mitología popular. Condena el antropomorfismo, lo mismo anatómico que psicológico, pues no tiene sentido que los dioses estén dominados por las pasiones o que giman como mujeres. Menos sentido todavía tiene el mito de Crónos devorando a sus hijos, y de Zeus vengándose del padre. Son imposibles, finalmente las disensiones entre los dioses y las trasformaciones de la divinidad, que siendo simple y perfecta, no puede ir a mejor o a peor. Aunque el filósofo condena enérgicamente la enseñanza de todos estos mitos, deja entrever tímidamente que pueden tener un significado alegórico.

Después, la crítica platónica arremete contra otra de las creencias de la religiosidad griega, porque pone en cuestión el Hades y la vida subterránea después de la muerte, tal como la piensa la mentalidad religiosa popular. El horror y las sombras que acompañan a los muertos en sus tumbas son borradas enérgicamente de la escatología platónica y por supuesto de su proyecto de estudios.

Pero Platón todavía no ha desguazado las instituciones más íntimas del estado ciudad. Por lo que se refiere a la esclavitud, está negada expresamente en la comunidad primitiva y no aparece tampoco en la descripción de la ciudad ideal. Es cierto que el libro V (469 e) admite la posibilidad de hacer esclavos a condición de que no sean griegos, pero el fragmento está incluido en un contexto escrito probablemente en la segunda redacción de República, porque rompe bruscamente con los pasajes anteriores y posteriores y se refiere de forma suficientemente clara al comportamiento de los tebanos en su guerra por la hegemonía.

Platón deja a la esclavitud por lo menos marginada, pero ataca de forma violenta y frontal a la otra institución, la familia. Esta vez todas las pautas y convenciones establecidas y aceptadas, el matrimonio monógamo estable, la repugnancia al adulterio, la supremacía absoluta del varón como cabeza de familia, la dependencia, que es casi propiedad de la mujer y los hijos con relación al padre, la desigualdad de los sexos, los lazos afectivos entre familiares, todo ello es objeto de censura y hasta de burla. La fórmula de convivencia que ha de sustituir a la familia tradicional es una comunidad cuartelaria de hijos y de mujeres, que pertenecen sólo a la ciudad.

Platón aparece cada vez más como un pensador laconizante en política y cercano a los cínicos en ética. Son demasiadas coincidencias, maestro común, nociones morales análogas en la ética individual, comunidad primitiva casi animal, ciudad modélica que protesta contra todas las constituciones existentes, ataque a las pautas culturales, religiosas y hasta familiares de la pólis y coexistencia en la misma ciudad y en un mismo momento histórico. Queda completo el contexto en que se compone la primera entrega de la República y aclarado todo su sentido.

Cuando Platón, allá por el año 374, prepara la definitiva edición de República, vuelve a redactar y corregir esta primera parte. Efectivamente, las variantes estilísticas de todos los libros del diálogo, excepto el primero, son iguales en número, según el estudio clásico de Lutoslavski. Esta homogeneidad es, por otra parte, bastante fácil de explicar.

Hay que recordar otra vez la parodia de Aristófanes contra la ciudad ideal de los socráticos y en particular contra la primera entrega de la Politeia. El ataque del gran cómico ateniense es tanto más humillante cuanto que se representa ante los ojos alborozados del pueblo entero. Por lo demás, vistas las cosas con perspectiva histórica, Platón no nace siendo un genio, y todavía por los años noventa no pasa de ser un discípulo distinguido de Sócrates y un escritor novicio. En cambio el viejo Aristófanes es ya desde hace mucho tiempo el más grande comediógrafo griego, y su prestigio en aquel justo momento es mucho mayor que el del naciente filósofo.

La segunda República apunta a dos objetivos. En primer lugar defiende las ideas expuestas en los primeros libros de la pública burla. En segundo lugar, orienta su pensamiento en una dirección totalmente nueva, marcada por los descubrimientos de los filósofos pitagóricos, que no hace mucho tiempo ha conocido en Italia.

Lo primero que hace Platón es organizar una retirada estratégica, pues la ciudad pensada por él es ahora una pura posibilidad que no se realizará, es un simple modelo que ayuda a construir la ciudad interior, o bien algo que quizás existió en la mítica edad de oro, desapareciendo para siempre y dejándonos su recuerdo para criticar desde él las otras ciudades que efectivamente existen. Naturalmente que todas estas maniobras anulan el primer panfleto de propaganda laconizante y trasladan la pólis ideal a un pasado y un futuro externos a la historia, o a un espacio ético individual.

Por otra parte Platón no olvida el insulto de Aristófanes, a quien por otra parte considera responsable de la acusación a su maestro Sócrates. Así que habla de las «burlas de los graciosos» (452 b) y pide a esos graciosos profesionales que «dejando su oficio se pongan por una vez serios», porque «es necio aquél que se dedica a hacer reír presentando un espectáculo que no sea el de la estupidez humana». (452 d). Más adelante insiste en que «quien se ríe de las mujeres desnudas... ni sabe de qué se ríe, ni siquiera lo que hace». (457 b). Como la hostilidad entre Aristófanes y los socráticos es recíproca, la misma República condena el arte imitativo y sobre todo la comedia, y no se sabe a ciencia cierta hasta qué punto esta condena es anterior o posterior a la representación de «La Asamblea», ni por consiguiente quién dio el primer golpe.

En resumen, la primera década del siglo IV es el lugar histórico en que se pueden colocar los primeros libros políticos de Platón, anteriores a la época pitagórica. Esta situación histórica –predominio político de Esparta y polémica contra los usos y convenciones de la propia ciudad– permiten entender y dar sentido a República, y simultáneamente condenan el tópico según el cual es un tratado completo y definitivo y hasta insuperable.

2. Los filósofos reyes

En su primer viaje a Sicilia y al sur de Italia Platón conoce profundamente a una élite de pensadores –los pitagóricos– que entre otras cosas pretenden, como siempre lo han hecho, gobernar las ciudades gracias a sus altos conocimientos científicos. Ya la primera escuela de Crotona había colocado en los puestos claves de la gobernación a sus discípulos, convirtiendo así la ciudad de hecho en una aristocracia. Y más adelante, en tiempos de Platón, fue por siete veces gobernador de Tarento, Arquitas, un ilustre filósofo, matemático y físico, amigo del pensador ateniense.

Sin embargo este oficio habría quedado en un total olvido si el mismo Platón no hubiera desarrollado efectivamente en el plano político sus ideas. Pues sucede que los abundantísimos testimonios referentes a la escuela de Crotona y las que le sucedieron hablan de geometría, de astronomía, de música, pero no tocan siquiera, o lo rozan sólo discretamente y en fragmentos cortos y dispersos, la forma de organizar el estado. En cambio el fundador de la Academia y sus discípulos casi no escriben de otra cosa desde la segunda redacción de República y por cierto en un contexto inequívocamente pitagórico.

La segunda República

El final del libro V de República y los libros VI y VII íntegros tienen un sentido distinto y con frecuencia contradictorio al de la obra inicial. Cierto que aquí se vuelve a hablar de los gobernantes, pero lo mismo por su carácter que por su ocupación son profundamente distintos de los guerreros jefes o auxiliares de que hablan II, III, IV y V casi hasta el final. Lo primero que cambia es el nombre, pues ya no se llaman «gobernantes y guardianes», sino por primera vez y definitivamente, «philósophoi».

Es ahora cuando Platón introduce expresa y enfáticamente el principio según el cual la ciudad sólo es gobernable cuando los filósofos son reyes, o cuando los que reinan tienen la fortuna de hacerse filósofos. La doble fórmula refleja en primer lugar la pretensión de los pitagóricos de Italia, que forman una élite intelectual y política, y en segundo lugar la esperanza depositada en el joven Dión de Siracusa, personaje de sangre real, que ha abrazado con entusiasmo las ideas del propio Platón.

El oficio de los nuevos filósofos no es desengañar a sus conciudadanos ni polemizar con ellos, sino descubrir la auténtica realidad, la arquitectura oculta pero perfectamente trabada del mundo que está a la vista todos los días y que es puro capricho y caos mientras sólo se atiende a los ojos. Precisamente ese modelo geométricamente mensurable de las cosas que constituye el mundo de la inteligencia pura se corresponde con categorías de pensamiento típicas de las escuelas pitagóricas.

Al hablar del mundo inteligible de las ideas hay que usar de una máxima sobriedad. Primero, porque la posterior interpretación de la obra platónica se desboca, dando exclusivo relieve a este aspecto de su pensamiento y ampliando su ámbito hasta límites verdaderamente extravagantes. Y segundo, porque Platón mismo expone su teoría con una austeridad y una pulcritud a la que vale la pena ser fiel.

Hay que decir entonces que, lo mismo la segunda parte de la República que los diálogos de la época de madurez de Platón resaltan tres Ideas, y nada más que tres. La Idea suprema de Bien, en conexión con la filosofía de los pitagóricos y con una reinterpretación del Nous de Anaxágoras, ligada ahora en su ordenación del cosmos con el principio de lo mejor. Y ya en un segundo nivel, otras dos Ideas que articulan desde esa categoría fundamental el universo físico y las acciones de los hombres. Son la Belleza, que trasporta a la naturaleza el ideal geométrico y estético de la proporción, y la Justicia, que incorpora a la ética y la política el otro ideal helénico de la moderación y la medida. La ciencia suprema, la que diferencia al filósofo, es –igual en la Academia que en las cofradías pitagóricas– la ciencia del número.

Las otras ideas aparecen en lugar secundario y están subordinadas a esas tres nociones centrales. La fortaleza y la phrónesis son componentes de la Idea de Justicia. Las ideas de igual, mayor y menor, de par y de impar, están extraídas de las matemáticas, concretamente de la geometría de los itálicos. En lo que se refiere a la idea de «hombre en sí», de «caballo en sí» y demás universales, Platón, no sólo no los defiende, sino que va a ser el primero que las rechaza por escrito de forma decisiva.

La teoría del conocimiento expuesta al final del libro VI permite entender mejor en qué consiste el mundo de las Ideas. Platón toma una línea y la divide en dos segmentos desiguales, que figuran la sensación y la inteligencia. Después corta otra vez cada uno de estos segmentos siguiendo la misma proporción inicial. Se trata de la representación lineal de las relaciones de semejanza que mantienen los lados de un triángulo rectángulo –probablemente timaico– y su altura.

Cada uno de los subsegmentos es la imagen del siguiente y lo mismo pasa con el segmento primero en su relación con el segundo. El primer subsegmento simboliza las sombras, los reflejos en los espejos y cualquier otra figuración de las cosas visibles. Estas cosas que se ven y en general se sienten están sometidas al nacimiento y a la anulación y no alcanzan el nivel de seres auténticos, aunque sí son imágenes que sirven de soporte al razonamiento abstracto de las ciencias. Están situadas en el segundo subsegmento, el que corona el mundo sensible.

En cuanto a las ciencias, cuyo paradigma es la geometría, son el comienzo del universo intelectual, pero parten de supuestos no conocidos directamente ni previamente demostrados. Para alcanzar un conocimiento absoluto hay que deducir todos esos conocimientos de principios a priori, y más concretamente, del principio sin principios de lo mejor, que las fundamenta a todas y las enlaza. El paralelismo de los libros VI y VII con la doctrina de los pensadores del golfo de Tarento es total, porque también ellos han dejado establecido que la ciencia de la medida alcanza a las realidades que existen con toda plenitud y son el modelo de cuanto se vé. Y también han construido su geometría –y su astronomía y música– no empíricamente sino de acuerdo con el principio de la máxima perfección.

Los filósofos

La aparición del nuevo estamento de los filósofos reyes obliga a modificar el esquema de la primera entrega de la Politeia. Efectivamente la primitiva casta de los guardianes guerreros, destinada entonces a gobernar según el modelo espartano, tenía una educación permanente, basada simultáneamente en la gimnasia y la música. La educación de estos nuevos y extraños gobernantes que son los filósofos ha de ser forzosamente distinta.

Las asignaturas que Platón introduce ahora se corresponden, punto por punto, con el plan de estudios de las escuelas pitagóricas. Abre marcha la ciencia del cálculo, la logística, sigue la geometría plana y en un tercer momento la estereometría, es decir, la ciencia de los sólidos que el filósofo importa de Italia y presenta en Atenas como una auténtica novedad. Después de todos estos conocimientos pero sin abandonar el ámbito de las matemáticas, viene la astronomía, entendida no como ciencia positiva de observación, sino como explicación de la armonía celeste a partir de principios regulares y simples. Cierra este programa la música, una música que no se oye, y que estudia la proporción matemática entre los sonidos, siempre de acuerdo con la hipótesis de la mayor perfección. Ninguna de las disciplinas del primitivo «Corpus pythagóricum» se excluye y ninguna que esté fuera de él queda incluida.

Hace falta en todo caso un conocimiento que estudie los principios comunes a todas estas ciencias. En la medida en que este conocimiento organiza el orbe de las matemáticas y el universo entero de una forma rigurosamente lógica –y por tanto proporcionada y armónica– merece el nombre de dialéctica. En la medida en que lo ordena todo según el principio de lo mejor, se fundamenta en la Idea de Bien, que –igual que el Sol– nos hace verlo todo.

El resto del libro VII desarrolla minuciosamente este plan de estudios sin olvidar un solo detalle. Es verdad que a la hora de establecer criterios de selección de los gobernantes, Platón tiene que cambiar una vez más las ideas de la primera República, donde los guardianes se eligen entre los ancianos, al estilo de Esparta. Ahora, en vista del largo «cursus studiorum» que tienen por delante, los futuros filósofos políticos deben ser escogidos precisamente cuando son niños. A los veinte años, gracias a una nueva criba, los mejores de todos en inteligencia estudian los conocimientos que son preludio de la dialéctica, y a los treinta los verdaderamente sobresalientes podrán dedicarse a la gaya ciencia. Finalmente se aplicarán laboriosamente a las tareas de la guerra y al fin de su preparación –no antes de los cincuenta años– pueden gobernar.

Por lo demás estos libros adoptan un cierto talante lúdico, en oposición a los primeros desarrollos de República. Cuando en 535-36 Sócrates se indigna pasajeramente contra quienes afrentan a la filosofía, rectifica inmediatamente, diciendo que ha caído en el ridículo, por olvidar que estaba jugando con la imaginación y «por poner demasiada seriedad al hablar».

La actividad política del único o de los poquísimos gobernantes que al mismo tiempo filosofan –Platón mantiene la doble alternativa de una monarquía o de una aristocracia ilustradas– tiene que sufrir la prueba de fuego de la experiencia de Siracusa en el año 367. El fracaso de esta tentativa hace que el filósofo, de vuelta en Atenas, rectifique su actitud política en un doble sentido. En primer lugar, al dar unidad a la redacción de Politeia señala en el breve programa de gobierno del libro VII y con toda claridad al final del IX el carácter utópico de su ciudad.

En segundo lugar reflexiona otra vez sobre el perfil del auténtico estadista en tres diálogos sucesivos, el Teetétos, el Sofista y el Político, que no renuncian en esencia al ideal de Platón, pero tienen en cuenta la dura realidad, a veces con un pesimismo acentuado. Serán como el vademécum de los filósofos académicos, que esparcidos en vida del maestro y después de su muerte por las ciudades estado de Grecia, consiguen elaborar para cada una su propia constitución.

La trilogía del extranjero

Estos tres diálogos están ligados entre sí por una acción totalmente trabada y coherente. El argumento empieza en el Teetétos, escrito en recuerdo emocionado del joven académico, que ha descubierto el número irracional y completado la tabla de los sólidos regulares. Hablan el matemático Teodoro, Sócrates en vísperas de su juicio, y el mismo Teetétos en su primera juventud. A la vista del resultado negativo de su diálogo, los tres filósofos se citan al día siguiente en el mismo lugar.

Asisten puntualmente a la cita, pero esta vez Teodoro viene acompañado de un extranjero, recién llegado de Elea, que poco a poco va ocupando el lugar central del segundo diálogo y de toda la trilogía. El carácter anónimo de este personaje y la actitud crítica con respecto a todos los pensadores de su pasado anuncian claramente que Patón elabora en el Sofista una teoría que pretende ser ya del todo original.

El Político cierra la trilogía y sucede a los anteriores, sin solución de continuidad en el tiempo ni alteración del lugar. El extranjero de Elea sigue siendo el protagonista, hablando esta vez con Sócrates el joven. El tema es tan semejante que no parece ningún disparate –por lo menos desde el punto de vista didáctico– juntar los dos diálogos en uno, que merecería el título de El Político y su Sombra. Los dos son el principio de la teoría del estado de Platón y de la actividad política de los académicos.

Con bastante probabilidad, Platón escribe esta trilogía del extranjero desde muy poco antes de su segundo viaje a Sicilia, hasta poco después del tercero, más concretamente, entre los años 369 y 361. El diálogo Teetétos es posterior a la batalla de Corinto, donde el geómetra de la Academia pierde la vida. El maestro recuerda reiteradamente la figura noble y lúcida de su discípulo de la Academia con emoción tan sincera y tan viva que obliga a pensar en una redacción próxima y quizás inmediata a su imprevista muerte.

La primera parte del diálogo tiene una estructura dramática sólo comparable al Fedón, y desde luego mucho más compleja. Euclides de Megara anuncia a su amigo Terpsios la muerte inminente de Teetétos, y a continuación lee la larga conversación que Sócrates tuvo con él, también en vísperas de su proceso y su condena. Teetétos es un doble de Sócrates, no sólo por su físico, sino también por su constante deseo de saber, y por eso el destino del viejo maestro es el anuncio profético del que, muchos años después, seguirá su joven oyente.

Esta mitad del diálogo –que engloba la primera definición de la ciencia, la crítica a Protágoras y la descripción de la vida del filósofo– se puede datar en el 369. Pero su final negativo permite una continuación, en la que Teetétos es sólo un sumiso y anodino interlocutor, que ayuda a Sócrates a exponer de forma interrogativa sus opiniones y razonamientos. Por lo demás, la perfecta secuencia dramática, que enlaza las dos muertes, queda interrumpida. En fin esta parte final entronca directamente con los desarrollos posteriores del Sofista y el Político, y tiene su misma fecha de redacción, los años 366 al 361.

La crítica de la paideia sofística

El tema central del Teetétos es la definición de la ciencia, de acuerdo con el método socrático, que falsa sucesivamente mediante una hábil dialéctica las nociones que se le presentan. Ahora bien, cada uno de estos intentos malogrados es además de modo indirecto una crítica a las corrientes de pensamiento que dirigen la enseñanza de los sofistas.

La primera definición iguala ciencia y sensación y sigue en consecuencia la teoría del conocimiento de Protágoras. Hay dos motivos superpuestos para analizar una doctrina que en su versión original ha caducado hace mucho tiempo. La figura de los sofistas, personalizada en el más venerable de los maestros y de forma muy difusa y oculta en sus compañeros de enseñanza, sirve para caracterizar por contraste al auténtico político, que organiza la ciudad de según una técnica científica. La trilogía no abandonará desde ahora este método, que alcanza la idea exacta del verdadero hombre de estado a través de oposiciones reiteradas.

Pero además la crítica de Platón se dirige a una serie de epígonos que ellos sí viven en su misma época. Son los partidarios del movilismo universal, según los cuales el conocimiento se forma por el encuentro de estímulos en mutación constante, actuando sobre los sentidos, que también están sujetos a un cambio continuo, según sea la disposición, por fuerza variable, del organismo del sujeto. Una variante de esta teoría movilista está a cargo de hombres «refinados» y coincide con toda exactitud con el pensamiento de Arístipo de Cirene.

Al analizar la equivalencia de sensación y ciencia, Platón en un primer momento aísla la venerable figura de Protágoras de estos epígonos contemporáneos. Por eso los ensayos iniciales atacan las interpretaciones más o menos desviadas y parciales del hombre medida, desbrozando el camino y abriendo paso a la crítica de la teoría original.

Así por ejemplo, según un argumento ya tópico, la igualdad de lo que se sabe y lo que se siente, convierte a todos los pareceres en ciertos e infalibles. En este sentido no hay diferencia entre el conocimiento de los hombres y el de los dioses –pues no cabe dudar de lo que aparece–, ni tampoco entre la ciencia humana y la animal –pues tanto una como otra son sensaciones–. Protágoras, a través de Sócrates, contesta que de los dioses no sabe nada, y que tampoco se rebaja –ni puede hacerlo– al nivel de los animales. La afirmación que iguala parecer y ciencia únicamente tiene sentido desde el punto de vista humano. Y por eso el hombre es medida.

La segunda crítica, que tampoco toca el fondo del problema, es una elegante versión de la paradoja del mentiroso, introducida por los megáricos poco antes de la primera versión del Teetétos. Si Protágoras da por verdaderos todos los pareceres, hasta los que contradicen al suyo, entonces su mismo conocimiento es verdadero por hipótesis y falso por sus consecuencias. Es una contradicción palmaria, pero únicamente cuando se admite que el universo del discurso es común a todos y cada uno de los hombres, que es justamente lo que Protágoras niega.

La teoría del hombre-medida queda ya delimitada con toda precisión y de paso situada en su propio terreno, el de la oratoria política. Viene a decir que cuanto parece justo a cada ciudad es efectivamente justo para ella, que en último término las leyes son producto de los hombres y por eso mismo distintas en cada comunidad, aunque unas sean más eficientes y útiles que otras. También al nivel individual los pareceres de todos los ciudadanos son igualmente verdaderos y dignos del mismo respeto. La justificación de la democracia directa y la desacralización de la política son las dos preocupaciones centrales de Protágoras.

Sólo que Sócrates no tolera ese pragmatismo, porque piensa que toda ley se elabora en función de futuro, y entonces no es indiferente el parecer de unos o de otros. Sólo quien es competente en una técnica, el médico, el gimnasta, el músico, el político, puede marcar el futuro y en su caso ser medida de las leyes. Según la sentencia del viejo maestro, la separación entre lo verdadero y lo valioso, entre el conocimiento y la virtuosidad, no tiene sentido.

Además, si la ciencia es puro parecer, hay que admitir un movilismo universal, de forma que cada realidad se cambia en todos los sentidos en un proceso ininteligible y contradictorio, porque ni siquiera el mismo sujeto del movimiento permanece idéntico e inalterable. Esto sin contar con que el hombre puede conocer objetos inalcanzables por los sentidos, como las Ideas del Bien, la Belleza y la Justicia, las de igualdad y desigualdad, la de par e impar. Junto a todas y presidiéndolas aparece una nueva noción –la de ser– que lleva el imborrable sello de Parménides y que desde ahora presidirá toda la trilogía.

El segundo intento de definir la ciencia coincide con la reelaboración del diálogo, cuando Teetétos deja de ser el héroe cuya muerte se canta y empieza a ser una especie de contestador automático de Sócrates. Antes adelanta una nueva idea de ciencia, mezcla extraña de Protágoras y Parménides. La ciencia es el parecer, pero justamente el parecer verdadero, más exactamente, el que alcanza al ser.

La crítica a esta segunda definición es rápida, contundente y llena de sentido. Platón analiza y describe la prueba judicial –esta vez tiene a Gorgias en el punto de mira– y hace ver cómo en ella los retóricos consiguen, no enseñar pero sí persuadir a la multitud de los jueces, de su propio parecer, que exponen con particular habilidad. Es posible que ese parecer sea verdadero, pero ni siquiera en este caso el retórico trasmite ciencia, porque puede utilizar y de hecho utiliza engañosos razonamientos, los más adecuados para los ignorantes a los que se dirige.

En resumen el Teetétos declara insuficientes el conocimiento y la técnica pedagógica y oratoria de los sofistas, representados expresa o implícitamente por Protágoras y Gorgias. Alrededor de esta trayectoria lineal Platón alude a los discípulos de Heráclito, a Arístipo de Cirene, al mismo Parménides, y ahora finalmente a Antístenes. En este sentido, tanto este diálogo como el Sofista son los que con mayor detalle describen el panorama intelectual de una época.

Antístenes elabora una lógica según la cual un compuesto se define a partir de sus elementos más simples. Esa teoría da pié a Teetétos para desarrollar una tercera noción. De acuerdo con ella la ciencia es el parecer verdadero más la definición (lógos). Ahora bien, la ciencia no es una suma o enumeración de elementos, porque a partir de lo que es indefinible y por tanto ininteligible no es posible definir ni entender nada. La definición en el mejor de los casos se refiere a lo que específicamente diferencia a una realidad de todas las demás.

Queda entonces una fórmula final –la ciencia es el parecer verdadero más la diferencia– compuesta de dos partes que las dos sobran. Efectivamente, el parecer verdadero nos da sin más la diferencia y además no nos da la ciencia. Finalmente decir que la ciencia es ciencia de la diferencia es un último recurso, inútilmente reduplicativo que también fracasa. De esa forma Platón cierra el diálogo bruscamente, dándole un final negativo y justificando el rendez vous del día siguiente.

El sofista y el no ser

Este encuentro de Sócrates, Teetétos y Teodoro va a dar origen a uno de los libros más geniales de toda la historia de la filosofía. La pasmosa facilidad con que su autor maneja las ideas más abstractas, el talante lúdico del diálogo ya desde su comienzo cuando el protagonista intenta definir al pescador de caña, el crescendo que poco a poco enfrenta a

Parménides y Platón a propósito de una cuestión tan decisiva, pero tan ajena a cualquier dramatismo como es la cuestión del ser, el intento –primer intento– de hacer una crítica y un resumen de toda la sabiduría anterior, las anticipaciones de lo que el pensamiento humano será después y las nociones que deja en libertad y proyecta sobre su futuro, hacen del Sofista una muestra perfecta de la literatura filosófica.

Por lo demás, una vez averiguado el sentido del Teetétos, es muy fácil situar al diálogo que es su continuación, en su propio contexto. Platón ha criticado a la sofística en sus dos direcciones centrales, la enseñanza de la oratoria política representada por Protágoras y el uso de la retórica forense que nos remite al Gorgias y al personaje que le da nombre. Efectivamente, lo mismo los dos sofistas que sus epígonos, pretenden comunicar un conocimiento falso, cuyo objeto es sólo lo que parece.

Esto lleva de cabeza al Sofista. Porque si la ciencia no es conocimiento de lo que parece, entonces forzosamente tiene que ser conocimiento de lo que es. Ahora bien, para alcanzar al ser es preciso librarse de una buena vez de todos los creadores de apariencias e ilusiones, pues nos enseñan precisamente lo que no es. Esta polémica contra la educación política en Atenas antes de los Treinta Tiranos no pretende echar por tierra una institución que históricamente está muerta, sino presentar la figura más adecuada para caracterizar por contraste al político.

Un forastero que acaba de llegar a Atenas procedente de Elea se añade al grupo y después de las presentaciones de rigor empieza a llevar la iniciativa del diálogo. Como por capricho, Sócrates le pide que, de acuerdo con la doctrina y los métodos de su ciudad natal, defina primero al sofista, luego al político y al filósofo. El extranjero acepta y después de tomar por compañero de conversación a Teetétos, sigue un método binario de clasificación, ensayándolo primero en el oficio de pescador de caña. Este comienzo banal y jocoso se continúa en una serie de definiciones provisionales del sofista.

Estas primeras aproximaciones a la noción central tienen un carácter crítico y al propio tiempo describen una época histórica. El sofista es un pescador de jóvenes para obtener dinero, o también un negociante al por mayor que vende las ciencias trasladándose –igual que Protágoras– de una ciudad a otra. O un pequeño comerciante en ciencias, como los profesores que abrieron tienda en Atenas, o si se prefiere, un contradictor profesional, como Eutidemo. La última definición corresponde a Sócrates, que cura la ignorancia por medio de la ironía. Platón lo separa de todos sus compañeros de oficio para no hacerles demasiado honor, aunque un poco más adelante dice de su filosofía que «es la auténtica sofística, la verdaderamente soberana».

En todos esos casos Platón describe un variado retablo de la vida intelectual de la gloriosa y decadente Atenas en que conoció a su maestro. Al mismo tiempo busca una noción central que explique todos estos aspectos en apariencia inconexos, una idea que pueda expresar de forma unívoca y con precisión la esencia de esa extraña técnica común a todos los sofistas y fundamentar todas las manifestaciones de su paideia.

El extranjero, siempre por clasificaciones dicotómicas, empieza a encerrar a los escurridizos sofistas en un círculo cada vez más estrecho. En primer lugar es difícil que puedan persuadir a un individuo aislado y sobre todo a una colectividad de cualquier tema. Ello supondría que dominan todo tipo de conocimiento y que dentro de cada uno de ellos son omniscientes. En consecuencia su técnica sólo es, en el mejor de los casos, una imitación de la verdadera ciencia.

Todavía dentro de las técnicas de imitación cabe una última y decisiva clasificación dicotómica. La imitación puede copiar a la realidad construyendo una representación rigurosamente isomorfa con el modelo imitado, de modo parecido a la pintura de caballete, o puede desfigurar esa realidad como sucede en los cuadros murales o en las grandes estatuas. En este caso el artista no guarda la exacta proporción entre los miembros pero produce en el espectador, fijado en el suelo, la ilusión y la apariencia de la realidad, de tal forma que sólo puede ver lo que las cosas no son. Tras este complicado proceso, el extranjero termina asimilando al sofista con ese productor de ilusiones y apariencias, que persuadiendo a uno o a muchos, dice y hace ver lo que no es.

Y justo ahora, cuando parece que se ha logrado la definición del sofista, la que da sentido a todas las clasificaciones provisionales previas, salta al primer plano la cuestión decisiva. Porque según la doctrina de Parménides, que el extranjero trae consigo desde Elea, el no ser enunciado por esos engañadores profesionales «no se puede decir ni pensar». Así pues, o bien se renuncia a definir al sofista como quien dice lo que no es, o bien se somete a crítica y se anula la doctrina del venerable Parménides, cometiendo un verdadero «parricidio».

La cuestión del no ser es de tal envergadura que obliga a revisar toda la filosofía anterior al Sofista, reformando o en su caso rectificando, no sólo las soluciones que los pensadores antiguos dan a sus problemas, sino primero y principalmente la misma problemática que está en la base de tales soluciones. Porque es muy fácil hacer un resumen de lo que piensan los filósofos presocráticos, pero en cambio es mucho más difícil averiguar el interrogante común que subyace a todas sus soluciones.

Platón recorre las teorías sumamente variadas de los filósofos jónicos e itálicos, y nota que todas ellas arrancan de la pregunta por los entes fundamentales que están debajo de la tramoya de todo el mundo sensible. Cada uno de esos pensadores responde de una forma distinta –el agua, el fuego, el aire, los cuatro elementos, los átomos– pero la gratuidad de cada una de las respuestas y su consiguiente diversidad y contradicción convierten a la filosofía en una colección de mitos.

Entonces el extranjero cambia el mismo sentido de la interrogación. Ya no se trata de investigar cuál es el ente fundamental, el que realmente es, sino de otra cosa muy distinta : en qué consiste que los entes sean, qué se quiere decir cuando se dice que algo es, o más brevemente qué es ser. Y la contestación no puede ser una idea o una noción aislada, pues sólo a través del juicio se alcanza el ser de las cosas, y en este sentido el juicio es el lugar del ser, igual que la idea lo es del ente. De este modo Platón abre bruscamente a la filosofía un camino nuevo e inédito y por él empiezan a transitar, por vez absolutamente primera, el forastero y Teetétos.

¿Qué se quiere decir cuando se dice que un ente es?. Caben dos respuestas. La primera afirma el carácter material de cuanto hay, y por modo oblicuo un movilismo universal. El ser consiste en la propiedad según la cual todo se mueve o es movido en todos los sentidos. Desde el punto de vista ontológico cumplen esta propiedad de modo excelente «las cosas que se pueden tocar y apresar con las manos». Desde el punto de vista lógico, aquella parte del discurso que significa acción, es decir, el verbo.

Ahora bien, el movimiento universal parece contradictorio. Porque sucede que cuanto se mueve exige un sujeto permanente del cambio. Suponer que todo lo que hay es una universal y continua alteración es tanto como suprimir ese sujeto estable, y en consecuencia anular de modo indirecto el movimiento y el ser mismo. Así pues, al contrario de lo que opinan los materialistas, el ser no se identifica sin más con el movimiento.

La misma contradicción se mantiene en el plano lógico. Según la parte final del Sofista, una serie de palabras que sólo indican actividad, tales como marcha , corre, duerme, «no constituyen un enunciado, aunque las pongamos todas en fila». Ni la realidad del ser ni su entendimiento en palabras pueden reducirse a una pura actividad.

El extranjero sitúa en el polo opuesto de los materialistas a los que él llama «amigos de las formas». Según ellos el ser se identifica con la esencia de cada cosa, y esa esencia no está sometida a cambio, porque es objeto de una intuición intelectual pura, privada de materia y de cualquier determinación empírica. Así pues, según estos nuevos pensadores, decir ser vale tanto como decir estar. Y la parte del discurso que significa estado, lo que todavía ahora se llama nombre sustantivo, es el correlato lógico de esas formas o esencias, siempre iguales a sí mismas.

Ahora bien, para que haya objetos inteligibles privados de movimiento y materia, es preciso que estén integrados en una inteligencia. Pero la inteligencia sólo subsiste en el alma, y el alma es vida y por lo mismo movimiento. Del propio modo que el cambio exige un sujeto estable y por eso no puede ser puro cambio, de esa misma forma el mundo inteligible aparece penetrado de vida y movimiento y no puede ser puro estado. Lo que queremos decir cuando decimos que algo es, es muy complejo, porque envuelve al movimiento y al estado en una totalidad inseparable.

Lo mismo sucede si otra vez se pasa desde el plano ontológico al lógico. Las palabras que significan estado, como león, ciervo, caballo, son una serie que no forma discurso ni quiere decir nada. Sólo la conjunción del nombre y del verbo tienen sentido y se refieren al ser, no a través de conceptos aislados, por muy profundos que sean, sino por medio de la totalidad lógica que es el juicio.

Platón tiene que introducir dos nuevas nociones para completar este análisis trascendental del ser y el correlativo análisis formal del juicio. Son las ideas de identidad y distinción, que establecen las relaciones internas en la compleja estructura del ser y del discurso que es su lugar lógico. Efectivamente el movimiento es, desde el punto de vista formal, idéntico consigo mismo y distinto del estado, sin el cual ni es posible ni concebible. Al revés, la esencia estable de las cosas es formalmente idéntica consigo misma y distinta del movimiento donde se concreta y vive necesariamente,

Todavía se pueden simplificar esas fórmulas. Decir que el estado es diferente de la acción vale tanto como decir que el estado no es –por su propio carácter formal– movimiento, y recíprocamente el movimiento no es formalmente estado. Pero entonces se revela simultáneamente que la propia noción de ser está, por su misma complejidad, afectada por el no ser.

No es que haya una noción contradictoria, ni mucho menos una realidad contraria a la noción y a la realidad de lo que es. Es que dentro del ser y empezando por los géneros supremos de movimiento o estado, hay una distinción y una alteridad formal. El no ser absoluto no se puede decir ni pensar y el Sofista lo jubila definitivamente. Pero el no ser relativo afecta formalmente a esta dualidad suprema y desde ella se pasea por toda la escala ontológica.

Por otra parte esta compleja estructura del ser mantiene un isomorfismo riguroso y total con la forma del juicio, que es el lugar de la verdad y de la falsedad por medio de las cuales la realidad se descubre o se oculta. Por eso Platón llena las últimas páginas del Sofista con ese análisis formal del lenguaje, que es el eslabón intermedio entre la interrogación por el ser y la definición del mentiroso y huidizo sofista.

Todo juicio se compone necesariamente de dos partes y se expresa por medio de dos palabras que significan estado y movimiento, o si se prefiere sustancia y acción. Sólo cuando esas dos partes se conjugan la frase tiene sentido y quiere decir algo. Pero esta comunicación entre palabras las mantiene distintas desde el punto de vista formal. A su vez esa diversidad formal es el cuadro lógico que hace posible cualquier diferencia de contenido, es decir, cualquier falsedad.

El descubrimiento del Sofista –como todos los descubrimientos centrales de la historia de la filosofía– es simple y hasta trivial. Consiste en advertir que, aunque el ser y el no ser no se corresponden con ninguna noción ni idea aislada de la mente, sí se corresponden y tienen su lugar lógico en la conexión mutua entre ideas, es decir, en el juicio. Y que la complejidad y la distinción formal del juicio hace posible el error y la falsedad, o más brevemente el no ser.

En todo discurso enunciamos con relación a un nombre otra palabra, un verbo que denota propiedad o acción. El nombre significa necesariamente un ente porque si no fuese así, al nombrar no nombraríamos nada. Ahora bien, cuando se dice de un nombre y del ser al que significa, la propiedad o la acción que efectivamente le pertenece, entonces el enunciado es verdadero y rechaza fuera de él al no ser.

Pero si en cambio se atribuye a una palabra, y de modo indirecto al ente que significa, una propiedad o una acción distinta y otra a la que efectivamente es, entonces nuestro discurso es falso. El no ser se introduce en todo enunciado no verdadero, pues en él se confunden realidades que de hecho son diferentes. Decir que algo es lo que no es, decir en suma el no ser, eso es la falsedad.

Después de este largo proceso parece ya posible definir al sofista, por oposición al científico y más concretamente al político. Mientras que el auténtico hombre de estado piensa y dice lo que cada cosa es dentro de la ciudad, y por eso mismo la define con exactitud y le señala su preciso status jurídico, el sofista es capaz, gracias a su habilidad para persuadir, de decir una cosa por otra distinta, de engañar y de engañarse con relación a los asuntos públicos, pensando y diciendo lo que no es. El no ser, igualado con la categoría suprema de distinción o alteridad permite, por fin, definir al sofista, y por contraste también a quien posee la ciencia política.

El político

El Teetétos y el Sofista sirven para caracterizar y definir la contraciencia representada por la paideia de los retóricos y al mismo tiempo son el preludio y el contexto desde el que Platón escribe el Político. No es posible aislar cada uno de los diálogos de la trilogía, y quien prescinda de esta conexión se arriesga a que su interpretación caiga en la vaciedad o en la contradicción.

Por lo demás, tampoco cabe separar al Político del resto de la obra de Platón y más concretamente de la segunda versión de la República. Para entender plenamente la trilogía y su último diálogo que es algo así como el manual del perfecto académico y de forma indirecta su catecismo teórico práctico, hay que referirse a los previos períodos socráticos y pitagóricos del filósofo y a su misma situación histórica. Sólo entonces se entenderá el nuevo mensaje que el extranjero de Elea quiere comunicar, siempre empezando con una clasificación dicotómica.

La política según él es una ciencia teórica, pero como esta teoría se prolonga en una acción no subordinada a ninguna otra, es además directiva y dirigente. Lo que esta técnica verdaderamente real gobierna, son seres vivos, pero no individualmente sino en colectividad, y entre todos los seres vivos los que andan por tierra, no tienen cuernos y son bípedos. En resumen, el político viene a ser un pastor de hombres.

Esta definición es todavía demasiado general, porque no distingue a la política de otras actividades semejantes a ella. También en una primitiva Edad de Oro que Platón describe en el más espléndido de sus mitos, los dioses pastoreaban a los hombres. Pero cuando la mano divina que dirige el mundo, como si hiciese girar un hilo sobre un pivote o como si oprimiese un muelle, interrumpe su acción, entonces ese hilo y ese muelle dejados a sí mismos, inician un movimiento contrario en su sentido al proceso original. En ese mundo actual secularizado la dirección humana ha de sustituir al pastoreo de los dioses. Así pues, primera delimitación de los políticos hacia arriba, en oposición a la divinidad.

Pero entre las actividades que en este mundo, capaz de moverse por sí mismo, dirigen a una colectividad humana, la mayor parte de ellas están subordinadas a una sola y fundamental, justamente a la política. En primer lugar las industrias de todo tipo son auxiliares indispensables de la ciencia real, y sin ellas no habría política, porque ni siquiera habría ciudad. También están subordinados todos los otros oficios, los comerciantes que cambian moneda por especie y los heraldos y escribanos que anuncian de palabra o por escrito las leyes, y hasta los sacerdotes, que ofrecen a los dioses sacrificios y oraciones para que sean benévolos con la ciudad.

Quedan todavía algunas técnicas mucho más difíciles de separar de esa suprema ciencia directiva y dirigente. En primer lugar, la oratoria encargada de convencer a la colectividad de lo que hay que hacer o no hacer, es ciertamente necesaria, pero a condición de que por encima haya un conocimiento riguroso y científico de lo que es justo para la ciudad. En cuanto a la técnica de combatir propia de los generales, también es el político quien tiene que dirigirla, pues él determina si hay que hacer la guerra y firmar la paz y en qué condiciones. En fin, es evidente que los jueces, encargados de aplicar las leyes, dependen forzosamente de los legisladores, y legislar es para Platón la tarea específica de la ciencia real.

Cuando parece que el político está enteramente definido, el extranjero anuncia la entrada en escena de un extraño personaje de mil caras, que pretende hacerle una competencia desleal. Por supuesto que se trata otra vez del sofista, pero esta vez la preparación artillera de los dos diálogos previos ha dejado a esa figura y a su técnica de persuadir convertida en una pura apariencia de ciencia, más aún, en una contraciencia desde el momento en que dice lo que no es. La oposición del político y del sofista es radical, pues no se refiere, primero y principalmente a la propiedad directiva y dirigente de la técnica real, sino a su carácter mismo de ciencia.

Pero lo más grave de todo esto, lo que de paso sitúa a la trilogía en su propia circunstancia histórica y le da dentro de ella plena actualidad, es la enérgica afirmación de que todas las constituciones de hecho existentes en Grecia, clasificadas en cinco o seis grupos, son sofísticas, es decir, no científicas. Declaración extraordinariamente grave, que obliga a Platón y a los académicos que siguen su camino a adoptar una actitud crítica, lo mismo en la teoría que en la práctica, frente a la penosa realidad política de su tiempo.

Según una clasificación totalmente provisional de las constituciones, los gobernantes son la mayoría, o unos pocos, o también uno solo. Pueden ser ricos o pobres, utilizar la convicción o la violencia, imponerse a sus súbditos o ser elegidos de grado por ellos, gobernar a través de leyes escritas o por el contrario prescindir de todo código que condicione y limite su acción.

Esta clasificación previa de las constituciones es sometida a una crítica contundente y al parecer definitiva. El extranjero de Elea advierte que ninguna de las categorías que sirven de base a esas divisiones tiene nada que ver con la ciencia y con la competencia profesional del político, que es lo que verdaderamente importa. Cuando un médico ejercita su profesión, lo de menos es que lo haga solo o en equipo, que sea rico o pobre, que imponga su cura o espere que el enfermo la acepte, que sus remedios sean incruentos o quirúrgicos, o finalmente que se atenga a recetas escritas o se pase de ellas descubriendo para cada caso remedios inéditos. Lo único que interesa es que sepa medicina y que aplique eficazmente esa técnica y que cure.

Por analogía lo que importa no es la fortuna del político, ni que use la fuerza o la convicción, ni cualquier otra condición puramente accidental. Lo que verdaderamente interesa es que el gobernante sepa lo que está haciendo y por lo mismo lo haga bien. Sólo hay una constitución auténtica, precisamente aquélla donde los que dirigen la ciudad son científicos y por lo mismo tienen competencia profesional para desarrollar su compleja y difícil tarea.

Estos políticos científicos o estos filósofos reyes no son nada abundantes. Por supuesto no se identifican con la masa de los ciudadanos, en su inmensa mayoría ignorantes, ni tampoco con el pequeño grupo de los ricos. Ni siquiera podremos encontrar en la pólis cincuenta políticos auténticos, porque ya es imposible que haya otros tantos campeones de un juego tan trivial como las damas, y el arte de gobernar a los hombres es infinitamente más complejo y mucho más difícil.

Por todo esto, sólo se puede aspirar a que los hombres de estado sean uno, dos o una élite pequeñísima. Esta minoría de hombres o este hombre único al que Platón llama "rey ilustrado" tiene que cumplir una condición, saber. Todo lo que no sea esto es desde el punto de vista de la técnica política, accidental y contingente. Y al lado de este rey por excelencia todos los demás gobernantes son unos ignorantes o unos engañadores que sólo dicen y piensan el no ser.

Pero desgraciadamente el único o los poquísimos políticos auténticos difícilmente pueden ejercer un dominio directo y constante sobre toda la pólis y ello por dos razones. En primer lugar el ciudadano común siente envidia ante quien es superior a él en conocimiento y en poder. Pero además las ciudades son distintas de las colmenas, donde ya de nacimiento hay un individuo inequívocamente superior a todos los demás. La monarquía del filósofo rey es, por lo mismo imposible, a no ser en circunstancias azarosas, excepcionales y efímeras.

Entonces Platón busca una segunda solución, mucho peor pero más viable que el gobierno directo de los ilustrados. La función del político consiste en elaborar un código de leyes escritas que han de permanecer inalterables, porque son el producto de la inteligencia de un legislador competente y nadie tiene autoridad para cambiarlas, ni la plebe ignorante ni la minoría de los ricos. Los filósofos reyes, cuya acción flexible y prudente se adapta a cualquier situación por nueva que sea, quedan entonces sustituidos por una norma escrita, siempre igual a sí misma ante las mudables circunstancias de la ciudad.

Por supuesto que estas leyes fundamentales tienen que elaborarse «bajo la inspiración de los que saben». El oficio de estos especialistas en derecho constitucional es mucho menos envidiado que el de los gobernantes y su técnica menos discutida. Hay entonces dos tipos de constituciones –aparte la ideal en que el verdadero político gobierna– según que estén sometidas a leyes o a la voluntad más o menos caprichosa de los pocos o muchos que tienen el poder.

Pudiera pensarse que esta clasificación divide a las constituciones, y por tanto a las ciudades y a los mismos ciudadanos en buenos y malos. De hecho Platón no es demasiado indulgente con ninguna, ni siquiera con los modelos que siguen a las leyes. Es el momento de completar la lectura ontológica y lógica del Sofista con una lectura política. Porque la dicotomía central entre constituciones legales e ilegales se corresponde punto por punto con la doble teoría del ser de los amigos de las formas y los movilistas.

Por supuesto que las ciudades donde no están vigentes esos principios estables que se llaman leyes, están sujetas al capricho siempre mudable de los que mandan, igual da que sea uno, pocos o la mayoría. Como además estos gobernantes son absolutamente intratables, solo queda el recurso de reflexionar que por esta vía una pólis se deshace y queda convertida en el mejor de los casos en una peña de amigos mal avenidos.

Es cierto que los ciudadanos sometidos a una constitución escrita «son más tratables», pero ahí terminan sus privilegios. Porque en ausencia del legislador que las ha elaborado, las leyes son acatadas y mantenidas ciegamente. Sucede con ellas lo mismo que con las formas del Sofista, que «no viven ni piensan y solemnes y sagradas, están ahí plantadas sin poder siquiera rebullir». La ausencia de normas por una parte , y la copia servil de los textos escritos por otra, son dos aspectos de una misma ineptitud y falta de inteligencia para legislar.

Así pues, si atendiendo a las constituciones unas son preferibles a otras, porque sus leyes aunque rígidas están elaboradas científicamente según el criterio de profesionales competentes, por lo que se refiere a quienes de hecho componen la ciudad, lo mismo si son pocos o muchos o uno solo, su descalificación es total, porque también es total su ignorancia. «Hay que dejar de lado –dice Platón– porque no son políticos, a todos los que participan en cualquier constitución, excepto la científica. Son por una parte facciosos y creadores de los mayores engaños, y por la otra monos de imitación y papagayos, y en este sentido los mayores sofistas entre los sofistas.»

Cuando es uno solo quien gobierna y además se atiene a la ley, la constitución se llama monarquía y el que está al frente de la ciudad, rey. La misma palabra vale para quien conoce científicamente las leyes –rey ilustrado– y para quien sigue ciegamente la letra escrita, aunque la diferencia entre ambos es abismal. En cambio si el único gobernante sustituye las leyes por su voluntad arbitraria merece y recibe el nombre de tirano.

La constitución se llama aristocracia cuando una minoría de poderosos gobierna la ciudad y se atiene a las leyes inalterables elaboradas por quienes saben, y se llama oligarquía cuando sólo sigue los intereses cambiantes de los pocos. Finalmente cuando todo el pueblo –bien entendido que las mujeres, los esclavos y los metecos quedan excluidos– gobierna, se vive en democracia. Pero este nombre cubre dos regímenes, según que el Démos reunido en asamblea dicte según su capricho leyes tan efímeras como las palabras habladas con que se comunican, o acepte por el contrario sin más examen las disposiciones escritas de un legislador competente.

Todas estas seis variantes nos remiten de modo indirecto al régimen ideal en que el filósofo rey gobierna directamente, o al otro –más prosaico, pero también más viable– en que el político se convierte en un especialista de derecho constitucional. Su función en este caso es proporcionar a las ciudades una ley fundamental, que después de promulgada debe permanecer inviolable. También ahora su profesión, aunque sea un simple particular, es el oficio supremo, y el arte real.

En realidad Platón está trazando en el Político su propio autorretrato. El filósofo ha estado toda su vida suspirando por dar a las ciudades de Grecia una constitución. Efectivamente su primera obra política critica a la democracia ateniense e intenta sustituirla por una ley fundamental que sigue el modelo del código que Licurgo ha establecido en Esparta. Incluso la segunda y última redacción de Politeia mantiene exacto el esquema inicial, pues de esa forma la aparición de los gobernantes filósofos queda justificada y hasta exigida por la necesidad, siquiera sea teórica, de hacer un sistema de leyes.

En cuanto a la trilogía, termina con la descripción de un espíritu ilustrado, capaz de encontrar las normas fundamentales, que se aplican a cada uno de los regímenes políticos. El mismo Platón, los miembros de su Academia enviados a las distintas ciudades estado como consejeros, y los que después de su muerte, con relativa independencia del maestro ejercen por toda Grecia la difícil profesión de legislar, son ejemplos numerosos y bien conocidos. Su principal tarea ha sido –y la historia es generosa en ejemplos– dar constituciones de acuerdo con un modelo científico.

3. Nómoi

La última obra política de Platón se titula en griego Nómoi, un vocablo absolutamente intraducible incluso para los helenos que no viven en un círculo intelectual muy concreto. En la Academia tiene dos sentidos bien diferentes, que sin embargo se conservan íntegros y hasta se complementan y potencian. Nómos quiere decir en primer lugar modo musical, medido de acuerdo con cierto ritmo y armonía, pero quiere decir también ley, definida rigurosamente de acuerdo con un patrón matemático.

Ambos sentidos mantienen una rigurosa continuidad, porque la música y la política son mensurables con exactitud y proporción, porque los modos que se cantan en juego, se prolongan a lo largo de la vida de ciudadano en otros nómoi ejercitados con toda seriedad, y porque en último término los hombres tal vez no sean nada más - y nada menos - que unos títeres de los dioses, cuya mayor grandeza consiste en estar interpretando, en canto o en prosa, la melodía que ellos nos trasmiten.

Este significado central del título puede parecer caprichosa y hasta extravagante a quien busque un tratado de política de corte clásico. No obstante la lectura atenta de los doce libros descubre que Platón gira de forma continua y muchas veces reiterativa y hasta monótona sobre esa única idea, en torno a la cual se articula toda la complicada arquitectura del diálogo.

Ya los libros I y II desarrollan la tesis, ciertamente inesperada, de que las reuniones donde se bebe y se canta son imprescindibles para la educación del ciudadano. Es preciso que ese banquete y ese canto estén organizados y dirigidos por quienes conozcan la forma de ser del hombre perfecto y su expresión en melodía en ritmo y ademanes. Platón vuelve a retomar este mismo tema en VII al hablar largamente de la música como elemento único de la paideia, estableciendo que los modos musicales –y también los juegos– tienen que permanecer ajustados a normas e invariables.

Por lo demás el esquema formal de cualquier nómos musical es idéntico al de las leyes políticas. Los dos van precedidos de un preludio, que da entrada a la composición. El nómos propiamente dicho es el complemento y la conclusión de ese preludio. En los libros V y VI y más todavía al final de la obra Platón se preocupa de anteponer a cada disposición política uno de esos preludios, a veces larguísimos, con una minuciosidad desconcertante para quien no se coloque en su punto de vista.

También el contenido de los nomos musicales y políticos está penetrado de medida y proporción y guarda un riguroso isomorfismo. En este sentido es decisiva la comparación entre las partes centrales del diálogo, que distribuyen el territorio, la población y las instituciones siguiendo patrones geométricos, y los libros segundo y tercero que analizan cada uno de los modos musicales de acuerdo con la métrica más adecuada para moderar al ciudadano. Todo desemboca en el tratado décimo, que como largísimo preludio a la ley de impiedad introduce una teología donde la inteligencia, única o plural, gobierna con exactitud y número los caminos de los astros y las vidas sucesivas de los hombres.

A la vista del sentido general de la obra política del viejo Platón, ya expresa en su título y en su planteamiento y desarrollo, sería un error pensar que Nómoi es sólo una rectificación más o menos amplia de la Politeia. Al revés, se trata de una construcción de nueva planta que se apoya en supuestos radicalmente distintos y que emplea materiales totalmente inéditos. Es un tratado de ciencia política y de paideia, ciertamente único por su originalidad y por la anchura de su horizonte histórico.

El valor histórico de Nómoi

Es una verdadera paradoja que el último diálogo de Platón parece sufrir un trato despectivo por parte de su posteridad y al mismo tiempo ejercer una fuertísima influencia sobre esa misma posteridad que le desprecia. En este sentido su destino es inverso al de la República, que ha merecido la atención y hasta la veneración constante y ciega de quienes la leen, pero que en cambio no ha tenido ningún valor para trasformar la realidad histórica.

No tiene sentido presentar a «Nómoi» como un caso de decadencia intelectual, tomando como único criterio el estilo literario abstracto, árido y falto de flexibilidad, sin tener en cuenta que Platón murió antes de redactar definitivamente el diálogo. Mucho menos añadir el tópico de que el anciano filósofo ha fracasado en política, y que la melancolía, la resignación y el mal humor penetran circunstancialmente este escrito de sus últimos años. Mejor es tener en cuenta que, después de su muerte, esas leyes, al propio tiempo musicales y políticas, pasan en mayor o menor medida, de la letra a la realidad, por medio de la acción de los académicos esparcidos por toda Grecia.

Nomoi es la última obra de Platón, y acaso la más difícil de datar con toda precisión por su gran extensión. Como la muerte del filósofo ha interrumpido su redacción final, es seguro que las últimas páginas son aproximadamente del año 347. Por otra parte los desarrollos de los tres primeros libros sugieren con fuerza las experiencias políticas en Siracusa en el 367. En medio de ese amplio período de tiempo hay que situar la elaboración, el primer borrador y la publicación, al menos para uso interno de la Academia.

Por su forma y estilo es un tratado sistemático de la ciencia política y en este sentido es paralelo al Timeo, pensado y escrito a modo de enciclopedia de las ciencias físicas, desde la astronomía a la medicina pasando por la teoría de los elementos y la biología. Su carácter escolar explica en parte la rigidez, la abstracción y la aridez de los dos diálogos, por otra parte contemporáneos.

En más detalles se parecen Timeo y Nómoi. Sócrates es en el primero un simple adorno, y desaparece totalmente en el segundo. El diálogo, esencial en los otros escritos de Platón se convierte en un monólogo, en una especie de lección magistral, lo mismo en el entero Timeo que en varios libros de Nómoi. La preocupación por los detalles, por no dejar un solo hilo suelto es también un punto común. Sus variantes estilísticas son muy aproximadas, de acuerdo con el estudio clásico de Lutoslavsky.

Así pues, los dos tratados están situados en la última época de Platón y se corresponden con sus trabajos escolares. Es probable que varios académicos hayan trabajado en su elaboración y es seguro que están dirigidos en primera intención a todos ellos, en forma de conversación, de conferencia y hasta de apunte de clase. La refundición y el epílogo de esta gigantesca tarea escolar es obra de Filipo de Opunte en Nomoi y de él mismo o algún otro ilustre discípulo de Platón en el diálogo que integra de forma artificial al Timeo y a Critias.

Además de estos caracteres externos y muy por encima de ellos, hay algo que acerca poderosamente estas dos últimas obras del filósofo y que además remite a su propio pasado. Es precisamente la teoría pitagórica, que exige un riguroso esquema geométrico como fundamento de toda realidad física y política. Aquí cobra todo su sentido la sentencia, al parecer enigmática, que figura en la fachada de la Academia. «Que no entre quien no sepa geometría».

Desde los primeros desarrollos del Menón –escrito después del primer viaje a Italia– hasta los últimos capítulos de Nómoi, muy poco antes de morir, es evidente en cada página de Platón, no sólo la influencia sino la asunción de la doctrina de los números. Que la Academia la haya expresado con una lucidez y una altura que supera por completo a la de sus maestros itálicos no es motivo suficiente para desconocer su origen primero.

Y ahora surge el segundo problema que plantea Nómoi. Porque es posible entender fácilmente, y mucho más después de leer la primera parte del Timeo que el mundo físico está organizado y planeado por un demiurgo, un arquitecto, de acuerdo con un patrón rigurosamente geométrico. La astronomía y la teoría de los elementos de Platón es la demostración más evidente. Pero explicar la relación que existe entre geometría y política es mucho más difícil, no digamos ya si la explicación está destinada a un atónito lector de periódicos del siglo XX. Es preciso entonces aclarar esa relación, porque de otra forma quedaría a oscuras, no sólo el pensamiento político de Nómoi, sino también una de las dimensiones básicas de la teoría y la actividad de los académicos.

Ya los maestros italianos de Platón están convencidos de que el dominio de las ciencias y en particular de esa gaya ciencia que es la geometría es imprescindible para gobernar las ciudades, y este convencimiento y esta pretensión les vale un primero y serio disgusto, cuando Crotona, que tiene pitagóricos en todos las magistraturas y de hecho funciona como una aristocracia, pasa por una revolución popular, que obliga a exiliarse al jefe de escuela y a todos sus discípulos. Que una ciencia al parecer tan inofensiva como la geometría sea la víctima de una revolución democrática ya empieza a ser un misterio.

Pero resulta que uno de los aspectos de la técnica política, justamente el que llama la atención de los pitagóricos, es lo que aproximadamente se diría hoy urbanismo. Si el que elabora el mundo físico es un arquitecto, quien ordena la ciudad es un urbanista, y lo mismo el uno que el otro siguen un patrón geométrico. Nadie sospecharía de esta dimensión del pitagorismo si Platón no la hubiese sacado a la superficie –justamente en Nómoi– con toda nitidez y detalle, y si los académicos no comenzasen en el alba del helenismo un proyecto de urbanización universal. Por eso la lectura del último diálogo platónico permite entender plenamente el pasado y el futuro de su filosofía.

El planteamiento

Como de costumbre Platón inaugura el diálogo con una brillante puesta en escena. Tres peregrinos helenos, Clinias el cretense, Megilo el espartano y un anónimo ateniense muy fácil de identificar que lleva la voz cantante, deciden entretener su larga caminata construyendo con palabras una ciudad. Son tres músicos que elaboran - aunque sea en prosa - sus composiciones, sus nómoi, con auténtico virtuosismo. Todo el coloquio expresa simpatía y comprensión por el modo de pensar y de vivir de las diferentes ciudades, y en este sentido está penetrado de un difuso panhelenismo. Este sentimiento, cada vez más fuerte y más esparcido por toda Grecia en los últimos años de la vida del filósofo y de la redacción de Nómoi, se va a concretar y a realizar muy poco después, empezando en Macedonia con Filipo.

Por otra parte hay una circunstancia que aleja al diálogo de cualquier trasformación utópica de las realidades políticas de hecho existentes y que lo integra sin violencia en la actividad colectiva de las ciudades estado. Clinias el cretense va a fundar con sus conciudadanos una colonia de nueva planta, para lo que cuenta con las ideas que el ateniense expone a lo largo del camino. Esta separación entre el legislador –que se apoya en principios extraídos de la geometría y es por lo mismo un filósofo y un ilustrado– y los futuros gobernantes que escuchan dócilmente sus lecciones, se corresponde con las teorías pitagóricas y con la idea de político esbozada en la trilogía del extranjero.

Pero, por mucho que se cuide el sistema político, la ciudad estará afectada de una radical deficiencia si quienes la componen no reciben una perfecta educación. La eficacia de esta paideia se demuestra sobre todo en aquellos regímenes políticos que por su carácter extremo y unilateral exigen un perpetuo elemento interno de control del gobernante y de los ciudadanos. Estos regímenes extremos, que Platón y sus contemporáneos conocen muy bien, son exactamente dos, la monarquía absoluta de los persas y la democracia también absoluta de los atenienses. De la combinación de estos dos regímenes nacen en teoría –con variantes infinitas– todos los demás.

La monarquía absoluta y todas las formas de la tiranía en estado puro sólo resultan bien cuando el monarca recibe desde niño una adecuada educación, como Ciro o Darío. Cuando en cambio las mujeres, los favoritos reales y los eunucos tratan al futuro rey procurando que nadie le contraríe en lo más mínimo y concediéndole todos sus caprichos, el resultado de esta crianza nefasta es un carácter incontrolado y despótico, como el de Cambises y Jerjes. Platón piensa con toda probabilidad a través de estas imágenes en Dionisio el joven de Sicilia.

Por otro lado la democracia establece la libertad de todos los ciudadanos, pero esa libertad exige una adecuada educación colectiva que modere los ánimos para que el pueblo no se desboque y no caiga a su vez en la hybris. Es lo que sucede en Atenas en un principio, porque el pueblo soberano está sometido a los nómos antiguos, que regulan la música con todo rigor y precisión. Cuando aparecen nuevos compositores ignorantes, que introducen la anomia musical, esta primitiva disciplina se relaja. Y lo más grave no es que el ciudadano salte por encima de los nómos de las musas, sino que de paso rechaza la disciplina de las normas políticas que ordenan la vida en común. Otra vez Platón reitera el planteamiento inicial de la obra y justifica su título.

La Constitución

El libro V de Nomoi comienza a concretar y detallar la organización y el funcionamiento de la colonia proyectada, que ya no es una pura utopía, sino algo perfectamente realizable. Platón la llama Magnesia, o también ciudad de los magnetes, y este nombre, esparcido sobriamente a lo largo de todo el tratado, da una impresión de casi realidad.

La Constitución –igual que un nómos cualquiera– necesita un preludio o una obertura, siempre en analogía con las composiciones musicales. A ella dedica el ateniense ese texto, que no es un diálogo, sino una larga conferencia, en la que Platón establece y razona la estructura fundamental de la ciudad. Esta forma, análoga a la que adopta el Timeo, se retoma en muy amplios pasajes de los libros siguientes.

En ese preludio de la constitución Platón establece que todos los hombres deben atender en primer lugar a los dioses actuando mesuradamente –porque la deidad es la medida de todo– y sacrificando de acuerdo con un preciso ritual. Después han de obedecer a los padres y los antepasados, y por fin cuidar del alma, porque es lo más alto y divino que tienen. La prudencia, la valentía y la templanza en el alma, la salud –que también es proporción– en el cuerpo y finalmente la moderación en la riqueza, son los otros objetivos de esta declaración de principios.

El ateniense supone que los ciudadanos de Magnesia están ya seleccionados y que todos son justos y benéficos. Da también por supuesto que entre los habitantes de esta ciudad de nueva planta no hay grandes diferencias económicas iniciales que puedan producir escisiones continuas. Sólo falta distribuir la tierra entre los ciudadanos de acuerdo con un riguroso plan geométrico.

El comienzo no puede ser más concreto. Hay que dividir el suelo, precisamente en cinco mil cuarenta parcelas iguales, que pertenecerán a otras tantas familias. La cifra no es un capricho aunque lo parezca, porque es el mínimo común múltiplo de los diez primeros números, y tiene nada menos que cincuenta y nueve divisores. «Todo legislador –dice Platón– tiene que pensar qué número concreto es el más útil para las ciudades.» En este sentido la cifra elegida es la ideal para parcelar el territorio y para distribuir la riqueza y los cargos de gobierno.

El número de parcelas ha de permanecer siempre constante y la magnitud de cada una, invariable. Un nómos constitucional impide de raíz toda venta, total o parcial, de cualquier lote. Entonces la cantidad de ciudadanos tiene que ser también igual, y ello exige una estricta política demográfica. Por una parte si la población aumenta hay que limitar los nacimientos, o en último caso enviar a los individuos sobrantes a hacer apoikía en una nueva colonia. Si por el contrario los habitantes disminuyen debe fomentarse la natalidad o bien acudir a la solución heroica de permitir la entrada a nuevos inmigrantes. Así pues, la parcelación igual y definitiva de la tierra es el paso primero y fundamental para este intento de urbanización de la colonia de Magnesia.

Como el patrimonio familiar tiene que conservarse también constante e indiviso, hay que establecer una compleja política familiar, por la que cada pareja dueña de un lote tenga un sucesor y nada más que uno. Esto obliga a organizar los futuros matrimonios –cosa entre paréntesis a la que Platón ha tenido siempre una desmedida afición–. Es preciso que todas las familias intercambien a los varones y mujeres de la joven generación para que al casarse pasen a ocupar, como únicos herederos una determinada parcela. Hace falta también que los matrimonios sin hijos adopten a los sobrantes de otras familias y que los sucesores naturales, los adoptados o los políticos tengan los mismos derechos sobre su lote de tierra.

Pero además cada una de las parcelas es doble y las dos partes están distribuidas con tan puntillosa exactitud matemática que la suma de las distancias al centro de la ciudad es igual en los cinco mil cuarenta casos. En una de estas partes viven los padres y a la otra van a parar los hijos después del matrimonio. En resumen, a través de este conjunto de nómos, Platón consigue que la urbanización quede perfectamente parcelada, que los patrimonios familiares sigan inalterables y que los hijos lleven una vida independiente, sin que la unidad de cada lote quede afectada.

A continuación el ateniense pasa a distribuir al conjunto de los ciudadanos de acuerdo con su status económico. Hay que suponer que los primeros habitantes de Magnesia traen a la nueva colonia una cantidad de dinero y bienes que varía de unos a otros, sin caer en los extremos de la miseria y la opulencia, que dividirían a la comunidad. Teniendo en cuenta este patrimonio inicial de los ciudadanos así como los bienes que después pueden adquirir por vía legal, quedan repartidos en cuatro clases, según que su riqueza se iguale al valor de la parcela, lo doble, lo triplique o sea cuatro veces mayor.

Precisamente ahora vuelve el ateniense anónimo a demostrar una preocupación por los números y un virtuosismo matemático, a primera vista extravagante. El límite mínimo de una hacienda está determinado por la misma parcela, que no puede vender ni prestar ni perder a manos de nadie, ni individuo ni colectividad. Cualquier aumento de los bienes que exceda en dos, tres o cuatro veces el valor del lote es legal y determina en cada caso la clase a la que se pertenece o el salto de una a otra. Pero en cambio una ganancia, por mínima que sea, que supere ese máximo del cuádruplo ha de entregarse a la ciudad en calidad de impuesto. Naturalmente que la evasión fiscal está penada, precisamente con una multa del duplo. Una serie de funcionarios registrarán públicamente las adquisiciones de riqueza para determinar y controlar cada una de las clases censitarias.

El privilegiado número cinco mil cuarenta, parcelable de tantas formas diferentes en partes iguales, ha permitido una perfecta organización geométrica y económica de la urbanización. Platón por boca del ateniense da un paso más y distribuye la ciudad y todo el territorio en doce partes iguales, todas con el mismo número de parcelas. Las cuatrocientas veinte familias que viven en cada una de estas doce partes constituyen una tribu.

La autoridad suprema son los guardianes de la ley en número de Treinta y siete. Los eligen todos los ciudadanos que hayan cumplido la edad militar en tres vueltas. Después de una elección primaria, destinada sólo a buscar candidatos y de las correspondientes impugnaciones quedan trescientos nombres. Una segunda elección reduce este número a cien y la tercera y última nomina ya a los Treinta y siete. Son ciudadanos cuya edad oscila entre los cincuenta y setenta años y forman una especie de tribunal constitucional con funciones añadidas de registradores de la propiedad.

En cuanto al consejo que gobierna la urbanización de acuerdo con los nómos, tiene que ser justamente de trescientos sesenta miembros «porque es una cifra muy adecuada para las divisiones». Todos los ciudadanos eligen ciento ochenta por clase resultando en principio un total de setecientos veinte, y luego el azar señala entre ellos noventa por clase, que deben pasar un severo examen de conducta cívica antes de ser definitivamente nombrados. Este consejo de los trescientos sesenta actúa de forma rotativa, pues sólo Treinta de sus miembros están en ejercicio cada mes, descansando todos los demás. El isomorfismo entre el año lunisolar, la división de la ciudad en tribus y la ordenación del consejo es total.

La paideia de los ciudadanos

Los nómos que definen de acuerdo con un modelo geométrico y astronómico la distribución del territorio, de la población y del gobierno, son prolongación y desenlace de los nómos musicales, que desde la infancia modulan, a través de un lento proceso educativo, la forma de ser de los ciudadanos. Por eso los padres fundadores de Magnesia tienen que procurar que los juegos musicales, igual que todos los juegos, permanezcan inalterables, porque sólo así se mantendrán intactos los correspondientes modos políticos. Imitan así a los egipcios, que dan carácter sagrado a todas sus danzas y cantos y desarrollan el calendario y la liturgia correspondiente. Esta decisión por la que «las canciones se convierten en nómos» es el complemento del libro IV, donde Platón atribuye la decadencia de la democracia ateniense a la «anomia musical».

Los guardianes de la ciudad tienen que censurar aquellos modos musicales que no guarden la proporción adecuada, decidir qué danzas son más apropiadas para los hombres o para las mujeres, y clasificar sus distintas formas. El ateniense remata su argumentación diciendo que también los nómos políticos son música «ya que somos autores de la más bella y más noble tragedia. Porque todo nuestro sistema consiste en la imitación de la vida más alta y mejor, y en eso precisamente consiste la tragedia».

Los hombres libres, y sobre todo los llamados a vigilar la organización de la ciudad, deben seguir unos estudios superiores. Son unas ciencias que el anónimo ateniense confiesa no haber conocido ni en su juventud ni durante muchos años de su madurez, y que todas juntas forman el ordo studiorum de los pitagóricos de Italia, y el de los filósofos en la segunda edición de la República. En primer lugar el cálculo, después la geometría, es decir, la medición en superficie, longitud y profundidad, y finalmente el movimiento circular de los astros y sus recíprocas relaciones de velocidad y distancia.

Platón pretende que estas ciencias coronen la educación gimnástica y musical y propone que los que enseñan y aprenden conserven el talante lúdico que preside toda la educación del ciudadano. Por ejemplo los egipcios –y otra vez hay que imitarlos– han inventado unos procedimientos elementales para que los niños aprendan cálculo jugando con objetos cotidianos que se numeran y se intercambian entre ellos. También los que estudian la geometría deben plantearse mutuamente problemas para que la partida sea igual que un juego de damas.

La astronomía, según el ateniense, es la ciencia que corona la enseñanza de los hombres libres y la que de paso establece los fundamentos de una teología astral. La ciencia de los astros, lejos de ser una impiedad como creen los atenienses y otros griegos, es el único camino para librarse de la impiedad. Por ella se sabe que el Sol, la Luna, las estrellas y hasta los planetas, no siguen trayectorias siempre distintas, como vagabundos caprichosos, sino que mantienen una marcha circular, perfecta y continua. Y se sabe también que la relación de sus velocidades puede medirse también, de acuerdo con pautas geométricas proporcionadas y exactas.

Desde el punto de vista formal el libro X es el preludio del nómos que prohíbe y castiga la impiedad, pero por su contenido es una auténtica teología según la cual existen efectivamente los dioses, se preocupan de los hombres y son insobornables. Esta clave de arco del sistema político es el resumen de todos los diálogos pitagóricos de Platón, desde Menón al Timeo, pasando por los desarrollos del Fedón e incluso del Sofista.

El principio de este ensalmo, destinado a prevenir la enfermedad de la asébeia es la afirmación de que el alma –al revés que todos los cuerpos– se mueve a sí misma y es la única causa primera del movimiento. El alma –en cada uno de nosotros y en el conjunto del universo– es anterior al cuerpo sobre el que ejerce su dominio. Platón repite una vez más casi al pié de la letra el razonamiento del Fedón y del Fedro.

Queda sólo por decir, a la vista del movimiento regular de las estrellas, del Sol y la Luna y los mal llamados planetas, que necesariamente el alma o las almas que los gobiernan son buenas en el sentido pitagórico del término, es decir, inteligentes y ordenadas. Y eso lo mismo si viven dentro de los cuerpos celestes que si desarrollan su regular y benéfica acción por cualquier otro procedimiento desconocido. A estas inteligencias eternas que lo llenan todo llaman el anónimo ateniense, Megilo y Clinias, divinidades.

Estos dioses no se despreocupan de la vida de los hombres, pues no son indolentes, ignorantes ni malos. Al contrario, disponen nuestro destino del modo más simple y eficaz. La escatología platónica está adelantada en los diálogos anteriores de la Academia y más concretamente en la segunda redacción de República. Toma como punto de apoyo la afirmación de que el alma es indestructible, aunque muda de cuerpo en sucesivas existencias.

Efectivamente, el hombre va definiendo su forma de ser, su éthos, desde que nace hasta el momento del riesgo supremo, la muerte. La divinidad inteligente y ordenadora se limita - igual que un jugador mueve sus piezas - a dirigir al carácter que se hace más bello y justo hacia un destino mejor, y al más torpe y bajo hacia una nueva existencia más vil y desgraciada. Y esto en virtud de un axioma casi tautológico, según el cual cada uno tiende a ocupar el lugar que por elección le corresponde.

Finalmente estos dioses, que efectivamente existen y que deciden el camino, bueno o malo de todos los hombres, son además insobornables. Platón prolonga la crítica de Sócrates contra la religión tradicional y ritual de Eutifrón y de todos sus conciudadanos. No valen las ofrendas ni los sacrificios cuando son producto de la injusticia, ni vale la oración en forma de lisonja, ni en general cualquier liturgia distinta de la bondad y belleza de carácter. Para todas las clases de impíos tiene el ateniense preparado en su proyectada ciudad un reformatorio, donde quienes tienen mejor carácter estarán cinco años, rectificando su forma de pensar, y quienes al contrario están poseídos de un talante feroz e indomable, serán aislados totalmente en una especie de lazareto durante toda su vida.

El Consejo Nocturno

Después de este durísimo ataque contra el agnosticismo de los ilustrados y contra la religiosidad tradicional de la ciudad estado, Platón cierra su sistema político con una institución encargada de mantener vivas a un tiempo la educación y las pautas de gobierno, es decir, lo que significa en su sentido más amplio el vocablo nómos. Efectivamente hay que repartir el poder entre unos ciudadanos atentos a las variables situaciones y a los acontecimientos efímeros y triviales de todos los días, y los otros que, reunidos después de ponerse el sol y antes del alba, no están sometidos a las urgencias de cada minuto y pueden pensar a más largo plazo en la geometría y la música que han de modular la ciudad. Son el equivalente de los filósofos de la República y de los políticos de la trilogía del extranjero.

El Consejo Nocturno está compuesto por los sacerdotes y viajeros distinguidos, por los diez guardianes de los nómoi más ancianos y en fin por quienes tengan o hayan tenido el cargo de directores de la educación de los ciudadanos. Cada uno de estos componentes de la suprema asamblea tiene que acudir a las reuniones acompañado de un ciudadano de más de treinta años y menos de cuarenta, que hace las veces de secretario. De esa forma los jóvenes, que son más agudos y receptivos, se juntan con los ancianos, mucho más veteranos y experimentados, y unos a otros se moderan y complementan.

El Consejo tiene la misión de supervisar los nómos. Ahora bien, la constitución es, por su carácter científico y geométrico, extraordinariamente rígida, hasta tal punto que es difícil imaginar un cambio en profundidad. Platón no piensa en un mecanismo de reforma legislativa, sino más bien en una institución que asegure el carácter irreversible de todo el sistema, gracias al conocimiento filosófico de que la arquitectura de la ciudad y la paideia de los ciudadanos, están elaboradas de acuerdo con el principio de lo mejor.

Las tres ciudades

En pasajes muy breves pero también muy claros, Platón sitúa Nomoi con relación al resto de su obra y su actividad política. En un primer momento, el filósofo ateniense mira hacia atrás y recuerda con cierta nostalgia el régimen conventual y cuartelario de la primera entrega de la República. Sucede esto por la mitad del libro V, cuando termina el preludio de la constitución y se prepara a elaborar su contenido.

La primera ciudad «habitada por dioses o por hijos de dioses» proporcionará a los ciudadanos –en caso de que existiese– una felicidad tan grande que no haría falta buscar en otro lado un modelo de convivencia. En esta comunidad, más que humana, las riquezas, las mujeres, los hijos, la residencia y comida serían comunes a todos y ningún ciudadano tomaría como propia ninguna cosa, ni siquiera sus ojos o sus oídos.

El único inconveniente de esta primera ciudad es su carácter meramente hipotético, porque ni se conoce su existencia, ni –lo que es más grave– esa existencia depende en poco o en mucho de la voluntad del político. Por eso mismo, cuando el ateniense piensa en unos nómoi que puedan servir de modelo a la colonia que el cretense Clinias proyecta fundar, en ningún momento piensa en esa suerte de comuna y desvía la atención a una comunidad mucho más humana.

Esta segunda ciudad es precisamente el objeto de Nómoi. Ahora bien, el modelo geométrico que distribuye las parcelas, reparte los cargos de gobierno y garantiza la permanencia de toda esta estructura es sólo un plano y una maqueta construida sobre el papel, pero falta todavía aplicar este plano a la realidad.

De esta forma termina Platón en otra nueva ciudad, ya mucho más real y concreta, aunque desde luego menos perfecta, tanto geométrica como musicalmente. El ateniense compara la segunda ciudad a la línea teórica del juego de las damas y esta última con el abandono parcial de esa dirección, en vista de la posición en que el jugador puede encontrarse.

Platón va a desarrollar, para fundar estas terceras ciudades un programa que trasmite a sus discípulos de la Academia. «Vamos a exponer –dice Nomoi más o menos– el sistema más perfecto de gobierno y después un segundo y todavía un tercero. Y dejemos que Clinias y todos cuantos sucesivamente vayan dando leyes elijan lo que más les convenza de acuerdo con sus criterios personales, en sus respectivas patrias.» Justamente el diálogo termina en la frontera entre la segunda y la tercera ciudad, es decir, en el momento en que los políticos pasan a la acción.

4. Los académicos

La teoría política de Platón, lo mismo si habla del hombre de estado en la trilogía del extranjero que si se refiere a la tercera ciudad como proyecto realizable en cada caso concreto, se orienta claramente hacia la acción y sólo en ella tiene pleno sentido. Por eso, todos sus diálogos de madurez exigen una comunidad de individuos que por sus conocimientos científicos sepan gobernar y legislar en las ciudades de hecho existentes. Los filósofos reyes, de República, los políticos científicos que se contraponen a los sofistas y los componentes del Consejo Nocturno, son tres modelos, cada vez más cercanos a la realidad, de esta institución.

Pero al mismo tiempo, Platón va formando alrededor de él en la Academia un conjunto de especialistas que le acompañan en sus empresas políticas o que dan leyes a muchas ciudades cuando sus gobernantes o sus reyes le piden consejo. Con frecuencia esta actividad práctica se cruza con la construcción teórica. Es casi seguro, por ejemplo, que las leyes de bases preparadas por los más ilustres académicos para Siracusa forman el núcleo de los tres primeros libros de Nómoi.

Es verdaderamente notable el número y la calidad de los académicos que pasan a la historia como estrategos, gobernantes y legisladores. Dejando aparte aquéllos de que hay noticia cierta pero no bastante concreta, vale la pena centrar el estudio sobre tres empresas políticas bien conocidas e historiadas. La aventura de Siracusa, cuyos protagonistas son el mismo Platón y Dión, y en un segundo plano Jenócrates, Espeusipo, Eudoxo y muchos otros; la Constitución de la Tróade, conseguida por Erasto y Corisco en alianza con Hermias; y finalmente la influencia en la corte de Macedonia, primero a través de Eufreo y luego de Teofrasto y Aristóteles.

La aventura de Siracusa

En un primer viaje al sur de Italia y a Sicilia en el año 387 Platón tiene ocasión de conocer a fondo su situación cultural y política. Por una parte visita las comunidades pitagóricas dispersas alrededor del golfo de Tarento, y toma de ellas su futura doctrina. Por otra parte tiene ocasión de asistir y en cierta forma de participar en el preludio de un conflicto político, que va a alcanzar resonancia universal, gracias al testimonio y a la acción del filósofo ateniense.

Tiene entonces el poder absoluto e indiscutible en Siracusa y en toda la parte griega de la isla de Sicilia, Dionisio I, llamado el Viejo por los historiadores. Su guerra victoriosa contra los cartagineses le da la fuerza material y el prestigio moral imprescindible para gobernar en régimen de tiranía. Ni siquiera la decisión de centralizar el gobierno en la sola ciudad de Siracusa, despoblando las demás o dejándolas casi desiertas, ha sido suficiente para desprestigiarlo a los ojos de su pueblo, a pesar de que esa medida choca de frente contra la mentalidad política de los helenos.

Pero en la misma corte de Dionisio, que ha tenido la desventurada idea de casarse dos veces al estilo oriental, se gesta un futuro conflicto entre las familias de sus dos mujeres, Aristómaca y Dóris. Los dos protagonistas de este choque conocen a Platón y poco a poco lo envuelven en este ovillo, cada vez más embrollado, de ambición y de celos. Dión, hermano de Aristómaca y valedor de su familia, se convierte muy pronto en el discípulo más fervoroso del filósofo ateniense, y el joven Dionisio, hijo de Dóris y presunto sucesor, también se predispone favorablemente hacia él por un primer trato directo, por la influencia de Dión y por un conocimiento superficial de sus obras.

Mientras Dionisio el Viejo está vivo, consigue mantener el equilibrio entre las dos ramas de Aristómaca y Dóris, pero al morir en el año 367, esa difícil estabilidad queda rota. La llamada de Dión a su maestro parece, en el contexto de la carta séptima, una petición de auxilio para establecer en Sicilia una constitución de acuerdo con las ideas políticas de la Academia. Pero, aunque Platón acude lealmente a su llamada y le defiende de las ideas absolutistas representadas por el general e historiador Filisto y su partido, no puede evitar que Dionisio el joven se decida a mantener la tiranía y –lo que es más grave– destierre a su discípulo.

En este momento las relaciones entre Dionisio y Platón son muy tensas, y sólo la inteligencia y la diplomacia del filósofo consiguen convertirlas en lo más parecido a una amistad. Pero el recuerdo del amigo que ha debido marchar al exilio dorado de la Academia, oscurece la alianza y obliga a las dos partes a llegar a un acuerdo sobre este punto. El tirano se compromete a suspender el destierro de su tío tan pronto como termine la guerra que tiene pendiente con los cartagineses, y a su vez el filósofo, a su vuelta a Atenas, será como el embajador plenipotenciario de Siracusa, para asegurar no sólo una feliz gestión, sino también la neutralidad de Dión en todos los asuntos referentes a su ciudad natal.

La carta XIII, escrita por Platón desde Atenas después de su vuelta, revela mejor que ningún otro documento la amplitud de este acuerdo, y descubre una personalidad sorprendentemente dotada para el ejercicio de la política cotidiana. En primer lugar el filósofo envía a Siracusa a Helicón, discípulo de Eudoxo y amigo de la escuela de Isócrates, que además de ser portador de «los libros pitagóricos», será útil como seguro consejero legal de la ciudad y de su aliada, Tarento.

Pero además Platón es el representante y administrador en Atenas del tirano de Sicilia. Con una noble sinceridad y con una exquisita diplomacia, comunica la situación de insolvencia, causada por una serie de administradores, que no le anunciaron sus deudas, sin duda «por miedo a incurrir en tu enojo». Excepcionalmente ha aceptado ser fiador de su representado, pero le recomienda en el futuro un saneamiento de la economía y una mayor atención a la conducta de sus gestores.

En fin, siempre con mucha diplomacia, Platón informa que Dión está relativamente bien dispuesto hacia el tirano, pero no sufrirá tranquilamente la disolución de su matrimonio con Aréte. El enigmático texto de la carta consigue aplazar la decisión de Dionisio, aunque no anularla. Después como embajador, casi como ministro de asuntos exteriores, da noticias de una serie de personajes, que llegados a Atenas en embajada, o venidos incluso de la corte del Gran Rey «no cesan de elogiarnos con el mayor entusiasmo por todas partes, tanto a tí como a mí».

Así pues, las relaciones entre Platón y Dionisio son bastante más amistosas de lo que dicen las crónicas de sociedad. El mismo filósofo escribirá más tarde una carta, la séptima, según él para aconsejar al partido de Dión, pero en realidad para justificar su actuación política en Siracusa. En cuanto a la otra carta tercera, no es un documento privado, sino una publicidad abierta para defenderse de las acusaciones de colaboracionismo esgrimidas contra él.

En todo caso, Dionisio llama a Platón de nuevo a Siracusa, pero no quiere que le acompañe Dión. Ante el incumplimiento del «pacto previamente establecido» y en vista de su edad avanzada, el filósofo se resiste a este largo e incierto viaje. Pero pronto los ruegos del tirano se convierten en exigencias y hasta amenazas.

Por otra parte, Arquitas y los pitagóricos del sur de Italia solicitan también su presencia, pues temen que al faltar él la alianza entre Siracusa y Tarento quede rota, y los amigos de Sicilia hablan y no acaban de los progresos de Dionisio en filosofía. Por si esto no bastase, Dión le pide que haga un nuevo esfuerzo para liberarlo del exilio y arreglar en lo posible sus problemas políticos. En una palabra Platón se ha convertido en un personaje tan imprescindible que no tiene más remedio que aceptar esta universal invitación , navegar en la trirreme que le envía el tirano y aceptar el gran recibimiento que se le prepara.

Esta segunda luna de miel dura muy poco. Platón quiere probar los progresos y sobre todo la afición a saber –la filosofía– de su discípulo, y le introduce de golpe en una difícil teoría del conocimiento, de corte netamente pitagórico, cuyo objeto son las formas geométricamente mensurables, sólo percibidas por la inteligencia pura. Dionisio pierde súbitamente su afición a la filosofía en una sesión única.

Más grave que este abandono de la ciencia es la ruptura, esta vez definitiva con Dión. Efectivamente, el tirano no sólo mantiene el destierro de su tío, sino que deja de enviarle sus rentas. Todavía más, se incauta de sus bienes con el pretexto de ser tutor de su hijo Hiparinos, y comienza a venderlos de forma más o menos disimulada. Platón sólo consigue con su indignada protesta aplazar, unas semanas o unos pocos meses, este expolio.

Sigue un año muy duro para el filósofo ateniense, que está obligado a mantener una posición de equilibrio entre Dionisio y el partido de Dión dirigido por Heráclides, que empieza a tomar cuerpo en Siracusa. Esto cada vez es más difícil, porque el tirano tiene un temor y unos celos crecientes, y se ha vuelto tan susceptible que cuando Platón defiende a Heráclides, perseguido caprichosa e injustamente, interpreta esta actitud, mesurada y neutral, como una toma de posición a favor de sus enemigos. Esta tensa situación termina cuando Arquitas envía en una de sus embajadas a la isla una nave con la misión específica de rescatar a los académicos y devolverlos a Atenas.

En sus cartas Platón pasa por alto un detalle que probablemente será decisivo. Es curiosa esta omisión, incluso teniendo en cuenta la casi absoluta insensibilidad que el filósofo ateniense demuestra –lo mismo en su vida que en su pensamiento– hacia la intimidad conyugal. En efecto, Dionisio ha disuelto el matrimonio de su tío y ha entregado a la mujer a uno de sus favoritos. No parece muy equivocado Plutarco al situar en esta doble afrenta el motivo inmediato de la rebelión de Dión, que es académico, pero no deja de ser siciliano.

Platón de vuelta de Sicilia le informa del estado de cosas en Siracusa y es ahora cuando el jefe de la oposición se decide a usar la violencia contra el tirano y pide al maestro que le apoye en su empresa. Pero el maestro sigue manteniendo la misma neutralidad que poco antes había guardado en la corte de Dionisio. Viene a decir que está unido con los dos enemigos por lazos sagrados de amistad y hospitalidad, y que pueden contar con él para ayudarlos a hacer la paz, pero no para la guerra.

Desde ahora la iniciativa política y militar pasa a Dión, en cuanto valedor de la rama de Aristómaca. El filósofo tiene en general una actitud conciliadora, por lo menos en las cartas que envía a los sicilianos de los dos bandos dándoles consejos. Platón es la única figura que desde el principio al fin de la aventura de Siracusa es universalmente respetada, pues a pesar de su posición incómoda y difícil conserva íntegro su prestigio de árbitro imparcial.

Cuando Dión pierde la esperanza de volver a Sicilia pacíficamente, organiza y dirige una expedición naval contra Dionisio. Ochocientos soldados profesionales embarcan en tres naves en una empresa que parece sólo un gesto de desesperación. Los filósofos de la Academia toman parte activa en la organización de esta aventura y Plutarco recoge los nombres de Espeusipo, Timónides y Eudemo de Chipre. Algunos acompañan a Dión, entre ellos Milas de Tesalia, que es el consejero espiritual de la expedición.

Cuando los soldados se enteran de que la acción guerrera va dirigida contra la potencia militar más formidable de occidente, todos ellos amenazan con sublevarse o abandonar, y sólo la dialéctica y la diplomacia de Dión y de Mílas consigue mantenerlos en sus puestos y animarlos a continuar el viaje. En el talón de la bota de Italia está más de la mitad de la flota de Siracusa, capitaneada por Filisto para cortar el paso y evitar la eventual alianza con Arquitas de Tarento. El propio Dionisio se hace también a la mar con el resto de las embarcaciones, dispuesto a presentar batalla.

Dión, en una acción inesperada y casi suicida, se interna en alta mar, llegando a rozar las costas de África. Desde aquí aborda Sicilia por el sur, en territorio de los cartagineses con quienes siempre ha tenido buenas relaciones de vecindad. Ya dispone de dos factores decisivos, una base de operaciones y la iniciativa. Cuando atraviesa el río Hálys se le unen la caballería de Akrágas, la infantería de Gela y las tropas de Camarina. Ya cerca de Siracusa ensaya una finta amenazando Lentini y consiguiendo que los soldados de esta ciudad abandonen sus puestos en la guarnición de la capital para ir a defender su lugar natal. El ejército de Dionisio se repliega a la fortaleza de Ortigia y entrega la ciudad.

Otra vez acierta Plutarco cuando dice en sus biografías que la aparición de Platón por Sicilia ha sido la causa remota de la expedición de los académicos y de la larga revolución de más de doce años, iniciada con esta primera victoria y cerrada con la llegada de Timoleón y la marcha definitiva de Dionisio. Durante el sangriento conflicto mueren de modo violento los generales de cada una de las dos facciones –Heráclides y el propio Dión de un lado, del otro Filísto– y son exterminadas las familias de Aristómaca y Dóris en una especie de vendetta, precisamente siciliana.

Pero además este triunfo inicial de Dión tiene un sentido nuevo para los griegos que lo contemplan atónitos desde todas las ciudades del Mediterráneo. La tiranía más prolongada de Grecia con más de medio siglo de historia, la más odiada, porque sus formas de gobierno se apartan del todo del patrón heleno, y la más fuerte en ejército, en naves y en aparato militar, ha caído. Y la han derribado –dice la carta cuarta de Platón– «no los hoplitas ni los caballeros, sino el poder de razonar y convencer».

Atenas no ha olvidado nunca que su declive ha empezado precisamente en la derrota naval de Siracusa, cuando en plena guerra del Peloponeso gozaba de una superioridad militar marítima aplastante sobre sus temerosos enemigos. Que ahora unos poquísimos barcos y menos de mil soldados sean capaces de neutralizar toda la inmensa armada y la fortaleza de Dionisio es para todos una noticia casi increíble. La breve carta cuarta, que Platón dirige personalmente a su discípulo recoge esta universal sacudida de admiración y sorpresa. «Los habitantes del mundo entero –no sé si exagero– tienen los ojos fijos en un solo lugar, y dentro de ese lugar precisamente en tí. Convéncete de que eres el objeto de la atención de todos y procura dejar atrás la gloria de Ciro y de Licurgo.»

La primera actitud de Platón ante este inesperado lanzamiento publicitario de la filosofía es totalmente positiva, hasta el punto de que abandona su tradicional posición de neutralidad y toma partido por su discípulo. Y es que en este momento el conflicto de Siracusa ha dejado de ser un choque de ambiciones y celos entre dos dinastías, para elevarse a la suprema categoría de lucha entre la fuerza y la inteligencia.

Cuando cae sobre Siracusa el conflicto civil, Platón escribe la dudosa carta tercera y sobre todo la séptima, defendiéndose de la acusación de colaborar en el pasado con el tirano. El partido constitucional, después de la muerte de Dión, está dirigido ahora por el hijo de Dionisio I y Aristómaca, Hiparinos, que ocupa la ciudad durante dos años. Sin embargo Dionisio el joven, nunca vencedor, nunca totalmente vencido, sigue siendo una constante amenaza.

En la carta VIII Platón rectifica la actitud beligerante que de modo excepcional ha adoptado y vuelve a convertirse en u árbitro neutro e imparcial entre las dos partes en conflicto. Propone que sean conjuntamente reyes de Siracusa el hijo de Dión (?) y los representantes de las dos dinastías, Hiparínos y Dionisio. Propone además que un grupo de expertos elabore una ley fundamental y que se nombre un tribunal constitucional, siguiendo el esquema "Nómoi". Finalmente aconseja repoblar las ciudades griegas de Sicilia, estableciendo entre todas una confederación.

La pequeña academia

La empresa de Siracusa no agota ni mucho menos la actividad política de Platón, que por sí mismo o por sus discípulos de la Academia elabora leyes para muchas otras ciudades. Una de ellas, Atarneo, situada en la Troade mirando a la isla de Lesbos, está gobernada por Hermias, un hombre que se ha elevado desde la esclavitud a la categoría de tirano.

Hermias conoce a Platón y según algunos documentos hasta ha llegado a ser discípulo más o menos directo de la Academia. Pero además va a ser aliado de Filipo y enemigo decidido de los persas. Esta situación histórica privilegiada hace de él eslabón de una cadena, que empieza en las escuelas de filosofía de Atenas y termina en la corte de Macedonia.

Efectivamente, Hermias, que es un tirano ilustrado, solicita la ayuda de Platón y de sus discípulos para que colaboren con él a fin de establecer en el ámbito de su gobierno un régimen flexible y sometido a leyes. Por la misma época le piden consejo muchos otros políticos, pero se conoce mejor que ninguna, gracias a la carta VI, la gestión del tirano de Atarneo y sus consecuencias.

La Academia envía a la corte de Hermias a dos ilustres ciudadanos de Escépsis, situada también en la Tróade. Se llaman Erasto y Corisco, son discípulos directos de Platón y merecen su confianza y su admiración. Por todo eso serán los encargados de elaborar una constitución que convierta la tiranía en un reino, de acuerdo con los estudios científicos extraídos de los diálogos de madurez.

Todos los documentos están de acuerdo en asegurar que esta misión legisladora de los dos académicos es un éxito total. La constitución de Atarneo es efectivamente un hecho y tiene dos efectos laterales. Proporciona a Hermias un sólido prestigio entre las ciudades eolias del Asia Menor, y como consecuencia fomenta la unión de todas ellas en régimen de confederación.

Hermias establece con sus dos consejeros lazos de hospitalidad, dándoles residencia en la ciudad de Assos. Esta pequeña academia, cuyo numen tutelar es el mismo Platón, parece cumplir el doble ideal de que los filósofos gobiernen y los gobernantes se hagan filósofos. Efectivamente la carta sexta recomienda que el flamante rey de Atarneo busque ayuda política en varones íntegros y sinceros como son sus amigos, y que éstos a su vez enmienden sus ingenuidades, aprendiendo de un político veterano.

De esta forma, Hermias, Erasto y Corisco están integrados en una hermandad filosófico política, ciertamente más restringida que la Academia, pero muy productiva, y desde luego irreductiblemente fiel a Platón. Sobre este primer núcleo se va a montar una comunidad más amplia cuya influencia en la historia es incalculable.

Cuando en el año 347 muere Platón, muy pronto se produce en la Academia una escisión entre dos tendencias, antes integradas por su poderosa personalidad. No se conocen bien los términos del cisma, sólo que uno de los herejes, Aristóteles afirma que Espeusípos, el sucesor del maestro «quiere convertir la filosofía en matemáticas». Pero esta sentencia se puede interpretar de tantas maneras que da muy poca luz sobre el problema.

Como quiere que sea, dos de los académicos más notables, Aristóteles y Jenócrates, precisamente los que están llamados a dirigir las dos grandes escuelas filosóficas de Atenas, se trasladan a la corte de Hermias y allí conviven juntos en la pequeña academia. Esta comunidad, verdaderamente ilustre de pensadores y políticos está anunciando lo que será Grecia quince o veinte años después.

Aquí tiene Aristóteles sus primeros discípulos. Con seguridad Neleo, el hijo de Corisco, es uno de sus seguidores, y no se trata desde luego de un caso aislado. En rigor sería más exacto hablar en este momento de dos academias paralelas, una la de Atenas y otra ésta de Assos. Su inicial divergencia de pensamiento, que cada vez se acentúa más, no impide que ambas veneren la memoria de su común maestro.

También en Assos Aristóteles elabora una serie de tratados. Buena parte de ellos se han perdido y sólo se conocen a través de breves recensiones de autores clásicos. Otros pocos todavía se conservan, entre ellos muy probablemente los libros más arcaicos de ese conglomerado que por un desgraciado azar terminó llamándose Metafísica. Los textos más significativos recuerdan todavía las doctrinas de Platón, bien porque las rectifican, bien porque las asumen aunque sea parcialmente.

Por ejemplo Aristóteles empieza aceptando la teoría de las formas en los libros primero y tercero, incluyéndose entre los platónicos, y lo mismo hace en los últimos tratados, el trece y catorce, que son un resumen más completo y maduro de aquéllos. En cuanto al aislado libro doce, introduce una teología astral, paralela al Epínomis, que casi al mismo tiempo elabora Filipo de Opunte en Atenas. Todo esto confirma que las dos comunidades siguen influidas en su pensamiento y su acción por la poderosa personalidad de Platón.

El prestigio intelectual que dentro de la comunidad de Assos va adquiriendo el primer Aristóteles va acompañada de una estrecha y cordial relación con Hermias. Pronto esposa a Pitia, sobrina y al mismo tiempo hija adoptiva del rey de Atarneo, y hay que decir que es fiel a la memoria de ambos, desde su estancia en la pequeña academia y su matrimonio hasta sus últimos años.

Cuando Hermias muere asesinado por los persas, Aristóteles compone una elegía, que se ha perdido, a su virtud y a sus hechos gloriosos. De todas formas su afecto hacia el amigo y familiar es profundo y bien conocido, porque muchos años después, poco antes de su muerte, unos atenienses quisquillosos le acusan de impiedad, tomando como base de su acusación precisamente aquel himno que había compuesto.

Así pues, el perfil filosófico y político de Aristóteles y de los componentes de la pequeña academia que viven primero en Assos, queda suficientemente dibujado. Son por una parte fieles discípulos de Platón, aunque discrepan cada vez más de la orientación que ha tomado la Academia después de su muerte. Y además son compañeros de viaje, políticamente hablando, de Hermias, tan leal a Filipo como decidido enemigo de los persas. La futura trayectoria del platonismo está ya preparada.

Después de la muerte de Hermias, la comunidad cambia de lugar y de protagonistas, por lo menos en parte. Aristóteles se traslada a Mitilene, en la vecina isla de Lesbos, y probablemente los otros amigos de Hermias le acompañan. Jenócrates vuelve a Atenas y poco tiempo después es nombrado sucesor de Espeusipo.

Hay una razón poderosa para que Aristóteles elija Mitilene como domicilio, por lo menos provisional. Uno de sus antiguos condiscípulos en la Academia reside allí, y casi con toda seguridad le invita. Al parecer entre los dos existe un profundo acuerdo de pensamiento y de vida, que no queda restringido a esta etapa, sino que se extiende a toda el futuro de Aristóteles y su escuela.

Este antiguo académico pasa a la historia con el nombre de Teofrasto, o sea El Divino Hablador. Es el propio Aristóteles, por otra parte tan sobrio y preciso en sus definiciones y tan poco amigo de superlativismos, quien ha puesto ese nombre. Así pues la comunidad de los dos filósofos mantiene el esquema de la pequeña academia, tanto más cuanto que allí escribe al parecer Aristóteles los libros de su Política más antiguos y más cercanos a Platón, los que intentan todavía establecer la constitución de la ciudad ideal.

En Mitilene reside todavía el filósofo cuando el año 342 Filipo le escribe desde Pella, capital de Macedonia, pidiéndole que se ocupe de la educación de su hijo Alejandro. Tiene buenos motivos para su elección. En primer se trata de un macedonio ilustre, hijo de Nicómaco el médico de corte de su padre Amintas III. Es muy posible que el rey y el filósofo, aproximadamente de la misma edad, se hayan conocido y hasta hayan jugado en los patios del palacio real.

Por otra parte la corte de Macedonia ha estado ya en contacto con los discípulos de Platón en vida del maestro y tiene de ellos excelentes referencias. Y por fin, un gran amigo de Filipo, Hermias ha tratado muy de cerca a Aristóteles, ha intimado y emparentado con él y admirado su inteligencia y su doctrina.

Aristóteles acepta el encargo de Filipo y, acompañado de su inseparable Teofrasto, viaja a Macedonia. Desde ahora la pequeña academia desaparece, pero en su lugar y manteniendo exactamente el mismo esquema, va a nacer una empresa mucho más importante. La conjunción de un filósofo y un político que los dos juntos darán el salto a una nueva forma de vida y de cultura y la esparcirán por todo el mundo.

La Academia en Macedonia

Pérdicas III reina en Macedonia entre los años 365 y 360 a de C. Parece un monarca ilustrado que trata de helenizar el gobierno y la sociedad semibárbara de aquella remota región. Es entonces normal que solicite el consejo de la facultad de ciencias políticas en que se ha convertido la Academia, mucho más si se tiene en cuenta que el prestigio de Platón empieza a ser ya universal.

El maestro envía a uno de los políticos más notables de la Academia, Eufreo de Oreos, Su misión en Macedonia consiste en dar consejo al joven Pérdicas, y más concretamente enseñarle el «idioma», es decir, la forma de ser propia de cada uno de los regímenes políticos. Y esto no de forma superficial, sino desarrollando cada sistema a partir del principio que le sirve de base y que lo define frente a todos los demás.

Porque cuando un gobierno, sea el que sea, el de uno solo , el de pocos o el de la mayoría funciona de acuerdo con ese principio y esa forma de ser propia tiene asegurada la solidez y la permanencia. Si en cambio adopta una constitución extraña queda por lo mismo condenado a desaparecer. De aquí la importancia de la misión política y filosófica de Eufreo.

Este curioso y lejano antecesor de Montesquieu tiene, de acuerdo con los escasos pero seguros documentos históricos que hablan de él una personalidad aparentemente ambigua. Por una parte es asesor de reyes y ejerce en Macedonia una influencia positiva, desde el momento en que enseña a Pérdicas el principio que, bien desarrollado, es base del régimen monárquico. Pero por otra parte es un héroe de la resistencia ateniense, precisamente contra los macedonios, y el mismo Demóstenes le cita en la tercera filípica elogiando su muerte en defensa de la ciudad estado.

En realidad Eufreo es fiel al modo de pensar de los académicos en dos aspectos complementarios. Por una parte defiende el régimen monárquico, es decir, el gobierno de uno solo o de muy pocos bajo leyes. Pero además defiende con la misma fuerza la descentralización política y el respeto a la independencia de las ciudades, que sólo pueden unirse en régimen de confederación o de coalición.

Esta ambigüedad –por lo menos aparente– en la personalidad de Eufreo está acompañada de una cierta contradicción en la carta que lo presenta. Efectivamente, según ella el discípulo de Platón –y los otros académicos– son una élite de profesionales ilustrados, que pueden elaborar, porque sólo ellos saben, las normas fundamentales de cada régimen político. Es un tópico de la Academia, heredado de Sócrates y sobre todo de la escuela pitagórica.

Parece entonces una incoherencia que quien está sembrando de políticos legisladores todas las ciudades griegas no sepa o no quiera desarrollar en su tierra natal los principios y formas de la democracia. Pero la misma carta explica las razones de esta actitud con una amarga ironía que recuerda al maestro Sócrates. «Platón nació demasiado tarde, porque el pueblo es ya muy experto.»

Cuando después de esta primera intervención de Eufreo otros dos académicos, Aristóteles y Teofrasto, llegan a la corte de Macedonia atendiendo la solicitud de Filipo, su tarea va a ser en cierta forma análoga a la de su antiguo compañero, pero su alcance histórico es mucho mayor. Se trata de educar nada menos que a Alejandro, en el talante y en la forma de ser propia de un rey.

Como la base de la paideia en Grecia sigue siendo todavía la lectura de la Iliada y la Odisea, Aristóteles prepara una especie de edición crítica, dedicada a Alejandro, del texto de las dos epopeyas. La noticia de Plutarco según la cual le enseña además ética, política, y hasta medicina, es sumamente vaga, pero por lo menos está de acuerdo con el nivel científico a que el filósofo había llegado e el año 42. Es en cambio imposible que el maestro y el discípulo hayan discutido las obras acroamáticas, y más imposible todavía que conociesen la Filosofía Primera.

Aristóteles redacta además por esta época un nuevo tratado que se ha perdido. Su título, Acerca del Rey, define con toda claridad su contenido y recuerda la lejana empresa de Eufreo, empeñado en enseñar a Pérdicas «el idioma del reino». Otro escrito, que tampoco se conserva, trata sobre las colonias, y ambos a dos –importa subrayarlo– están destinados al mayor rey y colonizador que ha tenido Grecia, y tal vez el mundo.

Durante los siete años que dura la enseñanza de Alejandro, Aristóteles es fiel, no sólo a su discípulo y a Filipo, sino también a la forma política que representan. Pero esta actitud favorable a la monarquía macedonia, y a la larga a los regímenes políticos profetizados en ella, se complementa con el reconocimiento de la ciudad estado como centro inmediato de convivencia. Es el propio filósofo quien influye cerca de Filipo para que reconstruya Estagira, su tierra natal, desolada por las guerras internas de Macedonia. También consigue que el rey reedifique y repueble Ereso, donde había nacido Teofrasto y que además respete a Atenas, a la que los antiguos académicos se sienten fuertemente vinculados.

Al parecer el filósofo sigue al pié de la letra el consejo que Platón dio inútilmente a los sicilianos. «Reorganizar las ciudades devastadas y ligarlas mutuamente con leyes y constituciones, de modo tal que haya una estrecha conexión de las ciudades entre sí y con el rey, con vistas a la común defensa contra los bárbaros, para no sólo duplicar sino muchas veces multiplicar los dominios de su padre.» Pero esta vez Aristóteles tiene la suerte de hablar a dos políticos de talla muy superior a la de Dionisio.

Cuando Alejandro llega al trono las relaciones con su antiguo maestro pasan por dos fases bien definidas y distintas. En un primer momento, después de una serie de avatares políticos, unifica las ciudades griegas en forma de confederación, y pasa a ser el general en jefe de esta coalición militar panhelénica, con la concreta misión de iniciar una cruzada contra los persas.

Hasta entonces las figuras de Aristóteles y Alejandro son complementarias. El filósofo cree en la superioridad cultural de los griegos sobre los otros pueblos extranjeros, y piensa –además con razón– que la civilización helena está destinada a extenderse por todo el mundo. Su discípulo es quien llevará a la práctica esta misión histórica.

En este primer momento las relaciones del filósofo y el conquistador tienen que ser y son amistosas. Aristóteles ha instalado su escuela en Atenas y allí le envía Alejandro materiales de todo tipo, sobre todo plantas y animales desconocidos, que potencian la investigación en el Liceo y hacen crecer su primer parque zoológico.

Pero el proyecto de Alejandro va cambiando gradualmente. Establece una monarquía de derecho divino como la de los aqueménides, organiza su imperio en satrapías, da parte a los persas en el gobierno, y se casa con las dos hijas de Darío en una ceremonia multitudinaria donde sus compañeros macedonios más distinguidos –nada menos que diez mil– esposan a mujeres asiáticas.

Aristóteles, que ya había prevenido a Filipo contra el deseo de una monarquía semejante a la del Gran Rey, se distancia de su antiguo discípulo. Su experiencia en la Academia le recuerda las desgraciadas consecuencias de la política del primer Dionisio, imitador de las formas orientales de soberanía. No hay ruptura total entre los dos, pero el filósofo sigue siendo fiel al modelo político griego y en consecuencia no puede aprobar una autoridad de origen divino, desconectada de las ciudades aisladas o en confederación.

Durante su estancia en Pella, Aristóteles ha trabado amistad con Antípater, el hombre más influyente en Grecia a la muerte de Alejandro. No se trata de una relación episódica y superficial, sino al contrario de una amistad y una confianza tan fuerte que será el albacea testamentario del filósofo. Y además Teofrasto, su condiscípulo y amigo y sucesor en la dirección del Liceo se relaciona con los dos políticos más ilustres de su época, Demetrio Falereo en Atenas y Tolomeo I en Alejandría.

Sólo al final de este recorrido por las figuras y situaciones más individualizadas y garantizadas por testimonios históricos seguros, se cae en la cuenta de la influencia de la Academia y sus primeros discípulos sobre la realidad política de su época. Platón, Dión y Espeusipo, Erasto y Corisco, Eufreo, Aristóteles y Teofrasto enlazan con figuras tan decisivas como Arquitas, Dionisio, Hermias, Alejandro y Filipo. La lista sería mucho mayor si figurasen en ella los académicos legisladores mencionados sólo de paso en los diálogos y en las cartas y referencias de historiadores y biógrafos clásicos, y sería casi interminable si abarcase a los hombres de estado de cualquier nivel, cuya actuación pública estuvo ligada directa o indirectamente a la Academia.

 

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