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El Catoblepas, número 61, marzo 2007
  El Catoblepasnúmero 61 • marzo 2007 • página 7
La Buhardilla

El pobre, el progre y la moral

Fernando Rodríguez Genovés

De cómo desde la miseria moral se proclama solemnemente que los pobres no tienen moral, negándoles así, de paso y de plano, nada menos que la libertad. Recientemente, ha podido oírse semejante exhortación, a voz en cuello, en la reposición/deposición de la ópera Wozzeck en el Teatro Real de Madrid

Primer Acto
La cosa tiene nombre, pero ¿cuál?

Wozzeck¿Cómo denominarlos? Me refiero a aquellos que articulan su discurso ideológico a través de una defensa rabiosa de los pobres (así, en bloque), de los desposeídos, los oprimidos, los miserables, los descamisados, los parias de la Tierra, un baluarte que en su rabia y violencia acaba revelándose, a la postre, como un profundo aborrecimiento, una inocultable repugnancia, un odio traidor a todos aquellos que dicen proteger. El presumido afecto y desprendimiento hacia el desventurado y el menesteroso que exhiben tales individuos no llega nunca, con todo, hasta el punto práctico de «ponerse en su lugar» (en el del pobre, digo), no importa que sostengan en público lo contrario. Así, sin ir más lejos, para cubrir las apariencias y salir en las revistas, muchos de estos ricos y famosos amigos de los pobres suelen organizar, con regularidad muy estudiada, giras solidarias (o sea, publicitarias: siempre en viajes de ida y vuelta) en la que escenifican un contacto fraterno y filántropo con el desheredado de tomo y lomo, a quien dan de paso, con dudosa intención, enérgicas palmadas en la espalda y algún presente adquirido por su representante o agente, haciéndose la foto sonriente con el sufriente para desaparecer a continuación con la conciencia tranquila.

El desdichado, objeto de la visita, a veces también sonríe junto al presunto benefactor, qué remedio. He aquí, en verdad, una situación tragicómica que recuerda muchísimo la sátira recreada con negro humor por Luis G. Berlanga, en la célebre película Plácido. En un momento del filme, un pobre de TBO es interrogado por quien le va a dar de cenar («por una noche») en Nochebuena, oiga, que si usted canta, a lo que aquél responde con temeroso asombro, no exento de suspicacia: «¿si no canto, no ceno?».

¿Cómo denominar, entonces, a quienes hacen bandera política, ideológica ¡y ética! de la causa del pobre, pero lo usan como mero subterfugio y excusa al objeto de insultarle y mantenerle en su sitio, y ellos en el propio? ¿Cómo llamar, insisto, a quien niega al pobre la condición de sujeto moral, de persona libre y responsable de sus actos, e incluso haciendo de él un asesino despiadado, por el hecho de ser pobre y nada más, y por ende un héroe? ¿Cómo tildar, dicho sea de paso, a esas feministas de salón de peluquería que aplauden al marido pobre que asesina sobre el escenario a su mujer, pobre víctima propiciatoria aquí de la larga marcha contra el Sistema, el Machismo y la Falocracia?

Hablo de una profesión de las más antiguas que ha conocido la Humanidad, cuyos practicantes responden, por lo común, al rótulo de socialistas, comunistas, rojos, progres, gente de izquierdas, progresistas, acaso también «radicales», vanguardistas, comprometidos con la Causa, concienciados…, qué sé yo. Sea como sea, lo que no perdonan jamás del pobre es que su más ferviente anhelo sea mejorar en la vida, y si, es posible, con suerte y esfuerzo, hacerse rico. He aquí un propósito temerario (burgués) que millones de personas han pagado con la tiranía y aun con la propia vida.

Se llamen como se llamen, por sus obras en tres actos (en dos o en uno) los conoceréis. Algunos de estos compañeros del pobre han escrito incluso teatro y alguna ópera que otra. Muchos de ellos escriben todavía hoy columnas desazonadoras en los periódicos, componen novelas y poemas de amor al desgraciado, canciones desesperadas, redactan apuntes de clase revolucionaria, garrapatean libelos, libretos, y a veces hasta un ensayo, a menudo practican la docencia como una variante de la acción directa; ah, también salen mucho en televisión, y de todo ello sacan provecho. Y así viven.

¿Cómo llamarles? Los llamaré aquí, para resumir, pobresistas. Resulta, pues, que los pobresistas quieren mucho a los pobres, esto es, los quieren para sí mismos, para que les sirvan y guarden de todo mal. Los toman, pues, como escudos humanos. Hay distintas versiones de esta trama o tramoya. En el Oriente Medio, por ejemplo, les gusta tener a los palestinos sujetados y sometidos a la Autoridad Nacional Palestina y a los grupos terroristas islámicos, sin solución ni futuro, amenazados de muerte y miseria si conciben el menor entendimiento con Israel y Occidente; de este modo siguen manteniendo viva la llama que impide a los judíos (amigos de los americanos) vivir en libertad, en paz y con seguridad. En Cuba, asimismo, adoran tanto a los nativos que les piden cada día un sacrificio más, cuarenta, cincuenta, sesenta años más de miseria y represión castrista, con tal de mantener en pie la Causa de la Izquierda que ya no tiene dónde cogerse, desesperada y desquiciada tras el derrumbe del Muro de Berlín. Y así de plan quinquenal en plan quinquenal, van progresando en otros frentes.

Los pobresistas saltan y bailan la danza del fuego, e incluso, cuando es menester, cantan. Quiero decir, entonan al tiempo proclamas de lucha e himnos de paz, hazañas contra el capitalismo y el liberalismo, todo sea por el pobre. Con este comportamiento tienen muy satisfechos a los potentados que les protegen, amparan y mantienen, aunque no es raro tampoco que el Estado subvencione generosamente sus andanzas y romanzas. Y así subsisten, qué remedio: «¿si no canto, no ceno?».

Segundo Acto
El pobre Wozzeck (o Woyzeck)

Wozzeck

Vayamos, pues, a la ópera donde se representa la tragedia del pobre, el progre y la moral

«ACTO I. Escena I. Wozzeck está afeitando a su capitán como cada día. Éste le afea que viva irregularmente con su esposa y haya tenido con ella un hijo. Pero Wozzeck cree que la moral que invoca el capitán sólo es para los ricos, no para él.»

Con estas palabras, que huelen, como mínimo, a rancio y trasnochado marxismo-leninismo, arranca el libreto escrito por Alban Berg, bajo el título de Wozzeck, además de la música, aunque, como veremos, la música cuenta bastante poco en este drama. Durante el mes de enero de 2007 fue elegido por los actuales gestores del Teatro Real como pieza con la que abrir la temporada lírica en el «coliseo madrileño». Un dato este, a la sazón, nada intrascendente ni casual. En el Sumario del programa editado por la empresa, que pagamos todos con nuestros impuestos, puede leerse una presentación de la obra todavía más indiciaria de lo que va a consumarse en el escenario:

«Acto I. I. Wozzeck, un pobre soldado, afeita a su capitán. Éste tiene ganas de conversar. Filosofa, habla del tiempo. Pero Wozzeck responde sólo con “Sí, mi capitán”. Sin embargo, cuando el Capitán habla de moral y del hijo de Wozzeck, que nació “sin la bendición de la Iglesia”, Wozzeck replica que los pobres no pueden tener moral.»

Para que quede claro, por sí no estaba suficientemente explícito en el texto original y al objeto de ponerlo al día, he ahí la presentación. El resto es una consecuencia «lógica» de tan proterva declaración de principios, en lo formal y en lo material, esto es: una representación en la que los cantantes, entre arias y entre parias, escenifican felonías y felaciones, practican autopsias y cometen asesinatos, extienden vómitos por el suelo y lucen borracheras de taberna, destrozan ostensiblemente un ejemplar de la Biblia («¡Osama, mátanos!»), y se rasgan las vestiduras de pura desesperación existencial; una producción escénica, ya ven, en la que aparecen en cascada imágenes de desolación industrial, explotación económica, opresión social y… chapapote (¡sí, han leído bien, el chapapote del Prestige!). Y todo ello, al compás atonal y desgarrado de la musicalidad dodecafónica, gritado a voz en cuello por las sopranos, los barítonos y los tenores tocados en suerte para la faena.

A la heroína, Marie, Wozzeck, su pobre marido, le corta el cuello. ¿Por qué? Muy sencillo: porque Wozzeck es pobre y víctima del Sistema. Wozzeck no es, en consecuencia, realmente culpable (tampoco los terroristas lo son de sus crímenes, según los pobresistas; matan y destruyen porque tienen que defenderse y resistir). Wozzeck es un pobre diablo oprimido (¡es barbero, claro!) y por tanto asesino. Y por todo ello se suicida al final de esta triste historia. No lo puede remediar. No es libre. La culpa es, por consiguiente, de los Otros: de los Jefes, de los Nobles, del Capitán del regimiento, del Tambor Mayor, de la Clase Dominante, de los dueños de la Fábrica, del Cristianismo, del Capitalismo, de los Valores Burgueses, del Neoliberalismo salvaje...

Escena final. Los figurantes desfilan desnudos –de arriba abajo, de punta a rabo– dirigiéndose pausada y desafiantemente hacia el espectador. El hijo de los Wozzeck queda huérfano, más solo que desolado. Otra víctima del Capital. Tras el desfile proletario a lo Novecento, pero con menos ropa, los pobres descamisados nos interrogan con su mirada de oprimido, o lo que sea. Este mundo, parecen escupirnos a la cara, es un asco y hay que prepararse para que Otro Mundo sea posible. Un mundo sin dominadores ni propietarios. ¡Un mundo de pobres!

En este punto final, parte del público aplaude extasiado (iba predispuesto a ello; sólo les faltaban las pegatinas, o acaso es que no las vi), dejando resbalar, muy complacidos, sobre sus mejillas los esputos e insultos que acaban de lanzarles a la cara. Pero, qué más da, se ha consumado otro golpe contra la Derecha Extrema, esa clase decadente convencida de que va a quedarse con la Ópera. La próxima acción directa y de conquista social, redistribuidora de la riqueza cultural, será previsiblemente acabar de una vez por todas con el golf o la hípica o el spa, además de las corridas de toros y el vino de crianza, si es preciso, también con el Real Madrid. Algo se les ocurrirá.

Otra sección del público, por el contrario, silba y patea, se indigna e increpa al provocador. Hace mal. Eso es lo que busca el provocador: irritar, desafiar y escandalizar. ¡Y total por unos desnudos de tercera división, un vómito poco sólido, unos Evangelios desencuadernados y unas copulaciones en escena que no llegan a la clasificación S, y ni digamos X! Así de rancia y de reaccionaria es la cosa. Así de anticuados los pobresistas

¿No es esto romántico, románticamente antiguo, aunque alardee de vanguardista? ¿No huele a mohoso, a passé composé, a texto descatalogado, a démodé? ¿No sabe todo esto a rayos y suena a desafinado, a dodecafónico, a siglo pasado?

Tercer Acto
De Barcelona a Madrid, vía Berlín (y Teherán)

Wozzeck

La ópera Wozzeck fue representada la pasada temporada en Barcelona por el mismo director escénico que ahora asalta los escenarios madrileños («Nueva producción del Teatro Real en cooproducción con el Gran Teatre del Liceu de Barcelona», según reza en el Programa). En el Liceo de la Ciudad Condal fue estrenada por vez primera en España en 1964. Más recientemente lo han avisado los tres tenores del tripartito catalán que desde la plaza de San Jaime luchan contra el dragón español: Cataluña, siempre a la vanguardia, no piensa irse de España, es España la que ha de quedar subsumida en Cataluña. Y para tal fin, España ha dejar de ser sencillamente lo que ha sido y es. La misma suerte le está reservada a la Ópera. Y a la Fiesta Nacional.

La ópera Wozzeck fue estrenada en 1925 en Berlín. Hoy, en 2007, tras la caída del Muro berlinés, ¿qué tiene que decir al público español, al espectador contemporáneo? ¿Por qué sacar ahora a relucir esta pobre romanza? ¿Por qué Wozzeck ahora en el Teatro Real de Madrid? Fácil respuesta. Porque es un arma cargada de futuro, de ruido y de furia, un instrumento de lucha con el que èpater la noblesse y èpater le bourgeois. Como en los viejos tiempos. Hoy, el texto desempolvado pretende conseguir nuevas (que resultan viejas) legitimaciones ideológicas para sobrevivir. Después de Munich y después de Berlín. El pobre y la ópera aquí y ahora, en Madrid o en Barcelona, son meros pretextos.

Wozzeck es una obra mal escrita, empezando por el propio título: fue copiado incorrectamente el nombre original al que remitía –Woyzeck–, y así quedó la zeta reiterativa, con nocturnidad y aliteración (zz), como para echarse a dormir y roncar. El plomizo realizador alemán Werner Herzog la llevó, por su parte, al cine con ese título –Woyzeck – en 1979, interpretada por el histriónico Klaus Kinski. Ningún cinéfilo se acuerda hoy de ella, como no sea en sueños, y si el filme es repuesto (por ejemplo, por el propio Teatro Real, a fin de cerrar el ciclo y rematar la faena), ello se debe a causas estrictamente extracinematográficas. Lo mismo ocurre, ya lo he dicho, con la ópera de nombre parecido.

¿Qué es Wozzeck? Una ópera contemporánea inspirada en la obra de teatro Woyzeck de Georg Büchner, un profesor de Anatomía y escritor amateur alemán del siglo XIX, nostálgico de Danton y Robespierre, a quien se le antojó que la Revolución Francesa se había quedado corta, y quería más sangre y guillotina. Muchos años antes de las hazañas bélicas del Che Guevara y el Subcomandante Marcos, Büchner se empeñó en convertir a los campesinos a la Causa, mas tuvo que salir huyendo del país, corrido a bastonazos por aquellos a quienes quería liberar. Así han sido desde antaño los pobresistas. Desde entonces, no han progresado de veras, quién iba a decirlo… Su obsesión agresiva por la gente humilde y sencilla es patológica, por no decir facinerosa. Transformada en ópera por Alban Berg, este texto/pretexto más que innovar el género, aspira a arruinarlo. Algo similar ha ocurrido con la filosofía, la literatura y las artes plásticas, pero no me extenderé ahora sobre estos otros asuntos deconstruccionistas, por lo demás, de sobra conocidos.

Diré sólo, y acabo, que para los conceptualistas acelerados, los vanguardistas, los retroprogres, los pobresistas, los revolucionarios de todo pelaje, generalmente, las artes y las letras les interesan bien poco. Lo que les preocupa en serio es otra cosa; por ejemplo, llevar a escena y ensalzar el asesinato y la propia muerte, el desgarramiento en público de las páginas de la Biblia (precisamente en estos momentos; pero, así es el «progresismo islamista»), preconizar el orgullo del pobre criminal y su sacrificio, la causa del suicidio colectivo, el despelote general, el fin de Occidente. Aunque quizás tampoco demasiado, si no de qué van a vivir: «¿si no canto, no ceno?».

 

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