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El Catoblepas, número 31, septiembre 2004
  El Catoblepasnúmero 31 • septiembre 2004 • página 23
Libros

Historia virtual de España (1870-2004)

Sigfrido Samet Letichevsky

A propósito del libro de Nigel Townson (dir.), Historia Virtual
de España (1870-2004),
Taurus-Santillana, Madrid 2004

«Durante el período de democracia de masas, pueblo, partidos y políticos solían catalogarse «de izquierda» o «de derechas». Los asuntos eran «internos» o «exteriores». Encajaban en un marco bien definido. El nuevo sistema de creación de riqueza ha hecho que estas etiquetas políticas y las coaliciones que las acompañaban, hayan quedado obsoletas.» Alvin Toffler

Este nuevo libro no afecta a las conclusiones generales que proponíamos en nuestro artículo «Historia Virtual», El Catoblepas, nº 28 (junio 2004, pág. 17), pero muestra de manera brillante algunas paradojas de la historia y los prejuicios políticos y económicos de ciertos izquierdistas, que, en España, hicieron posible la Guerra Civil. Como algunos los siguen manteniendo, el recordar lo sucedido puede ser útil, como pensaba Hannah Arendt para reconciliarnos con el pasado y encarar mejor el presente.

¿Existe algo que pueda llamarse «Historia Virtual»?

En el artículo «Historia Virtual» llegué a la conclusión negativa. Ante cada acontecimiento pueden plantearse alternativas plausibles («contrafactuales») y sus consecuencias inmediatas. Pero como esas alternativas pueden ser muy numerosas y dar lugar a su vez a numerosas posibles consecuencias que por su parte se ramificarían en alternativas que tienden al infinito, es imposible hacer, no ya predicciones, sino que ni siquiera imaginar cursos alternativos a mediano o largo plazo. La historia, como el clima, es un fenómeno caótico: se pueden hacer predicciones para 24 horas, pero no mucho más. Por eso no es posible nada que pueda llamarse «Historia Virtual». Y, por supuesto, la plausibilidad de las alternativas es incompatible con el determinismo histórico, aunque a mediano plazo parecen evidenciarse presiones que actúan en determinada dirección y que, aunque fueran frustradas en una ocasión, resurgen y se imponen décadas después; en el mencionado artículo las asimilé a los «atractores extraños» de los fenómenos caóticos.

El libro «Historia Virtual de España» –ref. 2– apareció con posterioridad a dicho artículo y no modifica esas conclusiones generales. Sin embargo, vale la pena comentarlo, porque todos sus capítulos tienen cosas valiosas, y los de Santos Juliá y Pablo Martín Aceña son, en mi opinión, magistrales.

Santos Juliá escribió –ref. 2 (d), pág. 193–: «(...) el Gobierno de la República, al recibir las primeras noticias de la insurrección militar, no se habría hundido si Prieto hubiera estado a su frente».

«Y esta sí es una hipótesis plausible, la única que permite construir un contrafactual susceptible de arrojar algo de luz sobre lo realmente sucedido (que es al fin y al cabo, la única utilidad de este tipo de ejercicio).» Un «contrafactual» es simplemente una hipótesis plausible de un suceso alternativo, algo que no sucedió pero pudo haber sucedido; pero no es «historia virtual. Y, efectivamente, su única utilidad es arrojar luz sobre lo realmente sucedido. Esa «luz» es el escalón que eleva el acontecimiento (único) al nivel teórico, imprescindible para que la Historia sea un «instrumento de progreso» (pág. 31)

«La historia de la estupidez humana»

En (a) pág. 31 escribió Nigel Townson: «Y, por supuesto, para la Ilustración la historia era un instrumento de progreso, ya que el pueblo podría aprender de los errores del pasado, o de lo que Voltaire llamó 'la historia de la estupidez humana'.»

Alfonso XIII, sin necesidad alguna, se convirtió en cómplice de Primo de Rivera en 1923 (sin lo cual el golpe habría fracasado –(b) pág. 98–). Al liquidar la tradición liberal, desprestigió a la monarquía y dio lugar a una República excluyente que, a su vez, posibilitó el éxito de la conspiración franquista. Por lo tanto, la actitud de Alfonso XIII fue una estupidez, de la cual él mismo fue el primer perjudicado.

Pero la sublevación franquista involucró sólo a una fracción del Ejército –pág. 194–: con el Gobierno y los gobernadores en su sitio, habría sido aplastada, como lo fue en 1932 la sublevación de Sanjurjo. El golpe se transformó en guerra porque «el Gobierno de la República se hundió la misma tarde del golpe y los gobernadores civiles no supieron qué hacer». La Guerra Civil Española fue desencadenada por los militares sublevados, pero también fue responsabilidad de varias estupideces provenientes del campo republicano.

En mayo de 1936 no hubo Gobierno de coalición «porque Prieto rechazó la oferta [de Azaña] de formarlo» –(d) pág. 182–. Prieto no quiso dividir al PSOE, en el que Largo Caballero y sus seguidores se oponían a toda participación en el Gobierno con los republicanos. «La división era profunda (pág. 189) y giraba sobre la cuestión fundamental de entrar en el Gobierno para reforzar su autoridad, como pretendían Prieto y los suyos, o esperar a que se hundiera, por su propias pesantez o arrastrado por un conato de insurrección militar, posibilidad que nunca dejaba de evocar Largo Caballero, con el irresponsable argumento de que sería fácilmente aplastada.» «[Largo Caballero] creía –pág. 185– a pie juntillas, que sólo un golpe militar, fascista, reaccionario, contestado en la calle con una huelga general sería el gran aldabonazo que abriría al Partido Socialista las puertas del poder.»

Esas actitudes irresponsables se apoyaban en creencias dogmáticas. El drama de Prieto, según Araquistain –pág. 188– «consistía en que se obstinaba en creer que el capitalismo todavía no estaba agotado en España». No comprendía «la pretensión de aquellos socialistas que aspiran a la totalidad del poder y a la instauración de las bases del socialismo en nuestro país». El capitalismo, según los ideólogos de la facción caballerista, estaba ya maduro para desaparecer y «dejar paso a un sistema económico en el que no haya clases parasitarias». La izquierda socialista creía que la estructura económica es un asunto de «reparto» de la riqueza, por lo que podría cambiarse desde el poder mediante decisiones administrativas (apoyadas o ejecutadas en la calle mediante la violencia proletaria). A Largo Caballero lo han llamado «el Lenin español», pero Lenin murió en 1924 y sus últimas decisiones fueron volver a la economía de mercado (que se denominó Nueva Política Económica), lo que se hizo exitosamente, hasta que Stalin la liquidó. Lo que SÍ se puede fomentar mediante decisiones administrativas, es el aumento de la productividad como señala Pablo Martín Aceña –(e) pág. 248–. Con respecto a la situación rusa en 1921 escribió Robert Payne –ref. 7, pág. 475–: «La máquina económica estaba atrancada y los esfuerzos del Estado para ponerla en movimiento habían sido inútiles. Pero donde el Gobierno había fracasado, la iniciativa privada aportaba la sangre nueva imprescindible para que toda la economía funcionase. Bajo la Nueva Política Económica, la máquina empezó a avanzar del modo más esperanzador.»

Los partidos políticos son organizaciones que compiten para colocar en los puestos clave del poder a sus cúpulas. Para lograr el apoyo de los votantes, apelan a supuestas ideologías que los diferenciarían. Pero en el siglo pasado muchos políticos creían que su ideología era una descripción «verdadera» de la realidad, la cual evolucionaba siguiendo cauces deterministas (v. gr., el «capitalismo» debía necesariamente agotarse y ceder paso al «socialismo», que, a priori, debía ser más eficiente, aunque ni Marx ni ningún otro ideólogo hizo ningún estudio serio de cómo funcionaría una economía socialista). El drama de Largo Caballero y sus seguidores fue la fe dogmática en sus creencias, y en función de ellas, el apoyo a medidas que maniataron a la República: negar apoyo al Gobierno, exigir el licenciamiento de los soldados (o sea la disolución del ejército en la parte republicana) y el reparto de armas al «pueblo» (lo que, sin control militar, implicó toda clase de desmanes en la retaguardia, pág. 196). Esto no habría sucedido si Indalecio Prieto hubiera presidido el Gobierno: la rebelión habría sido aplastada y no habría habido Guerra Civil (págs. 196 y 199). Santos Juliá pone en evidencia la responsabilidad de la izquierda socialista junto a la de los militares sublevados.

La estupidez de Alfonso XIII y la de Largo Caballero hicieron muchísimo daño a España. Las creencias de Franco y de Carrero Blanco no fueron menos estúpidas; pero, una vez en el Gobierno, fueron más pragmáticos. Nigel Townson dice –(f) pág. 256– que Carrero Blanco creía que «el mundo estaba dominado por 'las tres internacionales: el comunismo, el socialismo y la masonería'. La Guerra Civil Española fue un ejemplo más de la contínua 'lucha entre el cristianismo y el judaísmo'» (en cuyo caso habría que agregar una 4ª internacional, la judía). También fueron estúpidas y destructivas las creencias de Hitler y Stalin. En buena medida la Historia es la historia de la estupidez humana.

Un viraje de 180º: ¿hay relación entre política y economía?

En 1959 la economía española estaba en una grave situación –(e) pág. 221–. El FMI propuso un plan de ajuste que –pág. 222– «pese a los recelos de los políticos y funcionarios españoles, que temían una posible negativa de Franco, este aceptó sin oponer la más mínima resistencia un programa de reforma que iba a alterar de manera radical el rumbo de la economía nacional, liquidando dos decenios de autarquía». Y nos dice además Pablo Martín Aceña –pág. 225–: «Implantado durante el verano del 59, en marzo del 60 nadie discutía su innegable éxito.» Y en pág. 233: «(...) el Plan de Estabilización aseguró el crecimiento de la economía española a largo plazo; contribuyó a que durante los quince años siguientes el país registrara una acelerada modernización económica y social, que luego facilitaría en 1975 la suave transición política hacia la democracia acaecida tras la muerte del dictador.»

Este drástico cambio afectaba muchos intereses –pág. 237–: «¿Cómo ir contra el sindicalismo vertical, que hacía del pleno empleo y de la seguridad del puesto de trabajo su máxima, para dejar que la flexibilización de la economía amenazara su principal divisa política? Todos estos interrogantes, dice Fuentes Quintana, hacían del Plan de Estabilización una ofensiva en toda regla contra el orden económico establecido.»

Pero Aceña dice que –pág. 240–: «A pesar de la ausencia de estabilización, los capitales extranjeros habrían acudido igualmente al país; para los inversores externos la inflación o las condiciones de vida de los trabajadores son asuntos de menor alcance que la rentabilidad de sus inversiones. El mecanismo de tipos de cambio múltiples se habría mantenido e incluso reforzado, penalizando a exportación y la capacidad productora del país.»

No se si antes de 1959 acudieron a España capitales extranjeros en cantidades significativas. Pero si la política seguida actuaba «penalizando la exportación y la capacidad productora del país» parece difícil que pudiera ser atractiva para esos capitales; la inflación afecta también a la rentabilidad.

Finalmente, Aceña dice –pág. 248–: «Como fuera el caso del Plan Marshall, nuestro Plan de Estabilización estableció un marco institucional propicio para la inversión privada (nacional y extranjera), generó elementos que aseguraron la confianza empresarial, y, en fin también sirvió (al promover el crecimiento) para que el trabajo aumentase su participación en la Renta Nacional, atemperando con ello la inevitable lucha de clases.»

Esto es muy cierto. Pero las palabras «participación en la Renta Nacional», parecen evocar la teoría del «reparto». Tal vez sería más claro decir que «al promover el crecimiento económico» aumentó la demanda de mano de obra, con lo que aumentó su valor. La «lucha de clases» es una manera de percibir la realidad, bastante convincente hace 150 años, pero mucho menos hoy. Porque al aumentar la productividad, se va reduciendo el «contenido de trabajo» de la unidad de producto, lo que permite aumentar los salarios con menos incidencia en los costos. Y requiere cada vez menos personal, pero más cualificado, con lo que la clase obrera está en proceso de extinción –ref. 3.–.

Según la ideología de la facción caballerista, el capitalismo debía desaparecer, (d) pág. 188, y «dejar paso a un sistema económico en el que no haya clases parasitarias». Pero lo que sucedió, fue que los integrantes de esas clases «parasitarias», presionados por la competencia y también por el afán de lucro, fomentaron las aplicaciones de la ciencia y la tecnología para reducir costos aumentando la productividad.

Aceña pregunta –(e) pág. 242–: «¿Por qué un reticente Caudillo aceptó modificar el rumbo de la economía?» Y da una interesante respuesta –pág. 243–: «Tan fuerte era el régimen que podía alterar las reglas del juego sin peligro. En otras palabras: Franco cambió el marco económico porque controlaba el futuro político (era suyo).»

La crisis económica irritó mucho en 1930 a los alemanes, previamente humillados por a derrota de 1918 y las imposiciones leoninas del Tratado de Versalles, por lo que el mensaje de Hitler les pareció una luz en el camino. Pero los españoles quedaron traumatizados por la Guerra Civil y agradecieron los «20 años de paz» de Franco, cuidando evitar situaciones que agitaran el espectro de 1936.

La política está influida por la economía (y aún más la viceversa), pero ambas tienen un alto grado de autonomía. Por eso, como muestra Aceña, Franco pudo dar un giro de 180º a su política económica sin perder apoyo político ni control del poder. La pregunta sería por qué Franco dio ese giro.

La grave situación de la economía en 1959, si no se modificaba la política económica, sólo podía empeorar. Y como Europa estaba creciendo aceleradamente, si no se aprovechaba para crecer con ella, el contraste sería cada vez mayor y terminaría produciendo conmoción social, aunque no lo hiciese todavía en 1959. Pero el cambio muestra que Franco era pragmático y le importaba más el poder que supuestas «ideas». Devaluar la peseta estimuló la exportación; el equilibrio presupuestario le dio estabilidad y atrajo inversiones; frenar el dirigismo estatal estimuló la iniciativa privada. Nigel Townson escribió –(f) pág. 266–: «Si en 1960 sólo el 1% de los hogares españoles tenía televisor y el 4% coche, 15 años después los datos eran del orden del 85% y 40% respectivamente (...) la producción industrial crecía el 10% entre 1960 y 1973.» [es de suponer que se refiere a la tasa anual de crecimiento.]

Y Aceña –en (e) pág. 225–: «ese saneamiento puso los cimientos de un crecimiento económico sin parangón histórico; entre 1960 y 1975 la economía española creció a una tasa media cercana al 7%, lo que hizo saltar el Producto Interior Bruto (PIB) entre ambas fechas desde los 633 millardos de pesetas hasta los 5.870 millardos de pesetas. A la muerte de Franco, España había entrado ya en el selecto club de países con una renta por habitante superior a los 2.000 dólares.»

Franco prefería la autarquía, el estatismo dirigista, el control de cambios, la potestad de emitir moneda, el puesto de trabajo como derecho adquirido, &c. Pero fue capaz de percibir el fracaso de ésta política y fue lo bastante flexible o pragmático para avalar en 1959 la política liberal que le proponía el FMI. «Como ha escrito Fusi –(e) pág. 236– ni la palabra «liberal» ni el término «liberalización» le gustaban, ni siquiera en su acepción económica: «Yo me estoy volviendo comunista» les diría a los ministros económicos en una de las repetidas ocasiones en que insistían en la liberalización».

Franco ironiza pero no bromea. Sus elecciones económicas son las de Mussolini, pero también las de Stalin; y muchos izquierdistas son partidarios de esas mismas medidas (cuyo fracaso hizo virar a Franco, restablecer el mercado (NEP) a Lenin –hasta que Stalin volvió a suprimirlo– y colapsó finalmente a la URSS) y también alérgicos a la palabra «liberal».

La realidad se impone (a la larga) a las creencias y se manifiesta en paradojas, como lo fue el hecho de que Franco preparara las condiciones para una suave transición a la democracia (cuando él creía tener todo «atado y bien atado»). Aceña nos muestra el lado económico de ésta paradoja, como Townson alude a los individuos –(f) pág. 293–: «Además, las tres figuras claves de la Transición –el Rey, Torcuato Fernández Miranda y Adolfo Suárez– no sólo habían servido lealmente a la dictadura sino que eran colaboradores íntimos del mismo Carrero Blanco.» ¿Y qué son sino las afinidades entre la izquierda y la derecha, al apreciar ambas más la acción directa que las elecciones, y al pretender ambas que el Estado maneje la vida política y económica en tiempos de paz, como se hace en tiempos de guerra? Poner en evidencia esas paradojas es, a mi juicio, la contribución más valiosa de este libro y especialmente de Santos Juliá, Pablo Martín Aceña y Nigel Townson. Y el corolario es, según creo, que lo fundamental del político, del gobernante, es su habilidad comunicativa, su capacidad de conciliar intereses y su percepción de los asuntos fundamentales en cada momento, para actuar pragmáticamente, y no según teorías preconcebidas.

Una pregunta inquietante

Golpes militares de derecha derribaron la democracia en España en 1936 y en Chile en 1973. En ambos casos esto fue posible porque la izquierda, por estupidez, dogmatismo ideológico, e ignorancia económica, debilitó previamente a sus respectivos gobiernos. También en Alemania, en 1933, fue la acción de la izquierda la que hizo posible el acceso de Hitler al poder.

Tanto Franco como Pinochet, adoptaron desde el Gobierno políticas económicas liberales, con notable éxito y beneficio para sus países. Pero ambos llegaron al poder mediante la violencia y gobernaron con el terror, exterminando a un enorme número de personas.

En Argentina, Perón, de 1946 a 1955, desperdició una oportunidad única para el «despegue» del país, y quemó el futuro para tener apoyo inmediato, con una política populista y destructiva. Gobernantes populistas o ideologizados suelen adoptar políticas desastrosas. Cuando eso sucede, y sobre todo cuando el populismo y la ideología impregnan de manera importante la opinión pública, ¿cómo se los puede neutralizar y aplicar, para beneficio de esos mismos ciudadanos, las medidas adecuadas?

La pregunta inquietante, la pregunta clave que debemos hacer a los historiadores virtuales y a los futurólogos, es: ¿Se pueden lograr estos objetivos sin violencia, o, al menos, sin el grado de violencia que desencadenaron Franco y Pinochet?

Apéndices

I. Acerca de la estupidez

Unos pocos ejemplos, de noticias publicadas en el periódico El País:

10/10/96 Kafka viajaba en «seiscientos». El ayuntamiento achatarra un coche tras una cadena de errores burocráticos.
14/12/98 Un guardia civil desconectó varias veces la alarma y permitió la fuga de tres presos de Alcalá-Meco.
23/7/97 Antonio Muñoz Molina: No aprender nunca. Uno de los ingredientes de los desastres del siglo XX ha sido la ceguera y la escandalosa tontería de la mayor parte de sus inteligencias más célebres, de sus minorías más preparadas.
17/5/99 La sanidad británica, abrumada por las demandas de negligencia.
13/7/99 Rosa Montero: «Objetividad». A medida que crezco voy desarrollando una percepción más aguda de la estupidez de los humanos.
12/2/00 Un ensayo de terapia genética expone por error al virus del sida a enfermos de cáncer.
22/2/00 El Supremo no ve ensañamiento en dar 12 puñaladas y patear a un hombre.
25/3/00 La NASA daña gravemente en un descuido un satélite de 7.000 millones.
28/4/00 Sotheby's destruye una obra de Lucien Freud al transportarla.
18/5/00 Un tribunal no ve ensañamiento en un hombre que pateó, estranguló y descuartizó a su pareja.
24/5/00 Un libro recorre en 565 citas la historia de la estupidez humana.
8/6/00 Un grupo de juristas defiende el fallo que no considera «particularmente vejatorio» atar y violar a una mujer.
23/6/00 El fiscal: Las prostitutas no se exhiben, sino que ejercen con el uniforme de su profesión.
24/9/01 Críticas a la CIA por una cadena de fallos que hicieron posibles los atentados. El FBI sabía que agentes islámicos aprendían a volar en escuelas de EE.UU.

Probablemente todos concordemos en la calificación de estos hechos. En cambio, en otros campos, v. gr., la política, la percepción está lastrada por factores intensamente emocionales, que dificultan la percepción de estupideces análogas.

II. El pensamiento de Largo Caballero (ref. 4)

a) Desprecio por la democracia:

«La dictadura proletaria no es el poder de un individuo, sino del partido político expresión de la masa obrera que quiere tener en sus manos todos los resortes del Estado, absolutamente todos, para poder realizar una obra de gobierno socialista (...)» pág. 124.

«El sólo hecho de que haya una mayoría burguesa en el parlamento es una dictadura».

Como dice Robert Conquest (ref. 5, pág. 58): Todos los revolucionarios que criticaban las ideas de Lenin sobre organización del Partido, desde Martov a Trotski y Rosa Luxemburgo, sostenían que el «centralismo democrático» conduciría a la autocracia. La creencia de que un partido podía ser «expresión» de una clase y gobernar en su nombre (y obviamente en nombre del partido gobernaría su Comité Central, y en nombre de este un autócrata) era llamada «sustitucionismo» por Trotski. Tal vez en 1918 se podría ser tan ingenuo como para creerlo, pero en 1934 la dictadura de Stalin estaba en pleno funcionamiento (y también las de Mussolini y Hitler).

Si había una mayoría «burguesa» en el parlamento, sería porque los ciudadanos la habían votado. Pero para algunos las elecciones sólo valían si ganaban ellos. Así, nos dice Stanley G. Payne (ref. 6): «Algo parecido podría decirse del siguiente desafío: la insistencia de los republicanos izquierdistas de Azaña y de los socialistas de que se anularan las segundas elecciones parlamentarias de la República, las de noviembre de 1933, porque la izquierda las había perdido.(...)»

«El más grave desafío al sistema jurídico republicano anterior al mes de julio de 1936 fue el que presentaron los socialistas y sus aliados (...) al sublevarse en Octubre de 1934 con el fin de imponer un régimen más revolucionario.(...) En general los historiadores están de acuerdo en que en este punto comenzó el proceso de polarización absoluta que iba a desembocar en los hechos del 18 de julio».

Pág. 128: «La democracia burguesa no es más que una composición de palabras (...). La democracia burguesa es una mentira. ¿Es que en la república el obrero puede votar libremente? No. El obrero que quiere votar de acuerdo con sus ideas está condenado al hambre».

Largo Caballero no da ningún ejemplo de democracia «no burguesa». Tampoco dice porque un obrero que vote libremente (con voto secreto) está condenado al hambre.

Pág. 146: Se ha dicho por otros camaradas que el acto del día 19 es el preludio de otros actos más importantes. ¡Naturalmente! Pero ¿es que se ha creído el enemigo que nos vamos a limitar a echar papeletas en la urna electoral?

Pág. 160: «(...) hemos ido a elecciones y han triunfado las derechas.» ¿Sólo valen las elecciones cuando triunfamos nosotros?

Pág. 165: «Y los que hablan de defender la democracia ¿piensan que es ésta la que puede dar satisfacción al proletariado?»

Pág. 177: «Yo creo que si estuvieran las derechas monárquicas en el banco azul no se atreverían a hacer contra la clase trabajadora lo que están haciendo sus mandatarios republicanos.»

En resumen: parece que no vale la pena defender la democracia ni la república. El «Lenin español» se inspiraba en su maestro ruso, que dijo según Robert Payne –ref. 7, pág. 328–: «Sería un desastre y una inútil formalidad esperar a la incierta votación del 25 de Octubre. El pueblo tiene el derecho y el deber de resolver estos asuntos, no mediante el voto sino por la fuerza.» (bastardillas de S. S.)

b) «Fe en la clase obrera»

Pág. 137: «Tenemos la seguridad de que la mayoría de los trabajadores que hay en filas no tolerarán ser instrumento de un movimiento de ese género; es más, tengo la seguridad de que si lo intentaran el resultado sería contraproducente.»

«Que no sueñen con el fascismo. La clase obrera no será arrastrada jamás por él.»

A pesar de su «seguridad», sucedió todo lo contrario. Lamentablemente prescindió de experiencias que en ese entonces debía conocer: el fascismo italiano y el nazismo alemán. Sebastián Haffner escribió –ref. 8, pág. 39–: «La grata admiración con que los alemanes reaccionaron ante este milagro {terminar con el desempleo} desborda lo imaginable, y, después de 1933, los obreros desertaron en desbandada de las filas del SPD y del KPD para pasarse al bando de Hitler.»

Koestler escribió –ref. 9, pág. 78–: «A primera vista, el culto al proletariado parece un fenómeno específicamente marxista, pero en realidad, tan sólo es una variante de los cultos románticos a los pastores, a los campesinos, a los nobles salvajes del pasado.»

c) Las «ideas» económicas de Largo Caballero

Pág. 129: «Otra ficción con la que hay que acabar es aquella que nos hace ver que quien nutre el presupuesto es el capitalismo. No hay tal. Quien nutre el presupuesto del Estado es la clase trabajadora, porque la supervalía que contiene el capital es el beneficio del trabajo de la masa obrera.»

Ningún ente colectivo «nutre» el presupuesto, sino la suma de los aportes individuales de todos los que pagan impuestos. Para Largo, que el valor se debe al trabajo que los productos incorporan y que los empresarios se apropian una parte del valor («plusvalía») creado por los trabajadores, no es una teoría, sino la realidad misma. Otras teorías, como la de Karl Menger, son totalmente diferentes. Y la teoría del valor de Marx fue refutada por Eugen von Böhm-Bawerk en 1913. Pero el mismo Largo se contradice, como veremos a continuación.

Pág. 130: «Es que los capitalistas, cuando llevan las máquinas a la tierra, a la fábrica o a la mina, no es por cariño al progreso ni a la civilización, sino porque saben que con todo eso se prescinde de los obreros, se ahorra el dinero que habían de invertir en la mano de obra, obteniendo el mismo beneficio económico. Nuestra lucha debemos dirigirla contra quienes crean tal situación terrible».

Si los capitalistas buscan prescindir de los obreros, es obvio que su beneficio no proviene de explotarlos. Al introducir nueva tecnología (no sólo máquinas) no tienen «el mismo» beneficio; los innovadores tienen más, puesto que con menos costo venden a precio de mercado. Pero la competencia los imita, por lo que la tasa de beneficio cae rápidamente. Se bajan los precios -cosa factible por la disminución de costos- para ganar mercado o para mantenerlo. El beneficiario es el comprador, que tiene cada vez más variedad y calidad de productos, a un precio cada vez más bajo. Todos somos vendedores (de «cosas», conocimiento o trabajo) pero también todos somos compradores, incluyendo a los obreros. De modo que este proceso beneficia a todos. Pero durante los cambios, hay inconvenientes y situaciones dolorosas. Muchos trabajadores son despedidos, al ser innecesarios. Sin embargo, se crean nuevas actividades, que absorben a parte de ellos. Pero ya no se gana el pan con el sudor de la frente, sino con conocimientos. Los trabajadores que los adquieran, tendrán trabajo y alto nivel de vida. Largo Caballero parece reconocer que la mecanización es progreso y civilización. ¿Por qué cree necesario que se haga «por cariño»? Los empresarios lo hacen por interés (o por necesidad) pero lo importante es que lo hacen. Se crean situaciones difíciles, pero no «terribles». Nadie las «crea». ¿Contra quien habría que «dirigir la lucha»? ¿No sería mejor dirigirla a favor de los trabajadores, promoviendo su formación técnica y científica?

Creo útil recordar lo que nos dice Alvin Toffler –ref. 10, en pág. 98–: «EE. UU. es, indudablemente, uno de los grandes productores de alimentos a nivel mundial, a pesar de que la agricultura ocupa a menos del 2% de la masa trabajadora estadounidense.» Y en pág. 281: «No obstante, con el nuevo sistema de creación de riqueza, los costes de mano de obra directa han caído en picado como porcentaje del costo total, y la velocidad se consigue no con el sudor de los trabajadores sino con la reorganización inteligente y el intercambio de información electrónica avanzado. El conocimiento sustituye al sudor a medida que todo el proceso adquiere mayor velocidad.»

Pág. 131: «Por ejemplo, está en crisis la industria carbonífera porque, naturalmente, se van electrificando los ferrocarriles y porque, además de esto, hay menos tráfico ferroviario que en otras épocas. Y yo pregunto: ¿Qué solución tiene el sistema capitalista para la crisis hullera? La solución es inmediata y expeditiva: echar a la calle a miles de trabajadores.

Ya en 1933 «está en crisis la industria carbonífera» en España. 72 años después sigue igual, y se la mantiene con los impuestos de todos los ciudadanos, a pesar de que el carbón importado es mucho más barato y de los frecuentes y trágicos accidentes que ocurren en las minas. Sería más económico cerrar las minas y enviar cada mes los salarios a las casas de los mineros. (Ver en El País: 27-10-96: «Un informe de la Guardia Civil arroja ahora cierta luz sobre la mayor tragedia minera de los últimos 20 años»; 2-11-96: «Piqué plantea el cierre de Hunosa el año 2002»; 6-11-96: «La reconversión vigente de Hunosa implica un coste de 47 millones por cada prejubilado».)

¿Qué solución tendría un sistema «no capitalista» (si existiera)? ¿Considerar los puestos de trabajo como becas, aunque sean innecesarios?¿Se sabe por qué el carbón español es más caro que el importado?

Pág. 149: «Yo afirmo que no se puede levantar la economía nacional si no es elevado el nivel de vida de la clase obrera.»

«(...) porque los obreros españoles no son imperialistas y no consentirán una nueva guerra para llevar a otros pueblos los artículos que aquí no podéis consumir por carecer de salarios altos».

Riqueza son productos, no papeles. Si se aumentan los salarios sin aumento de productividad, eso produce inflación, que además de anular el valor de los aumentos, deteriora la economía. El camino es el inverso: invirtiendo en capital y tecnología se aumenta la productividad, la economía se tonifica, demanda más personal (cada vez más cualificado) y los salarios suben. A este respecto escribió Galbraith en 1958 –ref. 11, pág. 140–: «Es el aumento de la producción que se ha experimentado en las últimas décadas, y no la redistribución de la renta, lo que ha proporcionado la gran mejora material, el bienestar del hombre medio.»

d) Irresponsabilidad

Pág. 158: «Lo primero que tendríamos que hacer es desarmar al capitalismo. ¿Cuáles son las armas del capitalismo? El ejército, la guardia civil, los guardias de asalto, la policía, los tribunales de justicia. Y en su lugar, ¿qué? Esto: EL ARMAMENTO GENERAL DEL PUEBLO (...) No negaré yo que si el pueblo se arma pueda cometer algún atropello –pág. 159– (...) para lograr el triunfo es preciso luchar en las calles con la burguesía, sin lo cual no se podrá conquistar el poder.»

Cuando se manejan conceptos colectivos (capitalismo, burguesía, pueblo, &c.) como si fueran realidades concretas, se suele cometer graves errores. Las «armas» que menciona Largo, eran instituciones de la República, no de un concepto abstracto como «el capitalismo» (término que ni siquiera Marx empleó). El pueblo no comete atropellos; lo hacen algunos individuos.

Esa propuesta irresponsable se puso en marcha durante la Guerra Civil por presión de Largo Caballero, con resultados desastrosos. En relatos estremecedores –ref. 12 y 13– Antonio Alonso Baño cuenta que el único que vio las cosas claras y trató de evitar la guerra civil fue Diego Martínez Barrio. «Su tesis (rechazar el concurso de las organizaciones obreras y confiar en el Ejército) carecería de valor si los acontecimientos posteriores hubieran probado su error. Pero los acontecimientos posteriores, es decir, la actitud militar, prueban que tenía razón. Que la República podía haber confiado en el Ejército.(...) ¿Quién lanzó la especie de que se sublevó todo o casi todo el Ejército, cuando en realidad fue solo una fracción minoritaria la sublevada (...)? Así se abrió paso la leyenda, que tuvo en Julio Álvarez del Vayo (periodista y ministro socialista de la tendencia revolucionaria de Largo Caballero). En lo que concierne al campo de la República, su más ferviente patrocinador.»

De paso, como dijo Santos Juliá, Largo Caballero esperaba un golpe militar fascista, reaccionario, como antesala del acceso al poder de los socialistas. Esta grave irresponsabilidad estaba en línea con los delirios de la Comintern en esa época, con resultados tan desastrosos en Alemania como luego en España. E. H. Carr escribió –ref. 14–: «Una idea en la que se basaba gran parte del pensamiento del partido en aquella época, y que daba vigor a la campaña de Neumann, era la hipótesis admitida de que el auge del fascismo en Alemania era un paso en la vía hacia la revolución proletaria y aceleraría la llegada de ésta (...). Martinov escribió en la revista de la Comintern que el proceso de fascistización era «una condición necesaria» de la victoria(...). Era el control del SPD (Partido Socialista) sobre una mayoría de los obreros organizados, y no el atractivo pasajero de la propaganda nazi para las masas, lo que constituía el obstáculo a la revolución proletaria en Alemania».

Pág. 172: «La legalidad la hace quien está en el poder. Por consiguiente, si los trabajadores conquistasen el poder, tan legal sería lo que hiciesen ellos como lo que hace el gobierno actual».

Aún en el régimen feudal, los jueces respetaban el derecho consuetudinario, cosa que en muchos casos no convenía a los intereses de los señores, que no podían hacer lo que les venía en gana. Una afirmación tan cínica sólo encuentra paralelo en la definición de moral, de Lenín:

«Nuestra moral está completamente subordinada a los intereses de la lucha de clases del proletariado (...). La moralidad es lo que sirve para destruir la vieja sociedad explotadora» –ref. 5, pág. 51– «Muchos se preguntan: '¿Y qué vamos a hacer con el poder político en las manos?' No es muy sencillo decirlo aquí ahora (...) con el poder en las manos anularemos los privilegios capitalistas, y antes que ninguno el que les da derecho a explotar a los trabajadores. ¿Se quiere un programa más sucinto?» (pág. 173)

También esto recuerda una frase de Lenin –ref. 5, pág. 328–: «La toma del poder es la base del levantamiento; sus objetivos políticos serán aclarados después de haberlo conquistado.»

Es irresponsable incitar a la toma del poder mediante la violencia, pero más aún cuando no se sabe para qué; ciertamente, «no es sencillo decirlo». Y lo que dice no podría ser más «sucinto», pero en nada ayuda a la marcha de la economía. Dicho sea de paso, muchos han teorizado sobre como derribar gobiernos «burgueses», pero nadie, ni Marx, ni Lenin, ni Largo Caballero, han intentado siquiera explicar como funcionaría una «economía socialista» (y este fue el talón de Aquiles de la URSS: no funcionó).

Comenzamos con una cita de Toffler. Terminemos con una de otro autor, Koestler, que dijo en 1950 exactamente lo mismo –ref. 9, pág. 31–:

«'Socialismo y Capitalismo', 'Izquierda y Derecha', están perdiendo su significado, y mientras Europa permanezca presa de estas falsas alternativas, que obstruyen un pensamiento claro, no podrá encontrar una solución constructiva a sus problemas (...)». «En pocas palabras, el término 'izquierda' se ha convertido en un fetiche verbal que desvía la atención de los temas verdaderamente importantes.»

En mi opinión, la creación de la UE prueba que Europa se está liberando de las falsas alternativas y se está dedicando a los temas importantes.

Referencias:

1. Sigfrido Samet, «Historia Virtual», El Catoblepas, nº 28, junio 2004, pág. 17.

2. Nigel Townson (director), Historia Virtual de España (1870-2004), Ed. Taurus-Santillana, mayo 2004. a) Nigel Townson, Introducción. b) Fernando del Rey Reguillo, ¿Qué habría sucedido si Alfonso XIII hubiera rechazado el golpe de Primo de Rivera en 1923? c) Nigel Townson, ¿Qué hubiera ocurrido si los partidos republicanos se hubiesen presentado unidos a las elecciones de 1933? d) Santos Juliá, ¿Qué habría pasado si Indalecio Prieto hubiera aceptado la presidencia del Gobierno en mayo de 1936? e) Pablo Martín Aceña, ¿Qué habría sucedido si Franco no hubiera aceptado el Plan de estabilización? f) Nigel Townson, ¿Qué habría sucedido si Carrero Blanco no hubiera muerto a manos de ETA?

3. Sigfrido Samet, «Unicornios», El Catoblepas, nº 9, noviembre 2002, pág. 14.

4. Francisco Largo Caballero, Discursos a los Trabajadores (1934), Ed. Fontamara, 1979.

5. Robert Conquest, Lenin, Ed. Grijalbo, 1978.

6. Stanley G. Payne, «18 de Julio el porqué del golpe», El Mundo, 18-7-2001.

7. Robert Payne, Vida y muerte de Lenin, Destino, 1985.

8. Sebastián Haffner, Anotaciones sobre Hitler (1978), Galaxia Gutemberg/Círculo de Lectores, 2002.

9. Arthur Koestler, En busca de la utopía, Kairós, 1982.

10. Alvin Toffler, El cambio del poder, Plaza y Janés, 1990.

11. J. Kenneth Galbraith, La sociedad opulenta (1958), Ariel, 1984.

12. Antonio Alonso Baño, «Las primeras víctimas del alzamiento de 1936 fueron los jefes del Ejército», El País, 18-7-1980.

13. Antonio Alonso Baño, «El 18 de Julio: la destrucción del Ejército», El País, 18-7-1981.

14. E. H. Carr, El ocaso de la Comintern, 1930-1935, Alianza Universidad, Madrid 1983.

 

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