Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org


 

El Catoblepas, número 27, mayo 2004
  El Catoblepasnúmero 27 • mayo 2004 • página 16
Comentarios

Sobre la deconstrucción española
(una aproximación gastronómico-sentimental)

Jorge Casesmeiro Roger

Considerando que la trayectoria separatista de comunidades autónomas como el País Vasco y Cataluña, constituye un proceso irreversible hacia la desintegración del actual Estado español, este autor propone negociar la independencia de dichas autonomías

Recuerdo a un periodista de El Mundo escribiendo, hace cosa de tres años, sobre uno de los rocambolescos diseños gastronómicos de Ferran Adrià. Se trataba de la Tortilla de Patata Deconstruida, o Tortilla del Siglo XXI.

La elaboración de esta ultranovísima receta consiste en preparar, heterodoxamente y por separado, cada uno de los ingredientes habituales de nuestra popular tortilla, para servirlos luego superpuestos en una copa de cristal. De esta manera, dichos elementos (cebolla pochada, huevo batido, espuma de patata y aceite de oliva) preservan su idiosincrasia y particularidad, al tiempo que conforman una estructura común. El comensal puede, en consecuencia, paladear cada estrato del citado manjar intacto, supuestamente puro, o bien atravesar verticalmente la copa con su cuchara y degustar así la pluralidad de su contenido, enriquecida, de nuevo supuestamente, gracias a tan sutil proceso de mestizaje deconstructivo. El sustrato de la idea general es, en definitiva, el típico juntos pero no revueltos.

Pero ¿qué es exactamente la deconstrucción? Según la Real Academia Española: el desmontaje de un concepto o de una construcción intelectual por medio de su análisis, mostrando así contradicciones y ambigüedades. Deconstruir es, por lo tanto, la acción y efecto de deshacer analíticamente los elementos que constituyen una estructura conceptual. Y el deconstruccionismo, la teoría que sostiene la imposibilidad de fijar el significado de un texto o de cada una de sus partes, debido a que cada lectura implica una nueva interpretación de lo leído. Pero al margen del deconstruccionismo como escuela filosófica (ver Jaques Derrida), la deconstrucción es, en resumen, un concepto de naturaleza crítica, que define el todo de un sistema en función de la tensión establecida entre sus partes, considerando dicho sistema como algo! abierto, equívoco, desdibujado, siempre contradictorio.

No deja de ser paradójico, volviendo al asunto de la tortilla, que el artífice de tal iniciativa culinaria sea catalán. Como tampoco sorprende que su extravagante invento haya sido bautizado como tortilla de «patata» deconstruida, pues de esta manera se evita el tener que llamarla tortilla «española» sin dejar de ser fiel a la realidad, ya que la tortilla española siempre ha sido, en efecto, de patata. Y subrayo este matiz terminológico porque es tan desdeñable como sintomático. El señor Ferran Adriá ha hecho con la tortilla española lo que muchos otros desean hacer con España, a saber, fragmentarla y comérsela a cucharadas. Asunto éste, por lo demás, en absoluto novedoso.

Resulta lamentable que ciertas reflexiones de España invertebrada, rubricadas por Ortega y Gasset en 1920, asombren todavía hoy por su vigencia. Como dijo hace poco el dramaturgo Albert Boadella: es muy pesado tener que replantearse cada seis meses qué es España. Y ciertamente lo es. Que a estas alturas de la historia nuestra configuración territorial siga siendo el núcleo cálido de la agenda política española genera un especial malestar; un malestar que no conviene asumir como crónico.

El desenlace de las elecciones generales de 2004, empañado por los desafortunados acontecimientos de los últimos meses, ha reavivado eso del debate territorial. ¿Debemos esperar movimientos significativos, quizá definitivos, sobre este particular? ¿Supervisarán los socialistas la tan cacareada Segunda Transición? Desde luego se habla mucho de talante conciliador y de refresco democrático. Las posiciones, sin embargo, ya están fijadas. Conocemos los apriorismos de cada partido. La patata no quiere llorar con la cebolla. La clara del huevo fuerza el beso de una yema que se resiste a ceder su cremosa individualidad. El aceite, por todos odiado, a todos asfixia con su abrazo debido a la deslizante incontinencia de su morfología. Y qué pesado, mientras tanto, tener que replantearse la identidad nacional cada seis meses, cada legislatura, cada desayuno, cada tertulia. ¡Qué irritante y agotadora esta eterna gimnasia deconstructiva! España ya ni siquiera duele, solamente aburre, molesta, como un mosquito en la noche, como la costra de un pequeño arañazo, una costra tan insignificante, reseca y podrida que apetece arrancársela.

El siglo XXI ha irrumpido en la Historia con fuerza torrencial, descontrolada. Varios frentes concentran el interés de aquellos que intentan contener y dirigir el destino del mundo: la revolución biotecnológica, la conquista espacial, la fisión nuclear, el agotamiento de los recursos energéticos conocidos, el cambio climático, las crecientes desigualdades sociales, los movimientos migratorios, el terrorismo... Mucho va a decidirse durante los próximos cincuenta años. Y me temo que los chinos colonizarán Marte antes de que los españoles se pongan de acuerdo sobre qué es España.

Así las cosas, mejor será que enterremos la cuestión territorial con las cenizas de nuestro pasado y que nos dediquemos a salvar este futuro tan inquietante. Decía Ortega que los miembros de una nación no viven por estar juntos, sino para hacer algo juntos. Los grupos que integran un Estado, escribía el filósofo, son una comunidad de propósitos, de anhelos, de grandes utilidades. Es la fuerza del interés común, de la adhesión espontánea a un proyecto, lo que constituía para Ortega el eje vertebrador de una nacionalidad. ¿Existe hoy ese entusiasmo por un proyecto común en todas las regiones hispanas de la península? ¿En serio queremos hacer algo juntos como españoles? ¿Deseamos renovar este contrato? ¿Ansiamos construir España, o vamos seguir deconstruyéndonos mutuamente hasta el absurdo? ¡Sacudámonos entonces la maldita costra de una vez por todas!

La historia de una nación, siguiendo el hilo orteguiano, no es sólo la de su periodo formativo y ascendente, sino también la historia de su decadencia, que es cuando un sistema tiende a desgajarse. Pues bien, en lo que a dinámica de rompimiento estructural se refiere, la decadencia española ya está durando demasiado. Cervantes la lloró durante el siglo XVI, Unamuno siguió llorándola a principios del XX y aquí estamos berreando todavía. Pero como hablar de decadencia no es políticamente correcto, ahora lo que se lleva es la deconstrucción nacional, una moda que bajo la inofensiva apariencia de contribuir a un corregimiento general del sistema mediante una ética de tensión positiva, en realidad representa el último estadio hacia una completa desmembración de nuestro humilde Estado. Asumámoslo. Dejemos de engañarnos. La progresiva y siempre creciente descentralización de España no es más que un camino hacia su propia desintegración como país.

Cierto es que deconstruir un sistema no consiste en atacarlo desde fuera, es decir, rechazando sus normas mediante el ejercicio de la violencia, sino más bien en operar dentro de sus márgenes y de acuerdo con sus leyes; actitud que siempre es de agradecer. Pero quienes creen en la unidad de dicho sistema, es decir, quienes trabajan en pro de su construcción, tampoco deben olvidar que la meta unívoca de muchos admiradores del deconstruccionismo es el resquebrajamiento de la comunidad estructural.

De lo contrario, ¿qué es lo que quieren quienes se autoproclaman nacionalistas catalanes y vascos? ¿Qué fines últimos y concretos persiguen? Más comprensión, dicen, más autogobierno, más competencias, más... ¿Independencia? No, hombre, no, tanto no. ¿Cómo que no? ¿Por qué siguen ustedes tirando entonces de la goma? ¿No ven que al final se va a romper? Que sí, hombre, que sí, que lo que ustedes quieren es la independencia. ¡Vamos! ¡Díganlo bien alto! ¡No sean melindrosos! Pues les aseguro que por mí ya pueden concedérsela. Españoles, compatriotas míos... Aceleremos este inexorable proceso de disgregación. Pretender la unidad en estas condiciones es demasiado humillante; pero es que además de afectar a nuestra fibra moral, que no es poca cosa, este tema nos está haciendo perder un tiempo precioso, imprescindible.

Dicen que el nuestro es un Estado laico, o que por lo menos lo intenta. A lo que yo respondo: si no creemos que Jesucristo fue rey de reyes, ¿por qué deberíamos creer que España es nación de naciones? Feo asunto, este de mantenerse juntos por obra y gracia de una retórica evangélica en la que nadie tiene fe.

La poesía está bien, es un arte hermoso. Pero seamos transparentes. Quizá el deconstruccionismo pueda ser llevado hasta sus últimas consecuencias en la cocina, y puede que debido a su profundo potencial metafórico sea una teoría bastante excitante, e incluso sabrosa, en ámbitos como la filosofía analítica o la argumentación dialéctica. Lamentablemente, los hombres debemos movernos en eso que algunos físicos llaman el universo de las dimensiones medias, o sea en el mundo real. Y no. Hay cosas que no podemos dejar al libre albedrío de la incertidumbre, pues los mecanismos de la indeterminación no se ajustan a un orden en el que podamos manejarnos sin riesgo de acabar en el caos de una anarquía autodestructiva. En esto hay que ser kantiano. Hay que descender de la epistemología hacia la razón práctica. Es preciso definirse y actuar comprometidamente según los principios de la acción.

¿Que hay España? Juguemos ¿Que caminamos juntos? Adelante ¿Que no? Pues hasta luego.

Negociemos la independencia de Cataluña, la del País Vasco y la de todas aquellas regiones que democráticamente manifiesten un deseo mayoritario de emanciparse de España. Si los habitantes de dichas autonomías anhelan formar parte de un proyecto nacional que excluye lo español, lleguemos a un acuerdo y despidámonos sin acritud. Rezaremos por ellos cuando soliciten unilateralmente su ingreso en la Unión Europea. Estableceremos con ellos tratados de cooperación internacional en la medida en que nos sea beneficioso, y les saludaremos como a buenos vecinos cuando se comporten como tales. ¿Por qué no? España la vieja cumplió ya su destino. Inauguremos una nueva etapa. Quememos las naves. Una vez fuimos la primera nación del occidente moderno en nacer. Seamos también la primera en disolverse. Hagamos historia. Adelantémonos a las tendencias. Seamos verdaderamente! radicales. Viajemos más allá de la deconstrucción, aprovechémonos de su impulso centrífugo. Solamente despedazando nuestra geografía política podremos recuperar nuestra patria.

El patriotismo es una asignatura simbólica, emocional, siempre pendiente. Las raíces de la patria no resuelven metafísica alguna, pero arraigan el alma a lo terrestre y estimulan su necesaria sensualidad. Hasta los palestinos, que no tienen patria, respetan su bandera. ¡Y cómo aman a su país aquellos que nunca lo tuvieron o que por trágicas circunstancias lo han perdido! Los mismos franceses, que conforman el pueblo más frío y racional del mundo, son de un patriotero que raya lo patológico. ¿Por qué debe entonces el español, habitante de nación tan antigua y ardiente, renunciar al emotivismo patriótico?

Claro que cuando enseñemos estas cartas, las voces periféricas dirán que nuestro planteamiento es maniqueo. Aducirán que entre la centralización y la independencia hay una amplia gama de variantes federalistas. Pero no pasaremos por ahí. España no se convertirá en la colonia comercial de quienes la desprecian. Los términos de la ruptura deben ser claros y absolutos. Un modelo federal, por otra parte, sólo funciona cuando existe un profundo sentido nación que cohesiona espiritualmente su estructura; tal es el caso de los Estados Unidos, y en cierto modo el de Alemania. No. Se acabó eso de ser un amante no correspondido. Acepto el divorcio, dirá el español, rehagamos nuestras vidas por separado. Pero no me pidas que sea tu amante de conveniencia, tu amigo con derecho a roce, tu Estado Libre Asociado; no insultes mi intelecto, mi dignidad, mi honor. No me haga! s sufrir más. Has tomado una decisión. Asume ahora todo lo que de ella se desprenda. Y si algún día decidimos volver a unirnos, quizá podamos reconstruir lo deconstruido.

 

El Catoblepas
© 2004 nodulo.org