Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 15 • mayo 2003 • página 12
Réplica al artículo de Pérez Herranz publicado en su sección Arco de Medio Punto, titulado Francisco de Vitoria, Descartes y la expulsión de los judíos
En el número 12 de El Catoblepas, página 8, Fernando Pérez Herranz hace un extenso comentario, con ocasión de que Salamanca fuese durante el año 2002, junto con Gante, Ciudad Europea de la Cultura, en el que se quiere mostrar lo que Salamanca significa para el «pensamiento español», según lo que significó en el siglo XVI como «centro de la historia»; lo que significa por lo que significó al haber sido «centro desde el que se piensa la organización política y administrativa de una gran parte del mundo». Es decir se trata de analizar el vínculo entre Salamanca y el Imperio español, o, más bien, y esto es lo singular de la tesis de Herranz, la desvinculación entre Salamanca y el Imperio hispano.
Porque en efecto esta vinculación tiene, en la exposición de Herranz, el carácter de un desencuentro, y es que según parece el proyecto político imperial hispano se pudo haber regido por una norma que, formulada básicamente en Salamanca como «principio filosófico moderno», tal como interpreta Herranz la obra de Vitoria, y dirigida principalmente hacia los indios del Nuevo Mundo, esta norma se ve abortada desde el principio por la influencia de la teología dogmática en la política imperial española: la «expulsión de los judíos» provoca que este principio nazca ya muerto en el contexto del desarrollo del Imperio hispano. Es decir según ve las cosas Pérez Herranz, la no incorporación del judío, a través de la convictio filosófica, y su expulsión por motivos teológicos, suponen la estrangulación teológico-dogmática del «pensamiento [filosófico] español», en tanto que moderno, toda vez que este nace en Salamanca una vez consumada la expulsión: y es que fijado en torno a una Idea de Sujeto ligado a un proyecto político imperial católico, el «pensamiento español moderno», definido por la «catolicidad» de ese Sujeto moderno, y alternativo al individualismo del Sujeto protestante anglosajón, nace ya pervertido al verse esa «catolicidad» característica abortada con la previa expulsión del judío: dice Perez Herranz «La expulsión significa la desaparición de algo que es ontológicamente, y esa es la postura más anticatólica y antigeneradora que puede concebirse».
El Imperio católico hispano nace pues con el germen que determinará su propia inconsistencia como ortograma político, en la medida en que la formulación salmantina de su proyección es incoherente con el ejercicio previo de exclusión del judío: la idea de «sujeto católico» que, como ortograma imperial, España trata de imponer en América en la modernidad, no se desprende de los compromisos teológico-dogmáticos adquiridos durante el Medievo y, por tanto, el «pensamiento [filosófico] español» se ve imposibilitado para asumir las transformaciones, en particular las relativas a la Ciencia que se estaban llevando a cabo en el ámbito de la modernidad, y es por esto, por la desconexión entre el sujeto moderno y la construcción científica, por lo que finalmente su proyección se ve frenada y el Imperio hispano es derrotado frente al Imperio protestante-anglosajón. Una inconsistencia, la del «pensamiento español» que no es meramente «histórica», confinada en el siglo XVI, sino que se propaga a lo largo de los siglos hasta la situación presente, en el que el «pensamiento [filosófico] español» sigue aquejado de tal inconsistencia.
En particular, el «materialismo filosófico», a través de la obra de Gustavo Bueno España frente a Europa, sigue sin asumir, según la «reflexión final» de Pérez Herranz, y a pesar de haber desbordado la dogmática teológica (asumiendo la Ciencia moderna a través de la Teoría del Cierre Categorial), las «figuras negativas» que el ejercicio del Imperio español estaba llevando a cabo en contradicción con la propia representación (proyección) teórica católica de tal Imperio. Parece querer decir Pérez Herranz que en la idea de España que Bueno representa en España frente a Europa, esta idea no se desprende de los compromisos teológico-políticos que han acabado por «aislar» a España del resto de Europa, lo que supuso además el «atraso» de la nación española, al no reconocerse en España frente a Europa la objetividad de las «figuras negativas» derivadas de la política teológico-dogmática ejercitada por el Imperio hispano (para empezar, la propia expulsión de los judíos).
El comentario de Pérez Herranz se divide pues en dos partes:
a) en una primera se analiza la cuestión de la construcción desde Salamanca de la idea de «Sujeto moderno» («moderno» aquí quiere decir independiente de la teología dogmática), llevada a cabo fundamentalmente en la obra de Vitoria, y su imposibilidad de propagación ligada (como idea-fuerza) a una norma imperial católica hispana que sigue, en su ejercicio, estando definida teológicamente (expulsión de los judíos), en contraste con el «Sujeto moderno» y su propagación ligado a la norma imperial protestante anglosajona, cuya formulación está representada, según Herranz, por el Cogito cartesiano, y que será la que efectivamente se imponga; y
b) en una segunda parte se trata de analizar cómo la expulsión de los judíos supone la estrangulación teológica de la construcción de Vitoria: la construcción por Vitoria de una filosofía hispana moderna queda, según Herranz, sepultada bajo un Imperio cuya realización se lleva a cabo según una orientación teológico dogmática, y no filosófica, en la medida en que el infiel es expulsado desde el principio. El principio filosófico formulado por Vitoria es, de este modo, meramente abstracto, aunque goce en principio de cierta realidad práctica, siendo finalmente su influencia en la norma imperial española meramente testimonial, aunque muy significativa según el análisis de Herranz, porque la desviación respecto a esa norma es lo que permite detectar y explicar que el Imperio se quede a medio camino, generando problemas que fue incapaz de resolver (digamos que ni cortó, ni desató el «nudo gordiano», según, aunque invirtiéndola, la expresión de Nebrija).
Si esto es así, si no hemos entendido mal el comentario de Pérez Herranz, hay dos cosas que no terminamos de entender de su exposición: por una parte el carácter de Salamanca como «centro de la historia», según destaca Pérez Herranz al principio, siendo además el principal motivo de sus comentarios, queda muy desplazado, por no decir que Salamanca «brilla por su ausencia» en el contexto del Imperio hispano según se va desarrollando la exposición de Herranz, porque, según él, lo que allí se piensa ya queda, incluso antes de ser pensado (los judíos son expulsados en 1492, Vitoria expone sus Relecciones sobre los indios en 1539), fuera de la órbita de lo que el Imperio español pone en marcha: digamos que Salamanca es, más bien que un centro, una excéntrica.
Por otra parte, si la expulsión de los judíos es suficiente para «pervertir» la idea de Sujeto católico diseñada en Salamanca, quedando el «pensamiento moderno español» estrangulado por la teología dogmática, ¿por qué esta estrangulación no tiene lugar también en la Europa protestante en la que no solo el judío, sino también el indio, quedan completamente excluidos del cuerpo de las sociedades políticas protestantes? ¿Por qué esta exclusión no provoca los mismos efectos sobre el Imperio o los Imperios cuyos planes son definidos desde el protestantismo, y por tanto igualmente influidos teológicamente (aunque sea una teología distinta y su influencia tenga otro sentido)?, o ¿es que no hay influencia teológica en el desarrollo del Imperio anglosajón?
Pues bien nuestro intento de «crítica de la crítica», puesto que asumimos que, en buena medida, el comentario de Pérez Herranz es una crítica a España frente a Europa, va a ir dirigido a cada una de estas dos partes:
a) respecto a la primera parte Pedro Insua va a realizar algunas observaciones acerca de una serie de imprecisiones en las que cae el análisis de Pérez Herranz, imprecisiones históricas, pero también doctrinales en cuanto a la reexposición que Pérez Herranz realiza de la formulación del ius communicationis, uno de los Títulos legítimos que Vitoria expone como justificación de la presencia española en las Indias, pero no el único, así como la influencia de este Título en la norma imperial española y su presunta incompatibilidad con la expulsión de los judíos.
b) respecto a la segunda parte Atilana Guerrero va a matizar algunas imprecisiones, también históricas, cometidas por Pérez Herranz en relación a la Inquisición y la expulsión de los judíos, de tal modo que las consecuencias que Pérez Herranz saca de tal expulsión van a ser atenuadas, incluso completamente rectificadas, hasta tal punto que el sentido de estas consecuencias va a aparecer en el análisis de Atilana Guerrero completamente invertido respecto del de Pérez Herranz, toda vez que en su análisis Pérez Herranz otorga un sentido a la expulsión que históricamente camina del revés.
Y es que creemos que antes de «asumir y superar» filosófica y políticamente las «figuras negativas» (expulsión de los judíos, encomiendas...) producidas por el despliegue del Imperio hispano, hay que «entender» históricamente esas figuras, pues si esas figuras aparecen históricamente «desfiguradas», ni se asume ni se supera nada. Es más con entender históricamente esas figuras nos conformamos, lo de si son positivas, negativas o neutras lo dejamos para «conciencias humanístico-críticas» más poderosas que la nuestra.
Atilana Guerrero y Pedro Insua
1. La realidad histórica del Imperio Español
Herranz parte ya de un presupuesto en buena medida falso: «Yo he querido encontrar dos núcleos que han imposibilitado ese proyecto político, económico y cultural hispano» [diseñado por Vitoria en Salamanca, supone Herranz], «el imperio español se quedó a medio camino: sus leyes, sus proyectos, sus planes no se pudieron desarrollar, porque no tenía tiempo para rectificar, para asimilar sus propios errores», dice más abajo «la imposibilidad de desarrollar los planes y programas del imperio hispano». En el texto de Herranz no se entiende bien, a nuestro juicio, si esta imposibilidad de desarrollo va referida a los planes y programas diseñados en Salamanca (digamos intencionales), que según él no pudieron desarrollarse por ser contradictorios de partida con la determinación de excluir al judío, o si va referida a los planes y programas del Imperio español en general (ya sea los que él considera intencionales o los que considera efectivos). En cualquiera de los dos casos la posición de partida es históricamente falsa, y es que, como él mismo admite, si hasta el siglo XVIII el Imperio anglosajón no «supera» al español en poderío militar, quedando definitivamente derrotado en el XIX (añadimos nosotros), tres siglos de duración (eutaxia) es mucho tiempo para determinar que un proyecto político imperial (sea católico o anticatólico) no se haya podido desarrollar. Otra cosa es si este desarrollo es coherente o no con lo, admitamos la sinécdoque, diseñado en Salamanca.
Porque, ¿qué es lo que se diseña, en Salamanca, en Sevilla, en Burgos, en Alcalá, en Valladolid... en la primera mitad del siglo XVI, en el contexto en el que el imperialismo español desborda los límites peninsulares y alcanza, siempre en lucha contra el Islam, su fase moderna «consumatoria», en palabras de Bueno (v. Bueno, España frente a Europa)?
Veamos cómo Herranz dibuja algunos «acontecimientos históricos» relativos a esta fase:
«Una vez superado el peligro islámico», dice Herranz, en referencia al comienzo de esta fase (principios del XVI). A lo que nosotros decimos que el «peligro islámico», peligro en el sentido en que el Islam –el Turco en esta fase consumatoria– es alternativa imperial de igual potencia globalizadora, no se supera ni mucho menos hasta, según tesis de Braudel (Las Civilizaciones Actuales, pág. 60), la aplicación del vapor a los navíos, es decir, hasta el barco de vapor. Por tanto en una fecha mucho más tardía, y en pleno desenvolvimiento del Imperio inglés, de lo que Herranz supone. Suponer al Islam como inocuo geoestratégicamente a escala global en fechas tan tempranas, principios del XVI, como hace Pérez Herranz, aunque sea verdad que su poder es «burlado» y va languideciendo con la apertura de nuevas rutas hacia las Indias (la portuguesa hacia el este, la castellana-española hacia el oeste), es ya desfigurar y subestimar el papel de la potencia que efectivamente frena el poder globalizador del Turco: el Imperio Hispano. Sería ininteligible, por ejemplo, el fuerte correctivo aplicado sobre el Islam en Lepanto (1571), cuyos efectos se ha encargado de minimizar buena parte de la historiografía francesa. Ni siquiera el Islam deja de ser un peligro en el mismo contexto peninsular ibérico, si es que Herranz se refiere a esto, hasta la expulsión de los moriscos, por tanto un siglo más tarde (1609-1614) de lo que Herranz supone. Subestimando de esta manera el poder islámico, es difícil, imposible, de entender el desarrollo del Imperio hispano. Porque hay que subrayar, una y otra vez, que el Imperio hispano sirvió de freno al Turco hasta el final de su desarrollo, y hay que reconocer que este programa sí fue efectivo (teniendo además como obstáculos en Europa a la posición irenista luterana, y sobre todo, a la confabulación hugonota, es decir protestante, que determinó la alianza de Francia y el Turco frente a España), y que su derrota, la derrota definitiva del Imperio hispano, no procede del sur, precisamente por haber mantenido a raya por tanto al Islam, sino que viene por el norte (la Francia napoleónica).
Y aquí enlazamos con algunos de los otros acontecimientos que aparecen en el breve recordatorio con el que Herranz da comienzo a su artículo y que suenan, además, a reproche hacia la política de Felipe II: «Felipe II se empecina contra los protestantes porque los ve como enemigos internos», y, continúa Herranz más adelante: «Lo que quizá no pudo entender Felipe II es que el movimiento de la Reforma era autosuficiente y que estaba dando lugar a otro Imperio». No se sabe si no lo pudo entender por empecinamiento o sencillamente porque la «ciencia media» de Felipe II no alcanzaba a ver cómo durante los dos siglos siguientes después de su muerte, ese otro Imperio llegaba a consolidarse. Pero en todo caso estos reproches son contradictorios entre sí, porque, por un lado se reprocha al «Rey Prudente» (obsérvese el énfasis que impone la expresión «se empecina») el que vea al protestante como enemigo interno, y después se le reprocha que no se dé cuenta de que, efectivamente, lo es.
Pero al margen de estas observaciones iniciales, que creemos ya muy significativas en orden a determinar la tendencia (¿tendenciosidad?) de la interpretación de Herranz respecto a su evaluación del Imperio español y la razón y significado de su derrota, vayamos al núcleo de su exposición relativo a la construcción en Salamanca de la idea de un Sujeto político (moderno) «católico», que en principio, según admite Herranz, tiene las mismas posibilidades de triunfar que el Sujeto político (moderno) «protestante» –luego resulta que estas posibilidades, según Herranz, ya estaban truncadas desde el principio–. De hecho Herranz admite que «esa Idea de Sujeto no fue únicamente un resultado conceptual, teórico, que reposa en los libros. Fue un ejercicio político y vivencial, en oposición al proyecto político, económico e ideológico anglosajón u holandés», es decir, admite cierto desarrollo del ortograma imperial español según la norma diseñada en Salamanca, pero un desarrollo impotente, pervertido ya desde su raíz con la expulsión de los judíos, siendo prueba de esta perversión su derrota frente al Imperio anglosajón.
Nuestra tesis, desde la que pretendemos criticar y corregir la interpretación de Herranz, sigue otra tendencia (esperamos que no tendenciosa) cuya potencia la hacemos residir en, por lo menos, su adecuación con la historiografía que tiene en cuenta las fuentes, huyendo de determinadas ficciones que Herranz reproduce.
Para empezar las discusiones teológicas y jurídicas que recorren la primera mitad del siglo XVI (desde la Junta de Burgos a la de Valladolid, Relecciones de Vitoria, Bulas del Papa Paulo III, los Democrates de Sepúlveda, las obras políticas de Vives, las Cartas de relación de Cortés...) acerca de la legitimidad o ilegitimidad de la presencia y soberanía de los españoles en el Nuevo Mundo, y acerca de la compatibilidad de la vida cristiana con la milicia militar en la lucha contra el Turco, pero también contra el Indio, tienen por resultado la determinación de una norma política, la «idea imperial de Carlos V», por decirlo con Pidal, que presidirá las relaciones entre los distintos reinos y virreinos hispanos en los, como poco, 200 años siguientes. Las resoluciones tomadas en aquellas discusiones, sobre todo, para el caso que nos ocupa, las relativas a la legitimidad de la presencia española en las Indias, influirán directamente en las decisiones tomadas en el seno de los Consejos (muchos de los jueces de esas Juntas extraordinarias son los propios miembros de los Consejos) que se resolverán con la puesta en marcha de programas, propagados según este sistema polisinodial característico de la Monarquía Hispana, que tienen como fuente tal norma política: es el llamado Derecho Indiano (Leyes de Indias), del que Herranz no habla en ningún momento. Con esto queremos dejar sentado desde el principio que lo diseñado en Salamanca,{1} siguiendo con la sinécdoque, sí cuajó prácticamente para los 200 años siguientes de dinastía habsburguesa (las transformaciones de «nueva planta» introducidas por los Borbones en el XVIII –capitanías generales, ...– en cierto modo suponen un proceso, digamos, de especiación pero dentro de la norma, no un cambio de género –metábasis, cambio de norma– en relación a la norma política «salmantina»). Y además la perspectiva política que esa norma instaura ya contempla los procesos de independencia que tienen lugar en el siglo XIX, pues, como veremos, dado el carácter de la norma que finalmente se impone, la formación de naciones producida en el continente americano estaba contemplada ya en la propia norma imperial diseñada en la primera mitad del XVI.{2}
En el siglo XVI, pues, se genera una norma política que va a determinar durante cuatro siglos la situación política de múltiples reinos y virreinatos coordinados, es decir, un «orden mundial» –valga la redundancia– relativamente estable (Pax Hispana) generado por el Imperio español en contra del Islam y en contra de la Reforma, que por supuesto no envuelve a la totalidad del orbe, y cuya estabilidad comenzará a fracturarse cuando se empiezan a consolidar órdenes alternativos y contrarios.
400 años (Habsburgo, Borbones, Independencia), por tanto, de «realización» de tal proyecto son muchos años, o por lo menos demasiados como para declarar, según hace Pérez Herranz, que tal proyecto se reveló aporético desde un principio. ¿¡400 años de duración sobre bases inconsistentes!?
Además nos parece completamente desproporcionado, es más, ya no es que nos «parezca», sino que «es» erróneo históricamente, como muestra el artículo de Atilana Guerrero en este mismo número de El Catoblepas, que tal supuesta inconsistencia del Imperio hispano proceda de la «expulsión»: creemos suficiente para explicar su derrota, partiendo de su relativa consistencia, analizar y aplicar las fuerzas opuestas (Inglaterra, Francia, Provincias Unidas, el propio Turco, que, aunque son frenados sus planes globales, no es aniquilado...). Suponer que esta derrota frente a esas fuerzas ocurre porque el Imperio hispano ya venía tocado por haber expulsado a los judíos, a parte de ser una tesis completamente especulativa históricamente hablando, es de nuevo subestimar las fuerzas opuestas, al pretender que estas luchan con algo que por principio es inconsistente.
En cierto modo, desde luego, sí lo era, porque, en cierto modo, todo Imperio universal es políticamente inconsistente. Porque que su consumación como Imperio universal fuese imposible, es decir, que su realización no llegase a involucrar a todo el «Género humano» (las «Provincias Unidas», Inglaterra, Francia..., China, que se intentó conquistar por parte de Felipe II, quedaron finalmente fuera de la norma política hispana), era algo que, por lo menos desde un punto de vista materialista, ya lo mostró Gustavo Bueno (ver pág. 216 de España frente a Europa) –podríamos aquí recordar aquello que dijo Anaxágoras cuando le comunicaron la muerte de sus hijos: «sabía que no había engendrado unos hijos inmortales»–; pero determinar que la razón de su derrota frente a los Imperios holandés, francés y anglosajones fue su inconsistencia de partida, supone cegar la inteligibilidad de la situación política e histórica de, como poco, esos 200 años de «realización» de lo proyectado en Salamanca así como de las transformaciones de ella derivadas, además, insistimos, de subestimar las fuerzas que se le oponían en su «realización».
Por tanto, si negamos la inconsistencia y afirmamos una relativa consistencia, mal vamos a reconocer que tal supuesta inconsistencia proceda de la expulsión del judío, pero es que además, sería imposible, como muestra Atilana Guerrero, que la inconsistencia supuesta por Herranz procediese de ahí.
En el fondo las tesis de Herranz están muy cercanas a las de Ortega (v. Bueno, La idea de España en Ortega, El Basilisco, nº 32, págs. 11-22) que entendía el Imperio hispano como un acto de voluntarismo sobre el mundo, siendo el Quijote la crítica llevada a cabo por Cervantes hacia ese voluntarismo (v. Pedro Insua, Ciencia frente a arbitrariedad, El Basilisco, nº 32, págs. 75-88), aunque el motivo por el cual Ortega cree que la inconsistencia de España hace que su imperio sea un mero gesto de la pura voluntad, sin realidad efectiva, lo sitúa en la falta de «germanismo» vertido a la Península en la Edad Media, sin embargo Herranz sitúa el motivo de esta inconsistencia en la Edad Moderna (expulsión de los judíos). Ambas, creemos, no tienen en cuenta en toda su profundidad el principal resultado de los planes y programas del Imperio español: la organización político, jurídica, eclesiástica, administrativa, económica y lingüística de América y Filipinas (Filipinas, único país católico de Asia).
Pero vayamos ya con el análisis de lo que se genera en Salamanca, núcleo de la exposición de Herranz, en relación a la forma que allí cobra el ortograma imperialista español, una vez que este desborda los límites peninsulares en su lucha frente al Islam, y se abre paso el «vínculo trasatlántico», y posteriormente el «transpacífico» (Filipinas e islas del «Mar del Sur»), que convierten al Imperio español en un imperio «realmente existente» y con un alcance a escala planetaria inédita hasta el momento para cualquier Imperio, un Imperio en el que, según la conocida expresión de Ariosto, «no se pone el sol». Analicemos también si esta norma es incompatible con la previa expulsión del judío, según supone Herranz, y, y esto ya lo hace Atilana Guerrero, si la dirección practicada por España con la expulsión va en el sentido que Herranz supone.
2. El embrollo Vitoria-Las Casas-Sepúlveda
Un gran error, ni siquiera imprecisión, en la exposición de Herranz tiene que ver, al exponer a Vitoria, con la asimilación de la postura del propio Vitoria con la de Las Casas, lo que pone a Vitoria, inmediatamente, en contra de Sepúlveda. Además queriendo exponer a Vitoria expone en parte tesis que más bien son propias de Sepúlveda (las relativas al tutelaje de los españoles sobre los indios), y que en Vitoria son en realidad meramente hipotéticas. De manera que al final las tesis de Sepúlveda, las del Democrates alter, son puestas erróneamente por Herranz en boca de Vitoria y las de este son, también erróneamente, asimiladas con las de Las Casas, lo que resulta ciertamente pintoresco, porque terminan poniéndose las tesis del Democrates alter en contra de Sepúlveda, su autor. El Sepúlveda que aparece en la exposición de Herranz nada tiene que ver con el Democrates alter, es un Sepúlveda completamente formado ad hoc, una especie de Trasímaco redivivo, formado a la mayor gloria del tandem Vitoria-Las Casas, un tandem, insistimos que tampoco es real.
Y es que resulta que Vitoria no se puede asimilar en absoluto con Las Casas: Herranz llega a hablar de «amistad» entre Las Casas y Vitoria sin duda para reforzar la tesis de su asimilación, cuando tal amistad no está en absoluto documentada (quizás se refiera a que son «compañeros de orden», ambos dominicos, pero de ahí a la «amistad» hay un trecho). Tampoco, desde luego, aunque sus posiciones están más cercanas sobre todo al confrontarlas con Las Casas, Sepúlveda se puede asimilar a Vitoria.
Además Pérez Herranz da por sentado que el resultado de la controversia de Valladolid (1550-1551), en la que tiene lugar el enfrentamiento Sepúlveda-Las Casas, es favorable a Las Casas (asimilado falsamente a Vitoria, insistimos), a lo que Losada, filólogo especialista en la obra de Sepúlveda, se opone en la introducción a la edición del Democrates alter, a la que por cierto el propio Herranz nos remite, dando allí Losada –también lo hace en otros sitios– pruebas textuales (pág. XXV de la Introducción al Democrates secundus, ed. C.S.I.C.) de que, más bien al contrario, es Sepúlveda, o son sus tesis, las que terminan por imponerse al permitir el Emperador Carlos que el dominio sobre las Indias por los españoles continúe, que era precisamente lo que Las Casas quería impedir.
Y es principalmente por esto, por su postura ante la intención de la Corona de abandonar Las Indias, por lo que Vitoria no se puede asimilar de ninguna manera a Las Casas, estando en esto Vitoria más cerca de Sepúlveda, y es que en sus Relecciones de 1539 Vitoria, recordemos que ya estaba muerto cuando tiene lugar la controversia de Valladolid, concluye que «ni sería conveniente ni lícito que los príncipes [cristianos: españoles y portugueses] abandonaran la administración de aquellas provincias» [Las Indias] (pág. 105, ed. Austral), es decir, que, al margen de si las razones que ofrece son cercanas a Sepúlveda o no, Vitoria se opone al abandono de la soberanía hispana sobre las Indias, abandono que Las Casas procuraba. Esto impide cualquier asimilación entre Las Casas y Vitoria.
El caso es que estos equívocos hacen que la exposición de Herranz quede amputada al reconstruir la norma que preside el ortograma imperialista español, toda vez que Sepúlveda es relegado a un plano muy secundario, al quedar sus tesis desfiguradas, cuando en realidad, como veremos, su posición es esencial para definir tal ortograma.
Es verdad que Herranz no es responsable de este embrollo, aunque sí de que siga circulando, porque buena parte de la propia historiografía sobre el asunto está ciertamente enmarañada, llena no sólo de incógnitas, sino de equívocos, errores, contradicciones, en buena medida producidas por el auge del lascasismo (mito del «buen salvaje») en el siglo XX, que ha hecho de Sepúlveda un autor «olvidado», según la expresión de Losada. Y es que, en buena medida es la propia tendenciosidad de Las Casas, multiplicada en el ámbito protestante pero también reproducida en el ámbito católico{3} –la cosa por tanto viene de muy atrás–, la que se reitera en la exposición de Herranz.{4} De hecho la tesis de Herranz no es nueva ni mucho menos:
«En conferencias, libros y otros escritos, desde el año 1926, se ha venido señalando una pretensa oposición entre el maestro fray Francisco de Vitoria y el emperador Carlos V; entre la gran empresa ideológica de las Relecciones De indis y la empresa práctica de la conquista y civilización americana; entre la Universidad de Salamanca y la Nación que por sus estadistas, soldados, misioneros y gentes realizó la más perfecta colonización del mundo. El catedrático Teodoro Andrés Marcos [en Vitoria y Carlos V en la soberanía hispanoamericana, Salamanca 1937] ha estudiado los fundamentos aducidos para establecer esta oposición» (Ricardo del Arco y Garay, La idea de Imperio en la política y la literatura españolas, pág. 359, Espasa-Calpe, 1944).
Y Teodoro Andrés Marcos, que además realiza parte de la Introducción del Democrates secundus de la edición de Losada, ha estudiado los fundamentos de tal oposición, en la que se basa Herranz, con la conclusión de que no hay fundamentos para tal oposición. Dice Andrés Marcos en el Prólogo a su obra Los imperialismos de Juan Ginés de Sepúlveda en su «Democrates alter» (1947):
«Examinando libros y documentos a propósito de Vitoria y Carlos V en la soberanía hispano-americana, Salamanca, 1937, hallé que de igual manera que había mucho de invención en la pugna atribuída a Francisco de Vitoria contra Carlos V con relación a nuestra conquista de América, la había también en la oposición atribuída a Sepúlveda contra las ideas corrientes de nuestros tratadistas clásicos sobre esa misma conquista. Quedaba Carlos V muy rebajado en la descripción de aquella pugna, como quedaba muy rebajado Sepúlveda en esta oposición, y en ambos casos salía muy poco favorecida sin motivo bastante para ello la Historia de España.» (pág. 7.)
Veamos algunas manifestaciones de ese «olvido», un olvido tendencioso, acerca de Sepúlveda del que habla Losada en 1948 (Un cronista olvidado de la España imperial: Juan Ginés de Sepúlveda, C.S.I.C.) y del que volvió a hablar Beneyto en 1950 (España y el problema de Europa, ed. Austral), un «olvido» que hizo de Sepúlveda un autor «negro», del mismo color que la «leyenda» que según J. Juderías le cayó encima al Imperio hispano que Sepúlveda defiende. En La Gran Controversia del siglo XVI acerca del dominio español en América (1952), Sor M. Mónica Ph. D., Ursulina de Congregación de París, caracteriza en este libro a Sepúlveda del siguiente modo:
«Típico humanista español, dejó tras sí siete volúmenes de cartas impresas en el curso de su vida; [...]. Audazmente llamó a Lutero «clérigo levantisco, deshonra de su tiempo». Pero cuando se alzó frente a Las Casas no faltaron personas que le aplicaron a él los mismos términos por defender el derecho de los españoles a conquistar y esclavizar a los nativos.» (pág. 111).
En La humanidad es una, de Lewis Hanke publicada en 1985 y dedicada también a la controversia de Valladolid, éste afirma, desde su lascasismo militante y aún conociendo las traducciones de Losada, lo siguiente:
«Por primera vez [y se refiere a lo que, según él, representa la postura de Las Casas] y plausiblemente por última, una nación colonialista [España] engendró una investigación genuina [la controversia de Valladolid], para determinar de ese modo la justicia de los métodos empleados en la expansión de su imperio [esto lo dice, obviamente, en favor de la postura dominica frente al imperialismo español]. También por vez primera en el mundo moderno nos es dado observar un intento de estigmatizar [se refiere a Sepúlveda] como inferior a toda una raza, nacida esclava conforme a la teoría de Aristóteles elaborada varios siglos antes.» (pág. 17).
Ya había advertido Beneyto en 1950 que «La fama de Sepúlveda ha sido oscurecida en un clima liberal, que ha tratado de presentarlo apenas como contradictor de Vitoria y defensor de la esclavitud» (España y el problema de Europa, pág. 153.). Una fama decimonónica («clima liberal») que ha llegado a hablar del «anti-humanismo» de Sepúlveda, según una concepción del humanismo, la misma que aplica Pelayo Pérez para caracterizar a Herranz en su artículo «Fuera de quicio» (El Catoblepas), que dirigida negativamente a Sepúlveda, como contradictor suyo, resulta, como poco, anacrónica.
Pero ¿qué dice Sepúlveda en relación a la «esclavitud del indio»? Leemos en el Democrates alter o secundus lo siguiente:
«En consecuencia, claramente se comprende que no sólo es injusto, sino también inútil y peligroso para la continuidad del dominio [español sobre las Indias], tratar a esos bárbaros como esclavos, excepto a aquellos que por su crimen, perfidia, crueldad y pertinacia en la ejecución de la guerra se hubiesen hecho dignos de tal pena y desgracia.» (pág. 122, ed. Losada).
Es decir sólo admite la esclavitud para los indios cautivos de guerra, cosa que también admite Vitoria como legítimo, según la séptima conclusión derivada del Título Primero (ius communicationis) de las Relecciones:
«Más aún, si después que los españoles hubiesen mostrado con toda diligencia, por palabras y obras, que ellos no constituyen obstáculo para que los bárbaros vivan pacíficamente, éstos perseveraran en su malicia y maquinasen la perdición de los españoles, éstos podrían obrar no ya como si se trataran de inocentes, sino de adversarios pérfidos, haciéndoles sentir todo el rigor de los derechos de la guerra, despojándolos de sus bienes, reduciéndolos a cautiverio y destituyendo a los antiguos señores y estableciendo a otros en su lugar; pero todo esto con moderación y en proporción a los hechos y a las injurias cometidas.» (pág. 95, ed. Austral).
Un tipo de esclavismo generalizado en todo el ámbito mediterráneo desde la antigüedad, y que el propio Vitoria entiende que está justificado desde el derecho de gentes (y que de todas formas será prohibido por las Leyes Nuevas de 1542).
El concepto aristotélico de «siervo (o esclavo) por naturaleza» que efectivamente Sepúlveda dirige a los indios para definir la condición en la que se encuentran, por lo menos algunos de ellos, no tiene el sentido «racista» que Hanke le quiere dar: el propio Vitoria da el sentido, reinterpretando a Aristóteles, que después tendrá en Sepúlveda:
«Y en modo alguno quiso decir el Filósofo que aquellos que por su naturaleza sean de corto ingenio, puedan ser privados de sus bienes y ser vendidos. Lo que quiere enseñar [El Filósofo, y este es el sentido que tiene la expresión en Sepúlveda] es que hay quienes, por naturaleza [una naturaleza no estanca, sino perfectible], se hallan en la necesidad de ser gobernados y regidos por otros, siéndoles muy provechoso el estar sometidos a otros, así como a los hijos les conviene, antes de llegar a la edad adulta, estar sometidos a los padres [...]» (pág. 51, ed. Austral).
En resolución las tesis de Sepúlveda han sido «oscurecidas», situándolo en posiciones similares al Trasímaco de la República platónica que nunca mantuvo, y esta versión es la que se reproduce en la exposición de Herranz, haciendo de la posición de Vitoria, asimilado a Las Casas, la posición «oficial» de la norma «teórica» española, y que por ser incompatible con el desarrollo «real» del Imperio español (expulsión de los judíos), concluye Herranz, el Imperio es derrotado por inconsistente. Pero es que en esta fase de desarrollo del Imperio hispano, en que el ortograma se está definiendo de un modo controvertido, revisionista, según caracterizó a esta fase desde un punto de vista jurídico García-Gallo, la posición oficial no es una, sino varias: la cosa se estabiliza a partir de 1566 con Juan de Ovando y se afianza con Solórzano Pereira en el XVII, y se estabiliza, como veremos, en el sentido Vitoria-Sepúlveda.
Porque, es verdad que las tesis de Las Casas y de Bernardino de Minaya triunfan durante cierto tiempo en la «conciencia» de Carlos I y del Papa Paulo III (bulas Sublimis Deus y Veritas ipsa de 1537), siendo apoyado, en perjuicio de Sepúlveda, por algunos teólogos (Melchor Cano, Antonio Ramírez de Haro, ambos discípulos de Vitoria), principalmente dominicos de la Universidad de Salamanca y Alcalá, consiguiendo incluso que con las Leyes Nuevas de 1542 se paralice durante un tiempo el régimen de la Encomienda. Pero tanto la parte de las Leyes Nuevas que afectan a la encomienda, como las bulas serán derogadas y anuladas un tiempo después: en 1538 en el breve Non indecens videtur el Papa se desdice y reprueba lo dicho en las bulas de 1537, anulándolas. Las bulas de 1537, por cierto, a parte de suponer una injerencia por parte del Papado sobre los asuntos americanos, injerencia que el Patronato impedía (bulas alejandrinas), prohibían una esclavitud, la realizada en América con los prisioneros de guerra, que tenía en Roma uno se sus centros más activos (ver los datos que ofrece Dumont al respecto en El amanecer de los derechos del hombre, págs. 67-74, en los que se muestra cómo la esclavitud en Roma, al servicio del Papado, está proporcionalmente mucho más generalizada que en América). En cuanto a la parte relativa a la encomienda en las Leyes Nuevas:
«En cédulas dadas en Malinas el 20 de octubre de 1545 y en Ratisbona el 6 de abril de 1546, revocó [Carlos I] sus Leyes Nuevas en lo concerniente a la supresión de la encomienda.» (Dumont, op. cit., pág. 93).
Pero, tras la gran influencia de Las Casas en ese período, la cosa cambia decisivamente después de 1550, después de la controversia de Valladolid, a partir de la cual la posición de Las Casas ni siquiera va a triunfar ya en la «conciencia» de Carlos I ni en la de sus consejeros, ni tampoco en los discípulos de Vitoria presentes en la controversia como jueces que, en principio, le eran favorables (Cano, Soto).
Y es que de Los forjadores de la política exterior durante el siglo de Oro (v. Beneyto, pág. 147 y ss.) ¿de quién son las tesis que se terminan imponiendo? Pues no es fácil decirlo porque en buena medida el Derecho Indiano es resultado de las controversias en las que todos participan, sin embargo, sobre todo a partir de la lectura del libro anteriormente citado El amanecer de los derechos del hombre, de Jean Dumont (Ed. Encuentro), que versa sobre la controversia de Valladolid, creemos muy firme históricamente la siguiente tesis.{5}
3. Catolicismo y derecho de conquista
Nuestra tesis es que el sentido de «católico», frente a las formas de «gobierno indirecto» (según fueron concebidas por De Brosses más adelante) propias del desarrollo imperial de tipo protestante –pero no sólo porque también la «católica» Portugal sigue este tipo de imperialismo, del que se nutre, además, la postura de Vitoria–, reside en la defensa del llamado «Título de Civilización» como causa justa de guerra contra el indio, en la medida en que este, el indio, resista a la legitimidad de la presencia y soberanía españolas derivadas de este título. Título característicamente católico, y cuya defensa, en el contexto de las controversias de las que venimos hablando, define al imperialismo español como tal, como «católico». Título defendido totalmente por Sepúlveda, título que para Vitoria es hipotético, que Las Casas niega de plano, y que Suárez afirma como seguro, pero de aplicación poco frecuente. Título ejecutado sobre la marcha por Cortés en la Nueva España (recordemos que Cortés fue estudiante de Leyes en Salamanca), y defendido por García de Loaysa desde el Consejo de Indias: ambos precisamente, según parece, fueron los que animaron a Sepúlveda a que escribiese sobre el asunto, teniendo por resultado el Democrates alter. Es el título que justifica, en una palabra, la encomienda.
Ahora bien, el ortograma imperialista español no tiene un desarrollo «puramente» católico, vamos a decirlo así, bajo las directrices de esa norma católica determinada por la defensa del «Título de civilización», de tal modo que esta norma no determina unívocamente tal ortograma: otros títulos confluyen en la formación del ortograma, siendo la influencia de la norma derivada de tal título una de las líneas que lo conforman. Ahora bien la influencia de esta línea determinada por la defensa del «Título de Civilización» la creemos decisiva para definir la norma que impone el imperialismo español en los reinos que quedan bajo su dominio, así como para definir las relaciones de estos reinos entre sí. Y es que dependiendo de la materia (que no es amorfa en absoluto) sobre la que recae la forma imperial (normativa), esta norma tendrá un carácter u otro según las líneas de aplicación que representan cada uno de los «títulos legítimos» defendidos –con materia nos referimos a las distintas sociedades organizadas antes del despliegue del ortograma imperial español, y sobre las que éste va a recaer, con la consiguiente reorganización y transformación de tal materia–.
Porque una de las primeras cosas que, en general, reconocen los teólogos españoles al tratar estos asuntos, es que las sociedades indígenas no son amorfas, sino que son sociedades ya formadas, solo que su forma puede ser reconocida como recta (civil), conforme al derecho natural, o torcida (heril), degenerada, es decir, sociedades cuya organización, en algunos casos, viola el «derecho de gentes», y que por tanto llevan inscrita su propia «destruición», si los españoles las abandonan y no las corrigen.
Este reconocimiento, del que parten tanto Las Casas como Vitoria y Sepúlveda, y muchos otros, supone reconocer a los indios como propietarios, según formas de propiedad pública y privada, siendo la razón y no la fe el fundamento de tal dominio: esta condición, su condición de propietarios, por tanto, no la pierden en virtud de su condición, por «ignorancia invencible», de infieles. Este es el principal asunto que trata Vitoria en la Primera parte de sus más famosas Relecciones, y que, en referencia a los indios «últimamente descubiertos», es el primero en tratarlo de un modo sistemático, según él mismo reconoce con razón. Precisamente reconocer como propietario al indio supone afirmar su racionalidad, común a todos los hombres, derivando el fundamento de la propiedad de tal racionalidad, y supone también negar que el pecado mortal en el que se encuentran, al no tener noticia del Evangelio, impida a los indios ser titulares de sus dominios.
Así Vitoria se empieza oponiendo a «aquellos que han sostenido que el título de dominio es la gracia» (pág. 40, ed. Austral), y con «aquellos» se refiere precisamente a los autores que son la fuente del luteranismo y del calvinismo: los valdenses y Wycleff. Esto es esencial para entender las diferencias en el modo de desplegarse el imperialismo español sobre el centro y sur de América respecto del anglo-holandés en el norte. Y es que en el norte los descendientes de los puritanos del Mayflower veían la resistencia de los indios frente a los anglo-holandeses, como la resistencia de Satán frente a Dios: desde esta teología se lleva a cabo la obra de exterminio del indio norteamericano o su encierro, no en ciudades como hicieron los españoles, sino en reservas,{6} en granjas, por decirlo de un modo más duro.
Y es que suponer que la gracia es el único título de dominio supondría negarle a los paganos legitimidad sobre sus dominios, es decir, negar que sean verdaderos reinos, no sólo los de los indios americanos, sino todos los reinos e imperios constituidos con anterioridad a la «venida» de Cristo, toda vez que los paganos, si la propiedad se funda en la fe cristiana, no son verdaderos señores: entre otros sería negar legitimidad a los señores romanos y a su Imperio, cuyo heredero (traslati imperii) es el Emperador Carlos.
De modo que, el punto de partida de Vitoria y después de los demás, es que no es la fe cristiana lo que fundamenta la propiedad, lo que supondría negar la justicia y rectitud de determinados reinos constituidos con anterioridad a la venida de Cristo: en este sentido, igual que Vitoria, afirma Sepúlveda «Yerran, pues los que aseguran que los paganos no son verdaderos y legítimos príncipes y señores de sus cosas sólo por el hecho de que son infieles, aunque su imperio sea por otra parte justo» [como lo era el Romano, le falta decir, y así lo dirá en Valladolid contra Las Casas] (pág. 82, ed. Losada-C.S.I.C.). Es la idea filosófica de Justicia, de corte platónico en el caso de Sepúlveda, lo que define la rectitud de un reino y de un imperio, y no la idea teológico dogmática de Gracia (una gracia que, secularizada desde el ámbito protestante, justificará el relativismo cultural: cualquier cultura es justa por el hecho de mantener su «identidad»: v. Bueno, El mito de la Cultura). De modo que Sepúlveda define la idea de Justicia desde un punto de vista estrictamente filosófico político, al margen de que esto tenga después consecuencias para la fe, siendo el imperio el que tiene que introducir y administrar la justicia en América
El planteamiento de Vitoria, como el de Sepúlveda, parte pues de la legitimidad del dominio indio sobre las Indias (en la medida en que no sean, en algunas de sus partes, res nullius, como lo eran las Azores y Madeira antes de llegar los portugueses), o por lo menos parten ambos, frente a los protestantes, de que la legitimidad sobre sus dominios no la pierden en virtud de su infidelidad o de su paganismo: la cuestión, por tanto, es ¿cuáles son los títulos legítimos mediante los cuales aquellas tierras, las Indias, que legítimamente caían bajo el dominio de los indios, terminaron bajo el dominio de los españoles?
La postura de Las Casas es que los «reinos indígenas» están constituidos con la suficiente rectitud, incluso con mayor rectitud que la sociedad conquistadora (buen salvaje), como para que sea posible la predicación «pacífica» del Evangelio («el único modo de atraer a todos los pueblos a la verdadera religión»). La única razón de ser de la presencia de los españoles en América es la evangelización (según las Bulas alejandrinas), pero ello no les da legitimidad para la soberanía: el dominio español de América es ilegítimo, y su continuidad supone la destruición de las Indias en la medida en que el español está ejerciendo el robo al ser el indio expropiado ilegítimamente, y además forzando su conversión (lo cual también es pecado). España se está condenando, y esta es la razón de la mejor constitución de los «reinos indígenas», al ejercer un dominio ilegítimo sobre las Indias. La predicación del evangelio, razón de ser de la presencia española, no es pretexto para hacer la guerra al indio: toda guerra al indio es injusta.
Vitoria, sin embargo, en radical oposición a las Casas, sostiene hasta siete títulos legítimos que justifican la soberanía, no solo su presencia, de España en las indias, y un Título octavo, probable, que tiene que ver con la posición de Sepúlveda. En todo caso Vitoria sospecha que la actuación de los españoles ha ido más allá de lo que el derecho permite:
«Yo no dudo que no haya habido necesidad de acudir a la fuerza y a las armas [como hacen otros dominicos: Las Casas] para poder permanecer allí los españoles; pero temo que la cosa haya ido más allá de lo que el derecho permitía.» (pág. 99, ed. Austral).{7}
Pero esta sospecha no hace que la postura de Vitoria se pliegue a la postura que procura el abandono de las Indias por los españoles, ni mucho menos. Su postura tiende a que la presencia española tenga una línea de actuación semejante a los portugueses, esto es, que los españoles, sin «enseñorearse» de los indios (al modo romano, digamos), saquen provecho con el comercio y el intercambio de bienes (al modo fenicio). Ahora bien, una vez ejercido el dominio, es decir dada ya la soberanía sobre las Indias (conseguida por la fuerza o sin ella, «tanto monta, monta tanto»), y conseguida a través de alguno de los títulos legítimos que Vitoria expone, no sería, recordando de nuevo el texto antes citado, «ni conveniente ni lícito» que los españoles la abandonasen. Si esos abusos se cometieron, cosa que tampoco niega Sepúlveda, hay que enmendarlos, pero esa enmienda no pasa, como quiere Las Casas, por el abandono.
Además, y esto nos parece esencial tenerlo en cuenta al tratar de definir el ortograma imperial español, Vitoria abre las puertas a la legitimidad de un título, que justifica la soberanía española sobre las Indias, que será el núcleo de la tesis de Sepúlveda. Y es que Vitoria contemplaba la posibilidad de que la consideración de los indios como verdaderos señores de sus tierras puede ser puesta en cuestión, nunca en razón de su paganismo, pero sí en razón de que, en algunos casos, su racionalidad, la racionalidad de los indios, fundamento de la soberanía, es tan imperfecta (amencia, infantilismo, violación de la «ley natural» propia de la sociedad antropológica), que necesitan ser regidos, «enseñoreados», por otro, «porque de poco les sirve [por lo visto] la razón para gobernarse a sí mismos» (pág. 51, ed. Austral, en el contexto en que Vitoria niega, pero con dudas, de que esto sirva suficientemente para negar la soberanía del indio). De hecho al final Vitoria se decanta por situar este título, el «título de civilización» que justifica la soberanía española sobre los indios, en la parte de su obra (3ª parte) en la que expone los títulos legítimos, aunque mantenga para este «título de civilización», el 8º, la característica de ser «probable» y no se atreva a asegurarlo. En todo caso la legitimidad de este título no implica la expropiación del Indio, ni mucho menos la esclavización, sino que los indios quedan bajo la tutela del conquistador del siguiente modo.
El «título de civilización»
El «título de Civilización» entendido, tal como lo expone y defiende Sepúlveda, como derecho legítimo del conquistador sobre el conquistado, y por tanto como título legítimo de soberanía, implica el reconocimiento de una asimetría entre ambos según la cual el conquistador está dotado de una organización política tal que tiene derecho, e incluso está obligado por «caridad», a ejercer sobre el conquistado un tutelaje en virtud del cual el tutorando alcance esa misma organización política mediante la que se impone el conquistador. Pero no cualquier asimetría sino una asimetría según la cual se reconoce en las sociedades conquistadas una organización no política (bárbara o salvaje) tal que la propia sociedad no se conservaría si se deja como está, sin tutela, toda vez que el «derecho de gentes» (derecho natural), sostén de cualquier sociedad antropológica, está siendo constantemente violado en las sociedades conquistadas (antropofagia...), y por tanto el «Género Humano» representado en aquellas sociedades se encuentra en una situación «de-generada». Ahora bien, degeneración no implica cambio de género (metábasis), de tal modo que el defensor de este título reconoce en las sociedades conquistadas un mínimo común antropológico con la sociedad conquistadora, vamos a decirlo así, a partir del cual se puede implantar en tales sociedades las virtudes políticas, de tal forma que las sociedades conquistadas puedan ser reconstruidas como sociedades políticas, y de este modo puedan ser «re-generadas». Dirá Sepúlveda frente a la postura luterana representada en el Demócrates por el alemán Leopoldo:
«No es verdad, como dices, que no haya nada de común entre nosotros y los paganos [los indios], sino que hay mucho, pues son y se llaman compañeros y prójimos nuestros y ovejas del mismo señor aunque no del mismo redil.» (pág. 76, ed. Losada.{8})
Así, la conquista se justifica por la necesidad que tiene el tutor de introducir más «humanidad» sobre el tutorando, lo cual se consigue al implantar, con el fin de que el tutorando termine por regirse por ellas, aquellas virtudes políticas (la justicia) por las que se rige el tutor y de las que carece o está privado el tutorando, pero de implantarlas siempre que el conquistador actúe en beneficio del conquistado (no solo por el bien del conquistador): es decir, el conquistador tiene derecho a actuar así para evitar la destrucción del conquistado.
Por tanto, el «título de civilización» según sus definiciones políticas estrictas, y al margen de sus estrechas vinculaciones con otros títulos alegados, implica el derecho que tiene el conquistador a propagar sus instituciones en defensa de la «humanidad» del conquistado, una «humanidad» potencial, y que el conquistador está obligado a «actualizar», con el objeto de, por así decir, resimetrizar lo que en principio es asimétrico de tal modo que, con la implantación de las virtudes políticas en las sociedades conquistadas, estas sociedades se conserven, toda vez que con la ausencia de tales virtudes su organización no política las conduciría a su verdadera «destruición». Así define tal título Vitoria, cuya legitimidad entiende como probable y no segura:
«Otro título podría, no ciertamente afirmarse, pero sí discutirse, considerando lo que pueda tener de legítimo. Yo no me atrevo a sostenerlo, ni tampoco a condenarlo de lleno. Es el siguiente: esos bárbaros, aunque como antes dijimos, no sean del todo amentes, distan, sin embargo, muy poco de los amentes, lo que demuestra que no son aptos para formar o administrar una república legítima en las formas humanas y civiles. Por lo cual, ni tienen una legislación adecuada, ni magistrados, y ni siquiera son lo suficientemente capaces para gobernar sus familias. Carecen también de conocimientos de letras y artes, no solo liberales, sino también mecánicas, de nociones de agricultura, de trabajadores y de otras muchas cosas provechosas y hasta necesarias para los usos de la vida humana.» (Vitoria, Relecciones sobre los indios, Tercera parte, págs. 103-104 de la edición Austral)
Al entender el «título de Civilización» como derecho legítimo, se reconocerá que es «causa justa» de guerra cualquier intento de impedir esta propagación: así dice Sepúlveda, que sí lo afirma (sin dudas) como legítimo, en el contexto de su análisis del concepto de «causa justa» de guerra:
«Hay además otras causas que justifican las guerras, no de tanta aplicación ni tan frecuentes; no obstante, son tenidas por muy justas y se fundan en el Derecho natural y divino. Una de ellas, la más aplicable a esos bárbaros llamados vulgarmente Indios, de cuya defensa pareces haberte encargado [dirigiéndose al alemán luterano Leopoldo], es la siguiente: que aquellos cuya condición natural es tal que deben obedecer a otros, si rehúsan su imperio y no quedan otros recursos, sean dominados por las armas; pues tal guerra es justa según opinión de los más eminentes filósofos.» (Sepúlveda, Demócrates segundo, pág. 19, ed. de Losada [C.S.I.C])
La defensa de tal título, por tanto, en el contexto de la Conquista de las Indias por los españoles implica dos cosas: que los «hombres» que los españoles se encuentran en las Indias, desde perspectivas emic, no están organizados en verdaderas ciudades, esto es, en ciudades (reinos) rectamente constituidas y conservadas, y que por tanto esos «hombres» se encuentran en un «estado de naturaleza» prepolítico, organizados según instituciones sociales que no respetan el «derecho de gentes» (sostén de la sociedad) y en las que, por tanto, el «género humano» aparece degradado («hombre como lobo para el hombre»); la defensa de este título implica también que, en su caso, los reinos (o ciudades) indígenas, tal como están organizados antes de la intervención de los españoles, tienen que ser destruidos, o si acaso transformados, para construir ciudades (reinos) rectamente regidos en las que se regenere y conserve el «género humano»: no se trata de eliminar a los indígenas, todo lo contrario, se trata de destruir sus instituciones prepolíticas, para salvar a los indígenas de su destrucción mutua («pacificación»).
Se reconoce pues la soberanía, el dominio, de los indios sobre las Indias, pero de tal modo que, como domino heril (torcido), este dominio de los indios debe ser transformado, y si las circunstancias lo requieren destruido, bajo el tutelaje del dominio civil (recto) español, en formas de organización políticas civilizadas.
De todos modos este título, aunque disociado, no aparece separado de otros títulos en el contexto de la conquista de las Indias, y es en esta vinculación con otros títulos en donde aparecerán las cuestiones más graves: en particular aparece estrechamente ligado al «título de evangelización» según el cual el derecho de la presencia española en las Indias se defiende en razón, admitida por Las Casas, de que los soberanos españoles, en cuanto que «príncipes cristianos», son los encargados por donación especial del Papa (Bulas alejandrinas y Patronato) de propagar la fe cristiana en las Indias. Y en Sepúlveda aparece ligado del siguiente modo: la «civilización», esto es la implantación de organizaciones políticas (ciudades) en la Indias, es el modo efectivo para que la fe cristiana (adquirida a través del bautismo) pueda ser recibida en las Indias.
Esta necesidad de «más humanidad», que Sepúlveda entiende que tiene que ser implantada, aún por la fuerza, en las Indias por los españoles, a fin de que la evangelización tenga lugar, es lo que Las Casas niega, toda vez que, según él, los reinos ya están preparados, ya tienen suficiente «humanidad» (incluso más) para recibir la fe: esta además sólo puede ser propagada pacíficamente (único modo), y Las Casas entiende que si el Imperio se encarga de implantar la civilización en las Indias, esto es indirectamente, forzar la fe. Es esto, precisamente, lo que se discute particularmente en la controversia de Valladolid, según aparece en el sumario elaborado por Domingo de Soto (uno de los jueces presentes en la Junta):
«El punto que vuestras señorías, mercedes y paternidades pretenden aquí consultar, es, en general, inquerir e constituir la forma y leyes cómo nuestra sancta fe católica se pueda predicar e promulgar en aquel nuevo orbe que Dios nos ha descubierto, como más sea a su sancto servicio, y examinar qué forma puede haber cómo quedasen aquellas gentes subjetas a la Majestad del Emperador nuestro señor, sin lesión de su real conciencia, conforme a la bulla de Alejandro. Empero, estos señores proponientes no han tratado esta cosa así, en general y en forma de consulta; mas, en particular, han tratado y disputado esta cuestión, conviene a saber: si es lícito a Su Majestad hacer guerra a aquellos indios antes que se les predique la fe, para subjetallos a su Imperio, y que después de subjectados puedan más fácil y cómodamente ser enseñados y alumbrados por la doctrina evangélica del conoscimiento de sus errores y de la verdad cristiana. El doctor Sepúlveda sustenta la parte afirmativa, afirmando que tal guerra no solamente es lícita, mas expediente. El señor obispo [Las Casas, obispo de Chiapas] defiende la negativa diciendo que no tan solamente es expediente, mas no es lícita, sino inicua y contraria a nuestra cristiana religión.» (Prólogo del maestro Soto, trasladado en uno de los Tratados de 1552 de Las Casas que se titula «Aquí se contiene una disputa o controversia entre el obispo don fray Bartolomé de Las Casas o Casaus [...], y el doctor Ginés de Sepúlveda, cronista del Emperador [...]», y que aparece publicado en el Tomo 10 de las Obras Completas de Bartolomé de Las Casas, Ed. Alianza. Este fragmento citado está en las páginas 105-106).
La principal objeción de Las Casas a Sepúlveda es que es necesaria la libertad para recibir la fe, si son enseñoreados admitirán la fe forzosa pero no libremente, lo que genera el problema de las «falsas conversiones» (Suárez, medio siglo después estará en esto con Las Casas). La principal objeción de Sepúlveda a Las Casas es que para recibir la fe es necesario escucharla, y si no se les domina y civiliza, mal la van a escuchar al ser difícil predicarla. Y es que el «único modo» de Las Casas (que en Verapaz se mantenía con cierto éxito, aunque la experiencia lascasiana finalmente, y ya después de la controversia de Valladolid, terminó muy mal) ya había supuesto el sacrificio de unos cuantos frailes en manos de los indios: lo que quería Sepúlveda es que el Imperio garantizase previamente que el indio no acabase con la vida de los predicadores evangélicos, como de hecho estaba sucediendo según el método evangelizador lascasiano del «único modo».
Pero en el fondo, como subraya Soto, lo que se debate, o lo que supone este debate, es, «examinar qué forma puede haber cómo quedasen aquellas gentes subjetas a la Majestad del Emperador nuestro señor, sin lesión de su real conciencia». Es decir, de qué modo el imperio se puede desenvolver sobre las Indias con justicia, sin que los derechos de los indios ni el de los españoles se vean violados, lo que supone toda una doctrina del Imperio (antropología, filosofía política, filosofía de la historia...).
Nuestra tesis, insistimos, es que la «forma» que deriva como resultado de tal controversia es una forma determinada por la defensa del «título de civilización», y esto va a ser definitivo en la conformación del ortograma imperialista español, en tanto que «católico». Y es que el programa de aquí derivado, o, mejor dicho, el programa aquí defendido por Sepúlveda, pues ya estaba puesto en marcha desde los Reyes Católicos (testamento de Isabel), conformado por la defensa de la legitimidad del «título de civilización», va a ser definido de un modo filosófico estricto en la medida en que este programa exige la implantación de la justicia política, de corte platónico, en las Indias como condición de posibilidad de la posterior evangelización. Dicho rápidamente el ortograma imperial español, visto desde la defensa de ambos títulos relacionados (civilización y evangelización), tiene como norma la implantación (la generación) de ciudades en cuanto que preparatio evangelica. La reducción de los Indios en ciudades («título de civilización») permite emic la propagación del Espíritu Santo, la «verdadera religión», por los «reinos de Indias» (título de evangelización), y por tanto la civilización permite que, a través de la evangelización y por tanto el bautismo, la Gracia asista a los indígenas como motivo de la acción de justicia en las Indias. Del mismo modo, la idolatría practicada por los indios, en cuanto que inspira constituciones torcidas o mal formadas (antropofagia...), justifica el derecho de dominio de los españoles sobre las Indias (título 5º de Vitoria) según el mismo título de Civilización, como una consecuencia suya, con el fin de destruir la idolatría en favor de la religión verdadera, y a favor de los inocentes sacrificados con ocasión de las prácticas idolátricas.
El ortograma imperial «católico», creemos, queda así muy bien definido tal como de hecho funcionó por la idea de Imperio filosófico de Sepúlveda:
«el imperio regio, como enseñan los filósofos, es muy semejante a la administración doméstica, porque, según ellos, ésta viene a ser como el reino de una casa, y a su vez el reino es una administración doméstica de una ciudad y de una nación o de muchas. Del mismo modo, pues, que en una casa grande hay hijos y siervos y esclavos, y mezclados con unos y otros hay criados de condición libre, y sobre todos ellos impera el padre de familias, con justicia y afabilidad, pero no del mismo modo, sino según la clase y condición de cada cual, digo yo que un rey óptimo y justo que quiera imitar a tal padre de familias, como es su obligación, debe gobernar a los españoles con imperio paternal y a esos bárbaros como a criados, pero de condición libre, con cierto imperio templado, mezcla de heril y paternal, y tratarlos según su condición y las exigencias de las circunstancias. Así con el correr del tiempo, cuando se hayan civilizado más y con nuestro imperio se haya reafirmado en ellos la probidad de costumbres y la Religión Cristiana, se les ha de dar un trato de más libertad y liberalidad» (Demócrates segundo, pág. 121, ed. Losada).
Es decir la tesis de Sepúlveda, genuinamente dialéctica, es la siguiente: si para admitir la fe se requiere libertad, los españoles tienen el deber de hacer a los indios libres, puesto que antes de la llegada de los españoles su condición es la servidumbre (caciquismo); y para hacerlos libres, los indios tienen que ser tutelados bajo la soberanía y dominio civil español, y así el imperio español transforma, mediante la transformación de los reinos indígenas heriles (depredadores) en reinos civiles (generadores), a los indios serviles en hombres libres. Haciéndolos, pues, súbditos del Emperador se les libera de la explotación caciquil y de sus costumbres idolátricas (barbarie), y de este modo es posible anunciarles el evangelio, y, si la voluntad del indio lo permite, hacerlos súbditos también del Papa.
La figura práctica que ya estaba funcionando relativa a este tutelaje, el régimen de encomienda{9} ligado al Patronato, y su continuidad, es lo que Sepúlveda está justificando y defendiendo frente a las «soluciones» de Las Casas:
«Así pues [dice Sepúlveda], no es contrario ni a la justicia ni a la Religión Cristiana poner al frente de algunas de estas ciudades y aldeas a varones españoles probos, justos y prudentes, sobre todo a aquellos que activamente intervinieron en la dominación, para que se encarguen de instruirles en probas y civilizadas costumbres y de iniciarles, adentrarles y educarles en la Religión Cristiana, que ha de ser predicada no por la violencia, lo que es contrario a nuestra explicación, sino por los ejemplos y persuasión, y a la vez se alimenten de su trabajo y fortunas y se sirvan de ellos para los usos de la vida tanto necesarios como liberales, [...]. Pero, durante el dominio, todos deben evitar preferentemente la crueldad y avaricia, pues los reinos sin justicia, como clama San Agustín, no son reinos, sino públicos latrocinios» (págs. 122-123, ed. Losada).
Y es que la encomienda no es en absoluto una expropiación, como muchos suponen, entre los que se encuentra Herranz, sino que es el método que permite generar, por utilizar la expresión de Sepúlveda, «más humanidad» en el indio, y si no, veamos lo que dice al respecto el historiador Silvio Zavala, gran conocedor de esta institución:
«Los títulos de las encomiendas no suponen ningún derecho sobre la propiedad de las tierras. A lo sumo, y a causa del tributo pagado en especie, ciertas tierras les eran asignadas, sin que el derecho de propiedad sobre ellas fuera modificado por esta razón», «Los indios poseían tierras colectiva e individualmente, sin que el señor o titular de la encomienda pudiera arrebatárselas legítimamente. Hubo ejemplos de expropiaciones, pero también abundantes acciones judiciales que las repararon», «La defensa de la propiedad de los indios coincidía con el interés del titular de la encomienda, y éste reconocía gustosamente el derecho de propiedad indígena», «En los señoríos y encomiendas de América se observa una protección de la propiedad que va más allá de los derechos limitados que reconocía la Europa medieval a los campesinos».{10}
Derechos limitados que seguían vigentes en la Europa coetánea a la conquista y que, por ejemplo, en Alemania (junkers) y en Rusia, continuaron vigentes hasta el siglo XIX.
La legitimación teórica por parte de Sepúlveda de lo que ya era una realidad práctica en América, el régimen de la encomienda, es lo que permite hablar de imperio generador, en referencia al español, en la medida en que la norma que lo rige contempla ya desde el principio los procesos de emancipación que van a tener lugar en el siglo XIX (generación de las naciones iberoamericanas). Dice Gustavo Bueno al respecto, con el respaldo de los historiadores especialistas sobre el asunto (García-Gallo, Demetrio Ramos, Silvio Zavala, Morales Padrón):
«Desde este punto de vista, la emancipación de las Repúblicas sudamericanas respecto de la Corona de España podría verse como el cumplimiento mismo de la Idea imperial; no fue, por tanto, indicio únicamente de la decadencia de esa Idea, sino también de su plenitud» (Bueno, España frente a Europa, págs. 336-337).
España, como el Cid, vence después de muerta, y esto es prueba de la relativa consistencia de su desarrollo imperial. Q.E.D. versus Herranz.
Otra cosa es que esta norma entre en conflicto con otras, y su «realización» se vea dificultada o impedida, además de generar problemas por sí misma. Para empezar el sistema proteccionista del indio, derivado de la encomienda, terminó, entre otras cosas, por demandar la mano de obra negra africana:
«Pero –y esto es un hecho interesante– [dice Dumont], también en ello se mostraron [los españoles] muy moderados: esta otra forma de genocidio tuvo mucha menos importancia entre ellos que entre sus contemporáneos anglosajones, portugueses y franceses. De ello da testimonio en nuestros días la constatación de que la América española sigue siendo hoy mayoritariamente india, cosa que no sucede en el sur de los Estados Unidos, en Brasil o en las Antillas Francesas, donde la implantación negra es considerable, incluso mayoritaria» (J. Dumont, La iglesia ante el reto de la historia, págs. 153-154).
Pero en todo caso, si sobre todo se compara con las formas de organización resultantes de la idea de «gobierno indirecto» aplicada en África y Asia por los imperios holandés y anglosajón, en donde los organismos sociales siguen siendo etnológicos, y no políticos, podemos determinar que el programa imperial español se ha cumplido: dirá Unamuno, desde esa Salamanca que fue centro, y no excéntrica, desde el que se «pensó» tal programa, y lo dirá frente a Ortega: «¿No es nada cultural crear veinte naciones sin reservarse nada, y engendrar, como engendró el conquistador, en pobres indias siervas, hombres libres?» (Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida, pág. 277).
Y esta norma generadora, conformada pues por la línea de influencia de la defensa de la legitimidad del «título de civilización», es la que , creemos, define la «catolicidad» del Imperio español.
Contraprueba
La contraprueba es que es precisamente a este título al que se le niega legitimidad, no solo desde la concepción lascasiana del «buen salvaje», sino desde la concepción protestante del «imperialismo de gobierno indirecto», desde la que el «titulo de Civilización» se contempla como una mera coartada para, precisamente, ejercer la depredación sobre el indígena. Así dirá Grocio:
«Querer reducir a las gentes bárbaras a costumbres más cultas, es un pretexto por el cual se oculta la codicia del extranjero.» (Hugo Grocio, Del derecho de la guerra y de la paz).
«Y aún ahora, aquel pretexto de someter por fuerza a las naciones para habituarlas a costumbres más humanas, pretexto que en otro tiempo utilizaron los griegos y Alejandro, es rechazado como ímprobo e impío por todos los teólogos y principalmente por los españoles» (Hugo Grocio, De la libertad en los mares, págs. 72-73 de la edición del Instituto de Estudios políticos, Madrid 1956.)
Cuando Grocio habla de «todos» los teólogos españoles, se refiere sobre todo a su admirado Vázquez de Menchaca, pero omite que su también admirado Vitoria no se atreve a negarle legitimidad a tal título (además de que Fray Luis de León, Suárez..., lo admiten como legítimo). Y es que el protestante Grocio (un siglo después de Vitoria), para justificar el pirateo (la depredación) de Holanda (Batavia) sobre los portugueses (en relación a la Molucas) –siguiendo en cierto modo la máxima de que quien roba a un ladrón...– utiliza los títulos que Vitoria entiende como legítimos, pero negando la legitimidad de aquel probable título 8º.
Creemos, pues, que, precisamente, lo específicamente «católico»{11} del Imperio español, que lo pone en relación con Alejandro y Roma, es la defensa del «título de Civilización» como título legítimo, y es precisamente esta defensa la que orienta al Imperio español en el sentido del «imperialismo generador», y lo orienta con una consistencia que podemos hallar al comparar, insistimos, la situación política de Iberoamérica con la situación pre-política de las «naciones» asiáticas y africanas resultado del imperialismo inglés o francés.
La expulsión de los judíos
Mostrando, pues, la relativa consistencia y coherencia del imperialismo español nos parecerá un proton pseudos de la exposición de Herranz que la expulsión de los judíos sea la razón que explica su inconsistencia, una inconsistencia que no es tal.
¿Qué significado damos, pues, a esta medida, a la expulsión de los judíos? Ver al respecto el artículo de Atilana Guerrero.
Notas
{1} Ver García-Gallo, La Universidad de Salamanca en la formación del derecho indiano, págs. 65-85, en Los orígenes españoles de las instituciones americanas, 1987.
{2} Ver García-Gallo, Las etapas del desarrollo del derecho indiano, págs. 3-18, en Los orígenes españoles de las instituciones americanas, 1987.
{3} Ver Beltrán de Heredia, Francisco de Vitoria, Cap. VIII, págs. 115-140. Ed. Labor, 1935.
{4} Ver Losada, La evolución del moderno pensamiento filosófico-histórico sobre Juan Ginés de Sepúlveda, págs. 9-41, en Actas del Congreso Internacional sobre el V Centenario del nacimiento del Dr. Juan Ginés de Sepúlveda, Córdoba, 1993.
{5} Una interpretación ponderada y contrastada (no ficticia) de las tesis de Sepúlveda aparece en el librito de Castilla Urbano Ginés de Sepúlveda (Ediciones del Orto, 2000).
{6} Ver Américo Castro, Fray Bartolomé de Las Casas o Casaus, en Cervantes y los casticismos españoles, págs. 220 y ss. Ver también The Ruins of Mankind; The indian and the Puritan Mind, Journal of the History of Ideas (1952, XIII, pag. 204).
{7} Sospechas producidas por las noticias que le llegan de la conquista del Perú, como muestra en la famosa carta dirigida al padre Arcos (1934).
{8} Este bello texto pone fuera de juego aquellas interpretaciones, por ejemplo la de Hanke, que entienden la postura de Sepúlveda como «racista».
{9} No confundir, como muchos hacen, con el repartimiento que se aplicaba sobre res nullius, sobre tierra de nadie.
{10} S. Zavala, De encomiendas y propiedad territorial, citado por Dumont, en La iglesia ante el reto de la historia, pág. 129.
{11} Ver para la cuestión de la legitimidad o ilegitimidad de este título desde los distintos ámbitos, católico y protestante, Mariño Gómez, La condición natural del indio según Sepúlveda y el Título de civilización, págs. 251-268, en Actas del Congreso Internacional sobre el V Centenario del nacimiento del Dr. Juan Ginés de Sepúlveda, Córdoba, 1993.