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El Catoblepas, número 12, febrero 2003
  El Catoblepasnúmero 12 • febrero 2003 • página 8
Arco de medio punto

Francisco de Vitoria, Descartes
y la expulsión de los judíos indice de la polémica

Fernando Pérez Herranz

A propósito de la capitalidad cultural de Salamanca,
reconocida durante 2002 a Salamanca por la Unión Europea

El convento dominico de San Esteban, en Salamanca El título de «capital europea de la cultura» que recae sobre una ciudad es ocasión propicia para acercarnos a lugares que se nos pierden en la memoria entre tantos paisajes como concitan las innumerables guías de viajes con las que las empresa turísticas inundan nuestras frustraciones. En el año de 2002 fueron elegidas Gante y Salamanca que, contempladas desde cierta perspectiva, parecen más que espacios para vivir, museos para contemplar. Si el viajero avisado inicia su visita a Salamanca por el puente de Enrique Esteban y sube por la calle San Pablo hacia la catedral, se encontrará en el privilegiado recinto que en la segunda mitad del siglo XVI fue centro de la historia. Porque Salamanca no es una ciudad cualquiera, no. Salamanca –junto a otras pocas ciudades: Roma, Oxford, Cambridge, París, Moscú, Berlín, Washington...– tiene el privilegio de haber sido el centro desde el que se piensa la organización política y administrativa de una gran parte del mundo. Entre la vieja Universidad y el colegio dominico de San Esteban vivieron las mentes más poderosas del momento, tratando de «legitimar» la conquista española de América. Alrededor de ese mínimo territorio de la Salamanca «vieja», dominicos y jesuitas crearon el vocabulario conceptual teológico, político y jurídico de la modernidad. De allí salió Fray Domingo de Mendoza y Loytasa, el promotor de la misión en América, o el incisivo Fray Antón de Montesinos. Allí estudiaron y enseñaron con palabras y escritos desde los iniciadores y creativos teólogo-filósofos Francisco de Vitoria, Domingo de Soto o Melchor Cano, hasta los más sistemáticos Domingo Bañez, Luis de Molina o Francisco Suárez.

1. El ius communicationis frente al Cogito ergo sum

Francisco de Vitoria (1492-1546) Hoy nuestros escolares suelen creer que la modernidad nace con Descartes (1596-1650), porque formuló un principio autónomo e independiente de toda teología, en una fórmula que se ha hecho muy popular: «Cogito ergo sum» y, por eso mismo, suelen ignorar que el primer principio autónomo moderno con carácter universal lo formuló Francisco de Vitoria (1492-1546) según el requisito del «ius communicationis », que viene a significar: todos los hombres tenemos el derecho de sociedad y de comunicación natural.{1} Vitoria no podía partir de un ser humano ensimismado en su pensamiento, como Descartes, sino de múltiples seres humanos envueltos por la sociedad, que necesita de los derechos de participación y comunicación para conquistar la dignidad humana.

Y es que el padre Vitoria, reconocido fundador del derecho internacional, lleva a cabo una operación de gran calado: Por una parte, defiende la «simetría natural» de todos los hombres, porque todos los hombres somos iguales ante la ley de Dios, una ley que a todos nos alcanza; por otra, afirma la «asimetría histórica» entre los hombres, pues la vida cotidiana depende del desarrollo histórico logrado por la civilización en la que vivimos. Dado que a los ojos de sus contemporáneos –por ejemplo de Bartolomé de las Casas, amigo del padre Vitoria– era un hecho el que algunas sociedades poseían sistemas de navegación más avanzados (los europeos llegan a América, no al contrario); que en algunas existían costumbres inhumanas, como el canibalismo, y en otras fructificaba el evangelio de Jesucristo, &c., se ha de concluir que los más desarrollados técnica y moralmente tienen la obligación política y moral de «humanizar» a los más débiles, hasta que alcancen su mayoría de edad.

Frente a estos postulados, los ingleses, que inician en aquel momento la construcción de su propio imperio, defienden tesis opuestas: Por una parte, la «asimetría natural» de los hombres, pues cada pueblo tiene su cultura propia, y si unas son más elevadas que otras, es debido a la Gracia de Dios, otorgada gratuita y voluntariamente a algunos pocos, principalmente, a los reformados; por otra, la «simetría histórica», pues todos los hombres poseen el derecho natural de propiedad y, por tanto, el derecho a comerciar con sus productos, sean estos los que fueren, sin distinguir si son materias primas o productos manufacturados.

En aquella época los dos proyectos imperiales –el hispano y el anglosajón– tenían una posibilidad pareja de ganar la partida e imponer sus tesis. Hoy sabemos que el proyecto anglosajón triunfó y hasta los tridentinos más recalcitrantes han incorporado a su vocabulario el cogito cartesiano, el relativismo cultural, la sociedad de mercado, las teorías del pacto... Lo que hoy se suele olvidar es que las grandes líneas abiertas por el padre Vitoria quedaron difuminadas por el aislamiento y atraso que sufrió la nación española. Hoy no es posible escribir un libro como El momento maquiavélico de J. G. A. Pocock (recientemente traducido al español y que, sin duda, por su extraordinario interés, despertará la atención analítica de alguno de los excelentes críticos de El Catoblepas) desde el hispanismo. La cuestión es: ¿Por qué se frenó ese proyecto hispano de fundamentación filosófica, no teológica? El método histórico no puede apelar a la casualidad, a los sentimientos, a la mala suerte (a la falta de Gracia), sino que ha de buscar los núcleos materiales de las que surgen las consecuencias históricas. ¿Cuáles han sido, pues, los hechos objetivos que han separado la España católica de la Gran Bretaña protestante?{2}

2. Las aporías del pensamiento moderno español

Yo he querido encontrar dos núcleos que han imposibilitado realizar ese proyecto político, económico y cultural hispano que, en principio, era igual de consistente que el anglosajón (excepto que seamos hegelianos y creamos que sólo hay una línea de vida en el planeta, precisamente, la que él recorre, y que culmina en el estado liberal napoleónico o prusiano). Los dos núcleos a los que me refiero son: la cuestión de la Ciencia y la cuestión del Sujeto.

Sobre la primera ya he llamado la atención en otras ocasiones –a las que me remito–{3} sobre la reticencia que existió y existe en España con la ciencia, y que nada tiene que ver con el carácter psicológico, con la geografía o con cualquier otra explicación de ese tenor. El pensamiento español quedó atrapado por los dogmas teológicos (muchos de los cuales ya se habían racionalizado y depurado en la misma Salamanca), y más concretamente por el dogma de la transubstanciación.

* * *

Mas, antes de continuar con la cuestión del Sujeto, recordaré algunos acontecimientos históricos a modo de introducción: Una vez superado el peligro islámico, los distintos reinos europeos entran en devastadoras guerras para escapar del poder –mediador y superior– de Roma, cuyo intelectual más eminente fue Guillermo de Occam, que escribe el Breviloquium o Sobre el gobierno tiránico del Papa. Guerras atroces que Erasmo denuncia escandalizado. Carlos V ve en la Reforma un movimiento que puede dar al traste con el proyecto de imperio católico. Felipe II se empecina contra los protestantes porque los ve como enemigos internos, como «terroristas», se diría hoy. De ahí que utilizara a la Iglesia contra los reformados. Por eso puede decirse que Trento es un arma de Felipe II más que de la Iglesia, como ha sugerido con clarividencia Patricio Peñalver.{4} Lo que quizá no pudo entender Felipe II es que el movimiento de la Reforma era autosuficiente y que estaba dando lugar a otro Imperio que se consolidaría a lo largo del siglo XVII y ya en el XVIII «superaría» a la monarquía española en poder militar. Y que ese imperio inglés se está gestando no a partir de la propia materialidad americana –de los indios, de los criollos...–, sino a partir de los derechos de posesión de la acción conquistadora de los españoles: Mientras que los españoles se enfrentan a la realidad misma de América y piensan sobre ella, los protestantes anglosajones y holandeses actúan y piensan a partir de lo que hacen y piensan los españoles. Y, en todo caso, el imperio español se quedó a medio camino: sus leyes, sus proyectos, sus planes no se pudieron desarrollar, porque no tenía tiempo para rectificar, para asimilar sus propios errores. El imperio murió «con las botas puestas» (en esto se diferenció del imperio romano, cuyos enemigos se encontraban en las fronteras y, por así decir, murió de «muerte natural»). España perdió la guerra sin haberse agotado y sin haber sido absorbida, porque ya tenía una cultura muy poderosa –lengua, jurisprudencia, literatura, teología...–. De ahí que el español empiece a ser un personaje anómalo,{5} algo que reconoce de manera bien pintoresca, por cierto, Gerald Brenan:

«Los habitantes de Yegen sabían todo lo necesario para su prosperidad y felicidad y solo habrían adquirido unas frases pedantescas de haber sabido más. Dentro de los límites prescritos por su manera de vivir, eran sensatos y civilizados y organizaban sus asuntos mejor que muchas comunidades más importantes. Al ser campesinos españoles y católicos tenían detrás de ellos una vieja tradición y solía ocurrir que la viveza de su conversación aumentaba en proporción inversa a la educación formal.»{6}

La imposibilidad de desarrollar los planes y programas del imperio hispano se ha interpretado a veces como «decadencia» (Ortega); otras como «fracaso de la revolución industrial y burguesa» (Tortella, Nadal); otras como «preocupación» (Dolores Franco); otras como «nación absurda y metafísicamente imposible» (Ganivet); otras como «falta de voluntad política» (Azorín)...

* * *

¿Qué postura adoptar ante una derrota de esta envergadura? Por una parte, no se trata de defender la bondad esencial de España; pero, tampoco se puede admitir que en Europa esté todo lo bueno y en España todo lo malo. Si las ciencias etológicas, biológicas y sociales ponen de manifiesto algo es que los hombres somos todos muy parecidos y todos somos, por así decir, igual de malos. Nos vamos diferenciando en algunas cosas que hacemos –las culturas, pero de las que tampoco puede decirse que son buenas por definición, según sostiene el relativismo histórico, porque hay culturas simplemente aborrecibles, como la cultura nazi.

Sefarad o la España judía Si la modernidad se caracteriza por la transformación de ciertas ideas medievales, una de las cuales es la ciencia (en lo que prácticamente todo el mundo está de acuerdo, con los matices de rigor), la otra gran idea que se transforma es la del Sujeto. Y aquí la monarquía hispánica y católica arrancó con un déficit que aún arrastra. Pues si la regla normativa fundamental del catolicismo se cierra en el amor a Dios a través de los hombres, entonces, la expulsión de los judíos significa una contradicción imposible de superar en la política católica. Hay un consenso muy amplio –desde Max Weber hasta Touraine–, pero no unánime, sobre la unidad intrínseca de Ciencia y Sujeto de la modernidad. Porque esta tesis se rechaza precisamente desde el pensamiento católico, que asume la bondad de la Contrareforma. Así, José Luis Pinillos escribía en la revista Arbor:

«Hasta 1936, nuestra vida filosófica estaba integrada por dos corrientes principales: el pensamiento de origen germánico... y la tradición escolástica... Así las cosas, la generación española que despertó a la vida intelectual con la guerra desembocó sin pretenderlo... en la tarea de conjugar ambas tendencias: la perennidad y la moda... La Contrarreforma, que de tantas ventajas temporales nos había privado, dio por fin su fruto, haciendo posible que, tras siglos enteros de subjetivismo europeo, España pudiera continuar conservando intacta esa raíz de cuya corrupción nacen todos los errores humanos: la voluntad... ».{7}

El convento dominico de San Esteban, en Salamanca Gustavo Bueno ha ido más lejos y afirma que la filosofía del sujeto de cuño cartesiano-lockeano-kantiano no estuvo siquiera a la altura de las circunstancias que le proponía la ciencia.{8} ¿Qué proponían las escuelas alternativas desde el lado católico hispano? En los siglos XVI y XVII, la filosofía hispana en vez de partir del sujeto cuasi-solipsista (en el argumento ontológico cartesiano, únicamente la existencia de Dios le salva de caer en el solipsismo), arranca del fundamento de la vida en común, sea a través de Jesucristo, de la charitas cristiana al modo de los místicos, sea a través del ius communicationis del Derecho natural, tal como he indicado hace un momento. Vitoria habría encontrado en el ius communicationis un principio racional e indestructible, al modo en que Descartes lo había hecho mediante el cogito, que permitía justificar la situación creada por el descubrimiento de América y el choque entre pueblos desconocidos entre sí hasta entonces. Un principio que Vitoria segrega de las justificaciones medievales que vinculan la potestad del Emperador y del Papa y al que le dota de autonomía, negando la potestad por derecho divino, pero también por el recurso a la evangelización, un derecho de pueblo elegido. El fundamento se establece a partir del derecho a entrar en relación a unos pueblos con otros, de «sociedad y comunicación natural».{9}

Es indudable, no obstante, que hay una asimetría entre los europeos que conquistan América y los amerindios que son conquistados, y que el principio de Vitoria exige simetría entre todas las culturas. No es suficiente decir que lo común es lo que se encuentra abandonado, esto es, no cultivado, sin propietario, pues un principio no puede convertirse en casuística. Tampoco el principio cartesiano del cogito, en el que se funda toda la filosofía moderna europea, tiene presente la diferencia de culturas, puesto que ese cogito ¡ni siquiera tiene cuerpo! y habrá que recuperarlo en el progressus. Fernández Buey critica la posición de Vitoria porque, en última instancia, al restringir lo «común» a lo «abandonado», equivale al abandono del principio.{10} Pero en el regressus, que es lo que le hace ser un principio, es totalmente legítimo. La cuestión difícil se encuentra en el progressus, en cómo vuelve a los fenómenos y cómo pueda reorganizarlos. ¿Es posible volver al mundo con sentido? Esto es, me parece, precisamente lo que se discutió en el fondo en aquella famosa controversia de Valladolid (1550-1551) entre Ginés de Sepúlveda (1490-1573) y Bartolomé de las Casas (1574-1566). Y en la que triunfaron las tesis del segundo, demostrándose la validez del principio del «ius communicationis ». Fernández Buey casi se lamenta de este triunfo, pero ha de aceptar que ese principio se entendió como posible y justo:

«No suele decirse, porque es un decir que complica las cosas de las ideologías y de la historia, pero es importante decirlo ahora: todavía en 1550-1551 el amigo de la Corte, el amigo del Poder en la España de Carlos V, era Las Casas; el prohibido, el censurado, Ginés de Sepúlveda».{11}

Así que Vitoria transforma el derecho natural en derecho positivo y humano (ni siquiera divino en cuanto a su origen), quizá a través del adagio de su amigo Bartolomé de las Casas, que había convivido durante muchos años con los amerindios y sabía que «Todos los hombres son seres racionales», y ello frente a las teorías del derecho del más fuerte que defendía Ginés de Sepúlveda.{12} Vitoria defiende la tesis de la Ley de Dios, según la cual el dominio o soberanía es independiente de la Gracia, contra la tesis de la Gracia de Dios que defendieron Wycliff y Huss, y luego Lutero y Calvino, según la cual nadie puede tener dominio si está en pecado mortal. Para Vitoria hay dos órdenes : el sobrenatural y el natural, cada uno autónomo en su ámbito, sin que la Gracia suprima la Naturaleza.

En la misma línea se mantuvo el jesuita Francisco Suárez (1548-1617), quien reivindica la primacía del singular concreto en la tradición de la analogía por atribución frente a la analogía de proporcionalidad que sostenía Cayetano, defensor de un mundo jerarquizado en diversos niveles donde cada individuo recibe su parte alícuota de Ser. Suárez criticó siempre la analogía de proporcionalidad por ser metafórica (por semejanza) y no intrínseca (por causalidad). Pero al defender la analogía por atribución, la inteligibilidad pasa a la sustancia individual: el ser no es más que la realidad singular de las cosas. Así que para Suárez –que tiene presente las críticas nominalistas– el conocimiento es conocimiento intelectual directo o intuido de lo singular, con lo que se adelanta a Descartes. Suárez –junto a Vázquez, Covarrubias o Mariana– emprende la racionalización de la ley divina, desvinculándola de Dios y asociándola a la naturaleza racional del hombre, con lo que se abre la puerta a una moral autónoma a la vez que el concepto Absoluto de Dios se debilita para dar entrada a la libertad humana frente a las tesis de la predestinación.

En resumen: Por una parte, el Humanismo de Trento, encabezado por dominicos y jesuitas, defiende la unidad moral del género humano, destinado a la salvación en su totalidad, frente a los dogmas de la predestinación luterana y calvinista, doctrinas elitistas que justificaban el dominio y el poder de los poderosos, de los enriquecidos burgueses, que en su poder y riqueza veían un signo de Dios. Por otra, defendió la libertad del hombre para elegir su camino vital y moral. De tal forma, que las llamadas de Suárez o Mariana a la libertad, les lleva a defender el regicidio, limitando el poder absoluto del Rey. Esta filosofía del derecho es la que Calderón pone en lenguaje teatral:{13} Los individuos conservan siempre una parte de la libertad o soberanía inviolable y por esa razón pueden rescindir el contrato social: siempre hay un residuo de libertad que el individuo nunca ha transferido en el pacto. Frente a las teorías de Hobbes, por ejemplo, en las que el ciudadano transfiere su libertad en el pacto con el Leviatán para que les proteja, el individuo de la contrarreforma no enajena más que una parte de su libertad.

Un sujeto moral que se opone frontalmente al cogito cartesiano de tal manera que Unamuno, por ejemplo, apelará a la autoridad de Campanella frente al francés: «Nos esse et posse scire et velle» (Nosotros somos y podemos saber y querer), muy superior al «pienso luego soy», porque no reduce el hombre al pensamiento. Un sujeto que supo ser magistralmente novelado por D. Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616), como reconoce el prestigioso y polémico crítico Alain Bloom en un libro dedicado precisamente al magistral dramaturgo del otro tipo de sujeto, William Shakespeare (1564-1616):

«En mi libro comento una diferencia fundamental entre la manera en que Shakespeare y Cervantes «inventan» lo humano. En la visión de Shakespeare, los seres humanos están atrapados dentro de sí mismos. En Shakespeare nadie escucha a nadie. Lo que aporta Cervantes es el descubrimiento de la otredad a través de la conversación auténtica. Cervantes es excepcional, porque, en su libro, los protagonistas se escuchan de verdad uno a otro, y en virtud de lo que oyen, se transforman. Es verdad que discuten, pero hay un profundo respeto, y a la postre un amor profundo que les permite cambiar. De modo que, cada uno a su manera, Cervantes y Shakespeare, inventan lo humano».{14}

Y esa Idea de Sujeto no fue únicamente un resultado conceptual, teórico, que reposa en los libros. Fue un ejercicio político y vivencial, en oposición al proyecto político, económico e ideológico anglosajón u holandés. Eduardo Nicol, un filósofo exiliado en México, vinculado a la llamada Escuela de Barcelona, y que nadie puede asociar ni a los reaccionarios ni a los imperialistas, ha resumido lo que significó la colonización hispana en América, acentuando la «dignidad humana» por encima de las preocupaciones económicas. Permítaseme citarlo por extenso:

«La colonización fue algo más, algo sustantivamente diferente de una empresa de ocupación militar y dominio político y económico... Hispanoamérica se libró de esta profunda crisis interna cuando logró su Independencia. Su ser había sido ya formado en la época anterior, y se había integrado efectivamente en la corporación cultura europea u occidental. En verdad no hubiera podido producir una nueva ideología si no hubiese contado ya con una tradición filosófica establecida académicamente. No es superfluo recordar en este punto que algunas universidades hispanoamericanas tienen más de cuatro siglos, y estas universidades no eran «coloniales» en el mal sentido que la palabra ha adquirido en el siglo XX. Eran coloniales en el buen sentido que la palabra tenía en el siglo XVI: eran instituciones autóctonas, y no instrumentos de dominio extraño... Ni todos los indios o mestizos eran pobres ni todos los pobres eran indios. Los derechos políticos, pocos o muchos, pero sobre todo los derechos humanos, eran los mismos para todo el mundo... España, para desdicha de cuantos la aman, ha producido y mantenido en su historia política formas muy variadas de desigualdad; pero no sería razonable siquiera sospechar que hubiese producido o exportado jamás la idea de una desigualdad en cuanto a la hombría; una desigualdad que implicase detrimento de la condición humana, de la dignidad vital de cada ser. Más bien ha pecado España en el extremo opuesto: por exacerbar en cada individuo, sea cual sea su nivel social, el sentido de una dignidad que a veces toma, tomó y alarma pensar que siga tomando formas arrogantes que entorpecen la convivencia y la concordia... El elemento más positivo de la colonización, el elemento espiritual o educativo, aparece en la intención –deliberada, programada y cumplida– de remediar una asincronía histórica, o sea de elevar al indio cuanto antes al mismo nivel superior de vida humana que representaba para todo europeo de aquel tiempo su propia cultura... »{15}

Entonces, ¿por qué no triunfó esta concepción ontológico-comunal del sujeto o, al menos, por qué no se ha mantenido como una alternativa al concepto de sujeto ontológico-individuo de cuño holandés y anglosajón? Mi respuesta es la siguiente: el sujeto comunitario y libre estuvo pervertido en su raíz por un acontecimiento histórico que ha maniatado la historia de España: «la expulsión de los judíos» y por su verdugo, la Inquisición.

3. La perversión del Sujeto o «de la expulsión de los judíos»

Ni el ingenio de Sánchez Dragó es capaz de explicar este desaguisado: tras achacar el inicio del problema a unos «pastores pirenaicos», cierra el asunto con un «Quédese la Inquisición, martillo de esoterismos, para sus muchos doctores», para terminar afirmando que fue una cosa interna entre judíos.{16} Pero es éste un hecho insólito para un imperio católico generador como el español que habría de abrirse hacia América.{17} El que los Reyes Católicos sucumbieran ante ciertos brotes de racismo y se pusieran del lado de una parte del pueblo, el partido anticonverso (Netanyahu); o que lo utilizasen para confiscar bienes (Llorente); o que fuera una estrategia para alcanzar el absolutismo monárquico (Guizot); o que fuese un ajuste de cuentas religioso (Domínguez Ortíz); o que fuese todo junto: el judío culpable de deicidio, usurero, soberbio y de aspecto físico ingrato (Caro Baroja); el caso es que quedaba lastrada y pervertida cualquier teoría jurídica o filosófica que pusiera al «sujeto común», el sujeto que tienen derecho a comerciar allá donde llega (según expone el padre Vitoria, pues por derecho natural el mar, los ríos, los puertos o los caminos son cosas comunes, en la obra citada, págs. 129 ss), como fundamento ontológico, epistemológico o ético. La expulsión significa la desaparición de algo que es ontológicamente, y esa es la postura más anticatólica y antigeneradora que puede concebirse. Como ha explicado Mario Mucknick en muchas ocasiones, la perversidad del nazismo al poner en marcha el holocausto consistió en su pretensión de eliminar una parte (ontológica) del mundo, reducir una parte del Ser al No Ser, que es un atentado contra la omnipotencia y voluntad de Dios. La expulsión de los judíos por parte de los Reyes Católicos no llegó a esos extremos, ciertamente, pero fue tan radical en los principios que imposibilitó una teoría católica y generadora de la convivencia. La teología venía defendiendo que todas las criaturas son de Dios y que, por tanto, ninguna es inferior ontológicamente a cualquier otra –aunque hubiese una jerarquía administrativa mundana–, criaturas vinculadas a través de Jesucristo, a través de la caridad, pero eso ya pertenece a otro ámbito del concepto.{18}

Una expulsión que llegó de las manos de la Inquisición (creada, moldeada, guiada y controlada por el rey Fernando a juicio de Netanyahu).{19} Para mi argumentación, da igual el número de expulsados y da igual si el racismo fue causa o efecto de la Inquisición. Porque el aparato institucional introdujo la mayor perversidad que puede darse en la vida en común: que un grupo de la sociedad quede apartado y marginado por ley.{20} Porque no había tal cosa como un pueblo judío ni una clase social judía –como sí había un imperio musulmán o un imperio anglosajón, enemigos exteriores y a los que se combate en el campo de batalla–{21}, sino ciudadanos con mayor o menor presencia en la sociedad hispana, en la comunidad. Los judíos son artesanos del cuero o del metal, albañiles, pintores, carpinteros, carboneros, jaboneros, vidrieros, comerciantes, médicos, cirujanos, boticarios, barberos, abogados, bachilleres... incluso agricultores. El catolicismo romano se consideraba poseedor de la verdad, vicario de Dios en la Tierra y no podía dialogar con los hombres sino adoctrinar. El «Id y predicad a todas las gentes» requería herramientas retóricas, lógicas, las que inspiraron a Ramón Llull su búsqueda de un lenguaje común para convencer a todos los hombres: cristianos, islámicos y judíos. Pero ¿qué ocurre si no se convence a los adoctrinados? El mismo Llull nos da una pista tras el fracaso de la argumentación lógica: la obligatoriedad de la cruzada militar:

«Car s'hi concreten i s'hi precisen els seus projectes d'una croada militar, ara no pas com un simple sistema subsidiari, condicionat a l'eficàcia de la seva Art i a lo major o menor docilitat dels no cristians a les seves raons «necessàries», ans com una empresa que calia dur a terme, alhora, a la Terra Santa, per a recuperar el sant sepulcre, i a Andalusia, per a passar d'ací a la Berberia».{22}

La única justificación del permanente ataque a los judíos no podía proceder de la Filosofía, sino de la Teología o de la Moral teológica, suponiendo que el pueblo de Israel no sólo no era el pueblo elegido, porque precisamente lo era la Monarquía Católica, sino una raza maldita, según la califica Diego García en un tratado publicado en Zaragoza en 1606; o raza infecta, en palabras de Escobar del Corro. El Tratado de Bartolomé Guardiola busca asentar en la limpieza de sangre el eje vertebrador de la Monarquía. «La Suprema –como advirtió Salomon Reinach– había arruinado la civilización de este hermoso país». Otra cosa es por qué los judíos españoles sefarditas mantuvieron ese lazo con Sefarard, lo que no deja de sorprender aun hoy día, cómo hombres y descendientes de la expulsión mantuvieron su esperanza en volver, y cómo desde esa experiencia pudieron construir una filosofía magnífica, profundamente racionalista como la de Espinosa inspirado en hombres que había sido buenos vasallos, servidores fieles del monarca hispano, brillantes doctores... como Rocamors, Orobio, de Prado, &c.{23} Daniel Levi de Barrios escribe una historia del pueblo judío desde la comunidad en tiempos inmemorables hasta la comunidad de Amsterdam, mostrando la filiación judía del pueblo hispano. Mas, al tener que dar cuenta de la expulsión, Barrios recuerda que se trataba de un aspecto accidental, no consustancial a la hispanidad. La contradicción del marrano –«un católico sin fe, un judío sin saber, aunque un judío por voluntad» en clásica definición de I. S. Revah– es su odio, a la vez que su fidelidad, a la tierra española (Mechoulan, Hispanidad y judaísmo).

En esta decisión Fernando el Católico no fue nada moderno, porque no se ajusta al derecho natural, a un principio filosófico, como el que posteriormente utilizaría el padre Vitoria; una decisión que sorprende al mismísimo Maquiavelo, que toma al rey de Aragón como canon político:

«Además de todo esto, para estar en condiciones de acometer empresas mayores –sirviéndose siempre de la religión– recurrió a una santa crueldad expulsando y vaciando su reino de marranos. No es posible encontrar una acción más triste y sorprendente que ésta».{24}

Porque no se trata de que el Santo Oficio o la expulsión de los judíos pertenezca al Espíritu Subjetivo, a un problema de envidias entre distintos segmentos de la población, sino que se produjo dentro de las estructuras del Espíritu Objetivo, porque afectaba a la concepción ontológica de qué sea lo humano. ¿Por qué se atribuyó el calificativo de pagano a los judíos? ¿Por qué se tenía que adoctrinar y convertir, y no disputar o polemizar? Empeñarse en demostrar la verdad católica en el momento en que se descubría América era una incomprensión absoluta de lo que tendría que ser una sociedad moderna que necesitada nada menos que apelar al derecho de comercio –del «ius communicationis »– para justificar la conquista y la consiguiente educación de aquellas gentes del Nuevo Continente. Empeñarse en demostrar la verdad católica de manera universal, y no sólo por relación al protestantismo –un enfrentamiento que puede calificarse de legítimo o natural, pues ambos son hijos de la misma iglesia, y luchan por su herencia–, fue la piedra en la que tropezó el pensamiento español de la modernidad.

Y eso afectó por igual a toda España. En el reino de Aragón se persiguió a los judíos , a los que se llegó a marcar desde los tiempos de Jaime I con un «rodello», un redondel de color rojigualda sobre un vestido gris.{25} En el País Vasco se unió la «pureza de la sangre» a la hidalguía. La ideología de Sabio Arana, que ha sido estudiada con pasión, pero con objetividad, por muchos investigadores –véanse los estupendos trabajos de Solozábal, Corcuera o Monje–,{26} ponen de manifiesto el racismo contra el emigrante, el maketo, que será calificado de inmoral, blasfemo y criminal:

«Dados los frecuentes y poderosos medios de perversión de nuestras costumbres, los alicientes inmorales que incesantemente conspiran a destruir nuestro carácter y la natural flaqueza o debilidad humana, nada parece más lógico que el actual estado de decadencia porque atraviesa el pueblo vascongado sometido cada día a la influencia corruptora de una inmigración de gentes incultas, brutales y afeminadas».{27}

Una Inquisición que haría de la desconfianza, del temor y del control al vecino un hábito de supervivencia. ¿Cómo soportar la denuncia del compañero, vecino o conocido, sólo porque ha leído un libro, y no digamos por envidia o morbosidad? Si el sujeto defendido por el pensamiento español evitaba el solipsismo, el comenzar desde un yo multiplicado en la comunidad, ese sujeto que vive en común no podría soportar la persecución y expulsión de una parte de sí. Es verdaderamente brutal y terrible que «nuestro filósofo» del siglo XVII sea precisamente Espinosa/Spinoza, a quien reivindica Gustavo Bueno:

«Espinosa, que es una de las grandes figuras de nuestra historia y que nosotros reivindicamos una y otra vez como la gran figura del pensamiento español –porque Espinosa era español, era judío exiliado, hablaba español, escribe en él sus cartas, &c.; incluso firmaba «de Espinosa», no ese «Spinoza» con /s/ líquida y /z/ que se han inventado los calvinistas por decirlo así».{28}

¿Cómo recuperar a Espinosa? ¿Cómo pasar por encima de una Inquisición que, como racionalizadora cumpliría, quizá, un papel de modernización (por ejemplo, siendo una barrera contra la superstición), pero que como sospechosa de esa misma razón hizo de la desconfianza y la denuncia el núcleo de la sociabilidad? Y no basta el recurso al carácter extra-vagante de los judíos, como un pueblo «instrumento de comunicación entre distintos países» como sugiere el mismo Bueno citando a H. Arendt.{29} Porque la comunidad judía en España no era transeúnte sino asentada. Parece que una poderosa racionalización –incluso cabría hablar de hiperracionalización–, junto a un sujeto en permanente estado de sospecha, son las dos invariantes que ha mantenido el pensamiento español hasta hace bien poco tiempo, si es que han acabado.

* * *

Y, para finalizar, quisiera hacer una pequeña reflexión sobre la filosofía de la historia de Gustavo Bueno (España frente a Europa, 1999) que, justamente, reivindica las posibilidades del imperio español generador, rompiendo con la leyenda negra. En el análisis de Bueno se echa de menos el otro elemento que procura su propia dialéctica o negación de la negación: pues la positividad del imperio produjo sus consiguientes negaciones que destruyen, como he tratado de mostrar, el sujeto del «ius communis» de Vitoria o Suárez. Porque las formas negativas que dejó la conquista de América han de ser asumidas y superadas para que adquiera realidad el proyecto de un pensamiento español desde la tradición renacentista. Es necesario, a la vez que se neutraliza la leyenda negra, recoger no sólo la acción positiva, generadora, del imperio –sus escuelas, iglesias, universidades, literatura...–, sino también su misma negación: las encomiendas y el sometimiento de los indios, la esclavitud de los negros africanos, la marginación de múltiples tribus y pueblos, la opresión y la explotación de los mineros del Perú, la discriminación, el abuso y la opresión generalizadas, que no fueron meros accidentes, y que son figuras sin asimilar por el pensamiento español (ni por el de derechas ni por el de izquierdas, aun cuando por motivos contrapuestos: o bien, porque se pone el «debe» al imperio depredador, o bien, porque se asume toda la «culpa» de la conquista), a la manera como Hegel hizo con todas las figuras de la explotación y la marginalidad de los inicios de la revolución industrial, para dar paso libre a la nación alemana. Y, desde luego, estos elementos de la explotación y expoliación no pueden reducirse a componentes meramente antropológicos y subjetivos, si esta discusión se ha enmarcado en coordenadas históricas.

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En conclusión, la expulsión de los judíos impide a la filosofía la construcción de un sujeto alternativo al individualista del contrato social. Esta perversión del sujeto social imposibilita la construcción de una teoría alternativa del tipo del «Pactum Translationis» con garantías de ofrecer una alternativa a las teorías del privilegio ontológico del individuo y del consiguiente pacto social.

Y así, el principio de Vitoria quedó sepultado entre tantas ruinas. Un principio que hoy quiere ser rescrito, no sin múltiples dificultades, bajo distintos nombres que planean alrededor de la «acción comunicativa» del filosofo alemán J. Habermas y su escuela.

* * *

Salamanca, ciudad histórica, siguió su marcha, ahora arrastrada por el nuevo aire que traían los nuevos tiempos. Y todavía le cupo a la Universidad salmantina otro gesto de progresismo al formarse un movimiento en defensa del pensamiento liberal en el siglo XIX. Pero, para entonces, ya Salamanca sólo podía aspirar a influir en los más allegados o en los más convencidos, y, quizá, por esa razón hechizó al gran D. Miguel de Unamuno, que también quiso ser centro, pero esta vez no para administrar el mundo, sino para hacerse cargo de todas las contradicciones y tragedias que acumula la historia de los españoles.

Notas

{1} Francisco de Vitoria, Sobre los indios, Tecnos, Madrid, pág. 129. Véase Luis Rodríguez Aranda, El desarrollo de la razón en la cultura española, Aguilar, Madrid 1962, págs. 120 ss.

{2} Un agudo ensayo sobre la naturaleza del imperio español es el de Marta García Alonso, «La ética protestante y el espíritu del capitalismo desde el materialismo filosófico», El Basilisco, nº 25, 1998, págs. 37-56.

{3} Fernando Pérez Herranz y José Miguel Santacreu, «La 'cuestión de España' a las puertas del siglo XXI», Anales de Historia Contemporánea, nº 16, Universidad de Murcia, págs. 173-197. Fernando Pérez Herranz, «España como provocación filosófica. Aproximación a la filosofía de Gustavo Bueno», Daímon, nº 20, Murcia 2000, págs. 137-156. Fernando Pérez Herranz, «La ontología de El Comulgatorio de Baltasar Gracián», Baltasar Gracián: ética, política y filosofía , Pentalfa, Oviedo, págs. 44-102.

{4} Patricio Peñalver, La mística española (siglos XVI y XVII), Akal, Madrid, 1997, pág. 46.

{5} Hay abundantes textos que recogen esta anomalía hispana. Recordemos alguno: Antolín Monescillo Viso escribe en su Historia elemental de la Filosofía (1846): «En esta escasa mención no se hace mérito de los españoles, cuyas obras verdaderamente filosóficas, están surtiendo de ideas, pensamientos, y vastos planes literarios a los modernos filósofos de Alemania, que conocedores del inagotable fondo de nuestra literatura clásica, buscan con solicitud y estudian con ahínco las obras de Granada, León, Juan de la Cruz, Teresa de Jesús y mil otros que con Nebrija, Cano, Alpizcueta, Maldonado, Salmerón, Morales, Arias Montano, Mariana, Soto, Suárez... crearon en nuestro país y diseminaron por ambos mundos ese gusto filosófico-literario...». Cf. en El Basilisco, nº 13, pág. 28. O Diego de Torres Villarroel en su Vida: «No puede haber en el mundo espectáculo más enfadoso, ni más ridículo, que el que cada día se nos presenta en nuestro generales, pues verdaderamente es un espantajo el más ofensivo a los ojos y al juicio y al juicio ver a un viejarrón, carne hedionda, arada de las arrugas, calvo con sus mementos y amenazas de palida mors, engullido en un saco negro burrajeado de lodos, tabaco y chorreones de nariz, verbi gratia, un Don Diego de Torres, estar porfiando dos horas con ademanes de loco o endemoniado sobre si hay entes de razón, o sobre si Dios los puede hacer, y sobre otras materias que sabe todo el mundo que se gritan sin utilidad alguna para nuestro gobierno interior ni exterior. Véase el espléndido libro de Fernando R. de la Flor, La península metafísica. Arte, literatura y pensamiento en la España de la Contrarreforma, Biblioteca Nueva, Madrid 1999.

{6} Brenan, Al sur de Granada.

{7} Cf. en Gregorio Morán, El maestro en el erial, Tusquets, Barcelona 1998, pág. 228.

{8} «No ponemos en duda que la ciencia matemática, la ciencia física o la química modernas se desarrollaron al compás de la revolución científica e industrial en Francia, Inglaterra o Alemania, lo que ponemos en duda es que el «pensamiento europeo», el pensamiento filosófico, e incluso el pensamiento filosófico que versa en torno a la ciencia misma, haya estado «a la altura» de esa revolución científica e industrial que estaba teniendo lugar ante sus propios ojos». Gustavo Bueno, «La esencia del pensamiento español», El Basilisco, nº 26, 1999, pág. 78.

{9} Francisco de Vitoria, op. cit.

{10} Francisco Fernández Buey, La gran perturbación. Discurso del indio metropolitano, El Viejo Topo, Barcelona 1995, pág. 38.

{11} Ibidem.

{12} Juan Ginés de Sepúlveda, Demócrates Segundo o de las justas causas de la guerra contra los indios, edición de Ángel Losada, CSIC, Madrid 1984.

{13} Véase el impagable Antonio Regalado, Calderón. Los orígenes de la modernidad en la España del Siglo de Oro, 2 vols., Destino, Barcelona 1995.

{14} Bloom, «Entrevista», El País, 6 agosto 2000, pág. 13.

{15} Eduardo Nicol, El problema de la filosofía hispana, FCE, México (19611) 1998, págs. 54, 63, 84, 94, 97.

{16} Fernando Sánchez Dragó, Gargoris y Habidis, Hiperión, Madrid 1978, tomo 3, pág. 42.

{17} Las diferencias entre imperios depredador y generador, como es bien sabido para los lectores de El Catoblepas, están definidas, explicitadas y justificadas en Gustavo Bueno, «España», El Basilisco, nº 25, 1998 y España frente a Europa, Alba, Barcelona 1999.

{18} Cf. Domínguez Ortiz, Los judeoconversos en España y América, Madrid 1971. Kamen, La inquisición española, Alianza, Madrid 1974. J. A. Llorente, Historia crítica de la Inquisición española, 4 vols., Madrid 1980. B. Netanyahu, B., Los marranos españoles según las fuentes hebreas de la época (siglos XIV-XVI), Junta de Castilla y León, Valladolid 1994 (edición revisada y aumentada en 2002) y Los orígenes de la Inquisición, Crítica, Madrid,1999. E. Kening, Historia de los judíos españoles hasta 1492, Paidós, Barcelona 1995. R. García Cárcel y D. Moreno, Inquisición. Historia crítica, Temas de Hoy, Madrid 2000. Y un largo etcétera.

{19} B. Netanyahu, B., Los orígenes..., op cit., pág. 934.

{20} No entro en este escrito en las consecuencias que tuvo la expulsión para la configuración del ortograma católico-romano. Las denuncias del anti-judaísmo de la iglesia católica durante toda la modernidad hasta la Shoah están bien documentadas. Por ejemplo, en D. I. Kertzer, Los papas contra los judíos, Plaza y Janés, Barcelona 2002. Y, más recientemente, D. J. Goldhagenm, La iglesia católica y el holocausto, Taurus, Madrid 2002.

{21} Pero ni siquiera ahí el católico puede ser despiadado. Alfonso VIII y Pedro II renunciaron a la ayuda que les había enviado el papa Inocencio III, porque aquellos «ultramontanos» pretendían degollar a sangre fría a los musulmanes encerrados en el castillo de Calatrava. Cf. Joseph Perez, Historia de España, Crítica, Madrid 1981, págs. 52 ss. «Ultramontano» hace referencia a estos guerreros venidos de más allá de los Pirineos, sinónimo de bárbaros y cavernícolas.

{22} M. Batllori, «Introducció» a R. Llull, Obra escogida, Alfaguara, Madrid 1981, págs. XXXVIII y XL.

{23} Es imprescindible el hermoso texto de Gabriel Albiac, La sinagoga vacía. Un estudio de las fuentes marranas del espinosimo, Hiperión, Madrid 1987.

{24} Maquiavelo, El príncipe, XXI, subrayado mío.

{25} Marcó i Dachs, Ll., Els jueus i nosaltres, Portic, Barcelona 1977.

{26} J. J. Solozábal, El primer nacionalismo vasco: industrialismo y conciencia nacional, Tucar, Madrid 1975. J. Corcuera, Orígenes, ideología y organización del nacionalismo vasco 1876-1904, Siglo XXI, Madrid 1978. M. Monje, El pensamiento político de Sabino Arana, Universidad de Alicante 1999.

{27} Sabino Arana, «Extranjerización», El Correo Vasco, Bilbao 10 de agosto de 1899.

{28} Gustavo Bueno, «Última lección en la Universidad», Limitaneus, Oviedo 1998, pág. 113.

{29} Gustavo Bueno, Primer ensayo sobre las categorías de las 'ciencias políticas', Cultural Rioja, Logroño 1991, pág. 261.

 

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