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El Catoblepas, número 14, abril 2003
  El Catoblepasnúmero 14 • abril 2003 • página 4
Arco de medio punto

De la erótica del poder
a la obscenidad de los cuerpos

Fernando Pérez Herranz

Se muestra esa realidad que se desenvuelve
entre los límites ético-morales de la erótica y de la obscenidad

«¿Es que queréis vivir eternamente?»
Sargento dirigiéndose a la tropa en el desembarco de Normandía

1. Allá, acá y más acá

Allá resuenan el estrépito de los cañones, la furia de los fusiles de asalto, los bufidos de las cargas de caballería... Acá retumban las camillas con los ayes de los heridos, unos de recia barba, otros aún barbilampiños. Entre lamentos y quejidos, los pies ligeros de las enfermeras se deslizan por los pasillos; los médicos desaparecen entre vísceras y olor a sangres descompuestas. Más acá todavía, músicas, olés y algarabía en escenarios paralelos:

Uno espléndidamente iluminado en el interior, aislado de la calle por densas cortinas de terciopelo. Amplias cámaras ofrecen sabrosas carnes, vistosas frutas y olorosos vinos a los impecables oficiales que han de reponer sus heridas y tomar fuerzas para volver al frente. En los salones de baile, aristócratas y burgueses, vestidos con sus mejores galas ofrecen su hijas a los aguerridos caballeros, en una ceremonia armonizada por madrigales, fugas y valses. Aquellas damas, con sus graciosos y sutiles movimientos, sus miradas y risillas provocadoras, sus bordados y encajes insinuantes, han de enamorar a los galanes que defienden los valores de una de las civilizaciones en liza; los intereses de uno de los dioses enfrentados.

El otro escenario es su calco en negativo: las puertas abiertas dejan entrever la zafiedad de la soldadesca y sus sargentos. Las blasfemias saltan por encima del sonido de las viejas guitarras y los manoseados violines en manos de los alquimistas de la vida, que transmutan la miseria humana en unos cuantos chavos y doblones ¿Acaso el soldado no ha de beber y gozar siquiera antes de entrar en la batalla? El vino y el destilado dan paso a la cerveza agria y al rugoso orujo que ha pasado en un santiamén por la alquitara. Las mujeres venden sus favores sin esperar a cambio un bonito matrimonio ni de conveniencia ni de pacto; muestran sus carnes blanquecinas entre ropajes de chillones colores y exagerados escotes sin el menor disimulo; sin cínicas justificaciones artísticas: atracción inmediata, que la noche es corta y hay que llenar la faldriquera; mujeres niñas, amas de casa, viudas... disparan con sus mañas las hormonas sin saber nada de civilizaciones ni de dioses...

Cuando termina la guerra, a ese potlatch –en el que se consume y destruye todo lo que se ha ido adquiriendo penosamente a través del esfuerzo, del comercio y de las artes– los humanos lo llamamos «paz». Los nombres están sometidos al vigor del tiempo: Si para Karl von Clausewitz la guerra es un instrumento de la política, para el general Lüdendorff, apenas un siglo después, la política es un instrumento de la guerra. Y ¿qué pueden hacer en esta aburrida época de paz hombres, mujeres, niños ... ? Los hombres transforman las lanzas en arados; los carros en diligencias para el correo; los aviones de combate en aviones de pasajeros... Las mujeres hacen de secretarias, enfermeras o tienen hijos. Los niños van a la escuela, donde maestros, curas e ideólogos les llenan la cabeza de valores patrios y de odios al vecino... Y a todos juntos nos entretienen con la Cultura ¡Qué buen invento! ¡Gloria para su inventor!... El cine muestra al soldado en el cuartel, en la refriega, en la batalla, en la postguerra... Los museos recuerdan los buenos tiempos: los unos enseñan sus victorias; los otros, sus derrotas... Y así.

Lo que más emociona en tiempos de paz es el escándalo sexual. El adulterio, la homosexualidad..., pero también ciertas imágenes de un libro, escultura, pintura, película..., hasta las exquisitas figuras del patinaje artístico ¡qué sensibilidad, guardianes del Espíritu!... escandalizan al público, a los medios de comunicación y a los censores de turno. Si por el «efecto dominó», el político tiene que escandalizarse también, la administración coloca su anatema sobre la imagen: se la prohíbe, se la condena, se la demoniza y se la llamará «obscena», «pornográfica».

2. El escándalo

Pero, ¿qué es el escándalo, el escándalo público? Cada época tiene sus ejemplos, y por eso, cada uno habla de su época. A mi tocó vivir el escándalo social con algunas películas de todos recordadas: primero fue Gilda (1946) de Charles Vidor; luego Garganta profunda (1972) de Gerard Damiano; más tarde El imperio de los sentidos (1976) de Nagiora Oshima. Pero mucho antes, al poco de tener mis primeros conocimientos de que no todas las zonas del cuerpo ofrecen las mismas sensaciones y oficiando de una especie de «ayudante de monaguillo», quedaba yo admirado y aun arrobado ante los conocimientos teológicos del más veterano de aquellos «monagos», nombre cuya intensión señalaba a la vez santurronería y picardía, que afirmaba rotundamente y sin titubeo alguno, que Sofía Loren, la maravillosa actriz que se había atrevido con Divorcio a la italiana, y de la que sólo habíamos visto unas fotografías de sus películas Noche con Cleopatra y La Millonaria, se condenaría al fuego eterno, sin que el arrepentimiento final pudiera cambiar la voluntad de Dios. ¿Cómo podía juramentarse afirmación tan singular? Porque, afirmaba con la serenidad que da el poder de sacristía, la cantidad de sus pecados contra la carne eran tantos que había rebasado con creces el cupo de los que podían ser perdonados; y, desde la prestancia que da el sobrepelliz, clamaba que Sofía Loren era una mujer obscena. La magia de esa palabra acallaba cualquier pregunta.

Y, ¿qué es lo obsceno? «Pornografía» decía el diccionario. Lo malo se definía por lo malísimo. Y eso era cosa de extranjeras. El «pecado de la carne» era una palabra que, para muchos de aquellos niños a los que nos rodeaba el nacional catolicismo profundo, se identificaba con extranjero y, en particular, con aquella artista italiana, que habitaba la misma santa tierra del Santísimo Padre. ¿No era aquella la más vergonzosa de las provocaciones? ¡Miserias de este valle de lágrimas! El Papa cohabitando con una pecadora irredenta ¿Habría un ejemplo más claro de la mezcla de las ciudades de San Agustín, «la ciudad de Dios» y «la ciudad de los hombres»? Babilonia disfrutando dentro de la misma Roma.

De todas maneras, los padres jesuitas, que eventualmente pasaban por aquel pueblo en el que me ocurrían estas cosas, nos enseñaban cosas bien distintas. Venían del Norte: de Vizcaya, de Guipúzcoa, de Navarra... para predicarnos sobre el cariño que nos tenía el Niño Jesús y ¡válgame el cielo! los terribles desgarramientos de la carne que íbamos a sufrir en el infierno, si no nos portábamos según las normas que conducían a una verdadera, única y santa vida católico-romana. Y lo peor de todo era dejarse arrastrar por la carne, aunque el dichoso cuerpo no te dejara de picar todo el rato. La carne-pornógrafa se combatía con la carne-podredumbre, envuelta en grandes llamas en el infierno. «Carne contra carne»: el combate de las palabras-imágenes de los jesuitas reproducía el combate cuerpo a cuerpo. Y entonces venía el día de la confesión. –«Padre –y aprovechaba la oscuridad del confesionario para disimular la vergüenza de mi obsesión y de mi piedad por la italiana–: ¿Es cierto que Sofía Loren ya está condenada al infierno, haga lo que haga?».

No había que apresurarse en ver a la artista napolitana consumirse en las caladeras de Pedro Botero, susurraba el confesor –y se le adivinaba un tono entre burlón y morboso–. Si Sofía Loren estaba condenada no era tanto por su exuberancia como por el pecado al que había inducido a miles y millones de espectadores que veíamos sus películas. Lo que estaba condenado era el ejemplo que daba, el arquetipo de «mujer liberal y esplendorosa». Porque los padres jesuitas defendían lo mismo que el profesor de literatura, cuando nos presentaba a los catolicísimos Tirso y Calderón: Que Dios salva por las buenas obras, no que las buenas obras sean prueba de la elección de Dios, la doctrina de los emponzoñadores luteranos. Pero, en todo caso, un acto de contrición incluso postrado en cama tras una vida de despropósitos y con un ojo vuelto más al otro mundo que a éste, podía provocar la gracia de Dios al final de la vida. Porque el pecado, el verdadero pecado, no se encontraba en la lujuria (que al fin todos somos humanos y Theilard de Chardin les abría las puertas a la teoría de la evolución), sino en la soberbia, en la curiosidad por el saber, en querer hacer del hombre «ser como Dios»: «de todos cuantos soberbios, / con osada presunción / pretenden examinar / secretos que guarda Dios» exclamaba el Nembrot de Calderón. Pero ¿acaso Sofía Loren estaba condenada por ser sabia? No. Aquel «monago», hijo del diablo, nos quería confundir con la cantinela de la lujuria, la estrella de la «nueva» teología que, tras la República –simbolizada como una mujer vestida con suaves gasas y un pecho al aire–, y la guerra (in) civil, olvidaba todos los demás vicios.

§ § §

La curiosidad, empero, ya se había colado de rondón y las enciclopedias son los caminos que un chiquillo tiene a su mano para iniciarse en el mentado pecado de la soberbia: ¿Qué era eso de mujer pornógrafa? Según mi diccionario escolar de griego, pornografía es palabra compuesta de grapho, que significa «describir» y porne, «mujer mala; idólatra». Así que pornografía queda como representación (ya sea por escrito, o por medio de dibujos, pinturas o fotografías) de cosas obscenas destinadas al público. Pero esto parece más cosa de franceses. El griego cristianizado se ajusta de manera más interesante: Porneia se refiere tanto a la prostitución como a la idolatría; y el verbo porneuo, tanto a prostituirse como a apostatar.¿Entonces? A lo mejor ahí se encontraba la clave. La exclusión de Sofía Loren de la Vida Eterna no venía por su condición de obscena, sino de apóstata.

Entendíase por qué las mujeres del alcalde, del médico o aquellas espléndidas hijas del pastelero se emperifollaban los domingos y, sentadas en los bancos de la iglesia para la celebración eucarística, despertaban en todos nosotros –jóvenes escolares, viejos verdes resabiados, maridos de toda la vida e incluso el mismísimo cura– deseos de ser su acompañantes, invitarlas al vermú y recibir sus devotas gracias en todo nuestro ser. Y si se permitía que se presentasen a los ojos de todos los fieles tan atractivas y atrayentes en el templo del Señor, ser guapa no debía ser tan pernicioso. Lo mejor era preguntárselo al confesor, en el lugar en el que se convierte en sombra el pudor. «Bueno, las mujeres podían ponerse guapas, igual que hacían las gatas o las gallinas –que para las metáforas los clérigos son inigualables, acostumbrados a argumentar per analogiam– para atraer a los machos-novios. ¡Ay, hijo mío! –se conmovía aquel santo varón, haciéndome un guiño varonil–. Si las artes de la seducción están dirigidas al matrimonio, santas son; porque también la iglesia permite cierto erotismo.

¿Erotismo? Vuelta a casa y a darle al diccionario. ¡Ah! Eros es palabra con mejor prensa. Eros se traduce por amor, que se conjuga bien con el «amaos los unos a los otros» con el que se cierran los mandamientos de Dios. Es cierto que Eros nos tira más al monte que a la iglesia, pero, con el tiempo, aprendería que Platón utilizaba ese término y que los filósofos, aun los más abstrusos, tenían a bien dedicarle algún ensayo –si no todo un tratado– a ese demonio de Eros, transformado a veces en el angelote Cupido, que ha despertado estupendas polémicas a lo largo de los siglos. Alguno de aquellos predicadores con sotana hablaban del ágape en vez del eros. Estos agapitos se reunían en grupos –en la España de los sesenta y setenta pululaban por doquier– dándose a meriendas en común en las que todos engullían los alimentos de todos (más bien, de todas, lo que permitía sopesar las virtudes gastronómicas de las novias reales o virtuales). Aquella miscelánea indiscriminada, decían los mandamases del asunto, era la mejor muestra de amor: la comida en común, recordando a nuestro Señor Jesucristo. Amén.

Principiando los años setenta, lo ágapes se iban convirtiendo en guateques y los agapitos en erotómanos. Las fuentes de la pornografía –quitando los dibujos espontáneos de los artistas del colegio, o alguna enciclopedia de Anatomía o de Arte– quedaban aún allende los pirineos, por donde cruzaban Lui, Le Nouvel Observateur, textos de la editorial Ruedo Ibérico y cosas de este tipo, en manos de trabajadores emigrantes y turistas accidentales encuadernados en libros en cuyas tapas podía leerse cosas extravagantes: Équilibre thermodynamique des systèmes, Topologie algébrique... La mantequilla de El último tango en París fue un distinguido aperitivo para ir abriendo boca, ante una cantidad de platos que, muy pronto, nos conducirían a la indigestión; y, tras la indigestión, las purgas.

Después de la transición, la Constitución, la libertad de prensa y, sobre todo, la libertad de corazón eran los mejores síntomas de que la vida civil quedaba normalizada. Hasta Marisol, musa sucesiva del franquismo y de la progresía, se dejaba fotografiar desnuda para la revista Interviú. La sensación que se respiraba en la calle o en la academia era la de vivir en Europa; más todavía, en el Mundo Mundial, y cualquier problema se reducía a lo político: La enseñanza era política; los toros y el fútbol eran política; hasta la política era política... Y de repente ¡zas! ¿Cómo es posible que las gentes de estos países libertarios y demócratas se escandalizaran de una película como Garganta profunda o El imperio de los sentidos? ¿No debía ser esto cosa de los carcas españoles? ¿Había carcas también en Francia, en Inglaterra..., en los Estados Unidos? Así que allí había también escolásticos, que hacían sus distinciones: una cosa es el erotismo y otra la pornografía. ¡Acabáramos! En todas las casas cuecen habas. Pues bien, como yo estudiaba y sigo estudiando para escolástico (a los de la profesión les da vergüenza decirlo y se llaman a sí mismos de todo: filósofos, intelectuales, pensadores, deconstructores... hasta ese ridículo enseñantes de filosofía), me preocupé por ese distingo tan morboso. ¿Qué criterios diferenciales existen entre uno y otro? No podía ser un criterio subjetivo, intuitivo, arbitrario... resumido en un «me gusta» o «no me gusta» del crítico de turno. Aquí la palabra crucial era «obsceno». ¿Cómo reinterpretarla?

3. La filosofía

Por aquella época, andaba metido en cosas transcendentales y conju(r)(g)ando en inglés –que para eso uno era estudiante de filosofía pura– y, claro está, no se me podía ocurrir que la distinción acaso tuviera fundamentos muy simples. Por ejemplo, la «distancia». De repente, la cosa se me clarificaba: Obsceno y erótico se referían a la posición de «cercanía» o «alejamiento» que un sujeto-cuerpo establece con ciertas partes de un objeto-cuerpo (en el límite, con el sujeto-cuerpo propio transformado en objeto), preferentemente los órganos sexuales. La actitud obscena se caracterizaría, según este criterio, por su acercamiento al objeto hasta alcanzar una «distancia cero»; la actitud erótica, por el alejamiento hasta alcanzar una «distancia infinita».¿Para este viaje era preciso estudiar tantos años y aprender a poner cara de Kierkegaard? ¿Habría estado perdiendo el tiempo miserablemente? ¿Tenía que haber aceptado aquel puesto en la Caja de Ahorros de una capital de provincias? ¿Lo que decía Freud ya lo sabían los/las muchachos/as de mi pueblo? ... Y sin embargo, quería creer, estas disquisiciones no tienen nada de obvio o evidente.

Desde luego, no se trata de inventarse los conceptos. Habitualmente, erótico se asocia a imágenes, poemas, músicas... que excitan el amor sensual o la pasión sexual, mientras que pornográfico se asocia a la exhibición minuciosa de órganos genitales y actos sexuales y muestra el deseo ciego hacia el otro hasta absorberlo. Teniendo presente el criterio gnoseológico de la distancia y el sentido corriente de los términos en cuestión, me atrevería con un par de definiciones:

(1) Lo erótico tiene que ver con el aspecto de un objeto-cuerpo que se ofrece alejado del sujeto-cuerpo que lo percibe y al que sólo es posible acceder por medio de objetos intermedios. La distancia se hace «infinita» en el sentido en que se habla de los puntos de fuga de un cuadro. Puede representarse técnicamente como una morfología bien definida, singularizada, destacando sus perfiles, que permite ponerse en correspondencia con otras morfologías semejantes. Este aspecto del aspecto prominente está integrado en una totalidad (que, eventualmente, puede ser muy compleja) de la que se recorta y destaca: una risa, un gesto, un vestido...

(2) Lo obsceno, por su parte, tiene que ver con el aspecto de un objeto que se ofrece sin mediación alguna en su extensión e intensión.{1} Puede representarse técnicamente como una morfología caótica, es decir, una estructura con infinitos atractores. Esta morfología, que es parte de un todo, pretende ocupar la totalidad del espacio, por lo que se da con independencia del objeto completo al que pertenece. Al reducirse la distancia a «cero» entre el sujeto-cuerpo (perceptivo, olfativo, tactil...) y el objeto-cuerpo del que se predica lo obsceno, el sujeto-cuerpo tiende a identificarse con el objeto-cuerpo, hasta hacerse uno con él, hasta disolverse en él: Un olor, un órgano corporal y, sobre todo el sexo: acercar lo más posible el objeto sexual hasta el extremo de ver/oler/tocar... en el otro una mujer/vulva o un hombre/pene, pongamos por caso.

§ § §

Mas, ¿cómo conceptualizar todo esto? La clave de esa distinción la pondré en la diferencia entre metáfora y metonimia. Confieso que nunca encontré interesante esta clasificación en literatura, con aquellos ejemplos repipis de las perlas de tus dientes o el zarzuelesco humo por el que se sabe dónde está el fuego. Pero quedé asombrado cuando leí, releí y rumié el artículo de Gustavo Bueno «En torno al concepto de ciencias humanas. La distinción entre metodologías α-operatorias y β-operatorias» . Entonces comprendí que las palabras trascendentales y tan llenas de solemnidad de Kant, y las acciones de «separar» y «unir» (o «alejar» y «acercar»), no estaban tan lejos. Si, como dice el matemático y filósofo René Thom, la ambición última de la teoría de las singularidades topológicas es la de abolir la distinción entre el lenguaje matemático y el lenguaje natural, la ambición de la filosofía sensata y racional sería la abolir la distinción entre el lenguaje metafísico y el lenguaje natural. He aquí el espléndido texto de Gustavo Bueno:

«Hume introduce su tipología de asociaciones fundándose en que «la imaginación compone ideas simples para dar lugar a ideas complejas». La ambigüedad de Hume estriba en que estas «ideas», a la vez que poseen un aspecto psicológico, presentan un aspecto lógico material(las ideas simples son partes y las complejas son totalidades). Hume había comenzado por distinguir tres géneros de «composición »; por semejanza, por contigüidad (espacial y temporal) y por causa-efecto. Pero enseguida sostiene que las relaciones de causa-efecto son «asociaciones por contigüidad» (en condiciones especiales), con lo cual su tipología se resuelve en la oposición binaria contigüidad / semejanza. ¿No es casi indiscutible la coordinabilidad de la distinción de Hume (cuando se desplaza a un plano trascendental-holótico) con la fundamental distinción kantiana entre intuiciones (estéticas) y conceptos (lógicos)? Las intuiciones de Kant son aquí, precisamente el espacio y el tiempo y se diferencian de los conceptos en que no son «formas puras», no son «distributivas» (diskursiver), sino «atributivas». Diríamos: Sus partes están ligadas por contigüidad. En todo caso, Kant utiliza el lenguaje holótico: el Tiempo es forma pura de la intuición sensible, de suerte que los «diferentes tiempos sólo en partes [nematológicas] del mismo tiempo» (Verchiedene Zeiten sind nur Teile ebederselben Zeit). Aquí encontraríamos un nexo (distinto del que sugiere Habermas) entre la oposición Estética / Lógica de Kant y la oposición Ideográfico / Nomotético de Windelband-Rickert. La distinción entre las composiciones por contigüidad y las composiciones por semejanza, en su perspectiva humana, se habría desarrollado, con una fertilidad sistemática insospechada, por ejemplo en la teoría de la magia de J.G. la Frazer (La rama dorada): Magia homeopática –«por semejanza»– y magia contaminante –«por contigüidad»– y en la teoría del razonamiento de A. Binet (La psicología del razonamiento, cap. III: comparación de la percepción y el silogismo). La importancia que, en nuestros días, en Lingüística, en Psicoanálisis, han alcanzado distinciones tales como sintagma /paradigma o metáfora/metonimia, habría que subordinarla a la importancia de las distinciones que hemos comentado. «Sintagma» incluye contigüidad de los puntos de la cadena y «paradigma» incluye semejanza. La «afasia de selección» (metafórica) y la «afasia de contigüidad»(metonímica) de Jakobson, se mantienen también en el ámbito de las relaciones de similaridad y de las de contigüidad, respectivamente (Fundamentos del Lenguaje, cap. V). Lo mismo se diga de la distinción entre segmentación y sustitución como operaciones fundamentales de la Lingüística Estructural (E. Benveniste, Problemes de Linguistique Génerale, Gallimard, 1966). La interpretación de Lacan de los conceptos freudianos de condensación (Verdichtung) y desplazamiento (Verchiebung) corresponden a la metáfora y a la metonimia) es también muy conocida».{2}

¿No es maravilloso y estupendo que un texto tan preñado de filosofía como el citado inspirara a este pobre profesor de provincias la distinción entre erotismo y pornografía? Y es que los caminos del Señor son inescrutables. Ahora podrían quedar conceptualizados ambos conceptos, desde las ideas de Todo y Parte,{3} según las relaciones de semejanza (ideas, signos, cosas... establecen ciertas «afinidades» –homeomorfismos– con otras ideas, signos, cosas...) y de contigüidad (ideas, signos, cosas... se encuentran en «contacto» con otras ideas, signos, cosas...).

4. Erotismo y pornografía

Entre las inmensas posibilidades que poseen las partes de un todo o de los todos entre sí, para establecer relaciones, destacaré dos, en relación a los términos en cuestión de lo erótico y lo obsceno, que juegan aquí el papel de los todos{4}: (i) Cuando ocurre que una parte distributiva de un todo (atributivo o distributivo) reconstruye el todo, al que impone sus propiedades. (ii) Cuando ocurre que una parte atributiva de un todo (atributivo o distributivo) se erige como la totalidad misma. De esta manera, tenemos un criterio lógico-material de discriminación entre lo erótico de lo obsceno:

(A) Lo erótico, se definirá como la reproducción del todo a partir de una de sus partes distributivas mediante el criterio de la semejanza (imaginativa o fantástica) con esa parte.

(B) Lo obsceno, por su parte, se definirá, entonces, como la hipóstasis de una parte atributiva que se identifica por contigüidad con el todo, el cual queda entonces borrado, difuminado o anulado.

Así que metáfora (semejanza) y metonimia (contigüidad) entran en relación cuando la distancia entre el sujeto-cuerpo (perceptual, olfativo, táctil...) y el objeto-cuerpo, queda en un estado de inestabilidad máxima, de modo que el menor cambio de un parámetro que afecte al sistema, o bien le acerca hasta confundirse totalmente con él o bien aleja al sujeto-cuerpo hasta separarse totalmente del objeto-cuerpo. En el primer caso, diremos, nos encontramos en el terreno de lo erótico y, en el segundo, de lo obsceno. Esto significa que para definir lo erótico y lo pornográfico se requiere de un estado inestable de referencia. Un estado que no pude ser formal, sino material; que no es absoluto, sino relativo. La obra Le déjeneur dans l'herbre de Manet puede servirnos de orientación. En 1863, cuando fue expuesta por primera vez, se contempló y juzgó escandalosamente pornográfico. Hoy, sin embargo, le calificaríamos a lo sumo de erótico y, si me apuran, de neutro. ¿Por qué? Porque el concepto de «distancia» respecto de los cuerpos ha cambiado. La cuestión radica en encontrar, entonces, un valor de inestabilidad máxima, que pueda llevarnos, por pequeñas deformaciones graduales, a los estados de erotismo o de obscenidad, según la norma aceptada en un momento de la historia y de la sociedad que lo valora. Para modelar esta situación tomaré prestado de Ficthe el modo de llevar a cabo su particular periodización de la historia. Fichte tomó su época de Liberación como un momento intermedio inestable, que conducía hacia un final de la historia, caracterizado por el triunfo de la Razón. Este momento actual procedía de otra época inicial, caracterizada por el estado de Inocencia. A partir de estos tres límites, señala dos pasos intermedios entre uno y otro: Del inicio a la actualidad se es necesario atravesar la época caracterizada por el dominio de la Autoridad coactiva; y, para alcanzar el estadio de la Razón, lo es pasar por las épocas de la Ciencia racional y el Arte racional.{5}

§ § §

Pasemos ahora a espacializar este modelo en el contexto de lo erótico y lo pornográfico. El primer paso exige la búsqueda de una imagen neutral e inestable de nuestra época, en la que estén mezclados y neutralizados los componentes erótico-pornográficos de tal manera que no despierten ninguna inclinación hacia uno u otro. Ciertos cambios en los parámetros podrán conducir, o bien hacia el erotismo extremo (neoplatónico) por mediación de un erotismo atenuado, estético; o bien hacia la obscenidad extrema (dionisíaca) por mediación de la pornografía vulgar o grosera.{6} Véase cuadro 1:

→ contigüidad →   ← semejanza ←
5 4 3 6
1 I
Erotismo
(platonismo)
II
Erotismo
estético
III
Equilibrio inestable
Pornografía - Erotismo
IV
Pornografía vulgar, grosera
V
Pornografía
(dionisíaco)
2

Lámina III: Matrimonio Alcántara —¿Qué imagen podría servirnos de punto de referencia, de equilibrio inestable máximo, en estos años que han iniciado el siglo XXI? Por el éxito que ha tenido la serie televisiva Cuéntame cómo pasó, capaz de reunir a toda la familia ante el televisor, se podría considerar al matrimonio protagonista de esta serie como una pareja cuasi asexuada –sin prejuicio de que estos actores aparezcan, en otros trabajos, cargados de simbolismo sexual–. Es una pareja muy neutra, que apenas si despiertan inclinaciones sexuadas hacia ellos. Se les contempla más bien, como a nuestros propios padres; a los padres de nuestros amigos; a las gentes que parecen ocupar todo su tiempo en el trabajo; centrados en la persecución de una posición económica; ajenos al interés sexual, que sólo aparece oblicuamente; &c.

Lámina I: mano —Si de esta totalidad se selecciona algún rasgo muy sutil –un mohín, un ademán, una perspectiva...– y, por semejanza, se pretende reconstruir esa totalidad, se alcanzaría el estado erótico. Basta un rasgo mínimo para que el objeto erótico quede apuntado. Gustavo Adolfo Becquer escribió un cuento titulado «Tres fechas» que nos servirá de ejemplo: Un joven pintor atraviesa una estrecha calle de Toledo cuando repara en los visillos de una ventana que se cierran a su paso; tras ello, el joven cree adivinar una mano y, tras la mano, una mujer maravillosa, de la que se enamora con locura. «La verdad es que realmente detrás de ella [de la cortinilla] no vi nada; pero con la imaginación me pareció descubrir un bulto; el bulto de una mujer, en efecto».{7} Los objetos-cuerpo erotizados pueden ser expresados de manera muy rica y variada.

Lámina V: pliegues sexuales —Si, por otro lado, de esa totalidad se selecciona una parte, preferentemente sexual, y, por contigüidad, se pretende extenderla a todo el cuerpo (del propio cuerpo o el de aquellos que se tienen muy cerca: el freudismo ofrece toda una gama explicativa), de forma que el sujeto-cuerpo esté tan próximo del objeto-cuerpo que la distancia se anule, se inicia el camino hacia lo pornográfico. «Por gente, yo entiendo sexo», exclamaba el protagonista de John Updike en Couples. El límite de la pornografía se encuentra en la pretensión de que todo el otro sea todo sexo (vagina o pene; boca o nao...); que los pliegues del sujeto se confundan con los pliegues del objeto y desaparezcan junto a ellos. De ahí procede, precisamente, la monotonía y el agobio que produce cualquier expresión pornográfica.

Entre un estadio y otro podemos incluir una graduación tan fina como queramos. Nos conformaremos con señalar uno que pueda ser suficientemente representativo:

Lámina II: fotografía de Helmunt Newton —Entre los estadios neutro y erótico, podríamos situar el estadio estético aristocratizante por antonomasia: los divertimientos literarios o pictóricos para intelectuales, el éxtasis del voyeur o del lector por medio de homeomorfismos muy sofisticados: las galerías de arte, la publicidad y el porno-chic (Dior, Ungaro, Loewe...), la lencería fotografiada por Helmunt Newton, David Hamilton o Marino Parsotto...

Lámina IV: labios —Entre los estadios neutro y pornográfico, podríamos situar el estadio gráfico vulgar: los dibujos de las revistas que resaltan los senos, los pezones, las caderas, los muslos, el sexo... de manera desproporcionada hasta ocupar todo el cuadro; también los videos eróticos, que culminan en el chat de Internet; así mismo los bailes de mujeres o de hombres frente a los espectadores, &c.

Estas distinciones que represento en las imágenes de las Láminas I-V son simples indicativos, que, como es natural, cada quien puede cambiar por las imágenes que considere más cercanas a su sensibilidad.

5. La guerra

Pero, recordemos, nos encontrábamos hace un par de parágrafos en la paz política, que es un período de transición entre guerra y guerra. Y la guerra, ¿acaso no provoca también escándalos? Si en la paz escandaliza el sexo, ¿qué nos escandaliza en la guerra? La muerte, la destrucción, las calamidades, las heridas... Algunos considerarán falso y otros simplemente paradójico que no fue siempre así; no siempre escandalizó la guerra; por el contrario, fue deseada y querida no sólo por los guerreros profesionales, sino por el pueblo, por las gentes. Los historiadores no cuentan la enorme ilusión con la que se alistaban los jóvenes para ir al frente en 1914. Mas... no vayamos tan aprisa.

En la antigüedad, la guerra era cosa de ¡guerreros!, soldados por oficio. En la guerra primitiva y preestatal, emparentada la caza, el enemigo era una especie de presa a la que había que sorprender. Y esto no era asunto de toda la comunidad, sino de un linaje o cofradía, vinculada a la rapiña y la venganza, cuyo objetivo era el de resolver los conflictos cotidianos: la delimitación de pastizales para el ganado o de los terrenos de caza, el reparto del agua, el secuestro de mujeres o niños para venderlos como esclavos o para ser víctimas de sacrificios, &c.

En las sociedades estatales –lo conocemos ya desde Platón, aunque sólo Dumezil lo incorporó a una teoría general– la sociedad se dividía en tres clases: la de los sacerdotes, la de los guerreros y la de los agricultores. Los guerreros eran muy apreciados e incluso la virtud más excelente provenía de él: el valor, la areté. Los analistas están de acuerdo en señalar que la guerra está en el origen del Estado, como ya sabía el propio Platón: «...porque no poseían aún el arte de la política, del que el de la guerra es una parte» (Protágoras, 322b). Cuando el Estado se organiza al modo imperial, la guerra suele convertirse en una expedición con aplastante superioridad (excepto el de los persas cuando se encontraron en su camino a un pueblo que se les resistió y salió de él convertido en matriz de civilizaciones: Grecia). Pero los imperios no son necesariamente destructivos, sino que los hay generadores, civilizadores. El imperio de Alejandro Magno es modélico, si es cierto que únicamente usó la violencia en su conquista del Este helénico en las ocasiones imprescindibles, y que sus armas eran las de la seducción, las de generar intereses o permitir negocios... imitando quizá la labor que los fenicios realizaban en el Mediterráneo.

La guerra toma, a veces, el sesgo del torneo. Ciertas castas privilegiadas se reservan el oficio de las armas y la lucha se convierte en un torneo, en una lucha reglamentada: No se ataca a un enemigo ni desarmado ni desprevenido; ni siquiera se busca el aniquilamiento del adversario; sólo se busca la aceptación de la derrota. Hasta las armas tienen su dignidad: no será un verdadero guerrero quien use arco en la batalla, dice el tirano Licón en el Heracles de Eurípides. Cuando se lee el famoso capítulo de la Fenomenología del Espíritu, aquel que cuenta el conflicto entre el siervo y el esclavo, no se puede evitar asociarlo con este tipo de lucha. Por eso, quizá, allá en Jena, escuchando los cañones de Napoleón, el prusiano debió quedar sobrecogido por la nueva manera de guerrear del terrible corso, que rompe con todos los moldes antiguos de la guerra, sea feudal o barroca, limitada por las reglas del honor cortés (al menos entre los vecinos e iguales). Quizá Hegel añoraba otras épocas en las que: Las guerras comenzaban en el mes primaveral de mayo y terminaban en diciembre con los fríos; el soldado combatía al soldado y las naciones nunca entraban en guerra; las batallas no eran mortíferas, hasta el punto de que a veces no se pierde ni un caballo ni un hombre; los soldados, aun mercenarios, escapaban a la menor oportunidad cuando veían las cosas difíciles y los soldados morían de viejos, muchos de ellos engrosando el conjunto de pícaros que vivían alrededor de los castillos, burgos o ciudades; los instrumentos para la guerra eran poca cosa: cimeras, cascos, escudos, blasones, estandartes, divisas, gritos y muchas reglas...; el pueblo permanecía al margen: los campesinos eran despreciados por los guerreros, cuyos jefes –nobles y aristócratas– dejaban en ocasiones que sus tropas encadenen su furia contra ellos y roben, incendien sus casa o violen a sus mujeres. &c.

Estaba llegando el terrible día en el que el pueblo –la nación en armas– se incorpore a la guerra. Y, entonces, las reglas cambian y la barbarie y la devastación dominen los campos de Marte. La rivalidad entre señores, la gloria del triunfo y la estimación del enemigo –tradicional piedra de toque del valor propio– desaparecen; se olvidan las fanfarrias y las maniobras sutiles y todo empieza a estar permitido para aplastar al enemigo. Napoleón ha exagerado la guerra promocionando campos de carnicerías al llevar los recursos de la guerra hasta el límite. La guerra deja de obedecer ley alguna. Los revolucionarios franceses han vuelto la mirada a una Roma imaginada en la que los ciudadanos son soldados, en donde las instituciones políticas reproducen la organización militar. Las guerras empiezan a contemplarse no como luchas entre iguales, sino como guerras a los extranjeros, a los enemigos, a los herejes, transformados en Bárbaros, Bestias y Demonios, y, en consecuencia, es válido cualquier medio para exterminarlos. Clausewitz ha entendido el mensaje de su enemigo Napoleón: «Liberada de la traba de las convenciones con la participación del pueblo en ese gran interés de los Estados, la guerra revistió, por fin, su forma natural y se mostró en toda su fuerza» escribe en el tomo III de su Théorie de la Grand Guerre.

La intervención del pueblo en la guerra cambia radicalmente sus componentes. Cuando se suple la costosa caballería –mantenida por los nobles ricos– por la infantería, la guerra cortés tiene sus días contados. La infantería progresa junto con los principios democráticos y los nuevos ejércitos son síntesis del espíritu igualitario, de la disciplina seria y del fanatismo religioso, que suelen hacerse equivalentes al sentimiento nacional. La guerra se sacraliza, porque ahora queda presa en ella toda la nación: quien la rechace será cobarde y vil; quien la aplauda, valiente y viril. Y tiene sus profetas: Proudhon señala la guerra como un hecho religioso y sus combates, el Juicio de Dios; Ruskin afirma que la guerra es el origen del gran arte; Dostoievski espera de la guerra la renovación del Espíritu; el nacionalsocialismo alemán, la valora como norma de verdad, plenitud y finalidad de la existencia colectiva. Burgueses y campesinos se unen para defender su fe y buscan los medios técnicos y tecnológicos para enfrentarse a la caballería de nobles y caballeros. Quizá inicien estas nuevas formas los husitas, que, demasiado rudimentarios, no llegan a constituir un Estado. Pero será ese espíritu el que anime a los países donde prosperan protestantes y burgueses. Maurice y Luis Guillermo de Orange de las Provincias Unidas conducen a la victoria a un pueblo en armas; a ellos se les unen el sueco Gustavo Adolfo y el inglés Cromwel, que son también protestantes y fanáticos religiosos y celebran con entusiasmo sus victorias frente a los señores feudales. Portar armas y derecho al voto va ligado indisolublemente (los franceses de la revolución se alistan según sus rentas). Pronto se extenderá esta forma de lucha a Alemania, España y Francia. Maximiliano de Habsburgo riza el rizo y funda los lansquenetes, un cuerpo selecto en el que los nobles habrían de reemplazar a rufianes, maleantes e incendiarios, que constituían la infantería. Maximiliano pretende componer ¡una infantería de aristócratas! Paradoja de las paradojas militares, este híbrido estaba condenado a desaparecer.

La guerra empieza a ser tan brutal, que Hobbes lo atribuye a la maldad de la naturaleza humana. ¿Es que hasta Hobbes nadie se había percatado de que el hombre era un lobo contra el hombre (con perdón del lobo)? Pues se lo dicta la brutalidad que tiene ante sus ojos. La guerra está dejando de ser una bonita partida de ajedrez en las que los ejércitos se persiguen los unos a los otros hasta darse mate, sin perder demasiadas piezas. Joly de Maizeroy escribe: «La ciencia de la guerra no consiste solamente en saber combatir, sino más todavía en evitar el combate, en escoger sus puestos, en dirigir sus marchas de manera que se llegue al destino sin comprometerse ... que no se decida librar batalla hasta que se juzgue que es indispensable». La guerra aristocrática no busca el aniquilamiento del enemigo, sino su confesión de inferioridad. Por eso incluso cuando las guerras nacionales estén en vigor, los oficiales educados en el Antiguo Régimen juegan a una guerra cortés, desprecian las armas de fuego y pretenden que los soldados entren al combate cuerpo a cuerpo; para que puedan batirse a la manera noble colocan la bayoneta en el fusil. Lo escribe el historiador A.J. Mayer: «Aunque la élite militar se fue haciendo menos caballeresca y más profesional, los oficiales nobles y ennoblecidos, y los que asimilaban su comportamiento, seguían siendo los que destacaban, con su predilección por la jerarquía, el valor y el sacrificio heroico. Claro que mandaban ejércitos muy dependientes del transporte por ferrocarril y dotados de armamento avanzado. Pero esto no impedía que siquiera considerando romántico el combate cuerpo a cuerpo –de ahí la bayoneta– y las cargas de caballería».{8}

La guerra no será ya seria si la nación no toma parte de ella, si no se incorpora el pueblo. La Revolución Francesa es el crisol de la guerra nacional, de una guerra que se hace con furia y pasión; lo barrunta Jacob Antoine Hypolitte de Guibert en 1792: «Terrible en su cólera, llevará al campo enemigo el fuego y el hierro. Aterrorizará, con su venganza, a todos los pueblos que hubiesen intentado perturbar su reposo. Y que no se llame barbarie, violación de las pretendidas leyes de la guerra, a estas represalias, fundadas en las leyes de la naturaleza. Se ha venido a insultar a este pueblo feliz y pacífico. Se subleva, abandona sus hogares. Perecerá hasta el último, si fuese necesario, pero recibirá satisfacción, se vengará, asegurará, con el estallido de esta venganza, su futuro reposo». Louis Antoine Saint-Just lo confirma en 1791: «Suprimid y entregad a la gleba esa multitud enorme de gente a sueldo de las leyes ... que la juventud, en lugar de gastar su vida entre las delicias y el vicio ocioso de las capitales, espere en el ejército de línea su mayoría de edad; que no adquiera el derecho de ciudadanía sino después de un servicio de cuatro años en el ejército; pronto veréis a la juventud más seria y el amor a la patria convertido en pasión pública». Y el general Carnot da las instrucciones pertinentes: «Regla general: actuar en masa y a la ofensiva. Entablar en cualquiera oportunidad el combate a la bayoneta. Librar grandes batallas y perseguir al enemigo hasta la destrucción total». Son textos que reflejan el advenimiento de la guerra total como la llamará Lüdendorff. Se abandona la guerra formal, la guerra juego, la guerra estrategia... La igualdad ante la ley es la igualdad en la obligación de servicio a la Patria. El nuevo ejército se hace por enrolamiento voluntario, porque ser soldado significa ser patriota. El ejército es la escuela de la democracia (como lo fuera en la antigua Grecia, por exigencia de los soldados de Milciades tras derrotar a los persas). Roger Caillois, de quien tomo estas citas, resumen la situación: «El entusiasmo de los reclutas es más cívico que militar: se trata de ser digno de la patria, de defender la libertad, de combatir a los tiranos».{9}

Al entusiasmo de los soldados-ciudadanos hay que ir sumando, la incorporación de un nuevo armamento a lo largo del siglo XIX: fusiles de repetición, ametralladoras, vehículos blindados, perfeccionamiento del acero y la pólvora... Arno J. Mayer cuenta cómo la primera guerra mundial no fue solamente el desenlace de una lógica de las guerras, sino el resultado de la crisis general europea, en la que participaron los intelectuales creando un clima social de la guerra como panacea.

«En un clima intelectual y psicológico cargado de influencia socialdarwinianas y nietzscheanas, se celebraba la guerra como una nueva panacea. La violencia y la sangre de las batallas prometían robustecer al individuo, dar nueva energía a la nación, nueva salud a la raza, revitalizar a la sociedad y regenerar la vida moral. Además de ser una panacea, la guerra era una ordalía feroz, que sometía a prueba la capacidad física, la solidez espiritual, la solidaridad social y la eficiencia nacional. La idea de la derrotas llegó a hacerse casi inconcebible, pues se esperaba que la victoria diera pruebas irrefutables de aptitud personal, social y política».{10}

Y las gentes se alistan y van como corderitos a ser degollados en la cruel, brutal y estúpida guerra de trincheras, una guerra que carece de héroes. El Héroe es reemplazado ahora por el Soldado Desconocido. ¿Y qué se les perdía a toda esta gente en la guerra? Marc Ferro señala cómo los soldados se dispusieron al combate con optimismo: «En 1914 se creía que la guerra iba a ser corta y que retornarían para Navidad aureolados con los laureles de la victoria; pero el caso es que en París, como en Londres o en Berlín, los soldados partieron cantando, llenos de ardor y con «la flor en el fusil»». Y además, cómo los trabajadores encontraron pronto una justificación para entrar en la guerra, a pesar del pacifismo de los socialdemócratas de Jaurés.{11}

Lámina VI: cantos y alegríasLámina VII: en las trincheras...

La brutalidad de la guerra trajo la desmoralización de los jóvenes, que murieron en masa en aquellas batallas estúpidas de fronteras, animados por oficiales que entraban al combate cuerpo a cuerpo. Una estupidez y brutalidad con consecuencias desastrosas: el campesino, el obrero, el estudiante... se convierten en guerreros. El esfuerzo de todos los movimientos de progreso, de ilustración, de regeneración –el socialismo, el republicanismo...–, que empezaban a ver en la educación de los obreros la verdadera revolución, todo ese trabajo quedó hecho trizas tras la guerra: El hábito de la violencia, la simplicidad de las emociones y pasiones, la sumisión a los jefes superiores, la fraternidad que vincula a los combatientes, la consideración de la mujer como algo exterior –enfermera o puta–, enfiló a la sociedad hacia la babarie.

El deber de matar significó para muchos su bautismo de fuego para alcanzar el derecho de ciudadanía; la burla de los surrealistas y dadaístas a los (ex)combatientes les hacía estrechar filas con el fin da legitimar su sacrificio y a hacerse hipernacionalistas... resucitando la idea de que la ación era una milicia y los ciudadanos eran militares. Unidos por una tragedia compartida, no por unos intereses razonadamente defendibles en la fábrica, en el sindicato o en el parlamento, adquieren hábitos de la rudeza, de arrogancia, de impudor, de licencia... Vicios que se extienden a las masas. El soldado-ciudadano se cree con el derecho de embriagarse, de jugarse la soldada, de humillar a los paisanos..., porque es representante de la justicia y de la verdad, porque pone su vida en peligro en obediencia en exclusiva a sus jefes –Lenin, Mussolini, Hitler, Stalin...–, cuyas órdenes obedecen ciegamente y acatan planes desconocidos y tácticas incomprensibles sin rechistar. «Aquellos soldados –se pregunta Ferro– ¿irían a sumarse más tarde a acrecentar las filas del partido laborista o a reforzar las tropas del «fascista» Mosley?». No era esa la esperanza de quienes habían empezado la dura tarea de educar a las gentes, en vez de explotarlas.

La guerra se contempla como aniquilación del enemigo y como exaltación de los valores nacionales, mediante una tecnología militar que ha incorporado armamentos con una capacidad de destrucción tal, que deja a las naciones y sus fervores con la boca abierta. Los misiles, las bombas termonucleares, las ojivas bacteriológicas... desprecian ahora a su vez a los combatientes. Londres, Dresde, Aquisgrán, Hiroshima y Nagasakhi... anulan todo nacionalismo. Hasta los soldados se dan cuenta del cambio de escala y el piloto del Enola entra en una depresión que le pone al borde del suicidio. Las naciones quedan reemplazadas por los bloques: Oriente y Occidente; EE.UU y la URSS; liberales y comunistas...

La desaparición de la URSS, uno de los dos bloques, inicia otro camino en el que nos hallamos. Fukuyama, que reacciona inmediatamente a la caída del Muro de Berlín, cree que con el triunfo de la sociedad liberal, democrática y de mercado, termina la historia. Ya no habrá guerras y, si alguna queda, será meramente local, no afectará a la totalidad del mundo. Serán peleas internas, entre vecinos. Pero la invasión de Kuwait por parte de Irak cambia la situación. ¿Quién restablecerá el status quo? No ya Irán, ni Arabia, ni Israel... Habrán de ser los EE.UU –el poder global–quien se encargue de ello. Pero esto no entraba en el programa de Fukuyama. Por eso le contesta Huntington, que justifica mejor la nueva situación: No hay final de la historia, pero por razones contrarias a las que piensa la izquierda ¡pobre ingenua! La historia no la hacen los obreros contra el empresario, el proletario contra el capital, sino los poderosos contra otros poderosos, dentro del Capital mismo. Sus intereses les obligan a controlar las fuentes de energía, los mercados o la propia situación geopolítica. Lo que hay –dice Huntington– es «lucha de civilizaciones», y ha de tomar la responsabilidad la cabeza visible de cada civilización. Ahora hay que despertar un sentimiento patriótico, que ya no está dirigido a la nación, sino a la opinión pública, aunque en las palabras queden restos de arengas patrioteras. Porque ya no van a luchar las masas. De toda la población de «Occidente» (alrededor de mil quinientos millones de habitantes), los soldados preparados a luchar son una cantidad mínima: entre doscientos y trescientos mil. Lo que escandaliza hoy es la guerra cibernética. En toda guerra, empero, se pueden encontrar tanto la erótica del poder como la obscenidad de los cuerpos.

§ § §

El todo «guerra» –como el todo «sexo»– se deja entender a partir de los conceptos conjugados semejanza/contigüidad. Si en el sexo se alcanza el erotismo por semejanza, y la pornografía por contigüidad, en la guerra se alcanza la guerra de estrategias por semejanza (la erótica del poder), y la guerra de los cuerpos deformados o destruidos por contigüidad (la obscenidad de los cuerpos).

Lámina X: desfile militar —En la guerra, como en el sexo, no hay punto de referencia absoluto. Dependerá del momento histórico y social en el que nos encontremos: El tipo de armamentos que se emplee; el número de soldados que entran en batalla; los tipos de reglas jurídicas y políticas que se establezcan... No tiene nada que ver un cuerpo desgarrado por una lanza en la guerra medieval, con un cuerpo destrozado por una bomba de napalm. ¿Dónde podríamos encontrar hoy el momento neutral de la guerra? ¿El momento que permita por un pequeño cambio paramétrico, deslizarnos hacia la guerra como juego o la guerra como desgarramiento de los cuerpos de los soldados? Yo colocaría esa neutralidad en el desfile militar, en ese instante en el que el desfile puede conducirnos hacia la celebración de la memoria, de las ceremonias de lo acontecido o puede conducirnos hacia la guerra de las armas de fuego, del olor a la pólvora, al desgarramiento del dolor.

Lámina VIII: partida de ajedrez

—Si de ese desfile se selecciona, por semejanza, el movimiento, la colocación de las banderas, los distintos cuerpos del ejército, la música que acompaña las marchas, &c., los soldados del desfile se convierten en puras metáforas de la guerra. La guerra se empieza a ver a través de soldados de carne y hueso, pero que poco a poco pueden ser reemplazados por soldados de plomo o de plástico, que se distribuyen por encima de las enormes mesas que los generales utilizan para desplegar sus estrategias. La guerra se convierte ahora es una cuestión de saber mover fichas, de dar órdenes oportunas, de calcular tiempos, espacios, movilidad de las unidades... En la enorme distancia que se establece entre los cuerpos de los soldados y las piezas blancas o negras de los múltiples juegos a que dan lugar, se nos permite acercarnos a la guerra como una pura estrategia, como una aséptica partida de ajedrez. Es la pureza de las persecuciones de unos ejércitos por otros, que no respiran pólvora, ni oyen explosiones, ni ven muertos reducidos a mera estadística.

Lámina XII: cuerpos desgarrados

—Pero si del desfile seleccionamos, por contigüidad, los cuerpos militarizados que al entrar en combate quedan destrozados, rasgados sus músculos y esparcidas sus vísceras por el cuerpo; los cuerpos embadurnados de sangres secas; los rostros desfigurados por la explosión de un obús... En esa «distancia cero» el cuerpo deja de ser un organismo racional, un organismo proporcionado –según los cánones morfológicos a los que ha conducido la evolución y la historia–. La contigüidad funciona aquí como la televisión en las corridas de toros. Juan Cueto señala que las retransmisiones televisivas añaden al espectáculo taurino el primer plano: «la brutal imagen de las heridas abiertas... la moviola del apuñalamiento». Tras la guerra total, cualquier joven soldado ha tratado con cadáveres desgarrados, con cuerpos brutalmente destrozados por la metralla. El hombre común, corriente, vulgar se familiariza con la obscenidad. Sólo en la guerra se permite alcanzar la obscenidad a la gente en general. No es que el asesinato, la mutilación, el descuartizamiento... sean prácticas asociadas a la guerra. Las ha habido siempre y seguirá habiéndolas. Pero quedan del lado del especialista, del técnico o en el límite, del pervertido: de los cuerpos humillados, de los cadáveres... se ocupa el juez, el médico... (es cierto que algunas veces el pueblo se regocija y escarmienta con ahorcados o guillotinados en la plaza pública, pero este acontecimiento necesita otro tipo de análisis).

Y, como con el sexo, entre un estadio y otro se admite una graduación tan fina como se quiera. Nos conformaremos, igualmente, con señalar dos momentos que puedan ser suficientemente representativos:

—Por un lado, el momento que da paso hacia la erótica del poder, lo pondríamos en el desfile festivo, en el desfile de disfraces, en el desfile incluso que evoca la guerra como los desfiles de «moros y cristianos» del Levante español. Es un paso que se realiza a través de la ciencia, de las matemáticas, por ejemplo, calculando cómo hay que construir una muralla para que sus defensores no sean alcanzados por las flechas o el fuego de los enemigos.

Lámina IX: desfile «moros y cristianos»Lámina XI: la niña Pham Thi Kim Phuc sometida al napalm yanki en Vietnam en julio de 1972

—Por el otro, el paso hacia la obscenidad de los cuerpos, lo pondríamos en los ejércitos que han entrado en combate y que dejan desparramados por el suelo los cuerpos de muertos y heridos, con sus lamentos, sus gritos, su soledad. Entonces la mirada que se encuentra con el principio de la obscenidad queda aun lejos de cada uno de los destrozados, la contemplación general del campo de Marte, tras la batalla.

6. La filosofía, una vez más

La guerra, contemplada desde la «larga distancia», tal vez sea inevitable; tal vez sea una invariante de la organización política; tal vez sea el motor de la historia, del progreso, de nuestras comodidades actuales... Para un profesor de filosofía –que trabaja en la «corta distancia», porque ha hecho de los argumentos su profesión– la guerra moderna, la guerra de las naciones, significa la negación misma de su arte, cuya materia es la palabra, el lógos. El filósofo no rehuye la lucha, el esfuerzo, el endurecimiento de sus hábitos... para instaurar la ciudad justa, condición material de la verdadera sabiduría filosófica. Una sabiduría que necesita de instituciones adecuadas, porque se adquiere gradualmente, a lo largo de múltiples superaciones, del despliegue y desarrollo de las capacidades que sólo en potencia posee el humano al nacer. Por eso, el filósofo sospecha del escándalo de la sociedad opulenta, que no parece esforzarse por construir la sociedad justa, es decir, por trazar las coordenadas de la «sociedad civil», soñada desde, por lo menos, Saint-Simon; ni que tenga voluntad de evitar la violencia, una violencia latente, camuflada o justificada en múltiples segmentos de la sociedad que no encuentran el Estado que les dé cobijo y les permita sentirse soldados emotivos; ni que sepa asimilar su gran experiencia histórico-política, abandonándose al relativismo colorista y folklórico-cultural; ni que se preocupe por transformar el consumo de los energéticos liberados del petróleo... Una sociedad que elude las preguntas incómodas y que ignora las fuentes de su bienestar.

Al filósofo sólo le queda el argumento. Y su afán se le va en apuntar, indicar y trazar las aporías de su tiempo, en señalar los límites en los que se juega lo real. Lo que aquí he pretendido mostrar es esa realidad que se desenvuelve entre los límites ético-morales de la erótica y de la obscenidad.

Notas

{1} Lo obsceno pertenece a una clase combinatoria entre la pregnancia sexual (intensión) y el órgano genital (extensión).

{2} Gustavo Bueno, «En torno al concepto de ciencias humanas. La distinción entre metodologías α-operatorias y β-operatorias», El Basilisco, nº 2, 1978, pág. 28.

{3} Gustavo Bueno, «Todo y parte», Cuadernos del Norte, IX, nº 50, 1988; Teoría del Cierre Categorial, vol. 2, Pentalfa, Oviedo 1992. Fernando Pérez Herranz, Árthra hê péphyken: Las articulaciones naturales de la filosofía, Universidad de Alicante, 1998, cap. 8.

{4} Como homenaje a Bataille, que exploró tantas metáforas ero/pornográficas, recuérdese que en El ojo pineal pone en correspondencia por semejanza «el ano del mono», que está contemplando en el zoo, y «la glándula pineal», cuya secreción regula el crecimiento.

{5} J. G. Fichte, Los caracteres de la edad contemporánea, Revista de Occidente, Madrid 1976. Véase también, Manuel Fernández Lorenzo, «Periodización de la Historia en Fichte y Marx», El Basilisco, nº 10, 1980.

{6} Los ejemplos que utilizaremos están vinculados a la visión –dado el medio en el que nos encontramos, una revista–, pero valen para todos los demás sentidos y razones: el olor, la palabra en su nivel del lenguaje objeto, el sonido (la música), &c.

{7} Gustavo Adolfo Becquer, «Tres fechas» en Rimas y Leyendas, Pérez del Hoyo editor, Madrid 1969, pág. 206.

{8} A. J. Mayer, op. cit., pág. 278.

{9} R. Caillois, La cuesta de la guerra, FCE, México 1972 (19631).

{10} Arno J. Mayer, La persistencia del antiguo régimen, Alianza, Madrid 1984, pág. 277.

{11} Marc Ferro, La Gran Guerra (1914-1918), Alianza, Madrid 1988, págs. 20, 288.

 

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