Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas
  El Catoblepasnúmero 9 • noviembre 2002 • página 18
Del Corredor de las Ideas

Consenso y desacuerdo.
Los derechos reproductivos y sexuales
como derechos ciudadanos
de las mujeres en Argentina

Alejandra Ciriza

Democracia y ciudadania. Observaciones desde y acerca de la filosofía política. Nuevos nombres para una vieja antinomia. Contractualistas y comunitaristas: los avatares del consenso y la proliferación de las diferencias. Breves observaciones a propósito del caso argentino. Los límites del contractualismo

Procuraré articular en esta exposición tres asuntos, desde mi punto de vista relevantes para una reflexión en torno de la condición ciudadana de las mujeres. Por una parte es preciso hacer referencia a la cuestión de la democracia, cuya instalación como forma dominante del orden político ha producido el retorno de la figura del ciudadano; por la otra delimitar qué se entiende por ciudadanía y finalmente establecer (al menos tentativamente) la forma bajo la cual el célebre asunto de la diferencia sexual afecta la constitución de un individuo como ciudadano/a. A la vez apuntaré, como objetivo general de mi exposición, a producir una reflexión tendiente a considerar la viabilidad de ciertas herramientas teóricas producidas en el campo de la filosofía política contemporánea para la lectura de la cuestión de la ciudadanía de las mujeres en el caso argentino.

1. Democracia y ciudadanía

Democracia, ciudadanía, expansión de derechos, consideración de las diferencias, establecimiento de consensos y garantías constituyen parte de la agenda no sólo teórica sino política respecto de la condición de las mujeres en el umbral del siglo XXI. Pero también exclusión, desciudadanización, pérdida de garantías, fragmentación, vulnerabilidad.

Es evidente que los debates actuales en el campo académico, ligados a una suerte de revitalización de la filosofía política, procuran hacerse cargo de los dilemas de una situación tensa y contradictoria en la cual parece casi inevitable orientarse o bien en un sentido universalista, vinculado con la búsqueda de consensos y al establecimiento de acuerdos; o bien hacia el reconocimiento de la radicalidad de las diferencias que anclan los sujetos a sus condiciones específicas de existencia, donde cada comunidad crea sus propios bienes sociales los delimita y define en función de peculiaridades históricas, culturales, étnicas, genéricas (Parekh, 1996; Borón, 1999).{1} Ello, además, en un contexto complejo donde las viejas certezas parecen hallarse puestas en cuestión, al menos para las feministas, de una manera radical (Castells, 1996).

Procuraré articular en esta exposición tres asuntos, desde mi punto de vista relevantes para una reflexión en torno de la condición ciudadana de las mujeres. Por una parte es preciso hacer referencia a la cuestión de la democracia, cuya instalación como forma dominante del orden político ha producido el retorno de la figura del ciudadano; por la otra delimitar qué se entiende por ciudadanía y finalmente establecer (al menos tentativamente) la forma bajo la cual el célebre asunto de la diferencia sexual afecta la constitución de un individuo como ciudadano/a. A la vez apuntaré, como objetivo general de mi exposición, a producir una reflexión tendiente a considerar la viabilidad de ciertas herramientas teóricas producidas en el campo de la filosofía política contemporánea para la lectura de la cuestión de la ciudadanía de las mujeres en el caso argentino.

Bajo el rótulo común de democracia existen diferentes formas de practicarla y problemas específicos en función de las tradiciones políticas previamente existentes. A ello se suma que el advenimiento de la democracia como forma predominante del orden político, no se halla por fuera de una coyuntura mundial marcada por la expansión de capitalismo, sus formas de legitimación cultural y sus plagas, al decir de Derrida, hasta límites hasta ahora desconocidos. Capitalismo financiero y desmaterialización de la realidad, construcción de un mercado globalizado de libre circulación de mercancías, como dice Negri, pero al mismo tiempo segmentación, división cada vez mayor de la fuerza de trabajo, atomización de los destinos, desigualdad creciente (Bovero, 1993; Derrida, 1995; Negri, 1989). Bajo esta coyuntura la democracia se ha transformado no sólo en la forma dominante de orden político, sino incluso, al parecer, en una utopía política irrebasable para los años venideros y para todo tipo de sociedad. Si aceptamos que la forma posible de democracia depende, en cada formación social, de ciertas condiciones históricas que constituyen el suelo no elegido sobre el cual se edifica el orden democrático, o por decirlo a la manera de Tocqueville, que el nuevo orden no sólo se construye sobre, sino con las ruinas del antiguo, será posible comprender muchos de los dilemas y tensiones que atraviesan la organización democrática en Argentina y el modo en que tales condiciones inciden sobre la forma bajo la cual los sujetos, y aún más complejo, las mujeres, acceden en ella a la condición ciudadana.

La democracia argentina es heredera del estado de cosas instalado por la crisis capitalista de mediados de los años 70, de la sangrienta dictadura que en 1976 asaltara el poder dejando como herencia definitiva una enorme deuda externa y una profunda traumatización subjetiva (Anderson, 1988). La herencia autoritaria de la dictadura, la necesidad de reparar y construir canales institucionales para la práctica política produjo un énfasis, sin lugar a dudas indispensable, sobre los aspectos procedimentales del funcionamiento democrático. Sin embargo, el acento puesto sobre el asunto de reglas de juego que permitan la formulación y toma de decisiones en el ámbito estatal fue acompañado a menudo del olvido de la necesidad de tematizar la relación entre capitalismo y democracia y aún el vínculo entre estado y sociedad civil, (Borón, 1992). Olvido acechado por los fantasmas recurrentes del duelo por el exterminio. Olvido provocado probablemente por la imposibilidad de poner en palabras la compleja trama de silencios, complicidades y terror que ligara a la sociedad argentina con la brutal dictadura de las Juntas.

La sola instalación de un gobierno a través de procedimientos elementales de democracia política no basta para la construcción de la democracia, ni para garantizar a los sujetos procesos efectivos de ciudadanización, si por ello entendemos, por decirlo de una manera tal vez simplificada, el «derecho a tener derechos». Si entendemos, con Kymlicka, que la condición ciudadana implica las exigencias de pertenencia comunitaria y de justicia, la ciudadanía no sólo conlleva la existencia de derechos individuales, sino la existencia de vínculos de inclusión respecto de una sociedad particular. (Kymlicka, 1997).

El asunto es que, como lo ha señalado Carlos Strasser, al margen de las no pocas dificultades para una caracterización simple de qué sea la democracia, los últimos años han visto evidenciarse una asociación: Democracia-Desigualdad, sin que sea posible descartar que exista una cierta responsabilidad de la democracia en esta asociación. Como dice Strasser: «Después de todo... de la democracia se esperaba confiada, y quizás crédulamente, que escapase de semejante compañía y produjera otros efectos» (Strasser, 1999, pág. 12). Sin embargo, y a pesar de la tenacidad de la asociación, que podría incluso hacer esperables mayores resistencias a procesos de ciudadanización capaces de considerar derechos específicos, es indudable que, a partir de la Década de la Mujer (1975-1985), los derechos ciudadanos para las mujeres han conocido una significativa expansión hasta el punto de marcar un hito tanto en la historia del movimiento de mujeres como en la teoría feminista.{2} Empowerment y entitlement, parecen ser las palabras para caracterizar esta fase de la historia del movimiento de mujeres y del feminismo.

La cuestión de la ciudadanía de las mujeres en la Argentina constituye un caso en el cual es necesario analizar las tensiones entre condición ciudadana, en el sentido de expansión de derechos, sin lugar a dudas relevante en una sociedad escasamente tolerante a las diferencias, y condición ciudadana en el sentido de inclusión respecto de la sociedad.{3} Ligaremos más adelante este punto con el debate actual, en el campo de la filosofía política, entre contractualistas y comunitaristas.

Por una parte se cumple entonces un proceso de expansión de derechos formales, ligado indudablemente a la internacionalización de los derechos. El rango constitucional asignado por la Constitución de Santa Fe a la Convención sobre Eliminación de Toda Forma de Discriminación Contra la Mujer (CEDAW), ya sancionada por ley 23.179 en mayo de 1985, la ley de divorcio (que ha implicado modificatorias en la ley de nombres, que otorga ahora a las mujeres el derecho al mantenimiento del nombre propio, más allá de la condición civil), la nueva ley federal de educación (24.195) que contempla, al menos en la letra, referencias a la diferencia intergenérica, los múltiples proyectos y programas referidos a procreación responsable, permiten advertir un avance legal considerable.{4} Sin embargo ello se produce en un contexto de retroceso de los organismos estatales responsables de las políticas públicas hacia el colectivo y de un ahondamiento de las desigualdades sociales, que pone entre signos de interrogación los procesos de ciudadanización no sólo, pero también, para el colectivo de mujeres.{5}

2. Observaciones desde y acerca de la filosofía política

Indicaré en este apartado un conjunto de precisiones que serán asumidas a la manera de supuestos con vistas al análisis de la cuestión de la ciudadanía. En primer lugar parto del supuesto de que la posición feminista implica un compromiso no sólo teórico sino político en procura de mejorar las condiciones de existencia de las mujeres (Bellucci 1992; Koschützke 1993; Braidotti 1990). Soy consciente de los riesgos que implica una afirmación de esta índole en tiempos de crisis de los relatos emancipatorios y de desarticulación (o tal vez sería más preciso decir no inmediatez) de la relación entre teoría y praxis. La asunción de este punto de partida me ha conducido a interrogar acerca de la pertinencia que, para un caso y una tradición de ciudadanización como la argentina, tengan nociones como la de «consenso superpuesto», o la de pertenencia comunitaria.

En segundo lugar las formas desiguales bajo las cuales se realice la incorporación de las mujeres como sujetos de derechos efectivizados en las democracias actuales dependen fuertemente de la peculiaridad de las historias nacionales con relación a los avatares y constitución del colectivo de mujeres; y a las políticas públicas que desde el estado se implementen. En el caso argentino el movimiento de mujeres no sólo está constituido por feministas, sino por mujeres no feministas: mujeres de sectores populares en lucha por la subsistencia, grupos no menores del movimiento por los derechos humanos y minorías sexuales: travestis, transexuales, gays, lesbianas, bisexuales.

En tercer lugar la cuestión de la ciudadanía y la democracia como asunto de reflexión filosófica implica asumir el desafío de situarse ante la herencia de la ilustración. Inevitablemente marcada por la concepción liberal de los derechos, el asunto de la ciudadanía nos coloca una vez más ante una serie de cuestiones que derivan de la relación entre derechos ciudadanos y derechos individuales. Cabe preguntarse entonces si las mujeres hemos sido o podemos ser consideradas como individuos, habida cuenta de la serie de determinaciones ligadas a esta noción. El individuo del que se trata, al debatir la cuestión de la democracia y la ciudadanía, está modelado sobre uno de los cuerpos de la humanidad, el masculino. (Jónasdóttir 1993). Y no sólo esto. Si los sujetos de derecho son individuos «neutros» desde el punto de vista del sexo, ello implica una determinada concepción acerca de la sociedad. Una sociedad formada por individuos es necesariamente producto de un contrato. Esto supone dificultades. Por una parte, tal como Carole Pateman lo ha mostrado, el contrato político fue históricamente posible cuando las mujeres fueron derrotadas y la diferencia sexual considerada políticamente irrelevante (Pateman 1995). Por la otra la modelación del contrato político sobre el contrato económico instala una curiosa relación entre economía y política. A la vez que el contrato de compra / venta es el modelo de la relación política, la política constituye un espacio separado de la economía que, al ser considerada como un asunto estrictamente privado –como diría Marx, un asunto sólo inherente a los intereses del burgués egoísta– queda fuera de la posibilidad de regulación del contrato político (Marx, 1958; Bidet, 1993). La escisión entre economía y política, entre cuerpo político y corporalidad real de la humanidad sella con el sospechoso tufillo de la ficción la relación de los subalternos, y aún más la de las mujeres, con la legalidad burguesa inevitablemente ligada a la noción de ciudadanía.

2.1. Nuevos nombres para una vieja antinomia. Contractualistas y comunitaristas: los avatares del consenso y la proliferación de las diferencias

En pocas palabras: la cuestión de los derechos ciudadanos de las mujeres se presenta, para las mujeres, tensada por la antinomia entre ser consideradas como individuos, o bien en cuanto mujeres, esto es, como sujetos sexuados, determinados históricamente por un conjunto de relaciones que exceden, pero necesariamente incluyen las relaciones intergenéricas.{6} Es por ello que tomaremos brevemente en cuenta algunos aspectos de la controversia entre contractualistas y comunitaristas, porque cada una de estas posiciones parece poner énfasis particular sobre alguna de las condiciones necesarias para la ciudadanía. Si los contractualistas insisten sobre la igualdad formal y sobre una concepción universalista de la justicia, los comunitaristas lo hacen sobre los lazos de pertenencia a una comunidad determinada.

Si, caracterizadas a grandes rasgos, ambas posiciones parecen presentar afinidades y tensiones respecto de las posiciones feministas, procuraré establecer cuáles son, a mi entender, los alcances, riesgos y límites que algunos de los postulados que de ellas se desprenden conllevan para un análisis determinado del caso argentino.

El retorno de la figura del contrato no sólo se liga a los avatares de los debates dentro del campo de la filosofía política, vinculados en buena medida al retorno, sobre el fin de siglo, de una cierta necesidad de producir un ajuste de cuentas con el pensamiento político de la ilustración, sino a que, como he sostenido en otros trabajos, la ficción contractualista procura una explicación aceptable para la constitución del orden político en las sociedades actuales, en la medida en que parte de la consideración de los sujetos como individuos abstractos. En las sociedades tardomodernas la igualdad abstracta que la supresión imaginaria de las diferencias reales implica constituye una condición sine qua non para la construcción del orden político. La contrapartida, desde el punto de vista analítico es, indudablemente, la escisión entre reflexión acerca de la economía, librada a requerimientos técnicos e instrumentales cada vez más acuciantes y reflexión política, cada vez más articulada a los debates éticos. El acento contractualista sobre la universalidad, los derechos, la individuación y la libertad revela, además, una fuerte afinidad con el liberalismo político y en ese sentido se aproxima a una de las tradiciones políticas del feminismo.

Si las afinidades entre contractualismo y liberalismo han dado lugar a una larga y respetable tradición de feminismo liberal, la pregunta tal vez sería en qué reside aún hoy el encanto del contractualismo, incluso para feministas que no pertenecen a la tradición liberal y qué significado tiene en la lucha teórica y política la apelación al contrato y a ciertas líneas del contractualismo liberal. Es también claro, por otra parte, que las nociones de consenso y tolerancia exigen en el caso de los contractualistas un proceso de atenuación de las diferencias e incluso, más problemático para las feministas, la escisión entre público y privado se mantiene en Rawls de una manera casi decimonónica. Lo político difiere de lo asociativo, que es voluntario, y también de lo personal y de lo familiar (Castells, 1996).

En cuanto a la crítica comunitarista –como la denomina Walzer– de la misma manera que en el siglo pasado la crítica socialista y a mediados de este la crítica feminista, nace de las esquizias del contrato. Sin embargo la existencia de algunos puntos comunes entre comunitaristas y feministas no implica la inexistencia de tensiones. Si bien, y de la misma manera que para las feministas, la crítica de la escisión entre sociedad civil y sociedad política, ligada a la división entre economía y política, entre público y privado, constituye uno de los puntos de debate en torno de los cuales los comunitaristas se han concentrado, y si bien han insistido sobre la importancia atribuida a las marcas duraderas que las diferencias llamadas «políticamente irrelevantes» producen sobre los sujetos en orden a su incorporación al espacio público, la crítica comunitaria presenta no pocas ambigüedades. Si el llamado comunitarismo, al moverse en el terreno incierto de los procesos de inculcación de la cultura, permite tematizar los lazos del sujeto con su «comunidad», las connotaciones de este término no son ajenas a una cierta nostalgia por el pasado, una suerte de ilusión de retorno imposible hacia el tiempo de los orígenes y el cobijo de una sociedad liberada de la racionalización técnica y burocrática. Sin embargo, la crítica a las formalizaciones contractuales permite ingresar al tema de la relación entre política y subjetividad en términos diferentes del «individuo sin atributos» cuya encarnación sería el individuo contratante para ocuparse de la relación entre el ámbito público y un sujeto marcado por su historia previa, su pertenencia étnica, su sexo.

Cabe aclarar, a modo de excurso, que si bien hablar, en términos generales, de la crítica comunitaria tiene sus riesgos, la oposición entre contractualismo y comunitarismo puede constituir una taxonomía útil, aun cuando haya de mi parte no pocas reservas. Respecto de las objeciones podría decir que, por una parte se arriesga borrar críticas que anidan en conflictos, posiciones, determinaciones históricas, ángulos muy diferentes entre sí, bajo un rótulo común que muy probablemente sea sólo compatible con la tradición de ciudadanización anglosajona. Por la otra, la recurrencia de la dicotomía en la bibliografía reciente, autoriza de algún modo el uso. Hacen referencia a la dicotomía contractualistas/comunitaristas Walzer y Wolin, lo cual no es de extrañar, por cuanto responden a términos aceptados en el campo intelectual anglosajón, pero también Carlos Thiebaut y Joelle Affichard, aun cuando estos últimos deban aclarar de manera más o menos expresa que la distinción cobra otros sentidos para la tradición continental europea. En mi caso el uso es simplemente tentativo, y a los efectos de trabajar sobre una paradoja, a mi entender relevante con relación a la teoría política feminista y sus puntos de articulación/desarticulación con estas grandes posiciones en el campo de la teoría política.

La ligazón entre comunitarismo y feminismo parece más o menos obvia. Si los comunitaristas atienden a la cuestión de las diferencias, la posibilidad de considerar una articulación fuerte entre lo que hemos llamado comunitarismo y una cierta posición feminista parece más sencilla que la de articular feminismo y contractualismo. Sin embargo hay al menos tres razones por las que creo que la cuestión comunitaria puede transformarse en una posición de doble filo para las feministas: en primer lugar la excesiva aproximación entre comunitarismo y pensamiento radical de la diferencia puede desembocar en la producción de nuevos esencialismos, en segundo lugar la apelación, no poco frecuente, a la comunidad como refugio ante la intemperie de un mundo abstracto e impersonal suele ir acompañada, como alguna vez lo señalara Mary Dietz, de invocaciones a la capacidad de cuidado de las mujeres en términos que tienden a asimilar la organización política a la organización familiar; en tercer lugar la proliferación de diferencias no siempre va acompañada de un valor efectivamente crítico respecto del orden establecido, en la medida en que ciertas identidades se están convirtiendo en meras fragmentaciones del mercado, variaciones infinitas en la feria de consumo de identidades y deseos (Dietz, 1994; Bellucci 1999).{7}

La cuestión con el contractualismo no es menos compleja. Por una parte el feminismo nació de la radicalización de la noción de igualdad. Sólo las sociedades que postulan la igualdad, aun cuando formal entre sus ciudadanos, hacen visibles las desigualdades y las diferencias. Por la otra, como ha indicado Carole Pateman tanto el feminismo como el liberalismo hunden sus raíces en la emergencia del individualismo como teoría general de la vida social. Aún más, el intento de universalizar el liberalismo, de extender el contrato a todos los sujetos sobre la base de la construcción de un «consenso superpuesto» acaba por cuestionar al liberalismo en sí.

En pocas palabras, el retorno del contractualismo ha puesto sobre el tapete algunos aspectos emancipatorios de la teoría liberal, a la vez que la resistencia de los contractualistas a considerar la articulación entre público y privado constituye un límite irrebasable para una teoría y una política feministas. El comunitarismo en cambio, como posición teórica subalterna ofrece un rótulo al menos poco preciso para tradiciones políticas diferentes de la anglosajona, y no solo por las razones que Affichard señala, sino por la multiplicidad de posiciones que bajo este rótulo ambiguo se cobijan.{8}

3. Breves observaciones a propósito del caso argentino. Los límites del contractualismo

Más que dar una respuesta acerca de los múltiples itinerarios que sobre el fin de siglo se abren a propósito de la cuestión de la ciudadanía intentaré un cierre provisorio marcando las consecuencias políticas que la tematización de la cuestión de la ciudadanía implica desde un punto de vista feminista en un país periférico como la Argentina. Ello implicará, entonces, el intento de ligar un punto de vista teórico feminista y lo que he llamado el retorno del contractualismo.

Desde mi perspectiva el feminismo es una teoría de bordes, una suerte de reflexión ligada a la práctica capaz de plantear interrogantes fuertes, pero no de procurar respuestas definitivas. Teoría negativa probablemente en un sentido próximo al que le asignaban los franckfurtianos.

Si el contrato ha retornado también para nosotras (las feministas argentinas)–más allá de las formas hegemónicas de la teoría en el campo académico– como una cuestión teórica y política digna de debate, ello se debe al retorno del asunto de los derechos y la democracia. No se trata, desde mi punto de vista, sólo de la mansa aceptación de las condiciones impuestas por la internacionalización de los derechos producida por el proceso de globalización, sino de una cuestión que se articula a la historia del país.

La violación sistemática de los derechos humanos por parte de la dictadura trajo aparejada una legítima preocupación por la legalidad. Sin embargo la visión contractualista, aún en las perspectivas más críticas, como la de Mill en el siglo pasado o la de Rawls en éste, reposa sobre la ilusión inevitable de subsunción del conflicto en el consenso. Una visión contractualista de la ciudadanía, si bien eventualmente podría favorecer el debate en torno de derechos que, como los reproductivos, reposan sobre decisiones privadas de los sujetos, no bastaría para el logro de garantías. No existe, al menos en la Argentina una base de acuerdo subyacente para resolver de una manera aceptable las diferencias en el espacio público. Señalábamos en la primera parte de este trabajo que el retorno de la democracia implicó una serie de avances legales, sin embargo aún los aspectos legales presentan aristas sumamente conflictivas en el caso de los derechos reproductivos.

La razón por la cual consideramos relevante el asunto de los derechos reproductivos es porque constituye el punto en el que se anuda la cuestión de la ciudadanía a la diferencia sexual. Los derechos sobre el propio cuerpo portan la marca de la diferencia entre la llamada segunda ola del feminismo y las luchas feministas del siglo XIX, cuando las mujeres buscaban formas de inclusión en el único mundo entonces visible, el de los varones. Por ello los combates políticos estuvieron mucho más centrados en la cuestión de los derechos políticos y el derecho a la educación. Tal como lo indican María Alicia Gutiérrez y Teresa Durand, la lucha de las mujeres por decidir sobre su propio cuerpo está, en nuestro siglo, ligada a dos inflexiones históricas: la de los 60 y 70 cuya impronta está dada por las rebeliones juveniles y la irrupción de un cambio cultural sin precedentes en el mundo occidental; la de los 80 y 90, marcada por las estrategias defensivas que impusiera el avance amenazador de la reacción neoconservadora, pero también por los efectos que la restauración democrática tuviera en la mayor parte de los países latinoamericanos (en el sentido de la expansión de derechos formales y la creación de espacios estatales para la implementación de políticas hacia las mujeres) y, en el caso Argentino, por una profunda transformación tanto cuantitativa como cualitativa en el movimiento de mujeres y en el feminismo (Durand y Gutiérrez, 1998).

Nos concentraremos en la década de los 80 y 90 porque si bien el reclamo feminista en torno del derecho a decidir sobre el propio cuerpo halla sus raíces en la revuelta de los nuevos sujetos, en la década del 60 y del 70, sólo con el advenimiento de la democracia como forma legitimada del ejercicio del poder político y con la centralidad adquirida por la cuestión de la ciudadanía el tema se inscribe y significa como derecho ciudadano.

Los derechos reproductivos y sexuales son de alguna manera un punto de anudamiento y encrucijada. A la vez que remiten a la forma legitimada bajo la cual una sociedad regula las relaciones entre los géneros sexuales y las generaciones, es exactamente el lugar en el cual la diferencia sexual no puede ser en modo alguno reprimida. Constituyen por ello un punto significativo en el proceso de ciudadanización del colectivo de mujeres. Es decir: si las feministas hemos sostenido históricamente que «lo personal es político», la regulación de la cantidad de nacimientos, así como las decisiones inherentes a la identidad sexual y de género, y los derechos relativos al libre ejercicio de la propia orientación sexual, objeto de decisiones personales, cobra un significado profundamente política con relación a los umbrales de tolerancia existentes en la sociedad civil. En la medida en que se trate de derechos regulados por el estado con relación a las prácticas legitimadas de planificación, control y regulación de la fertilidad y la sexualidad se inscriben de una manera diferente en el espacio público. Ya no sólo se trata de una decisión privada que los sujetos toman en virtud de sus convicciones personales, sino de un derecho, lo cual supone que se puede demandar legítimamente la implementación de las condiciones habilitantes que hagan efectiva su titularidad.

En los últimos años, como consecuencia de la convergencia de una serie de factores la cuestión de los derechos reproductivos y sexuales se ha convertido en objeto de políticas, legislaciones y debates públicos.{9}

En el caso argentino el debate por los derechos de las mujeres se inició a partir de la restauración democrática, bajo la presión de condiciones internacionales que ponían el asunto de las mujeres a la orden del día. En 1985 el gobierno suscribió la CEDAW, en un complejo escenario marcado no sólo por la presencia del tema en el nivel internacional, sino por la asunción de un rol activo por parte del estado, y por las presiones desiguales y contradictorias ejercidas por diferentes sectores de la sociedad civil, desde el movimiento de mujeres, un movimiento por otra parte cada vez más complejo y fragmentado, hasta la poderosa Iglesia Católica argentina.

Sin embargo las relaciones entre estado, sociedad civil y movimiento feminista y de mujeres muestran un panorama que dista de la escena idílica del consenso. Baste hacer una breve referencia a los hitos de los debates públicos a propósito de los derechos reproductivos y sexuales de las mujeres, indudablemente vinculados a dos acontecimientos relevantes en el orden internacional: la Conferencia sobre Población y Desarrollo (El Cairo, 1994) y la IV Conferencia Internacional sobre la Mujer (Pequín, 1995). Es a todas luces claro que el gobierno argentino ha sido en este punto sumamente coherente. Durante los diez años de gobierno menemista las delegaciones oficiales argentinas no sólo han intentado obstaculizar la posibilidad de establecer acuerdos en favor de la despenalización del aborto en el nivel internacional, haciendo reservas de manera sistemática, sino que, en el frente interno el gobierno intentó sabotear de diversas maneras los avances legales en materia de derechos sexuales y reproductivos. Y esto en distintas oportunidades: en la Convención Constituyente de Santa Fe, durante los debates en torno de la presentación de proyectos de Ley de Salud reproductiva, e impidiendo la puesta en marcha del Programa Nacional de Procreación responsable, en noviembre de 1995. En el Anexo normativo al debate se puede leer: «Esta propuesta normativa fue redactada por los especialistas mencionados... y debía constituir la norma ministerial para la implementación del programa. El ministro de Salud y Acción Social nunca lo firmó, lo que impidió la puesta en marcha del programa desde el ministerio y la pérdida de la asignación de 2.500.000 pesos asignada por el Congreso para 1995.» En 1998 el presidente Menem agregaría un elemento más al conflicto. Después de una visita al Vaticano, Menem decidió consagrar el día 25 de marzo como el Día Universal del Niño por nacer, en clara oposición a los grupos que presionaban por la despenalización del aborto. El gesto de Menem, si bien desmesurado, no constituye en realidad una excepción. Durante la última campaña electoral para elecciones presidenciales, finalizada en octubre de 1999, los candidatos de partidos entonces mayoritarios, la Alianza y el Justicialismo, convinieron con la Iglesia Católica que se impediría en el país el tratamiento de la despenalización del aborto.

Esto es: ni aun en el nivel del establecimiento formal de derechos es posible el acuerdo.

Sin lugar a dudas la cuestión de los derechos reproductivos y del aborto, constituye un asunto sumamente conflictivo. El desacuerdo remite en primer término a los bordes entre lo personal y lo político. Los problemas y demandas de las mujeres en el espacio público, en virtud de la topología y demarcaciones tradicionales para el liberalismo, marcan con rasgos de atipicidad las demandas de las mujeres en orden a la cuestión de los derechos sexuales y reproductivos. En segundo lugar la cuestión de los derechos sexuales y reproductivos convoca debates éticos acerca de la sexualidad y la vida, además de referir a las convicciones religiosas y morales de las personas, por lo cual constituiría un asunto eminentemente privado. Pero para las feministas precisamente de ello se trata: de hacer visible el carácter público que las políticas sexuales históricamente han tenido.{10} Sin embargo es de notar que, al mismo tiempo, existe un cierto consenso en el nivel internacional y (aun cuando desigual y escasamente homogéneo) en el nivel nacional respecto de que los derechos sexuales y reproductivos son centrales para las mujeres, en la medida en que implican una consideración específica de la diferencia sexual y sus efectos sobre el proceso de ciudadanización de los/las sujetos/as. La presentación de proyectos de ley sobre la cuestión, un largo listado variado y hasta francamente heteróclito en cuanto a sus alcances e incluso a sus fundamentos, muestra hasta dónde el asunto de los derechos reproductivos puede ser considerado como uno de esos puntos de desacuerdo, no de simple malentendido.

Señalaremos brevemente los proyectos de ley que hemos podido localizar en relación a la problemática. El más antiguo es un anteproyecto que data de 1990 y fue presentado por la Comisión por el Derecho al Aborto. El 24 De Junio de 1994 la Cámara de Diputados de la Nación presenta un Proyecto de Resolución solicitando partidas presupuestarias para dar cumplimiento a los Programas de Salud Reproductiva. Firmaban el proyecto las diputadas Marcela Durrieu, Darci Sampietro, Susana Ayala, M. Antonia Salino, Mabel Muller. En setiembre de 1994 la diputada Elisa Carca presentó un proyecto de ley para la creación del Programa de Salud Reproductiva, que fue firmado también por Fayad, Héctor Polino, Alfredo Bravo, Martha Mercader, Patricia Bullrich y otros. En 1994 las comisiones de la Cámara realizan dictamen para la creación de Programas Nacionales de Salud Reproductiva sobre la base de los proyectos presentados por Juan Pablo Cafiero y Carlos Alvarez de creación de un Programa Nacional de Procreación Responsable, de Cristina Zuccardi, Ley de regulación de la Fecundidad Humana, de Elisa Carca, Polino, Bravo, Mercader, Bullrich y otros, por la creación de un Programa Nacional de Salud Reproductiva, y un proyecto, firmado por Polino y Bravo de Ley de Procreación responsable. La comisión sugirió la aprobación de un proyecto de ley para asegurar: «1. La realización plena de la vida sexual; 2. La libre opción por la maternidad y la paternidad y 3. La planificación familiar voluntaria y responsable.» Ello obviamente acompañado de sugerencias en orden a la realización de prestaciones médicas: asesoramiento, controles de salud, prescripción y colocación de anticonceptivos en forma gratuita para la población sin cobertura en salud, sin distinción de edad, sexo y estado civil. Sin embargo de los tres proyectos el único que hace referencia directa al derecho a la interrupción voluntaria del embarazo, lo regula, y deroga (por artículo 24) el artículo 85 del código penal es el proyecto firmado por Ricardo Molinas, Alfredo Bravo y Héctor Polino. Inclusive en el art. 16 afirma que en menores mayores de 16 años no se requerirá el consentimiento de los representantes legales. También regula la Objeción de Conciencia, y establece la creación de un Instituto de Planificación Familiar que deberá llevar un registro estadístico de los abortos practicados. Establece como causales de interrupción voluntaria del embarazo el riesgo social, psíquico o de salud de la madre, así como también el riesgo de nacimiento de una persona con anormalidades físicas o mentales. Recientemente, el 31 de octubre de 2002 el Senado sanciono la ley de salud reproductiva, después de tres años de discusiones. La ley fija por primera vez partidas oficiales para la educación sexual y la entrega gratuita de anticonceptivos

Si esto sucede en el plano puramente formal de la cosagración formal de derechos, una mirada hacia la perspectiva de los actores sociales, hacia mujeres ligadas de diversas formas a la temática, ya sea en su condición de efectoras de saludo, o ejecutoras de políticas públicas, de integrantas del movimiento de mujeres o activistas feministas nos parece interesante en el sentido de que permite advertir hasta qué punto los umbrales de consenso pueden implicar una reducción en la radicalidad de las demandas por parte de las feministas, a la vez que el inevitable halo de silencio que, aun hoy, envuelve la cuestión del aborto, como punto de desacuerdo.{11} Si bien la cuestión del carácter de derecho ciudadano asignado a los derechos reproductivos parece formar parte de un cierto sentido común compartido por distintos actores sociales, y no sólo por una minoría feminista, es evidente que al mismo tiempo el aborto, como el punto más radical de la demanda, es objeto de secretos y cautela.{12}

Irene, una médica ginecóloga y obstetra de larga trayectoria, que fue entrevistada a partir de su responsabilidad institucional en relación con el Programa de Salud Reproductiva de la provincia de Mendoza, señala con agudeza las dificultades que la instalación del debate por la despenalización del aborto (no hablemos aún de legalización) tiene en una sociedad como la nuestra:

«A mí me parece que eso es el concepto que debe haber. La despenalización del aborto es un concepto que debería estar, más allá de que yo lo comparta o no como método personal. Se mezclan muchas cosas, desde lo religioso, lo cultural, lo ético. Yo lo despenalizaría porque si el aborto se hace desde que la humanidad es humanidad, si la mortalidad materna es el 40% por una complicación de un aborto, y quedamos que los abortos los pueden hacer en condiciones de asepsia sólo aquellos que tienen recursos económicos, entonces es una inequidad absoluta, total. Lo mismo pasaba con salud reproductiva. Toda persona que tenía recursos podía colocarse su DIU, tomar pastillas, y el que quería pero no podía... (la frase queda inconclusa). Igualadas las condiciones de accesibilidad, queda otra instancia, que son los principios que cada persona tiene. Será tanto más valioso para un católico tener la posibilidad: Yo lo renuncio y lo ofrezco.» (Irene, 1999).{13}

Si Irene, con una fuerte formación católica, no duda en hablar del aborto, la cuestión es apenas mencionada por las mujeres de sectores populares, aún por aquellas que tienen una participación social destacada.{14}

Entre nuestras entrevistadas, mujeres de sectores populares, dirigentes barriales, promotoras activas del programa de salud reproductiva, la actitud frente al aborto va desde la condena a la compasión. Fue difícil lograr precisiones, aún cuando las preguntas fueron sumamente directas. Todas se encargaron de diferentes maneras de remarcar la distancia personal respecto de la situación.{15} Les sucede a otras, más o menos condenables o de dudosa moral sexual. Es, además, un acto criminal. Ana María, de 42 años, 4 hijos, casada, fue la más clara. Dijo:

«Yo soy contraria al aborto... sé de una vecina. Yo no la condeno... ella sabrá por qué. Pero si yo me quedo embarazada lo tengo, tiene derecho a venir. Si es por salud, por violación es aparte.» (Ana María, 1998)

Norma, de 44 años, con 5 hijos, también casada, dice:

«El aborto... (se queda callada, me mira y sigue) y... hay que promover la planificación familiar para no llegar al aborto... Igual, estás cometiendo un asesinato, más allá de la responsabilidad y todo lo demás que hacés. El tema es que. falla la comunicación familiar... con las adolescentes, vos les estás diciendo e igual lo hacen. Lo prohibido es la fruta deseada... la cosa está en no prohibir, en decirles que tengan cuidado... Igual...» (la frase queda trunca. Norma, 1998)

Berta tiene 42 años, 2 hijos, es casada y dice:

«Y... te enterás, que fulanita de tal se hizo un aborto, te encontrás con el comentario, pero no podés decirle. Lamentablemente son chicas... (hace un gesto ambiguo) viste... Esta es una chica soltera, que ya tiene 4 varones. Lo único que podés hacer es decirle... que se cuide. Aparentemente es la segunda vez que lo hace» (Berta, 1998)

Estela, de 45, separada, con un hijo, tiene en cambio un tono afectivo más próximo, habla despacio, bajito, y ante la pregunta responde:

«Y... vos viste, la responsabilidad debería ser compartida, pero ella es responsable porque ella abre las piernas. Las mujeres están solas: Me duele, me duele mucho que la mujer sea tan castigada, yo pienso que deberíamos tener los mismos derechos, que la responsabilidad debería ser más compartida.» (Estela, 1999)

La explicación acerca de la situación la proporciona Eva, una mujer de 50 años, madre de cuatro hijas y con una larga experiencia de trabajo con mujeres de sectores populares reflexiona:

«Y... por un mandato interno ¿no? Es una cuestión cultural, como que uno de los mayores bienes es ser madre. El aborto siempre significa matar una vida en ciernes. Hasta una misma sabe que la experiencia del aborto es una cosa muy insoportable, muy difícil, así es que una madre verse a sí misma no aceptando un hijo que va a venir... ¿las mujeres pobres? ¡Noooo!... lo niegan. ¡Hay que negar! ¡De esto no se habla y estoy en contra! A lo mejor lo han pasado, pero no,... no se puede decir públicamente, no lo pueden admitir. Es un tema muy problemático. Si hasta una... Una no es una marciana, ha sido criada en esta cultura, con estos valores, entonces es muy difícil desprenderse. Una se sentirá mujer, pero es madre, sin duda.. Es una decisión medio pesada.» (Eva, 1999).

La referencia a los aspectos subjetivos ligados a la experiencia del aborto, propio o ajeno, es dolorosa, muchas veces cortada. El peso de la cultura, como Eva señala, es inevitable y denso.

Consideraciones finales

La manera consensualista de resolver el diferendo sería remitirlo nuevamente a las conciencias privadas de los sujetos, lo que implica, de manera tácita admitir como un hecho que el derecho a decidir, en casos extremos como el aborto, es sólo privilegio de algunas.

Aún suponiendo que la cuestión del derecho a decidir sobre el propio cuerpo constituya un derecho ciudadano en sentido estricto, asunto al menos problemático ya que supone como pregunta, cuál sea la relación que el derecho reconoce entre un individuo sexuado y su cuerpo, queda pendiente la cuestión de las crecientes desigualdades sociales, y por lo tanto de las responsabilidades de la sociedad en orden a garantizar para todas ese derecho. Los límites de una perspectiva contractualista se advierten con demasiada crudeza cuando las políticas no son liberales sin adjetivos, sino neoliberales. La reestructuración capitalista llevada a cabo a partir de la era Reagan desde los países centrales, pero no exclusivamente en ellos, deja pocas dudas acerca del carácter regresivo de las recetas sociales aplicadas. La ciudadanía recitada por los organismos internacionales halla su límite claro de ejercicio en las barreras «invisibles» establecidas por el mercado.

En cuanto a las posiciones comunitaristas, dejando de lado la discusión teórica acerca de qué significado preciso pueda atribuirse a esta posición en el campo de la política, el retorno a la comunidad se parece demasiado en la Argentina a la apelación a las virtudes maternales de las mujeres como «solución» ante el abandono, por parte del estado, de vastos sectores de la población. La apelación a las mujeres en cuanto diferentes se cumple pues como retorno de los ideales maternales que, si bien es verdad han posibilitado formas sumamente subvertoras de práctica política, como las de las Madres de Plaza de Mayo, también se han visto ligados a políticas asistencialistas de carácter marcadamente regresivo en un contexto de aumento creciente de las desigualdades y la exclusión, donde las mujeres suplen a fuerza de ingenio y voluntarismo el creciente abandono que del terreno de las políticas públicas hace el estado.

Si una de las caras posibles del comunitarismo puede ser el retorno del ideal maternal, y la interpelación hacia las mujeres en cuanto cuidadoras de la vida humana desamparada, ideal por otra parte compatible con lo que podríamos llamar la ética feminista del cuidado, su otro rostro, el de la multiplicación de las diferencias no deja de presentar dificultades. No porque se trate de la fragmentación de un imaginario sujeto unitario, sino porque muchas veces la proliferación de diferencias (culturales, étnicas, incluso sexuales) se diluye en el espacio de las preferencias, lo cual facilita su deglución por la lógica del mercado. A ello hay que sumar el crecimiento de exclusiones y desigualdades de todo tipo.

Si la democracia y la ciudadanía feminista siguen despertando sueños y expectativas es, sin lugar a dudas porque implican el deseo de una sociedad donde sea esperable el aumento de la tolerancia y la diversidad, cuestiones deseables a condición de que no olvidemos que lo propio del orden capitalista tardo moderno es la proliferación de diferencias, una suerte de multiplicación impotente de la diferencia (que en realidad más que como tal es presentada como mera desemejanza) unida a la profundización de la cesura que separa incluidos de excluidos. El apartheid constituye la forma hegemónica de la política de fin de siglo, tal como lo indicara Toni Negri.

Lo que comunitaristas y contractualistas no tocan, y este es para mí un dilema serio con relación a la ciudadanía de las mujeres, es el orden económico sobre el cual las demandas políticas se articulan. La crítica de los grandes relatos ha sido, sin lugar a dudas, un paso necesario en la deconstrucción de las formas clásicas de la política, pero sería interesante no olvidar que la atracción ejercida por el contrato tal vez se deba, precisamente, a que implica un proyecto constructivo, aun cuando se limite al logro de un tenue consenso. Tal es precisamente para mí la tensión. Si no puedo resignarme a un consenso que considere innombrable el conflicto, que ignore la posibilidad para poner palabra al sufrimiento, la muerte, la exclusión, la miseria, los abortos sépticos, tampoco puedo ignorar que la condición de ciudadanas para quienes jamás lo fuimos forma parte de una apuesta incierta, una apuesta en la que puede producirse una cierta transformación de la sociedad en un sentido más equitativo para las mujeres, pero también, simplemente una juridización de las relaciones sociales que escinda una vez más a la ciudadana abstracta de las mujeres concretas, determinadas por su clase social, su orientación sexual, su historia personal.

Desde mi punto de vista el feminismo es algo más que una teoría. De la misma manera que Françoise Collin creo que el análisis de la cuestión ciudadana para las mujeres no puede ser ajeno a ciertos ideales del humanismo universalista, a lo cual agregaría la necesidad de pensar la política desde una nueva articulación entre economía y política, punto ciego tanto para el comunitarismo como para el contractualismo. La autonomización de la teoría política conduce a una tensión irresuelta entre la exaltación de la diferencia y el refugio en el consenso. Una perspectiva teórica, concebida como reflexión determinada acerca de la ciudadanización de las mujeres, debiera tomar en cuenta tanto la necesidad de universalidad como la sensibilidad hacia las diferencias, pero no puede ser, en modo alguno, insensible al crecimiento feroz de la exclusión en este tiempo que Fitoussi y Rosanvallon han llamado la «era de las desigualdades».

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Notas

{1} Cuál sea el sentido del retorno de la filosofía política es a su vez asunto de debate. Si para Parekh la cuestión gira en torno de la generación de una forma de producción académica que de algún modo terminó con los «grandes e intocables filósofos» inaugurando un modo de producción intelectual más rigurosa, democrática y analítica, el riesgo, como señala Borón, es el de convertirla en un juego académico cada vez mas solipsista.

{2} La tenacidad de la asociación remite a cifras. Strasser indica que: «El nuevo modelo económico (de Menem y Cavallo) trajo entre otras cosas: i) una duplicación y hasta, en algún momento triplicación del desempleo 'abierto', que llega a más del 18% y oscila actualmente entre el 13 y el 16% de la población económicamente activa , y ii) asimismo, una redistribución regresiva del ingreso: de 1990 a 1996 el diez por ciento más rico de la sociedad pasó del 29.8 al 35.9% de participación, mientras el cuarenta por ciento más pobre lo hizo del 18 al 12.9%.» (Strasser, 1999, p. 125). En nota al final, más adelante, agrega otros datos, proporcionados por la CEPAL: el 13% de los hogares, está bajo la línea de pobreza (menos de 148 dólares mensuales) y el 3% es indigente. La crisis se profundizó durante los últimos años y explotó en diciembre de 2001. En alrededor de sólo quince días el país tuvo cinco presidentes, consolidó su default financiero, abandonó la férrea política cambiaria que desde 1991 sostenía y devaluó el peso. Todo ello en medio de una crisis socio-económica que , según un estudio oficial realizado por SIEMPRO (Sistema de Información, Monitoreo y Evaluación de Programas Sociales), en Argentina hay 18.219.000 pobres, cifra que representa el 51,4% de la población argentina. De ese total 7.777.000 son indigentes. Asimismo, del total de pobres en Argentina 8.319.000 son chicos y adolescentes.

{3} En orden precisamente a la titularidad y a la construcción de condiciones habilitantes para el ejercicio de derechos es importante tener en cuenta la torsión producida en la Argentina respecto de la relación entre estado y ciudadanía. Si el ideario de los estados de bienestar en América latina estuvo vinculado con procesos de inclusión, bajo las condiciones actuales se ha impuesto una dinámica excluyente cuyos síntomas más evidentes, la pobreza y el desempleo, hallan su correlato en la restricción de las políticas públicas a intervenciones focalizadas (Lo Vuolo, 1995) Si, como señala Sonia Fleury, en la medida en que están vinculadas al proceso de reproducción ampliada del capital, las políticas públicas no pueden escindirse de las políticas económicas, es sencillo entender las razones de la fragilidad de los lugares asignados a las mujeres en el estado en el contexto de la aplicación de políticas económicas de neto corte neoliberal (Fleury, 1997).

{4} La sigla corresponde a la denominación inglesa: Convention on Elimination Of All Forms of Discrimination Against Women

{5} No es posible en un trabajo breve reseñar la compleja historia de los organismos públicos encargados de llevar a cabo políticas hacia las mujeres. Sólo un rápido pantallazo para dar cuenta de la relación que en la Argentina ha existido y existe entre políticas públicas hacia las mujeres, gobierno y sociedad civil. La Subsecretaría de la Mujer nació en marzo de 1987, por decreto presidencial. El organismo impulsaría, como indica Zita Montes de Oca, políticas claramente inscriptas dentro de una línea igualitarista, rechazando la equiparación entre políticas hacia las mujeres y políticas sociales. El cambio de gobierno implicó una inflexión importante. Después de un breve ascenso (la Subsecretaría ascendió al rango de Secretaría en diciembre de 1989, bajo el gobierno del Dr. Menem) las razones presupuestarias y de achicamiento del estado hicieron su tarea. La Secretaría dio por concluido su funcionamiento en febrero de 1990. En marzo de 1991 se crearía el Consejo de la Mujer, un organismo menos formalizado en lo institucional y mucho más abierto a la sociedad civil, que funcionó durante la era menemista bajo distintas presidencias. Los avatares de este organismo se hallan ligados a una serie de episodios no menores en la historia política reciente del país, entre los cuales vale la pena mencionar, solo por ser breve, la disolución del PRIOM, las desdichadas intervenciones del partido gobernante en la Convención Constituyente de Santa Fe (que colocaría a muchas mujeres en tensión entre su trayectoria política y personal previa y la subordinación a las razones de estado del gobierno al cual pertenecían) y la posición del gobierno argentino en la Conferencia de Población de El Cairo y la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer en Pequín. De alguna manera la situación que provocó la renuncia de Virginia Franganillo, en 1996, después de una virulenta polémica causada por el debate sobre los proyectos de ley de Procreación Responsable, en noviembre de 1995, férreamente resistido por el ministro Barra y los sectores eclesiásticos, permite advertir hasta qué punto este organismo, con escasa autonomía financiera y carente de una estructura burocrática (en el sentido weberiano de la palabra) carece de sustento propio y de cualquier independencia posible frente a las decisiones presidenciales. Franganillo fue sustituida por Esther Schiavoni, al parecer más dócil y dispuesta a aceptar las directivas presidenciales. Cf. Referencias a la dirección política y a los programas realizados por la Subsecretaría en el período alfonsinista en Zita Coronato Montes de Oca, 1997. Es interesante, además, revisar (la) Revista, editada por el Consejo Nacional de la Mujer.

{6} La cuestión de la aplicabilidad de la noción de individuo a las mujeres ha sido arduamente debatida dentro del campo de la filosofía política feminista. Desde al perspectiva de Christine Di Stefano la noción de individuo y autonomía remite a patrones masculinos de constitución de identidades y de práctica política (Di Stefano, 1996). Desde mi perspectiva, más que deplorar la individuación porque históricamente fue imposible para las mujeres, debiéramos advertir cuánto de siniestro y funcional al retorno neoconservador sigue acechando en los ideales fusionales que alientan en la apelación a las mujeres como madres, si antes republicanas hoy encargadas del cuidado de la vida humana frágil, cuando el estado se retira y la intemperie de las desigualdades afecta a todos/as, pero especialmente a nosotras, despojadas como estamos de las ventajas comparativas que proceden de la costumbre. Si la división entre derecha e izquierda aún tiene sentido, como sostiene Bobbio, la igualdad, la autonomía, la libertad, la ciudadanización plena, el logro de derechos todavía constituyen objetivos importantes para las feministas (Ciriza, 1999).

{7} Es interesante traer a colación en este punto la iluminación que aporta respecto de la célebre cuestión de la diferencia Fredric Jameson. Como bien señala Jameson el capitalismo es un sistema que produce diferencias constitutivamente. La lógica del capital es dispersiva y atomista (Jameson, 1999).

{8} Es interesante la advertencia que sobre la tradición comunitaria norteamericana realiza Affichard. A diferencia del modelo francés, por el cual la ciudadanía está más bien ligada a la pertenencia al estado nación y a la adhesión a los valores republicanos comunes, en el caso anglosajón las comunidades, con sus diferentes valores, constituyen la base de la organización del estado nación a la vez que de la integración del ciudadano (Affichard, 1997). El modelo argentino de ciudadanización presenta mayores afinidades con el caso francés.

{9} El uso generalizado e indistinto de la noción de derechos reproductivos, para hacer referencia a los derechos reproductivos y sexuales constituye en realidad un síntoma. Los derechos reproductivos hacen referencia a las decisiones y libertades de que un/a sujeto/a debe gozar en orden a decidir sobre sus capacidades reproductivas: la gama de derechos abarca desde las decisiones acerca de la cantidad y espaciamiento de los hijos, el acceso a servicios adecuados ante situaciones de infertilidad, el acceso a anticonceptivos apropiados, hasta el derecho al aborto seguro, legal y accesible. Los derechos sexuales se refieren más específicamente a la libertad para ejercer plenamente la sexualidad sin peligro de abuso, coerción, violencia o discriminación. En los últimos años se ha superpuesto una noción más, la de salud reproductiva, por una parte indudablemente ligada a la existencia de políticas públicas destinadas a las mujeres, pero también como producto de la medicalización de la cuestión. Es interesante señalar que Zulema Palma señala, que el concepto de derechos sexuales es el más inclusivo, dado que remite al «conjunto de derechos inalienables que tienen las personas de tomar decisiones libres y sin coacciones ni discriminación de ningún tipo sobre su propia sexualidad, tanto en sus aspectos corporales y relacionales como en sus aspectos reproductivos» (Palma, 1997, p. 96). Sin embargo la noción más extendida es, con mucho, la de derechos reproductivos, muchas veces superpuesta con la de salud reproductiva. Muy probablemente debido a las resistencias sociales que la idea de «derechos sexuales» provoca, pues ella remite no sólo a la sombra amenazadora de la cuestión del aborto, sino a las imágenes aun más cuestionadoras de orientaciones sexuales diferentes, a la violencia sexual e incluso a la cuestión siempre incómoda de las mujeres en prostitución.

{10} No sólo a través de legislaciones relativas a las pautas poblacionales, sino a través de todo tipo de regulación inherente a los modos legítimos (e incluso legales) de ejercicio de la propia orientación sexual e inclusive, en el caso de las travestis, de la identidad. Los tratamientos normalizadores para homosexuales incluían desde la psiquiatrización hasta le encarcelamiento por conductas consideradas impropias.

{11} Uso «desacuerdo» en el sentido en que Rancière lo hace. El desacuerdo pone de manifiesto la existencia de algo más profundo que simple desconocimiento o malentendido, se trata de que los interlocutores no entienden lo mismo en las mismas palabras. No es un simple problema de lenguaje que se solucione por la vía del esclarecimiento acerca de qué sea hablar. El desacuerdo no es un simple asunto de palabras, sino de la situación misma. Desde la perspectiva de Rancière lo que se denomina filosofía política bien podría ser el conjunto de operaciones a través de las cuales la filosofía trata de terminar con la política, de suprimir el escándalo del desacuerdo (Rancière, 1996, pág. 11).

{12} Durante el año 1999 se efectuaron una serie de entrevistas en el marco de dos proyectos de investigación, realizados con financiamiento del CONICET y de la Secretaría de Ciencia y Técnica de la U. N. de Cuyo sobre derechos ciudadanos de las mujeres. Uno de los temas tratados fue la cuestión de los derechos reproductivos.

{13} La entrevista a Irene, así como las demás entrevistas incluidas en este artículo forman parte de 15 entrevistas en profundidad realizadas a informantes clave, es decir, mujeres con diferentes grados de compromiso y conocimiento del movimiento de mujeres: activistas, mujeres de sectores populares, responsables de políticas públicas hacia mujeres, activistas feministas entre 1998 y 1999 en el marco de una investigación Política, ciudadanía y mujer. Teoría y prácticas. Enfoques históricos y contemporáneos que dirigí y ejecuté en el marco del Programa Nacional de Incentivos (1997-1999)

{14} En otro tramo de la entrevista Irene se explaya sobre su educación y convicciones religiosas. Dice, mientras hablamos de la despenalización del aborto: «Yo aprendí como católica que uno de los dones más preciados con que Dios había dotado al hombre es la libertad, y para poder elegir tenés que conocer y poder tener derecho. Yo una de las cosas que les digo es la contradicción en este doble mensaje: sos libre pero no libre... No se puede hacer esto. En el tema del aborto se mezclan algunas cosas. Yo creo que tiene que haber una ley que legisle... una ley de salud reproductiva que respete a cada persona en sus convicciones éticas, religiosas. Pero que se pueda tomar, el hecho que vos lo tomes de acuerdo a tus convicciones son 5 centavos aparte. Eso es lo que habla de una sociedad madura, de una sociedad... además yo digo, por ahí la Iglesia católica piensa que sus fieles son unos necios. Trata como necios a los que hay que darles todo, por que no permite que conozcan todo y ellos tomen libremente lo que sea. A mí me parece que eso es el concepto que debe haber».

{15} Según datos del INDEC, de 1989, en 1985 se producían en el país 1000 abortos por día. La cifra anual sería entonces la pavorosa cantidad de 360.000 abortos por año. Hay que tener en cuenta, además que en la Argentina las tasas de fecundidad son diferenciadas. La tasa de fecundidad general es de 2, 8 hijos en los sectores medios es de 3,5 entre obreros calificados y de 5 hijos por mujer entre los sectores marginales. Las tasas de mortalidad materna del país son altas respecto de una tasa de fecundidad baja con relación a otros países latinoamericanos.

 

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