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El Catoblepas, número 26, abril 2004
  El Catoblepasnúmero 26 • abril 2004 • página 2
Rasguños

Proyecto para una trituración
de la Idea general de Solidaridad

Gustavo Bueno

El término «Solidaridad» está experimentando, durante los últimos años, un ascenso asombroso como Idea general en el vocabulario político, moral, ético y humanístico de las sociedades democráticas homologadas. Este artículo analiza el fenómeno e intenta determinar algunas de sus causas y de sus límites, ofreciendo, en consecuencia, un ensayo de trituración de la misma «Idea general» de Solidaridad

§ 1.
El fenómeno

1. El fenómeno –modesto, si se quiere, pero capaz de producir un cierto asombro, o, por lo menos, de «llamar la atención»– es el proceso mismo del ascenso del término «solidaridad» a la condición de término de la clase de los términos de alta frecuencia que sirven como indicadores de los intereses e ideologías dominantes en una sociedad determinada. Pero no se trata del ascenso de un término circunscrito a círculos profesionales bien definidos, como pueda ser el caso del término «obsoleto», o «adicional», en el círculo de los economistas profesionales (cuando de la boca de un individuo, cuya personalidad desconocemos, y al que vemos hablando por televisión, salen palabras tales como obsoleto o adicional, podemos asegurar que este individuo es un banquero, director de una financiera o catedrático de economía). Pero el término «solidaridad» está en boca de todos: empresarios y sindicalistas, clérigos y políticos, socialistas, comunistas y «conservadores», jóvenes y viejos, varones y mujeres. Todo el mundo apela a la «solidaridad», la proclama y la alza como bandera.

Hace un siglo el término «solidaridad» también experimentó, en España y en otros países, una amplia proliferación. En 1906 se organizó una Solidaridad Catalana; en 1907 Solidaridad Obrera; Solidaridad de Obreros Vascos (SOV) en 1911... y a partir de 1915 la letra y la música del Solidarity forever, el himno más conocido de los sindicatos norteamericanos, se cantó y se adaptó por todo el mundo (la música procedía de un himno religioso compuesto hacia 1856 por William Steffe, con la letra Glory! Glory! Hallelujah!; en 1860 la música y parte de la letra fue adaptada, en la guerra civil, como himno militar en recuerdo de John Brown... y fue el 17 de enero de 1915 cuando el sindicalista Ralph Chaplin, del IWW Industrial Workers of the World, logró encajar en esa música la palabra solidaridad... «Solidarity forever!, for the union makes us strong»)... la racha no se perdió: en 1923 se organizó, bajo el nombre de «Los solidarios», un grupo de anarquistas (Ascaso, Durruti, García Oliver). Pero tuvo intermitencias, junto con otros términos tales como «Cultura», «Libertad» o «Paz».

Pero en nuestros días, la palabra «solidaridad» vuelve a sonar una y otra vez, ya sea a título de consigna exenta de pancarta («¡Solidaridad!»), ya sea como núcleo de enunciados políticos o académicos. Por lo que a mí respecta puedo decir que, durante estos últimos años, he pronunciado, a petición de determinados organismos, diversas conferencias que giraban de un modo u otro en torno a la solidaridad: «Cooperación, solidaridad y fraternidad» fue el título que me propuso en 1998 una organización de estudiantes de la Facultad de Economía de la Universidad de Oviedo; «La nueva cultura de la solidaridad», fue un título que propuso en 2002 una institución de Albacete, de grato recuerdo; &c.

Los sociólogos tienen aquí un campo abierto para la investigación empírica relativa a las frecuencias del término solidaridad en la prensa diaria, en los púlpitos y hojas parroquiales, en los manifiestos de diversas ONGs, o en los discursos de los políticos, y para el trazado de las correspondientes curvas de frecuencia durante los años de la última década, confrontadas con las curvas de frecuencias de otros términos (tales como cultura, democracia, libertad o tolerancia). Pero estas investigaciones no se han hecho; no podemos apoyarnos en ellas.

2. Lo que sí puede darse por cierto es que el curso de estos fenómenos no es casual; y que si el término solidaridad ha experimentado un ascenso notable en una escala de prestigio, esto será debido a motivos precisos, que habrá que determinar. Entre estos motivos habría que contar, sin duda, con el repliegue de otros términos, que acaso se encontraban en competencia con el que nos ocupa.

En cualquier caso, sólo llegaremos a entender a fondo el significado del ascenso del término solidaridad, y aún del término mismo, cuando podamos establecer cuál es el término (o los términos) a los que se opone y a los que sustituye. Por supuesto, el mero recuento de frecuencias no nos serviría de mucho, si tenemos en cuenta la gran diversidad de significaciones contextuales que el término solidaridad arrastra. Constatar la evolución de las frecuencias, sin tener en cuenta la gran diferencia de significaciones contextuales, serviría de muy poco.

Comenzamos, por nuestra parte, por establecer las distinciones entre significaciones contextuales del término «solidaridad» que juzgamos más pertinentes. Esta tarea, que es en gran medida previa a cualquier investigación empírica, puede también alcanzar un interés por sí misma, aún cuando quedaría muy fertilizada con las investigaciones «de campo».

§ 2.
Diez ideas genéricas de solidaridad

1. La idea de solidaridad puede tener un significado muy abstracto y, a su escala, unívoco: es el significado de una idea holótica, la de la relación e interacción de las diferentes partes que forman un todo y que, precisamente en cuanto lo forman, se dicen «solidarias». Presuponemos, por otro lado, que la idea de totalidad implica la idea de corporeidad (vid. TCC, tomo 2, págs. 514-527); es decir, que sólo cabe hablar propiamente de todos y de partes cuando nos referimos a cuerpos tridimensionales o a componentes de cuerpos tridimensionales, como superficies o líneas. Pero la interacción sólo es posible entre los cuerpos tridimensionales, entre los cuerpos físicos o sociales (no entre los cuerpos matemáticos).

Solidaridad dice multiplicidad de partes extra partes interactivas. Por tanto, la solidaridad sólo tendrá lugar entre cuerpos, ya sea entre cuerpos inorgánicos («rueda solidaria a su eje») ya sean cuerpos orgánicos («solidaridad entre las abejas del enjambre»). Se perderá el sentido del término cuando hablemos de la solidaridad de un individuo simple –sin partes– consigo mismo, o de la solidaridad de los lados del exágono (puesto que no cabe hablar de una interacción entre estos lados). Es cierto que, a veces, referimos la solidaridad al individuo, pero en tanto ésta es resultante de la cohesión entre sus miembros, en cuanto cuerpo viviente. Pero en este caso la solidaridad no se refiere a un individuo simple, a un espíritu, sino al individuo compuesto de múltiples partes. En cualquier caso, la idea de solidaridad, como idea propia de la teoría de los todos y las partes, se mantiene no tanto a escala de las relaciones de partes con el todo, o del todo con las partes, sino a escala de las relaciones o interacciones diaméricas de las partes de un todo entre sí, en la medida en que estas relaciones e interacciones constituyan la unidad del todo y, a su través, la misma definición de las partes.

La idea de solidaridad, según esto, tiene mucho que ver con la idea de unidad; pero con la unidad de tipo holótico, es decir, la unidad que suele ir asociada al todo en el que se integran las partes múltiples. «La totalidad es una unidad», dice Aristóteles (Metafísica ∆, 1024a). «Unum quod idem est cum multis, dicitur Totum; ex adverso Multa quae simul sumpta idem sunt cum unum, dicuntur partes», dice Christian Wolff (Ontología, §341).

Ahora bien: la univocidad abstracta que atribuimos a la idea de solidaridad en cuanto idea holótica encubre en realidad una equivocidad o, si se prefiere, una analogía de atribución, o acaso una analogia inaequalitatis: la equivalencia entre diversas acepciones, en muchos casos irreductibles e incompatibles, de la solidaridad. ¿Y cómo un término que comenzamos reconociendo como unívoco puede ser además considerado como equívoco (puesto que los análogos de atribución eran equívocos)? No es fácil responder a esta pregunta desde las coordenadas de la lógica escolástica; pero cabe responder con mucha sencillez si nos acogemos al concepto de «función» (de conceptos funcionales, en el sentido de Cassirer). Una función se define por una característica, que podemos considerar unívoca; pero esa característica es puramente sincategoremática, es decir, incompleta, abstracta (por sí misma) y, en consecuencia, pidiendo ser determinada por la delimitación de un campo de variables y por parámetros. Es entonces cuando la función puede ofrecernos sus valores. Y estos valores podrán ser interpretados como acepciones conceptuales, o como ideas propiamente definidas. Un conjunto de diversas acepciones, conceptos o ideas, vinculables a una misma característica funcional, se corresponde con un conjunto o constelación de conceptos o de ideas análogas.

En nuestro caso: la idea de solidaridad, considerada como una idea funcional, con una característica de contenido holótico abstracto (algo así como «entretejimiento de las partes de un todo») sólo se determina como idea en los diferentes valores que pueda adquirir según los valores que vayamos dando a las «variables independientes» todo, parte, relación o interacción, entre ellas. Si interpretamos el «todo» como totalidad distributiva, la idea de solidaridad será distinta de la que encontraríamos si interpretamos el «todo» como totalidad atributiva; si como partes del todo tomamos a los diferentes cuerpos vivientes (es decir, si el todo adquiere ahora el valor de la biosfera) la idea de solidaridad (ahora: «solidaridad de los vivientes») será muy diferente de la que resulte si tomamos como partes a los individuos humanos («solidaridad de los seres humanos») o a los individuos de una raza antropológica («solidaridad de los arios», «solidaridad de los negros kikuyos»). Es cierto que cabe siempre reivindicar el punto de vista univocista considerando a estas diversas acepciones o valores de la solidaridad como meras aplicaciones particulares de una misma idea genérica. Pero cuando subrayamos la gran distancia entre estas diversas aplicaciones, la oposición entre ellas, y los significados prácticos o filosóficos que la idea de solidaridad cobra en tales diversas aplicaciones, resultará preferible hablar de diversos valores (conceptos o ideas) de solidaridad, vinculados a una característica puramente abstracta que actúa de forma unívoca común.

2. La solidaridad, es decir, los valores o acepciones de la idea de solidaridad, son, desde luego, múltiples. A veces enfrentados, a veces intersectados, a veces mutuamente incomunicados o desconectados.

Nuestra primera tarea habrá de orientarse hacia una clasificación sistemática de acepciones o valores de la idea de solidaridad, en cuanto idea funcional. Esta clasificación sistemática se confundirá con el procedimiento mismo de construcción de la idea de solidaridad en cuanto idea funcional o analógica. No buscamos, en todo caso, una enunciación empírica de acepciones léxicas; buscamos acepciones que puedan considerarse enmarcadas en criterios capaces de desarrollar la característica holótica que hemos atribuido a la idea de solidaridad, a saber, la condición diamérica abstracta que envuelve las relaciones y las interacciones entre las partes de un todo.

Cuatro son los tipos de criterios lógico materiales que tendremos en cuenta; y suponemos que sería imperdonable no tenerlos en cuenta en una clasificación a través de la cual pretendemos construir la misma idea de solidaridad.

Ante todo, el tipo de criterios que se vinculan con la intensión de la idea y, a su través, con su extensión, con la delimitación de su campo.

En segundo lugar, consideraremos el criterio de la delimitación de la extensión, y a su través, de la intensión del campo de la función solidaridad.

En tercer lugar, tendremos también en cuenta criterios pertinentes de carácter modal. Unas veces la solidaridad se entenderá como un simple hecho, contingente o circunstancial; otras veces la solidaridad se entiende como necesaria (por cierto la definición de solidaridad que ofrece invariablemente la Academia de la Lengua desde 1914, «Adhesión circunstancial a la causa o a la empresa de otros», se mantiene fijada al concepto jurídico de obligación solidaria; no es fácil de comprender cómo el Diccionario oficial no ha incorporado las acepciones hace ya muchos años en uso; no puede pasar por una generalización del concepto la sustitución de «obligación in sólidum», propia del concepto jurídico, por el «a la causa o la empresa de otros», conservando para más inri la nota de «adhesión circunstancial», que denuncia el origen jurídico de las definiciones que pretenden fijar los académicos).

En cuarto lugar, consideraremos los criterios que tengan que ver con la naturaleza dialéctica de la idea funcional, es decir, sus componentes conflictivos (polémicos) o armónicos, atribuibles a la idea de solidaridad.

Los tipos de criterios a los que nos estamos refiriendo no han de entenderse como si fueran siempre separables: una determinación material no tiene lugar con independencia de alguna determinación modal. Sencillamente, los criterios pueden cruzarse, y esta es la razón suficiente para considerarlos como disociables.

3. Nos ocuparemos ante todo de los criterios del primer tipo, los que se vinculan a la intensión de la idea (y, a su través, a la extensión de su campo).

En nuestro caso, la intensión habrá de entenderse como la misma determinación material de la característica formal de la función solidaridad, que hemos hecho consistir en el «entretejimiento diamérico» de las partes de un todo. Según esta intensión, las «partes solidarias en el todo» se determinarán, por ejemplo, ya sea como contenidos de naturaleza biológica, ya sea como contenidos de naturaleza antropológica, arquitectónica («solidaridad de las basas, columnas y arquitrabes del edificio»). Las determinaciones intensionales pueden ser de muy diversa índole, y a esta diversidad corresponderán diferentes acepciones o valores de la idea de solidaridad.

Podemos agrupar las determinaciones intensionales de la característica holótica de la idea funcional de solidaridad en dos rúbricas: la rúbrica de las determinaciones holóticas genéricas (si van referidas a referencias formales entre totalidades) y la rúbrica de las determinaciones holóticas específicas (o materiales). La razón de considerar genéricas a las diferentes formas holóticas, es que ellas afectan no sólo a las totalidades tridimensionales corpóreas estrictas, sino también a las totalidades unidimensionales, bidimensionales o n-dimensionales (n > 3). En cambio, serán específicas aquéllas diferenciaciones que afecten a las partes integrantes de los cuerpos en cuanto tales.

Entre las determinaciones genéricas o formales pertinentes para la diferenciación de valores de la idea de solidaridad, tendremos en cuenta únicamente, por su importancia, la oposición entre las totalidades isológicas (asociadas principalmente a las totalidades distributivas, aún cuando la isología también puede afectar a las totalidades sinalógicas atributivas, tipo «barra de oro» que Platón propone como ejemplo en su Protágoras) y las totalidades heterológicas (ya sean distributivas –como es el caso de los análogos de proporcionalidad– ya sean sinalógicas –como el rostro, con su nariz, boca y ojos, al que Platón se refiere en el mismo lugar–). De este modo, delimitamos los dos primeros valores (opuestos entre sí) de la idea de solidaridad:

I. Solidaridades isológicas. Son solidaridades referidas a totalidades compuestas de partes iguales; lo que abre la cuestión acerca de si la solidaridad se funda en una igualdad o solidaridad previa (por ejemplo, la cohesión o solidaridad de las moléculas de Na+Cl- vinculadas por enlaces iónicos en los cristales hexaédricos –un solidaridad inorgánica–) o bien si la igualdad deriva de la solidaridad entre términos diferentes pero ecualizados como partes del todo.

II. Solidaridades heterológicas. Son solidaridades que se establecen entre partes que figuran como desiguales. Como ocurre con la que llamaremos «solidaridad dioscúrica» (la solidaridad que unía a los hermanos Cástor y Polux, que sólo podían convivir luchando) o, en general, con la solidaridad orgánica o política (la unidad entre las partes heterogéneas del todo social, la unidad de los patricios y de los plebeyos, del famoso apólogo de Menenio Agripa).

Cuando nos atenemos a las determinaciones específicas (materiales) que puedan afectar a la característica de la función solidaridad, lo primero que conviene subrayar es el papel que a estas determinaciones específicas de la característica corresponde en cuanto a la «fundamentación» de una solidaridad, realmente existente, cualquiera que sea su especificación. Así como no es fácil apoyarse en las determinaciones I o II para fundamentar una solidaridad, en cambio es difícil, por no decir imposible, fundamentar una solidaridad específica prescindiendo de sus determinaciones materiales. Por este motivo, podría asegurarse que las determinaciones materiales de la «función solidaridad» contiene siempre el núcleo de una teoría o ideología de la solidaridad, dado que el fundamento de la solidaridad entre un conjunto de partes tendrá algo que ver siempre con la naturaleza de la unidad, con la naturaleza de la unidad del todo.

En cualquier caso, las determinaciones materiales de la característica de la función solidaridad nos abren una gama muy rica de diferencias según la naturaleza y extensión que se otorgue a los términos solidarios. El límite máximo no podría ser otro sino el del «Mundo», en cuanto complexio omnium sustantiarum (se trata de un límite, si no admitimos que el Mundo, como «conjunto de todos los cuerpos», sea él mismo un todo corpóreo, de la misma manera que el «conjunto de los cinco poliedros regulares» no es un poliedro regular). Sin embargo, es obvio que las determinaciones materiales que buscamos se mantendrán «por debajo» de este límite. Tal es el caso de las determinaciones inorgánicas (la antes citada «solidaridad de las moléculas entrelazadas por enlaces iónicos en los cristales de cloruro sódico») o el de las determinaciones orgánicas, ya sean en su conjunto (la «solidaridad de la Biosfera») ya sea de regiones suyas (la «solidaridad de los organismos que constituyen una biocenosis», la «solidaridad de las hormigas que forman un hormiguero», o la «solidaridad de los soldados que integran un batallón»).

Clasificaríamos, en principio, esta gran variedad de determinaciones materiales de la característica en tres grandes rúbricas, establecidas en función de los ejes del espacio antropológico. Cada una de estas tres rúbricas nos pondría ante otras tantas determinaciones de la solidaridad: podríamos hablar, ante todo, de una «solidaridad radial», refiriéndonos a la presunta solidaridad que vincula, a través de la interacción gravitatoria, a todos los cuerpos del sistema solar; hablaríamos también de una «solidaridad angular», refiriéndonos a las interacciones vitales entre los organismos animales y los humanos, y hablaríamos por último de una «solidaridad circular» cuando nos atuviésemos a totalidades constituidas por individuos humanos, o por grupos de estos individuos.

Sin embargo, teniendo en cuenta que nuestro propósito de ahora es el de la exposición de los valores o acepciones de la idea de solidaridad que están o han estado en curso en las sociedades históricas contemporáneas (porque antes la idea de solidaridad no fue utilizada en el vocabulario político, ético o moral), preferimos renunciar al criterio de los ejes del espacio antropológico (al precio de renunciar también a una escala de análisis más adecuada al caso) y atenernos, por ejemplo, a las coordenadas más comunes, heredadas de la organización ontoteológico del mundo medieval, en torno a las tres ideas de Dios, Mundo, Hombre (de donde la «solidaridad de las criaturas» o la «solidaridad de los hombres»). Y teniendo en cuenta que esta organización ternaria ha tendido a ser transformada, en la época moderna y contemporánea (en la época en la que aparece la idea de solidaridad, y precisamente rechazando toda fundamentación teológica), en una organización binaria, en un espacio antropológico bidimensional polarizado en torno a dos ejes: el Mundo o Cosmos (pero en tanto en él se conserva la herencia del Dios tradicional, y a veces, en los mismos creadores de la ideología contemporánea de la solidaridad, en la forma explícita de un panteísmo) y el Hombre; preferimos clasificar las determinaciones materiales en dos grandes rúbricas, a las que haremos corresponder la tercera y la cuarta determinación de los valores de la solidaridad:

III. Solidaridad cósmica. Es la solidaridad que engloba a los ejes radial y angular, por tanto, la solidaridad que podrá a su vez determinarse en especies más particulares, tales como la solidaridad entre los primates y los hombres, defendida, por ejemplo, por los autores del Proyecto Gran Simio.

IV. Solidaridad antropológica o humanística. Es la solidaridad que englobará a muy diversas determinaciones que se extienden, desde la determinación más universal, el «Genero humano» (la solidaridad humanística por antonomasia) hasta las determinaciones más particulares de índole racial, o étnica, o cultural, o religiosa, o política, o sindical, o familiar.

4. En relación con los criterios del segundo tipo –aquellos que tienen que ver con la delimitación de la extensión del campo de la función– las determinaciones más significativas podrán clasificarse en dos grupos: aquéllas que convienen en el carácter categorial del campo de la solidaridad, y aquéllas que no tengan este carácter, sino el de carecer de límites definidos y, por tanto, ser trascendentales (bien entendido que este término lo tomamos en el sentido positivo, y no en el sentido metafísico del idealismo kantiano).

Distinguimos, de este modo, dos nuevas determinaciones de la idea de solidaridad:

V. Solidaridades en sentido categorial. Son aquellas solidaridades que tienen lugar en terrenos definidos de índole tecnológica, institucional o jurídica.

VI. Solidaridades en sentido trascendental. Son aquellas cuyo campo no está definido, sino que se extiende de modo recurrente, como es el caso de la solidaridad en sentido ético, o religioso, o místico.

5. Consideremos los criterios del tercer tipo, aquellos que tienen que ver con la modalidad según la cual podría ser entendida la características de la «función solidaria».

La perspectiva modal suele ser expuesta según diferentes oposiciones bien conocidas. La primera fue sin duda la oposición entre la modalidad factual y la modalidad normativa. León Bourgeois, en su Philosophie de la Solidarité, pág. 13, ya subrayó la distinción entre solidarité-fait y solidarité-devoir: «no se confunden; son contrarias, pero es indispensable constatar la primera para advertir la necesidad moral de la segunda.» Bourgeois estaría incurriendo, dicho sea de paso, en la llamada «falacia naturalista» (supuesto que esta falacia esté bien definida).

También podríamos citar la diferencia modal entre el ser y del deber ser, o bien la diferencia modal entre los juicios de existencia y los juicios de valor. Pero estas oposiciones no son tan claras y distintas como sus patrocinadores pretenden. Por ejemplo, la oposición entre el ser (el hecho) y el deber ser (el derecho, por ejemplo) queda neutralizada por el concepto, de tradición española, tan importante en jurisprudencia o en política, de «los hechos que hacen derecho», o, en general, por aquellas situaciones características de las instituciones culturales, en las cuales su ser es constitutivamente un deber ser o un ser normativo, lo que desvirtúa la llamada «falacia naturalista» (Durkheim ya había hablado de los hechos normativos). Por parecidos motivos, la oposición entre el ser y el valor (o entre bienes y valores) tampoco es clara, puesto que hay «seres» que sólo comienzan a serlo en cuanto valores (por ejemplo, los valores de la Bolsa), y hay valores que son indisociables de los bienes.

Sin embargo, todas estas dificultades no son suficientes para llevarnos a una desconsideración de las determinaciones modales, siempre que nos atengamos a la estricta perspectiva de tal modalidad, con independencia de las opiniones que mantengamos sobre su génesis o alcance (acaso la modalidad factual, lejos de ser la originaria, deriva de un proceso de abstracción de modalidades axiológicas).

Distinguiremos, por tanto, dos modalidades más, que consideramos muy pertinentes y aún imprescindibles en el momento de establecer las determinaciones de la característica de nuestra función solidaridad.

VII. Solidaridad neutra. Es la solidaridad axiológica o normativamente neutralizada, ya sea por su condición factual, ya sea por cualquier otra condición. En contextos tales como «la camada de ratas mostró una gran solidaridad ante el ataque», el término solidaridad, utilizado por los etólogos, pretende mantenerse «libre de toda valoración», con una intención puramente descriptiva.

VIII. Solidaridad normativa. Es la solidaridad que engloba a todas aquellas situaciones en las que nos estemos refiriendo a una solidaridad marcada por una modalidad axiológica o normativa, incluso parenética o exhortatoria («¡debéis ser solidarios!»).

Hay que tener en cuenta que esta oposición, según el tercer criterio, entre las solidaridades neutras y las solidaridades normativas, no se corresponde con la oposición, según el criterio segundo, entre solidaridades categoriales y solidaridades trascendentales. La solidaridad trascendental puede concebirse en términos de una solidaridad normativa, sobre todo si se pone a un Dios ordenador como fundamento de las trascendentalidad; pero puede concebirse también en términos de una solidaridad neutra si se identifica este fundamento como idéntico a una «interacción cósmica universal» (de todas las cosas con todas) que nos llevaría a la posibilidad de reinterpretar la normatividad de las solidaridades humanas como una imposición determinista del propio «ser cósmico».

La solidaridad categorial puede ser neutra en principio, pero también puede ser normativa, ya sea en el terreno de la tecnología, ya sea en el terreno de la práxis jurídica. Otra cosa es que la solidaridad jurídica suela ser recíproca o multilateral (solidaridad mutua entre los solidarios) mientras que la solidaridad tecnológica pueda ser unilateral (en su Traité VI, §52, Cournot advierte cómo en la esfera del reloj el minutero conduce a la aguja de las horas, pero ésta no conduce a aquélla: «en otros términos, el movimiento de la aguja de las horas es solidario [solidaire] del de la aguja de los minutos, mientras que el movimiento de la aguja de los minutos es independiente del de la aguja de las horas»).

A la oposición según el tercer criterio (solidaridad neutra / solidaridad normativa) podrían reducirse otras oposiciones como la propuesta Marc-Henri Soulte entre solidaridad funcional «abstracta e impersonal», que reposa sobre la interdependencia y la complementación de los seres humanos, y la solidaridad humanista, general y singular a la vez, que implica amar al otro en tanto que miembro de una común humanidad y buscando rebasar la incompletud humana en los otros concretos. Ambos tipos de solidaridad se mantendrían en relación de cooperación conflictual, más que en relación de coexistencia pacífica.

6. Por último, cuando tenemos en cuenta criterios dialécticos, es decir, que consideran las determinaciones (ejercitadas o representadas) de la función solidaridad en cuanto estén afectadas o inafectadas por las relaciones de incompatibilidad, obtendremos dos determinaciones de la Idea que, sin perjuicio de la desconsideración que suelen recibir por parte de los ideólogos o filósofos de la solidaridad, tiene un significado principal e interno (categorial, en muchos casos) en la filosofía materialista de la solidaridad:

IX. Solidaridad armónica. Es la solidaridad en la que sólo se considera la perspectiva de la cohesión entre las partes del todo, tanto si esta totalidad es de materia tecnológica –la solidaridad arquitectónica entre el arquitrabe y las columnas– como si es de materia social o política –como la solidaridad entre las comunidades autónomas españolas, tal como se contempla en el artículo 2 de la Constitución de 1978.

X. Solidaridad polémica. Es la solidaridad en la que la cohesión de las partes del todo está dada en oposición a terceros, o incluso en oposición de incompatibilidad mutua.

¿Cabe establecer algún orden de prioridad lógica entre estas dos modulaciones de la Idea de solidaridad, entre la solidaridad armónica y la solidaridad polémica? Desde la perspectiva de la idea general parece que está fuera de lugar tratar de establecer un orden, cualquiera que sea: estaríamos ante dos acepciones o modulaciones independientes, lo que permitiría por tanto interpretar la Idea de solidaridad armónica como si tuviera sentido por sí misma. Sin embargo, desde la perspectiva de la Idea antropológica estricta (no ya tecnológica o cósmica) hay razones de peso para dar la prioridad a la modulación polémica sobre la modulación armónica. La principal razón, de carácter lógico, se funda en la consideración de la mayor riqueza conceptual que corresponde a la modulación polémica respecto de la modulación armónica y, por tanto, en la posibilidad de pasar(constructivamente) desde la modulación polémica a la armónica (suprimiéndole el componente polémico) y en la imposibilidad de pasar constructivamente (es decir, sin agregarle ad hoc, tomándolos del exterior, los componentes polémicos) de la modalidad armónica a la polémica: un tipo de razones paralelo al que se utiliza en matemáticas cuando se atribuye prioridad al concepto de magnitud vectorial respecto del concepto de magnitud escalar, porque del vector, por neutralización de su dirección y sentido, se pasa bien a su módulo escalar, contenido en aquel; pero del segmento escalar, sólo por agregación externa a él y ad hoc de una dirección y un sentido puedo pasar al vector.

Partimos de la modulación polémica de la Idea de Solidaridad como modulación original de la idea. Un punto de partida que concuerda con la prioridad efectiva que corresponde al concepto jurídico de solidaridad –un concepto genuinamente polémico, desde la época de Gayo y Justiniano– respecto de la idea de solidaridad social o política que se acuñó en Francia en el siglo XIX (de lo que hablaremos en el §3). Sin duda es posible obtener de la idea de solidaridad polémica, por abstracción, su modulación armónica. Pero en esta modulación la idea quedaría desvirtuada, como se desvirtuaría el significado de la estatua de Laoconte si le quitásemos las serpientes. Laoconte, con sus hijos, pero sin las serpientes, seguiría siendo desde luego una asombrosa escultura; pero su significado habría cambiado por completo y desde luego sería imposible explicar la extraña asociación [solidaria] entre las figuras de Laoconte y de sus hijos. En todo caso sería una ingenuidad suponer que la «escultura armónica» de Laoconte con sus hijos se esculpió en primer lugar, sin relación alguna con las serpientes, que sólo se habrían agregado después.

También la idea de solidaridad polémica, al transformarse ideológicamente en una idea de solidaridad armónica, cambia de significado y «desciende» desde la plataforma antropológica o biológica originaria hasta una plataforma inorgánica abstracta o mecánica que, por supuesto, se reaplicará al propio campo antropológico, que quedará contemplado de este modo desde la misma perspectiva «inorgánica y abstracta» (por ejemplo, en la figura del «hombre máquina»).

Se trata de un proceso análogo al que tiene lugar en la Teoría de las ideologías. «Ideología» fue un término acuñado por Marx con un explícito componente polémico: una ideología es un sistema de ideas socialmente arraigado en un grupo o clase social en tanto está enfrentado a otros grupos o clases sociales. Sin duda, es posible y frecuente «desactivar» el componente dialéctico-polémico del término «ideología» reteniendo sólo sus contenidos representativos, doctrinales, utópicos, &c. Pero entonces, la teoría de las ideologías «desciende» de la plataforma sociológica o política y pasa a asentarse en la plataforma psicológica en la que se incubó en los tiempos de Destutt de Tracy. Y también la idea de una solidaridad armónica resulta ser, casi siempre, por no decir siempre, ingenuamente interesada. Valga como ejemplo lo que ocurrió con las Comunidades Autónomas en las que España quedó organizada a raíz de la Constitución de 1978. Se concibió en un principio la solidaridad entre estas regiones como una solidaridad armónica; sin embargo, el transcurso de los años reveló la naturaleza polémica de esta solidaridad política entre las Comunidades Autónomas, porque algunos interpretaron la autonomía como una mera situación preparatoria de la independencia soberana. En la solidaridad polémica, que consideramos como fundamento de la Idea polémica de solidaridad, el antagonismo desempeña formalmente un papel constitutivo, o bien un resultado inducido por la propia solidaridad. De aquí la conveniencia de distinguir una solidaridad de antagonismos constitutivos y una solidaridad de antagonismos inducidos, según tres tipos u órdenes de antagonismos:

a. Antagonismos de primer orden, que dan lugar a la solidaridad antagónica de primer orden. Es la solidaridad de igualdad externa de los solidarios contra terceros, constitutiva del concepto jurídico de solidaridad; por ejemplo, la solidaridad definida en el artículo 1137 del Código Civil español es de primer orden; como lo es también la solidaridad sindical proletaria contra los capitalistas («proletarios de todos los países, uníos»); este componente polémico y dialéctico que habría de inspirar la «dictadura del proletariado», fundada en la solidaridad proletaria, sería puesto entre paréntesis por la solidaridad armónica de la socialdemocracia o afines, la solidaridad de las organizaciones patronales contra las sindicales, o la solidaridad de los «bloques históricos» (en el sentido de Gramsci) o la de los Frentes Populares (que reunían a anarquistas, comunistas y socialistas, principalmente contra «la derecha»). O la solidaridad del sindicato polaco llamado (no sin cierto autismo) «Solidaridad» de Lech Walesa contra la Unión Soviética. También es solidaridad antagónica, de tipo político, la solidaridad constitutiva de las ligas de Estados formadas contra terceros (la Liga aquea, los «cinco reinos cristianos» de la España medieval contra el Islam, la solidaridad de los países no alineados en Bandung, en la OTAN o en el «Pacto de Varsovia», la solidaridad de los bloques de la Guerra Fría. En el Congreso de Porto Alegre de 2002 sonó la divisa: «antiglobalización solidaria.»

La solidaridad antagónica de primer orden suele asumir la forma de una estructura metafinita, en tanto que cada parte solidaria se identifica de algún modo con todas las demás: el ataque a un miembro de la liga Aquea sería interpretado como un ataque contra todos los demás miembros solidarios.

b. Antagonismos de segundo orden, que se establecen entre las mismas partes solidarias y en donde la igualdad entre los miembros opuestos es puramente analógica o posicional. Es la solidaridad propia de una biocenosis, o la solidaridad de dos ejércitos enemigos, unidos cooperativamente en la batalla (si un ejército huye, la batalla no puede celebrarse). Sin la cooperación del antagonista no existe la unión solidaria de los Dióscuros: Cástor y Pólux sólo pueden coexistir luchando. Este concepto de solidaridad cubre también, por supuesto, los antagonismos de los juegos de competición tales como el boxeo, el fútbol o el ajedrez; y a la solidaridad de segundo orden podría reducirse la solidaridad entre los polos eléctricos de signo contrario.

c. Antagonismo de tercer orden: las solidaridades fundadas en este tipo de antagonismo pueden ser ampliamente ejemplificadas: cada familia solidaria no implica la solidaridad de las familias entre sí; tampoco las empresas competitivas, ni los Estados, ni las democracias, son mutuamente solidarias. La solidaridad entre los ciudadanos de la democracia A y los de la democracia B no implica la solidaridad de la democracia A y B entre sí. Estamos ante un caso particular de las disyunciones inducidas por la partición de un conjunto U entre cuyas partes se define una relación de igualdad (o de equivalencia) que es universal (afecta a todos los elementos del conjunto), pero que no es conexa (no afecta a cada par de individuos cualesquiera del conjunto). Esta relación de igualdad determina una partición de este conjunto en clases disyuntas (habría que decir: insolidarias). El lenguaje de palabras define una relación universal al conjunto de todos los hombres; pero la relación no es conexa, porque no todos los que hablan un idioma pueden hablar con los que hablan otro idioma: la torre de Babel.

En el límite, la solidaridad de tercer orden es la solidaridad de antagonistas entre solidarios en sí mismos armónicos. Por ejemplo, la solidaridad entre todos los trabajadores del mundo (la «solidaridad entre nosotros» de la que hablaba el Manifiesto de los Trabajadores Internacionales de la Sección de Madrid a los trabajadores de España de 1869 se concibe como una solidaridad originariamente armónica –sin perjuicio de componentes coyunturales de antagonismo de primer orden–, enfrentada a las «diferentes ideas» [solidaridades] religiosas, de nacionalidades, «o sea, el llamado amor patrio y a las diferentes opiniones políticas que nos han dividido»).

7. Las determinaciones obtenidas pueden cruzarse, por un cruzamiento ante todo sintáctico, pero cuyas consecuencias semánticas tendrán muy diverso alcance, que en este artículo no analizaremos. Podemos establecer de este modo una tabla de 32 modulaciones específicas de la Idea de Solidaridad (modulaciones de las 10 ideas generales que hemos definido) como la que se ofrece a continuación. Cada cuadro de la tabla representa en realidad una clase de modulaciones, susceptible de ser interpretada en muy diferentes modelos materiales.

Criterio 1
formal →
material ↓

I
Solidaridad
isológica

II
Solidaridad
heterológica

Criterio 3

III
Solidaridad
cósmica

(1)

(2)

(3)

(4)

(17)

(18)

(19)

(20)

VII
Solidaridad
neutra

(5)

(6)

(7)

(8)

(21)

(22)

(23)

(24)

VIII
Solidaridad
normativa

IV
Solidaridad
antropológica

(9)

(10)

(11)

(12)

(25)

(26)

(27)

(28)

VII
Solidaridad
neutra

(13)

(14)

(15)

(16)

(29)

(30)

(31)

(32)

VIII
Solidaridad
normativa

Criterio 4

IX
Solidaridad
armónica

X
Solidaridad
polémica

IX
Solidaridad
armónica

X
Solidaridad
polémica

IX
Solidaridad
armónica

X
Solidaridad
polémica

IX
Solidaridad
armónica

X
Solidaridad
polémica

Criterio 4

Criterio 2

V
Solidaridad
categorial

VI
Solidaridad
trascendental

V
Solidaridad
categorial

VI
Solidaridad
trascendental

Criterio 2

Un ejemplo de la conexión entre los cuadros de la tabla. La modulación (30) de la función solidaridad nos pone ante una idea de solidaridad heterológica referida al campo antropológico tomado en un sentido categorial, como sería el caso de la solidaridad de los acreedores y deudores contemplada en el ya citado artículo 1140 del Código Civil español; una solidaridad que algunos intérpretes del código podrían considerar como isológica (lo que nos llevaría a incluirla en el cuadro (14)). Una solidaridad, en todo caso, con explícitas connotaciones polémicas y normativas (no neutras), y al menos en la esfera de la jurisdicción del código civil vigente en España.

Conviene advertir, por último, que la tabla que representamos no tiene pretensiones taxonómicas meramente «especulativas» sino, sobre todo, pretensiones «críticas» derivadas de los efectos trituradores que el análisis de la idea producirá ante quienes la utilizan en el sentido general metafísico e indiscriminado de una idea-fuerza. Para decirlo de un modo plástico: ocurriría como si la «sublime Idea» de la solidaridad quedase descompuesta en, por lo menos, los 32 cuadros de la tabla en los que se divide inmediatamente. Cuadros que se excluyen los unos a los otros e impiden seguir hablando con sentido de la solidaridad general. Y a esto hay que añadir que la solidaridad determinada en cada cuadro, tampoco puede interpretarse formalmente: dada su naturaleza funcional o sincategoremática, es imprescindible, en cada caso, referirse a la materia, a los valores materiales que toma la solidaridad en función de la materia de las variables.

§ 3.
Para una historia crítica de la Idea de solidaridad

1. Ofrecemos en este párrafo un esbozo de lo que pudiera ser una «Historia crítica» de la Idea de solidaridad. Un esbozo orientado a indicar, con líneas punteadas, los caminos por los que podría transcurrir el trazado de la trayectoria de la evolución del término, a la espera de que una investigación histórica en regla confirme y precise, o desmienta, en todo o en parte, la trayectoria que aquí se representa.

En todo caso este esbozo de Historia crítica se opone a una mera historia empírica o meramente erudita. Una «Historia crítica» que, por serlo (y si mantenemos la concepción de la crítica como clasificación) ha de presuponer una sistemática, a la manera como la evolución de las especies vivientes sólo puede ser expuesta una vez que se dispuso de una taxonomía de las especies, que la misma teoría de la evolución estaría llamada a rectificar o matizar en muchos de sus puntos. Los materiales historiográficos son, por supuesto, imprescindibles; pero si no se dispone de criterios adecuados para su análisis, la mera acumulación cronológica de tales materiales contribuirá a ocultar, más que a desvelar, la verdadera historia de la idea de solidaridad.

2. Se admite generalmente que el término «solidaridad» – como término del vocabulario ético moral o político– fue acuñado por Pedro Leroux, en su libro La Grève de Samarez, poème philosophique, Paris 1863. Sin embargo Leroux (que había nacido en 1798, el mismo año que Augusto Comte) ya había desplegado una intensa acción ideológica (fue la voz del grupo de socialistas utópicos llamados los «humanitarios») y política en la revoluciones de 1830 y 1848, en las que fue encarcelado junto con Blanqui y Raspail. Amigo de George Sand (cuya novela Spiridion, de 1839, refleja la influencia de Leroux) polemizó con el eclecticismo de Victor Cousin, con Proudhon... tras una vida llena de penurias (entre otras cosas para sacar adelante a su ocho hijos) murió en París en el año de la Comuna (1871); en 1838 publicó De l'egalité, en 1839 Réfutation de l'eclecticisme, y en 1840 De l'Humanité, de son Principe, et de son Avenir.

3. Ahora bien: el término «solidaridad» al que Leroux imprimió el nuevo significado «humanitario» en el terreno social-político, en realidad, un significado que comenzaba por eliminar los componentes polémicos para quedarse con los componentes armónicos de la idea, no fue desde luego creado por él. Leroux mismo lo dice en la Grève de Samarez: «yo he sido el primero en tomar de los legistas el término de solidaridad para introducirlo en la filosofía [diríamos nosotros: para transformarlo desde su condición de concepto jurídico, hasta su condición de Idea], es decir, según mi opinión en la religión: he querido reemplazar la caridad del cristianismo por la solidaridad humana.»

En efecto: el término solidaridad, y el adjetivo correspondiente («solidario»), eran tecnicismos propios del vocabulario jurídico y lo siguen siendo. Estamos pues ante un caso de la general transformación de los conceptos en Ideas.

En el Derecho Civil español, dentro del capítulo de las obligaciones (que pueden ser individuales o colectivas, o como se dice técnicamente, mancomunadas) la solidaridad figura como una especie de mancomunidad. Hay obligaciones mancomunadas cuando existe pluralidad de deudores o de acreedores. Las obligaciones mancomunadas pueden ser simples (por regla general cuando son divisibles: cada deudor viene obligado por una parte de la obligación y cada acreedor tiene derecho a una parte de la prestación) o solidarias (cuando son indivisibles, y cada uno viene obligado por el todo o tiene derecho al todo). La solidaridad, o mancomunidad solidaria, exige pluralidad de personas: acreedores respecto de deudores y relativa a ambos. De aquí las tres variedades de la obligación solidaria: activa (de los acreedores), pasiva (de los deudores) y común. En el derecho romano se presumía la solidaridad (supuesta la mancomunidad) debido a la naturaleza de la stipulatio; en la Novísima Recopilación la presunción va a favor de la mancomunidad (libro 10, ley 10 título 1), así también en el Código Civil español (art. 1137) se presume la mancomunidad, mientras que la solidaridad debe ser probada siempre. La solidaridad puede existir aunque acreedores y deudores no estén ligados del mismo modo y plazo (art. 1140 del Código Civil). En virtud de la solidaridad cada acreedor tiene derecho a reclamar el todo de la prestación, sin perjuicio de la obligación de los otros; cada deudor puede ser reconvenido por el todo de la obligación, sin perjuicio de las obligaciones concertadas para distribuir la responsabilidades.

Se discute mucho entre los «legistas» sobre cuál sea la naturaleza de la obligación solidaria. Puede tener como origen un pacto expreso; algunos le dan la categoría de un mandato, otros de ficción de un mandato de unos a otros deudores y de unos a otros acreedores, porque de ese modo los deudores solidarios, además de serlo por sí mismos, resultan garantes o fiadores mutuos.

Muy importante para nosotros (teniendo en cuenta la teoría de la solidaridad social que León Bourgeois propondría a finales del siglo XIX, y de la que hablaremos más abajo) es la aproximación del origen de las obligaciones solidarias a la figura (procedente de la interpretación de un texto de Gayo) del cuasicontrato. En el derecho romano sólo se reconocía como causa de obligación al contrato y el delito; pero había también obligaciones nacidas de un ex quasicontractu y de un ex quasidelicto. Se trataba de actos lícitos y voluntarios, en los que no hay convención expresa, pero de los que resultan obligaciones recíprocas o no recíprocas (por ejemplo, cuasicontratos en el cobro de lo indebido, en la administración de bienes ajenos, en la comunidad de bienes o en la adición de la herencia). Justiniano las reguló en su Institutiones (libro III, cap. 27).

Pero la solidaridad también puede originarse en la determinación expresa de la última voluntad, o en sentencia firme, o en disposición de la ley. Se distinguen dos tipos de solidaridad: la solidaridad de las obligaciones contractuales establecidas por pacto o ley, cuando se consigue esta forma de responsabilidad (como es el caso de los foreros en el pago de esta especialidad enfitéutica), cuando el señor puede exigir la pensión completa de cualquiera de los foreros (en el caso en el que fallasen los demás solidarios) y la solidaridad de prestación que no es producto de pacto (y se asigna a la última voluntad o a sentencia firme con cláusula de solidaridad, en caso de co-reos de un delito, con responsabilidad civil, de co-tutores...).

Es muy importante subrayar el carácter renunciable de la solidaridad (carácter paradójico desde la posterior Idea general y metafísica de la solidaridad) por parte del acreedor a favor del deudor solidario; lo que suscita la duda, cuanto a la extinción de la obligación si son varios los deudores (habría el peligro de que un acreedor y un deudor de mala fe perjudicasen a otros acreedores simulando una renuncia total de la deuda). El artículo 1143 del Código Civil establece: «la novación, compensación, confusión o remisión de la deuda, hecha por cualquiera de los acreedores solidarios o con cualquiera de los deudores de la misma clase extinguen la obligación...». La renuncia a la solidaridad produce diferentes efectos, según los supuestos. Por ejemplo, la renuncia de todos los acreedores a todos los deudores produce novación cuanto a la naturaleza del vínculo; si todos los acreedores renuncian a favor de uno sólo de los deudores subsiste la obligación solidaria para los demás deudores, pero reducida la parte correspondiente al deudor a quien se remitió la solidaridad, la realizada por uno de los acreedores en obsequio de todos los deudores, produce novación parcial.

4. El término «solidaridad» fue también utilizado, antes y después de Leroux, en contextos no jurídicos, sino tecnológicos (por ejemplo, la «solidaridad unilateral», ya citada entre el movimiento de las agujas del reloj de la que habló Cournot) o meramente abstractos: «porque yo creo en la solidaridad, permítaseme la expresión, de la filosofía y de la Historia», decía Juan Donoso Cortés en sus Lecciones de Derecho político (1836-1837). O bien: «Cuando la solidaridad espontánea de la ciencia y el arte haya sido organizada...» que leemos en el párrafo 22 del Discurso sobre el Espíritu Positivo de Augusto Comte.

Estas acepciones del término solidaridad (que pueden coexistir con las acepciones «humanísticas») nos remiten siempre a la idea de una trabazón (a veces artificial, y postiza, resultante de una soldadura que hace solidario, por ejemplo, al cajón del carro y a sus varas) de las partes de un todo, en virtud de la cual las partes comienzan a ser interdependientes, recíproca o arrecíprocamente. Las «acepciones holóticas» del término solidaridad son probablemente anteriores a las propias acepciones jurídicas que se basan en ellas; las acepciones holótico-tecnológicas (las que van referidas a totalidades artificiales, como pueda serlo el «carro de las cien piezas» del que habla Hesíodo), son probablemente anteriores a las «acepciones cósmicas» derivadas de la interpretación metafísica del mundo como un todo (por ejemplo como un edificio), con sus partes mutuamente trabadas por designio de un Arquitecto Supremo.

5. Pedro Leroux no inventa, pues, el término solidaridad: lo toma, o cree tomarlo, como él mismo confiesa, del vocabulario jurídico de los «legistas» (aunque no habría que descartar la influencia en este vocabulario del vocabulario técnico o tecnológico). Pero lo que nos importa aquí es analizar de qué modo un término técnico (jurídico o tecnológico), delimitado en un concepto, se ha transformado en un término «filosófico» (como dice el propio Leroux), es decir, cómo un concepto («categorial») se ha transformado en una Idea (política, sociológica, humanística, cósmica...). No estamos ante ninguna situación insólita, sino ante la situación ordinaria relativa al curso de la generación de las Ideas a partir de conceptos. Por ejemplo, la Idea de «Mundo», acaso originada de la transformación del concepto de «cofre»; la Idea de «Progreso», derivada del concepto de una escalera de mano o de un graderío; la Idea de «Evolución», generada a partir del concepto de despliegue o desarrollo –evolutio– de un rollo de papiro.

Acaso los momentos más interesantes de la transformación del concepto jurídico en Idea filosófica llevado a cabo por Leroux pudieran agruparse en los tres siguientes:

El primero, podría hacerse consistir en la eliminación o abstracción del componente polémico propio de las solidaridades antagónicas de los «legistas», que hemos clasificado como antagonismos de primer orden. La «Idea filosófica» de solidaridad acuñada por Leroux tiene en efecto un inequívoco formato «armónico» (solidaridad entre todos los hombres), antes que polémico, al menos en el contexto del primer orden de antagonismo (y esto dicho sin perjuicio de que más adelante podamos reconocer a la idea un componente polémico de tercer orden, inducido por su enfrentamiento con otras solidaridades armónicas).

El segundo lo cifraríamos en la tendencia a la estructuración metafinita que hemos advertido en los conceptos de solidaridad antagónica de primer orden y, muy especialmente, en las solidaridades jurídicas, pero que, en principio, también pueden afectar a las solidaridades armónicas. Cabría hablar de la «solidaridad teológica», metafinita, presente en la doctrina de las personas de la Santísima Trinidad, según San Agustín (De Trinitate V, 8). Incluso (contra el propio Leroux) de la «solidaridad» fundada en la caridad, entre los miembros del Cuerpo de Cristo, «cada uno de los cuales ama a todos los demás y a su conjunto». O de la solidaridad que cabría atribuir a esa «sociedad de egos» representada en el Destino del sabio de Fichte («cada individuo en la sociedad está ordenado a perfeccionar a todo otro individuo») y que tanta afinidad tiene con el texto de Schiller –Abrazaos, millones– sobre el que Beethoven compuso el actual himno de la Unión Europea (que nos ofrece una imagen armónicamente solidaria de los millones de europeos abrazándose mutuamente en la Paz Perpetua).

El tercer momento importante de la transformación podría hacerse consistir en lo que ella tiene de transformación de una relación (o sistema de relaciones) categorial –recogida en los cuadros (14) o (30)–, en una relación (o sistema de relaciones) trascendental –recogida en los cuadros (16) o (32), o acaso en los cuadros (8) o (24)–; y correlativamente en la transformación de una relación modal factual («circunstancial» o contingente) en una relación vista como modalmente necesaria, respecto de los mismos seres humanos que la mantienen.

En ningún caso se trata, por tanto, de una transformación de un concepto en una Idea metafórica, o de una mera generalización de un concepto jurídico a campos que lo desbordan. En efecto:

Mientras que la solidaridad, en el sentido jurídico, es una obligación sobreañadida a los sujetos humanos («postiza», en cierto modo, como postiza es la solidaridad de dos barras metálicas «soldadas» o solidarias a una tercera), pero susceptible de ser extinguida, remitida o renunciada; como obligación, por tanto, contingente –probablemente de aquí procede la definición que el DRAE ofrece del término en su 22ª edición: «adhesión circunstancial a la causa o a la empresa de otros»–. En cambio la solidaridad, en el sentido filosófico que Leroux quiso darle, alcanza la forma de una relación trascendental (o secundum dici) que lejos de presuponer ya dada la realidad de los términos de la relación (los sujetos humanos) a ellos sobreañadida, como es propio de las relaciones categoriales («predicamentales»), es constitutiva de los mismos términos y, de algún modo, anterior a ellos; por cuanto, en nuestro caso, se presupone, tal como Leroux procede, que los hombres no podrían existir enteramente al margen de sus relaciones de solidaridad. La «transformación» del concepto jurídico en la idea de Leroux no se queda, por tanto, en simple «generalización» o metáfora: supone una transformación de la categoría misma de relación en la que se dibujaba el concepto jurídico, para dejar paso a otro tipo de (supuesto) vínculo ontológico, el que es propio de las relaciones trascendentales; y además implica un cambio en la modalidad, como hemos dicho.

El mismo Leroux nos ha indicado, que el proceso de transformación del concepto jurídico de solidaridad en la idea filosófica de solidaridad por él acuñada, estuvo orientado a la sustitución de la idea cristiana de la caridad por la idea «laica» de la solidaridad; por lo que nos creemos autorizados a concluir que la idea de solidaridad de Leroux estuvo ya afectada, y no sólo en el ejercicio, de un componente polémico, del tipo que hemos llamado de tercer orden (aún cuando Leroux no parece haber reconocido componentes polémicos de primer orden o de segundo), lo que reforzaría la apariencia armónica y no polémica de la nueva idea de solidaridad.

Ahora bien: la decisión de poner a la caridad, y, por tanto a Dios (al Deus est charitas del evangelio de San Juan) al margen de la solidaridad, ¿lleva necesariamente a aproximar esta solidaridad, alejada de Dios, al hombre? Si esto fuera así, la solidaridad de Leroux debería ponerse en línea, y aún identificarse, con la idea de la fraternidad de la tríada revolucionaria («libertad, igualdad, fraternidad») o con la idea de la filantropía. Una Idea que, en la época moderna, se había ido construyendo como implicada en un humanismo que se creía capaz de delimitar la idea de Hombre, no sólo ante Dios, sino también ante el Mundo (ante el Cosmos). Se trata del humanismo absoluto que ha tendido a poner la «dignidad del hombre» en el hombre mismo. Un humanismo, por cierto y paradójicamente, de estirpe estrictamente cristiana, aunque llevado al límite; porque el hombre en la tradición judeocristiana es la «obra del último día de la Creación». Sobre todo, en el cristianismo, el hombre es Dios mismo gracias a la unión hipostática en Cristo de la Segunda Persona de la Trinidad y del Hijo de María, que hace que el hombre se sitúe, en la escala del Universo, incluso por encima de los ángeles. En fórmula que Kant, heredero plenipotenciario de la tradición cristiana, acuñó en su Crítica del Juicio teleológico: «el hombre es el fin de la Naturaleza.» Es el humanismo absoluto (absoluto porque en él el hombre queda disuelto de toda relación a Dios y el Mundo) que volverá a resurgir en las posguerras del siglo XX: el humanismo absoluto de Gerhard Kränzlin, o el humanismo vinculado al libertarismo existencial de Juan Pablo Sartre.

Pero no es nada seguro que el humanismo de Leroux pueda interpretarse como un humanismo absoluto. Hay múltiples indicios para pensar que la idea de solidaridad que él ofrece, aunque desvinculada del Dios cristiano explícitamente, está también desvinculada de la fraternidad (que le parece anticuada) fundada en la filantropía. Indicaciones que sugieren que la solidaridad de Leroux no se concebía tanto marginada del Mundo, sino que se nos ofrecía como emanada de una «solidaridad cósmica y armónica» –próxima al cuadro (23) de la tabla–, de un Mundo afín al Cosmos de los panteístas románticos, un Mundo a su vez muy próximo al Cosmos de los antiguos estoicos. Un Cosmos, por tanto, que no implicaba tanto la igualdad entre las partes solidarias cuanto su desigualad, y aún la gradación del encadenamiento (syndesmos) de todas las cosas, desde las más humildes hasta las más elevadas: el hombre ocuparía el lugar intermedio en esta sympatheia ton holon de la que habló Poseidonio. Como dice George Sheridan, en su estudio sobre Leroux, la Humanidad, para Leroux incorpora a todas las generaciones anteriores, e implica la comunión espiritual de todos los vivientes. «Era una noción mística de Humanidad, que implicaba la necesidad de una nueva fe o ideal, la religión de la Humanidad, guía para la reforma social. A la luz de esta nueva fe solidaria o comunión moral podía reemplazar a la caridad cristiana como vínculo esencial de las relaciones humanas.»

Una nueva fe en la armonía de la solidaridad cósmica que sigue viviendo en nuestros días y no enteramente separada de ciertas evidencias espiritistas. Escuchamos su música en las palabras de Ilya Prigogine: «Darwin nos enseñó que el hombre está enmarcado en la evolución biológica; Einstein nos enseñó que también lo estamos en un Universo en evolución. El darwinismo implica nuestra solidaridad con todas las formas de vida, con el Universo en expansión, nuestra solidaridad con el cosmos como un todo» (Ilya Prigogine & Isabel Stengers, La nueva alianza, Gallimard, París 1979, traducción española Alianza, Madrid 1983, pág. 18).

Pero ¿qué tiene que ver esta solidaridad cósmica con la solidaridad entre los hombres, cuando a la palabra solidaridad no le damos simplemente el sentido de interconexión (interconexión de todo con todo, interconexión prohibida, por otra parte, por el principio de la symploké)? ¿Qué tiene que ver la solidaridad genética, darwiniana (de los hombres con las fieras, con los estreptococos, con los extraterrestres o con los espíritus), con la solidaridad como virtud moral, ética o política? ¿Acaso nuestra solidaridad, en la biocenosis, con los estreptococos no es precisamente el principio de una enfermedad grave, cuyo tratamiento requiere precisamente destruir cuanto antes una solidaridad semejante?

En conclusión: la nueva idea de solidaridad, como principio del humanismo socialista, sería una idea metafísica, muy proporcionada a las ideas que la teoría positivista de la ciencia, y aún el materialismo científico del siglo XIX, desarrollará a lo largo del siglo: Augusto Comte, Claudio Bernard o Federico Engels («existe una muy especial solidaridad de los fenómenos sobre la que hay que llamar la atención de la experimentación», dice Claudio Bernard en su Introducción a la medicina experimental, II, 3). Una idea de solidaridad que intenta apoyar la solidaridad humana, no ya en el Dios de la caridad cristiana del evangelio de San Juan, sino en la solidaridad de un universo monista que «la ciencia» parecía redescubrir sobre nuevas bases. Redescubrimiento que llevaría a situaciones muy cercanas al ridículo, como la que alcanzó en el caso de Guillermo Ostwald, presidente de la «Liga Monista», en su proyecto de fundar la moral humana en el segundo principio de la termodinámica, proclamando, como nueva forma del imperativo categórico, la siguiente máxima: «obra de tal modo que tus actos presupongan un ahorro de energía capaz de contribuir al aplazamiento de la muerte entrópica del Universo» (un imperativo que fácilmente podía ponerse en comunicación con los ideales del quietismo budista zen).

Y no queremos impugnar este fundamento de la solidaridad en una supuesta ley cósmica por acogernos a los argumentos contra la llamada «falacia naturalista», según los cuales del ser de la supuesta solidaridad cósmica monista no cabría derivar el deber ser de la solidaridad humana. Bastaría interpretar la solidaridad cósmica como una ley normativa determinista, para que la solidaridad humana quedase también fundamentada como ley esencial. Nuestra impugnación se basa en la impugnación, propia del materialismo filosófico, del monismo implicado en esa supuesta «solidaridad cósmica» que desempeña el papel de antecedente del argumento. Ernesto Haeckel, en su Historia Natural de la Creación (1868) ya había ironizado sobre la utilización de la idea de solidaridad para referirse a las concatenaciones universales de los fenómenos cósmicos: «ved, pues, qué es la solidaridad. Si Inglaterra tiene una preeminencia cierta entre las demás naciones, lo debe a su alimentación, esencialmente carnívora. Pero Inglaterra come mucha carne porque tiene mucho ganado; y tiene mucho ganado porque tiene muchos tréboles en los prados; y tiene muchos tréboles porque tiene muchos abejorros; pero los abejorros tienen como enemigos a las ratas; y las ratas no son abundantes cuando hay muchos gatos, y hay muchos gatos cuando hay muchas señoras mayores que los cuidan. Luego el número de señoras mayores tiene una influencia evidente en la prosperidad de Inglaterra. He aquí un ejemplo muy completo de la solidaridad.»

En cambio, la metafísica de la solidaridad humana que atribuimos a Leroux lo pondría a resguardo de la acusación de resentimiento que Max Scheler (en su obra El resentimiento en la moral) veía en la filantropía moderna «como concepto polémico, de protesta, contra el amor a Dios»; y también de la acusación de egoísmo que el mismo Scheler atribuyó a Lutero, al subordinar el amor al prójimo al amor a sí mismo, derrumbando con ello el «principio de la solidaridad». Leroux, nos parece, a través de su metafísica de la solidaridad cósmica, podría creer que había logrado, mediante el principio de la solidaridad, superar la contradicción entre el egoísmo y el altruismo o amor a los otros hombres, pero sin necesidad de recurrir a la caridad, es decir, al amor a Dios tenido, como después lo tendrá Nicolai Hartmann en su «ateísmo postulatorio», como incompatible con la libertad humana.

6. La Idea de la solidaridad, acuñada por Leroux, en un ambiente tan oscuro como metafísico, irá consolidándose a lo largo del siglo XIX como «categoría sociológica», ya fuera incorporada a una idea de «solidaridad cósmica» entre todos los fenómenos, ya fuera exenta de esta idea; ya fuera utilizada explícitamente como tal categoría sociológica y antropológica, ya fuera compartiendo usos impersonales más abstractos, tales como los de la solidaridad «entre instituciones» o entre «miembros de un cuerpo orgánico».

Citaremos sólo dos muestras ilustres:

La primera, representada por el propio Augusto Comte, en cuanto fundador de la sociología como nueva categoría científica, la sexta de su numeración, la «Física social». Sin perjuicio de las acepciones no sociológicas, sino más bien cósmicas («solidaridad de los fenómenos») o sociológicas o antropológicas abstractas («solidaridad espontánea de la ciencia y el arte» del párrafo 22 de su Discurso ya citado) que Comte atribuía al término solidaridad, lo cierto es que la acepción más característica que él ha contribuido a definir (y que podríamos llamar «solidaridad positivista») es la que va referida precisamente a la categoría sociológica y a los individuos o grupos integrados en esta categoría, es decir, la acepción sociológica de solidaridad. Una acepción que vuelve a incorporar, por cierto, los rasgos metafinitos propios de una solidaridad armónica: «el conjunto de la nueva filosofía [positiva] –dice en el párrafo 56 del Discurso de 1844– tenderá siempre a poner de manifiesto, tanto en la vida activa como en la especulativa las relaciones de cada uno con todos [subrayado nuestro] en una serie de aspectos diversos, haciendo involuntariamente familiar el sentimiento íntimo de la solidaridad social convenientemente extendido a todos los tiempos y todos los lugares.»

La «solidaridad positivista», tal como Comte la concibió, no parece depender, como en Leroux, de una solidaridad cósmica metafísica, sino que es presentada más bien como un atributo de la sociedad humana, al menos de la sociedad positiva del futuro. La «solidaridad positivista» descansaría «en las representaciones que unos hombres tienen de otros hasta el punto de hacerse responsables los unos por los otros». La solidaridad sería un atributo, por tanto, inmanente a la misma sociedad humana del futuro, en función del Gran Ser y en el contexto de la «religión de la humanidad». Una solidaridad que, habiendo llegado a convertirse en un «involuntariamente familiar sentimiento íntimo», podría considerarse en la sociedad futura como un hecho que ya no necesitaría apoyarse en hipotéticas solidaridades cósmicas, puesto que él mismo, el hecho futuro, sería el apoyo de todas las demás relaciones sociales armónicas, a título de hecho normativo (no como un hecho neutro).

La Idea sociológica de solidaridad, la solidaridad positivista, evoluciona, en efecto, claramente, más hacia el tipo de las solidaridades armónicas –las que en nuestra tabla de referencia giran en torno al cuadro (29)– que hacia el tipo de las solidaridades polémicas que se incubaban por aquellos años entre los movimientos obreros y políticos comprendidos por el Manifiesto Comunista y orientados, en gran medida, a la dictadura del proletariado. Estos hechos constituidos por sentimientos íntimos, de carácter práctico, de Comte (que sólo son hechos postulados, puesto que se dan en el futuro, y, por tanto, piden escandalosamente el principio del fundamento de la solidaridad) serán denominados poco después (por Emilio Durkheim) hechos-normativos, o bien (por Alfredo Fouillée) ideas-fuerza. Desde 1890, en efecto, año en el que se publicó El Evolucionismo de las Ideas-fuerza, Fouillée se ocupó tenazmente de este asunto. En 1893 publicó la Psicología de las Ideas-fuerza, y en 1908, la Moral de las Ideas-fuerza (sobre la que volveremos más adelante).

Como segunda muestra, también en la dirección armonista, citaremos a Federico Bastiat, quien en sus Armonías Económicas dedica un capítulo, el XXI, a la solidaridad (vid. tomo 6 de las Obras, París 1864): la «ley de la solidaridad» será complementaria de la «ley de la responsabilidad». La suerte de los hijos depende de la de los padres; la sociedad humana será concebida como un conjunto de solidaridades entretejidas.

7. Un nuevo hito en la historia de la idea de solidaridad lo representamos por la obra de Emilio Durkheim. Nuevo hito, al menos desde la perspectiva de la tabla de referencia, por cuanto es Durkheim quien introduce por primera vez en la teoría de la solidaridad el criterio que hemos denominado 1, formal, que opone la solidaridad isológica y la solidaridad heterológica.

En efecto, a Durkheim (en De la division du travail sociale, de 1893; que ha de confrontarse con las Règles de la méthode sociologique de 1895 y con Le Suicide de 1897) se debe la distinción, llamada a tener una enorme influencia, entre la «solidaridad que resulta de las semejanzas» [y que corresponde a la solidaridad isológica de la tabla] y la «solidaridad» que resulta de las desemejanzas» [que corresponderá a la solidaridad heterológica]. Dicho sea de paso, la distinción de Durkheim recuerda a la distinción que, en la época, propuso Frazer, en La Rama Dorada, entre la «magia homeopática» y la «magia simpática».

Durkheim denomina respectivamente a estos dos géneros de solidaridad como solidaridad mecánica y solidaridad orgánica. Denominaciones que pueden inducir a error, porque la «solidaridad mecánica» no sólo se daría entre los grupos inorgánicos (digamos: entre las partes de la barra de oro del Protágoras que ya hemos citado), sino también entre los cuerpos vivientes, como pueda serlo un anillado, una lombriz que repite sus segmentos (de ahí surgirá el concepto de las «sociedades segmentarias»), o un clan iroqués.

En las sociedades fundadas en la solidaridad mecánica los individuos son iguales y obedecen a idénticos instintos; la religión lo penetra todo. De esta solidaridad procedería el comunismo, en el que el individuo quedaría absorbido en la colectividad, porque la unidad del todo excluye la individualidad de las partes.

En cambio, en las sociedades en las que prepondera la solidaridad orgánica, no se repiten segmentos iguales, sino órganos diferentes, que ya no se disponen linealmente, como los anillos de la lombriz, sino coordinada o solidariamente. El medio natural del individuo orgánico humano dejará de ser el medio natal a favor del medio profesional. En Roma, las gentes y los comitia curiata serán sustituidos por los comitia centuriata.

Durkheim y, en general, sus numerosos seguidores (pongamos por ejemplo a Abel Rey, el célebre historiador de la ciencia griega, en su Ética, que tradujo Morente al español en 1914), establecerán, como ley histórica, que la solidaridad mecánica de las sociedades humanas, que primero está sola, o poco menos, pierde progresivamente terreno, de suerte que la solidaridad orgánica se hará poco a poco preponderante.

Son transparentes los componentes ideológicos de la teoría de la solidaridad orgánica de la escuela de Durkheim. Al identificar el progreso social con una solidaridad fundada en la heterogeneidad, en la jerarquía y en la desigualdad, la solidaridad puede comenzar a funcionar como una bandera levantada frente a los movimientos sociales igualitarios comunistas o colectivistas. Alfredo Fouillée en su obra sobre la Moral de las Ideas-fuerza (libro IV, cap. 1) objetó la disyuntiva de Durkheim entre la solidaridad orgánica y la mecánica proponiendo un tercer tipo de solidaridad que denominó solidaridad social, como una Idea-fuerza suprema. Esta idea de solidaridad sería capaz de impulsar a los individuos a actuar en provecho de la sociedad humana, es decir, en la práctica, tomándola como fin («como ya reconocieron Fichte, Hegel y Comte»). Pero «en cuanto que su fin moral propio, y el fin de la sociedad humana en el que vive, coincidan con el fin de la sociedad universal».

Lo que Fouillée, con todo su armonismo, no nos dice es por dónde transcurren los caminos objetivos para llegar a una tal coincidencia. Parece bastarse con fórmulas voluntaristas grandilocuentes, que piden el principio acerca de la Idea-fuerza suprema y última, capaz de reconciliar todas las oposiciones: «que el fin universal sea concebido según el verdadero solidarismo moral, como universalmente social, como una sociedad de todos los individuos inteligentes y amantes.» ¿Qué tipo de individuos de los que hoy integran los llamados «voluntariados» se sentiría reconfortado con esta idea de solidaridad de Fouillée? ¿Acaso el voluntariado se hace en nombre de la solidaridad abstracta? Lo que impulsa (o «motiva») a un voluntario a ir a cuidar enfermos o inmigrantes desamparados, o a ir a cristianizar paganos como misionero, no es la solidaridad en general; las motivaciones hay que buscarlas en otros estratos de la sociedad y del individuo, en la presión social, en el temor, en la voluntad de poder, en la simpatía o en el espíritu de aventura. Y no cabe suponer que se ha logrado formular una ley del progreso humano, con el nombre de la ley de la solidaridad social, capaz de dar cuenta de las solidaridades específicas, cuando lo que ocurre es que cada una de estas solidaridades tiene, por así decir, su ley propia, que se opone casi siempre a la ley de las otras solidaridades. Lo que quiere decir que «la ley de solidaridad general» es sólo una denominación confusa y borrosa de procesos muy heterogéneos; o, dicho de otro modo, que la ley universal presupone las leyes particulares y no al revés. La «ley universal de solidaridad social» no tiene más consistencia que esa «ley de globulización» insinuada por Heriberto Spencer (inspirado en Schelling, y considerada por el Padre Teilhard de Chardin) a partir de la cual se pretendía explicar tanto las pompas de jabón, como las células, tanto los globos oculares como los globos planetarios.

8. La Idea de «solidaridad», considerada antes como un bien muy conveniente para los seres individuales que como una exigencia social, es decir, considerada desde la más ramplona perspectiva del «egoísmo» tipo Le Dantec sin mayores pretensiones filosóficas (y más bien como crítica a estas pretensiones), irá consolidándose entrada ya la segunda mitad del siglo XIX. Sirva como ejemplo español, tomado del corpus de la RAE, el siguiente de Pedro Antonio de Alarcón en sus Relatos (1882): «yo era humilde: yo quería mi puesto en aquella familia de hermanos; yo abdicaba mi individualidad por conseguir solidaridad en un poco de amor...»

9. León Bourgeois ofreció, en los primeros años del siglo XX, un desarrollo original en el contexto de las doctrinas positivistas de la solidaridad, en la medida en que ellas abrían perspectivas filosófico-políticas. En su conocida obra Essai d'une philosophie de la solidarité (París 1902), Bourgeois emprende la tarea, partiendo (como lo hiciera Leroux) del concepto jurídico de solidaridad, de construir una idea filosófica (sociológico-político-antropológica) de solidaridad que, sin embargo, no queda desprendida enteramente (como le ocurría a la idea construida por Leroux) del marco jurídico originario en el que se forjó.

No se trata, en el caso de Bourgeois, de regresar a una fundamentación cósmica de la solidaridad humana (como fue el caso de Leroux), ni siquiera a una fundamentación humanístico trascendental (como fue el caso de Comte) o sociológico-positiva (Durkheim). Bourgeois quiere mantener, para la idea filosófica de la solidaridad, el mismo tipo de fundamentos jurídicos en los cuales se basan las obligaciones solidarias del derecho romano y sucesores. Si bien procede retrotrayendo estos fundamentos más atrás del horizonte en el que se mantienen las ordenaciones legales positivas, a fin de situarlos en el terreno social de las relaciones sociales constitutivas previas a cualquier codificación, pero interpretadas desde las categorías jurídicas. Se trata de la misma estrategia que condujo a las teorías políticas del contrato social: Rousseau utilizó el concepto jurídico de «contrato», propio del derecho civil, para construir la idea de un contrato originario o primordial anterior al mismo derecho civil (que resultaría precisamente de ese contrato originario). A partir del contrato primordial supuesto se pretendía dar cuenta de la génesis y estructura de la sociedad política y, dentro de ella, de los contratos civiles, de los que es garante la propia sociedad política, o Estado.

Bourgeois, asimismo, presuponiendo sin duda la doctrina que pone el contrato civil (o pacto) como fuente de las obligaciones solidarias, postula un cuasicontrato originario (apelando a una figura jurídica dibujada ya por los comentaristas de Gayo y por Justiniano), en virtud del cual pueda decirse que los hombres, que han sido formados gracias a otros hombres que constituyen la sociedad, no solamente tienen con ellos una solidaridad factual (el hecho de la solidaridad) sino un deber (el deber de solidaridad). En efecto, este deber de solidaridad tendría, según Bourgeois, la naturaleza de una deuda legal (no sólo moral). Ante todo se trata de la deuda que cada individuo tiene con quienes lo han engendrado, educado y hecho hombre (nos acordamos de la prosopopeya de las leyes del Critón platónico).

La solidaridad, como deber, se fundaría, en definitiva, en el (supuesto) cuasicontrato que todos los hombres, por el hecho de ser formados por la sociedad, suscriben con sus semejantes y cuyos efectos habrán de ser similares a los de los contratos legales.

Según esto, la solidaridad nace de una deuda y de la obligación de pagarla. Si la deuda se paga voluntariamente, y no tanto por liberalidad, por amor o por sentimiento íntimo, sino por obligación, la solidaridad podrá considerarse como bien fundada. Además sólo así podrá ser respetada y libre la propiedad individual: después de que el propietario haya pagado las deudas sociales. El pago deberá transferirse a todos los desheredados, bien sea espontáneamente bien sea mediante impuestos progresivos que el Estado imponga como garante de todo contrato.

Ahora bien: la transformación del concepto jurídico de obligación legal solidaria en la idea de obligación social de solidaridad también determina profundas modificaciones en el concepto jurídico-positivo original, y muy especialmente en los componentes antagónicos que hemos llamado de primer orden. Sin embargo, el concepto de solidaridad de Bourgeois no parece poder asumir enteramente la forma de una «solidaridad armónica», por el componente que él arrastra de «obligación impuesta», en última instancia, por el Estado.

En realidad, el fundamento de la solidaridad «socialista» que ofrece Bourgeois esconde, ante todo, bajo la apariencia jurídica del cuasicontrato, el reconocimiento de la presión social de quienes tienen «fuerza de obligar» al pago de «las deudas». (¿Y por qué un hijo tendría que conceptualizar como deuda el reconocimiento de la donación que sus padres le hicieron, al engendrarle y enseñarle a hablar, sin él haberlo pedido?) Y en la medida en que se hace intervenir al Estado para imponer el deber o la obligación de la solidaridad, el fundamento de esta solidaridad deja de ser jurídico, porque dejan de serlo las obligaciones fundamentadas (¿cómo sería posible definir a los acreedores y a los deudores de estas deudas sociales?). En realidad se convierte en un fundamento político, dentro del proceso de la lucha de clases que toma como instrumento al Estado, ya sea desde la perspectiva socialdemócrata, ya sea desde la perspectiva de la dictadura del proletariado.

La teoría contractualista (cuasi-contractualista) de la solidaridad, de Bourgeois, tiene, sobre las teorías metafísicas trascendentales cósmicas o humanísticas, la ventaja de su positivismo diamérico. También está libre de las peticiones de principio propias de las teorías psicologistas (que apelan al «sentimiento de solidaridad» como se apelaba a la virtud dormitiva del opio para explicar su capacidad somnífera); un sentimiento de solidaridad que estaría inscrito, como un imperativo categórico, en el corazón de los ciudadanos. La solidaridad, como vínculo social, dejará de derivarse de principios metaméricos (respecto de las mismas partes cuya solidaridad se trata de fundamentar) y comenzará a ser derivada de principios diaméricos, es decir, de la misma «presión» de unos individuos o grupos sobre otros grupos o individuos.

Pero no nos acercaremos, por ello, propiamente a una teoría jurídica o cuasi-contractualista de la solidaridad; más bien estamos ante una teoría política de la presión social entre grupos, individuos o clases en conflicto.

Una presión vista (o traducida o coloreada) desde las categorías de un jurista. En realidad esta teoría de la solidaridad, si mantiene su carácter positivo, sigue siendo por lo que tiene de una teoría factualista, que se apoya en la fuerza efectiva de la que pueden disponer los grupos o individuos o clases que reivindican la solidaridad de otros grupos sociales.

En cualquier caso, la teoría política de la solidaridad no necesita apelar a oscuros principios metafísicos (cósmico, trascendentes o psicológicos) que actuasen a través de cada «corazón humano»; le bastará invocar el hecho positivo de quienes detenten un poder político suficiente para poder imponer la solidaridad de unos ciudadanos hacia los otros. Un poder político que la ley tributaria, por ejemplo, transformará en un poder jurídico, pero no recíprocamente.

La concepción político-jurídica de la solidaridad parece capaz también de dar cuenta de la solidaridad necesaria para la cohesión entre las partes formales de una sociedad política determinada, partes formales que no son propiamente los individuos. Por ejemplo, la necesaria solidaridad entre las 17 Comunidades Autónomas en las que está repartida España a raíz de la Constitución de 1978 difícilmente podría fundarse en principios metafísicos, o en supuestos deseos previos de convivencia, o en motivos psicológicos, éticos o morales. Una tal solidaridad tiene una naturaleza política y jurídica a la vez, en cuanto es un deber constitucional.

En cualquier caso, la solidaridad no implica igualdad entre las partes solidarias. La solidaridad puede ser orgánica, y aunque pueda ser recíproca no tendría por qué se simétrica. (El concepto de «federalismo asimétrico», defendido por algunos partidos socialdemócratas españoles, refleja la posibilidad de relaciones lógicas recíprocas, pero no simétricas, en el campo de la solidaridad.)

10. Los primeros años del siglo XX –acaso hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial– conocen una asombrosa floración de libros y folletos en torno a la idea de solidaridad, así como también de asociaciones sindicales o políticas que se acogen a esta misma idea. León Bourgeois sigue publicando: Applications sociales de la solidarité (París 1902); Celestino Bouglé publica Le Solidarisme (París 1907); George Fonsegrive su Solidarité, pitié, charité: examen de la nouvelle morale (París 1907); L. Fleurant, Sur la solidarité (Paris 1908) y, por supuesto no hay tratado de moral o de política de la época que no se refiera de algún modo a la solidaridad, a veces muy críticamente, y no sólo desde perspectivas cristianas tradicionales. Tengo a la vista los libros de Léon Désers, por ejemplo, La Morale dans ses Principes (París 1905) y Les Morales d'Aujourd'hui et la Morale Chrétienne (París 1910); o el libro de Guillermo Leoncio Duprat, traducido al español por R. Rubio (Madrid 1905), La Moral, fundamentos psico-sociológicos de una conducta racional, que contiene múltiples referencias, a veces muy críticas, a las cuestiones en torno a la solidaridad.

Tendría un gran interés el análisis y diagnóstico de las posiciones que estos autores –y otros muchos más– van tomando ante las cuestiones planteadas por la idea de solidaridad (sobre su fundamentación, sobre el modo de entenderla –armónica o polémicamente, isológica o heterológicamente–, sobre las relaciones con otras ideas colindantes).

También en estos años del siglo XX nos encontramos con una notable floración de asociaciones sindicales o políticas que se conciben a sí mismas como inspiradas por la solidaridad. Para referirnos a España: Solidaridad Obrera fue fundada el 3 de Agosto de 1907, reuniendo a sindicatos catalanes con gran auge hasta la llegada de la CNT («Solidaridad Obrera» fue el periódico anarcosindicalista portavoz de la CNT que el 19 de Octubre de 1907 apareció como semanario –con la colaboración de Anselmo Lorenzo o José Prat– y en 1915 como diario. La CNS se incautó en 1939 de este periódico y cambió su nombre, «Solidaridad Obrera» por el de «Solidaridad Nacional» como órgano del Sindicato Vertical). En 1916 se constituyó una asociación denominada «Solidaridad Catalana» que agrupó a la «Lliga Regionalista» y a la «Unió Nacionalista». En 1923 un grupo anarquista catalán se autodenominó «Los Solidarios» (sin más determinaciones: el rótulo no nos dice si estos solidarios eran obreros, catalanes, españoles, musulmanes, &c.), como si ellos tuvieran la solidaridad por antonomasia. En la Segunda República cambiarán de nombre por un no menos antonomásico: «Nosotros.»

Ya nos hemos referido a la «Solidaridad de Obreros Vascos» (SOV), una confederación de sindicatos católicos vascos, fundada en 1911, de carácter nacionalista y muy próxima al PNV, enfrentada en principio a la UGT, aunque después de la Guerra Civil confluyó con ella en una «Alianza Sindical de Euskadi».

Cabe afirmar que la Idea de solidaridad encarnada por estas asociaciones tenía un carácter polémico, no armónico, en la medida en que tales asociaciones concebían su solidaridad como enfrentada polémicamente (a veces, según el tercer orden de antagonismo) a otros grupos o incluso a otras solidaridades. Se trataba, por ejemplo, de la solidaridad de nacionalistas vascos contra el «centralismo de Madrid», o de la solidaridad de los obreros vascos católicos frente a los obreros socialistas, o de la «solidaridad catalana», frente a Maura, &c.

§ 4.
Cooperación, solidaridad y fraternidad

1. La Idea de solidaridad, como cualquier Idea, sin perjuicio de su gran riqueza interna, no puede considerarse únicamente de modo aislado: está siempre en «sociedad» con otras Ideas, y puede considerarse como formando parte de otras series o conjuntos de ideas más o menos afines tales como, en nuestro caso, las ideas de cooperación y de fraternidad.

Estas tres ideas aparecen algunas veces asociadas en un sintagma enumerativo («cooperación, solidaridad y fraternidad») que sugiere la intención de una enumeración completa, puesto que el «y» final podría significar: «la enumeración ha terminado». Nos encontramos en este caso ante la enumeración de una tríada de ideas que además parecen formar parte, dadas sus afinidades semánticas, de una misma «constelación de ideas».

2. Ya la misma circunstancia de construir tríadas merece alguna consideración inicial, puesto que la tríada es ella misma una idea; y el que las ideas se nos ofrezcan no ya flotando aisladas («megáricamente»), ni encadenadas todas con todas, sino precisamente formando tríadas, no es algo que pueda considerarse a priori como desprovisto de significado. ¿Quién no tiene presentes tríadas tan famosas en nuestra tradición como puedan serlo la «tríada capitolina» (Júpiter, Minerva, Juno) de los romanos, la tríada trinitaria (Padre, Hijo, Espíritu Santo) de los cristianos, la tríada revolucionaria (Libertad, Igualdad, Fraternidad) de los franceses, tan vinculada a la tríada de las virtudes teologales (Fe, Esperanza, Caridad)?

Habrá que preguntar ¿acaso es la tríada una idea simple, un mero principio indivisible? La respuesta, al menos en un terreno no teológico, es negativa, al menos genéticamente. También el triplete numérico puede ser resultado de la suma de un impar y un par. Y en todo caso, un triplete puede ser interpretado de muchas maneras, por ejemplo, como una serie ordenada de ideas o principios embotellados, o bien como un sistema de tres principios independientes los unos de los otros, o bien como resultado de un cruzamiento de dos pares de términos opuestos en el que uno de los términos hubiera de quedar anulado.

En general supondremos que los tripletes de ideas han de ser considerados como resultantes de algún proceso de composición de ideas simples o primitivas. Por ejemplo, la tríada de las relaciones aritméticas (igual, mayor, menor) puede considerarse como resultante de un cruce de dos dicotomías: igual/desigual, mayor que/menor que (la segunda dicotomía, en este caso, más que cruzarse con la primera constituye una subdivisión de la desigualdad). La tríada aristotélica de las sustancias –sustancia incorpórea divina, sustancias corpóreas divinas o celestes e incorruptibles, y sustancias terrestres corruptibles– es el resultado del cruce de estas dos dicotomías: sustancias corruptibles/sustancias incorruptibles; ser móvil/ser inmóvil.

Es preciso, por tanto, buscar el fundamento de la unidad de cualquier tríada, no basta suponerla dada como parece suponerlo quienes la enuncian adjetivándola con el término «triple» («la triple exigencia de...»). ¿Por qué tendría que ser triple y no cuádruple?

La posibilidad lógica de descomponer una tríada en sus componentes dicotómicos o de cualquier otra índole, a fin de lograr recomponerla o reclasificarla, demuestra la importancia de fijar el ámbito en el que se aloja cada terna o triplete, puesto que los componentes dicotómicos de un triplete o terna dada, serán ideas alojadas en el ámbito de ese lugar o constelación o symploké. Así, el lugar de la tríada capitolina y el de la tríada trinitaria es un «lugar teológico»; el lugar de la terna revolucionaria es un lugar político. ¿Cuál es el lugar de la tríada que nos ocupa? Esta tríada intersecta con la revolucionaria por la idea de fraternidad, lo que nos induce a sospechar que las ideas que nos ocupan, y los principios revolucionarios están dados a la misma escala.

¿Concluiremos de ahí que su lugar es también de naturaleza política? En este caso, ¿podríamos aplicar a nuestra tríada el análisis que, según hemos sugerido en otra interpretación, puede aplicarse a la terna revolucionaria a partir de la terna constituida por los tres axiomas de los Principia de Newton? No necesariamente, porque la terna que nos ocupa también intersecta con otras constelaciones.

3. El lugar de estas tres ideas parece situado, desde luego, en el espacio antropológico, y más precisamente, si dejamos de lado el eje angular, en su eje circular, el que está constituido por los hombres, individuos o grupos, en tanto mantienen entre sí sistemas de relaciones y de operaciones mutuas.

Desde esta perspectiva podríamos comenzar comparando estas tres ideas, en la medida en que tienen una coloración parenética, con otras ideas afines que también han sido acuñadas en la tradición del pensamiento ético y moral, como puedan serlo las ideas de la constelación de las virtudes.

Tomemos dos referencias, una antigua y otra moderna, de la doctrina de las virtudes: la platónica y la espinosista.

La doctrina platónica distinguía tres tipos de virtudes cardinales propias, correspondientes a cada una de las almas de que estaría constituido el organismo humano: la fortaleza (andreia), la templanza (sophrosine) y la prudencia (phronesis); la justicia (dikaiosine) era propiamente una virtud de segundo grado, coordinadora de las demás. Pero difícilmente podríamos establecer alguna correspondencia firme entre las virtudes éticas platónicas y las ideas de nuestra tríada, que se dan obviamente en otro plano.

En la doctrina espinosista figuran también tres «virtudes cardinales»: la fortaleza, la firmeza y la generosidad (aun cuando propiamente la firmeza y la generosidad son proyecciones específicas de la fortaleza). Pero la única correspondencia de escala, al menos, sería la que se establece entre la solidaridad y la generosidad. Pero, ¿qué tiene que ver la fraternidad con la firmeza o la cooperación con la fortaleza?

Concluimos: las tres ideas de la serie que nos ocupa, si no están dadas en el lugar propio de las ideas éticas, habrán de estarlo en el lugar propio de las ideas morales, o acaso políticas (es decir, económico-políticas). Serían ideas originariamente morales, sociales, o económico-políticas, lo que no excluye que puedan proyectarse a escala individual.

4. Como ideas que parecen planear sobre grupos humanos, en cuanto formados por individuos ensamblados (diríamos, como ideas que tienen que ver con la sintaxis de los individuos más que con los individuos mismos) las ideas de nuestra tríada habrían de ser interpretadas primariamente como ideas relación y secundariamente como operaciones (co-operaciones) de los sujetos humanos aplicados a términos extrasomáticos, intrasomáticos o intersomáticos) susceptibles de mantener el sistema de relaciones implicadas por estas ideas. También es verdad que esta dialéctica entre relaciones y operaciones no se mantiene de igual manera en los tres casos: en la idea de cooperación prima la idea de operación sobre la de relación (que también es objetiva); en la idea de solidaridad las relaciones y las operaciones aparecen en igual proporción; en la idea de fraternidad prima la relación sobre la operación.

Ahora bien, las tres ideas que nos ocupan no quedan agotadas en sus aspectos sintácticos; sus contenidos tienen una carga eminentemente semántica y pragmática.

Pero al analizarlas desde esta perspectiva es cuando advertimos que las tres ideas no son enteramente intercambiables, indeterminadas o flotantes en un espacio antropológico amorfo. Sencillamente estas tres ideas no pueden ponerse en un mismo plano que cortase al eje circular del espacio antropológico.

En efecto, el eje circular del espacio antropológico se envuelve en un tiempo histórico. Y en este tiempo histórico venimos distinguiendo tres categorías historiológicas: el presente, el pasado y el futuro, según que las influencias sean recíprocas y constituyan círculos de codeterminación («el presente»), o bien círculos de personas que influyen sobre el presente pero no recíprocamente («el pasado»), o a la inversa («el futuro»). Estas tres categorías historiológicas se reagrupan en dos: el presente por un lado y el pasado y el futuro por el otro.

Damos por evidente que la idea de cooperación se corresponde más bien con el «círculo del presente». ¿Cómo podría alguien cooperar con las personas difuntas (las que constituyen el «círculo del pretérito») o con las personas que todavía no han nacido (las que constituyen el «círculo del futuro»)? Carece de sentido, por tanto, «cooperar» con el pretérito o con el futuro.

En cambio, la idea de solidaridad, aunque no tiene sentido práctico referido al pasado y lo tiene, ya desde luego, en el presente, mantiene también sentido referida al futuro. Esta idea aparece curiosamente utilizada por algunos de los defensores de la idea de «desarrollo sostenible» (popularizada a partir del encuentro de Río de Janeiro de 1992): pues el rasgo distintivo de tal idea sería «el principio de la solidaridad intergeneracional, diacrónica e histórica» (vid. Oriol Pibernat, Mundo Científico, febrero 1996, pag. 31).

Por último, la idea de fraternidad, que también tiene sentido en el presente, está formalmente implicada con el pretérito; porque la fraternidad es una relación que se establece entre los sujetos en cuanto resultantes de los productos relativos de estos sujetos con sus padres o madres, y con los antepasados que están situados, desde luego, en el pretérito; lo que no excluye su importancia: «cada vez los muertos mandan más sobre los vivos.»

¿Qué podemos concluir de las determinaciones que acabamos de establecer? Principalmente que hemos al menos logrado asignar a cada una de las ideas de nuestra tríada un lugar diferencial, si no exclusivo, en las categorías históricas del eje circular del espacio antropológico. Pero estos lugares diversos, suficientes para discriminar algunas relaciones que se cruzan en la nebulosa de un triplete indeterminado, no deben hacernos olvidar que las tres ideas son antes ideas morales o políticas (o económico-políticas), que ideas éticas. Esto significa que hay que referirlas a grupos frente a otros grupos, porque la «moral universal» contiene muy pocas líneas normativas, por no decir ninguna.

5. La idea de cooperación, en el terreno económico y social, apareció en la Francia del siglo XIX por iniciativa de ideólogos impresionados por la contemplación de la división de la sociedad europea en dos clases, la de los propietarios y la de los desposeídos; los ideólogos cooperativistas vieron en el «taller cooperador» la posibilidad de un nuevo orden social. Felipe Buchez, amigo de Leroux, fundó la revista L'Atelier en 1840.

La cooperación indica operación conjunta. La cuestión más importante es determinar si la cooperación está exigida por cada operación (supuesta personal o individual) o es contingente a la propia operación. La cuestión no puede tratarse poniendo entre paréntesis la propia obra (el finis operis). Por tanto no tiene sentido tratarla en abstracto: la cooperación depende de la naturaleza de la obra y por tanto no puede derivarse de una disposición psicológica, ética o subjetiva, puesto que está en función de la obra que va a ser construida. Hay obras que pueden resultar alternativamente de operaciones o de cooperaciones. Pero hay obras personales no cooperativas en las que el trabajo «en equipo» o cooperativo está fuera de lugar. La Quinta Sinfonía no se escribió, ni pudo escribirse, cooperativamente, aún cuando su interpretación exija la cooperación de los músicos de la orquesta. Tratar de cooperar formalmente con Beethoven en el momento en que escribía su quinta sinfonía sería una forma de importunarlo; la mejor manera de cooperar con él habría sido dejarlo tranquilo, es decir, no cooperar con él formalmente.

Hay obras, en cambio, que sólo mediante el trabajo cooperativo y social pueden hacerse, y esto ocurre ya en el campo etológico, por ejemplo en la caza cooperativa de los leones en el Serengeti. La cooperación, sin embargo, tiene sus límites, impuestos por la propia estructura de la obra. Una de las «leyes» que establecen los límites de la cooperación objetiva es la llamada «ley de Moede», como ley del rendimiento decreciente en los incrementos de cooperación: el trabajo cooperativo de arrastrar con cuerdas un gran masa pétrea exige la cooperación de varios individuos pero cada uno que se agrega al trabajo cooperativo no contribuye con su fuerza de modo lineal sino según una ley decreciente, que termina por hacer contraproducente la cooperación (por muy buena voluntad subjetiva que mueva a los cooperantes). Como ejemplo límite, el famoso «problema de la zanja»: si tres obreros pueden hacer una zanja de un metro cúbico de profundidad en cuatro horas, ¿cuánto tardarán en hacerla cooperativamente trescientos mil obreros? Es evidente que aunque matemáticamente el tiempo invertido en hacer la zanja rondaría las décimas de segundo, el trabajo sería imposible porque los cooperantes se estorbarían unos a otros. Si aplicamos este tipo de leyes a la cooperación económica internacional entre diferentes tipos de Estados, desarrollados y no desarrollados, las consecuencias, muy diversas, tienen sin embargo la misma dirección.

Lo que nos interesa subrayar es el reconocimiento de las dos clases contrapuestas de cooperación, a saber, la que llamaremos cooperación armónica y la cooperación polémica. La cooperación armónica integra en la misma dirección las operaciones que contribuyen a ella; sin perjuicio de que el grupo cooperativo (con «moral cooperativa») esté dado en función de una obra o resultado considerado ética o socialmente respetable, o esté definido en función de un resultado criminal o mafioso; dicho de otro modo, la cooperación armónica de un grupo no garantiza la armonía entre los diversos grupos cooperativos. La cooperación puede ser, en efecto, también polémica o competitiva, como ocurre en las democracias parlamentarias, en las cuales el partido del gobierno necesita de la cooperación de la oposición en cuanto tal, dentro de ciertas reglas. En el terreno económico la cooperación plantea problemas específicos muy diversos y de naturaleza mucho más oscura, sobre todo en empresas que tienden al monopolio. Si en la comercialización de un producto la demanda cae, es decir, no coopera con la oferta, entonces la oferta desaparece. Se ha dicho que la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico) se propuso como una cooperación de la oferta buscando demanda (a la manera como lo hizo el Plan Marshall). La diferencia entre la cooperación armónica y la cooperación polémica podría quedar simbolizada en la diferencia que la escuela pitagórica establecía, en los juegos, entre gladiadores y corredores; Pitágoras como es sabido recomendaba la cooperación no competitiva o armónica («debéis comportaros como los corredores, cada uno de los cuales busca llegar a su meta sin estorbar al rival; y no como los gladiadores, cuyo objetivo no se cumple si no es a costa de destruir al contrario»).

6. En cuanto a la solidaridad, nos atenemos a lo que hemos dicho anteriormente, insistiendo en la conveniencia de mantener de algún modo el carácter polémico de la idea de solidaridad. Carácter heredado de su conceptuación jurídica originaria, es decir, de la concepción de la solidaridad como una obligación o presión impuesta o emanada de la situación diamérica en la cual un grupo entra en relación con otros grupos; de donde se deduce la imposibilidad de la Idea límite «solidaridad entre todos los hombres» (porque entonces la Idea de solidaridad se transforma en la Idea mítica de fraternidad, de la que más abajo hablamos). Salvo que «todos los hombres» puedan considerarse como constituyentes del domino de una relación de enfrentamiento contra terceros, por ejemplo contra los marcianos invasores, o contra los animales macroscópicos o microscópicos: solidaridad de todos los hombres contra el SIDA o contra el bacilo de Koch.

7. En cuanto a la Idea de fraternidad, lo esencial es subrayar su carácter originario como concepto zoológico, definible por la relación entre los términos de un dominio de la relación «hijo de N». El concepto de fraternidad –dejando aparte, como excepcional la «fraternidad legal»– se determina internamente, bien sea como fraternidad materna (fraternidad uterina) o bien como fraternidad paterna, o bien como fraternidad total (la fraternidad como relación entre los individuos que descienden de un mismo padre y una misma madre). La fraternidad se generaliza internamente al desarrollar la relación en sus cuadrados, en sus cubos, &c. (entre los nietos, los bisnietos). La fraternidad dice ascendientes comunes: es la fraternidad ampliada (más allá de la familia nuclear). Aunque el concepto es zoológico, tiene especial aplicación en el campo antropológico, en el que se constituyen familias con nombres propios, posibilidad de registros de nombres y de incorporación legal de hijos no biológicos (por adopción). La fraternidad, supone, por tanto, múltiples fraternidades, porque la relación, aunque pueda considerarse universal a todos los hombres, no es conexa. La fraternidad estricta, familiar, se opone por tanto a la relación de ciudadanía, porque las relaciones políticas implican el desbordamiento de las relaciones familiares. Como símbolo sigue valiendo la situación de Rómulo matando a su hermano Remo en el momento de la fundación de Roma.

La fraternidad, antropológicamente, al generalizarse va desvaneciéndose; sin embargo conserva el sentido de la «relación de sangre» y en este punto la fraternidad adquiere ciertos tintes racistas («fraternidad aria», «fraternidad china, &c.).

La Idea de fraternidad se amplía también en una dirección mítica cuando el ancestro o padre común es interpretado en términos religiosos como Dios Padre: ahora la fraternidad se funda en la condición de los hombres como hijos de Dios, y de aquí surgió en nuestra tradición la idea de fraternidad entre todos los hombres como hijos de Adán. Pero de hecho estas fraternidades, históricamente, han jugado un papel polémico por la sencilla razón de que no todas las sociedades se acogían al mismo Dios. De otro modo, los hermanos del «pueblo elegido» constituyen una fraternidad distinta y opuesta a la de los «hermanos en Cristo», o a la de los «hermanos musulmanes» (que asesinaron, entre otros, al presidente Nasser). Es muy instructivo analizar la última tanda de resoluciones acordadas por el Consejo Nacional palestino en su vigésima sesión, celebrada en Argelia del 23 al 28 de Septiembre de 1991: el Consejo Nacional palestino utiliza la idea de fraternidad dentro de un círculo inequívocamente confesional, el islámico, refiriéndose a los «hermanos del Islam»: «el Consejo Nacional Palestino saluda a la hermana Argelia, a la hermana Túnez, al hermano reino de Marruecos, al hermano pueblo del Irak, a las fraternas relaciones jordano palestinas, al hermano El Líbano... a los pueblos hermanos de Sudán y Yemen...»; pero aún cuando expresa su aprecio a las posiciones coetáneas de Su Santidad el Papa, ya no le llama hermano; y llama «solidario» al Comité Especial de las Naciones Unidas para el ejercicio de los derechos inalienables del pueblo palestino. Y no hablamos aquí de otras fraternidades puramente metafóricas como las «fraternidades masónicas» o la «fraternidad de los hermanos proletarios» (UHP).

Esto suscita la cuestión de las relaciones entre las ideas de cooperación y de solidaridad. Ambas ideas tienen una estructura similar, en tanto que ambas pueden desarrollarse según el modo armónico o bien según el modo polémico. Además, se implican mutuamente: la cooperación dice solidaridad, y la solidaridad activa dice cooperación (la solidaridad, a escala internacional suele concretarse, en nuestros días, en un plano económico mediante la cesión del 0'7% del PIB de los países desarrollados llamados solidarios, o bien mediante la remisión de la deuda exterior de los países subdesarrollados). Pero no por ello cabe identificar la idea de cooperación con la de solidaridad. La idea de cooperación hace más bien referencia los procesos cooperativos que tienen lugar en el presente (en el sentido que antes hemos definido); la solidaridad se abre camino a través de la cooperación («obras son amores») pero se funda en relaciones que miran hacia el futuro.

En el contexto de la coordinación entre solidaridad y cooperación, la idea de fraternidad tiene claramente el papel de delimitación del campo de aplicación de la cooperación, y, en ella, de la delimitación del radio al que puede extenderse la solidaridad. La fraternidad, si mantiene su sentido estricto y no el mitológico, seguirá fundada en el antecesor común: las solidaridad aparece como nexo de conexión entre los hermanos y la cooperación tiene lugar también entre estos hermanos, que lo son porque pueden cooperar, por ser solidarios en la fraternidad, en virtud de la cual se hacen proporcionados sus objetivos operatorios, y los instrumentos necesarios para ello (muy especialmente el lenguaje).

Por ello, cabe concluir que la fraternidad, como concepto estricto (fundado en relaciones de parentesco de sangre antes que en relaciones de parentesco de alianza) carece por completo de capacidad para transformares en una Idea filosófica de alcance ético, moral o político. La razón ya la hemos insinuado: la idea de fraternidad, para ser aplicada a un campo concreto, en cuanto Idea-fuerza, requiere fijar la referencia de los parámetros y estos no pueden determinarse internamente a partir de la idea abstracta (sin parámetros) de fraternidad. Si los parámetros se fijan en la dirección más estricta, la fraternidad define simplemente círculos de parentesco (estirpes, phyla, &c.) cuyo alcance se mantiene en los límites de la etnografía o de la genealogía (en cuyo campo, además, la fraternidad ha de comprender también al enfrentamiento entre los propios hermanos, enfrentamientos simbolizados por las parejas de Caín y Abel, de Rómulo y Remo, o de Cástor y Polux).

Si el parámetro se fija en un terreno teológico o dogmático (Dios, Cristo, Mahoma, Adán), la idea de fraternidad cobra un sentido confesional («hermanos en Cristo», «hermanos musulmanes»). Si el parámetro se fija con las pretensiones de recubrir a todos los individuos del «Género Humano» (la idea masónica de fraternidad, en cuanto fundamento de la filantropía), la idea sigue siendo metafísica y sin conexión ninguna con un concepto estricto, porque el «ancestro» del Genero Humano no puede ser fijado, y menos aún limitado, a los descendientes del supuesto hombre de Cromañón. Ahora la idea de fraternidad podrá desbordar legítimamente las propias fronteras convencionales del llamado Género Humano para extenderse a los póngidos y a los primates, a los cuales el Proyecto Gran Simio considera como hermanos o primos hermanos de los hombres. La propia Declaración universal de los derechos del animal, aprobada por la ONU en 1978, confirma esta posibilidad de ensanchamiento (delirante, a nuestro juicio) del concepto de fraternidad.

§ 5.
Crítica a la «Idea General» de Solidaridad

1. Si entendemos la crítica como clasificación, la manera más expeditiva de criticar a la Idea general de Solidaridad es clasificarla, a fin de establecer tipos disyuntivos de solidaridad que puedan considerase incompatibles entre sí. Si hay que elegir entre estos tipos, la conclusión será obvia: la Idea general de Solidaridad quedará rota en cuanto «Idea fuerza», o en cuanto norma axiológica de valor general positivo.

La crítica a la Idea general de solidaridad a través de su clasificación interna podría considerarse como una crítica inmanente, puesto que tal crítica se resuelve en la destrucción de unas solidaridades por otras. También son posibles, sin duda, las críticas a la solidaridad desde «fuera» de ella, es decir, desde situaciones que puedan considerarse ajenas a los núcleos de la solidaridad, a pesar de que estos suelan englobarse en su campo. Pero estas críticas por «desclasificación» también podrían seguir siendo consideradas como clasificadoras, si bien fuera de la inmanencia del campo de la solidaridad.

2. Ante todo, nos atendremos a clasificaciones según criterios axiológicos (éticos, morales, políticos...) de la solidaridad, incluso a las clasificaciones dadas dentro de un mismo tipo, como puedan serlo las solidaridades «numéricas» (dentro de una misma especie) que tienen que ver con la cohesión en interdependencia de los individuos o de los grupos humanos.

En todo caso, la idea general de este tipo de solidaridades humanas, incluso de las más tenaces, no garantiza el valor de una solidaridad dada, por vigorosa que ella sea. Es preciso tener en cuenta los contenidos, es decir, la materia de la solidaridad y no sólo su forma.

La solidaridad de un individuo con otros individuos del «Género Humano» puede quedar devaluada, desde el punto de vista ético, moral o político, según la materia en la que dicha solidaridad se establezca. La solidaridad (cuando se reduce, como es frecuente, a una relación interindividual, más que moral o política) de un ciudadano con un asesino, o con un ladrón que pretendió extorsionarle (la solidaridad que me lleva a «ponerme en su pellejo») puede convertirle en un caso más de quien está afectado por el «Síndrome de Estocolmo» o simplemente en un cómplice, encubridor o delincuente. La solidaridad, reducida al plano interindividual, y fundada en la «comprensión del otro», en lo que tradicionalmente se llamaba la «sim-patía» (cuyo calco latino es la «com-pasión») no garantiza en absoluto el valor ético moral cívico, &c. de la solidaridad. Axel Honneth, que se mueve en las coordenadas de la llamada Escuela de Francfort, ha sostenido recientemente la conveniencia de elevar el término «solidaridad» a la condición de «título posible de la relación intersubjetiva que Hegel denominó intuición recíproca» (la solidaridad representaría de este modo una síntesis de las dos formas de reconocimiento que le preceden, porque con el derecho comparte el punto de vista cognitivo del tratamiento igualitario, y con el amor, el aspecto de la conexión emocional y de la atención cuidadosa). Sea. Pero esta «intuición recíproca», núcleo de esta solidaridad reducida a la intersubjetividad, ¿acaso no se manifiesta también en los casos más graves del Síndrome de Estocolmo? ¿Acaso Kristine y Olson no debieron tener ya una «intuición recíproca» cuando Olson secuestró a Kristine en el Kredit Banken de Estocolmo en 1973? ¿Acaso no hay que hablar también de una «intuición recíproca», incluido un tratamiento igualitario, de quienes están unidos en una causa común, entre los cuarenta ladrones de la banda solidaria o entre los asesinos de un comando islámico terrorista? La solidaridad, en estos casos, es siniestra y repugnante.

La solidaridad, en lo que tiene de idea normativa, es una categoría moral o política, pero no es una categoría ética, siempre que entendamos las normas morales o las políticas como normas orientadas al mantenimiento de la cohesión del grupo, o de la eutaxia del Estado, y las normas éticas como orientadas al mantenimiento de la fortaleza de los individuos; por tanto, de la firmeza de cada uno de ellos, y de la generosidad de los unos con los otros.

No hay por qué desconocer la posibilidad de la intersección de la solidaridad con la ética, aunque más exacto sería decirlo al revés: las intersecciones de la ética con la solidaridad, por cuanto la solidaridad moral, del grupo, bando o nación es, sin duda, un cauce de acogida de intereses éticos. En la solidaridad del grupo podría el individuo encontrar una seguridad necesaria para consolidar su firmeza, y no otra cosa venía a ser la «asphaleia» de los epicúreos.

Pero la «proyección ética» de la solidaridad desvirtúa su perspectiva social, moral o política en la medida en que toma necesariamente contacto con el egoísmo, con la reducción de la solidaridad al cálculo egoísta que se resume en la máxima «hoy por ti, mañana por mí». Una reducción de la solidaridad que directamente aparece ya muy bien percibida en 1870 en la novela del argentino Lucio Victorio Mansilla, Una excursión a los indios Renqueles: «estos bárbaros –dije para mis adentros– han establecido la ley del evangelio, 'hoy por ti mañana por mí', sin incurrir en las utopías del socialismo; solidaridad, el valor en cambio para las transacciones, el crédito para las necesidad imperiosas de la vida y el jurado civil; entre ellos se necesitan especies para las permutas, créditos para comer.»

En todo caso, el ejercicio de la solidaridad (moral o política) lleva en muchos casos a conculcar los más elementales principios éticos, lo que resulta evidente si se tiene en cuenta que la solidaridad moral es imprescindible para la acción eficaz extorsionadora de un banda mafiosa; la solidaridad moral (de grupo) es imprescindible para la eficacia de un comando asesino, de una banda terrorista, como pueda serlo una banda como ETA; la solidaridad moral es imprescindible entre los correligionarios de una secta fanática.

En resolución: la solidaridad, entendida como una tendencia de los individuos a mantener su amistad con otros individuos, deja propiamente de ser algo que tenga que ver con una virtud cívica o social, o moral o política, puesto que, a lo sumo, sigue manteniéndose en los límites de una ética de la firmeza que busca mi seguridad personal («hoy por ti, mañana por mí»), o sencillamente una satisfacción emocional.

Otro tanto hay que decir, y se ha dicho muchas veces –al menos antes de nuestra época, en la que la idea general de solidaridad se convierte en un valor supremo– de la solidaridad de los grupos. Dice Galdós en El Gran Oriente: «los honrados y los inocentes, que no eran los menos bajo el estandarte de Padilla, hacían coro a los malvados, por la solidaridad que entre ellos reinaba.» Y Guillermo Leoncio Duprat, en la obra que hemos citado, concluye que la solidaridad humana puede ser «un precioso auxiliar para la razón práctica pero un severo obstáculo para la virtud». Este es su argumento principal: que hay solidaridad entre gentes honradas, pero también, y aún mayor, entre los criminales, «Lombroso (añade Duprat) ha observado que, en general, el criminal no gusta de la soledad, ni puede vivir sin compañía; necesita entrar en relación con seres susceptibles de guiarle, de dirigirle, de dominarle sin cesar, uno de los rasgos, según Pierre Janet, del histérico y del débil de espíritu». Vemos así como la secta criminal saca partido del instinto de solidaridad, y de las tendencias a la obediencia: «ejerce a veces, por la solidaridad, una verdadera trama sobre sus miembros y aún sobre sus jefes, dóciles instrumentos de la colectividad.»

Concluimos reiterando nuestra tesis: la solidaridad es, directamente, antes un concepto moral, de grupo o político, que un concepto ético, pues sólo indirectamente, a través de un muy poco seguro cálculo de los efectos de la ayuda mutua sobre la propia firmeza, puede alcanzar un significado ético. Pero en cuanto concepto moral, una solidaridad de grupo entra en conflicto inmediatamente con otras solidaridades de otros grupos: la solidaridad obrera o sindical se constituye contra la solidaridad patronal; la solidaridad de una iglesia cismática se establece contra la de la ortodoxa.

3. La solidaridad se clasifica también, como hemos visto, en solidaridad isológica (entre iguales o semejantes) y solidaridad heterológica. La solidaridad entre iguales o semejantes habrá que entenderla obviamente en el sentido de una solidaridad fundada sobre relaciones previas de igualdad o semejanza (igualdad en idioma, etnia, religión, partido político...) y no en una igualdad posterior o derivada de la propia solidaridad heterogénea.

Pero la solidaridad isológica, por sí misma, no garantiza una «coexistencia pacífica», puesto que puede ser el principio de un enfrentamiento de magnitud incalculable, dado que, como hemos dicho, las relaciones de isología no son conexas en el campo humano, y de ellas resulta el racismo, el fanatismo, y el sectarismo partidista.

Y la solidaridad heterológica puede ser muy firme pero a costa de la igualdad social y política que, desde otro punto de vista, podrán considerarse como irrenunciables. La solidaridad entre el terrateniente esclavista (romano o americano) y su «leales esclavos» puede llegar y llegó a ser muy intensa, como lo fue la solidaridad entre el señor feudal y sus «buenos vasallos». Esta solidaridad entre los desiguales, de una gran eficacia política y económica en una época determinada, resultará odiosa en épocas históricas diferentes. No es por tanto la solidaridad algo que pueda servir de guía para la valoración de las sociedades políticas.

4. También pueden clasificarse las solidaridades, como lo hemos hecho, en armónicas y polémicas.

Ahora bien, las solidaridades armónicas se establecen preferentemente a partir de solidaridades heterológicas, porque los iguales, con frecuencia, se enfrentan (insolidariamente) entre sí: la armonía, más o menos idealmente representada, que reinó en algunos lugares y tiempos de las sociedades esclavistas (pero en tanto estaban enfrentadas a los bárbaros) o feudales manteniendo unidos a nobles y esclavos, o a señores y vasallos, podría considerarse mucho más probable que la armonía entre los propios nobles, o los propios señores feudales (que consideraban al Rey como un primus inter pares, y sólo se unían, con una solidaridad efímera, contra terceros).

En cualquier caso, las solidaridades armónicas son «islas abstractas» que flotan en un mar de solidaridades polémicas; por consiguiente, su consistencia es siempre muy precaria y muchas veces meramente desiderativa. Es el caso de las solidaridades que inspiran en nuestros días a los «grupos sin fronteras» como puedan serlo los «médicos sin fronteras» o los «periodistas sin fronteras» (que suelen clamar por la paz, pero que no pueden exigir siempre en el campo de batalla que su «derecho a informar» esté por encima del cruce de los fusiles o de los cañones); incluso se han organizado grupos como los de los «bomberos sin fronteras». La solidaridad mutua de los bomberos con sus familias y con los afectados por el ataque a las Torres Gemelas, de los bomberos que intervinieron heroicamente a raíz del 11-S en Nueva York, les llevó a interesarse solidariamente por las viudas de su compañeros muertos en el atentado; y hasta tal extremo llegó su solidaridad con ellas que un número notable de bomberos solidarios, abandonó, del modo más insolidario imaginable, a sus propias esposas, que justamente manifestaron su dolor y su indignación.

En cualquier caso, la transformación de la idea de solidaridad en una idea general que pueda ponerse al servicio de intereses ideológicos orientados a encubrir las situaciones polémicas (la idea general de solidaridad suele estar vinculada a los movimientos irenistas por la paz), suele tener lugar mediante la neutralización de los mismos componentes polémicos. De este modo, la Idea general de solidaridad viene a confundirse con una idea abstracta de «solidaridad armónica» convergente con la idea de «Paz Perpetua Universal», entendida como una «ley natural» que sólo podría ser violada por los «instintos» más bestiales que seguirían impulsando a algunos hombres o grupos humanos, a los que se sitúa en el «eje del mal».

La Idea General de solidaridad armónica comenzará a constituirse como idea capaz de bloquear el diagnóstico de las situaciones más evidentes de solidaridad estricta, que son las situaciones de solidaridad polémica, y que, en consecuencia, tendrán que ser diagnosticadas de otros modos, y erróneamente. Un ejemplo tomado del proceder de los partidos políticos con representación parlamentaria en la octava legislatura de la democracia española de 1978 (abril 2004), que acordaron, «en nombre del pluralismo democrático» (en rigor, para neutralizar la presencia mayoritaria del PP en el Senado y «diluir» en el «pluralismo» su condición de segundo partido que, aún derrotado en las elecciones tras el 11-M, había sido votado por más de nueve millones de electores), aún renunciando a algunos cargos, su presencia en diversos órganos de gobierno del Congreso y del Senado. Los dirigentes del partido victorioso, el PSOE, hablaron entusiásticamente del «consenso» logrado en esta legislatura por todos los partidos «verdaderamente democráticos». Pero este diagnóstico estaba equivocado de medio a medio, porque no puede hablarse de «consenso» cuando precisamente el partido que representa casi la mitad del cuerpo electoral no acepta un acuerdo orientado a «diluirlo» entre una docena de partidos muy minoritarios. Aquí no cabe hablar en modo alguno de consenso, pero si de solidaridad en sus sentido más estricto: la solidaridad polémica; porque, en efecto, es simple cinismo hablar de consenso cuando de lo que se trataba era de una solidaridad de «todos contra el PP». Esta solidaridad había sido ya explícitamente planeada en la campaña electoral por el PSOE, Izquierda Unida y otros partidos autodenominados «de izquierdas». Pero una vez obtenida la imprevista victoria del 14-M, debida a los acontecimientos del 11-M, resultaba improcedente seguir hablando de «unirse contra el PP» y hubo de recurrirse a la idea del consenso.

5. Todas las críticas a la idea general de solidaridad, erigida en Idea-fuerza, o en consigna de una acción humanística, cívica y política se resuelven en una sola crítica: la crítica al formalismo de la Idea general de solidaridad, asociado a su misma generalidad.

De este modo, la crítica materialista a la Idea de solidaridad es convergente con la crítica que al formalismo kantiano del imperativo categórico llevó a cabo la «Ética material de los valores». La forma de la ley ética o moral no puede ser fuente de normas éticas o morales, si no se tiene en cuenta la materia de esas normas: ¿acaso Hitler no obró también al dictado de un imperativo categórico, avalado en una larga tradición germánica, que conducía su acción en el sentido de la «purificación de la raza aria»?

La crítica materialista a la idea de solidaridad es también convergente con la crítica materialista a la Idea general de Cultura (utilizada por quienes consideran a la «Cultura» como la fuente de todos los valores). Porque la «Cultura» se reparte en múltiples contenidos o materias coyunturales que se enfrentan entre sí. La silla eléctrica, o los venenos de los Borgia, son objetos culturales como pueda serlo la Victoria de Samotracia. Por ello, la Sinfonía 39 de Mozart no adquiere su valor por el hecho de ser «cultura»; es «la Cultura», en todo caso, la que adquiere valor por el hecho de contar, entre sus contenidos materiales, a la Sinfonía 39 de Mozart.

La Idea general de solidaridad no puede tomarse como una forma capaz de dar lugar por sí misma a valores positivos. Es preciso romper esa generalidad hipostasiada, que toma la forma de una idea unívoca, y romperla en sus diferentes modos, especies o tipos que la modelan como idea analógica.

Podríamos decir que la «solidaridad» se dice de muchas maneras, por lo menos de 32 maneras, si nos atenemos a la tabla taxonómica. Y como estas maneras son muchas veces incompatibles entre sí, tendremos que concluir que el valor de una solidaridad sólo podrá brotar de su materia, y no de la formalidad genérica que conviene a esa solidaridad. Si cabe encarecer, por sus valores políticos, éticos, tecnológicos, la solidaridad de un grupo social, de una empresa, de una compañía, de una familia, será porque los objetivos de ese grupo, empresa compañía o familia requieren la solidaridad de sus miembros para ser llevado a efecto; pero la solidaridad entre los miembros de una banda de terroristas, mafiosa, o de una secta fanática, todavía será más repulsiva que la deslealtad que algunos miembros pudieran desplegar al abandonar la banda o la secta (algunos «intelectuales y artistas» dedicados al cine, y ocupados en la «distinción» de algunas bandas terroristas, no han logrado disociar la materia de la solidaridad de su forma; y su neutralidad ante la materia –como en el caso de La pelota vasca, de Julio Médem– da como resultado una apología del más repulsivo terrorismo. (Pueden verse, en relación con esto, los artículos de Íñigo Ongay y Sharon Calderón en el anterior número de El Catoblepas.)

Es así como la tabla taxonómica, cuando nos conduce a la multiplicidad de modos o especies de la solidaridad, o de solidaridades diversas numéricamente, solidaridades humanas enfrentadas, dentro de un mismo tipo o especie, se convierte en el mejor instrumento, no ya meramente para la taxonomía, sino para la trituración de la Idea general de la solidaridad.

6. Pero obviamente, ese instrumento no tiene por qué ser el único instrumento. Precisamente la especificación taxonómica de la Idea general de la solidaridad nos permite también desclasificar muchas acepciones que se ocultan bajo la Idea general de la solidaridad pero que no tienen que ver, en muchos casos, con ella, salvo algún punto de intersección no siempre significativo. Pero la Idea general, formal, de solidaridad, así como tiende a borrar, nivelar o ecualizar groseramente a todos los modos o especies (principalmente bajo la especie de la solidaridad armónica) en los cuales se determina propiamente, tiende también a incorporar no menos groseramente a muchas ideas que sólo de un modo oblicuo tienen que ver con las modulaciones de la solidaridad.

De esta manera llegamos a la situación del presente en la cual el uso inmoderado de la idea general-formal de solidaridad la convierte en una idea perezosa que obstaculiza la comprensión de muchas situaciones particulares. ¿Por qué interpretar como un caso de solidaridad el afecto y lealtad de Diego (Juan, dicen hoy) Marsilla e Isabel Segura, «los amantes de Teruel»? Lo mismo podríamos decir de la solidaridad de Píramo y Tisbe o de Romeo y Julieta (esta última inspirada, al parecer, en los amantes de Teruel). ¿Cómo llamar solidaridad a un amor que lleva a los amantes a la muerte? ¿Y por qué interpretar como solidaridad a la liberalidad (magnanimidad o megalopsiquia) del señor hacia sus esclavos, una «solidaridad orgánica» que sólo se despliega «manteniendo las distancias» de estirpe y estatus que debieran considerarse como insolidarias por la Idea general socialista de solidaridad? La solidaridad de la que en estos casos podría hablarse sólo alcanzaría a lo sumo un sentido neutro (axiológicamente hablando), equivalente a «cohesión social», la cohesión que la liberalidad aceptada y agradecida por vasallos y esclavos comporta. Pero al reducir esa liberalidad como un caso más de solidaridad todo quedará confundido. ¿No es mera pedantería hacer un canto a la solidaridad al contemplar la imagen de una madre dando de mamar a su hijo?

La cortesía, la amabilidad, la lealtad, el temor, la sumisión, la complicidad, la adulación, la hospitalidad, la amistad, el patriotismo, la fraternidad, el amor maternal, &c., no son meras especies de la solidaridad. Y considerarlos como tales es un modo grosero de borrar sus diferencias. En muchos casos, además, la fundación y valor de estas relaciones tiene muy poco que ver con alguna solidaridad determinada. Y, por supuesto, puede venir en dirección contraria a otras solidaridades determinadas; por consiguiente, nada se gana, salvo la satisfacción de un dotrinarismo metafísico y pedante, «anegándolas» en las aguas confusas y turbias de la idea general de la solidaridad. Se habla incluso de una (supuesta) tendencia a la «globalización de la solidaridad», sin especificar de qué solidaridad se trata. Siendo tan diversos los tipos de solidaridad, la solidaridad global no dice mucho más de lo que dice el «progreso global», o de lo que diría la «solidaridad de todas las confesiones religiosas» unidas bajo el lema «Sacerdotes de todos los países, uníos». Se habla incluso de una (supuesta) tendencia a la «globalización de la solidaridad», sin especificar de qué solidaridad se trata. Siendo tan diversos los tipos de solidaridad, la «solidaridad global» no dice más de lo que pueda decir la expresión «progreso global», o de lo que diría la «solidaridad de todas las confesiones religiosas del mundo»: «¡sacerdotes de todos los países, uníos! (acaso solidariamente contra los ateos)».

Una anciana en el 11-M atiende a una mujer embarazada que ha sido afectada por la metralla. Un periodista le pregunta: «¿De dónde sacó la fuerza para su acción?» Respuesta: «De la solidaridad.» La respuesta se dar por válida y aún magnífica, sin perjuicio del carácter tautológico propio de una respuesta convencional. Pues la fuerza que movió a esa anciana a ayudar a la mujer embarazada herida tenía acaso más que ver con un instinto maternal de afecto que con una idea sociológica, abstracta o metafísica que roza con el deber o con la obligación. Y en cualquier caso, el valor de esa «solidaridad» tal como la anciana la percibe, derivaría de esa tendencia maternal afectuosa, y en modo alguno el valor de ese instinto genérico derivaría de la solidaridad (que podría estar impulsada por motivos más oscuros). ¿Y acaso Don Quijote cuando limpia a su caballo lo hace por solidaridad con Rocinante? Lo hace porque estaba sucio. Y cuando recibo por cortesía a una persona que viene a visitarme, acaso en momento inoportuno, no lo hago por solidaridad con ella, sino por costumbre, adulación o temor a represalias. En todo caso, mi cortesía es una relación interpersonal pero no una relación moral o abstracta de solidaridad, que también subsistiría en el supuesto de que, habiendo advertido que mi visitante es un delincuente peligroso, me apresurarse, por solidaridad con sus posibles víctimas, a denunciarlo a la policía.

El alcalde de una villa envía a la familia de una villa cercana (una familia cuyos dos hijos pequeños han fallecido al ser alcanzados por un rayo) un telegrama en el que les expresa «su solidaridad». En realidad, si no me equivoco, lo que está queriendo decir el alcalde a la familia es que le expresa su condolencia. Acaso «solidaridad», añadiría a «condolencia», algo más: la disposición «apelativa» (no sólo expresiva) de ayudar en lo que sea preciso; pero este añadido estaría aquí fuera de lugar, si suponemos que la familia afectada no necesita auxilios. En cambio, si se tratase de una riada, que hubiera producido grandes destrozos en la villa vecina, la expresión de solidaridad con los afectados diría algo más que condolencia, diría, de inmediato, disposición de ayudar o auxiliar a aquellos con quienes nos «identificamos en la desgracia»; una modulación práctica de la solidaridad que podría inscribirse en el cuadro (15) de la tabla. Cabría decir, por tanto, que la «condolencia», no implica «solidaridad práctica», pero sí recíprocamente; pero esta conclusión sería muy artificiosa: la con-dolencia se presupone que implica también disposición de hacer todo lo que el afectado considere preciso: «obras son amores». En cualquiera de estos casos, pero no en general, la solidaridad se mantiene en el terreno de la ética –del auxilio a personas concretas–, más que en el terreno de la moral o de la política («solidaridad de un Estado con otro Estado coaligado con él» que ha sido atacado por una tercera potencia, aun cuando esta solidaridad entrañe la guerra y, con ella, la conculcación de valores éticos).

¿Qué puede tener de común el término «solidaridad» cuando unas veces se utiliza para expresar condolencia y otras veces obligación en el cumplimiento de un pacto?

Sin duda, algo de común pueden tener estos usos del término solidaridad (por ejemplo, la acción práctica de unos sujetos operatorios en beneficio de otros, es decir, algo próximo a la cooperación o el auxilio); pero este núcleo común es tan genérico (por ejemplo, etológico, los sujetos operatorios pueden ser hombres o animales, y la materia de esos beneficios puede ser ética, moral o política, buena o perversa respecto de terceros) que sobre él, y sin negar su virtualidad conversacional –fundada precisamente en una ambigüedad– difícilmente podremos fundar una doctrina política, o moral, o social, o ética definida; como tampoco sobre ideas tan generales y confusas como las de «cosa», o «cacharro», podríamos fundar una tecnología o una teoría física.

El alcalde de una villa envía a la familia de otra villa cercana (una familia cuyos dos hijos pequeños han fallecido al ser alcanzados por un rayo) un telegrama en el que les expresa «su solidaridad». En realidad, lo que está queriendo decir el alcalde a esta familia es que le expresa «su condolencia». Acaso «solidaridad» añadiría a «condolencia» algo más: la disposición apelativa de ayudar en lo que sea preciso (mientras que «condolencia» tendría sólo el sentido expresivo del dolor). Pero este añadido estaría aquí fuera de lugar, si suponemos que la familia afectada no necesita auxilios. En cambio, si se tratase de una riada, que produjo graves destrozos en la villa vecina, la expresión de «solidaridad con los afectados» diría algo más que «condolencia»: diría disposición de auxiliar o ayudar a aquellos con quienes nos «identificamos en la desgracia»; una modulación práctica de la solidaridad que podría quedar inscrita en el cuadro (15) de la tabla. Cabría decir acaso que la condolencia no implica solidaridad práctica, pero sí recíprocamente; pero esta conclusión sería muy artificiosa, porque la condolencia implica también disposición de «hacer todo lo que el afectado considere preciso» («obras son amores»).

En cualquiera de estos casos la solidaridad se mantiene en el terreno de la ética –del auxilio a personas concretas–, más que en el terreno de la moral o de la política, como sería el caso de la «solidaridad de un Estado con un Estado coaligado que ha sido atacado por una tercera Potencia», en cuanto esta solidaridad entraña la guerra y, con ella, la conculcación de los valores éticos.

¿Qué puede tener de común el término «solidaridad», que unas veces se utiliza para expresar «condolencia» y otras veces «obligación en el cumplimiento de un pacto»? Sin duda algo de común pueden tener estos usos del término solidaridad, por ejemplo, lo que tengan de acciones prácticas de unos sujetos operatorios en beneficio de otros, es decir, algo así como «cooperación» o «auxilio». Pero este componente común es tan genérico (por ejemplo, etológico) –puesto que los sujetos operatorios puede ser hombres o animales, y puesto que la materia de los beneficios puede ser ética, moral o política, buena o perversa respecto de terceros– que sobre él, y sin negar sus virtualidades conversacionales (fundadas precisamente en su ambigüedad), difícilmente podremos fundar una doctrina política, o moral, o social, o ética definida; como tampoco sobre ideas tan confusas como las de «cacharro» o las de «cosa» podríamos fundar una doctrina tecnológica o física, porque tanto una taza como un ordenador son «cacharros», y tanto una estatua como una estrella son «cosas».

§ 6.
La Idea general de Solidaridad interpretada como «ley social» y como «principio práctico»

1. No por haber intentado una trituración de la Idea general de solidaridad podemos olvidar que esta idea general mantiene en nuestros días una gran vigencia. Y este hecho es el que necesita se explicado, pero sólo en la medida en que aceptemos la necesidad de descomponer la idea general. Si esta idea general se considerase consistente, lo que necesitaría explicación es el que no hubiera sido formulada. Pero si la consideramos inconsistente, lo que debemos explicar es por qué se mantiene tenazmente y, en nuestros días, alcanza su nivel de aceptación máxima como Idea parenética general (en paralelo al que alcanzan otras ideas abstractas como «Cultura», «Paz» y «Democracia»).

Ahora bien, la idea general de la solidaridad, o bien se utiliza como si fuera la representación de una «ley sociológica», o bien como si fuera (alternativamente una veces, disyuntivamente otras) un «principio práctico» de naturaleza moral, cívica, política o humana (un principio próximo, por su alcance, al principio de la sindéresis). Supondremos que, acaso siempre, estas dos interpretaciones de la idea general de solidaridad marchan juntas, oscura y confusamente unidas, en la ideología de la solidaridad.

La solidaridad humana se interpreta como una ley social siempre que se da por supuesto que la solidaridad es imprescindible para el proceso y mantenimiento de cualquier sistema social, de parecido modo a como se considera que la gravitación es imprescindible para el proceso y mantenimiento del sistema solar. La solidaridad, desde esta perspectiva, será al sistema social lo que la gravitación (que mantiene unidos a los planetas, «errantes» por sí mismos) es al sistema solar. La solidaridad quedaría entonces reducida a una suerte de ley de la gravitación de toda sociedad humana, del mismo modo a como la gravitación astronómica podría considerarse como la ley de la solidaridad de los planetas (y ulteriormente, en cuanto gravitación universal, como la ley en virtud de la cual se mantienen unidos los cuerpos del Universo).

2. Pero si la «ley de la solidaridad» (en su coloración de solidaridad armónica) fuera una ley constitutiva de las sociedades humanas, ¿qué sentido podría tener el tratarla como un principio práctico, incluso como un deber? ¿Qué sentido pueden tener las consignas parenéticas que apelan a la solidaridad ciudadana, las exhortaciones cívicas tales como «ciudadanos, tenéis el deber de ser solidarios»? ¿Acaso podrían tener más sentido que las exclamaciones que un astrónomo entusiasta de Newton dirigiéndose al cielo dijera: «planetas, atraeos en proporción directa de vuestras masas y en proporción inversa al cuadrado de vuestras distancias»?

Se dirá que no hay paridad alguna entre el sistema solar –cuyos planetas están sometidos a una ley de gravitación inexorable– y el sistema social –en el cual los individuos, acaso por su libertad, se supone pueden escapar a la ley de la solidaridad entendida como ley constitutiva–. Pero no es nada clara una disparidad tan absoluta; ni tampoco es pertinente entrar aquí en la cuestión de si un ciudadano es más libre al recorrer las órbitas de su carrera que un planeta al recorrer la suya propia. Pues la cuestión es si la solidaridad es o no es constitutiva del sistema social (sean los ciudadanos libres o no) a la manera cono la ley de la gravitación es constitutiva del sistema solar. En todo caso, la paridad entre el sistema solar y el sistema social respecto de sus respectivas leyes (supuestamente) constitutivas podrá perseguirse por otro lado.

En efecto, la ley de la gravitación, aun siendo constitutiva del sistema solar, es decir, aún no siendo posible que jamás deje de afectar a algún volante satélite o meteorito de cualquier tipo, lo cierto es que puede ser neutralizada en algún lugar o tiempo concreto. Y «neutralizar» la ley de la gravedad actuante en un cuerpo no es suspenderla, sino enfrentarla a fuerzas iguales y de sentido contrario actuando sobre ese mismo cuerpo. Quinientos millones de chinos, según el problema ya clásico, convenientemente alineados, y dando, tras la orden pertinente, un paso al frente, son capaces de alterar la órbita de la Tierra; pero sin que ello implicase una excepción a la ley de la gravitación universal de Newton. Todavía más, nos encontramos ante la posibilidad de que un cuerpo inmerso, en el campo de la gravitación solar, y que constitutivamente está afectado por la ley de la gravitación, puede sin embargo resultar des-gravitado. Y esta consideración abre también la posibilidad de que un ciudadano que forma parte de un sistema social regido por una ley de solidaridad constitutiva llegue en un momento determinado a ser «desolidarizado» por el efecto de otra presión igual y de sentido contrario a la suya constitutiva propia.

Dicho de otro modo: incluso en el supuesto del carácter constitutivo de una ley de solidaridad que mantiene estructurado un sistema social, cabe pensar en la posibilidad de que algunos miembros o grupos de ese sistema puedan quedar bajo la situación de neutralización de esta ley. Basta tener en cuenta, sencillamente, que la ley de la solidaridad, como la de la gravitación, no actúan homogénea y unívocamente en cualquier punto del campo, sino que actúan en diferentes núcleos capaces de deformar el «espacio-tiempo» de Minkowski; núcleos que han de ser previamente dados.

Y estas diferencias ya pueden ser «manipulables» por los sujetos operatorios. Lo que quiere decir que tendrá sentido, aún en el supuesto del carácter constitutivo de la ley de la solidaridad social, la manipulación de una solidaridad frente a otras, así como el proyecto, en un momento y lugar dados, de selección de una solidaridad que se creyese «debiera» ser protegida frente a otras.

En conclusión, la exhortación «debéis ser solidarios» alcanza todo su sentido cuando dejamos de movernos en el terreno de la Idea general de Solidaridad, y la referimos a algún tipo de solidaridad determinada: «debéis ser solidarios con vuestro partido político, aún a costa de la solidaridad con vuestras familias», o viceversa.

Más aún: los ciudadanos o grupos que forman parte de un sistema social, aún estando sometidos constitutivamente a una «ley de solidaridad», podrían, en el límite, no sólo escapar de la influencia de una determinada presión solidaria para entrar en la influencia de otra presión diferente, sino quedar exentos de toda presión, y no por que la ley de solidaridad perdiera su aplicación en ellos, sino porque tales aplicaciones quedaran neutralizadas por presiones iguales y de sentido contrario.

Así se explicarían tantos procesos individuales o grupales cuya trayectoria los conduce a un atractor que podríamos reconocer como «atractor autista» y cuyo límite es el suicidio individual o colectivo. Un suicidio individual, el de Séneca, por ejemplo, es la expresión más acabada de la insolidaridad personal objetiva determinada –puesto que «darse la muerte a sí mismo» es construcción tan absurda como «darse la vida a sí mismo»– por una confluencia de solidaridades, obligaciones, &c., que se enfrentan neutralizándose en algún individuo. Un suicidio colectivo, como el de los 912 muertos (la mayoría suicidas) del Templo del Pueblo en Jonestown, Guayana, el 18 de Septiembre de 1985, es un caso eminente de insolidaridad por neutralización (de la «ley de solidaridad»).

Pero no es necesario que el «atractor autismo» llegue al límite del suicidio para que la insolidaridad se produzca. Pueden los individuos de una sociedad aproximarse al autismo insolidario por otras muchas vías. Por ejemplo la vía que conduce al retiro autárquico, a la soledad de la vida retirada, «solo con el Solo», de la vida de quien «solo en su casa con sólo Dios acompasa». La vida del monje célibe (monachos) del desierto, como la del «eremita», o como, en la sociedad industrial de la era neotécnica, la vida de quien busca la autosuficiencia autista («construye tu propia casa, construye tu propio barco»). En menor medida la insolidaridad política predicada por los epicúreos y que inspira, a quien justifica su conducta de «buena persona», porque pasa su vida (una vida de idiota) «del trabajo a su casa y de sus casa al trabajo». O simplemente el autismo de quien identifica su libertad con el autismo que se alimenta de sus propias opiniones, o que imprime a su vida el sentido de «llegar a ser su propio yo», en el marco de la individualidad más acusada.

En las democracias parlamentarias el voto secreto, tras el día de reflexión, se considera como la revelación absoluta de la soberanía del yo de los ciudadanos individuales; se supone que con sus votos secretos, que emanan de sus conciencias absolutas –no vinculadas a nadie, insolidarias por tanto–, el sistema social democrático podrá organizarse de un modo firme, como si la solidaridad democrática pudiera resultar de estos millones de secretos votos sagrados e insolidarios. Cabría decir que la solidaridad, respecto de las tendencias autistas de los ciudadanos de las democracias parlamentarias, desempeña un papel análogo al que la tercera ley de Newton (la ley de la acción y la reacción) desempeñaba respecto de la ley de la inercia que, actuando por sí sola, reduciría a las masas afectadas a un caos de cuerpos («insolidarios»); el papel que en la tríada revolucionaria, centrada en torno a la igualdad, desempeñaba la fraternidad respecto de la libertad.

3. Sería la constatación de esta tendencia de los individuos hacia los «sumideros autistas», que resulta estar alimentada por la ideología de las democracias parlamentarias homologadas, aquello que explicaría, no ya la posibilidad, sino la necesidad de una «cultura de la solidaridad», como a veces se dice.

Esta «cultura de la solidaridad» es posible, como hemos dicho, porque, aún supuesta la ley de la solidaridad como ley constitutiva del sistema social, el rumbo y orientación de las solidaridades concretas no podría derivarse de la ley general, sino de la confluencia entre las diversas solidaridades concretas. De este modo, la llamada «cultura de la solidaridad» puede alcanzar diferentes interpretaciones.

Ante todo, como la presión sobre una solidaridad dada (entre los miembros de una familia, de un círculo de amigos...) de otras solidaridades (por ejemplo, la solidaridad de un partido político o de una ONG).

Pero sobre todo, como la tendencia hacia una educación socializadora orientada a corregir las tendencias autistas del individualismo autosuficiente. Una «cultura de la solidaridad» orientada a transformar, por ejemplo, a los monasterios en conventos (a los monjes eremitas en frailes, incluso a los frailes idiorrítmicos en monorrítmicos). La «cultura de la solidaridad» tomará la forma preferente de una acción pedagógica, impulsada por el Estado y orientada por ejemplo a sustituir los juegos en solitario (crucigramas, juegos de baraja) por juegos solidarios, casi siempre entendidos en sentido armónico (aunque la práctica demuestre que los juegos polémicos o competitivos –tipo rugby o fútbol– son más atractivos, y no menos solidarios).

Pero siempre, una «cultura de la solidaridad» habrá que sobreentenderla como referida a una especie de solidaridad, mejor que a otras. Una cultura o cultivo de la solidaridad es siempre un cultivo selectivo y en este sentido, polémico desde su principio.

Por ello, una cultura de a solidaridad tiene muy poco que ver con una «mera activación» de una supuesta «solidaridad natural» y orientada en una dirección, a la que tenderían por ley social todos los hombres. Una cultura de la solidaridad es siempre una cultura ideológicamente inspirada y, como tal cultura, habrá de transportar una carga de artificiosidad mayor que la «carga de naturaleza» que suele serle atribuida, en la medida en que se le supone acogida a una ley general de la solidaridad.

A veces la artificiosidad de esta cultura de la solidaridad podrá ser tan intensa que, sin perjuicio de su eficacia, cuanto a la creación de solidaridades positivas, podrá llegar a rozar el ridículo: los saint-simonianos de Ménilmontant, en el comienzo del reinado de Luis Felipe, intentaron extender su traje barroco en el que figuraba un famosos chaleco simbólico que sólo podía abotonarse por la espalda, de tal modo que nadie podía abotonarlo por sí sólo (de modo autista), puesto que necesitaba la ayuda solidaria de alguno de sus congéneres.

4. Se comprenden bien, desde las premisas que hemos expuesto, las razones o la funcionalidad del auge que el término solidaridad vuelve a experimentar en nuestros días de democracia parlamentaria homologada. El respeto exquisito a la intimidad que estas democracias determinan y cuya expresión más notoria es el sagrado secreto del voto personal, el cuidadoso encapsulamiento en la privacidad de cualquier opinión o creencia religiosa, metafísica o filosófica que pueda comprometer la tranquilidad que se asigna a una convivencia o coexistencia pacífica, hace de los ciudadanos una especie de mónadas, pero que a la vez han comprendido la necesidad de mantener lazos de mutua sociabilidad, sin perjuicio de procurar echar un velo pudoroso sobre todo lo que pueda servir para manifestar los «motivos personales» que les impulsan a crear y cultivar esos lazos de sociabilidad. Por ello, en lugar de hablar no ya de caridad o de fraternidad, sino de generosidad, cortesía, de amistad, de lealtad, de amabilidad, de temor, de sumisión, de complicidad, de adulación, de hospitalidad, de interés egoísta, de patriotismo, de compasión, de cooperación... utilizaran un término general neutro que todos entienden porque todos saben que habrían de entenderlo a su manera. Y este término es «solidaridad».

Pero la cooperación de los músicos en la orquesta no recibe su valor de la solidaridad que ésta cooperación envuelve, sino que es esa solidaridad la que recibe su valor de la cooperación de los músicos en una buena ejecución de la sinfonía. Lo que se valora de la cooperación de los músicos en la orquesta, no es el hecho de participar en la Idea de Solidaridad, sino su perfecta coordinación, medida no por sus buenos deseos de cooperación (de «cooperación solidaria»), sino por la coordinación perfecta de sus ejecuciones, que se mide por la perfección de la obra. Y la generosidad no cobra valor por ser solidaria sino que, a lo sumo, es la solidaridad allí apreciada la que cobra valor cuando se manifiesta como generosa. Y otro tanto diríamos de la compasión, de la cortesía, de la amistad...

Como contraprueba, cabría constatar que la solidaridad no es siempre la condición necesaria para el dibujo de una figura ejemplar o heroica, porque a veces es la insolidaridad la que define al héroe. La gloria de Aquiles, el «héroe insolidario por excelencia», no deriva precisamente de su solidaridad con los demás reyes griegos que fueron a luchar contra los troyanos. Porque Aquiles es héroe insolidario, no por accidente, sino constitutivamente, como lo fue su cólera, su mnenis rencorosa contra Agamenón. La insolidaridad con los demás reyes aqueos que luchan contra Troya define el destino heroico de Aquiles, un destino que él no elige, pero si asume; y el valor de Aquiles para asumir este destino es atribuido por el propio Agamenón a un Dios: «si fuerte, ¿qué duda hay?, por extremo eres, de la divinidad regalo es ello» (Il.I, 178). Un destino que lo dirige precisamente enfrentándolo a los demás, sin compartir sus acuerdos, o sus decisiones: Aquiles lucha con otros hombres que le han agraviado; Aquiles es el héroe trágico que hace la guerra por su cuenta, sobre todo cuando, Antíloco, el hijo de Néstor, le comunica que Patroclo ha muerto en manos de Héctor: «no viviré más entre los hombres –dice Aquiles a su madre Tetis– si no hago pagar a Héctor con su muerte, la muerte de Patroclo.» Y la amistad con Patroclo –que sí era solidario con sus compatriotas– no tiene que ver con una solidaridad con él; o, si se prefiere, con una solidaridad distinta a la que se reduce a la amistad o al amor como pueda ser la «solidaridad de la madre con el hijo a quien da de mamar». Y, sin embargo, no por ser insolidario en el sentido moral, social o político de los términos Aquiles es egoísta, o deja de ser generoso o magnánimo. ¿Acaso no acaba devolviendo por fin el cadáver de Héctor que él había profanado, a Príamo, su padre? Aquiles –un héroe que fue arquetipo de Sócrates o de Alejandro– es el héroe que se encuentra más allá de la solidaridad o de la insolidaridad, más allá del bien y del mal ético, o moral o político. Los irenistas, los pacifistas, los «solidarios en todo y a toda costa» de nuestros días, no podrán admirar a Aquiles; para ellos Aquiles solo podrá ser visto como un bárbaro un asesino, o un criminal de guerra: las estatuas, tapices, retratos o relatos literarios que en torno a Aquiles se han ido tejiendo en la historia habrían de ser repudiados y destruidos, juntamente con las salas de los museos en las que se exhiben, para que la educación de las nuevas tiernas generaciones no sufran menoscabo. Un solidario y a toda costa debe ser también iconoclasta.

Y, sin embargo, el término solidaridad, rodando entre tan contrapuestos canales ideológicos, ha logrado destilar preferentemente un significado útil (tanto por lo que dice, como por lo que deja de decir) cuyo funcionalismo en nuestra sociedad sería, sin duda, lo que explica su éxito. El contenido de este significado no es, desde luego, «trascendental», como quisieron sus creadores; tampoco es ético, y ni siguiera es político, sino psicológico-social. Se aprecia sobre todo en su forma de adjetivo, aplicado a un individuo o a un grupo: «Pedro García fue un hombre solidario», leemos en una necrológica de prensa; o bien, cuando un alcalde dice: «Los vecinos del barrio F son muy solidarios». «Solidario» significa aquí algo así como «cooperativo», participativo», dispuesto a «echar una mano en los proyectos emprendidos por otros». Es la solidaridad que se atribuye al mumi que organiza los festejos en los poblados de las Islas Salomón; pero también es la solidaridad de determinados individuos de una banda de primates, frente a los «retraídos», o la solidaridad de los miembros de la banda de los cuarenta ladrones, dispuestos a apoyar las iniciativas de otros miembros más activos. El término solidaridad alcanza su significado de signo claramente etológico, pero no trascendental, ni ético, ni moral, ni político. Son solidarios aquellos soldados que (para utilizar la jerga que en tiempos se usaba en los cuarteles) no se «escaquean». «Solidario», se opone a «rácano», en la acepción que el DRAE registra en tercer lugar, aunque sin acertar plenamente: «poco trabajador, vago»; decimos «poco acertadamente» porque el diccionario no precisa que ese «poco» –o esa vagancia– se le atribuye al rácano, no en general, sino en relación con las tareas propuestas, o en marcha, por una comunidad o un grupo; el rácano lo es, respecto de esas tareas o propuestas, pero puede ser muy trabajador y activo respecto de otras tareas que a él le interesen.

Sería precisamente la naturaleza etológica –y en especial de etología humana (del comportamiento de los individuos en un grupo social)– que ha adquirido el adjetivo «solidario» lo que explicaría el éxito de este término en nuestra sociedad. Lo que se quiere decir al calificar a un individuo o grupo de «solidario», no es tanto que sea generoso (adjetivo que puede alcanzar un sentido ético: quien solidario o participativo en un grupo, no tiene por qué ser necesariamente generoso respecto de otras personas determinadas); menos aún, la solidaridad del solidario ha de confundirse con la caridad (aunque el misionero que practica la caridad, puede también llamarse solidario).

El «funcionalismo» de esta acepción etológica de la solidaridad, como «calidad de solidario», que sería la predominante en nuestros días, consistiría precisamente en su neutralidad etológica, que permite dibujar una forma de comportamiento frente a otros comportamientos («egoístas», «rácanos») sin necesidad de entrar en profundidades éticas, morales, políticas o religiosas. Apreciamos un cierto pudor en el misionero, en el bombero, o en el miembro de cualquier ONG, cuando utiliza el término solidaridad, en lugar de hablar de caridad, de com-pasión (sim-patía) o de generosidad, cuando trata de describir la línea de su actuación. «Actúo por solidaridad» corresponde a una conceptuación más neutra que la que se expresa en la frase: «actúo por generosidad», o «actúo por caridad», o «actúo por patriotismo». Y, sin embargo, lo cierto es que esa neutralidad es sólo aparente, porque quien utiliza el término neutral lo está haciendo siempre desde algún marco ideológico, muy borroso, sin duda, pero que para unos será moral, para otros ético, para otros político, para otros religioso y para otros espiritista. Y esto es lo que tendría de «indecente» la acepción etológica del término solidaridad: que quien invoca su condición de «solidario», apelando a la «solidaridad» en abstracto, no muestra, sino que oculta, las fuentes del valor supraetológico de su conducta y procede como si la solidaridad fuese ya por sí misma, la fuente del valor; como si no pudiera acogerse a la solidaridad tanto el bandido de los cuarenta ladrones, del que hemos hablado, mejor dispuesto a cooperar con los planes de su capitán, como el misionero mejor dispuesto a atender a cualquier incidencia que surja en su misión, frente al misionero «rácano» que prefiere seguir la vida contemplativa.

Sevilla, 5 de abril de 2004
[Incorporados unos añadidos el 5 de junio de 2004.]

El 6 de abril de 2004 se reunieron en Barcelona el ex jesuita Javier Arzallus, del PNV Partido Nacionalista Vasco; José Manuel Beiras, del BNG Bloque Nacionalista Gallego; Pere Esteve, ex dirigente de CiU Convergencia i Unio, reconvertido al ERC; y José Luis Pérez Carod, adalid de ERC Esquerra Republicana de Catalunya. Los tres primeros fueron firmantes de la autodenominada Declaración de Barcelona, el 16 de julio de 1998
Solidarios contra España reunidos de nuevo (6 abril 2004)

 

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