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Fortunata y Jacinta

La ideología de los derechos humanos

Forja 113 · 20 junio 2021 · 32.00

Un programa de análisis filosófico

La ideología de los derechos humanos

Buenos días, sus Señorías, mi nombre es Fortunata y Jacinta y aquí da comienzo esta nueva entrega que lleva por título “La ideología de los derechos humanos”. Y hoy abordamos esta cuestión ya que, a tenor de los discursos que a diario escuchamos en boca de nuestros políticos, periodistas, profesores de universidad y gentes del común, no cabe dudar de que una de las ideologías dominantes del presente en marcha, aunque está funcionando desde hace más de medio siglo, sin contar sus precedentes, es la ideología de los derechos humanos, especialmente la vinculada a la Declaración Universal de los Derechos Humanos propugnada en 1948 por la Asamblea General de las Naciones Unidas.

En efecto, hoy día se apela a los sacrosantos derechos humanos como si de los diez mandamientos o del sermón de la montaña se tratara: su invocación perpetua forma parte del argumentario de los separatistas, de los movimientos LGBTI, de los BLM, de los feminismos, indigenismos, minorías y colectivos de todo tipo, pero también de todos los partidos políticos desde Podemos hasta Vox. Y lo peor es que se habla de los DDHH como si emanaran puros del cielo, cuando su construcción es histórica y además ideológica: fueron enunciados en 1948 por el grupo de los vencedores en la IIGM en clara competencia con otros grupos pues hay que recordar que, en su momento, y por motivos diferentes, no los firmaron ni la URSS ni China ni los países musulmanes. Más tarde, estos últimos terminaron redactando los DDHI, fuertemente condicionados por las leyes de la Sharía. Podríamos poner miles de ejemplos, pero bastará recordar esta sublime sentencia de nuestra ministra de trabajo Yolanda Díaz: “Los derechos humanos no se cuestionan, porque hablamos de personas”. Pues verá, señora, los derechos humanos por supuesto que se cuestionan, pero no porque pretendamos suspenderlos “temporalmente” para buscar egoístamente nuestros intereses, sino porque es la realidad objetiva la que cuestiona a nivel ontológico la misma razón de ser de estos derechos humanos. Dicho en otras palabras: la realidad misma cuestiona la existencia de los derechos humanos proclamados por la ONU y es a esto a lo que dedicaremos el programa de hoy. Para ello, tomaremos como punto de partida tres fuentes: el libro El sentido de la vida publicado por el filósofo español Gustavo Bueno en el año 1996; la entrada Ética, moral y derecho que aparece en el Glosario para El mito de la Izquierda de 2003; y dos artículos que el filósofo Daniel López dedicó a esta cuestión en la revista Posmodernia en septiembre de 2020.

Pocos osan criticar los derechos humanos porque hacerlo es anatema, por eso en este canal tomamos partido por el materialismo filosófico de Gustavo Bueno, porque él fue de las pocas voces que se atrevió a plantear una crítica fundamentada a la Declaración de 1948 y lo hizo con un rigor que nadie ha sido aun capaz de refutar. Como él mismo decía, los derechos humanos son el catálogo de dogmas de nuestro tiempo: «(…) las nuevas tablas de la Ley que el Género Humano, y no Yahvé, se ha dado a sí mismo como guía suprema para su futuro (…) la Asamblea General de la ONU viene a ser algo así como el Consejo Supremo del Género Humano. Lo que ella prescribe será bueno. Lo que prohíba será malo. Y aquello sobre lo cual ella no decide, será dudoso». Desde una perspectiva materialista, sin embargo, lo primero que habría que preguntar es lo siguiente: ¿dónde están esos derechos? ¿Acaso escritos en el corazón de los hombres, dentro de la persona? ¿Están tallados con letras de oro, quizás, en las estrellas? ¿Nos son revelados por Gracia divina a través de no se sabe muy bien qué espíritu o qué profetas? Desde una perspectiva materialista, como digo, lo primero que hay que señalar es que los derechos humanos no son fijos y constantes, como si se hubiesen dado in illo tempore y permaneciesen imperturbables ante el paso del tiempo, sino que constantemente son redefinidos en circunstancias históricas y sociales cambiantes. Por ejemplo, no son los mismos derechos aquellos que se firmaron en Francia en 1789 (donde se distinguía entre los derechos del hombre y los del ciudadano) que los derechos humanos de la ONU firmados en 1948. Ya sólo el contexto histórico marca la diferencia.

La Declaración de 1948 no puede interpretarse como la expresión de las normas que el Género Humano, por mediación de la Asamblea General de las Naciones Unidas, se ha dado a sí mismo. En primer lugar, porque ese Género humano primigenio no ha existido nunca como unidad social, religiosa o política. Esa idea de una unidad armónica de la humanidad es una idea mítica. Podremos hablar, como mucho, de Género humano a escala zoológica y biológica, pero no a escala histórica, política, social o económica, porque lo que opera históricamente, políticamente o geopolíticamente, no es la humanidad, sino partes de esa humanidad. Dicho en otras palabras, la humanidad está fragmentada, distribuida, en sociedades diferentes a menudo enfrentadas entre sí en sus respectivas capas corticales (fronteras, diplomacias y ejércitos) para la obtención de sus recursos basales: minerales, pesca, cultivos, ganadería, petróleo, &c. Por tanto, la unidad entre los hombres de la que habla la Declaración de los Derechos Humanos de 1948 es sólo una unidad aureolar o, en todo caso, una ingenuidad o una impostura. Por ello el filósofo francés Jacques Maritain dijo, no sin cierta ironía, que «podríamos estar de acuerdo con estos derechos con tal de que no se nos pregunte por sus fundamentos». También el jurista y filósofo austríaco Hans Kelsen señaló que la Declaración de 1948 es ajurídica y que sus artículos sólo pueden convertirse efectivamente en derechos una vez puestos bajo el amparo de una constitución política determinada capaz de mantener un ordenamiento jurídico concreto. Esto quiere decir que no cabe hablar de «derechos humanos» sino de «derechos ciudadanos», es decir, que solo cabe hablar de los derechos (junto con sus deberes) que tiene un ciudadano al vivir dentro de los límites de un determinado Estado. Dicho en otras palabras, los derechos no son previos a la formación del Estado, sino que responden a las acciones puestas en marcha por las instituciones políticas. Los derechos no se tienen, Señorías, sino que se ejercen en un territorio ¡en el acto, aquí y ahora, cada vez que vamos al médico o a los centros educativos, valga el caso!

Por ejemplo, dejando al margen las intenciones geopolíticas del gobierno marroquí, hay que entender que los “derechos humanos” de los miles de marroquíes que han entrado en España buscando una mejora de sus condiciones de vida entran en conflicto con los “derechos humanos” de quienes ya residen en nuestro país, porque todos y cada uno de los derechos de los “seres humanos” dependen de la capacidad misma que tenga un Estado para hacer efectivos dichos derechos. De eso dependen los derechos del individuo, de que sean derechos del ciudadano, esto es, de que sean sancionados y protegidos por un determinado Estado a través de un ordenamiento jurídico, siempre y cuando se ejecuten dichas leyes, es decir, siempre y cuando se lleven a cabo en la praxis y no se queden en papel mojado. De eso dependen los derechos de las personas y no de que, subjetivamente, se quiera o no reconocer unos pretendidos derechos humanos, porque reconocer tal cosa supondría afirmar que los derechos humanos ya están ahí, en algún sitio, flotando entre las nubes, escritos en el corazón de los hombres o en las estrellas, y esperando a que un Estado Democrático los saque a la luz. Derechos humanos y fundamentalismo democrático muchas veces van de la mano.

Por eso, desde una perspectiva materialista decimos que no existen los hombres como sujetos de derecho, sino los ciudadanos, dado que tales derechos no se piden para el individuo flotante en el vacío apolítico, sino para aquellos sujetos corpóreos que pueden, de hecho, participar de la recurrencia de aquel Estado gracias al cual dichos derechos se hacen efectivos. Es decir que los derechos radican en la política, no en la ética, aunque ésta sirva de fundamento para aquella. Sí, la política tiene fundamentos éticos, pero no son los únicos, también tiene fundamentos morales y estos pueden coincidir o ser irreconciliables con los fundamentos éticos. Ya hemos expuesto en distintas ocasiones que el término ética es referido por el materialismo filosófico al conjunto de normas orientadas hacia la preservación y fomento de la vida de los individuos corpóreos humanos (y no animales, por mucho que en 1978 la UNESCO jalease la Declaración universal de los derechos del animal). La conducta ética tiene como virtud fundamental la fortaleza, que se determina como firmeza cuando va orientada a la vida del propio sujeto, y como generosidad cuando va orientada a la vida de los demás individuos humanos. La moral, en el materialismo filosófico, tiene por objeto la preservación de la vida del grupo (familia, gente, nación, sociedad comercial, iglesia, &c.). Las normas contenidas en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 son, en su práctica totalidad, normas de carácter ético. La eutaxia, el buen gobierno de un Estado que tiende a perpetuarse como tal, ha de reconocer que a veces se dan contradicciones entre la ética y la moral y que, en la mayoría de los casos, debe primar el “bienestar” moral del grupo (sus ciudadanos) frente al comportamiento ético de acoger a los individuos flotantes.

La Declaración de los Derechos Humanos, que algunos todavía se atreven a llamar “universal”, se sitúa en la más oscura y confusa ambigüedad lisológica al tratarse de una Declaración ética y no jurídica. ¿Por qué?, porque La Declaración de 1948 toma como sujeto de derechos a los individuos, no a los ciudadanos, haciendo abstracción de las fronteras que separan a los hombres por razas, etnias, lenguas, religiones, culturas y por supuesto por Estados. Frente a la Declaración de los Derechos Humanos de 1948 encontramos la Declaración Universal de los Derechos de los Pueblos que varias organizaciones internacionales proclamaron en Argel el 4 de julio de 1976, coincidiendo con el bicentenario de la declaración de independencia de Estados Unidos. La declaración de Argel toma como sujeto de derecho a los pueblos, a las personas colectivas y así dice: «Todo pueblo tiene derecho a existir»; «Todo pueblo tiene derecho al respeto a su identidad nacional y cultural»; &c. Esta Declaración de los Derechos de los Pueblos de 1976 ponía de manifiesto la existencia de las fronteras que entonces dividían a los cinco mil millones de hombres según sus naciones, religiones, etnias o culturas; pueblos que trataban a toda costa de defender su unidad, su identidad, su salud y sus riquezas.

Fijando ahora la atención en la cuestión de la inmigración, tan de actualidad hoy día, insistiremos en que las organizaciones humanitarias «derechohumanistas», por así llamarlas, hablan en nombre de la ética y no desde la política y menos aún desde la geopolítica, y por ello piden la acogida sin límites de inmigrantes; y además exigen que los países menos favorecidos reciban más ayudas (0,5 %, 0,7 %, 2 % del PIB). Pero desde el realismo político y desde la economía política -es decir, dejando al lado la demagogia- estas pretensiones son un disparate suicida que vendría a arruinar la capa basal de los Estados. En el artículo 13.1 de la Declaración se afirma: «Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado». Lo que no especifica es que esta sentencia supone un conflicto extraordinario entre las normas éticas y las normas políticas. Las primeras prescriben dar acogida, alojo y alimento a todo inmigrante que traspase nuestras fronteras. Pero la prudencia política exige que el número de inmigrantes sea controlado, pues una abrumadora cantidad de inmigrantes sólo traería un consecuente caos que harían insostenibles la economía política y la eutaxia o la estabilidad social de cualquier Estado. Aquí está la razón por la cual el ideal del Estado de bienestar, propio de las democracias homologadas de nuestros días, es incompatible con la solidaridad sin fronteras, prescrita por las normas éticas o por los derechos humanos. En relación a este asunto también convendría aclarar que las diferencias existentes entre unos países y otros no se deben a la estupidez de los hombres subdesarrollados o a la maldad de los superdesarrollados, sino a la forma en la que ha ido desarrollándose la Historia Universal, que es la historia de los Imperios. Dicho de otra manera, la historia de los Imperios realmente existentes está por encima de una presunta voluntad del «género humano» que hubiera encontrado las claves de su autodirección. Y la realidad de los imperios implica necesariamente la guerra o, más bien, las diferentes guerras con sus diferentes tramas, incluidas todas sus atrocidades y heroicidades.

Como ya advertíamos, aunque la Declaración de los Derechos Humanos se siga declarando «universal» no lo es, pues sus artículos cuando se cumplen (y no pocas veces son incumplidos) quedan restringidos a Europa y a América principalmente. Es bien sabido que la Declaración no fue firmada ni por la URSS ni por China, pues ambas potencias comunistas interpretaban dicha Declaración como la defensa del sistema del «hombre burgués». En relación a la Declaración de los Derechos del Hombre proclamada en Francia en 1789, Marx y Engels habían escrito: “Registramos, ante todo, el hecho de que los llamados derechos humanos, los droits le l’homme, a diferencia de los droits du citoyen, no son otra cosa que los derechos del miembro de la sociedad burguesa, es decir, del hombre egoísta, del hombre separado del hombre y de la comunidad». Por otro lado, y tal y como nos recordaba el eterno Henry Kissinger, también el líder chino Deng Xiaoping había declarado al respecto: «En realidad, la soberanía nacional es mucho más importante que los derechos humanos, pero el Grupo de los Siete (u Ocho) con frecuencia infringe la soberanía de los países pobres y débiles del Tercer Mundo. Su discurso sobre los derechos humanos, la libertad y la democracia solo pretende salvaguardar los intereses de los países fuertes y ricos que aprovechan su fortaleza para abusar de los países débiles y que buscan la hegemonía y practican la política del poder».

En definitiva, los derechos humanos no son derechos naturales. Tampoco son anteriores o independientes de los derechos positivos en el sentido kelseniano, ni mucho menos son la revelación hecha a un supuesto Género Humano, sino que son el producto de un desarrollo histórico e ideológico construido desde el Nuevo Régimen y durante el proceso de industrialización. También es importante señalar que estos DDHH están pensados contra las iglesias cristianas y también contra otras confesiones. Por tanto, creer en la bondad incorruptible de dicha Declaración significa, sencillamente, estar en Babia. Su fuerza propagandística se explica, precisamente, por su carácter idealista. Y no nos referimos a un idealismo en sentido filosófico, sino a un idealismo ingenuo. Por ejemplo, en el preámbulo de la Declaración se habla, ni más ni menos, que de «la familia humana» e incluso de la «conciencia de la humanidad» y no olvidemos que el primer artículo de la Declaración reza así: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros». Antes de nada, habría que ver qué entienden por «razón» y por «conciencia» los declarantes firmantes, pero es que además no es verdad que los hombres nazcan libres e iguales en dignidad y derechos. Eso es falso de toda falsedad. Para evidenciar la tremenda indefinición de esta sentencia leamos esta reflexión escrita setenta años antes de 1948: «Para conseguir el axioma fundamental de que dos hombres y sus voluntades son totalmente iguales entre sí y ninguno de ellos puede mandar nada al otro, no podemos en modo alguno tomar dos hombres cualesquiera. Tienen que ser dos seres humanos tan liberados de toda realidad, de todas las situaciones nacionales, económicas, políticas y religiosas, que no queda ni de uno ni de otro más que el mero concepto “ser humano”; entonces sí que son “plenamente iguales” entre sí». Es decir, solo es posible hablar de igualdad entre los hombres en abstracto, una vez que se ha despojado a la persona de todos sus atributos históricos (un individuo sin sexo, ni raza, ni lengua, ni patria, ni religión). Sin embargo, nos guste o no nos guste, toda persona requiere necesariamente de un desarrollo histórico y de una matriz social, dos entramados no exentos de polémica. Pues bien, el texto que acabo de citar es de Friedrich Engels, y fue escrito, como digo, setenta años antes de 1948.

También Gustavo Bueno había expresado: «La Declaración de los Derechos Humanos, al formular su artículo sobre la igualdad primaria, presupone que los derechos son anteriores a cualquier especificación histórica del género humano, y con ello atribuye a los hombres, ahistóricamente, en abstracto, antes de la Historia, esos derechos. Lo que no se sabe bien es si la Declaración de los Derechos Humanos está definiendo al hombre antecessor, o al australopiteco, sin lengua, sin religión, sin cultura, &c., o al hombre actual. ¿Y dónde está la línea divisoria?» Bueno también negó que la libertad fuera dada desde el nacimiento: «Gran parte del “éxito” que tuvo (sigue teniendo) la Declaración se debió (y se debe), sin duda, precisamente a la indeterminación de sus ideas, por ejemplo, a la indeterminación de la idea de libertad del artículo primero, o a la indeterminación de la idea de “derecho a la vida” del artículo tercero. Esta indeterminación permitía y permite a cada cual interpretar los artículos en función de sus propias ideologías y de su propia conveniencia. Así, del artículo primero deducían algunos la “ilegitimidad” de la pena de prisión, incluso para los delincuentes. Del artículo tercero (“Todo individuo tiene derecho a la vida”) deducían los abolicionistas (y lo siguen deduciendo con renovado fanatismo, como es el caso de Amnistía Internacional) que la llamada pena de muerte implica una violación monstruosa de los derechos humanos y, por tanto, que los Estados que mantienen tal institución debieran quedar fuera de la comunidad ética humana internacional. Pero en cambio muchos de quienes invocan el artículo tercero para justificar su cruzada contra la pena capital no suelen acordarse de este artículo en el momento de atender a su particular cruzada en pro del aborto libre, que justificarán en cambio por el artículo primero (por la libertad de la mujer a decidir sobre su cuerpo)».

No podemos detenernos en todos y cada uno de los artículos de la Declaración, pero analicemos brevemente el 26, donde se afirma que la educación «favorecerá la comprensión, la tolerancia y la amistad entre todas las naciones y todos los grupos étnicos o religiosos y promoverá el desarrollo de las actividades de las Naciones Unidas para el mantenimiento de la paz». ¿A qué educación se refieren? ¿Acaso se está dando por supuesta la existencia de una educación universal válida para todos los seres humanos? ¿Y en qué idioma se ofrecería dicha educación? ¿Acaso en catalán, en euskera? Con las dificultades que tenemos en nuestro amado terruño para lograr, simplemente, que todos los ciudadanos españoles conozcan y usen la lengua nacional. Este artículo 26, todos en realidad, no es más que puro pensamiento Alicia, simple ignorancia o mala fe a la hora de ocultar la realidad polémica que existe tras la dialéctica de Estados y la dialéctica de clases.

Por otro lado, ¿a qué paz se refieren los declarantes? ¿A la paz romana? ¿Acaso a la paz hispana? ¿O tal vez a la paz norteamericana? Porque está claro que no se referían ni a la paz soviética, ni a la alemana, ni a la China. De hecho, dado su individualismo laico los derechos humanos del 48 son más afines al capitalismo que al socialismo. Con esta Declaración se trataba, sin duda, de mantener la paz estadounidense, una paz impuesta tras la guerra por la potencia vencedora. Era pues la paz de la victoria, la paz política y militarmente implantada por EEUU, una paz presentada en términos armonistas y metafísicos para encandilar a los más ingenuos. No hará falta recordar que Estados Unidos puso como pretexto la defensa de los DDHH para intervenir en Siria y Libia. «We came, we saw, he die», decía con malévola carcajada la desastrosa Hillary Clinton sobre el linchado líder libio Muamar el Gaddafi (https://www.youtube.com/watch?v=mlz3-OzcExI&ab_channel=CBS).

Obviamente, toda esta patraña de los Derechos Humanos sacaba de quicio a algunos. Recordemos, por ejemplo, que a causa de las innumerables demandas interpuestas cada día en nombre de los Derechos Humanos, el secretario de Estado Henry Kissinger manifestó con indignación en 1974: «Eso no son más que estupideces sentimentales. Aquí hacemos política exterior, no regeneración moral». Por cierto, que un año antes Kissinger había sido galardonado con el Premio Nobel de la Paz, de la paz americana, of course. Gustavo Bueno expresó algo parecido en estos términos: «Sigue causando asombro el que una filosofía tan miserable como la que está presupuesta en la Declaración de los Derechos Humanos de 1948 pueda ser tomada en serio sesenta años después por millones y millones de ciudadanos que se consideran progresistas en su humanismo, e incluso lo contraponen al sobrehumanismo cristiano.»

Más recientemente, el pasado 16 de junio el presidente ruso Vladimir Putin comentaba lo siguiente en la rueda de prensa que ofreció tras la cumbre biliteral con Joe Biden: dentro vídeo a partir de 14:11 https://www.youtube.com/watch?v=Y35dPy3ty54&ab_channel=CBSNewsCBSNewsVerificada.

La invocación perpetua a los sacrosantos derechos humanos forma parte del argumentario de los separatistas, de los movimientos LGBTI, de los BLM, de los feminismos, indigenismos, minorías y colectivos de todo tipo. Aunque ya vamos teniendo claro que lo que persiguen este tipo de movimientos es el reconocimiento de los “derechos” de los colectivos en detrimento de los derechos del ciudadano, por lo que esos “derechos” del colectivo o del grupo ya no serían tales derechos, sino privilegios en función del género, la raza, la condición social, el lugar de nacimiento, las creencias religiosas o las ideologías políticas. Curiosamente, desde posiciones afines al izquierdismo indefinido impulsadas desde las élites financieras, en todo el mundo se busca hoy día suplantar estos derechos del ciudadano por derechos exclusivos en función del colectivo al que se pertenece. Es decir, se busca sustituir los derechos individuales por privilegios de grupo, de clase, muy cercanos a los particularismos estamentarios del Antiguo Régimen.

Y hasta aquí este capítulo de Fortunata y Jacinta. Agradezco su apoyo a todos los amigos mecenas y recuerda: “Si no conoces al enemigo ni a ti mismo, perderás cada batalla.”



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