Consolidación del Estado nacional en México: Benito Juárez y la Iglesia
Forja 089 · 2 noviembre 2020 · 36.50
Un programa de análisis filosófico
Consolidación del Estado nacional en México: Benito Juárez y la Iglesia
Buenos días, sus Señorías, mi nombre es Fortunata y Jacinta y aquí da comienzo este segundo capítulo dedicado a la “cuestión religiosa” en el curso de la historia política de México. Terminábamos el programa anterior viendo cómo entre 1846 y 1848 los Estados Unidos de Norteamérica, en su primera guerra imperialista, acudieron presurosos al despojo de la capa basal de los recién configurados Estados Unidos mexicanos, logrando arrebatarle más de la mitad del territorio que, otrora, formó parte del Imperio español. En el capítulo de hoy analizaremos el difícil proceso de consolidación del Estado liberal en México que, después de la guerra contra EEUU, tuvo que superar una guerra civil y un segundo intento de invasión francesa auspiciada por la derecha primaria. También veremos la intensa dialéctica que dicho proceso desató frente a la Iglesia católica.
Como ya adelanté en el capítulo anterior, para la elaboración de estos vídeos cuento con la ayuda inestimable de Axel Juárez Rivero. Antes de entrar en el núcleo duro de la exposición, permítanme que les recomiende esta lección magistral impartida por Axel Juárez en abril de 2019 en la sede de la Fundación Gustavo Bueno en Oviedo. La exposición llevaba por título “Las izquierdas en México. Del Grito de Independencia a López Obrador” y, como ustedes podrán comprobar, es un ejercicio de análisis materialista realmente instructivo y clarificador, muy accesible a un público no especializado, dado que el autor va aplicando, paso a paso, muchos de los criterios de definición y clasificación de la teoría del Estado enunciada por el filósofo español Gustavo Bueno: cuáles son las distintas generaciones de izquierdas y las diferentes modulaciones de la derecha; qué estructura tiene el Estado y cuáles son las capas y ramas de poder; por qué no se puede hablar de historia sin contar con una teoría rigurosa del Estado, &c. Y todo ello, como digo, aplicado no sobre el plano abstracto, meramente especulativo, de la teoría política, sino ejercitado, aplicado, sobre los fenómenos políticos reales de un Estado, el mexicano, que intentaba consolidarse tras el traumático proceso de secesión del Imperio español. Muy necesaria esta lección de Axel Juárez, por cierto, porque él aborda con mucha precisión un periodo que yo he dejado fuera en esta serie: la etapa previa a la proclamación de independencia en 1821, que comprende a las figuras iniciadoras del proceso como el cura Hidalgo, Morelos, Fray Servando Teresa de Mier, &c. Muy recomendable, por otro lado, para suplir muchos de los detalles históricos que, lamentablemente, yo no podré abordar en estos capítulos. En la caja de descripción de YouTube, les dejo el enlace a esta magnífica y entretenidísima exposición de Axel Juárez Rivero y les invito a ver también la parte final del debate, donde los asistentes plantean objeciones y comentarios adicionales: ahí queda claro por qué la Escuela de Filosofía de Oviedo funciona como una escuela de filosofía en sentido estricto. Y ahora retomemos el asunto que hoy nos convoca.
Vimos en el capítulo anterior las enormes dificultades que el incipiente Estado mexicano fue encontrando en el camino hacia su consolidación política tras la secesión de la Nueva España del Imperio español. Baste aportar como dato esclarecedor que sólo entre 1820 y 1854, hubo más de 50 presidentes en México. También en el forja anterior, dibujamos de forma general las intensas dialécticas que se fueron desarrollando entre los grupos de la derecha primaria, defensores del Antiguo Régimen, y los grupos conformados ideológicamente dentro del liberalismo, y que ninguna de estas corrientes eran bloques estáticos, perfectamente definidos, sino que conformaban movimientos muy heterogéneos: la derecha, en general era prohispánica y prohispanoamericana, mientras que en los grupos liberales confluirían las tendencias de Cádiz en conjugación con tradiciones anglo-yanquis, como el federalismo, el anti-catolicismo y un racismo exacerbados. Y también hubo un liberalismo nacionalista, patriótico, alejado del anticlericalismo y de la filia anglo-yanqui. Este liberalismo nacionalista es la vertiente por la que, finalmente, se decantaría Benito Juárez tras las guerras de invasión imperialistas que dejaron al borde de la ruina al Estado mexicano. Y es que la semana pasada también dejamos esbozadas las agitadísimas dialécticas surgidas en el choque frente a potencias extranjeras, que inmediatamente se abalanzaron sobre los despojos de la Monarquía Hispánica, como es natural. Así, en 1838 ya encontramos una primera invasión francesa del Puerto de Veracruz (habrá un segundo intento en 1862) y, como decimos, en 1846 EEUU declaró su guerra imperialista contra México, una guerra de conquista donde el ejército defensor (el mexicano) no fue capaz de ganar una sola batalla, que concluyó con la pérdida de más de la mitad de su territorio y que dejó al incipiente Estado mexicano en una situación de debilidad extraordinaria.
En la entrega de hoy me centraré en el proceso de transformación del Estado mexicano en Nación política, proyecto de Estado liberal que, tras inmensos avatares, culminaría Benito Juárez en 1857. Y en este punto conviene subrayar lo antes dicho: tras la guerra de 1847 contra EEUU, el liberalismo en México comienza a presentar más matices y, frente a la línea abiertamente filo-norteamericana, comienza a forjarse un liberalismo patriótico, es decir, un liberalismo que trata de enfatizar la defensa de la soberanía para llevar adelante el proyecto de holización social y forjar el Estado nacional. Es decir, estos grupos luchaban por la configuración de México como Nación en sentido político (no hay que olvidar que una cosa es el Estado y otra muy distinta es la nación en sentido político). Los planes y programas de estos grupos, por tanto, pretendían llevar a cabo el proceso de holización de la sociedad política, holización definida por Gustavo Bueno como el proceso de transformación de las partes anatómicas de la sociedad del Antiguo Régimen (los estamentos, los gremios, los fueros del clero y del ejército, &c.) en sus partes atómicas (los ciudadanos, todos iguales ante la ley).
Y en este contexto, los liberales advierten que un paso indispensable para la formación de la nación política es, precisamente, lograr la separación entre Iglesia y Estado, esto es, limitar las potestades respectivas de cada entramado institucional para hacer posible ese proceso de holización. Por supuesto, ya sabemos que el ideario liberal apareció oportunamente acompañado de una ideología fuertemente anticlerical, que interpretaba al catolicismo como el causante del atraso económico y de la postración moral de la población. Desde esta perspectiva, un grupo de liberales encabezados por Melchor Ocampo y por los hermanos Miguel y Sebastián Lerdo de Tejada, defendieron que una forma de contener la influencia de la Iglesia católica era fomentando la introducción de iglesias protestantes en México. Trataban así de romper el “monopolio de la fe” que tenía el catolicismo y de difundir una doctrina que, en su opinión, fomentaría el alfabetismo y la tendencia al “trabajo”. Calcularon, por otro lado, que las coordenadas protestantes se acoplarían mejor a los planes de desarrollo de una economía capitalista, planes donde también aparecían como un obstáculo las propiedades del clero y las tierras comunales. Sin embargo, las urgencias para luchar por la eutaxia del Estado minimizaron esta tendencia, que no logró consolidarse.
Empezaremos diciendo, por tanto, que fue justo tras la guerra contra EEUU cuando tuvo lugar un momento decisivo en lo relativo a la “cuestión religiosa”: es lo que la historiografía mexicana denominó “La Reforma”. Convendría insistir en que estos supuestos históricos (la separación entre Iglesia y Estado y la holización de la sociedad) no implica desde nuestra perspectiva filosófica, atea-católica, lanzarse a favor de un anticlericalismo grosero o, peor aun, de un anticatolicismo. No se trata tampoco de condenar moralmente al liberalismo o, justo lo contrario, de acusar de todos los males a la derecha primaria, simplificaciones tan ridículas como atreverse a afirmar que “el sedentarismo fue un error” que “la culpa de todo la tuvieron los romanos” o, incluso, que las secesiones americanas fueron un error. No, nuestra tarea es intentar comprender por qué y cómo se fueron desarrollando estos procesos históricos en que las estructuras políticas se fueron ajustando y desarrollando con mucha dificultad. Es el peso de la política real y es, sobre todo, el peso de la historia.
Por no detenerme en demasiados detalles históricos y poder avanzar, diré que en 1853, un grupo de la derecha primaria, encabezado por el gran Lucas Alamán y el sacerdote Francisco Xavier Miranda, invitó al general Antonio López de Santa Anna a regresar a México para ocupar otra vez la presidencia. Conviene señalar que Santa Anna había sido el Comandante en Jefe del ejército mexicano durante la invasión estadounidense, un militar cuya improvisación, desorganización o mala fe contribuyó a la derrota de los mexicanos y que, tras el fracaso militar, había salido del país en 1848. Señala Axel Juárez, que a pesar de sus malas dotes tanto políticas como militares, Santa Anna era un personaje de enorme popularidad e influencia y que, a lo largo de estos años, fue requerido tanto por grupos de izquierda como de derecha, al ver en él un posible elemento de cohesión social. Por tanto, en este momento de inestabilidad política, la derecha primaria confía en que Santa Anna podría ser controlable por un conjunto de ministros eficaz, lo llama y en 1853 Santa Anna acepta ocupar la presidencia de México. No hay que perder de vista, insisto, el momento de extrema fragilidad que atraviesa México tras la guerra contra EEUU, las amenazas secesionistas de algunos de sus estados (varios buscaban, incluso, anexionarse a EEUU), la ruina económica, la debilidad de sus instituciones, las propias luchas intestinas, &c. No es de extrañar que, en estas circunstancias distáxicas, la derecha primaria buscara fórmulas contundentes para conseguir cierto orden, para lograr la propia pervivencia del Estado, la eutaxia, definida por Bueno, como ya he explicado en alguna ocasión, como la conservación del Estado a lo largo del tiempo.
Sin embargo, ese mismo año de 1853 muere Lucas Alamán, político de una talla extraordinaria, y Santa Anna (ya sin contención política) proyecta la instauración de una dictadura emitiendo un decreto que ratificaba sus poderes dictatoriales y le otorgaba el tratamiento de “Alteza Serenísima”. La situación no resiste más cuando Santa Anna vende a los norteamericanos el territorio de “La mesilla” y en 1854 estalla contra su gobierno la Revolución de Ayutla, que es apoyada por partidarios del liberalismo de diversas tendencias, entre ellos Ignacio Comonfort y Benito Juárez.
Ante el inminente triunfo liberal, Santa Anna abandonó la presidencia de México en 1855. A lo largo de este periodo de gobiernos provisionales se decretaron un conjunto de normas jurídicas tendentes a consumar la separación entre el Estado mexicano y la Iglesia. La primera de ellas fue conocida como “Ley Juárez”, por ser éste el apellido de su autor, Benito Juárez, que durante ese año de 1855 ejerció como ministro de Justicia e Instrucción pública. Esta Ley estipulaba la eliminación de los fueros eclesiástico y militar, declarando a todos los mexicanos como ciudadanos iguales ante la ley. Al año siguiente, ya bajo el Gobierno de Ignacio Comonfort, el ministro de Hacienda, Miguel Lerdo de Tejada, firmaba la desamortización de todas las fincas rústicas y urbanas en propiedad de las corporaciones eclesiásticas. Asimismo, obligaba a vender aquellas tierras que el propietario no pudiera administrar.
En 1857 se promulgó la Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos donde se afirmaba que la soberanía residía en la nación. Gracias, principalmente, a la prudencia de los liberales moderados, que deseaban evitar una guerra civil, se omitió inscribir textualmente la libertad de cultos aunque, eso sí, se suprimió cualquier referencia a una “religión oficial”: de facto, el Estado mexicano se encontró sin confesionalidad alguna. La Iglesia respondió furibunda, condenando la Constitución y amenazando de excomunión a todos los funcionarios públicos que jurasen la nueva ley. Meses más tarde se sancionó la “Ley Iglesias”, que prohibía el cobro obligatorio de las obvenciones parroquiales, de los derechos por servicios religiosos y el diezmo. Es decir, la Iglesia solo podría recoger lo que voluntariamente quisiera donar la feligresía. La presión era creciente y la derecha primaria junto a la jerarquía eclesiástica mexicana, sintetizaron su ideario con literalidad: “Religión y fueros”.
El militar Félix María Zuloaga, junto a un grupo de la derecha primaria, proclaman el Plan de Tacubaya con la intención de derogar la Constitución de 1857 y convocar a un nuevo Congreso para formular y expedir otra. Así, el 17 de diciembre de 1857 los ideólogos del Plan de Tacubaya manifestaron: “Considerando que la mayoría del pueblo no quedó satisfecha con la Constitución (de 1857); que el país debe regirse por leyes acordes con sus usos y costumbres; a partir de esta fecha cesa de regir la Constitución; el presidente Comonfort conserva tal carácter, pero con atribuciones omnímodas; a los tres meses el propio Presidente convocará a un Congreso constituyente para que elabore un nuevo código que será sometido a la aprobación de todos los habitantes de la República”. A este plan se adhirió el propio presidente Comonfort, quien ya había disuelto el Congreso. Comonfort encarcela a Benito Juárez, presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, y a otros liberales. Es decir, el golpe de Estado se produce cuando Comonfort –presidente constitucional del liberalismo moderado– se alía con la derecha primaria para acabar con la misma Constitución que bajo su firma se había promulgado. Por su parte, la Iglesia se niega a administrar sacramentos a quienes no se pronuncien públicamente a favor del Plan de Tacubaya. Un tiempo más tarde, considerando que la vacilación del Presidente Comonfort ponía en peligro los planes de Tacubaya, los alzados dictaminaron: "Se elimina al Excmo. Sr. Comonfort del mando supremo de la Nación y se proclama como General en Jefe del Ejército Regenerador al Sr. General don Félix Zuloaga quien está decidido a "salvar a la Patria", conservando su religión, la incoluminidad del ejército y las garantías de los mexicanos (…)” Comonfort es obligado a renunciar y Juárez, que por ministerio de ley es llamado a suplir al Jefe del Estado, asume la Presidencia interina de la República. En consecuencia, se dieron dos gobiernos paralelos: uno liberal encabezado por Juárez y que defendía el orden constitucional y otro liderado por la derecha primaria dirigido por Félix Zuloaga desde la capital y que había derogado algunas de las reformas liberales.
Estalla, por tanto, la guerra civil, la llamada Guerra de Reforma, que puede ser considerada como la auténtica revolución liberal en México y que duraría hasta 1861. Sin entrar en matices, diré que las fuerzas de la derecha fueron arrinconando a las liberales, lideradas por Benito Juárez, quien terminó resistiendo en Veracruz junto a las milicias nacionales. Será allí donde Juárez asestará la estocada final al Antiguo Régimen con la promulgación en 1859 de las Leyes de Reforma, que contemplarán el decreto de separación formal entre el poder público y cualquier tipo de iglesia, también la ley de nacionalización de los bienes del clero, la ley del matrimonio civil, la ley orgánica del registro civil; la secularización de los cementerios y la suspensión de las festividades religiosas, estableciendo un calendario oficial que respetaba, eso sí, el 12 de diciembre, el día de Nuestra Señora de Guadalupe. Unos meses más tarde, en 1860, las Leyes de Reforma de Benito Juárez se ampliaron con la Ley para la libertad de cultos y la exclaustración de las órdenes religiosas.
En este punto, la guerra entre los liberales y la derecha primaria aliada a la Iglesia entra en una recta final ya que, rápidamente, la dialéctica de clases se ve englobada, desbordada, por la dialéctica de Estados. La razón fue que la derecha primaria mexicana retomó su proyecto monarquista apelando a la intervención de potencias extranjeras con una idea clara: encontrar un titular europeo, un príncipe católico, que pudiera representar un régimen monárquico eutáxico capaz de imponer cierto orden en el desestabilizado México. De esta manera, Miguel Miramón, que había sido designado Presidente por los del Plan de Tacubaya, clama el apoyo de España y de otras potencias europeas, entre ellas la de los franceses. Por su parte, Juárez, acorralado, entra en acuerdos con Estados Unidos. Se desenvuelve aquí uno de los episodios más significativos de la diplomacia mexicana: a cambio de apoyo militar y monetario, Juárez es presionado por los norteamericanos para vender territorios. Ante la negativa de Juárez, los estadounidenses intentan, entonces, derrocarlo y posicionar en su lugar a un liberal de la línea típica filo-norteamericana: el ministro Miguel Lerdo de Tejada, que llega a pensar, incluso, en la completa anexión de México a los Estados Unidos. Lamentablemente, no puedo detenerme en todos los detalles de modo que insisto en recomendarles la conferencia de Axel Juárez Rivero para suplir estas carencias. Con el objetivo de avanzar, diré simplemente que, en respuesta al llamamiento de la derecha primaria, México deberá enfrentar su segunda guerra de conquista en un lapso menor de veinte años. Recordemos que el imperialismo francés hacía ya tiempo que venía perfilando la invasión en México y Napoleón III no desaprovechará la ocasión para intentar colocar a su candidato (el austriaco Maximiliano de Habsburgo-Lorena) al frente del Segundo Imperio mexicano. En este punto, el gobierno de Juárez apela al esfuerzo patriótico para la defensa de la Nación, pero en 1863 el Estado de Napoleón III toma la Ciudad de México.
Paradójicamente, la llegada de Maximiliano I en 1864 representó un revés para la Iglesia, pues el nuevo emperador se acercaba a las tendencias del monarquismo liberal constitucional. Ratificó algunas de las “Leyes de Reforma”; detuvo la nacionalización de los bienes eclesiásticos, pero no anuló las ya realizados por Juárez; Asimismo, restauró al catolicismo como religión oficial, pero reconoció el mismísimo principio de la libertad de cultos, aun mediando concordato con Pío IX. Como era previsible, la jerarquía eclesiástica mexicana explotó contra Maximiliano y tres años más tarde, en 1867, las fuerzas patrióticas de Benito Juárez lograron sitiar los últimos despojos del ejército francés en Querétaro, fusilando al efímero emperador Maximiliano I.
El triunfo de Juárez, de la República y del Partido Liberal podría haberse traducido en el completo acoso del Estado hacia la iglesia. Sin embargo, el presidente pugnó por la conciliación añadiendo una serie de reformas a la Constitución: la reinstauración del Senado y la rehabilitación electoral del clero, esto es, otorgó el derecho al voto a los sacerdotes. El Congreso, dominado en ese momento por liberales dogmáticos y fanáticos, no reconoció las intenciones de Juárez de reformar la Constitución. Y es que las obras escritas y las decisiones políticas de Juárez siempre estuvieron articuladas en función de la dialéctica de Estados, una perspectiva que le permitió apartarse de los sectores dogmatizados de la facción liberal. En este punto es interesante ponderar, una vez más, las decisiones que Juárez tomó en 1865, acorralado el ejército nacional por las tropas francesas. En ese momento decisivo, Juárez vuelve a recibir otro ofrecimiento por parte de los abolicionistas yanquis de vender territorio mexicano a EEUU a cambio de apoyo militar y económico. Como vemos, la pretensión yanqui de seguir desgarrando el suelo mexicano jamás cesó ni ha cesado. Este es un fragmento de la contestación del Presidente Juárez a su ministro en Washington, Matías Romero, en carta fechada el 26 de enero de 1865:
“La idea que tienen algunos, según me dice usted, de que ofrezcamos parte del territorio nacional para obtener el auxilio indicado, es no sólo antinacional, sino perjudicial a nuestra causa (…) Que el enemigo nos venza y nos robe, si tal es nuestro destino; pero nosotros no debemos legalizar ese atentado, entregándole voluntariamente lo que nos exige por la fuerza. Si la Francia, los Estados Unidos o cualquiera otra nación se apodera de algún punto de nuestro territorio y por nuestra debilidad no podemos arrojarlo de él, dejemos siquiera vivo nuestro derecho para que las generaciones que nos sucedan lo recobren”.
Y sería interesante que, aquellos que en España simpatizan con las pretensiones separatistas, escuchasen con atención lo siguiente que decía Benito Juárez: “Malo sería dejarnos desarmar por una fuerza superior, pero sería pésimo desarmar a nuestros hijos privándolos de un buen derecho, que más valientes, más patriotas y sufridos que nosotros lo harían valer y sabrían reivindicarlo algún día.” Lamentablemente la izquierda indefinida en España lleva décadas desarmando ideológicamente a nuestros hijos privándoles, precisamente, de ese derecho, que es la defensa de la patria, de la tierra de sus padres.
Es en el marco de esta concepción en que se inserta la política juarista respecto a la Iglesia una vez aniquilado el Imperio de Maximiliano I. Es la conciliación nacional, la estabilización de la sociedad, la consolidación del Estado interna y externamente, la eutaxia, en una palabra. De ahí el cese de hostilidades con la Iglesia a partir de 1867, la moderación de las “leyes de Reforma” y la rehabilitación de los eclesiásticos para votar. Asimismo, Juarez intervino para que, de las congregaciones exclaustradas, las Hermanas de la Caridad de San Vicente de Paul fueran respetadas. Por otro lado, en 1870 decretó una amnistía general para los colaboracionistas del imperio y también deja a disposición de las autoridades locales las reglamentaciones sobre el culto público.
También las recientes guerras imperialistas, enmarcadas dentro de la dialéctica de Estados y de religiones, obligan a reorientar los planes iniciales respecto al protestantismo. Tras la “Guerra de Reforma”, se aparca la idea de introducir agentes norteamericanos y se apuesta por la formación de una iglesia nacional, la “Sociedad Católica Apostólica Mexicana”, que rompiera los vínculos con Roma y que fuera capaz, también, de disolver ciertas creencias y ceremonias. Se contaba para ello con el apoyo de ciertos sacerdotes católicos reformistas y pro-liberales, sin embargo, ningún obispo apoyó el intento y el proyecto fracasó. Benito Juárez asumió en este contexto una posición matizada: puesto que ya se había logrado la separación formal y efectiva entre Iglesia y Estado, la intención ya no era la supresión y el combate frontal al catolicismo, sino normalizar las relaciones y la vida social.
En suma, ¿cómo entender la obra de Juárez y las Leyes de Reforma respecto a la Iglesia? Como ya hemos señalado, Juarez termina asumiendo un liberalismo nacionalista alejado de la filia anglo-yanqui y de las posiciones anticlericales radicales. Tras medio siglo de profunda desestabilización, se presentan por fin las condiciones para llevar a cabo el proyecto de holización de la sociedad política mexicana: desestructuración del Antiguo Régimen, liquidación de la derecha primaria (que había elegido el camino de la intervención extranjera europea), limitación de los poderes de la Iglesia (que se resistía a perder sus fueros y privilegios estamentales) y apertura de la vía política que trataba de incorporar a los pueblos indígenas en el cuerpo nacional, conjuntos demográficos que, tras las secesiones hispanoamericanas, fueron quedando aislados, fueron “sustraídos” del incipiente cuerpo social.
En definitiva, y ya para ir cerrando este capítulo, Benito Juárez es la figura histórica que consolida el Estado Nacional mexicano, aún más, garantiza su eutaxia, su existencia como entidad política soberana e independiente, con fortaleza y capacidad de organización suficiente como para sacar adelante a un país devastado y asediado por las ambiciones imperialistas de Francia y de Estados Unidos. Sin embargo, Juárez no era el partido liberal y a su muerte continuaron las tendencias anglófilas y de abierto estímulo a la penetración protestante. Lo que vendría inmediatamente tras su muerte sería el largo gobierno de Porfirio Díaz, el periodo conocido como “Porfiriato”, que representa claramente la transformación de la izquierda liberal mexicana en derecha liberal. Pero ya iremos desmenuzando estos asuntos tan jugosos en próximas entregas.
Y hasta aquí este capítulo de Fortunata y Jacinta. Agradezco su apoyo a todos los amigos mecenas y recuerda: “Si no conoces al enemigo ni a ti mismo, perderás cada batalla.”