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Historia político-religiosa de México: de la secesión a la guerra contra EEUU

Forja 088 · 23 octubre 2020 · 49.10

Un programa de análisis filosófico

Historia político-religiosa de México: de la secesión a la guerra contra EEUU

Buenos días, sus Señorías, mi nombre es Fortunata y Jacinta y aquí da comienzo este capítulo titulado “Historia político-religiosa de México. Primera parte”, donde abordaremos los siguientes tramos históricos: el proceso de secesión del Virreinato de la Nueva España (1810-1821), la constitución del Imperio Mexicano (1821-1823), la Primera República Federal liberal (1823-1835), la República Centralista (1835-1847) y la guerra de EEUU contra México (1846-1848). Tal y como vengo haciendo en esta tercera temporada del canal, también en este capítulo pondré el plano religioso como horizonte de análisis y así iremos viendo cómo se va desarrollando la dialéctica entre la plataforma continental hispánica de tradición católica y las ambiciones expansionistas de la plataforma continental anglosajona de tradición protestante.

Antes de comenzar, querría subrayar algo que solemos pasar por alto, inmersos como estamos desde hace dos siglos en el orden liberal, pues tendemos a plantear la cuestión de España e Hispanoamérica como dos realidades que hubieran estado siempre perfectamente separadas, visión que no puede sostenerse cuando analizamos el desarrollo histórico de lo que llamamos la civilización hispánica: los territorios de la Monarquía hispánica eran partes de un mismo cuerpo político, una unidad política y territorial cuya primera identidad era el catolicismo. Y de vital importancia es entender que con catolicismo no nos referimos únicamente a una religión, sino que el catolicismo comporta una plataforma de interpretación del mundo, una forma concreta de estar en el mundo a partir de un sistema completo de valores éticos, morales, estéticos, &c.

De suerte que uno de los efectos principales que hay que analizar a la hora de abordar las llamadas “independencias americanas” es, precisamente, el choque que se produce entre los dos modelos de imperialismo de la modernidad. Por un lado tenemos la norma imperial de la Monarquía hispánica, que es una norma civilizatoria de inspiración católica, con vocación universal, que hace que el Estado se extienda a todos sus territorios y que lleva incorporada la idea de mestizaje, esto es, de preservación de las poblaciones nativas, y también la propia idea de persona. Porque esta idea de incorporar al individuo nativo como sujeto de derecho es posible gracias a la propia idea de persona de tradición griega que la teología católica no sólo asimiló, sino que tuvo que redondear, delimitar, redefinir, precisamente en el contexto de fundamentación del dogma de la Santísima Trinidad. La propia constitución de los sujetos como personas, es decir, como individuos que pueden recibir instituciones (las mismas para todos) es esencial para entender esa unidad e identidad hispánica que ahora mismo está en proceso de demolición: tan católico era aquel al que bautizaban en Veracruz, Nueva España, como el que recibía el bautismo en San Pedro de Roma; tan español era aquel que nacía en Lima como el que lo hacía en Tordesillas, Castilla.

Frente a la norma imperial española que incorpora la plataforma americana a la órbita de la tradición grecorromana (filosofía griega, derecho romano y catolicismo), tenemos la norma imperial de raíz protestante anglosajona y, en general, la concepción jurídico-política de los imperios que se consolidan en la era liberal (siglos XIX y XX) que parten de un principio federativo asimétrico: hay una metrópoli con un estatuto jurídico distinto al de las colonias. Desde esta perspectiva hay que insistir en que los mayores atropellos que se han perpetrado contra las poblaciones nativas en Hispanoamérica (Uruguay, Argentina, Chile, &c.) se produjeron ya en época liberal tras los procesos emancipatorios, las llamadas “independencias”. De hecho, buena parte de lo que queda del Imperio español en el siglo XIX (la Cuba del XIX, el Protectorado español en Marruecos, Guinea), son ya productos de un colonialismo de tipo liberal en muchos rasgos, no en todos, pero sí en muchos.

Entonces, hay que intentar comprender que gran parte de las problemáticas que los Estados hispanoamericanos  arrastran desde hace doscientos años son debidos a que dichos Estados son producto de esas revoluciones liberales que trataban de romper las estructuras de la Monarquía hispánica y que trajeron aparejada una especie de esquizofrenia, pues ideológicamente, dichos Estados debían configurarse frente al Imperio español, siendo ellos mismos sus herederos en el sentido político, institucional, cultural, religioso y, por supuesto, genético: los pueblos hispanoamericanos son hijos del mestizaje. No hace falta pretender nostálgicamente la reconstrucción de un Imperio español que ya desapareció en sentido político, del mismo modo que el Antiguo Régimen también es una realidad clausurada. Lo que sí hay que entender es que los efectos de dicha unidad e identidad hispánicas siguen vigentes y que el primero de estos efectos es la lengua. En definitiva, hay que entender que muchos de los problemas de las naciones de tradición hispánica, incluida la España peninsular de nuestro presente, son problemas derivados de la fractura, de la fragmentación de aquella unidad política, territorial, religiosa, de lengua, &c. que era la Monarquía hispánica, situación que ha dado lugar al enorme extravío identitario en el que seguimos inmersos. Y cada vez más perdidos, por cierto, en beneficio de otras potencias que, como es lógico, tratarán de sacar el mayor provecho de nuestra debilidad.

Por simplificar, podríamos decir, que en la actual dialéctica de Imperios, de plataformas continentales, de lenguas, de religión, &c. todo parece indicar que la plataforma anglosajona se reafirma, que la plataforma eslava se reafirma, que la plataforma islámica se reafirma, mientras que la plataforma hispánica se disgrega, se rompe, se niega, se disuelve y, con ella, en paralelo, se extravía y debilita la plataforma católica. Por algo será.

Esta larga introducción tiene por objeto precisar que, tras presentar en el Forja 86 un análisis genérico sobre la persecución religiosa en México, he decidido preparar nuevos capítulos para seguir tratando esta problemática, pero ya con la lupa en la mano. Adelanto que haré este abordaje gracias a la inestimable ayuda de mi buen amigo Axel Juárez Rivero, mexicano formado en sociología, irremediable materialista-filosófico (tal y como él mismo se define) y colaborador de la Fundación Gustavo Bueno. Espero que estos capítulos sirvan para entender que, al margen de las peculiaridades de cada una de nuestras naciones, todas compartimos un mismo sustrato de complejidad, aquel derivado de la fractura de esa unidad e identidad hispánicas que nos configuró históricamente, y que poner la lupa en la historia político-religiosa de México servirá para entender fenómenos parecidos en otras naciones de tradición hispánica.

Axel Juárez Rivero advierte, antes de nada, que el análisis de la denominada “cuestión religiosa” en el desarrollo de la historia mexicana, necesariamente tiene que comenzar por identificar el punto de partida en que podría hablarse propiamente de México. Es decir, si vamos a tratar sobre las relaciones entre el Estado y la Iglesia, lo primero que tenemos que hacer, como es natural, es ubicar la etapa histórica en que se configura el incipiente Estado mexicano. Por otra parte, Axel Juárez subraya que, puesto que en México la dialéctica entre las instituciones estatales y las religiosas es realmente tumultuosa, será esencial abordar la conexión que existe entre la perspectiva anticlerical y la temprana introducción del protestantismo en el país.

La secesión y el Imperio Mexicano (1810-1822)

Ya saben ustedes que los ideólogos de la memoria histórica indigenista insisten en la idea anacrónica, torcida y anticientífica que identifica al México actual con un supuesto México originario, preexistente. Este mecanismo de mitificación del pasado indígena, junto al desplazamiento continuo de la culpa hacia una presunta España opresora de pueblos prístinos y puros, es seguido también por nuestros separatistas vascos, catalanes, gallegos y andalucistas: nada nuevo bajo el sol. Pero ya lo dijimos en el capítulo 22: México no existía antes de Hernán Cortés. Desde el punto de vista formal, material y objetivo México no es hijo del Imperio azteca, imperio que tenía sojuzgadas a otras comunidades indígenas. México es hijo del Virreinato de la Nueva España, fundada por Hernán Cortés sobre la base de instituciones precolombinas. Y esta Nueva España (al igual que el resto de los virreinatos) formaba parte de la Monarquía Hispánica, era parte de un mismo Estado.

Las independencias de las regiones hispanoamericanas del Imperio, por tanto, deben ser entendidas como procesos secesionistas, esto es, como procesos políticos dados en clave de secesión de partes constitutivas de un mismo Estado. De suerte, que debe quedar neutralizada la concepción imperante que supone que, previo a la obra constructiva de España en América, existían naciones políticas, Estados o entidades unitarias susceptibles de ser identificadas con las republicanas americanas contemporáneas. Es importantísimo remarcar esto, porque tal y como señala Axel Juárez, los pueblos hispanoamericanos de nuestro presente desbordan completamente la cuestión indígena en el sentido de que los conjuntos demográficos que surgen en América a raíz de la llegada de los españoles son completamente nuevos, fruto de la integración cultural y biológica, una obra sin parangón de cara a la Historia Universal. Y mucho ojo, porque eso de identificar la esencia de la nación mexicana con los mexicas al tiempo que se tilda de traidores e hijos de la chingada a los pueblos que colaboraron con los españoles, revela un integrismo racista de resonancias arias y, también, descaradamente hispanófobas. No, señores, les guste a ustedes o no, lo cierto es que el fundamento histórico de las repúblicas hispanoamericanas reside, precisamente, en el Imperio español.  

Así, la conformación de México como Estado soberano tiene como punto de partida la Nueva España secesionada, fundamento material sobre el que se alzará el nuevo país. También hay que subrayar que esta secesión, lograda en 1821, no fue consumada por las figuras iniciadoras del movimiento independentista –Hidalgo y Morelos habían muerto en 1811 y 1815, respectivamente– sino por las élites criollas que pretendían articular un nuevo Estado a través de una monarquía constitucional moderada. El formato nominal de este incipiente Estado sería el “Imperio mexicano” siendo su cabeza Agustín de Iturbide, antiguo oficial realista leal a la unión con la Monarquía Hispánica durante prácticamente la totalidad de los años de la guerra de independencia. Al finalizar el proceso de secesión, la estructuración y características de la sociedad política se mantuvieron conservadas en su esencia, esto es, se heredaron en línea directa las instituciones del “Antiguo Régimen”, conservando con ello el tipo de conexiones entre el poder político y la Iglesia.

Hay que advertir que la Iglesia, principal opositora a los proyectos independentistas en su etapa inicial, asume una actitud pasiva o en su caso de cooperación hacia el desenlace del conflicto, cuando se advierte la inminencia de la ruptura. De hecho, los principios bajo los que Iturbide llega al poder son, justamente: “Unión, religión e independencia”, asumiendo este el “trono de México” con un tedeum en la Catedral de la capital. Es decir, se asume a la religión católica como el credo oficial, gozando de la protección y amparo estatales.

Es de resaltar que, en el propio Reglamento Provisional Político del Imperio Mexicano, previo a la convocatoria de un congreso constituyente, se declaró lo que sigue:

“La nación mexicana, y todos los individuos que la forman y formarán en lo sucesivo, profesan la religión católica, apostólica, romana con exclusión de toda otra. El gobierno como protector de la misma religión la sostendrá contra sus enemigos. Reconocen, por consiguiente, la autoridad de la Santa Iglesia, su disciplina y disposiciones conciliares, sin perjuicio de las prerrogativas propias de la potestad suprema del Estado”.

Rápidamente en lo referente al poder ejecutivo y a las funciones imperiales se asigna como primerísimo deber en el artículo 30: “Toca al Emperador: I. Proteger la religión católica, apostólica, romana, y disciplina eclesiástica, conforme al plan de Iguala.” Puede advertirse jurídica y políticamente la comunión entre la iglesia católica y el Estado, aún sin mediar concordato ni contando el gobierno “imperial” con el reconcomiendo por parte de Roma.

Como ya hemos advertido, quienes consuman el proceso de emancipación de Nueva España son los criollos realistas (defensores en un principio de la unidad en el Imperio) en alianza con los dirigentes independentistas en posición ya muy marginal (marcadamente después de la muerte de Morelos). Entre otras razones, ambos grupos encuentran inviable la continuidad en la Monarquía Hispánica por la situación interna de la España peninsular. Se desenvuelve, entonces, un proceso histórico sutil: los criollos realistas tomando el bando de la secesión se ven influidos por el liberalismo gaditano. Así, al proclamar la independencia y siguiendo el liberalismo de Cádiz, abogan por una monarquía constitucional y declaran como “mexicanos sin distinción” a todos los habitantes, aboliendo de facto la estructura de castas. Sin embargo, ello no implica la desestructuración del Antiguo Régimen: por la vía de una “restauración” se mantienen el trono (por eso gobierno monárquico, aunque moderado), el altar (plena conexión entre el poder público y la iglesia y respeto del estamento clerical) y el estamento militar, las únicas instituciones políticas con poder suficiente como para sobrevivir tras la fragmentación. Significativamente, en el Reglamento Provisional del Imperio mexicano, se omitió el tema de la residencia de la “soberanía”, solo se afirmaba que el “Imperio era soberano”.

La Primera República Federal liberal (1823-1835)

En 1823 el gobierno monárquico de Iturbide queda disuelto tras un golpe de Estado militar filo-republicano. Se proclama la República y, como paso previo a la convocatoria de un congreso constituyente, se forma un gobierno provisional bajo la figura del triunvirato.

Abolido el Imperio mexicano, la fragmentación de las fuerzas es amplia. Esta cuestión reviste la mayor importancia, pues definirá las diversas posiciones que se asuman frente a la “cuestión religiosa”. Por ejemplo, desde el liberalismo tenemos a los “federalistas-radicales”, a los “federalistas-moderados” y a un pequeño sector de liberales que se presentan como centralistas respecto al modelo de Estado republicano. Tras la caída de Iturbide, los monárquicos quedan en minoría o cambian de bando. Así pues, por el lado denominado en la historiografía mexicana como “partido conservador”, tenemos elementos que podemos identificar como la derecha primaria, con matizaciones de tipo monárquico, aunque en su mayoría son republicanos centralistas. No hay que olvidar que detrás de estas denominaciones que solo toman como criterio clasificatorio la forma en que deberá organizarse administrativamente el país, subyacen hondas implicaciones políticas más generales, incluso relativas a la dialéctica de Estados y de Imperios desatada sobre el territorio otrora novohispano.

Reunido el Congreso, se promulga la Constitución de la República Federal de los Estados Unidos Mexicanos en 1824, cuyo título primero, artículo tercero, establece: “La religión de la nación mexicana es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana. La nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquiera otra.”

Los diputados de la derecha primaria, la contención de los liberales moderados y un pueblo profundamente católico neutralizan las posiciones más radicalizadas del sector liberal, no estableciéndose ni la libertad de cultos ni la separación entre Iglesia y Estado. Ahora bien, es justo en este punto cuando determinadas vertientes políticas empezarán a posicionarse contra la Iglesia católica con una firme adhesión hacia al protestantismo ¿Qué facciones se encuentran ligadas a estas tesis? Sin duda, los sectores liberales radicalizados proclives a un federalismo extremo.

A las fuerzas arriba enunciadas se suman las logias masónicas, dicho esto no en la línea de la “conspiración universal”, sino como efecto lógico frente a la nueva realidad político-social de México: se está configurando un nuevo Estado y, ante su escasa infraestructura institucional, las logias masónicas fungen como una suerte de partidos políticos operando a favor de los distintos imperios que se disputan el control de México.

Por una parte tenemos a los grupos adheridos a las logias del “Rito de York”. Son las fuerzas liberales exaltadas pro-federalistas, que desean dotar de amplias facultades y responsabilidades a los gobiernos de las entidades sub-nacionales (denominados “estados”) en detrimento de la capacidad de mando para el gobierno nacional. En este Rito de York será decisiva la participación del embajador de Estados Unidos en México, Joel R. Poinsett, que instigará un federalismo extremo homologado con el modelo norteamericano. El objetivo es claro, la desintegración de México. No es casualidad, por tanto, que este sector liberal federalista de la primera mitad del siglo XIX asimile por completo el ideario político estadounidense convirtiéndose en el principal propulsor de una tendencia anticatólica, pero también radicalmente anti-hispánica, y favoreciendo la penetración de corrientes protestantes en el país. Miembros prominentes de este sector son Lorenzo de Zavala, Valentín Gómez Farías y José María Tornel.

En el otro bando, y agrupados en la logia del “Rito escocés” apoyada por el embajador Ward de Gran Bretaña, se conjuga una fuerza heterogénea donde coexisten miembros de la derecha primaria (abiertamente pro-católicos) y liberales moderados (sólo aspiran a limitar la influencia clerical en los asuntos estatales, reforzando la autoridad del Estado.) En este sector el sentimiento antiespañol es matizado, pero ante la amenaza que ven ceñirse por el norte, estrechan lazos con el Imperio británico: calibran que Inglaterra queda bastante más lejos que EEUU y que su influencia podría representar un dique de contención frente al imperialismo expansionista estadounidense.

Compendiando: los intentos de inserción de sectas protestantes en México comienzan tempranamente y, salvo excepciones muy puntuales, el nexo de los liberales con la propagación del protestantismo es manifiesto. En 1823 los diputados de las provincias septentrionales advirtieron de la llegada en masa de colonos yanquis protestantes y esclavistas. En 1825 (declarada ya la primera república) el embajador Poinsett empezó a presionar a las autoridades nacionales para que respetaran las religiones hijas de Lutero que profesaban los ciudadanos estadounidenses avecindados en suelo mexicano. El peligro para el Estado mexicano en ciernes era evidente, pues el principio de la “tolerancia religiosa” fue y sigue siendo usado como arma de conquista y disgregación.

Lo anterior se liga con las políticas orientadas a fomentar la inmigración como fórmula para poblar los estados norteños, entre ellos Texas. Los conservadores se opusieron a la entrada de inmigrantes no-católicos, acertando a ver (ya por devotos ya por prudencia política) que tal medida era un dique de contención frente al enemigo yanqui y que debilitar al catolicismo sería minar uno de los pocos elementos de cohesión social del recién nacido Estado mexicano. Por el flanco externo, los norteamericanos eran los principales agentes de la penetración del credo protestante a través de la instalación de misiones religiosas. Así, hacia 1824 llegaron a México ministros de la “Sociedad Bíblica Americana”. También se asentó James Thomson, bautista escocés, y distintas sectas metodistas en Texas.

Entre la idea de separar la Iglesia del Estado y la propagación deliberada de creencias protestantes como vía para limitar al clero católico, deben mencionarse asimismo los intentos de implantar la educación laica, abolir el diezmo y delimitar facultades entre el poder civil y el de la Iglesia. Esta serie de medidas son conocidas como la “Primera Reforma Liberal”, desarrollada en 1833 por el vicepresidente Valentín Gómez Farías y por José María Luis Mora. La historia desembocaría momentáneamente en la cancelación de dichas reformas y en el derrocamiento de los reformadores.

La República Centralista (1835-1847)

El federalismo de la Primera República estimuló graves riesgos de disgregación territorial, pues varias regiones proclamaron su independencia o secesión de México. A raíz de su disfuncionalidad, la República Federal cayó en 1835 y la derecha primaria junto a los liberales moderados, instauraron la República Centralista. Era la derrota –en el corto plazo– de los liberales radicales filo-norteamericanos.

Las fuerzas políticas que lograron reorganizar al país bajo el nuevo régimen eran fuertemente católicas, asumiendo la unidad religiosa como único elemento de cohesión nacional frente a la desintegración que sufría el Estado y su pulverización sociológica. El artículo primero de los documentos preparatorios de la constitución que habría de sustituir a la de 1824, los llamados Bases de Reorganización de la Nación Mexicana, se consigna: “La Nación mexicana, una, soberana e independiente como hasta aquí, no profesa ni protege otra religión que la católica, apostólica, romana, ni tolera el ejercicio de otra alguna”. 

Se trata del proyecto de la derecha primaria que no contempla la separación entre la Iglesia y el Estado, ni mucho menos la posibilidad de proclamar la libertad de cultos. Lejos de su ideario quedaba, por tanto, el estimular la penetración protestante. Nos encontramos, precisamente, ante una firme reacción frente al liberalismo anglófilo, el federalismo extremo y la pretensión de romper la unidad católica.

Señeras son las figuras que encabezan este proyecto: Lucas Alamán, botánico, político, industrial, historiador y filósofo; Nicolás Bravo, compañero de armas del generalísimo Morelos, y el general Anastasio Bustamante. Conjugado a su sentido pro-católico y a la defensa de la unidad de la patria frente a la disgregación federalista, encontramos la perspectiva hispanista de estos grupos, surgida frente a la amenaza que se cierne por el norte a través de la inmigración yanqui protestante que penetra las provincias de Texas.

Histórica y comparativamente, durante la primera mitad del siglo XIX, esta tendencia constituye la fuerza política con mayores posibilidades para consolidar el Estado mexicano, esto es, de velar por la eutaxia del Estado. La dialéctica de Estados y la presión liberal exaltada, sin embargo, no lo permitirá.

Como vemos, durante los primeros años de la República Centralista la posición oficial frente a la Iglesia es de cooperación e integración. Sin embargo, es significativo que en la carta constitución final, las Siete leyes constitucionales de 1836, se omita el principio de la unidad religiosa de manera literal. Analizados los diarios de debates, se concluye que tal omisión fue una concesión a los liberales moderados que acompañaban el proyecto “conservador”.

En cualquier caso, se establece con claridad que de los trece miembros que debían formar el Consejo de Gobierno, dos tendrían que provenir del “estado eclesiástico” y otros dos “del estado militar”. Sobrevendrá, entonces, la intervención norteamericana.

La guerra yanqui contra México (1846-1848)

Puede advertirse con propiedad que, sin la colaboración de los liberales y salvo por la vía migratoria, la introducción del protestantismo en México hubiera resultado de consecuencias insignificantes frente a un pueblo contundentemente católico y guadalupano. Sin embargo, debe anotarse que el papel que jugó la Iglesia católica durante la guerra de los Estados Unidos contra México pudo ser imprudente y desleal para con el pueblo mexicano en más de un aspecto. Hagamos antes una breve introducción a la guerra yanqui contra México, conflicto que supondría la pérdida de más de la mitad del territorio mexicano. En 1845 se consumó la anexión de Texas por parte de EEUU, en 1846 inició la invasión del norte de México fundándose el Estado de Nuevo México y con la firma del ominoso Tratado de Guadalupe Hidalgo firmado en 1848, México perdió California, Colorado, Arizona, Nevada, Utah y partes de lo que hoy conforman Wyoming, Kansas y Oklahoma.

Desde su campaña en 1844, el candidato demócrata a la presidencia de EEUU, James Knox Polk, basó su política en un ambicioso programa expansionista que incluía la anexión de Texas y el territorio de Oregón, en poder de los británicos, así como la ampliación hacia Canadá, además de obtener por compra o conquista Nuevo México y California. Pero el ortograma imperialista de los EEUU venía de muy atrás, tal y como vimos en el capítulo 68, y así lo reconocía el presidente de la Comisión de Relaciones del Congreso, C.J. Igersoll: “Todos los partidos en los Estados Unidos y todas las administraciones de este país desde que México dejó de ser una provincia española, han sostenido unánimemente el principio político de obtener de México por medios equitativos precisamente los territorios que ese propio país nos ha obligado ahora a tomar por la fuerza”.

Además, tal y como nos informa la historiadora mexicana Doralicia Carmona Dávila, en 1808 se publicó el Diario de un viaje entre China y la costa noroeste de América, obra que tuvo un gran impacto sobre la opinión pública norteamericana y en la que el comerciante aventurero William Shaler dio a conocer los enormes recursos de California, sobre todo en nutrias, cuya piel tenía un alto precio, y lo fácil y poco costoso que sería para los Estados Unidos conquistar estas tierras dada la incapacidad de Nueva España para defenderlas: “Shaler sería después agente confidencial del secretario de Estado James Monroe para incitar a las colonias americanas a independizarse de España. Los estadounidenses codiciaban desde entonces los despojos que dejaría el inminente colapso del Imperio español”. Y recordemos lo que decía la doctrina Monroe: «América para los americanos», es decir, «América para Estados Unidos». Dicho de otro modo: «América bajo la hegemonía de Estados Unidos».

Tampoco debemos olvidar que la doctrina del Destino Manifiesto (el ortograma imperial de EEUU) llevó consigo el tópico de la superioridad racial anglosajona norteamericana y el desprecio e, incluso, el odio a los indios, los negros y los mejicanos. Así, los puritanos ingleses que inicialmente configuraron las Trece Colonias consideraban a los españoles como una raza contaminada a causa del mestizaje y dominada por  todo tipo de vicios morales. Vamos a darle aquí la palabra a José Manuel Rodríguez Pardo: “Los norteamericanos creían fervientemente que las supremas instituciones y raza anglosajonas contribuirían a redimir a unos mejicanos que la propaganda considerada vagos e indolentes (…) Así, el sistema de valores del Destino Manifiesto opondrá el gobierno republicano, democrático y norteamericano, que forja hombres audaces y laboriosos, felices, frente al gobierno autocrático, monárquico, que forma hombres indolentes e infelices.” Por otro lado estaba el secular prejuicio protestante contra la Iglesia católica y así nos informa Doralicia Carmona: “Consideraban que el catolicismo era un peligro para su país (EEUU), pues era una religión practicada por personas ignorantes, supersticiosas, idólatras, inferiores, débiles, ignorantes, perezosas y no aptas para la democracia por su lealtad al Papa y su iglesia jerarquizada. Por lo tanto, Dios quería la agresión contra México”.

El caso es que en 1846 quedó declarada la guerra entre los Estados Unidos mexicanos y los Estados Unidos de Norteamérica. A efectos de preparar la defensa nacional, extenuada y endeudada la hacienda pública mexicana, el Gobierno de Gómez Farías decidió poner en venta e hipotecar los bienes del clero. La jerarquía eclesiástica, junto con los opositores al gobierno liberal de Gómez Farías, aprovecharon para promover un golpe de Estado en plena guerra contra EEUU. Por considerarlos traidores, los diarios patrióticos de la capital bautizaron a los sublevados como “polkos” en clara referencia al Jefe del Estado agresor, James Polk. Derrocado el gobierno se cancelaron los decretos de confiscación de los bienes eclesiásticos.

A lo largo de la contienda, tampoco promovió la Iglesia una respuesta generalizada de la población contra la potencia anglosajona y protestante invasora. Más aún, una vez cercadas las armas nacionales y ante la inminente caída de la última ciudad importante antes de entrar en la Ciudad de México, Puebla, la jerarquía eclesiástica en México acordó con Winfield Scott –el general del ejército invasor– que se respetarían las propiedades de la iglesia, la integridad de los sacerdotes y el culto. La Iglesia pactaba con el enemigo. Dos son los casos históricamente entrañables de solidaridad católica. Por un lado, el levantamiento del Padre Celedonio Jarauta, que organizó una guerrilla contra la invasión, retando al mismo gobierno nacional que se había rendido. Por otra parte, hemos de recordar el proceder del Batallón de San Patricio, unidad militar del ejército norteamericano formado por emigrantes irlandeses. En un gesto único, los irlandeses cambiaron de bando uniéndose a las tropas defensoras. Los estimulaba la unión en el catolicismo y la reminiscencia, desde su perspectiva, de considerar a Irlanda como su patria invadida por ingleses: el vínculo generado era doble, la fe romana y el enfrentar a un enemigo anglo-yanqui. Al perder el ejército mexicano, los irlandeses del Batallón de San Patricio fueron capturados, ferozmente torturados y marcados con hierro incandescente en sus rostros.

La pasividad con que la jerarquía eclesiástica mexicana afrontó la invasión yanqui es un acontecimiento que debe ponderarse en su historia, pues en parte su actitud devino en la entrega de la parte norte de México a manos protestantes. Vemos aquí un ejemplo de conflictividad máxima que pone de relieve la intensa dialéctica que enfrentan Iglesia y Estado desde el siglo XIX hasta nuestros días. En el caso que acabamos de ver, la Iglesia católica, que es una institución supranacional, intenta recuperar posiciones propias del Antiguo Régimen frente a la arremetida del Estado liberal mexicano. Esto podríamos interpretarlo como una conducta prudente por parte de la Iglesia, que busca ella misma perseverar en el ser, su propia eutaxia. Para ello, sin embargo, la jerarquía eclesiástica mexicana pacta con el Estado agresor, que no es un Estado cualquiera, sino un Estado configurado ideológicamente desde coordenadas protestantes y anti-hispánicas: desde esta perspectiva el comportamiento de la Iglesia mexicana habría sido distáxico, tanto para la patria mexicana como para la propia Institución católica.

En España tenemos el ejemplo del apoyo histórico de ciertos sectores católicos a los nacionalismos fraccionarios, especialmente el vasco y el catalán, en un intento por acabar con el Estado liberal y su principal logro, la Nación política, para recuperar sus privilegios estamentales y regresar a los particularismos propios del Antiguo Régimen. Así vemos cómo la Iglesia católica, como institución históricamente dada, persevera como puede en la Realpolitik de la dialéctica de Estados y de Imperios. En este sentido observamos la sospechosa deriva del papa Francisco y sus coqueteos con el indigenismo negrolegendario y el paganismo, el diálogo armonicista entre religiones, su tolerancia hacia las posiciones masónicas, el izquierdismo indefinido, el cambio climático y el el apoyo a los políticas de inmigración propiciadas desde el globalismo aureolar, &c. Desde luego, no son las posiciones de este papa las que comparto cuando digo que, personalmente, tomo partido por el catolicismo. Me parece muchísimo más interesante la ortodoxia de Ratzinger, pero, como digo, esto es la política real, y en la política real y presente Ratzinger ha quedado desbordado por las posiciones ideológicamente hegemónicas.

Y hasta aquí este capítulo de Fortunata y Jacinta. Agradezco su apoyo a todos los amigos mecenas y recuerda: “Si no conoces al enemigo ni a ti mismo, perderás cada batalla.”



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