¿España se equivocó de Dios en Trento? Análisis filosófico de la doctrina de Lutero
Forja 085 · 27 septiembre 2020 · 42.54
Un programa de análisis filosófico
¿España se equivocó de Dios en Trento? Análisis filosófico de la doctrina de Lutero
Buenos días, sus Señorías, mi nombre es Fortunata y Jacinta y aquí da comienzo este capítulo titulado “Lutero contra la Iglesia de Roma”, análisis doctrinal del protestantismo.
—Tú veras, mona del cielo, pero ha sido ponerte a hablar de religión y caer en picado el número de visualizaciones.
No querría yo pensar, desde luego, que a YouTube le interesa vetar ciertos canales y favorecer a otros especializados en propagar ideología basura, filosofía basura y política basura.
—Calla, boba, mira que eres mal pensada. Pero como te van a vetar los de YouTube con lo demócratas y tolerantes que son…
Recuerden que iniciamos esta tercera temporada del canal subrayando el hecho de que España se define históricamente frente al Islam y frente al protestantismo y que dichas dialécticas siguen perfectamente operativas a día de hoy. Para comprobarlo, les invito a ver esta retahíla de topicazos de mano de dos de los gaznápiros más grandes que en España comen pan. Adelante Reverte y Gabilondo (dentro vídeo).
Nuestras claraboyas intelectuales pueden tener 30.000 libros en su biblioteca, pero claramente estos señores no se han enterado, o no se quieren enterar, de que aquellas guerras que se llamaron “de religión” fueron al mismo tiempo feroces guerras civiles que enfrentaron a alemanes contra alemanes. Por supuesto, en aquellos tiempos todavía no se podía hablar de alemanes, entre otras cosas, porque la ruina en la que quedaron dichos territorios no permitió la unificación nacional de Alemania hasta 1871. Nuestros lechuzos tampoco se quieren enterar de que fue en los diferentes territorios dónde se consolidó la Reforma, donde se produjeron las más histéricas persecuciones y matanzas de brujas y brujos y que Lutero defendió su exterminio con el argumento de que así se cumplía con el precepto bíblico “No permitirás la vida de los hechiceros”. A pocos les interesa que se diga que la racionalista Inquisición española no creía en las brujas y que consideró este fenómeno como un engaño, una superstición y un producto de la psicosis colectiva, frente a la credulidad ciega que los protestantes demostraron en relación a las noches de Walpurgis, por ejemplo, episodio que condujo a la hoguera a muchas mujeres, por supuesto sin juicio previo (muchos eran linchamientos populares), pues se pensaba que realmente sus pactos con el demonio les habían conferido poderes sobrenaturales. Pero nuestros lechuzos ilustrados todavía se atreven a hablar de superchería y oscurantismo católico, aun teniendo delante a la sueca Greta Thunberg, quien considera su Síndrome de Asperger como un superpoder. Por cierto que la parroquia de Limhamn, en Suecia, ha proclamado a Greta Thunberg como “sucesora de Cristo”. Al paso tuvo que salir la Iglesia luterana sueca desvinculándose de dicha decisión: «La Iglesia de Suecia está muy descentralizada y las parroquias son autónomas. Es decir, son libres de tomar sus propias decisiones en la mayoría de los asuntos, incluyendo la creación de opinión». Es decir, son libres de decir las majaderías que quieran. Un ejemplo más del relativismo moral al que conduce el individualismo de la doctrina luterana del libre examen.
Pero sigamos, en relación al luteranismo también se silencia oportunamente que la nobleza protestante se hizo inmensamente rica gracias a la ruptura con Roma, pues, a partir de la norma “Cuius regio, eius religió” los príncipes alemanes impusieron las conversiones forzosas, la expropiación de los bienes de la Iglesia en sus territorios y la confiscación de las propiedades de los católicos. Quizás nuestros lechuzos tampoco sepan que cuando Carlos V denunciaba que “un solo fraile contra Dios (…) nos quiere pervertir y hacer conocer según su opinión que toda la dicha Cristiandad sería y habría estado todas horas en error” y que, para frenar tamaño error de opinión, el joven emperador manifestara “estar determinado de emplear mis reinos y señoríos, mis amigos, mi cuerpo, mi sangre, mi vida y mi alma”, no condenaba simplemente la Reforma desde coordenadas religiosas, que también, sino que, como emperador estaba condenando el derecho de los Príncipes reformistas a imponer su criterio a quienes querían seguir siendo católicos. 30.000 libros no deben ser suficientes para enterarse de que las durísimas leyes de discriminación religiosa contra los católicos estuvieron vigentes hasta hace muy poco tiempo y que basta recordar la Kulturkampf de Bismarck. Aquí tienen la tan cacareada tolerancia religiosa del protestantismo, cacareada incluso por nuestros “intelectuales” hispanos en contra de los intereses de España e Hispanoamérica, tan atravesadas ya de protestantismo.
Señor Gabilondo y claraboya Reverte, para enterarse de lo básico pueden ustedes entretenerse con los siguientes capítulos de este canal: el 19, titulado “Lutero contra la católica España imperial”, donde se explica que el luteranismo necesitó décadas de feroz y sistemática propaganda para implantarse en la mente de los “alemanes” que, en su mayoría, querían seguir siendo católicos; el 25, “Mito del retraso científico en España: ciencia y técnica en el siglo XVI”, donde se enterará, entre otras cosas, de que el libro de Copérnico, publicado en 1543, estaba prohibido en la Sorbona de París, pero era leído en Salamanca sin ningún problema. Asimismo, pueden echarle un vistazo al forja 26, “La Inquisición española”, donde comprobarán que si el hispanista sueco Arnoldsson consideraba a la Leyenda negra antiespañola como "la mayor alucinación colectiva de Occidente", la extraordinaria deformación alcanzada por el mito de la Inquisición resulta sencillamente inenarrable. ¿España se equivocó de Dios en Trento? ¿Pensamiento crítico de los protestantes frente al fanatismo católico? Posiblemente los youtubers no seamos santos de la devoción de los ínclitos Reverte y Gabilondo. En ese caso, nuestros lechuzos quizás prefieran la lectura de las memorias de Ingmar Bergman, textos en los que el director de cine sueco describe con descarnada crudeza el rigorismo moral de su padre, pastor luterano de la muy luminosa y moderna Suecia del siglo XX.
Causa verdadero bochorno que sujetos de tanta autoridad se hayan tragado, precisamente de forma acrítica, toda la publicidad hagiográfica sobre Lutero. Una propaganda que invariablemente presenta a su protagonista como un genio rebelde y libertador. Rebelde contra todos salvo contra su señor temporal, Federico de Sajonia, que era quien le pagaba como profesor de su universidad y a cuyos intereses políticos y económicos sirvió durante toda su vida. Recordemos, de hecho, que en la Gran Guerra Campesina de 1525, Lutero se situó al lado de la clase dominante y así escribió Marx: “Lutero sólo venció a la esclavitud por devoción, colocando en su lugar a la esclavitud por convicción”. Y con brillante quiasmo decía que Lutero «Acabó con la fe en la autoridad, porque restauró la autoridad de la fe. Convirtió a los curas en seglares, porque convirtió a los seglares en curas». Respecto a este episodio, Lutero escribió: “No debe de quedar un demonio en el infierno, sino que todos han entrado en los campesinos (…) Deben ser aniquilados, estrangulados, apuñalados en secreto o públicamente, por quien quiera que pueda hacerlo, como se mata a los perros rabiosos, pues nada puede haber más venenoso, dañino y diabólico que un rebelde (…) Quien vacile en hacerlo, peca (…) Por tanto, apreciables señores, matad cuantos campesinos podáis”. Y esto por no hablar de las diatribas antihebraicas del acríticamente admirado Lutero. Silenciando todas estas realidades, películas, documentales y libros de texto proselitistas suelen presentar a Lutero como un héroe justiciero y debelador de todas las iniquidades de la Iglesia de Roma a la que invariablemente se presenta como una institución autoritaria, represiva y corrompida hasta el tuétano por la política y la lujuria (lo que no se entendería bien es cómo una institución esencialmente corrupta, pueda haber perdurado 2.000 años.) Por consiguiente, vamos a comenzar negando lo que afirma la publicidad sobre Lutero, porque ni fue genio, ni rebelde, ni libertador, como demostraremos a continuación.
Empezaré por decir que Lutero era un fraile agustino sajón nacido en 1483 en los territorios que hoy conocemos como Alemania y que fue el impulsor de la mal llamada “Reforma”, proceso que supuso, en realidad, una ruptura, tanto de la Iglesia en sentido religioso como de la Cristiandad en sentido político, tal y como le recriminó Erasmo. Es decir, no se trató de un cisma, como el de Oriente, donde ambas partes mantuvieron lo principal del depósito de la fe. La mal llamada Reforma, en cambio, no sólo supuso la anulación de prácticamente toda la dogmática y liturgia cristiana, sino que se ajustó muy bien a la ambición de los grandes duques alemanes, que buscaban su propia cuota de poder arrebatándosela a las dos potestades supremas de la Cristiandad: el Imperio y la Iglesia de Roma. En esta lucha, Lutero les invita a hacerse jefes de sus respectivas Iglesias nacionales, para lograr así su propia soberanía territorial. Es decir, el triunfo del protestantismo se debió antes a razones mundanas, que teológicas y supuso, en esencia, la creación de una nueva religión.
Por otro lado, movimientos reformadores dentro del seno de la Iglesia había habido muchos antes de la aparición de Lutero, pero digamos que a todos ellos les había faltado la oportunidad política. En el siglo IV, por ejemplo, encontramos la herejía gnóstica de Prisciliano, hoy tan reivindicado por los protestantes. En los siglos XII y XIII aparecerán los albigenses quienes, en nombre del cristianismo primitivo, atacaban al cristianismo organizado quemando cruces, imágenes de santos e iglesias, y oponiéndose a las órdenes religiosas, a la jerarquía eclesiástica y al papa. En el imaginario colectivo ha quedado fijada, sin embargo, la visión de un Lutero honrado, brillante y heroico al denunciar el terrible escándalo que suponía la venta de indulgencias. Conviene recordar que, desde la primera mitad del siglo XI, la Iglesia impulsó este modo de remisión de penas en atención a la debilidad humana y para promover obras de piedad y caridad. Y si bien es cierto que lo recaudado a menudo servía para financiar guerras, cruzadas y construcciones de iglesias y catedrales, también es cierto que con frecuencia revertía al propio pueblo bajo la forma de construcciones de puentes, mantenimiento de universidades, hospicios u otras formas de ayuda a menesterosos. Lo que no se cuenta es que, incluso a ojos del propio Lutero, este tema de las indulgencias no solo era secundario, sino subsanable. Tampoco se dice que este tipo de denuncias se habían dado antes dentro de la Iglesia católica y que ya el cardenal Cisneros, los obispos del V concilio lateranense, en especial el obispo Campegio, el virtuoso Sadoleto y el propio cardenal Cayetano habían elevado a la Santa Sede repetidas quejas en este sentido. Por supuesto, se silencia que el propio Lutero emitió bulas.
Pero ahí no acaba la cosa, porque incluso el famoso episodio de las 95 tesis clavadas a las puertas de la Schlosskirche de Wittenberg está oportunamente adulterado por la propaganda protestante. En realidad, dicho suceso fue narrado por Felipe Melanchton en su prefacio a las obras de Lutero publicadas en 1546. Ningún historiador del luteranismo había hablado de ello con anterioridad a esta fecha y el propio Lutero jamás contó tal cosa. Conviene aclarar, por tanto, que la arremetida de Lutero no fue originada por el escándalo de las indulgencias, sino que tuvo que ver con un problema de índole personal: su propia incapacidad de ser fiel a sus votos, pues Lutero consideraba la concupiscencia de la carne como algo insalvable. Él elevó ese problema personal a categoría universal, obviando los ejemplos de buenos y firmes frailes que, evidentemente, debió conocer en persona, incluso en el seno de su propia comunidad agustina. Proyectando sobre el común de los mortales su propia debilidad moral, Lutero consideró que el hombre era pura corrupción, incapaz, por su naturaleza, de sobreponerse a las tentaciones: cambiaba de raíz la propia antropología católica.
Y así, en su reclusión en el castillo de Wartburg escribe con 38 años: «Me veo aquí hundido en la ociosidad, inerte y endurecido, orando poco, no gimiendo nada por la Iglesia de Dios y devorado por las llamas ardientes de mi carne indómita. Resumiendo, yo que debía arder por el espíritu, ardo por la carne, la pasión, la pereza, la ociosidad, la somnolencia... Desde hace ya ocho días no escribo, ni oro, ni estudio, atormentado como estoy a la vez por tentaciones carnales y otros males». De esta debilidad personal, Lutero extrae la llamada “teología de la consolación”, basada en la doctrina del arbitrio siervo y de la voluntad esclava, doctrina completamente ajena a la antropología católica que defiende el principio del libre albedrío. Expliquemos esto con calma.
Según Lutero, las obras no pueden contribuir ni a la salvación ni a la condenación de los hombres porque dichas obras proceden de una voluntad determinada siempre hacia el mal a causa de una concupiscencia invencible. Esto es, para el protestante, todos los hombres son iguales, desde el papa hasta el último campesino, pero son iguales en virtud de su naturaleza corrupta. Su salvación queda, pues, a expensas de la gracia de Dios que recae sobre unos elegidos y no sobre otros por criterios insondables.
Como vemos, algunas de estas ideas estaban esbozadas por nominalistas como Occam o Marsilio de Padua en las disputas escolásticas. A este respecto, cabe señalar que el calvinismo resulta más radical todavía al defender la tesis delirante de la predestinación: no nos salvamos ni siquiera por la fe, sino que estamos predestinados por Dios. Dios ya ha elegido quien se salva y quién no y, encima, ha elegido a partir de criterios inexcrutables, aunque existirían ciertos indicios que permitirían saber si uno pertenece al grupo de los justos: una vida austera y piadosa, y el éxito en las empresas económicas u otras, permitirían intuir en esta vida la salvación en la otra. Escuchen bien, señor Reverte y luminaria Gabilondo, una de las consecuencias más duraderas del calvinismo ha sido el exagerado reconocimiento del éxito mundano que ellos vinculan con el hecho de ser elegidos de Dios. ¿Les suena a ustedes el término “looser”, perdedor, tan propio de las sociedades turbocapitalistas de raíz anglosajona? Pues es una idea impensable en las sociedades de tradición católica, puesto que, desde dicha perspectiva, Cristo no vino a salvar a los pobres o a los ricos, sino a los hombres. Añadiré que una versión de esta corrupción ideológica incidió de lleno en la teología de la Liberación que tanta penetración ha tenido en las comunidades indígenas hispanoamericanas, una teología que presenta a la figura de Jesús como un líder político que vendría a salvar a los pobres. Pero ya atenderemos estos interesantísimos asuntos en próximas entregas.
Si, como sostiene Lutero, “El hombre no posee un libre albedrío, sino que es un cautivo, un sometido y siervo ya sea de la voluntad de Dios, o la de Satanás”, entonces cabe plantear dos preguntas a los apologetas de Lutero. Primera: ¿cómo considerar a Lutero como un libertador, cuando el propio Lutero niega que el hombre posea libre albedrío? Segundo: ¿cómo se concilia esa supuesta libertad protestante con la total incapacidad de elección moral en el hombre? Tercero: ¿Por qué Lutero criticó a los papa, si, según su doctrina, los papas como hombres no podrían haber actuado de manera distinta de como lo hicieron? En contra de los tópicos establecidos, lo que se produce con Lutero, más que la inauguración de la Edad Moderna, es una reacción «medievalizante», en la que un Dios voluntarista solo ofrece incertidumbre respecto a la salvación. La pregunta protestante, entonces, es obvia: si las obras no importan ¿qué más da si pecamos o no? En su famosa carta a Melanchton, Lutero afirma: “Peca y peca fuertemente, pero confíate a Cristo y goza en él con mayor intensidad, porque Él vence al pecado y la muerte. Mientras estemos en la tierra tendremos que pecar, porque en esta vida no habita la justicia, pero esperamos, como dice Pedro, unos cielos y una tierra nuevos donde more la justicia. Basta con reconocer al Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo, y de Él no nos apartará el pecado, aun si fornicamos y asesinamos miles de veces en un solo día”.
En definitiva, Lutero determina que el hombre se salva por la fe, siendo irrelevantes sus obras. Es decir, ya no hace falta cumplir con los mandamientos de Dios: ¡Los pecados no condenan! ¡Qué manera prodigiosa de exculparse a sí mismo! Para justificar su desprecio por las obras de piedad, Lutero se fija en el versículo 17 del capítulo primero de la Epístola de San Pablo a los romanos (“El justo vive de la fe”), obviando otros textos donde San Pablo dice que la fe sin obras es una fe muerta. Por otro lado, en relación a la libertad humana, el Catecismo de la Iglesia católica explica que el hombre está dotado de razón individual, una razón parcial y limitada, pero que le permite captar el orden superior, el Logos Cristo, que rige todas las cosas. Por eso el hombre es capaz de elegir y obrar en un sentido o en otro, el bien y el mal. Lutero sostenía, sin embargo, que la fe salvadora se manifestaría en el sentimiento personal de unión con Dios y calificaba a la razón como la “prostituta del diablo”: sentimiento antes que razón ¿les suena esto de algo? Así decía Lutero: “(la razón) es la ramera del diablo, que solo calumnia y perjudica las obras de Dios (…) Debería ser pisoteada y destruida, ella y su sabiduría (…) Es y debe ser ahogada en el bautismo”. En cambio, en el capítulo sobre la dignidad humana, el catecismo católico cita en primer lugar a San Ireneo de Lyon, que ya en el siglo II D.C. afirmaba: “El hombre es racional y por tanto, semejante a Dios; fue creado libre y dueño de sus actos”. Es decir, el libre albedrío es un punto crucial en la doctrina católica como base de la ética y la responsabilidad personal. Desde el punto de vista católico, fe y razón conducen a Dios. La filosofía, por tanto (esto es, la razón) es una instrucción preparatoria a la fe cristiana y ahí está toda la tradición escolástica para demostrarlo.
El filósofo sistemático más riguroso del panorama hispánico del siglo XIX e impulsor del intento de restaurar el tomismo en la filosofía cristiana, el asturiano cardenal Zeferino González Díaz de Tuñón, explicó que Lutero despreciaba la ética de Aristóteles, sin duda porque esta explicaba la existencia y naturaleza del libre albedrío, incompatible con la teoría luterana de la gracia. Y así decía: “Afortunadamente para la pretendida Reforma, Melanchthon, aunque al principio siguió la corriente de su maestro y amigo Lutero, no tardó en reconocer que una concepción ético-religiosa más o menos sistemática, como era el protestantismo, no podía vivir sin el auxilio de la Filosofía (…) En todo caso, es incontestable que la Filosofía racionalista, al enumerar a Lutero entre sus progenitores, o desconoce, o disimula la verdad histórica, toda vez que el padre del protestantismo, en vez de concederlo todo a la razón humana en el terreno científico, más bien se lo negaba todo, hasta el punto de afirmar que todas las ciencias especulativas no son verdaderas ciencias, sino errores. El mismo Brucker, celoso protestante y testigo de excepción en la materia, reconoce que Lutero rebajó más de lo justo las fuerzas de la razón y la importancia o valor propio de la Filosofía”. A propósito de este grandísimo filósofo español, no me resisto a contarles una anécdota reveladora. «El tan eminente filósofo –mundialmente conocido– cardenal fray Ceferino González, tenía dedicada una calle o plaza en su natal y asturiana villa de Pola de Laviana. Pero apenas se proclama la República, los ediles republicano-marxistas de Laviana sustituyen en dicha plaza el nombre de Fray Ceferino –su egregio paisano– por el del funesto Pablo Iglesias... Quien esto relata publicó entonces en el diario ovetense “Región” un artículo –razonado y mesurado– en que deploraba la preterición cometida con el hijo más ilustre de Laviana. ¿Consecuencias del artículo? Casi la cárcel para su autor y, desde luego, la tajante prohibición de escribir en periódicos.» (Cesáreo Rodríguez y García-Loredo, El 'esfuerzo medular' del krausismo frente a la obra gigante de Menéndez Pelayo, Oviedo 1961, pág. 384.)
Pero retomemos nuestro asunto. A lo que llevamos dicho hasta ahora, habría que añadir que, para Lutero, la Iglesia tampoco sería depositaria de la Revelación: La fuente de la verdad religiosa se halla en el Evangelio y su interpretación corresponde a cada fiel particular, directamente inspirado por Dios. El Espíritu Santo no sopla a través de la Iglesia sino por mediación de la Biblia. De ahí que sea fundamental leerla para salvar el alma. El católico puede ser un perfecto analfabeto y salvar su alma simplemente yendo a misa y escuchando al sacerdote que recoge la tradición de los apóstoles y de los padres de la Iglesia. El cielo luterano es para una élite alfabetizada. De modo que se rechaza la enseñanza moral de la Iglesia: de nada valían la Patrística, ni la obra de los Doctores, ni el magisterio de la Iglesia en general. Una contradicción más del pensamiento luterano, porque si el hombre no es libre y, además, su razón es la prostituta del diablo, ¿cómo podrá él solo interpretar las escrituras? ¡Como mucho podrá interpretar disparates, digo yo! ¿O es que un bebé aislado del mundo desde su nacimiento y asistido únicamente por la gracia de su Dios protestante, será capaz de comprender el Misterio de la Santísima Trinidad? Desde la perspectiva de Lutero, “Sola Fide y Sola Scriptura”, la Iglesia no serviría para nada: ni el sacerdocio ministerial, ni la mayoría de los sacramentos, ni los votos monásticos, ni, sobre todo, el Papado, máxima invención del Anticristo según Lutero. La doctrina teológica del protestantismo, por tanto, tiene entre sus principios fundamentales la oposición al reconocimiento de la autoridad tanto del papa, a quien no reconoce ser vicario de Cristo en la Tierra, como de cualesquiera «especialistas» eclesiásticos para interpretar la revelación de Dios contenida en la Biblia. De ahí su concepto del libre examen según el cual todo el mundo puede interpretar las escrituras sin necesidad de un mediador, suprimiendo así cualquier diferencia entre el estado eclesiástico, propio de aquellos que son letrados, y el laico, el de los legos: todos somos sacerdotes, dice Lutero, como hemos visto en el quiasmo de Marx. Por esta vía también se justifica el libre examen de conciencia: el creyente se comunica directamente con Dios, no necesita mediadores, ni confesión, ni curas, ni perdón, ni nada de nada. Pero esta autonomía moral no solo es una apariencia falaz, sino que es abiertamente un engaño. En primer lugar porque todas las iglesias reformadas constituyeron cleros, jerarquías, ritos y dogmas, así como organismos e inquisiciones contra los disidentes. Y en segundo lugar porque el tan cacareado libre examen de conciencia e interpretación personal de las escrituras es sencillamente imposible. El autos es una fantasía conceptual y el principio de todas las sustantificaciones metafísicas, puesto que nadie puede autoformarse, autoconocerse o autodeterminarse y tampoco puede hacerlo un protestante por mucho que se empeñe.
Dicho de otra manera, por muy intensamente que el protestantismo predique la libre interpretación de la Biblia, un creyente luterano necesitará apoyarse, necesariamente, en una serie de instituciones históricamente dadas. En primer lugar, una lengua y una gramática, pero también una filología y una filosofía que le permitan interpretar a la manera protestante el sentido, las ideas, de aquellas palabras que lee. En definitiva, se apoyará forzosamente en una tradición. En caso contrario, ni la doctrina protestante, ni ninguna otra, podrían perdurar a lo largo del tiempo, pues la acumulación sucesiva de interpretaciones subjetivas provocaría rápidamente el efecto de un teléfono estropeado dando lugar a auténticos disparates. Más aun si se acepta que la interpretación de cualquier ceporro valdría tanto como la del mismo Lutero, pues bastaba que fuera sentida con sinceridad. ¿Aceptaría Lutero que cualquier palurdo de Alaska, emocionalmente vinculado con la fauna de su pueblo, en lugar de decir «He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» dijera «He aquí el Cachalote de Dios, que quita el pecado del mundo»? ¿En qué forma milagrosa podría advertir un creyente protestante el profundo significado filosófico-teológico que encierra la palabra “Cordero” en el cristianismo, como idea de sumisión, si no es a través de una tradición y de una transmisión más o menos ortodoxa de dicha idea a lo largo del tiempo? El mismo Lutero tuvo que reconocer el absurdo: “Algunos enseñan que Cristo no es Dios, otros enseñan esto y aquellos lo otro (…) Ningún patán es tan rudo como cuando tiene sueños y fantasías, cree haber sido inspirado por el Espíritu Santo y ser un profeta”. Es el origen del relativismo moral, tan en boga hoy día por las posmoderneces. Un relativismo, por cierto, que, si fuera consecuente, le obligaría a aceptar como correcta la propia interpretación dogmática de la Iglesia de Roma. A esto nos referimos cuando desde el materialismo filosófico decimos que la razón es siempre una razón institucionalizada y que la conciencia no es subjetiva, sino objetiva. Es decir, yo podría decir que, puesto que me siento una Romanov, soy una Romanov, pero si no doy razones objetivas de dicho apellido, mi afirmación será la de un tonto o la de un loco: el sentimiento no es suficiente, señores, uno debe dar razón de las cosas, una opinión que no se apoye en fundamentos racionales es una simple ocurrencia. Lechuzo Reverte y claraboya Gabilondo, justo fue eso lo que trataron de hacer durante dieciocho largos años los teólogos católicos del Concilio de Trento: dar razones, esto es, dar fundamentos filosóficos, teológicos, capaces de recubrir dialécticamente a las doctrinas luteranas, impidiendo, entre otras cosas, que en nombre del libre examen pudieran sostenerse delirios del tipo «He aquí el Cachalote de Dios, que quita el pecado del mundo.»
Añadiremos, por último, que Lutero excluyó la idea de los santos, las imágenes y la preeminencia de la Virgen María como intercesora, tradicional en el catolicismo. También suprimió el purgatorio, que el catolicismo entendía como lugar de purificación de los creyentes, una idea que trataba de superar el maniqueísmo del bien y el mal absolutos con el fin de humanizar las penas y que se combinaba con el sacramento de la confesión particular y secreta de los pecados, así como con el concepto del “tesoro de méritos” acumulado por los santos y personas virtuosas, del que podían beneficiarse los menos virtuosos cumpliendo ciertos requisitos. Como ven, sus Señorías, son todo canales para ayudar en el camino de la salvación, son instituciones que guían y ordenan la vida del creyente y que se alejan del rigorismo moral luterano y calvinista. Pues bien, fíjense ustedes que tanto el tema del purgatorio como el de la confesión, prácticamente han desaparecido ya de los procedimientos católicos. ¡Para que luego digan que la Iglesia católica no se está protestantizando!
Pero sigamos: Lutero también suprimió los votos monásticos y el celibato eclesiástico (él mismo se exclaustró y se casó con una ex monja): el sacerdocio tradicional fue sustituido por “pastores” elegidos por las comunidades y con limitada capacidad orientativa. Asimismo, como decimos, suprimió casi todos los sacramentos. Mantuvo el bautismo y la eucaristía, pero este último tan reformado al negar la transustancialización, que prácticamente quedó destruido. Al suprimir la mayor parte de los sacramentos, Lutero cerró los canales de gracia instituidos por Cristo para ayudar a los hombres a hacer el camino de la salvación. Es decir, la tarea de los Sacramentos es mostrar a la Humanidad el camino recto hacia la Felicidad, una idea de felicidad cuyo contenido objetivo es Dios mismo, según el desarrollo de la teología tomista tan revalorizada en aquella España Imperial. Habrá que decir, una vez más, que dicho racionalismo tomista venció en España al agustinismo político, que fue el que se impuso en los territorios protestantes con la asimilación del cesaropapismo y otras cosas, y que esto marcaría diferencias sustanciales entre el imperialismo hispanocatólico y el imperialismo inglés, tal y como hemos ido viendo en distintos capítulos.
Señor Gabilondo, lucernario Reverte, ¿en serio España se equivocó de Dios en Trento? Para rubricar este capítulo, cederé la palabra al propio Lutero, quien, consciente de ciertos efectos indeseados de sus doctrinas, escribió: “Cuanto más se avanza, peor se torna el mundo (…). Bastante se ve cómo el pueblo es ahora más avaro, más cruel, más impúdico, más desvergonzado y peor de lo que era bajo el papismo”. No obstante, su determinación persistía: “¿Quién se habría puesto a predicar, si hubiéramos previsto que de ello resultarían tantos males, sediciones, escándalos, blasfemias, ingratitudes y perversidades? Pero ya que estamos en ello, hay que tener buen ánimo contra la mala fortuna”.
Y hasta aquí este capítulo de Fortunata y Jacinta. Agradezco su apoyo a todos los amigos mecenas y recuerda: “Si no conoces al enemigo ni a ti mismo, perderás cada batalla.”