Los crímenes de la Guerra Civil
Forja 064 · 1 marzo 2020 · 42.18
¡Qué m… de país!
Los crímenes de la Guerra Civil
Buenos días, sus Señorías, mi nombre es Fortunata y Jacinta, esto es “¡Qué m… de país!” y, tal y como avanzamos en el Forja anterior, hoy trataremos el polémico asunto de los crímenes de la Guerra Civil española. Y cuando se habla de la Guerra Civil el tema que mayores controversias suscita es el del número de muertos, una cuestión muy de actualidad a raíz, sobre todo, de la búsqueda de fosas comunes y de la Ley de Memoria Histórica, ya comentada y criticada en el Forja 051.
Durante el zapaterismo tanto el PSOE como IU intensificaron la campaña de demonización del franquismo, una propaganda que venía incubándose desde hacía tiempo y que contó con la colaboración del PP, pues recordemos que el propio Aznar reivindicó a Manuel Azaña durante su campaña electoral de 1993. Así lo explicaba el diario El País el 28 de abril de 1993: “El líder del Partido Popular (PP), José María Aznar, continuó ayer en Barcelona sus esfuerzos para presentarse como representante de una fuerza política moderada, que ofrece un "cambio razonable" y "tranquilidad" a los electores. En el empeño para alejar toda posibilidad de que se le identifique con la derecha pura y dura, Aznar proclamó que tiene "una profunda vocación azañista".
Desde estas posiciones empezó a hablarse únicamente de las «víctimas del franquismo», como si no se hubiesen cometido crímenes por parte del frentepopulismo. El colmo del maniqueísmo y del delirio llegó cuando el juez Baltasar Garzón pidió en 2008 el acta de defunción de Francisco Franco, insinuando que su multitudinario entierro pudo ser una farsa y que, si seguía vivo, él mismo lo juzgaría por sus crímenes y lo metería en la cárcel. Tanto el certificado médico de defunción de Franco (número 198.074) como su correspondiente anotación en el Registro Civil, son reliquias, es decir, documentos históricos que ya sólo deberían ser utilizados por historiadores y estudiosos para ilustrar libros e investigaciones y no para realizar el gran juicio final, porque con tales manejos, y tal y como aseguró la fiscalía en 2008, Garzón nos «aboca a una inquisición general». El último parte médico oficial sobre la causa de la muerte del general Franco diagnosticaba párkinson, cardiopatía, úlceras agudas y recurrentes, con frecuentes hemorragias masivas, peritonitis bacteriana, fallo renal agudo, flebotrombosis, neumonía bronquial, shock endotóxico, paro cardiaco, &c. Pero el juez Garzón interpretaba todo el acontecimiento como una conspiración. Por tratar de asumir la loca empresa escatológica de juzgar tanto a los vivos como a los muertos, podría hablarse del complejo de Jesucristo del juez Garzón.
Tal y como señalan Stanley Payne y Jesús Palacios en su biografía sobre Franco: «Los críticos más severos de Franco le han acusado de cargos abominables, como el de ser el peor sanguinario de todos los dictadores de Occidente, incluso más cruel que Hitler, puesto que hubo más ejecuciones en los primeros seis años del régimen del Generalísimo que en el tiempo de paz del Tercer Reich, entre 1933 y 1939. Obviamente, una dictadura en tiempos de paz y una guerra civil revolucionaria no constituyen lo que los sociólogos y científicos demoscópicos llamarían “elementos comparables”. Siguiendo el mismo razonamiento anacrónico, podría decirse que la República democrática de abril de 1931 a febrero de 1936 también fue peor que el Tercer Reich en tiempos de paz, porque se registraron más asesinatos políticos y hubo focos de insurgencia y hasta una miniguerra civil» (Stanley Payne y Jesús Palacios, Franco. Una biografía personal y política, Espasa, 2014: 638).
Ofreceremos a continuación un análisis de las víctimas de la Guerra Civil española, tanto de un bando como del otro, huyendo como de la peste del temible complejo de Jesucristo, pues aquí no estamos ni para reír, ni para llorar, ni para juzgar, sino para comprender y para constatar los manejos oportunistas que suelen hacerse sobre tan espinosa cuestión. En primer lugar, expondremos las distintas estimaciones que se han dado acerca del número de muertos durante la guerra. Hablaremos de la represión llevada a cabo por ambos bandos durante el conflicto (las chekas, por ejemplo) y de la represión ejercida por los vencedores en la posguerra. Algo diremos acerca de los encarcelados, los exiliados y también de los actuales cazadores de fosas comunes. Para nutrir este capítulo, hemos echado mano de distintas fuentes, aquellas que estimamos más potentes y otras más sospechosas, pero que nos ayudarán a establecer una comparativa. Este Forja, por tanto, estará lleno de datos estadísticos, pero espero poder contrarrestar la aridez expositiva con una postproducción entretenida.
Guerra de cifras
Nada más terminar la guerra, autores izquierdistas afirmaron que ésta tuvo un coste de tres millones de muertos. En 1961 la célebre novela de José María Gironella redondeó la cifra en un millón de muertos (así tituló su novela), cifra que tuvo bastante recorrido en la propaganda, pero que hoy día ya nadie cree, ni siquiera los más acérrimos defensores de la Ley de Memoria Histórica. En una fecha tan temprana como 1942 el demógrafo Jesús Villar Salinas sostuvo en un estudio premiado por las Academia de Ciencias Morales y Políticas que el número de muertos durante la Guerra Civil no pudo superar en mucho el cuarto de millón. Esa fue la cifra que postularon los hermanos Ramón y Jesús Salas Larrazábal en su clásico estudio Pérdidas de la guerra: 250.000 muertes. José María Gárate Córdoba estimó unos 300.000 muertos. Historiadores como Ramón Tamames, Gabriel Jackson, Hugh Thomas o Pierre Vilar calcularon unos 500.000 muertos.
Por ofrecer otro cálculo, añadiremos que en su obra El libro negro del capitalismo el historiador memoriahistoricista Iñaki Egaña sostiene que la guerra «desencadenada por Franco, sostenida por Hitler y Mussolini y facilitada por la No Intervención» generó unas 700.000 víctimas mortales, señalando que más de 100.000 murieron en combate. Asimismo, afirma que entre 1936 y 1945 el franquismo fusiló a 150.000 personas. Entonces ¿cómo murieron las 500.000 personas que faltan para llegar a 700.000? Ni siquiera redondea la cifra el dato aportado por Gabriel Jackson (autor citado por Egaña), que indica que los «republicanos» ejecutados o muertos por enfermedades contraídas en las cárceles fueron 200.000... siguen faltando 300.000 muertos (Iñaki Egaña, «Un inmenso Gernika», en El libro negro del capitalismo, Txalaparta, Tafalla (Navarra), 2001: 93). Es interesante advertir que este investigador no habla de “España”, sino de «Estado español». Nos recuerda a la terminología que usan los separatistas y, también, muchos militantes de nuestras autoproclamadas izquierdas. Quizás no saben que lo de “Estado español” era, precisamente, una terminología franquista que se empleaba para no hablar de «monarquía española» o de «república española».
En El libro negro de la humanidad, Matthew White, basándose en la obra La dictadura de Franco de Borja Riquer, calcula un total de 440.000 muertos en la Guerra Civil. En su lista de «Tiranos locos», White atribuye a Franco 175.000 opositores políticos ejecutados (es decir, no en combate abierto, sino por represión en la retaguardia). Pero ya les advertimos que esta obra de White no resulta muy fiable… el autor demuestra, por ejemplo, que no sabe mucho sobre la Segunda República y la Guerra Civil española y como muestra un botón: «A principios de la década de 1930, España estaba viviendo uno de sus esporádicos interludios democráticos en el que el Frente Popular, una coalición de partidos de izquierda que abarcaba desde los liberales moderados hasta los comunistas de la línea más dura, dejó de lado sus riñas internas el tiempo suficiente para poder formar un bloque sólido y ganar las elecciones. El rey, antes que verse obligado a refrendar las leyes izquierdistas que la coalición empezó a producir en serie, prefirió abdicar, un gesto del monarca que le vino de perlas al Frente Popular, puesto que, de todas maneras, a la coalición no le gustaban los reyes (de ahí el nombre que recibiría en la guerra subsiguiente: republicanos)» (White, El libro negro de la humanidad, Traducción de Silvia Furió Castellví y Rosa María Salleras Puig, Crítica, Barcelona, 2012: 561). ¿O sea que el Frente Popular ya existía a principios de la década de 1930 e hizo abdicar al Rey? No señor, el Frente Popular surge en 1936. Este señor confunde las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 (que no eran un plebiscito, sino eso mismo: unas elecciones municipales para elegir a unos 80.000 concejales en toda España) con las elecciones generales, ya en tiempos de la Segunda República, del 16 de febrero de 1936. En fin, lamentable.
La Wikipedia –las malas lenguas la llaman la Vulgopedia–, por su parte, en el artículo «Guerra Civil Española» habla de 500.000 muertos, de los cuales 120.000 habrían sido ejecutados en retaguardia por ambos bandos.
Las cifras más aproximadas y realistas (esto es, al margen de la propaganda y del morbo retroantifranquista) oscilan entre 145.000 y 150.000 caídos en combate y entre 110.000 y 140.000 caídos en retaguardia, entre ambos bandos. El número de víctimas civiles por bombardeos se estima en torno a 12.000. Entre los caídos en combate unos 120.000 fueron españoles y en torno a 25.500 fueron extranjeros. 250.000 casas quedaron destruidas. También podríamos tener en cuenta el número de personas heridas que murieron en la posguerra así como las muertes por malnutrición y enfermedad.
En definitiva, si tenemos en cuenta que la población española era de 25 millones de habitantes, el total de caídos en combate y de víctimas civiles no llega al 1,4%, es decir, cerca de 344.000 personas. A la vista de estas cifras, en modo alguno puede decirse (como se dice alegremente, y como si realmente deseasen que así hubiera sido) que la Guerra Civil española fue la guerra civil más cruel del siglo XX. Si repasamos las estadísticas ofrecidas por Daniel López en la entrevista titulada “Los crímenes de los buenos”, vemos que el total de muertos durante la Guerra Civil española no alcanza a la mitad de los provocados durante los bombardeos a las ciudades alemanas de la Segunda Guerra Mundial. Recordemos, por ejemplo, que el primer bombardeo incendiario dirigido por los británicos contra Hamburgo acabó en una sola noche con 42.000 personas. Sólo el asedio a la ciudad soviética de Leningrado triplica la cifra de la guerra española. La guerra de independencia de Argelia contra la democrática y republicana Francia –el país de la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad– se saldó con unos 500.000 muertos tras ocho años de conflicto. La guerra de Corea, con una población de 30 millones de habitantes entre las dos Coreas, dejó unos 750.000 muertos en tres años de guerra. Se estima que la guerra de Vietnam (1964-1975) dejó entre 2,5 y 4 millones de muertos para una población de 45 millones de habitantes.
Todas estas cifras que estamos ofreciendo se refieren al periodo completo de la Guerra Civil española, pero conviene señalar que según Stanley Payne y Jesús Palacios, desde diciembre hasta julio de 1936 la violencia política causó en España 2.500 muertos, lo que convierte a este período en el preludio más sanguinario de las guerras civiles de la época, mayor incluso que el de la revolución rusa y su consecuente guerra civil.
Represión durante la guerra
Según leemos en la biografía de Franco de Stanley Payne y Jesús Palacios, los frentepopulistas ejecutaron a 56.000 nacionales (tenidos por supuestos elementos hostiles), mientras que los nacionales ejecutaron entre 60.000 y 100.000 frentepopulistas (tenidos, asimismo, por supuestos elementos hostiles). Advierten Payne y Palacios: «Las cifras más altas revelan una imposibilidad demográfica, por lo que la estimación cercana a las 80.000, si se suman las víctimas durante la guerra y las de los años más duros de la represión en la posguerra, resulta la más fiable. Con el tiempo, la represión por parte de los nacionales se volvió más organizada, fue la más efectiva de las dos y también la que se cobró más vidas, sobre todo después de la Guerra Civil» (Payne y Palacios, Franco. Una biografía personal y política, Espasa, Barcelona, 2014: 259). Es decir, la represión llevada a cabo por el bando nacional fue más racional, y si se cobró mayor número de vidas no fue tanto por su organización sino por su victoria: es llamada la paz de la victoria, una paz militarmente implantada para continuar con la política. En el caso de que el Frente Popular hubiese ganado la guerra no cabe ninguna duda de que la represión contra los llamados nacionales hubiese sido igual o quizás más despiadada que la desplegada por los nacionales contra los frentepopulistas. Sobre esto último sólo podemos especular, es decir, es una ucronía. Sin embargo, tanto la represión llevada a cabo desde el bando de los llamados nacionales como por el Frente Popular es historia, es decir, dicha represión fue bien real.
Pero volvamos a la represión durante la guerra. El Frente Popular, a través de sus diferentes formaciones, llevaba a cabo la represión de retaguardia mediante las checas. Estas instituciones gestionaban las tareas de exterminio de aquellos sectores sociales considerados como obstáculos para alcanzar el socialismo. Sobre todo, falangistas y católicos y, en general, todo aquél que pudiera ser tenido como un elemento hostil. Las checas proliferaron en la retaguardia frentepopulista y eran «unas entidades con antecedentes directos en la revolución bolchevique pero que, en el caso español, no iban a ser exclusivas del Partido Comunista, sino de todas las organizaciones activas en dicha retaguardia. Nos referimos a las que fueron denominadas checas, utilizando un nombre que procedía de la primera policía política soviética creada en Rusia en 1917, la “Comisión extraordinaria panrusa para la supresión de la contrarrevolución y el espionaje”. Los partidos políticos y las organizaciones sindicales activos en la retaguardia controlada por el Frente Popular establecieron en diversos edificios, muchas veces incautados para la instalación de sus respectivos centros, comisiones represivas con facultades para realizar detenciones, requisas y asesinatos. Estos locales fueron conocidos con el nombre genérico de “checas” y su número fue elevadísimo, especialmente en las grandes ciudades como Madrid, Barcelona y Valencia, aunque también en otros lugares» (Ángel David Martín Rubio, «Las checas», en El libro negro de la izquierda española, Chronica, Barcelona, 2011: 169). Las checas venían a ser un poder parapolicial en el que las milicias de los partidos del Frente Popular ejercían la represión, dado que «la seguridad del Estado se identificaba con la fidelidad política de la retaguardia, de manera que el objetivo primordial será la neutralización de todas aquellas personas sospechosas de simpatizar con el enemigo. Ambos procesos se enlazan en el ejercicio del terror. Es precisamente el énfasis puesto en la represión lo que convierte a la red parapolicial de las milicias en una fuerza poderosísima: en nombre de la seguridad en la retaguardia, el Gobierno consentirá y amparará el terror parapolicial de las checas y las milicias, hasta terminar otorgándole carta de naturaleza legal» (José Javier Esparza, «Paracuellos: las matanzas de Madrid», en El libro negro de la izquierda española, Chronica, Barcelona, 2011: 185-186). Así presentaba el presidente Negrín el terror rojo de la retaguardia: «Tres sistemas poseemos para hacer que los demás quieran lo que el Gobierno quiere: enfervorizarles, convencerles y, si estos dos recursos son insuficientes, aterrorizarles. El terror es también un medio legítimo de gobierno cuando se trata de la salvación del país» (citado por Ángel David Martín Rubio, «Las checas», en El libro negro de la izquierda española, Chronica, Barcelona, 2011: 181).
Según la Hermandad de Nuestra Señora de los Mártires de Paracuellos, permanecen sin exhumar unas 4.200 víctimas de la represión frentepopulista, personas que procedían de las cárceles de Ventas, Porlier, San Antonio y Modelo y que, según esta Hermandad, están identificadas. Sin embargo, se desconoce el número exacto de víctimas de la matanza de Paracuellos. Algunos autores hablan de 5.000. En 1980, el historiador de origen irlandés nacionalizado español Ian Gibson lo dejó en 2.400, mientras que el historiador valenciano Javier Cervera lo cierra en 2.000.
La represión de posguerra
Desde el 28 de julio de 1936 hasta el 7 de abril de 1948 España vivió bajo la ley marcial. Dicha situación se extendió a partir del 1 de abril de 1939 a todo el territorio nacional. Lo que hay que advertir aquí es que, tras una guerra, es el vencedor el que impone su paz, una paz política y militarmente implantada. En modo alguno cabe hablar de una paz ética ni evangélica: el tipo de paz que muchos pánfilos iluminados tienen bien incrustada en sus seseras. Se trata de la paz de la victoria, como decíamos más arriba. El vencedor, obviamente, aplica su ley sobre los vencidos y, por tanto, son los primeros y los únicos que pueden llevar a cabo la represión en la posguerra.
El 9 de febrero de 1939, esto es, antes del fin de la Guerra Civil española, los vencedores aprobaron la llamada «Ley de Responsabilidades Políticas» en la que se tipificaron las condenas por actividades políticas no ya desde el 18 de julio de 1936, sino desde el 1 de octubre de 1934. Ya vimos en la serie dedicada a la Segunda República que, tras la fracasada revolución de octubre del 34, el gobierno no llevó a cabo la represión vigorosa contra los insurgentes que las circunstancias requerían. De hecho, el general Franco advirtió en aquella época sobre el peligro de no hacerlo, pero sus consejos fueron desatendidos. La propaganda izquierdista, sin embargo, exageró las medidas adoptadas por el gobierno en 1934, dando inicio a una campaña internacional a favor de los revolucionarios y alimentando de este modo los odios enconados que estallarían definitivamente en 1936. Pues bien, esta «Ley de Responsabilidades Políticas» del 9 de febrero de 1939 buscaba, precisamente, poner en marcha la represión con un objetivo muy prudente: evitar una nueva guerra civil. Interpretada desde la ética, esta decisión puede ser considerada todo lo reprobable que se quiera, pero desde la política fue lo más aconsejable, lo más prudente, porque una nueva guerra civil hubiera dejado más muertos, es decir, hubiera sido éticamente aún más reprobable. Y en este canal insistimos constantemente en que gobernar se gobierna con la política, no con la ética.
Gracias a dicha ley se legalizó la represión de posguerra. Las intenciones de los vencedores se dejan ver claramente en el primer artículo: «Se declara la responsabilidad política de las personas, tanto jurídicas como físicas, que desde primero de octubre de mil novecientos treinta y cuatro y antes de dieciocho de julio de mil novecientos treinta y seis, contribuyeron a crear o a agravar la subversión de todo orden de que se hizo víctima a España y de aquellas otras que, a partir de la segunda de dichas fechas, se hayan opuesto o se opongan al Movimiento Nacional con actos concretos o con pasividad grave» (citado por Iñaki Egaña, «Un inmenso Gernika», en El libro negro del capitalismo, Txalaparta, Tafalla (Navarra), 2001: 94). El 1 de marzo de 1940 la Ley de Responsabilidades se completó con la Ley para la Supresión de la Masonería y el Comunismo.
Según el historiador y periodista Miguel Platón, que ha estudiado durante años el archivo de las condenas a muerte firmadas por Franco, hasta 1959 se dictaron unas 22.000 sentencias a muerte, la mitad de las cuales fueron conmutadas. Francia, Italia y Yugoslavia sufrieron guerras civiles al final de la Segunda Guerra Mundial y las represiones fueron iguales o peores que la acaecida en España, por no hablar de la represión que se llevó a cabo contra los alemanes. En todas partes cuecen habas.
Sin embargo, no se puede decir que los vencidos sólo gozaron de un destino seguro: «el exilio o la muerte». Tal cosa se dice en el libro Víctimas de la Guerra Civil (libro de varios autores coordinado por Santos Juliá). No se pueden afirmar tales exageraciones porque por el Frente Popular llegaron a luchar hasta 1.500.000 personas; por él llegaron a votar 4.600.000 personas; y, al principio de la guerra, la zona frentepopulista contaba con 14 millones de habitantes. El destino de la mayoría de estas personas, por tanto, no fue “el exilio o la muerte”, sino que se reintegraron enseguida a la sociedad y rehicieron sus vidas junto al resto de españoles. Para todos ellos, la vida se desarrolló durante esos primeros años en condiciones muy duras: obvio tras una guerra.
Unas 160.000 personas huyeron del país. La mayoría se exilió en el sur de Francia, pero hay que señalar que proporcionalmente hubo menos españoles exiliados que norteamericanos, franceses y rusos tras sus respectivas guerras civiles (o, en el caso de Estados Unidos, tras la Guerra de secesión, que es una cuestión diferente a la de la guerra civil).
Durante la posguerra el hambre también hizo estragos: en 1940 acabó con 490 personas, en 1941 con 1.093, en 1942 con 842, en 1943 con 315 y en 1944 con 236. La última cifra se corresponde con la media anual de muertos de hambre durante la República. Hay que tener en cuenta que por cada muerto de hambre había entre 1.000 y 10.000 desnutridos. Debido a la presión de las potencias vencedoras en la Segunda Guerra Mundial, que decidieron aislar a España y hambrearla a fin de hundir al régimen franquista, el número de muertos a causa del hambre ascendió en 1946 a 1.120. El hambre, sin embargo, no hizo que aumentase la mortandad general, pues en 1946 se certificaron 40.000 defunciones menos con respecto al año 1935, lo que es un claro indicio de que se había producido una mejoría notable en la salud pública. Ya en 1947 la mortandad por hambre se quedó solamente en 232. Hay que tener en cuenta que el resto de Europa no estaba mucho mejor y que las hambrunas fueron peores en países como Italia, Alemania, Francia y la Unión Soviética y sus satélites (donde más había afectado la guerra). En tales circunstancias hay que añadir el intento de reeditar la Guerra Civil por el maquis comunista, aunque éste fue incontestablemente aplastado por las fuerzas del régimen y por el escaso apoyo popular que tuvo.
Los encarcelados
Según el Anuario Estadístico de España 1944-1945, la población reclusa en la parte del bando nacional era a principios de 1939 de 100.292 presos, cifra que aumentaría hasta 270.710 presos a finales de ese mismo año, una vez que el bando nacional ocupó toda España. Esta cifra descendió bruscamente en los años siguientes: en 1944 sólo había 55.000 presos en España, cifra que, a finales de 1945, se redujo a 43.812. De estos reclusos, unos 17.000 eran presos políticos, menos de un 0,10% de la población española.
El 20 de octubre de 1945 se declaró una amnistía para todos los prisioneros condenados a causa de la Guerra Civil y así señala Stanley Payne: «Si bien en los primeros años del régimen las condiciones de las prisiones eran paupérrimas, Franco no dejó que muchos prisioneros izquierdistas murieran de hambre o enfermedad, como sí ocurrió en Finlandia en 1918, bajo un régimen parlamentario y democrático. O lo que sucedió en Yugoslavia con los cerca de 70.000 prisioneros que fueron asesinados de inmediato, la mayoría sin juicio, por el régimen comunista de Tito en 1945, lo que presentaba proporcionalmente, alrededor de cuatro veces más el número de víctimas» (Stanley Payne y Jesús Palacios, Franco. Una biografía personal y política, Espasa, Barcelona, 2014: 268).
La construcción del mausoleo del Valle de los Caídos, situado en el Valle de Cuelgamuros a unos veinte kilómetros del Escorial, costó algo más de 1.000 millones de pesetas, dinero invertido a lo largo de dos décadas. Parte de ese dinero venía a través de donaciones privadas, como por ejemplo los fondos que Gil-Robles y la CEDA entregaron a los militares alzados en julio de 1936. Hay que aclarar que los «caídos» homenajeados en el Valle de los Caídos no se referían únicamente a los caídos por el bando nacional, sino a los caídos por ambos bandos. Así se lo comentó Franco a su primo Francisco Franco Salgado-Araujo: «Hubo muchos muertos en el bando rojo que lucharon porque creían cumplir con un deber con la República, y otros por haber sido movilizados forzosamente. El monumento no se hizo para seguir dividiendo a los españoles en dos bandos irreconciliables. Se hizo, y ésta fue siempre mi intención, como recuerdo, como una victoria sobre el comunismo que trataba de dominar a España. Así se justifica mi deseo de que se pueda enterrar a los caídos políticos de ambos bandos» (citado por Payne y Palacios, Franco. Una biografía personal y política, Espasa, Barcelona, 2014: 714). Queda claro que el Valle de los Caídos era un monumento anticomunista.
Entre 1943 y 1950 trabajaron en el Valle de los Caídos algo más de 2.000 prisioneros que habían sido condenados por tribunales militares. Estos estaban asegurados, recibían modestas pagas y una considerable reducción de sus condenas: entre dos y seis días por cada jornada de trabajo. En la obra nunca trabajaron a la vez más de 300 o 400 prisioneros, y muchos decidieron seguir trabajando en la monumental obra una vez acabadas sus condenas. Hay que insistir en que estas personas aceptaron dicho acuerdo de manera voluntaria y también es cierto que algunos prisioneros huyeron, puesto que la vigilancia era mínima. La parte importante de la construcción estuvo a cargo de trabajadores asalariados externos. Durante los veinte años de obra tan sólo murieron 14 personas por accidentes laborales, en su mayoría obreros libres. Nada que ver con los campos de concentración europeos y no europeos de antes, durante y después de la guerra interimperialista. El mausoleo del Valle de los Caídos fue inaugurado por Franco el 1 de abril de 1959, veinte años después de su victoria en la Guerra Civil.
En noviembre de 1965 el ministro de Justicia, Antonio María Oriol, declaró en Televisión Española que la tasa de presidiarios de España era la menor del mundo en relación a su población, lo cual era técnicamente correcto, puesto que en España la tasa de delitos comunes era muy baja. Bastante más baja que la de la mayor parte de los regímenes democráticos y también más baja en relación a los regímenes comunistas. No obstante, la disidencia fue aumentando conforme fueron suavizándose las sanciones políticas.
El 1 de abril de 1969, coincidiendo con el trigésimo aniversario de la paz de la victoria franquista, se aprobó una amnistía final y definitiva para los presos que aún estaban encarcelados por delitos relacionados con la Guerra Civil. No obstante, esta ley no concedió pensiones para los mutilados veteranos republicanos, ni rehabilitó a los maestros y funcionarios destituidos en 1939. Así, los delitos de la Guerra Civil prescribieron penalmente en 1969, y quedaron resueltos definitivamente en la ley de amnistía del 15 de octubre de 1977; una ley, por cierto, que reclamó la «izquierda» en las calles con aquello de: «¡Libertad, Amnistía, Estatuto de Autonomía!». Amnistía que la Ley de Memoria Histórica ha intentado invalidar, como vimos en el capítulo 51.
En busca de los huesos
Los buscadores de restos óseos de la Guerra Civil hablan de 2.000 fosas comunes que contendrían alrededor de 100.000 víctimas (todas ellas «víctimas del franquismo», claro). Pero en doce años (del año 2000 al 2012) sólo se encontraron 200 fosas y se realizaron un total de 1.328 exhumaciones. ¡Ya les gustaría haber hallado algo más a fin de mantener e incluso aumentar las subvenciones! Hay que señalar que no todas las exhumaciones realizadas hasta ahora dan cuenta de los fusilados en retaguardia, sino que también dan testimonio de cadáveres enterrados rápidamente tras los combates. Por otro lado, se ha dado el caso de silenciar los descubrimientos de fosas con cadáveres de “derechistas” e, incluso, de presentar a tales víctimas como “izquierdistas”.
Un caso llamativo es el ocurrido en el verano de 2003 en el barranco de Orgiva, cerca de Granada, donde supuestamente los memoriahistoricistas hallaron una fosa común con una cifra de cadáveres que se estimaba, según un testigo, entre 2.500 y 5.000. El País, el diario de Prisa, el Imperio del Monopolio que decía José María García, anunciaba a bombo y platillo que nos encontrábamos ante un caso de «fusilamientos masivos», ante un ejemplo de «exterminio de compatriotas por motivos ideológicos» enterrados en una fosa «perfectamente documentada». Un catedrático de la Universidad de Granada lo refirió como un «lugar de crímenes y de muertes» por donde «había corrido un río de sangre». Pero el 2 de septiembre, el propio periódico El País informaba en una página escondida que «Los restos óseos hallados el pasado sábado son, según los forenses, de origen animal». Eran restos de cabras y de perros, pero los señores de El País no dieron mayores explicaciones, callaron como mudos (o como meretrices) y sus acólitos siguen clamando por los muertos en las fosas como si no se hubieran enterado de nada o como si realmente desearan, de forma siniestra, que nuestras cunetas estuvieran atiborradas de cadáveres de españoles.
Y hasta aquí este capítulo de Fortunata y Jacinta. Agradecemos su apoyo a todos nuestros mecenas y recuerden: “Si no conoces al enemigo ni a ti mismo, perderás cada batalla”.