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Segunda República española. La Revolución de Octubre de 1934. Primera parte

Forja 048 · 15 septiembre 2019 · 26.50

¡Qué m… de país!

Segunda República española. La Revolución de Octubre de 1934. Primera parte

Buenos días, sus señorías, mi nombre es Fortunata y Jacinta, esto es “¡Qué m… de país!” y hoy atacaremos la primera parte de la revolución de octubre de 1934. Pero ojo, no cargaremos este capítulo de trama militar, sino que enfocaremos el problema insurreccional desde la política.

Tal y como señaló Gerald Brenan, la insurrección de octubre de 1934 fue la “primera batalla de la Guerra Civil”. De hecho, las Instrucciones del Comité Revolucionario para la insurrección de octubre lo dejaba meridianamente claro: “Nadie espere triunfar en un día en un movimiento que tiene todos los caracteres de una guerra civil” (citado por Ricardo de la Cierva, El 18 de julio no fue un golpe militar fascista, Fénix, 1999, pág. 357). Porque, recordémoslo, desde el marxismo el apogeo de la lucha de clases viene a ser la guerra civil.

Al sublevarse, los revolucionarios querían transformar la República de “trabajadores de todas las clases” en una república de trabajadores a secas, en una república proletaria en la que se suplantara la bandera tricolor por la bandera roja. Se trataba de ir más allá de la República del 14 de abril, más allá de la república burguesa. Los revolucionarios decidieron que delenda est Republica.

Primeros meses del Gobierno Lerroux

En el capítulo anterior comentamos dos cuestiones principales: por un lado, el hecho de que, como consecuencia del triunfo de la línea marxista defendida por Araquistain y Largo Caballero, el PSOE empezó a madurar hacia la revolución socialista de estilo soviético. Es decir, pasó de ser el partido mejor organizado, más fuerte y disciplinado de la época, llegando a colaborar con la Dictadura de Primo de Rivera (recordemos que Largo Caballero formó parte del Consejo de Estado durante la dictadura), a considerar que se habían alcanzado las condiciones para una insurrección que les diera el poder: la dictadura del proletariado. Paradójicamente, durante una dictadura de derechas el PSOE se mostró colaborador y moderado para virar, durante la república, hacia posiciones revolucionarias.

Por otro lado vimos que la derecha ganó las elecciones de 1933 por amplia mayoría. Pues bien, cuando el Presidente de la República, Don Niceto Alcalá Zamora, llamó a consulta a Gil Robles, no le ofreció el poder, a pesar de que este encabezaba la minoría más numerosa de la cámara. Y Gil robles aceptó la situación. Al contrario de lo que le pasa a la izquierda, que en cuanto asumen el poder lo emplean de forma inmediata, sin pudores ni reservas de ningún tipo, con toda la energía. El líder de la CEDA no quiso forzar su designación y años más tarde diría: “no queríamos oscilaciones demasiado bruscas”. Gil Robles decidió apoyar a un Gobierno Lerroux desde el Parlamento renunciando a poner a ministros de la CEDA en el gobierno, ¡menudo fascista!

Ante el aplastante triunfo de la derecha en las urnas, Manuel Azaña instó a Alcalá-Zamora y a Martínez Barrio (jefe de Gobierno en funciones) para que invalidaran los resultados y se celebraran nuevas elecciones con garantías, eso sí, de que esta vez ganarían los buenos. Es decir, Azaña era un firme defensor del sufragio como base de la democracia siempre que ese sufragio le beneficiara a él. En caso contrario, el sufragio no valía –el voto vale si beneficia a la izquierda, si no, no vale–. Largo Caballero iría un paso más adelante, manifestando que si los votos no le daban el poder, él lo conquistaría mediante la violencia.

Así que vamos a aprovechar este penoso cinismo de Azaña para sacarle los colores a algunos. Habrán observado ustedes que, de un tiempo a esta parte, los idólatras de Manuel Azaña se empeñan en presentarlo como modelo de liberal y demócrata. Respondiendo a las expresiones de admiración que el propio José María Aznar le dedicó en 1997, el historiador Carlos Seco Serrano expresó lo siguiente en el diario El País: “Va haciéndose tarea urgente desvelar la realidad de lo que fue en la práctica el azañismo –y de lo que fue la democracia republicana en la España de los años treinta: una democracia traicionada por sus propios valedores–. Azaña, como teorizante del regeneracionismo republicano, no dudó en confundir la República con su propia versión de la República. En esa pretendida infalibilidad excluyente radicó el hundimiento de la democracia”. Y continuaba este ilustre historiador que, por otro lado, sostiene la tremenda idea de que España es una nación de naciones: “Azaña llevó su intransigencia hasta negar prácticamente la democracia de la que se creía máxima encarnación” (https://elpais.com/diario/1997/04/21/opinion/). Tanto Alcalá-Zamora como Martínez Barrio se mantuvieron firmes en la legalidad y se formó el gobierno Lerroux pero sin ministros de la CEDA.

En capítulos anteriores vimos que los anarquistas dictaron su condena contra la república desde el inicio. No sorprende, por tanto, que el 13 de febrero de 1934 la CNT emplazara a la UGT a que manifestara públicamente sus intenciones advirtiendo: “Téngase en cuenta que al hablar de revolución no debe hacerse creyendo que se va a un simple cambio de régimen, como en el 14 de abril, sino a la supresión total del capitalismo y del Estado”. El cambio que sucedería desde principios de febrero de 1934 (con el gobierno Lerroux y sin ministros de la CEDA), es que los socialistas proclamaron abierta la etapa revolucionaria. (→ “Discurso de Largo Caballero a los Jóvenes Socialistas”.) En esos primeros meses del año, socialistas y anarcosindicalistas constituyen Alianza Obrera, se empieza a hacer acopio de armas y el 1 de mayo El Socialista pide “un octubre español”.

Durante todo el verano, los socialistas junto a Azaña y los separatistas vascos y catalanes inician maniobras de desestabilización del régimen. Evidentemente, los acontecimientos de Europa empiezan a influir de forma decisiva en la vida política española: Mussolini en Italia, Hitler en Alemania y Dollfuss en Austria. Por su parte, Stalin guiaba a la URSS a través del segundo Plan Quinquenal. Así que los socialistas españoles empiezan a llamar a Gil Robles “el pequeño Dollfuss”. El término “fascista” ya comportaba en la década de 1930 una fuerte carga pasional y es entonces cuando en España empieza a usarse como un insulto. Todos sabemos que hoy día sigue usándose en sentido deformativo-propagandístico con muchísimo éxito.

El casus belli

El casus belli de la insurrección de octubre de 1934 fue la entrada de tres ministros de la CEDA en el gobierno presidido por Alejandro Lerroux. Es decir, Gil Robles se hartó y en octubre exigió que la CEDA estuviera representada en el gobierno. Los insurrectos interpretaron la entrada de tales ministros como un golpe fascista contra la República. Desde ese momento, la propaganda sistemática del Frente Popular cultivaría el relato de que en 1934 se produjo un enfrentamiento entre fascistas y demócratas, que los demócratas se habían levantado en armas para defender a la república y que las derechas habían aplastado una revolución popular mediante el uso indiscriminado de la fuerza y de crímenes espeluznantes. Este relato ha sido suscrito acríticamente por gran parte de los españoles, muchos políticos, “intelectuales” y variados historiadores tanto españoles como extranjeros. Y, por supuesto, es el gran argumento de las autoproclamadas izquierdas hoy día y de los ideólogos de la memoria histórica.

Y echemos mano también de esta alumbradora anécdota, descrita por José Manuel Otero Novas, ministro de la Presidencia y ministro de Educación en el ejecutivo de Adolfo Suárez: “La noche del 30 de abril al 1 de mayo de 1976 le pedimos a Felipe González y otros dirigentes socialistas que suprimieran de un libro en ciernes una reivindicación orgullosa de su golpe de Estado de 1934. Les argumentamos que no era un buen comienzo de la democracia defender un ataque violento a las instituciones democráticas. Y se negaron. Salió la reivindicación. Y en 1984, el PSOE ya en el poder celebró en muchos puntos de España el cincuentenario del golpe, después de haber erigido estatuas a Prieto y a Largo Caballero, junto a la de Franco, al pie de los Nuevos Ministerios. (José Manuel Otero Novas, "Democracia y libertad", ABC, 1 febrero 1996, p. 38.) Ni que decir tiene que en 2005 se retiró esta estatua de Franco. Madurábamos entonces hacia la sectaria Ley de Memoria histórica que se promulgaría en 2007 pues iba quedando claro el juicio ideológico que pasaría a ser oficial: el golpe de estado de Franco en 1936 fue ilegítimo y digno de oprobio, mientras que el de los socialistas y separatistas catalanes en 1934 fue legítimo y merecedor de homenaje.

Los despistados que se hayan topado con este vídeo buscando explicaciones facilonas tienen dos opciones: pueden seguir perpetuando el relato adulterado y cobarde de buenos contra malos –en ese caso, detengan ustedes este vídeo y váyanse a ver un capítulo de la Patrulla Canina–; o bien pueden acudir a los archivos del PSOE publicados en la Fundación Pablo Iglesias, consultar las actas de las Cortes, la prensa de la época o también pueden quedarse con nosotros un rato y escuchar testimonios como los siguientes, a ver qué pasa:

Indalecio Prieto, socialista, 1 de mayo de 1942 en el Círculo Cultural Pablo Iglesias de México: “Me declaro culpable ante mi conciencia, ante el Partido Socialista y ante España entera, de mi participación en aquel movimiento revolucionario. Lo declaro como culpa, como pecado, no como gloria. Estoy exento de responsabilidad en la génesis de aquel movimiento, pero la tengo plena en su preparación y desarrollo. Por mandato de la minoría socialista, hube yo de anunciarlo sin rebozo desde mi escaño del Parlamento”. Hace bien el filósofo Daniel López en recordarnos que Indalecio Prieto se arrepintió, sobre todo, por la sublevación fallida del 34, pero que –tal y como decía Espinosa- el arrepentimiento no es virtud porque no surge de la razón y el que se arrepiente de lo que ha hecho es doblemente enfermo y miserable.

Claudio Sánchez-Albornoz, presidente de la República en el exilio: "La revolución de octubre, lo he dicho y lo he escrito muchas veces, acabó con la República". (Claudio Sánchez-Albornoz, Mi testamento histórico-político, Ed. Planeta, Barcelona 1975, p. 44.)

Salvador de Madariaga, republicano “de izquierdas” en el exilio durante el franquismo: “El alzamiento de 1934 es imperdonable. La decisión presidencial de llamar al poder a la CEDA era inatacable, inevitable y hasta debida desde hacía ya tiempo. El argumento de que Gil Robles intentaba destruir la Constitución para instaurar el fascismo era a la vez hipócrita y falso”. (Madariaga, Salvador de, España. Ensayo de historia contemporánea, Ed. Sudamericana, Buenos Aires 1974, pp. 416-417).

Pero en fin, el PSOE sostenía que la República debía ser salvada de la “barbarie fascista” y que tal situación justificaba un “golpe de Estado preventivo”. Se trataba, pues, de una “revolución preventiva” para impedir que “el fascismo” llegase al poder como en Alemania (donde el socialismo fue vencido sin lucha) y en Austria (donde el socialismo fue vencido en una lucha tardía). Como dijo Gustavo Bueno en 2004: “Las izquierdas que hoy se escandalizan ante las justificaciones de Bush II y sus aliados de la intervención en Irak, como una guerra preventiva, deberían también escandalizarse ante la justificación que suelen dar de Octubre del 34 como guerra defensiva contra el fascismo, puesto que el ataque aún no se había producido”. (Gustavo Bueno, “Octubre de 1934”, http://nodulo.org/ec/2004/n032p02.htm).

Nos guste o no nos guste, lo cierto es que aquellos supuestos fascistas tenían todo el derecho democrático a tomar los tres ministerios que reclamaban por la sencilla razón de que ganaron las elecciones de noviembre de 1933. Interesa subrayar que, precisamente, el posibilitar la alternancia en el Gobierno es algo substancial al sistema liberal democrático. Es decir, el PSOE interpretó un cambio democrático de gobierno (dentro de la estricta legalidad de la constitución republicana) como un casus belli. Pero la entrada de los tres ministros cedistas no fue una provocación a la izquierda, sino el ejercicio de un derecho constitucional, al ser el partido más votado en los comicios del 33. Al entrar los tres ministros de la CEDA, la Izquierda Republicana, el partido de Azaña, reaccionaba con la siguiente nota: “Izquierda Republicana declara que el hecho monstruoso de entregar el Gobierno de la República a sus enemigos es una traición: rompe toda solidaridad con las actuales instituciones del régimen y afirma su decisión de acudir a todos los medios en defensa de la República” (citado por Ricardo de la Cierva, El 18 de julio no fue un golpe militar fascista, Fénix, 1999, pág. 334).

Como nosotros no estamos presos de la ideología del fundamentalismo democrático, no tenemos nada que reprochar. Eso sí, interesa abochornar a tantos supuestos demócratas a los que, sin ser demócratas en absoluto, se les llena la boca de democracia. Y más sañudamente señalaremos a aquellos que no entienden que la democracia, como cualquier otra forma de gobierno, puede degenerar rápidamente y no porque pierda de súbito su cualidad democrática, sino precisamente a causa de ella. Así pues, nosotros no trataremos aquí de justificar ni de condenar; nuestro lema sería “ni reír ni llorar: entender, que no es poco”. Y entender, eso sí, no desde una neutralidad que consideramos capciosa, sino tomando partido por una determinada filosofía: como es el materialismo filosófico de Don Gustavo Bueno. Y entender también “contra quién” hablamos, pues ya lo dijimos en el primer programa de esta serie: hablamos contra los ideólogos de la Memoria Histórica que solo buscan echar la culpa a otros.

¿Era fascista la CEDA?

Si la CEDA ganó aquellos comicios, ¿por qué no formó gobierno? La CEDA no tomó el poder porque Gil-Robles esperaba que se calmasen las pasiones y los rencores de las izquierdas, de modo que formó gobierno el Partido Radical de Alejandro Lerroux. ¿Cabe cosa más contraria a un partido fascista? Si Benito Mussolini gana unas elecciones, ¿permitiría que otro partido en su lugar forme gobierno porque prefiere “calmar los rencores” y esperar a que se calmen las pasiones de las izquierdas? Cuando Hitler ganó las elecciones con un 44% de los votos en marzo de 1933, ¿acaso cedió el poder a sus rivales? Gil-Robles llegó a decir que “éste no era el momento de una política de derechas” (citado por Pío Moa, Los orígenes de la guerra civil española, Encuentro, Madrid 2007, pág. 221). ¿Se imaginan a Mussolini decir “éste no era el momento de una política fascista”? ¿O a Hitler decir “éste no era momento de una política nacionalsocialista”?

La CEDA, teniendo un gran apoyo parlamentario, no quiso subir al poder; luego su comportamiento, para más inri, fue totalmente antifascista. Gil-Robles mostró debilidad en su postura. ¿Cabe una personalidad política más distinta de la de Gil-Robles que la de Mussolini o que la de Hitler? Si Mussolini era un líder (Duce) y Hitler otro líder (Führer), Gil-Robles era un antilíder, el político menos mussoliniano y menos hitleriano de los posibles (por mucho que los “Japos” –las juventudes de Acción Popular– le llamasen “Jefe”). De hecho, Gil-Robles arremetió contra “el fetichismo del Estado” (propio del fascismo italiano) y contra “la ideología de la raza” (propia del nazismo alemán). Y de hecho, El Debate, el órgano oficioso de la CEDA, criticó el racismo, el belicismo y la absorción de la actividad social del partido nazi.

Luego es evidente que la CEDA no era una coalición fascista ni fascistoide ni nazi ni nada por el estilo, sino más bien una coalición de carácter republicano legalista y accidentalista (es decir, que admitía tanto el régimen republicano como el monárquico). Más que al fascismo mussoliniano, la CEDA se parecía a la democracia cristiana del padre Luigi Sturzo del Partito Populare Italiano. Y su análogo alemán sería el Zentrum católico, no el partido nazi. Y sin embargo, la CEDA era señalada insistentemente como el caballo de Troya del fascismo que venía a conquistar la República.

A día de hoy ningún historiador serio considera a la CEDA como “fascista”. En el diálogo con Gustavo Bueno del año 2003, en el programa de TVE que presentaba Fernando Sánchez Dragó, Santiago Carrillo (también conocido como el Marqués de Paracuellos, y, créanme, aquello no fue su mayor crimen) decía muy convencido que la CEDA era fascista. O bien no sabía lo que era la CEDA o bien no sabía lo que era el fascismo. O bien mentía y ambas cosas las sabía muy bien. Por entonces Carrillo actuaba como ideólogo de la Memoria Histórica que empezaba a gestarse ya con ZP en la secretaría general de PSOE y como líder de la oposición.

También se decía que la coalición liderada por Gil-Robles era una formación “fascista-vaticanista”, expresión que es una contraditio in terminis y que tiene tanto sentido como decir “comunista-vaticanista”. Pero quizá la cuestión no sea esa. Quizá la cuestión esté en saber si realmente el PSOE creía en el fascismo de la CEDA. Y efectivamente, el PSOE sabía muy bien que la CEDA no era un partido fascista. Simplemente utilizaron la supuesta fascistización de la CEDA como momento psicológico para dar un golpe de Estado de tintes revolucionarios (bolchevique o bolchevizante) e implantar en España la dictadura del proletariado, que no era otra cosa que la dictadura del Partido Socialista.

Los ideólogos del PSOE sabían muy bien que el fascismo no podía cuajar en España; dicho de otro modo: las condiciones para que cuajase algo así como el fascismo en España no eran política, social y económicamente muy favorables. Esto ya lo dijo Luis Araquistain seis meses antes de la insurrección, en abril de 1934, en un artículo publicado en la revista estadounidense Foreign Affairs. Araquistain, que como vimos en el anterior programa era el ideólogo principal en la bolchevización del PSOE, observó que en España no había un ejército inmovilizado, que tampoco había un paro urbano masificado, que tampoco existía la cuestión judía (por aquel momento tampoco en Italia), y que tampoco en España había una imperiosa necesidad de imperialismo.

Joaquín Maurín, ex anarquista cenetista y uno de los fundadores del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista), afirmó en su libro Hacia la segunda revolución, libro publicado en Barcelona en 1935, un año después de la revolución fracasada de octubre y un año antes de la Guerra Civil, sus dudas con respecto a la implantación del fascismo en España; pues –explica Maurín– la dictadura del general don Miguel Primo de Rivera (el padre de José Antonio) hizo que tras ella fuese imposible la instauración de un régimen autoritario de derechas. Los trabajadores, decía Maurín, no se sentían atraídos, como en Italia, por la propaganda fascista y las derechas primaria, socialista y liberal (dicho sea en nuestra terminología) no estaban compuestas por revolucionarios fascistas que pensasen en una marcha sobre Madrid o algo por el estilo; no eran, pues, fascistas radicales no alineados sino derechistas tradicionales (si bien de diferentes modalidades y no siempre en conformidad y armonía). Maurín sabía perfectamente que la CEDA no era fascista, pues “un partido fascista necesita ser nacionalista rabioso, anticatólico en el fondo, y partidario del capitalismo de Estado. El partido de Gil-Robles no es nacionalista. Es agrario-católico, que es muy distinto” (citado por Fernando Paz, “La fascinación de la URSS”, en El libro negro de la izquierda española, Chronica, Barcelona 2011, págs. 132-133). Tampoco Julián Besteiro, el socialdemócrata del PSOE defenestrado en Torrelodones en 1933, creía en el peligro fascista y por eso fue expulsado de la dirección de la poderosa UGT.

Luego, antes del estallido de la guerra, los “antifascistas” eran más numerosos que los “fascistas”. Los “antifascistas” eran simplemente “antiderechistas” o “anticedistas” pues recordemos que en 1934 la Falange era un movimiento muy reducido. Así como la izquierda tuvo como denominador común el antifascismo sacado de la manga, la derecha tuvo como denominador común el antiizquierdismo (o el anticomunismo no tan sacado de la manga, dada la bolchevización del PSOE en Torrelodones tras la imposición de la posición de Largo Caballero).

A decir verdad, ya durante la “primavera trágica” que prologó a la Guerra Civil, el comportamiento de los “antifascistas” era más “fascista” que el comportamiento de los “fascistas”, cuyo comportamiento parecía incluso “antifascista”. Antes de la guerra del 36, la FE de las JONS era un movimiento muy minoritario con apenas 25.000 afiliados, y tan sólo obtuvo un 0’7 % de los votos en las elecciones de febrero del 36, con 46.000 votos que no fueron suficientes para conseguir un solo escaño. Y ni siquiera este partido, en rigor, era un movimiento fascista, pese a sus innegables analogías.

En definitiva, entonces, como ahora, se apeló al peligro fascista como justificación y para excitar a las masas.

Y hasta aquí este capítulo de Fortunata y Jacinta. Agradecemos su apoyo a todos nuestros mecenas y recuerda: “Si no conoces al enemigo ni a ti mismo, perderás cada batalla”.



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