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Fortunata y Jacinta

España, Yuval Harari, Star Trek, Hernán Cortes

Forja 029 · 19 abril 2019 · 29.59

¡Qué m… de país!

Buenos días, sus señorías, mi nombre es Fortunata y Jacinta, esto es “¡Que m… de país!” y hoy les invito a cambiar la “m…” que decía Goytisolo, por la “m” de “misterio”.

¡Dios mío! ¿Qué es España? España es un enigma envuelto en un misterio guardado en un secreto.

Como bien saben ustedes, en este programa plantamos batalla a los enemigos de España y tratamos de hacerlo desde una filosofía racional, crítica y desmitificadora, dejando los sentimentalismos y las cuestiones subjetivas y personales para cuando nos ponemos en blanco y negro.

¿Ves cómo se coge un langostino y se le arrancan las patas y se le retuerce el corpacho y se le saca lo que tiene dentro? Pues así haría yo con los enemigos de España.

¿Lo ven? Justo lo contrario de razonar a lo matemático.

Tiñosos, guindillas, apóstoles del error los llamaría mi abnegado creador, Don Benito Pérez Galdós.

Pues no quieras saber lo que les llamaría el patriota Ramón y Cajal.

¡A la prevención! ¡A la prevención!

La amenaza que se cierne ahora mismo sobre España no pone en peligro únicamente a determinadas instituciones, como puedan ser la Monarquía, la Lengua española o la propia Historia de España, sino que se trata de una amenaza dirigida contra la esencia y la existencia de España como nación. Se trata de una amenaza formal, en tanto que es anunciada públicamente con el mayor de los cinismos desde hace años, ha sido apoyada durante décadas por partidos políticos de todos los colores, a día de hoy es secundada por un Gobierno filoseparatista y, por si fuera poco, está siendo subvencionada con el dinero de todos los españoles.

Es decir, el desguace de España se está pagando con dinero público.

Verán, sus Señorías, se puede comprender que un español prefiera la República a la Monarquía. Puede entenderse, por supuesto, que alguien sea más de un partido político que de otro, pero lo que resulta absolutamente asombroso es que a un español no le importe España o que llegue a despreciarla hasta el punto de desear su aniquilación.

“Del latín annichilar, reducir a la nada”.

“Pero para reducir “algo” a la nada, primero tendrá que haber “algo”, digo yo, y no nada, como muchos sujetos de autoridad pretenden”.

España: una nación discutida y discutible.

Esto de que España es una nación «discutida y discutible», lo decía ese pensador Alicia que tuvimos por presidente, ¿se acuerdan ustedes?

Lo que pasa es que, desde el siglo XIX, la Historia de España se escribe desde la tradición en lengua inglesa y francesa, tradición que ya viene deformada por la inmensa maquinaria de la propaganda enemiga y que muchos historiadores españoles imitan sin cuestionar siquiera si estos relatos están o no manipulados, o peor aún, porque sabiéndolo a ciencia cierta aprovechan estos relatos adulterados con fines ideológicos y políticos. Y como la metodología de la Leyenda negra deforma en negativo a España y en positivo a otras naciones europeas, la Historia de España parece monstruosa comparada con la historia de otras naciones de Europa.

Es por esto que muchos se avergüenzan de ser españoles: son españoles enfermos de hispanofobia. Pero no se depriman ustedes porque la hispanofobia tiene cura: la tratan los psicólogos, también los psiquiatras y sobre todo la filosofía que, entre otras cosas, es la encargada de triturar las miserias ideológicas que genera la Leyenda Negra.

“Yo no soy española, yo soy mujer” –dijo una loca el otro día.

¡A la prevención!

Muchos de ustedes se habrán preguntado por qué existen hispanistas y no existen, sin embargo, francesistas, britanistas o portuguesistas. Nosotros dedicaremos una serie de programas a analizar con calma esta peculiaridad de España y sostendremos que el ensayo filosófico es la forma casi obligada para tratar de «España» a secas, es decir, para tratar el problema de España globalmente, no en algún aspecto suyo especial, por ejemplo, el económico, el político, el demográfico o el científico, sino el problema de España en general ¿Qué es España?

Advertiremos, asimismo, que el género «ensayo filosófico sobre España» no tiene paralelos claros en otras naciones. Los ensayos filosóficos sobre Francia, Inglaterra, Suecia o cualquier otro país no son, ni de lejos, tan abundantes como los ensayos filosóficos escritos desde hace siglos sobre España. Se trata de un «hecho diferencial» que no puede ser subestimado, ni puede ser explicado a partir de ramplonas categorías psicológicas como las que pretenden diagnosticar en los españoles una especie de obsesión con su propia historia o una suerte de narcisismo sin fin.

Será a partir del siglo XVII cuando comenzará a tratarse el problema de España en su perspectiva real, histórica. Es entonces, tras la «reconquista» de Granada y la «conquista» de América, cuando surge el ensayo filosófico propiamente dicho y habrá que ver por qué surge en ese momento y no antes o después: la tesis que nosotros sostendremos es que es entonces cuando se fijan los límites de un Imperio que debiendo ser universal resultó, sin embargo, rápidamente limitado, detenido. De esa época data la “España defendida”, escrita por Quevedo en 1609. El género ensayístico se consolidaría en el siglo XVIII de la mano de Benito Feijoo quien introduce, por cierto, el concepto de crítica antes que Kant.

Pero será a partir del siglo XIX cuando, en paralelo a la desintegración política del Imperio español, se producirá la floración más rica del ensayo filosófico sobre España: así tenemos los ensayos de Ganivet, Unamuno, Maeztu, Ortega y Gasset, Madariaga, Américo Castro, Menéndez Pidal, Lain Entralgo, Julián Marías, Sánchez Albornoz, el propio Gustavo Bueno, &c.

¿Por qué una Filosofía de la Historia?

¿Por qué el ensayo filosófico si estamos hablando de historia? Pues porque para hacer historia no es suficiente con recopilar una montaña de datos. El historiador trabaja con dos clases de objetos: las reliquias y los relatos y basándose en ellos construye un discurso que, a menudo, aparece prudentemente filtrado por sus propios intereses ideológicos y por los prejuicios heredados. De ahí que desde el materialismo filosófico digamos que la Historia o la Sociología, por ejemplo, no siguen una metodología alfaoperatoria, como las matemáticas –que consiguen segregar al sujeto, su subjetividad– sino que se mueven en un plano o metodología betaoperatoria, primero porque las acciones históricas las realizan las personas y segundo porque el historiador, al investigar, se convierte en juez y parte.

Cabe señalar, por tanto, que la mayor parte de los libros de historia que se venden en las librerías no son libros de historia en el sentido de la historia fenoménica, científica, sino que son libros de filosofía de la historia porque en ellos se están continuamente removiendo ideas que desbordan el plano histórico, que ya son ideas filosóficas como la idea de nación, la idea de imperio o la idea de identidad.

Lo mismo sucede cuando nos enfrentaos a las ideas de Historia Universal, Género Humano o Humanidad: a los historiadores, en tanto historiadores, no les conciernen cuestiones relativas a la Historia Universal, porque tales cuestiones desbordan sus categorías y su arsenal de conceptos. Los historiadores estudian la historia de Cartago, la de Julio César, la Guerra Civil española, la Transición, &c. Lo mismo pasa con los biólogos a quienes, en tanto biólogos, no les concierne el problema de la vida, pues los biólogos estudian los glóbulos rojos, los glóbulos blancos, las células, las placentas, las mitocondrias, el biotopo, la biosfera, &c. Pero la vida es una Idea que desborda las categorías de los biólogos. «Vida» es una Idea que no se reduce a las categorías biológicas, pues también atraviesa categorías de la física, la química, la medicina y, desde luego, las categorías políticas, sociológicas y antropológicas. “Vida”, por tanto, es una idea que se aborda desde la filosofía.

Por otro lado, si España tiene relevancia en la Historia Universal es porque fue un Imperio, y un Imperio católico nada menos, esto es, un Imperio que pretendía la universalidad. Por tanto, cuando decimos que España es un problema de la Filosofía de la Historia es porque el Imperio español, al configurarse como un Imperio generador, no estaba calculado para caer, del mismo modo que no estaba calculado para caer el Imperio romano o la Unión soviética. Estas superestructuras que son la fuente de nuestra realidad presente, fueron limitadas, detenidas, y hay que entender y explicar por qué. Y hay que entender y explicar por qué no encontramos el mismo problema al hablar de la caída del Imperio Persa, del Imperio Holandés o del Imperio Británico: estos Imperios no requerían justificación filosófica más allá de sus fines depredadores, eran Imperios coloniales, cuyo único propósito consistía en actuar en pos de su «razón maquiavélica de Estado», en beneficio de la metrópolis y en detrimento de las colonias. Por tanto, sus problemas no son filosóficos. En el caso del Imperio británico no encontramos un problema trascendental como en el caso del Imperio católico español, sino problemas en plural: militares, políticos o económicos.

En definitiva, si nos referimos a España como un problema de la filosofía de la Historia Universal, es porque desborda las categorías de la Historia positiva. Por tanto, los historiadores, en tanto historiadores, no pueden agotar el problema de España, y si quieren plantearlo en su justa medida tienen que hacerlo como filósofos. Es decir, tienen que recurrir a Ideas que trascienden las categorías y los conceptos propiamente historiográficos. Por eso el problema de España es un problema filosófico, y España es una Idea filosófica.

En esta serie de capítulos trataremos de dar respuesta a la difícil pregunta de ¿Qué es España?, y para ello partiremos de la teoría filosófica de España enunciada por el filósofo español Gustavo Bueno. Hoy atacaremos una especie de capítulo de introducción, en el que pintaremos un panorama general sin deslindarnos del todo de la polémica generada recientemente por el Presidente Amlo de los EU mexicanos.

España no es un mito

En este canal afirmamos con rotundidad que ni España es un mito, ni tampoco es un mito el sentido de la patria y nos enfrentamos con contundencia a las tesis de muchos especialistas españoles que, negando la existencia de España la presentan, no como una realidad histórica, sino como una construcción intelectual, esto es como un mito cultural elaborado por cierta panda de nacionalistas españoles.

España no existe, dicen, pero Cataluña es tan antigua que hasta fue invadida por los romanos. O dicho de otra forma: España es un mito, pero Cataluña no. Ni el País Vasco, ni Galicia, ni Andalucía, &c.”

Valga como antiespasmódico la siguiente aclaración: desde las coordenadas filosóficas que nosotros manejamos, no podemos interpretar la existencia de España como si se tratase de una sustancia eterna en la que permanece un sustrato celtibérico y que por ello permanece idéntica a sí misma aun con cambios accidentales acaecidos en la superficie. No puede hablarse de una España eterna, sagrada y pura en la que sus habitantes unas veces van disfrazados de romanos (e incluso de emperadores romanos), otras veces de visigodos, musulmanes, conquistadores de México o del Perú, soldados de Flandes, guerrilleros en la Francesada de 1808 o Maquis tras la Guerra Civil.

En torno a este punto tan controvertido sobre el origen de España, circulaba parte de la famosa polémica entre Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz. Dejo apuntada esta interesante controversia para desarrollarla en detalle en próximos capítulos. Detengámonos de momento en el hecho de que la historiografía oficial gira hoy día en torno a la visión anglosajona.

“Es normal, son la potencia hegemónica a nivel mundial y hacen propaganda positiva de lo suyo para conquistar la subjetividad de la gente y sus bolsillos. Lo que no es normal es que países ajenos a dicha tradición se subordinen sin más. Eso es cosa de gaznápiros y cobardicas”.

España se encuentra en las raíces de los mitos fundacionales de naciones y de religiones de todo Occidente y esos relatos fundacionales no se dejan toquetear porque de ellos depende la cohesión de las naciones. España ocupa el papel del enemigo necesario y hay que entenderlo. El problema es que los propios españoles –y los hispanoamericanos por la parte que les toca– hemos asimilado estos ataques constantes contra nuestros mitos fundacionales porque muchos vienen de dentro, de nuestras propias élites intelectuales y políticas.

Esta interpretación ideológica de la Historia de España se encuentra reproducida tanto en los textos académicos como en los relatos populares y, como es natural, el nuevo orden mundial anglosajón se encarga diariamente de difundir textos, películas y documentales en los que España aparece o bien silenciada o bien maltratada, en general presentada como una anomalía incomprensible dentro del conjunto de naciones.

Por ponerles algunos ejemplos que tengo aquí a mano, les diré que la obra de Krishan Kumar, nacionalizado británico y profesor de la Universidad de Virginia, “Imperios: Cinco regímenes imperiales que moldearon el mundo” publicada en 2018, apenas dedica unas páginas a la rama Habsburga española. Y eso que este autor dice cosas tan interesantes como esta: “Es posible que los imperios formen parte del pasado en su forma histórica, pero no está claro en absoluto que la alternativa más deseable sea el sistema actual, en el que unos doscientos Estados-nación reclaman su soberanía y tienden hacia la uniformidad étnica. Esta parece una receta para un conflicto interminable, tanto entre los estados como en el interior de ellos”.

España quiso demasiado

Este es el argumento de Yuval Noah Harari, historiador israelí formado en Oxford, cuyas obras han vendido millones de ejemplares en todo el mundo. En su ensayo “Sapiens: De animales a dioses. Una breve historia de la humanidad”, el autor hace un encomiable esfuerzo por vindicar el aporte fundamental de los Imperios en la construcción del mundo, pero caso curioso, no solo no valora el tremendo aporte del Imperio español –citándolo apenas un par de veces– sino que, cuando lo cita, lo desprecia de forma lamentable. Nos situamos, entonces, en la fórmula tradicional de la tergiversación de los materiales históricos a partir de la metodología negrolegendaria.

Recordemos, por ejemplo, que Harari se alinea con Nietzsche al interpretar la acción imperial de España como el resultado de su excesiva ambición: “España quiso demasiado”. No entiende el autor israelí la acción histórica de España, y confiesa sin pudor no encontrar otro caso que se le asemeje.

Y como no la entiende, juzga a España desde una perspectiva psicológica (no tuvo otro aliciente más que la ambición desmesurada), y le aplica una condena moral (el pecado de los españoles fue su exagerada codicia).

El error de Harari consiste en interpretar al Imperio español como un imperio colonial más, es decir, como un imperio depredador, al modo en que lo interpretan los historiadores ingleses y, por reflejo simiesco, tantos historiadores españoles. Solo ven los ejemplos de rapacidad que evidentemente hubo –muchos– pero no ven la norma imperial, la norma generadora que distancia radicalmente al Imperio español de otras empresas colonialistas abrasivas. Esto es, solo ven los finis operantis pero permanecen ciegos a los finis operis, no ven el resultado objetivo de las operaciones que los españoles llevaron a cabo durante siglos, la construcción de un Nuevo Mundo.

Ya puedes explicar mejor eso de los finis operantis y los finis operis o alguno llamará a la Guardia Civil, verás.

¡A la prevención!

Yuval Harari tampoco se percata del hecho de que el Imperio español es el primer heredero del Imperio romano, pero sobre todo no entiende que era un Imperio católico y que tal condición le impelía a expandirse por todo el contorno de la Tierra. Tampoco se da cuenta, este historiador súper ventas, de que no era necesario ir muy lejos para encontrar el anhelado caso paralelo, el caso análogo. Lo tiene bien a la mano: se trata del Imperio islámico, que nació igualmente bajo el imperativo de recubrir todos los rincones de la Tierra, no a causa de una codicia material y grosera, sino porque ambas religiones, la musulmana y la católica, tienen vocación universal, ambas tienen la obligación de extenderse y recubrir a todos los pueblos de la Tierra, una vocación semejante, por cierto, a la de la Unión Soviética, que surgió con la obligación de incorporar y recubrir al mundo entero.

Ya abundaremos en este punto absolutamente esencial, pero valga de momento esta precisión: el islam se despliega en la Península Ibérica contra los visigodos, precisamente porque los considera politeístas (Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo). Dicho de otra manera: la justificación de la Guerra Santa es el monoteísmo islámico frente al politeísmo cristiano al que, desde sus directrices teológicas, en modo alguno puede tolerar.

Y precisamente porque España nació contra el Islam tuvo que desplegar, desde el principio, un conjunto de planes y programas que exigían una expansión indefinida: necesitaba recubrir el imperialismo islámico, que era un empuje ilimitado al que tenía que responder de forma igualmente ilimitada.

Para entender cómo encaja América en este argumento tendrán que esperar al próximo capítulo.

¡A la prevención!

Racionalismo católico Vs. Directriz primaria de Star Trek

Me gustaría centrarme ahora en una de las polémicas más fuertes generadas a raíz de la carta de Amlo y que tiene que ver con esta estatua de Hernán Cortés ubicada en el pueblo natal del conquistador.

Ay, sí, menudas berzas han soltado algunos… desde luego hay gente que tiene el corazón lleno de víboras.

Es como una ceguera y una sordera moral, casi física.

Verán sus Señorías, en este canal no se pone en duda que algunas de las culturas con las que se encontraron los españoles en América eran muy avanzadas. De hecho, una de las primeras consideraciones que reconocieron los teólogos y juristas españoles del siglo XVI fue que las sociedades indígenas no eran amorfas, como sugería el agustinismo político, sino que eran sociedades ya constituidas cuya formación implicaba el desarrollo de la racionalidad técnica, jurídica, artística y política. El racionalismo tomista venció en España al agustinismo político, que fue el seguido por los protestantes. Este racionalismo tomista reconocía la racionalidad del indio y supuso, por eso, el reconocimiento también de sus derechos, entre otros el de ser propietarios de sus tierras.

Tampoco se pone en duda que el canibalismo o los sacrificios humanos practicados por algunas culturas mesoamericanas tuvieran una justificación religiosa dentro de sus cosmologías particulares. Por supuesto que la tendrían. Lo que tratamos de explicar es que, en su encuentro con ellas, el catolicismo no podía tolerarlas. Eso es lo que nos interesa recalcar, que esas prácticas eran inasumibles desde la perspectiva católica y que, nos guste o no nos guste, estemos o no de acuerdo, lo cierto es que entonces el catolicismo venció.

El carácter normativo de las religiones induce ciertos modelos de conducta y también induce resistencia frente a ellos, es decir, esta normatividad enuncia una serie de valores positivos siempre en oposición y enfrentados a otra serie de valores negativos o contravalores.

Para aclarar este asunto de los valores y los contravalores, Gustavo Bueno utilizó el ejemplo de la lógica: si la verdad es un valor, el error o la falsedad (contravalores) no serían simples alternativas sino necesariamente algo contra lo que habría que luchar. El islam que invadió la Península Ibérica en el siglo VIII, por ejemplo, no podía aceptar ni tolerar lo que ellos entendían como politeísmo cristiano porque lo consideraba un error.

Ahora estamos inmersos en el relativismo moral y cultural que viene a decirnos que todas las culturas son iguales y que todas las conductas morales y sociales son válidas y respetables. Juzgamos la América del siglo XVI desde nuestro hermoso manual de antropología del siglo XXI, incapaces de entender que si el catolicismo intervino de forma radical en las sociedades que allí encontró, fue porque desde sus coordenadas doctrinales y teológicas no podía tolerar ciertas prácticas que consideraba como errores. Necesariamente debía extirparlas.

Quiero ponerles un ejemplo para evidenciar que ese supuesto relativismo moral y cultural que muchos dicen defender es, en realidad, falso, cínico e hipócrita. La mayoría de los ciudadanos que viven hoy día en esta parte del mundo que llamamos Occidente, entiende que los valores de la democracia son superiores a los de una dictadura militar, o que los derechos humanos declarados por la ONU son superiores, por ejemplo, a los derechos recogidos en la sharía o Ley islámica. Cuando surgen casos lo suficientemente mediáticos –lapidaciones de mujeres, esclavitud, niños forzados a trabajar, &c.– nuestras sociedades occidentales se sienten impactadas, se movilizan, se apresuran a denunciar estos casos a través de las redes sociales, las ONGs o apelan a la ONU para que extienda su influencia sobre dichos territorios. Es decir, se entiende que nuestras culturas occidentales defienden unos valores fundamentales que deberían ser reconocidos por todos los códigos penales del planeta. Desde este punto de vista, el relativismo moral y cultural se viene abajo, dado que nuestras normas morales no nos permiten admitir, ni mucho menos tolerar, la lapidación, la esclavitud o las leyes que obligan a los niños a trabajar.

Y permítanme insistir en algo que ya expusimos en el capítulo anterior, y es que la mayoría de los valores morales que hoy defendemos como inviolables son el resultado de la secularización de los dogmas cristianos: igualdad, fraternidad, generosidad con los desfavorecidos, respeto de la mujer y de la infancia, cuidado de la naturaleza y de los animales, solidaridad con los oprimidos, &c.

A quienes defienden la idea posmoderna de que no se debe entrar en contacto con sociedades con un nivel de desarrollo tecnológico inferior al nuestro, me gustaría preguntarles qué harían si llegaran a un planeta habitado por criaturas asombrosamente parecidas a nosotros, y descubrieran que esas gentes acostumbran a dar palizas a sus mujeres dos o tres veces al día: ¿se atreverían estas mentes biempensantes a decir que, efectivamente, asumirían el dogma de la directriz primaria de Star Trek y pilotarían su nave espacial de vuelta a la Tierra sin intervenir en dichas sociedades? Si su respuesta es afirmativa, les invito a meditar sobre el origen de esa escalofriante frialdad moral porque la tradición filosófica y política de nuestras sociedades católicas, sean ustedes creyentes o no, no ha implantado ese tipo de conducta moral. La lógica protestante sí la admite, y el colonialismo abrasivo del siglo XIX da buena cuenta de ello.

Esta estatua de Hernán Cortés fue ubicada en Medellín, la ciudad natal del conquistador extremeño, en 1890. Aparece Cortés en traje militar, sosteniendo un estandarte y el cetro de mando. Bajo sus pies hay trozos de altares e ídolos aztecas que, a causa de la idiocia colectiva, han sido interpretados como cabezas de indígenas. Señores, esta estatua representa el triunfo de la conquista católica frente al paganismo y la barbarie; lo que pisa la bota de Cortés no son cabezas de indígenas sino ídolos aztecas, símbolos que resultaban absolutamente inasumibles desde el punto de vista católico. Las leyes españolas siempre trataron de proteger a los nativos, se persiguieron y castigaron en la medida de sus posibilidades los abusos y los excesos –que los hubo– y solo una persona boba e ignorante pensaría que las Cortes españolas aprobarían y financiarían en 1889 un monumento para hacer apología de algo contrario a la Ley, de algo censurado por la Iglesia de Roma y castigado duramente por la doctrina católica.

En aquella ocasión ganó Cortés en nombre del catolicismo y por eso pone su bota sobre un ídolo azteca. Si hubiera ganado Moctezuma, quizás tendríamos retratos suyos aplastando con su pie la cruz católica. La historia ha sufrido ya tal deformación que pronto encontraremos imágenes como esa en las redes sociales.

Y hasta aquí este capítulo de “¡Qué m… de país!”. Damos las gracias a nuestros mecenas y colaboradores y recuerda “Si no conoces a tu enemigo ni a ti mismo, perderás cada batalla”.

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