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Fortunata y Jacinta

Afrancesamiento, latinidad y americanismo

Forja 024 · 3 marzo 2019 · 23.52

¡Qué m… de país!

Buenos días, sus Señorías, mi nombre es Fortunata y Jacinta, esto es “¡Qué m… de país!”, y hoy les invito a cambiar la “m” del título por una “v”, a ver qué pasa.

En este capítulo haremos un breve recorrido por la historia del “Congreso Internacional de Americanistas”, impulsado por la Société Américaine de Francia en 1874. La iniciativa tuvo éxito y este Congreso persevera hoy día: su última reunión, que llevaba por lema “Universalidad y particularismo en las Américas”, tuvo lugar en Salamanca, España, en el año 2018. La convocatoria anterior, presentada bajo el título “Conflicto, paz y construcción de identidades en las Américas”, se celebró en El Salvador en el año 2015. Se han fijado ustedes bien en los títulos, ¿verdad? Se los pongo en pantalla.

Observar la evolución temática, política y gremial de quienes intervienen y mantienen el Congreso Internacional de Americanistas, tiene el mayor interés para ir advirtiendo las distintas nebulosas ideológicas que se van sucediendo en el presente: como ustedes han visto, lo que ahora interesa son los “particularismos” y las “identidades”.

Y, antes de empezar, Fortunata quiere hacer una declaración muy solemne: “De cara a embridar las susceptibilidades de algunos que nos siguen, quiero recordar que este canal de YouTube está principalmente enfocado a combatir los tópicos y estereotipos que se proyectan sobre España, los españoles y toda la cultura hispánica desde hace cinco siglos. Por eso nuestra posición ni es neutra ni lo pretende, sino que se construye en abierta beligerancia frente a ciertos relatos y opiniones. Por esa razón, en nuestros análisis abordamos explícitamente aquellos elementos que tienen que ver con la propaganda antiespañola y no otros, como muchos querrían. Así que en este capítulo, como en todos, necesariamente se tratarán unos temas y se dejarán de lado otros. Yo invitaría a quienes nos acusan de hacer análisis incompletos, primero a que funden su propio Imperio, a ver si se les pasa la trinquetada, y luego a que funden su propio canal de YouTube”.

—¡Pero qué española es!

—Sí, señora. Yo, como Unamuno, soy española hasta de profesión y oficio. ¡Ay si yo fuera ministra!

—Habla con la inspiración de un apóstol y la audacia criminal de un anarquista.

—¡Atención, gobernanta, que no he terminado! Por si alguno no se ha enterado todavía, cuando aquí ponemos verdes, pongamos por caso, a los ilustrados franceses nos dirigimos a Fulano de Tal o a Mengano de Cual, no condenamos a los franceses en bloque. Cosa que sí hace la Leyenda negra antiespañola, condenar sistemáticamente a todos los españoles, los que fueron, los que somos y los que serán.

—Pero hija de mis entrañas, qué despachaderas tienes. ¡Bravo! ¡Bravo!

Este capítulo nos va a servir para observar cómo opera la dialéctica de Estados y, superando a este, la dialéctica de imperios. Expliquemos esto brevemente.

Dialéctica de Estados

No sé ustedes, pero desde luego nosotras nos oponemos a la visión armonista que pretende ver en el desarrollo de las sociedades humanas un principio de solidaridad, simpatía y amistad universal. El mundo no se gobierna desde las ideas puras, y a nosotras todo eso nos parece un idealismo de gabinete, ajeno a la realidad histórica y política que conforma nuestras sociedades.

El filósofo español Gustavo Bueno nos brinda un comentario esclarecedor en relación a este choque dialéctico entre distintos grupos de poder: «Cuando superas la idea de una Europa sublime, sólo ves una organización de tiburones y multinacionales que no están por encima de los Estados, sino que los utilizan». De hecho, la mayor parte de la gente que sostiene que España es una nación impresentable frente al resto de naciones políticas europeas, están tomando como referencia a las naciones del Norte de Europa que supuestamente representan a esta Europa sublime, y por eso nuestro filósofo aclara con contundencia: “La Europa real, efectiva, es la del capitalismo industrial de origen luterano”.

El otro día me dijo una que lo protestante no quita lo decente.

Vivimos en un permanente enfrentamiento dialéctico en el que los Estados fuertes se imponen a los débiles siempre que sea posible, y los Estados débiles tienen que someterse a los fuertes si no encuentran una manera adecuada de defenderse. Se trata de una biocenosis: “Una armonía que consiste en que unos se comen a otros. Es aquella frase de Carlos V, en guerra con Francisco I: «Mi primo y yo estamos de acuerdo: los dos queremos Milán.»

Aclarados estos puntos, volvamos ahora al año 1874 y veamos en qué contexto se pergeña el Congreso Internacional de Americanistas impulsado por Francia.

El contexto

Expresado de una forma algo caricaturesca, lo que tenemos en Occidente en ese momento es un conjunto de placas tectónicas que están en colisión, esto es, que celebran por todo lo alto sus luchas por el poder.

Visualicemos en color rojo una gigantesca placa dividida en 19 trozos y que se extiende desde Río Grande hasta la Patagonia. Representa a los sucesores del Imperio español en América, una potencia que había mantenido la hegemonía durante 300 años pero que ahora se está transformando en diversas Repúblicas. El momento es crítico y cada uno de esos pedacitos rojos busca urgentemente la estabilización.

En la América del Norte encontramos una gran placa azul que representa a los recién constituidos Estados Unidos de Norteamérica. Aquí observamos justo el proceso inverso: mientras el Imperio español se fracciona, transformándose, las 13 colonias inglesas originales no solo se federan para constituir una única nación soberana más fuerte, sino que han iniciado una decidida política de expansión territorial y en menos de 100 años han cuadruplicado el tamaño de su suelo patrio, anexionándose buena parte de lo que antes había pertenecido al Virreinato de la Nueva España.

Recordemos que cuando México se independizó, lo hizo en forma de Imperio, no de República. Ese primer Imperio de México incluía California, Texas y Nuevo México. Mientras, los padres fundadores de los EEUU de Norteamérica estaban organizando su tinglado, así que Jefferson escribió a Monroe preguntándole: “¿Deseamos adquirir para nuestra propia confederación, una o más de las provincias de España?” Meses más tarde el propio Jefferson se respondió a sí mismo diciendo: “Confieso que siempre he mirado a Cuba con interés”.

Fijémonos ahora en esta fecha: 7 de noviembre de 1823. Unos meses antes se había disuelto el Imperio Mexicano y ese día se instala el Congreso Constituyente de la Primera República Federal Mexicana. Ese mismo 7 de noviembre de 1823, se reúne el Gabinete de Washington y decide la anexión de Texas y de Cuba. Un mes después, Monroe firma su famosa doctrina de Monroe, que lo que viene a decir es que Europa no meterá las manos en América, esto es, que los problemas de EEUU y de los restos del Imperio español son asunto de los EEUU y de las recién constituidas Repúblicas Hispanoamericanas, y que para nada deben intervenir Inglaterra, Alemania, Francia o Rusia, naciones con voluntad imperialista y lógicamente interesadas en la operación.

Del otro lado del Atlántico, tenemos a Francia, a la que vamos a visualizar como una placa de color verde, una nación empeñada en culminar su proceso de globalización cultural, heredera de su mítica élite ilustrada y condicionada por su frustrada voluntad imperial. Recordemos, además, que hacia 1850 Napoleón III, que defendía una postura conservadora y monárquica, se presentaba al mundo como el mayor defensor de los intereses católicos y que con esa excusa alimentó la idea del panlatinismo.

“América latina”

Vean ustedes esta expresión tan exitosa: “América Latina”, ¿se preguntaban de dónde vino? Los españoles no llamaban a los territorios de su Imperio ultramarino “América Latina”. Entonces, ¿cómo se creó y consolidó en el lenguaje común el término «América Latina»?

Mucho se ha hablado sobre los ideólogos de Napoleón III y más específicamente de Michel Chevalier como el forjador del concepto de América Latina. Se hace referencia a Chevalier por el hecho de que en sus escritos enfatizó la importancia de crear un vínculo común entre todos los pueblos latinos para enfrentar la fuerza superior y dominante de la raza teutónica y protestante: “(Francia) es la depositaría de los destinos de todas las naciones del grupo latino en ambos continentes (…) La Francia combina las inestimables ventajas de una constitución más homogénea y de un temperamento más flexible; su fisonomía es más marcada, y su misión más clara y mejor determinada, y tiene, sobre todo, una sociabilidad más fuerte. Así es que forma la eminencia del grupo latino y es su protectora”.

También francés Benjamín Poucel había hecho un llamamiento a Francia para posesionarse en el continente americano y contrarrestar así el empuje de los Estados Unidos. Para ello acude a la idea de la latinidad, tratando de mostrar que las naciones del Sur del continente tenían mucho más en común con los franceses que con los estadounidenses.

Pero lo cierto es que muchos hispanoamericanos radicados en Francia preferirán sentirse latinos antes que hispanos, entregándose abiertamente a Francia. Así tenemos a Francisco Bilbao Barquín, filósofo revolucionario nacido en Santiago de Chile en 1823. Él, junto con el argentino Sarmiento, proclamaron para el Continente americano el ideal de la ‘desespañolización’ en favor de la introducción de la cultura europea no española. En 1856, Francisco Bilbao pronuncia en París un discurso en el que habla de la América Latina: «tenemos que perpetuar nuestra raza americana y latina». Es posible que el colombiano José María Torres Caicedo, a quien algunos han atribuido el origen de la expresión “América Latina”, estuviera presente en aquella sesión, pues se encontraba entonces en París y, de hecho, será en ese año cuando deje de hablar de «América Española» o simplemente «América» para empezar a decir sistemáticamente “América Latina”.

Un par de años más tarde, en 1858, el Conde de Pozos Dulces, un noble hispanocubano, escribe una carta a Napoleón III bajo el seudónimo «Un homme de la race latine» («Un hombre de la raza latina»). Lo que sugería el malvado conde hispanocubano (recordemos que Cuba todavía era española), es que España estaba decaída y que el sucesor debía ser Francia puesto que todos eran parte de la misma raza latina.

Y aquí insisto en lo que dije al principio: no nos estamos metiendo con los cubanos, sino con este Conde lechuzo. No confundamos las pandillas de politicastros y claraboyas ilustradas con el verdadero país.

Es importante reconocer la importancia de la influencia francesa, pero sobre todo napoleónica, en la elaboración y aceptación internacional de la expresión “América latina”: se buscaba eliminar la idea de una «América Española», otorgando un instrumento de identidad común para enfrentarse al gigante del norte.

De manera que, descrito en trazos muy gruesos, así es como se nos presenta el tablero de juego de esta particular dialéctica de Estados en torno a 1874, fecha en que tiene lugar este primer Congreso Internacional de Americanistas: en rojo los restos del Imperio español, en azul los emergentes EEUU de Norteamérica y en verde, Francia, faro para muchos ideólogos de las recién emancipadas Repúblicas hispanoamericanas.

Congreso Internacional de Americanistas

En el primer congreso, celebrado en Nancy (Francia) en 1875, puede ya percibirse con claridad que la decisión ideológica adoptada por sus impulsores es limitar el americanismo a las épocas precolombinas, borrar del mapa la presencia española, ningunearla o directamente despreciarla. Esto ya se estaba haciendo en las Actas de Independencia de las distintas Repúblicas emancipadas. Así tenemos el Acta de Independencia del I Imperio Mexicano aprobada en 1821 y que dice así: “La Nación Mexicana que, por trescientos años, ni ha tenido voluntad propia, ni libre uso de la voz, sale hoy de la opresión en que ha vivido”. Aquí tenemos ya el mito de los 300 años. Pero, claro, esto obliga a suponer que antes de la llegada de los españoles, ya existía una nación mexicana. Es una estrategia parecida a la del secesionismo catalán que declara que Cataluña ya era nación política en el siglo XII, despropósito acientífico y anticientífico donde los haya, entre otras cosas, porque no hubo naciones políticas hasta la Revolución francesa.

El objetivo del Congreso de París era relativizar la importancia del Descubrimiento, del protagonismo trascendental del Imperio español en América, y para eso había que rebuscar fantásticas relaciones previas con América y presentarlas como resultados de sesudas investigaciones científicas.

Nadie discutió entonces el propio concepto basura de una América antecolombina, una ficción irreal, anacrónica e interesada que, además, buscaba forzar el protagonismo de Cristobal Colón, esa colonmanía que olvida que Colón se murió sin saber que había descubierto un nuevo continente. La idea de América es necesariamente posterior al Descubrimiento, surge de la intervención histórica de España y de Portugal en el Nuevo Mundo, y tras situar cartográficamente en el mapa a esta América.

En este esfuerzo por restar importancia a la empresa española, Paul Gaffarel defendió las supuestas reliquias que los fenicios se habrían olvidado por América. Benedict Groendals reivindicó para los islandeses, y no para daneses, noruegos o normandos, el primer descubrimiento de América. Un tal Foucaux defendió la presencia de budistas en México en el siglo V de nuestra era. Gabriel Gravier habló del establecimiento que habrían tenido los escandinavos en Massachussets a comienzos del siglo XI. John Campbell aseguraba que las razas civilizadas de México y Perú no enlazaban con los semitas, sino con los arios y los indoeuropeos del Viejo Mundo. Hyde Clarke presentó un panorama con pueblos pigmeos entrando por Bering, tribus africanas llegando desde el océano Atlántico, y colonos sumerios desplazados haciendo escala en Australasia y Polinesia.

Por otro lado, ya en el primer congreso, Eugène Beauvois había defendido vestigios de cristianismo en el Nuevo Mundo antes del año 1000. Recordemos, en este punto, que a finales del siglo XVIII José Ignacio Borunda, abogado novohispano aficionado a la historia, había retomado la idea de que Quetzalcóatl era Santo Tomás Apóstol, y que había sido este santo quien había cristianizado en carne mortal las tierras americanas quince siglos antes de ser descubiertas por los españoles. El fraile dominico novohispano José Servando de Mier Noriega y Guerra, predicó estas ideas en un famoso sermón de 1794 argumentando que ya entonces la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe era allí «célebre y adorada por los indios ya cristianos»

Pues hijo, si pescas el turrón, buen provecho.

Este Fray Servando aseguraba, además, que «la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe no está pintada sobre la tilma de Juan Diego, sino sobre la capa de Santo Tomás, Apóstol de este reino», y que era pintura de los principios del siglo primero de la Iglesia. El apóstol Santo Tomás, ante el irredento paganismo de los indios, decidió entonces esconder la imagen de la Virgen. Así permaneció oculta hasta que llegó Hernán Cortés, y se apareció al indio Juan Diego. En esas mismas fechas, se habían encontrado en la Plaza de Armas de México la estatua de Coatlicue y el célebre reloj solar mexicano o Calendario Azteca «por donde conocían diariamente los sacerdotes las horas en que debían hacer sus ceremonias y sacrificios». El calendario fue entonces interpretado como una mera curiosidad astronómica, por lo cual podía ser incorporado rápidamente por la cristiandad y, de hecho, permaneció durante décadas en la Catedral de México. El origen de aquellas piedras tan enormes asombró mucho y se elaboraron increíbles teorías para justificar su presencia tan alejada de las supuestas canteras de donde se extrajeron. La teoría sostenida por Borunda aseguraba que fueron desplazadas a causa de los terribles terremotos que tuvieron lugar por todo el planeta tras la muerte de Jesucristo.

Desde luego, estos señores contaban las cosas con mucha sal.

De este modo tan extravagante y alucinado, trataba de justificarse que América era cristiana desde el mismito siglo I: nada se le debe a España, por tanto, y eso que se dice por ahí de que América le debe la cristiandad es una burda maniobra de los españoles para seguir dominándonos. Ideas parecidas a estas fueron sostenidas en el segundo y tercer Congreso Internacional de Americanistas.

A quien le parezcan extravagantes aquel género de discusiones, que se pase por cualquiera de los templos mormones que los hijos de Utah han expandido por casi todas partes, y podrá comprobar que, ya comenzado el tercer milenio, hay millones de personas que se creen a pies juntillas que Jesucristo, después de haber visitado a sus discípulos del mundo antiguo, se fue de gira por América.

El Congreso Internacional de Americanistas de 1881 se celebró en Madrid. Cesáreo Fernández Duro defendió que las primeras expediciones precolombinas habían sido protagonizadas por vascos. Gervasio Fournier aseguraba que antes habían llegado los egipcios, y Bernardino Martín Mínguez daba también por cosa segura que egipcios y griegos pisaron y habitaron las regiones americanas. Todavía en el Congreso de 1922, Carlos Xavier Paes Barreto, seguía defendiendo la Atlántida y negando que Colón hubiera descubierto América.

Como es natural, en estos congresos de americanistas se trataban también otros asuntos, de geografía, cartografía, arqueología, etnología, folklore, lingüística, que en lo que tenían de descriptivo, técnico y positivo disimulaban mejor las ideologías dominantes.

Un apunte curioso es que los primeros diez congresos se celebraron en Europa y que no fue hasta 1895, 20 años más tarde, cuando el Congreso de Americanistas se celebró por primera vez en América, en México.

Los americanistas siempre quisieron mantenerse en un terreno «científico», al margen de políticas e ideologías (como si eso fuera posible), y por eso preferían quedarse con las reliquias del pasado (del pasado anterior a la invención de América), y preferían hacerlo desde la distancia del gabinete (o sea, desde Europa).

Pero a medida que filólogos, arqueólogos, antropólogos y etnólogos fueron agotando el material bibliográfico preexistente, descubrieron que «nuestros contemporáneos primitivos» estaban ahí, como material vivo, esperando a ser estudiado, así que los americanistas del Congreso de La Plata, Argentina, celebrado en 1932, aconsejaron la creación de reservas de indígenas.

Con esos zoológicos humanos llamados reservas de indígenas, podrían asegurar los sabios científicos su campo de estudio, dispondrían de un terrario bien acotado donde experimentar sobre sus cobayas, para poder así, cada dos años, presentar eruditas comunicaciones que podrían hacerles ganar una cátedra. Pero qué más daba que ya existieran cátedras de lenguas indígenas en las universidades de la América española del siglo XVI. Qué importaba que la Legislación de Indias española considerara a los indígenas como hombres y mujeres libres, propietarios de sus tierras, y no como especímenes de laboratorio.

Tras la liquidación del racismo nazi y el desmantelamiento de sus campos de concentración y de exterminio, las cosas no podían seguir igual, había que disimular un poco lo de las reservas de indígenas. Ya no valía la disculpa del interés para la ciencia, pues también los científicos alemanes habían investigado mucho en Dachau, Buchenwald, Ravensbrück, Auschwitz o Mauthausen.

En 1948, además, la ONU había promulgado su Declaración universal de los derechos humanos, así que las cosas tenían que ir cambiando. Por otro lado, las reservas no funcionaban y los indígenas estaban avocados o bien a desaparecer físicamente o bien a integrarse en la cultura nacional de cada Estado.

No digas estas cosas tan provocativas, zagala, que hasta el caballo de bronce de Felipe III se echa a temblar.

Calla o te endilgo otra perorata contra el supremacismo étnico ¡Vivan los catalanes, muerte al secesionismo!

No, si al final te meten en presidio.

Pueden seguirse a lo largo de los Congresos las recomendaciones y felicitaciones que se hacen los americanistas lingüistas a medida que se van creando cátedras para el estudio de las lenguas americanas, que luego se convertirán en instrumentos no sólo de estudio sino también de reivindicación y aprovechamiento político e ideológico de todo tipo (es muy instructivo seguir el ritmo cronológico de los centenares de traducciones de la Biblia a todas las lenguas y dialectos imaginables, promovidas y financiadas sobre todo por protestantes anglosajones).

¿Qué dirían aquellos pulcros americanistas decimonónicos si pudiesen saber de los multitudinarios Congresos celebrados en las últimas décadas? Quedarían asombrados con la mayoría de sus resoluciones, delicioso material repleto de ideologías absolutamente contradictorias: movimientos de liberación nacional estimulados por la revolución cubana y el guevarismo; disputas entre chinos y soviéticos; dictaduras militares, contra revolucionarias y anticomunistas, auspiciadas por el americanismo tataranieto de Monroe; sectas protestantes creciendo como hongos y liberaciones de raigambre teológica católica, pasando por los radicalismos de salón de intelectuales europeos, particularmente franceses o afrancesados; la constitución de naciones plurinacionales, la exacerbación del elemento étnico y folclórico para reivindicar el derecho de autodeterminación y de los pueblos originarios y , por supuesto, la exaltación de los argumentos negrolegendarios que proyectan sobre el histórico Imperio español todas las culpas del presente, principalmente el exterminio de los indígenas tanto del Norte como del Centro y del Sur del continente americano.

El mundo ha cambiado en esos 150 años: ya no contiene dos mil millones, sino más de siete mil millones de hombres. Ya son residuales las situaciones de dependencia colonial clásica, sustituidas por otras formas de dependencia más sutiles y eficaces. Vino la Segunda Guerra Mundial y sus secuelas: el imperio de la lengua inglesa, la ONU y los derechos humanos, las democracias formales, la recuperación del capitalismo liberal frente a los ensayos nacionalsocialistas y los proyectos comunistas, etc.

América entendida como un absoluto sólo tiene sentido a escala geográfica, pues es muy diferente la América heredera del imperialismo depredador protestante anglosajón, de la América heredera del imperialismo generador católico hispano. Mientras tanto, la República Popular China mantiene centros de estudios «básicos y estratégicos» sobre asuntos americanos. Los chinos, liberados de toda suerte de relativismo moral y cultural, y perfectamente conscientes de las dialécticas que mueven el mundo, se van a llevar todo el pastel como los herederos de la Hispanidad sigamos atontados, demoliendo nuestra historia y practicando filosofías espiritualistas de esas que hablan con las patas de las mesas.

Aquí la tienen, tan contenta ella con su sacerdocio: ¡Así, así, defendamos el santo garbanzo hispánico!

Y hasta aquí este capítulo de “¡Qué m… de país!”. Recuerda que puedes localizarnos en redes sociales y también ayudar en el sostenimiento económico de este proyecto pues les aseguro que obra de romanos es. Nos vemos en el siguiente y recuerda: “Si no conoces a tu enemigo ni a ti mismo, perderás cada batalla”.

Indicaciones bibliográficas



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