El Catoblepas · número 210 · enero-marzo 2025 · página 18

La ética trascendental de Kant como hogar de un nuevo Dios
Darío Martínez Rodríguez
La desmaterialización kantiana de la religión arrastra hacia una idea trascendental absolutamente confusa por abstracta y huérfana de premios y castigos
A. Sobre la crítica de la razón práctica kantiana. Una aproximación, un camino
La razón humana no es únicamente razón teórica, capaz de conocer, sino también razón práctica, capaz de determinar la voluntad. Así, mientras que la razón pura o teórica se centra en la cuestión de “¿qué puedo conocer?” (podríamos entenderla como una fe pagana de corte racional), la razón pura práctica se ocupa de la cuestión “¿qué debo hacer?” (nuevo formato de la idea cristiana de caridad con alcance humano universal, entendido ahora como totalidad atributiva o de partes diferentes que configuran un todo compartido, más allá de la moral entendida como totalidad distributiva y definida como aquel hacer racional que vela por la pervivencia del grupo frente a otros grupos, y de la política asociada inevitablemente con el Estado como entidad colectiva que al igual que una mente «veluti una mens» lucha por su estabilidad, en términos aristotélicos eutaxia), es decir, del campo de la acción moral, de las decisiones y elecciones morales, de los juicios de la forma «S debe ser P» (práctico o de la libertad) ya no de los juicios de las ciencias de la forma «S es P» (ontológico), ya no del universo del discurso de la necesidad sino del universo del discurso práctico con predomino de la libertad en el que tratamos de dilucidar la bondad o maldad de la acción humana, no la verdad o falsedad del conocer teórico humano. Debemos recordar aquí que en la Crítica de la razón de la pura Kant se ocupó de analizar, para delimitar las pretensiones de la razón teórica de trascender la experiencia introduciendo condiciones a priori de la razón especulativa, las Ideas de: Dios, Alma y Mundo (en consonancia con la ontología ordenada de forma sistemática por Wolff) sin correspondencia adecuada en lo real sensible, en lo observado particular o percibido por el sujeto como fenómeno. En la Crítica de la razón práctica, por el contrario, no será cuestionada la razón pura práctica, sino la razón práctica empíricamente condicionada por lo contingente, variable y sensible cuando pretenda determinar por sí sola a la voluntad.
1. El hecho de lo moral
La existencia de la ley moral, de la obligación moral, no necesita ser demostrada o justificada, simplemente se la supone o postula como cierta. Se impone a la conciencia como un hecho de razón, se impone a priori sin acudir a la experiencia, esto es: es un hecho la existencia de la conciencia del deber moral y este hecho implica la libertad moral, a la postre el tribunal supremo de la razón. El verdadero individuo libre y fundamento inexpugnable de todo régimen democrático que se precie será un «ego trascendental» que obrará en conciencia y estará libre de cualquier heteronómica coacción, un librepensador tan abundante como metafísico, un puro intelectual libre de prejuicios, exento de errores. Así, el darse del deber moral sólo se puede explicar si se admite la libertad moral de elección. Deber y libertad (o elección voluntaria no coaccionada por nada ni nadie), por consiguiente, no se los procura el hombre, simplemente los tiene, «están incorporados en su esencia de hombre», son los hechos prácticos en los que se fundamenta la moralidad: «Debes, en consecuencia, puedes», sé autónomo, piensa por ti mismo. Son en definitiva presupuestos por Kant, la razón no puede ir más allá y demostrar análogamente a como lo hace el conocimiento humano en los campos de las ciencias matemáticas y físicas dichos postulados. Ahora bien, la libertad supone la independencia de la voluntad con respecto a la ley natural o ley de la necesidad que rige los fenómenos de la naturaleza y que en la esfera de la moral se traduce en la inviabilidad práctica del mecanismo causal que gobierna en el reino de la determinación. «Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes, cuanto con más frecuencia y aplicación se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí. Ambas cosas no he de buscarlas y como conjeturarlas, cual si estuvieran envueltas en obstáculos, en lo trascendente fuera de mi horizonte; ante mí las veo y las enlazo inmediatamente con la consciencia de mi existencia […] mi invisible yo, en mi personalidad, y me expone en un mundo que tiene verdadera infinidad, pero sólo penetrable por el entendimiento y con el cual me reconozco (y por ende también con todos aquellos mundos visibles) en una conexión universal y necesaria, no sólo contingente como en aquel otro […] la ley moral me descubre una vida independiente de la animalidad y aun de todo el mundo sensible, al menos en cuanto se puede inferir de la determinación conforme a un fin que recibe mi existencia por esa ley que no está limitada a condiciones y límites de esta vida, sino que va a lo infinito», Kant 2002, 197.
Por tanto, conocemos primero la ley moral (el deber) en cuanto «hecho de la razón» y después inferimos de ella la libertad, como su fundamento y condición. Este postulado de la razón práctica funcionará como primer principio coordinador de todo su sistema del hacer con sentido, del ser humano en tanto que moral. Desde él se podrán solucionar de modo universal todos los problemas prácticos, será el principio racional que permitirá la comprensión filosófica y en conciencia de la racionalidad del Universo. Este postulado de la ley moral kantiano funcionará como coordinador de las máximas o «teoremas» prácticos fundamentadores de la vida humana. Y tanto la existencia de la ley moral como de la libertad de la voluntad nos son dadas por la conciencia moral a priori, trascendentalmente, al margen de la experiencia, libre de coacciones.
2. Los principios del orden moral
En la ética kantiana se supone la existencia de una razón pura práctica, de una razón suficiente por sí sola (sin la ayuda de los impulsos sensibles) para mover la voluntad. Sólo en este caso pueden existir principios morales válidos para todos los hombres sin excepción, es decir, leyes morales que tengan un valor universal y que a su vez puedan en el límite ser comunicados al conjunto de la humanidad. Este es el motivo por el cual Kant pretende descubrir cuál es el verdadero imperativo moral o «ley fundamental» de la razón, distinguiéndolo de las demás reglas o máximas subjetivas que determinan la voluntad del obrar.
Kant llama «principios prácticos» a las reglas generales o proposiciones que encierran «una determinación universal de la voluntad, a cuya determinación se subordinan diversas reglas prácticas». Estos principios pueden ser subjetivos o máximas. Por ejemplo, el principio o regla de no aguantar ofensa alguna sin vengarla es una máxima (muy ejercitada en forma de duelos por desencuentros principalmente amorosos entre dos varones por el querer de una dama, los desaires se pagan, los principios del buen caballero son sagrados, inquebrantables, su palabra dada compromete; más tarde el caballero europeo con sus valores de honda tradición protagonizará la conquista del Oeste americano), una regla de obrar subjetiva y coactiva, porque sólo es válida para aquel que la sostiene y no se impone en absoluto a todos los seres humanos como obligación o «deber ser», no es, según Kant, universal sino particular.
Al lado de los subjetivos hay también juicios prácticos objetivos, válidos para todos y a los que Kant denomina imperativos. Expresan, por tanto, la acción y pueden ser de dos clases: hipotéticos o categóricos.
Se trata de imperativos hipotéticos cuando determinan a la voluntad sólo en el caso de que ésta quiera alcanzar determinados objetivos. Se trata de reglas o imperativos que son válidos en la hipótesis de que se quiera tal fin; es decir, una acción es buena cuando es útil, sirve de medio, para la ejecución de un fin, no como acción buena en sí, puesto que «Quien quiere el fin, quiere los medios», como ocurre en el caso siguiente: «Si quieres aprobar el curso debes estudiar». Los imperativos hipotéticos son «preceptos prácticos, pero no leyes», pues la obligación se impone a condición de querer un fin capaz incluso de someter a la auténtica voluntad libre del ser humano. Se subdividen en reglas de habilidad, cuando su objetivo consiste en una finalidad precisa: «Si quieres tener una vejez segura y tranquila debes ir haciéndote un plan de pensiones privado», o en consejos de la prudencia o la sagacidad, cuando se propone metas más generales, entre las que se encuentra la búsqueda de la felicidad: «Procura hacerte querer». Son modelos éticos de filosofía que trabajan con imperativos de este tipo todas las éticas materiales, o sea, todas las éticas anteriores a Kant, desde la aristotélica a la de Hume pasando por las epicúreas, medievales o las modernas de Descartes y Spinoza, recorrido histórico en el que Kant reconoce un progreso ético en el sentido en que va de unas éticas más materiales a unas éticas menos materiales o más formales hasta llegar a la suya; abriendo un paréntesis reflexivo, de forma análoga y llevado al terreno de lo estrictamente estético, desde las artes poiéticas, técnicas, como la escultura y la arquitectura, hacer tan sólido como lapidario, donde el tiempo es puesto entre paréntesis, hasta la música como arte más elevado por desmaterializado y sujeto a la trama del tiempo, procesual, representado. El arte como técnica sin otro fin que perdurar en el tiempo, segrega al sujeto que tritura técnicamente la realidad, la analiza y la explora para darle un nuevo contenido sometiendo a su arbitrariedad las categorías de lo real, para así aspirar a ser divino gracias al encadenamiento atractivo y áureo que nos proponía Platón en su Ion, evitando caer en la sacralidad ingenua del fetiche, y finalmente aspirando a constituirse en arte sustantivo (no adjetivo) homologado académicamente por los transductores oficiales, por aquellos que sabiendo interpretan para otros la obra de arte y la catapultan a la universalidad llevándola más allá de lo inmanente (ontología general en términos del materialismo filosófico), es decir del mundo en marcha, independiente de otros saberes, de otras nematologías, que en palabras de Hegel serían una manifestación menos elevada del espíritu absoluto hacia lo universal y a su vez un paso necesario hacia la filosofía una vez superada (Aufhebund) la religión.
Se trata de imperativos categóricos cuando determinan a la voluntad como voluntad, no con vistas a conseguir un fin o deseo determinado, ni siquiera cuando éste sea la felicidad propia (o una u otra forma material de felicidad. Señalar que en la «Crítica de la razón práctica» Kant trata de la analítica y de la dialéctica trascendental prescindiendo intencionadamente para que se ajuste a su sistema filosófico de la estética trascendental, o lo que es lo mismo, prescindiendo de lo sensible o material y que está sujeto a leyes de la necesidad, no de la libertad). El imperativo categórico no dice «si quieres…debes», sino «obra conforme al deber por deber». Los imperativos categóricos, y sólo ellos, son leyes prácticas que se presentan como una obligación absoluta de validez universal. En conclusión, sólo los imperativos categóricos son leyes morales, que no de derecho, positivas y coactivas en tanto que tienen la capacidad de obligar externamente. Y son leyes morales que obligan a la voluntad a la acción con independencia de las condiciones empíricas o de los móviles del obrar materiales (placer, egoísmo, interés, felicidad, supervivencia, etc.). Se presentan cuando la razón práctica o voluntad no actúa por ninguna inclinación dependiente de las sensaciones, cuando no actúa por interés ni está guiada por la conveniencia, sino que actúa dirigida por los principios necesarios, absolutamente libres, autónomos de la misma razón práctica, o sea: de forma incondicionada. Como, a diferencia de las leyes de la naturaleza, las leyes morales pueden desobedecerse o incumplirse se denominan “imperativos” o “deberes”. Este “deber ser” es principalmente de inspiración roussoniano, del mundo moral del pensador francés como reconoce el mismo Kant. Así, admite junto a Rousseau, que la naturaleza humana esencialmente consta de instinto, pasiones naturales y un “deber ser” de carácter racional universal y propio de la especie humana.
3. El imperativo categórico y sus fórmulas
¿Cómo hallar la verdadera ley moral, es decir, la regla del obrar que implique una necesidad objetiva e incondicional y, por lo tanto, universalmente válida, que obligue a su cumplimiento aún contra las inclinaciones o conveniencias del propio sujeto? Kant procede entonces a la distinción entre materia y forma de la ley, raíz de su formalismo.
El imperativo categórico (la ley moral) no puede consistir en mandar determinadas cosas, por nobles y elevadas que éstas sean. Esto significa que la ley moral no depende del contenido (como si sucede con las leyes del derecho o positivas). Si subordinamos la ley moral a su contenido, caeremos en el empirismo y en el utilitarismo, porque en este caso la voluntad está determinada por los contenidos, según que estos la complazcan o no. En una ley, si prescindimos del contenido, sólo queda su forma. La esencia del imperativo categórico consistirá, pues, en que tenga validez en virtud de la forma de la ley. Por consiguiente, la verdadera ley práctica universal de obrar moral, de acción práctica humana (el imperativo categórico) que contenga el propio fundamento de determinación de la voluntad no ha de tomarse de parte de la materia, que son los objetos de la voluntad, sino de la forma. Por parte de la materia no se encuentran sino objetos de deseo, principios de obrar subjetivos, que determina la voluntad por el placer o la felicidad, por lo irracional. Entonces la voluntad estaría «sometida a una condición empírica». Y descartada la materia, sólo queda la mera fórmula de legislación universal, válida para todos, trascendental.
Tal es la ley moral. Se presenta como un imperativo categórico, pues la forma de las leyes morales es una obligación absoluta, en que la voluntad es determinada a la acción con independencia de las condiciones empíricas o de los móviles del obrar materiales. Las tres fórmulas empleadas por Kant para el imperativo categórico son:
a) «Obra sólo según una ley que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal ».
b) «Obra de tal modo que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la de los demás, siempre como fin, nunca simplemente como medio».
c) «Obra de tal manera que la voluntad de todo ser racional pueda considerarse a sí misma, mediante su máxima, como legisladora universal».
Tenemos, pues, que la ética kantiana es una ética formal, como aparece en la formulación misma del imperativo categórico, y cuyo fin final no es otro que la dignidad humana, el hombre en sí mismo; dicha gracia inteligente nos diferencia de la mera animalidad y así: «La humanidad misma es una dignidad; porque el hombre no puede ser utilizado únicamente como medio por ningún hombre (ni por otros, ni siquiera por sí mismo), sino siempre y a la vez como fin, y en esto consiste precisamente su dignidad (la personalidad), en virtud de la cual se eleva sobre todos los demás seres del mundo que no son hombres y sí que puede utilizarse, por consiguiente, se eleva sobre todas las cosas», Kant 2018, 335. En él no señala Kant, como lo hacen las éticas materiales, una serie de mandatos (“no mentirás”, “no robarás”…) o de valores a cumplir o promover (la veracidad, la honradez, etc.) porque se consideran objetivamente buenos, sino que nos da como regla para saber qué es bueno o qué es malo el preguntarnos simplemente ante cualquier acción: ¿puedes querer que tu máxima se convierta en ley universal?
Y es que, como Kant proclama al inicio de su Fundamentación de la metafísica de las costumbres, lo único bueno en sí es la buena voluntad. «Ni en el mundo ni en general tampoco fuera del mundo, es posible considerar nada que pueda considerarse bueno sin restricción, a no ser sólo una buena voluntad». La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice…es buena sólo por el querer.
Todas las éticas prekantianas se dedicaban a determinar qué era el bien moral y el mal moral, y como consecuencia deducían la ley moral, que prescribe «hacer el bien y evitar el mal». Por ello la moral tradicional era moral objetivista, que establecía antes todos los objetos de obrar buenos y malos como fundamento de las acciones buenas y malas, y de la misma voluntad buena o mala. Pero Kant, con su formalismo, invierte por completo los términos de la cuestión: «El concepto de lo bueno y de lo malo no deben estar determinados antes de la ley moral, sino únicamente después de ésta».
La voluntad se determina inmediatamente por la ley práctica a priori, y «toda acción conforme a esa ley es absolutamente buena y condición suprema de todo bien». Se trata, pues, de llevar la regla de la acción subjetiva (la máxima) a principio de acción universal para reconocer si es moral o no.
4. Moral autónoma
Autonomía es la capacidad de la voluntad de darse a sí misma su propia ley. Todos en tanto que ciudadanos libres deberíamos aspirar a ser «librepensadores», idea ilustrada donde las haya. Lo contrario es la heteronomía, el que la voluntad se determine por algo distinto o fuera de ella misma. Definir la moral kantiana como autónoma equivale a la reiterada afirmación de la propia ley formal de la razón como único determinante del querer, y de la exclusión de todos los otros motivos de obrar materiales, ajenos a la voluntad, como morales. La ley moral no llega al hombre desde fuera, es un hecho de su misma constitución racional. Por tanto, la voluntad humana es en sí misma legisladora bajo la regla de la razón, y no reconoce otro imperativo que venga de fuera y condicione su autodeterminación bajo la ley a priori. Cuando la razón es su propio legislador, cuando la voluntad cumple la ley con respecto a la razón, el hombre es al mismo tiempo el autor y el súbdito de la ley. La voluntad es entonces autónoma.
Las éticas materiales son heterónomas, por cuanto pretenden fundarse en principios externos y ajenos a la razón, como el sistema ético epicúreo (hedonista) que rechaza desde su riguroso pietismo, bien sea que se fundamenten en motivos materiales subjetivos u objetivos (en el sentimiento de placer, en la educación recibida, en la felicidad, en los mandamientos divinos, etc.). Toda heteronomía es, además, servilismo, porque es desconocer la soberanía de la razón. La autonomía es una exigencia de la dignidad del hombre. Este, en cuanto ser racional, tiene un valor absoluto y no condicionado, como se indica en la segunda fórmula del imperativo categórico.
La autonomía de la voluntad racional significa también en Kant independencia de su causalidad libre respecto de la naturaleza sensible y de sus leyes necesarias, que determinan sus impulsos y hacen del hombre un ser heterónomo. Su voluntad autónoma le sustrae de esas leyes naturales y le hace sólo dependiente de su ley racional. Su actividad moral le coloca por ello en el mundo nouménico, por encima del mundo fenoménico al que también el hombre pertenece. ¡Qué lejos la ética de Spinoza!, una ética que tiene como principio geométrico y preciso de su ética nada menos que la necesidad como «conatus», como perseverancia en el ser, el cuidado del cuerpo al ser el único lugar de la vida y estar intrínsecamente unido al yo. Fortaleza sin Dios ya que éste es impersonal y no está dado en acto.
5. Ética del deber
Tan característico como el formalismo es el rigorismo en la ética de Kant. La moral se nos presenta siempre como ley, como imperativo, y el imperativo es categórico, no tolera ningún «si» condicionado, ni consideración alguna con las inclinaciones naturales ni intereses particulares. La ley moral, en la medida en que excluye el influjo de todas las inclinaciones sobre la voluntad, se configura como deber y como obligatoriedad. En un ser perfecto la moral es la ley de la santidad (Heiligkeit). Así, por ejemplo, si hago caridad a un pobre por puro deber, realizo una acción moral; si la hago por compasión (que es un sentimiento extraño al deber) o para mostrarme generoso (por pura vanidad), hago una acción moralmente contaminada e incluso hipócrita. El deber no implica en sí «nada agradable que halague el gusto», sino que exige sumisión a la ley. No se trata tan sólo de hacer lo que se debe, sino de querer hacer lo que se debe. Obrar por respeto a la ley moral que el hombre se da a sí mismo, elevarse por la pura conciencia del deber por encima de los motivos empíricos de satisfacción de los propios gustos e intereses, es exaltar la dignidad de la persona humana y su libertad por encima de todo mecanismo de la naturaleza.
En la ética, y en virtud de la ley moral, el hombre se descubre como ser inteligible y libre; también, en cuanto virtuoso, es digno de felicidad, y virtud y felicidad unidas dan como resultado el supremo bien al que para Kant puede aspirar una persona, lo que le lleva a postular la existencia de un Dios que gracias a su benevolencia con respecto al hombre le concede la posibilidad de la felicidad así como la inmortalidad del alma. Estos son los postulados de la razón práctica: libertad, existencia de Dios e inmortalidad del alma, que, aunque no demostrables para la razón pura especulativa, nos vemos obligados a admitir para explicar la ley moral y su ejercicio, y empero para evitar: el suicidio lógico que se puede encerrar en el todo vale.
En definitiva, que la razón práctica alcanza un pobre bagaje de resultados, sólo con su actividad voluntaria y libre logra fundamentarse autónomamente acudiendo a ilusiones trascendentales. Para los propósitos de Kant, ilusiones necesarias y útiles pero que sobrepasan los límites de la razón teórica, de ahí que no se puedan demostrar ya que las ideas o condiciones a priori de la razón no se corresponden con lo sensible, lo trascienden, yendo más allá de los propósitos internos de la misma y teniendo de este modo que contentarse con postularlos. Por primera vez en la historia de la filosofía la antropología, o el hombre y su conocimiento racional, fundamentan la teología, o a Dios (inversión teológica: el hombre ha alcanzado el conocimiento de mecanismos lógicos de la razón que ni el mismo Dios, con ser omnisciente y omnipotente, puede cambiar; son mecanismos de necesario cumplimiento que obligan incluso al mismo Dios); nace una Filosofía de la religión ajustada en exclusiva al cristianismo, pero tal anorexia argumentativa nos lleva a una Teología natural: Dios es obra (creación) del hombre, y esta afirmación será recogida e incorporada más adelante para su filosofía por Feuerbach. Cabe, a su vez, otra conclusión. Dios, una ilusión trascendental, es el fundamento de nuestra moral, de nuestra razón práctica; Dios no es fundamento teórico, y no lo es porque es una Idea que trasciende lo fenoménico y por tanto sólo será un fundamento práctico que pretende llegar moral y universalmente al corazón del conjunto de la humanidad. Parece que al menos así también lo entendió el ateo óntico Fichte.
B. De la verdad y de la vida desde los pilares de sus obras
(I) En su libro intitulado El mundo como voluntad y representación Schopenhauer advierte al potencial lector que la aproximación a su obra requiere al menos de dos lecturas serenas y comprometidas: «Es natural, pues, que en estas condiciones, para comprender el pensamiento aquí desarrollado, no hay otro recurso que leer dos veces el libro. La primera es verdad, requerirá mucha paciencia, que sólo podrá tener el que crea ciegamente que el principio supone el fin casi tanto como el fin el principio, y asimismo que cada parte supone la siguiente casi tanto como ésta aquélla […] La segunda exigencia es que antes de leer el libro se lea la introducción que no figura en este volumen sino que se publicó cinco años antes, con el título: De la cuádruple raíz del principio de razón suficiente; disertación filosófica», Schopenhauer 2005, 5-6.
De otro modo, entender su pensamiento requiere mucho esfuerzo.
Me aplico el recetario, hago mía su sugerencia y oriento mi interés como lector a la obra maestra de Kant: La crítica de la razón pura. También el de Königsberg nos advierte sobre la obra: «Se lo juzgará mal [el desarrollo del problema de Hume], porque no se lo entiende; no se lo entenderá, porque se estará dispuesto, sí, a hojear el libro, pero no ha leerlo reflexivamente; y no se querrá dedicarle semejante esfuerzo, porque la obra es árida, porque es oscura, porque está reñida con todos los conceptos habituales y porque además es extensa […] Pero la queja se justifica en lo que toca a una cierta oscuridad que procede de la extensión del plan, que es tal, que no permite abarcar bien los puntos principales de los que trata la investigación; allanaré esta dificultad con los presentes Prolegómenos», Kant 2015, 31.
Mi memoria de rocín flaco todo un imperativo. Es su obra más completa y lo es por su sistematicidad. Pocos son los filósofos que alcanzan tal condición. Como heredero de la escolástica y preso de la lógica de Aristóteles, de la geometría de Euclides y de la Física de Newton aborda con detenimiento, entre otras cuestiones, el asunto para nada baladí de la existencia de Dios. Como idea es trascendental. Carece de representación empírica, está fuera del tiempo y del espacio, no es un fenómeno, no hay ningún objeto externo ajeno a nuestra conciencia que sirva de referencia, está fuera de toda experiencia posible.
Los intentos por demostrar su existencia son múltiples. El poder argumentativo de la más excelsa filosofía lo intentó a lo largo de la historia del pensamiento occidental. Kant dice que la única conclusión es una ficción en forma de ilusión trascendental de la razón, ayudada de una imaginación que sintetiza conceptos y prescinde por imposible de los fenómenos. Ficción de la razón natural, no arbitraria, e inherente al ser humano. Tiene, la razón, como objeto el entendimiento, al igual que el entendimiento tiene como objeto lo sensible.
Queda claro que la idea de Dios para Kant nada tiene que ver con un proceso histórico y social, es decir con su origen, su cuerpo y su curso (no es así el caso de Hegel, ni tampoco el de Gustavo Bueno). El politeísmo no es considerado, el judaísmo es un sistema político ya que no ofrece recompensas trascendentales, no hay un cielo como hogar de la vida sin cuerpo, de la inmortalidad del alma, los premios y los castigos son en esta vida, y la religión de Mahoma es una falsa religión al otorgar una vida de bienes materiales en lo trascendental una vez finalizada la existencia corpórea, por otra parte tan común como prescindible dado que al no conceder una auténtica individualidad el entendimiento agente inalterablemente se mantiene intacto en su universalidad; la teoría del alma de Aristóteles en activo, sus consecuencias también, el suicidio justificado y entendido (emic) como virtud. El verdadero ser humano de Kant no es pecador, en cambio si es por naturaleza moral: «Como es sabido, la moral, de acuerdo con nuestro autor, conduce necesariamente a la religión, a una religión racional o natural, cuyo contenido fundamental está al alcance de todo el mundo y que por tanto es susceptible de comunicación universal. En otras palabras, a partir de la experiencia moral podemos regresar hasta Dios como postulado de la razón práctica necesario para que la virtud sea recompensada», López Calle 2004, 81. Deberíamos decir que la de Kant no es una Filosofía de la religión sino más bien una Teología natural tan abstracta como vacía de positivo contenido religioso (de esos asuntos fenoménicos se deberán ocupar los eruditos, los científicos de las religiones; por cierto la única verdadera religión es la cristiana, y la única religión verdadera es la cristiana y protestante por ser moral y estar definitivamente en su progreso hacia Dios desmaterializada, ser más elevada y hacer de sus fieles seguidores más dignos y ajenos al pecado), ya que el hombre con ser racional y moral no puede resultarle agradable a Dios, el ser divino del cristianismo es un precepto moral, espolea hacia el bien, convierte en virtud nuestras acciones, nos anima hacia la felicidad e incluso hacia la santidad (Heiligkeit), pero es tan distante que no merece nuestra piedad y menos nuestras oraciones, volcarnos con el error, con el amor a Dios en espera de algo, es falsa religión, es idolatría o fetichización de lo sacro. Los argumentos a priori propuestos para la demostración de la existencia de Dios son tres: el fisicoteológico, el cosmológico y el ontológico. Puros fuegos de artificio, uso de juicios en forma de silogismos dialécticos, sofísticos, disfrazados de demostración al más puro estilo apodíptico de las matemáticas mejor construidas y capaces de alcanzar verdades en forma de teoremas necesarios, eternos, universales, acrónicos, atópicos, existentes y capaces de segregar de forma concluyente al sujeto gnoseológico y operatorio.
Dios es una idea. Dios es en el fondo una idea humana, una fe santificante y determinante de la acción práctica pura, del deber ser: «Así, pues, es ésta una exigencia en sentido absolutamente necesario y justifica su presuposición, no sólo como hipótesis permitida, sino como postulado en sentido práctico; y una vez reconocido que la ley moral pura obliga a cada cual irremisiblemente como mandato (no como regla de prudencia), puede decir bien el hombre honrado: yo quiero que exista un Dios, quiero que mi existencia en este mundo sea también, fuera del alcance natural, una existencia en un mundo racional puro; quiero, finalmente, que mi duración sea infinita, persisto en ello y no me dejo arrebatar esa fe, pues esto es lo único en que mi interés, no teniendo yo derecho a abandonar nada de él, determina inevitablemente mi juicio, sin tener en cuenta sutilezas, aunque no estoy en situación de contestarles u oponerles otras más especiosas», Kant 2002, 174-175. La ética kantiana es la ética protestante por excelencia, pietista para ser más precisos. El individuo, su conciencia y su fe su púlpito. El fiel ahora será elegido pero ya no es un pecador abierto a una posibilidad que permita expiar su culpa de origen, siendo su deber para con Dios un acto permanente de acciones ascéticas objetivadas y censuradas por la comunidad de acólitos; el trabajo dignificará. El rigor de la fe el látigo que habrá de delimitar la libertad individual, ya no hay espacio ni tiempo para el arrepentimiento, la confesión y purga de los pecados ante Dios vía cuerpo de la Iglesia que a través de la confesión sincera (se supone) permita acceder al cielo de los justos, aunque sea en el último momento y con un pie en la tumba, todo ello pura hipocresía, una lacra por ser el terreno fértil para la mentira particular.
La razón, la crítica a su hacer sin manos, conducida hasta el límite de su imposible praxis humana material. La idea de Dios (junto a la inmortalidad del alma y la libertad) vacía, incognoscible, sin atributos concretos ni positivos, por ser estos sincategoremáticos y por tanto ausentes de parámetros que permitan darle sentido, y además una idea de Dios de honda raíz escolástica: «Conforme a esta necesidad de la Razón práctica, la universal fe religiosa verdadera es: 1) la creencia en Dios como el creador todo poderoso del cielo y la tierra, esto es: moralmente como legislador santo; 2) la creencia en él, el conservador del género humano, como gobernante bondadoso y sostén moral del mismo; 3) la creencia en él, el administrador de sus propias leyes santas, esto es: como juez recto», Kant 2007, 172. A un mismo tiempo idea necesaria para la buena acción práctica, para el fin bueno del conjunto de la humanidad (aquí la tercera de las virtudes teologales: la esperanza). El ateísmo y la virtud inmiscibles. Dos conclusiones:
1.– La razón espoleada hasta su más radical capacidad logra como trofeo un Dios desconocido y absolutamente abstracto. Pobre premio para tan loable virtud humana. La Teología dogmática hecha trizas, vaciada, sólo hay una religión y un solo Dios: el de Lessing.{1}
2.– El fundamento de la ley moral, el principio regulador de la acción práctica pura humana incognoscible por trascendental, o lo que es lo mismo por nouménico. Luego lo que es absolutamente desconocido torna ser nada más y nada menos que el principio que coordina a modo de sistema toda la ética formal kantiana. Un tanto descorazonador. Su mayordomo que lo entendía bien sólo pudo manifestar su silencio con lágrimas. ¿Cómo someterse a un Dios tan imposible y estéril? ¿Tal vez sustituyéndolo por un líder carismático que obre en su nombre?: «Kant -escribe Heine- ha tomado el cielo por asalto, ajusticiando a toda la guarnición. Ahora yacen sin vida los guardias de corps ontológicos, cosmológicos, lógicos y psicoteológicos; la misma divinidad, privada de toda demostración, ha sucumbido; ya no hay misericordia divina, ni bondad paternal, ni recompensa futura para las privaciones actuales; el alma ve cómo su inmortalidad entra en agonía. No se oyen sino estertores y gemidos. Y el viejo Lampe, afligido espectador de semejante catástrofe, deja caer su paraguas; le corren por el rostro gruesas lágrimas y sudor de angustia». Aramayo 2001, 63-64.
El bagaje de todo su sistema es pobre, demasiados límites a la razón, le reprocharán sobre todo los filósofos idealistas alemanes, especialmente Fichte que entiende el «yo pienso» de Kant como un «ego trascendental» si un tú, sin un otros, sin un no-yo. En parte porque toma como principio inexpugnable de su sistema lo desconocido, lo irreal, aquello que para ser no necesita existir; su ateísmo es existencial si lo hemos de entender empíricamente pero no esencial, es óntico pero no ontológico (etic). Dios es ajeno al hombre tanto a nivel gnoseológico como óntico. Ahora bien, dicho vacío no es inalterable, su lugar puede ser ocupado, no desaparece con su aniquilación racional y teórica. A falta de Dios, algún «ego diminuto»{2} puede elevarse y hablar, dada su fe inquebrantable, en su nombre. Dios podrá ser revelándose «humano, demasiado humano», ser esa voluntad universal válida capaz de reconducir la perversidad animal originaria del ser humano. ¿Ese amo o conductor podría ser un Führer?
(II) El uso especulativo de la razón nada nos puede decir de Dios. Es una labor en el fondo ociosa. A nivel teórico ningún resultado es posible. Los límites críticos de la razón, más allá de los dogmáticos y los escépticos, por vía negativa nos informan de la trayectoria que enfanga la reflexión humana en el error. Un esfuerzo inútil, carente de progreso alguno, es la difícil advertencia kantiana sobre el uso seguro, preciso, formal, arquitectónico de la razón. Doblegar la naturaleza errónea de la razón, su soberbia por aspirar a saberlo todo, tarea difícil. Dios y lo que sucederá en forma de vida humana futura una incógnita teórica. No hay experiencia sensible con la que podamos trabajar y resuelva de forma definitiva y concluyente nuestras dudas y expectativas. Sobre asuntos tan trascendentales lo mejor es evitar, poniendo límites a la razón, los errores. Noble tarea.
Ahora bien, ¿nos atrevemos a prescindir de Dios, a suponer que algo pueda suceder y sea entendido desde nuestro presente en marcha como un futuro contingente? ¿Podemos obrar correctamente prescindiendo de las ideas de Dios y de la inmortalidad del alma? ¿Dichas ideas prescriptivas del hacer práctico puro gobernado por la razón son universales y necesarias en lo relativo al «deber ser»? ¿Fuera del reino de la gracia, hoy cultura a 400 euros para efebos en el inicio de la madurez, hay posibilidad de salvación? ¿Podemos satisfacer nuestras inclinaciones y llegar a ser felices?
Kant lo tiene claro. Kant cree firmemente tenerlo claro. Está internamente, conscientemente, convencido de su apuesta por la existencia de Dios y la inmortalidad del alma. No lo conoce, no sabe nada de la inmortalidad del alma, pero ambas puras ideas son necesarias no sólo para obrar libremente sino para aspirar a obrar en favor del bien individual y del bien de la humanidad, bien que se materializará: con la superación de la minoría de edad («sapere aude» que toma sin citarlo de Horacio), con el fin de los ejércitos y con el fin de las guerras (por defecto, de los Estados nación una vez hayan ingresado en la comunidad de naciones; Kant visto como germen de la posmodernidad y la globalización). Por supuesto todo ello al margen de las condiciones económicas y sociales, lo importante es tener buenas ideas, intenciones y voluntades. Pensando bien todo irá encaminado a la ansiada paz perpetua, a la armonía del conjunto de la humanidad; la dialéctica de Estados realmente existentes, la dialéctica de clases, un pin, un adorno, una verdad en marcha superflua, trivial, sin interés; sobre todo para el burgués que él representa y la Prusia de Federico que él ve como ilustrada tras la paz de Westfalia: «Bajo tal mirada esta época nuestra puede ser llamada “época de la Ilustración” o también “el siglo de Federico”», Kant 2007b, 91. ¿Qué pasa con quien no cree en Dios? ¿Qué pasa con quien no cree en la inmortalidad del alma? Desde su firmeza de alcance individual, egoísta, el no creyente, «doctrinal» o en Dios, o «moral» o en la inmortalidad del alma, no es libre. No puede actuar siendo esclavo de la ley moral, es un enfermo patológico que se deja sobornar por los impulsos de la sensibilidad, es una bestia, un animal: «una voluntad que no puede ser más que estimulada a través de los estímulos sensibles, es decir, patológicamente, es una voluntad animal (arbitrum brutum)», Kant 2003, 628. Es un ser dogmático que cree saber cuando sólo puede ofrecer opiniones carentes de certeza y de convicción. El dogmático es un ignorante sofisticado, persuasivo, maestro en la técnica de la oratoria, la gesticulación teatralizada y de la razón epidíctica que permite alagar y vituperar con inteligencia, pero que dándole la espalda a la razón deliberativa se torna en el límite peligroso. ¿Candidato a la eliminación en nombre de una fe inquebrantable en el único Dios verdadero que es adorado a través de una fe inmanente, necesaria, no arbitraria y generadora de vida, de bien? Tal vez, y más si el otro, el dogmático, el que rechaza a Dios y es amoral es visto como infrahumano. Este rechazo a Dios puede ser la fuente inagotable de sentimientos malos, hoy añadiríamos que inhumanos. El sometimiento a la naturaleza un estado de salvajismo, un estar fuera de la ley y por ende fuera de la existencia: «Expliquémoslo detalladamente; un niño nacido fuera del matrimonio no tiene existencia legal. Por lo tanto, no tiene existencia. Dos duelistas que se enfrentan en un campo a pesar de que las leyes prohíben hacerlo, tampoco tienen existencia legal. Por lo tanto, no existen. ¿Recriminaciones? ¿Asombro? Detalles sin importancia. A los ojos de Kant, lo que no existe por la ley, para la ley y en la ley sencillamente no existe en absoluto. ¿Lo real? Una ficción. ¿La idea? La única realidad. El sujeto de derecho dispone de un ser noúmeno que hace posible su ser fenomenológico. Fuera del derecho, no haya nada más», Onfray 2009, 28. La humanidad de Kant no es la de todos los hombres de su época, es la de una parte de ellos; el hombre salvaje, primitivo, es naturaleza, a él no le alcanza la ley, no está protegido por fundamento jurídico alguno, no existe ni tan siquiera como fenómeno; vastos territorios estarán despoblados y a un tiempo, por extraño que nos resulte, habitados por seres con figura humana no sedentarios, los cuales no están sujetos a ley alguna, y sobre los que actuar hasta su erradicación será un trabajo no justiciable. Luego no se hace con él (el indio salvaje y sin derechos) la guerra convencional, entre estados en conflicto y por vía de las armas, es decir de la mano de la más pulida tecnología y con la mejor de las estrategias como cumbre de la razón (v.g. Napoleón, entre otros según Clausewitz), simplemente se le extermina cazándolo, sin conciencia de sí mismo, sin ley positiva y sin Dios moral justificado por una fe pura y formal que le es absolutamente ignorada, el individuo se torna cosa, no abandona su materialidad, es un puro contenido físico, un desgraciado, un ser irracional sin derechos y falto de espíritu, es decir de humanidad.
Kant podría ser el ideólogo perfecto para poner en marcha actos de domino sobre otros y sobre otros territorios, el colonialismo del siglo XIX tal vez esté en deuda con el bueno de Kant. Así las tierras salvajes del Oeste americano estaban desde el inicio de su proceso generador de conquista: despobladas de individuos que a pesar de contar con figura humana no eran propietarios, eran ajenos a la ley, estaban fuera de derecho positivo, entre otras razones por no cultivar la tierra para su sustento. Locke subrayaba: uno sólo puede ser propietario de la tierra si la trabaja, el derecho y con él el nacimiento del Estado irá vinculado a la propiedad del agricultor, pero no así del cazador oportunista y recolector. Luego muchos pueblos, es lógico concluir, vivieron en amplias tierras sin apropiar, es decir en amplios terrenos despoblados. Y nos dirá Tocqueville y como recoge Domenico Losurdo: «Aunque el vasto territorio que se acaba de describir estuviese habitado por numerosas tribus indígenas, se puede decir con justicia que la época de su descubrimiento no era más que un desierto. Los indios lo ocupaban, pero no lo poseían. Por medio de la agricultura es como el hombre se apropia del suelo y los primeros habitantes de América del Norte vivían del producto de la caza», Losurdo 2005, 231. Actuar sobre los diferentes grupos tribales de indios de América del Norte hasta su erradicación será un trabajo legalmente estéril por falta de límites coactivos y morales. No habrá muertos, no habrá verdugos, lo que debería ser una más que justificada leyenda negra se transformará vía épica cinematográfica en leyenda rosa. El mito de westerm un discurso emotivo, ajeno a la verdad, pero profundamente ideológico, educativo, y sobre todo político dado que permite como efecto inmediato una sociedad cohesionada y un Estado a la vez que poderoso eutáxico, empero estable y capaz de perdurar en el tiempo. Platón ya lo supo ver en su República, la utilidad que encierra la propaganda política, la mentira, la imagen de la imagen.
Ahondando en su espectro de rechazo. El catolicismo como una farsa religiosa que apoyándose en lo sensible: imágenes, ceremonias públicas, procesiones, se convierte en ateísmo de diseño. No podemos olvidar, y esto es esencial para este tema, que Cristo, para ser realmente creído en el seno de la religión cristiana, y lograr un triunfo sobre las religiones paganas, heréticas, tan rotundo, tuvo que hacerse carne, materializarse, realizarse como hombre, y divulgar a través de sus apósteles una nueva fe a todos los que quisieran escuchar utilizando las calzadas romanas, es obvio que su mensaje lapidario necesitó de un pedestre terreno de comunicación del mundo hasta entonces conocido. Siendo pura idea cada uno puede creer lo que le venga en gana. Sin Dios (más bien filosófico que religioso) el músculo del relativismo mostrará su esencia, será la vuelta a fases de la religión que se creían superadas, el retorno a la adoración de los animales como «númenes» reales o abstractos, la vuelta al animismo como síntoma de mundialización, de globalización que va más allá de las relaciones humanas, del debilitamiento paulatino de las fronteras nacionales y que además se extenderá a los derechos de los animales linneanos y a la presencia ficticia y con rostro de mito de seres extraterrestres capaces de atraer la atención del gran público y justificar planes de investigación espacial con elevadísimos costes para las arcas de cualquier estado{3}. Los apetitos, los sentimientos, las pasiones, también gobiernan al hombre, pero no sólo eso, también son más poderosos que la razón formal tal y como la entiende Kant: «Estar sometido a las emociones y a las pasiones es siempre una enfermedad del alma, porque ambas excluyen el domino de la razón», Kant 2004, 181-182.{4} Idea de razón tan limitada e inoperante no atiende ni tiene en cuenta un tipo de razón mucho más potente como la derivada de operaciones quirúrgicas, precisas, institucionalizadas, con términos ordenados según relaciones precisas y necesarias, sinectivas, en «symploke» y que necesitan ineludiblemente de manos para unir, separar y entender de forma geométrica las diferentes parcelas de una realidad que es plural, dinámica y heterogénea, segregando a los sujetos operatorios (ciencias), siendo en sus finis operis, en sus resultados, anantrópicas al poder construir verdades (identidades sintéticas) en forma de teoremas coordinados por principios. Insistimos, un presente en marcha en el contexto de una ontología general inagotable, irreductible, límite permanente del saber humano y sin clausurar. Ontología ésta enigmática, y desde la cual no podemos dar cuenta del mundus abspectabilis y menos de sus inconmensurabilidades.
En fin, su teología moral solo nos ofrece dos artículos de fe (v.g. existencia de Dios e inmortalidad del alma) como garantía del obrar puro y libre humano. Quien carece de fe, quien además osa no obedecer al gobernante sabio, en el sentido kantiano y tomando palabras de Lutero en referencia a las revueltas campesinas de su época, ha de sufrir el filo de la espada: «Si piensan que esta respuesta mía es demasiado dura y me acusan de hablar con violencia y de tapar la boca, yo digo que esto es lo justo, pues un rebelde no merece que se le responda con la razón, pues no la acepta. Con el puño hay que contestar a estos bocazas, que eles salte la sangre de las narices. Los campesinos tampoco quisieron escuchar ni se dejaron decir nada, por eso hubo que abrirles las orejas y las cabezas saltaron por los aires; para tal alumno tal palmeta. Quien no quiere escuchar la palabra de Dios por la buenas, escuchará al verdugo con la hoja», Lutero 2008, 106. Y Kant mismo nos dice: «De aquí se sigue, pues, el principio: el soberano en el Estado tiene ante el súbdito sólo derechos y ningún deber (constrictivo). Además, si el órgano del soberano, el gobernante, infringiera también las leyes, por ejemplo, procediera contra la ley de la igualdad en la distribución de las cargar públicas, en lo que afecta a los impuestos, reclutamientos, etc., es lícito al súbdito quejarse de esta injusticia (gravamina), pero no oponer resistencia. […] Contra la suprema autoridad legisladora del Estado no hay, por tanto, resistencia legítima del pueblo; porque sólo la sumisión a su voluntad universalmente legisladora posibilita un estado jurídico; por tanto, no hay ningún derecho de sedición (seditio), aún menos de rebelión (rebellio), ni mucho menos existe el derecho de atentar contra su persona, incluso contra su vida (monarchomachismus sub especie tyrannicidii), como persona individual (monarca), so pretexto de abuso de poder (tyrannis). El menor intento en este sentido es un crimen de alta traición (proditio eminens) y el traidor de esta clase ha de ser castigado, al menos, con la muerte, como alguien que intenta dar muerte a su patria (parricida)», Kant 2018, 150-152.
Espinosa, buen ateo, fuerte, firme, racional, generoso con las demás personas, demostró durante toda su vida ser especialmente virtuoso, cauto y prudente. Defendía la vida con la potencia de la sabiduría de las ideas adecuadas y más útiles. Hagamos suyas las palabras de Severino Boecio en su cautiverio previo a su ejecución: «Nuestro principal destino es no contentar a los peores».
(III) Y Kant logra con creces no satisfacer a los peores al menos a nivel filosófico, otra cosa se podría decir en el ámbito político. Inaugura un sistema idealista trascendental filosófico, esquemático, que para criticarlo, superarlo, se necesita una filosofía sistemática filosófica y materialista que esté a la altura. Exige una potencia crítica (proceso calificador que permite discriminar, distinguir y comparar tal y como nos la define Feijoo, el desengañador de las españas) perfectamente geometrizada.
La labor de agrimensor de la Razón continúa en la obra de Kant. Se ha de delimitar y representar la misma Religión. Es obligación del filósofo evitar los errores inherentes del reflexionar más elevado del ser humano derivados de conceptos del entendimiento dirigidos a la experiencia posible, a lo sensible.
En el terreno de las religiones los malentendidos y las coacciones son habituales. La presencia de eruditos que se transforman por mor de su fe histórica, que no de la verdadera fe religiosa sometida a la ley moral, en dogmáticos muestra la legitimidad que ampara su fanatismo y superstición. En el curso de la historia de la humanidad no es más que el tránsito por el camino del mal hacia el bien santificante. La religión puede ser un arma política que facilita el temor ofreciendo castigos, o salvaciones eternas pensadas empíricamente, sensiblemente. Así el hombre estará ineludiblemente sometido a la arbitrariedad de lo particular y de espaldas al bien supremo; un bien en forma de santidad (Heiligkeit) y de ley moral pura, formal, universal. Este supremo bien teóricamente es desconocido, incomunicable, misterioso (que no enigmático con lo que se impide que cualquier «ego trascendental» en un futuro contingente los pueda conocer), inherente a la razón pura humana y, por supuesto, necesario. Representado como felicidad infinita impulsora de un progreso humano hacia la comunidad o estado civil ético, plasmado en la mejora del nuevo hombre que sólo obedece a las leyes de la virtud.
Kant nos ofrece un Dios al que no podemos amar ni intentar agradar: «No hay en una Religión universal ningún deber particular hacia Dios; pues Dios no puede recibir nada de nosotros; no podemos obrar sobre él ni para él», Kant 2007a, 186. Nota del autor. Una religión pública a la que aspira Kant sin liturgias, sin profesionales de la fe, invisible. Un Dios que hemos de entender como un ser supremo sin atributos antropomórficos positivos. Motor de nuestros impulsos libres sometido (¡él mismo!) a la ley moral. Desconocido, pero desde la Razón pura práctica hemos de creer en él y respetarlo como «legislador santo, gobernante bondadoso y juez recto». Un arquetipo necesario, en ocasiones oscurecido o mal comprendido desde las religiones estatutarias, históricas, no politeístas y menos aún animistas. La inercia de la reflexión kantiana podría llevar a un ontologismo imposible de sistematizar{5}, de coordinar con la realidad en marcha convirtiéndolo así inevitablemente en metafísico. Dicho ontologismo que coloca como primun cognitum a Dios y no al «ego trascendental de Kant» asumido hasta las últimas consecuencias podría ser sospechoso al igual que el formalismo moral de:
1.– Radical. El conocimiento de Dios exige esfuerzo, observación, racionalidad, se puede demostrar su existencia a través de las cinco vías en tanto que el mundo es creado, sí, pero es una labor de creyentes cultivados en la escolástica más rigurosa, no es una cuestión al alcance de todos, no es ni puede ser tan radical. En otras palabras: no es tan fácilmente comunicable al conjunto de la humanidad y menos aún su conocimiento como ser existente.
2.– El ontologismo, como filosofía teológica de la religión y de Dios, y el formalismo moral como teología natural pueden entenderse como el germen capaz de cuestionar la necesidad de transmitir, administrar y conservar la labor de Dios en cuanto ser que nos reveló su verdad, es decir, de cuestionar el protagonismo y la función de la Iglesia, tal y como argumenta en su obra más polémica La religión dentro de los límites de la mera razón. Y esto es así porque si es inmediato, es individual, y si es individual no se necesita de mediación alguna. Todo hombre sabe de la existencia de Dios sin falta de la Iglesia, de la revelación, luego ¿qué papel puede jugar entonces el pecado original como quebranto de la razón? Su individualismo soterrado no armoniza con la Iglesia de Roma, aunque sí con una Iglesia vacía y a la vez colmada de fieles no practicantes como la protestante que Kant ejercita y no sólo representa: «Kant fue un hombre religioso sin religión o, más exactamente, un hombre religioso cerrado a todo lo que hay de más específicamente de religioso en la religión. La causa profunda de esta paradoja reside en su moralismo a ultranza», Colomer 1986, 284.
3.–Vincula original y esencialmente a la religión con Dios, al hombre con Dios vía ley moral. Apuntalan un punto de vista especialmente fértil para los posteriores estudios antropológicos y etnológicos. De este modo es posible constatar que hasta en los pueblos más primitivos una vez reconocidos como humanos existe una idea de Dios, sin falta de revelación escrita, a modo de verdad revelada intuitivamente «como fundamento de la ley moral en mí»; idea presente en las religiones positivas de nuestros primitivos contemporáneos.
Volviendo a nuestro autor. Para el hombre es un ser supremo garante de sentido moral, ser inherente único capaz de evitar el suicidio lógico propio del estado de naturaleza jurídica y ética humanas. El fuste torcido de la humanidad ha de ser enderezado por la luz de la razón arquitectónicamente entendida.
En el recinto delimitado para la religiosidad pura humana solo hay sitio para la nada. Un Dios como idea. Cristo como representante o arquetipo dotado de cuerpo en el relato sagrado, capaz de milagros, histórico, que como persona e impulsor de la fe moral ha de entenderse como un ser puro y desmaterializado. La fe racional no necesita de ninguna verdad externa, de ningún libro sagrado, de ningún documento histórico, se demuestra a sí misma, La Ciudad de Dios de San Agustín en cada una de nuestras conciencias.
Tampoco necesitamos agradar a Dios, no se requiere de una fe para elegidos, de serlo facilitaría la holganza, la desidia, la gracia a distancia (online, remota, diríamos hoy) de un Dios que le corresponde («religio») por su comportamiento de espera (falsa y realmente inoperante fe material «como medio de gracia» hoy comprendido por todos como «cultura circunscrita» inscrita en el inventario de los diversos Ministerios de Cultura nacionales) que ha de entenderse como ocio pasivo que hace desde lo alto y de forma milagrosa aquello que «deberíamos buscar en nosotros mismos».
El creernos agraciados por Dios, a nivel particular y no digamos nada a nivel de individualidad colectica con forma de pueblo unido en torno a un compromiso compartido como nación diferenciada y étnicamente homogénea, puede resultar ser el salvoconducto a la ejecución de acciones presididas por la deshonestidad, la arbitrariedad, la falta de sindéresis, el asco y el menosprecio de la virtud moral libre, autónoma e incondicional. Auparse al podio del privilegio de la conciencia moral permite que las ideas no puedan ser juzgadas, no se plieguen a la legitimidad, no soporten el peso crítico del entendimiento, estén fuera del espacio y del tiempo, y por supuesto no delincan. «La conciencia de que una acción que yo quiero emprender es justa es deber incondicionado. Si una acción es en general justa o injusta, sobre esos juzga el entendimiento, no la conciencia moral. Tampoco es necesario saber de todas las acciones posibles si son justas o injustas. Pero de aquella que yo quiero emprender no sólo he de juzgar y opinar que no es injusta, sino estar cierto de ello, y esta exigencia es un postulado de la conciencia moral, al cual se opone el probabilismo, esto es: el principio de que la mera opinión de que una acción puede bien ser justa es suficiente para emprenderla», Kant 2007a, 224.
En el haber de la Religión racional pura humana: un núcleo etéreo, vacío, pura idea práctica que no teórica y accesible al entendimiento; un curso de la religión en constante progreso hacia lo mejor, del mal al bien supremo, de lo estrictamente natural y sensible a lo incondicional, libre, inteligible y formal del supremo bien a alcanzar en una mera posibilidad futura; un cuerpo desmaterializado para ir hacia el bien y dejar atrás el despotismo de lo arbitrario, particular y sensible, el judaísmo como falsa religión y sistema político amparado en los premios y los castigos. Sin oración, sin palabras, sin textos, aderezado de silencio, con salas de espera a una vida mejor prescindibles, es decir templos a los que acudir en comunidad que no hacen del feligrés una persona mejor, sino que «más bien la adultera y sirve para encubrir a los ojos de los otros e incluso a los suyos propios por medio de un barniz engañoso el mal contenido moral de su intención», Kant 2007a, 240, con un bautismo como ceremonia de iniciación en la fe eclesial que realmente no es ningún «medio de gracia», de mejora de la condición moral humana, y por último con un mecanismo de comunión compartida, de continuidad, de renovación espiritual entre iguales que no es más que un requisito clerical, todo ello, que no es poco, una mera ilusión para la verdadera fe religiosa.
Sin núcleo, sin curso, sin cuerpo la Religión que nos ofrece Kant y con ella su Dios es puro ateísmo. ¡Dios no existe! Dios no se encuentra en la inmanencia del mundo en marcha, sobre Dios el hombre no influye, sus obras son estériles: el hombre con su historia y desde su finitud ni le agrada, ni modifica, ni altera, ya sea para bien o para mal, su voluntad infinita. «Que cuando cumplen sus deberes para con hombres (ellos mismos u otros), justamente por ello ejecutan también mandamientos de Dios, que por lo tanto en todo su hacer y dejar, en cuanto que tiene relación con la moralidad, están constantemente en el servicio de Dios, y que además es absolutamente imposible servir a Dios más de cerca de otro modo (pues los hombres no pueden obrar ni influir sobre otros seres que los del mundo, no sobre Dios), no les entra en la cabeza», Kant 2007a, 129. ¿Con qué Dios acaba entonces Nietzsche para dar paso al superhombre? No con un Dios de la religión, sí con un Dios filosófico que al ser triturado por la piqueta del filósofo de la sospecha tornará en erial toda nuestra tradición reflexiva, y elevará a necesidad para la salvación del nuevo hombre en la nueva era nada más y nada menos que a la mismísima irracionalidad nihilista. Parece que en lo que atañe a este asunto la acusación de impiedad sobre Kant esté más que fundada. La censura y la advertencia de «medidas desagradables por la publicación de su obra La religión dentro de los límites de mera razón» por parte de las autoridades de la Prusia de Federico Guillermo II son consecuentes con el sentir compartido de la sociedad de la época. Por cierto, de diagnóstico acertado. Habían entendido perfectamente el contenido de sus reflexiones sobre la religión.
(IV) En las postrimerías, una de sus últimas obras impresas en vida del autor. De difícil lectura, poco atractiva: La metafísica de las costumbres. La obra más atrevida y visceral en defensa de la pena de muerte. Hoy sería objeto de censura. Una sombra alargada en la filosofía del humanista prusiano. Su vejez no le permitía explicar con soltura su saber práctico y racional y tampoco le permite darle un mínimo halo de belleza. Con todo la inercia de su pensar continúa.
Dios está en horas bajas. El repliegue de la religión es inminente. Demasiadas calamidades a sus espaldas. Un sinfín de guerras en su nombre. La animadversión hacia un monoteísmo venido a menos es explícita. La tolerancia religiosa es una virtud ilustrada pero lo es en tanto que encierra a la religión en lo meramente privado, concavidad impenetrable y acorazada por el silencio. Las ciencias modernas se aúpan a la cúspide de la república del saber.
Creemos que Kant le da su golpe de gracia (estos son muchos, otros autores se merecerán la titularidad de dicha acción). El dogma ya no se puede explicar. La revelación sapiencial ya nunca más podrá ser dogma. Será el germen de la hermenéutica inaugurada por Schleiermacher, exégesis inacabada que desde el pasado podrá dar cuenta del presente en marcha. El peso de las culpas, el ascetismo voluntario, la expiación de males autoimpuestos y seguidos de mandatos divinos, ya no son virtud. Son desacatos contra la ley moral humana que ha de luchar voluntaria y libremente contra los obstáculos fenoménicos, empíricos y hedonistas proporcionados por su naturaleza inmanente y animal. Su patología es consustancial, su fuste torcido no le abandonará, tampoco en épocas de ilustración como la suya. La ética es una lucha permanente contra los afectos. La prudencia por no ser nouménica una virtud dudosa.
Aquí quería llegar, a la ética kantiana. ¿Qué queda de Dios en ella? Nada. Nos dice el ya anciano filósofo ilustrado y alemán que escribe en alemán y especialmente para alemanes que quieren discernir la verdad y el bien obrar en el ámbito académico, como artistas de la razón consciente y premeditadamente ausentes de las tertulias de los salones de té del momento: «De aquí se desprende que en la ética, como filosofía pura práctica de la legislación interna, sólo sean concebibles para nosotros las relaciones morales del hombre con el hombre: pero qué tipo de relación existe más allá de esto entre Dios y el hombre es algo que sobrepasa sus límites por completo y nos resulta verdaderamente inconcebible: con lo cual se confirma lo que antes se afirmó: que la ética no puede ampliarse más allá de los límites de los deberes recíprocos de los hombres», Kant 2018, 370-371.
Luego en las disputas legales entre hombres ampararse en la necesidad de jurar para que el legislativo puede acceder al desvelamiento voluntario y obediente por parte del declarante de la verdad en nombre de una voluntad infinita y que obliga por ser su capacidad de castigo transcendente, es en palabras de Kant, un mecanismo por el cual: «el juez lesiona a aquél a quien obliga a prestar juramento», entre otras razones porque se opone a la voluntad libre que ha de obedecer a la ley moral en uno mismo. Jurar en nombre de Dios para ser veraz en las declaraciones, ser fiel en las promesas, comprometerse con lo prometido en nombre de una voluntad ajena al sujeto de la acción no es otra cosa que mera creencia, en otras palabras: una superstición. Abiertamente es el momento de decir que esta nesciencia (Teología), este saber fatuo e incapaz de reconocer que no puede demostrar la existencia de Dios, es un síntoma inequívoco de una religión venida a menos. Pretender jurídicamente más veracidad y compromiso en lo que se sabe no es más que una coartada perversa. ¡Elimínese! Que tome las riendas de la sociedad civil, amparado por una ética civil, el nuevo hombre que en su persona representa a la humanidad en su universalidad.
En fin, Dios es barrido de la vida civil y así ya nos recordaba Hegel: «el ser (Dios en este caso) al margen del ente, es nada». El siglo XIX seguirá arremetiendo contra él, pero ya no será un Dios con el que el hombre mantenga una mínima relación, será un Dios entendido como mera ilusión, garante último de un sistema que sin él el edificio del saber y del hacer quedaría dañado en su geométrica estructura arquitectónica. Pero el edificio de Kant coloca como fundamento de su pensar no a Dios sino al hombre que lo parió como idea.
Más tarde. El juramento ya no será ante Dios sino ante el líder carismático de turno. Ahora el juramento será público, masivo, en nombre de otras realidades, ficticias, fanatizadas, fuertes, perversas, pero que obliga una vez realizado a cumplir obedeciendo, a «deber por deber». En ese margen de actuación práctica estará ausente la razón, no habrá espacio para sindéresis alguna, no se discutirá lo que está bien o mal. Ahora en el seno de cualquier sistema político ya no habrá hombres que puedan obrar injustamente, habrá funcionarios que obrarán fielmente, funcionarios cuya razón privada les obligará a ser escrupulosamente legales: «Por uso público de la propia razón entiendo aquel que cualquiera puede hacer, como alguien docto, ante todo ese público que configura el universo de los lectores. Denomino uso privado al que cabe hacer de la propia razón en una determinada función o puesto civil, que se le haya confiado. En algunos asuntos encaminados al interés de la comunidad se hace necesario un cierto automatismo, merced al cual ciertos miembros de la comunidad tienen que comportarse pasivamente para verse orientados por el gobierno hacia fines públicos mediante una unanimidad artificial o, cuando menos, para que no perturben la consecución de tales metas. Desde luego, aquí no cabe razonar, sino que uno ha de obedecer», Kant, 2007b, 86.
¡Obedece no razones! Siglo XX. Mejor no olvidarlo, conocerlo, para entenderlo como lo que fue: una barbarie colectiva, no un mero relato del tercer mundo semántico entre tantos otros como nos pintan desde las cada vez más masivas filas posmodernas.
(V) Una vez triturado Dios, al menos en el sentido religioso, y concretamente en tanto que voluntad infinita incognoscible e infinita. No es racional adorar a quien no muestra ningún tipo de relación con el hombre. Es un hacer sin sentido, ineficaz, supersticioso…hoy simplemente despreciable. Así la religión, sobre todo aquí y en concreto la católica, será vista desde el punto de vista del incrédulo que no quiere ser crédulo, y ya no será analizada en profundidad, no se sabrá de su esencia, ni de su curso, ni de su cuerpo. El no saber del que rechaza la religión no evita eludir el mismo plano de valoración sujeto a la creencia, no puede distanciarse críticamente por no acudir al auxilio de la razón. La brocha gorda no permite matices. Se suspende el juicio, manda el agnosticismo. El supersticioso espacio ocupado por Dios es sustituido por el supersticioso espacio del «ego trascendental». Ahora trituramos la idea de Dios con gnomos, con credos de otras tradiciones o con religiones que creíamos superadas. Remplazamos una ficción por otras más emotivas y fáciles de asumir.
El problema filosófico más acuciante mutará y se transformará en el «ego trascendental» capaz de desplazar a Dios. Es un ego autónomo, diminuto, se supone que libre si se le deja actuar sin coacciones, si obedece voluntariamente, conscientemente, a la ley moral dada en todo ser humano en tanto que ser universal y en nombre de la humanidad. Dios ya no es una prioridad el formalismo moral en uno mismo. El artista de la razón ha de saber ¿qué es el hombre? Se acopiará en exclusiva de toda disputa sobre el saber más elevado en la inaugurada república del saber.
Aristóteles fue acusado de impío por decir a los suyos, a los que modestamente quisieran escuchar para entender y aspirar a saber, que Dios era un imposible, un ser autoconsciente, pensamiento puro de sí mismo por ser absolutamente perfecto; un Dios a una distancia infinita del hombre, despreocupado como un joven adolescente, del mundo que le rodea, incluido el hombre con sus vicisitudes y miserias. Ahora será Kant el impío de la modernidad. La razón humana será limitada pero elevada a la categoría de la posibilidad de dar cuenta del sinsentido de un ser como Dios.
El nuevo «ego trascendental» tendrá como facultades del conocer, del apetecer y del sentir estético (placer y dolor) a priori el entendimiento, la razón, y el juicio cuya correspondencia será la verdad (verum), la bondad (bonum) y la belleza (pulchrum) «según su unidad sistemática: Tabla de las facultades superiores del alma», Kant, 1977, 97-98. Con ellas ya no necesitará sacrificar su tiempo en rezarle a Dios.{6} Ahora podrá, aún de forma incipiente, embrionaria, débil si se quiere y sin comprometernos para nada con la posmodernidad, comprar libremente y de forma recurrente, e incluso votar libremente y de forma periódica. Estas dos operaciones trascendentales son la seña de identidad de la modernidad tras Kant; bien es verdad que su entusiasmo por la democracia fue nulo, incluso un atolladero insalvable para una buena constitución civil republicana, simplemente era a ojos de Kant una forma de gobierno degenerada por ser en el límite de todos los ciudadanos (siguiendo la lógica política de Aristóteles, ni de uno, ni de algunos), y por lo tanto contradictoria por despótica, por ser una forma que por sí sola interrumpiría el devenir de la humanidad hacia la ansiada paz perpetua. Donde todos quieren ser soberanos es imposible la república. Y es cierto también que el votar era censitario, no era un votar dispuesto para su materialización libre por parte de las mujeres o de los no adinerados. Había que esperar. La primera ola se puso en marcha en el siglo XIX y se consolidó en el tumultuoso siglo XX. El feminismo incipiente (v.g. Wallstonecraft) y los movimientos obreros, de masas, tendrán su protagonismo.
Dios tuvo sus momentos de gloria. Fue adorado y temido. Ahora son otros los tiempos. El «ego trascendental», diminuto, esférico, autónomo, que se supone libre y responsable no necesita de ataduras, de coacciones. No requiere del sueldo de nadie, no trabaja asalariadamente para un jefe. En la actualidad es el nuevo emprendedor, sin límites a su inquietud innata por ser mejor y ganar. Sin límites el hombre intentará abrazar la divinidad. El líder carismático una nueva encarnación. El emprendedor, el que es capaz de hacerse a sí mismo, siguiendo su razón, su voluntad, su entendimiento, sin imposiciones en forma de imperativos hipotéticos que dirijan su día a día. Un ser sólo, ontológicamente puro, núcleo de la nueva época ilustrada gobernada por leyes invisibles de carácter económico que vinculará en perfecta armonía a unos sujetos con otros.
La divisa kantiana será la moneda de curso corriente. La mostrará como universal, pero en la superficie de la cara de su anverso está moldeado el sello político de quien manda: su rey. Obedécete a ti mismo, la razón está de tu lado. El individuo se atomiza. Sus valoraciones, sus inquietudes, un hacer reflexivo espontáneo. A un paso del “hago lo que me dé la gana” porque lo deseo, lo quiero y brota de mi ser libre e independiente. Siempre que uno no sea funcionario del Estado, en ese caso toca obedecer, sin preguntas, ciegamente. Una idea, la del individuo absolutamente libre, fuerza mito, para nada iluminadora, oscura, confusa e intratable por ser aceptada por la mayoría debidamente preparada, ideologizada, y capaz de asumir que la falta de éxito no es otra cosa que una falta de fe en sí mismo, manifestación de la voluntad divina en forma de castigo a quien primero privilegió con el mejor de los mundos y de los momentos posibles (ilustrados).
Así pues, la idiotez no deja de lado a Dios, lo asume como propio y se reencarna. El Dios liquidado se multiplica. Todo dios lo asume. Los gustos de cada uno se adjudican como únicos, ajenos a manipulaciones, a intereses múltiples y desconocidos. Es cierto que los gustos se eligen pero no son originales, son propuestos para ser asumidos creyendo que son digeridos y seleccionados por una voluntad inquebrantable. Menudo barullo.
Prueba. La comunidad del Dios cristiano vacía o con pocos feligreses, en horas bajas. La comunidad kantiana, la nueva iglesia laica abarrotada. La ética sin límites y parida por un «ego diminuto» consagrado a la mayor gloria de los nuevos tiempos no es capaz de responder a una tesitura en la que el interés general depende del hacer de cada uno. Desgraciadamente los afectos mandan. Sin coacciones, sin limitaciones externas que obliguen, el interés general no llega. La eficacia individual e ilimitada fracasa. Kant contra las cuerdas. Liquidó al Dios de la religión cristiana pero en su vacío no dominó la razón. Hoy seguimos insistiendo en el mismo error.
La fe protestante se transformó en razón, pero con todo quien supera las pruebas ante las que la vida nos enfrenta, proclama para que todos lo escuchen que Dios le ha bendecido. Trump, al menos en su primer mandato, nos mostró una ética protestante al uso. Su deber fue un deber sin coacciones. Elegido por el pueblo elegido, quiso legítimamente continuar. La razón su fe y por voto popular del pueblo de los Estados Unidos a las puertas de su futuro segundo mandato como presidente.
Por tanto, desprendidos de Dios hemos de esforzarnos por remplazarlo por un sistema racional con el cual ser capaces de construir, en tanto que sujetos corpóreos (con cerebro y manos), una nueva realidad crítica que limite nuestras pretensiones y triture nuestros errores.
(VI) Nos fijamos en lo superficial, pero si uno quiere enseñar a nadar ha de centrase en los movimientos mecánicos ejercidos bajo el agua por el aspirante a caminante en lo fluido. En el exterior el movimiento es de descanso, en el interior de desgaste de uno mismo y de impulso.
Lo sensible y superficial está desordenado, es caótico, heterogéneo, inabarcable, infinito. La arquitectura de nuestro saber representa lo sensible a través de conceptos vacíos que sin la experiencia no nos dicen nada, no aportan conocimiento y no añaden información. El juicio determinante ha de huir de la causa última, del «en sí». El conocimiento humano racional y del entendimiento es «en mí»: el espacio y el tiempo son intuiciones puras de lo sensible «en mí», absolutas, y no «en Dios» como concluye Newton en su filosofía de la naturaleza («sensorium Dei»). Las categorías del entendimiento que logran representar el movimiento como modalidad son las de posibilidad, existencia y necesidad. Fichte dará un paso más dirigiéndose hacia un ateísmo ontológico parcial en el que Dios queda anulado, sin presencia, sin voluntad, como demiurgo o agente causal imposible e innecesario; en el reino de la naturaleza y de la necesidad el Dios personal es un sinsentido, su sometimiento a la razón anula su voluntad, sus deseos, ya no puede hacer milagros, sería un Dios mutilado, e inoperante ya que el mundo ha dejado de ser creado. Su ateísmo será condenado, su expulsión de la universidad de Berlín del que fuera pastor de gansos una consecuencia lógica del momento. La confusión de su obra con la de Kant un episodio histórico acreditado. Pero dejemos al padre del nacionalismo romántico.
Dios sobrevivirá, en un estado de mínimos, asistido, parido por la razón práctica y pura humana. Ahora será garante, creador y gobernador del mundo moral. El juicio reflexivo necesita de él. Sin él, el triunfo del odioso irracionalismo. Es un primer principio regulativo y prescriptivo del deber. Trascendental y cuya existencia ha de entenderse como posibilidad, no como ser sensible, material, y con existencia aprehensible desde la razón teórica. Este Dios es absolutamente necesario por no contradictorio, es posibilidad para la razón práctica, siguiendo su ley moral el supremo bien, en cuanto actividad humana, ha de poder realizarse como fin final universal o felicidad. Si no hay Dios, ni tampoco posibilidad de una vida futura como modo del ser que no afecta al presente, pero que puede ser moldeado causalmente o virtualmente proyectado por el deber práctico humano dirigido por la ley moral hacia el bien, entonces: «El engaño, la violencia y la envidia andarán siempre a su alrededor, aunque él mismo sea recto, pacífico y benévolo [Kant hace explícita su referencia a Espinosa, el cual niega que haya Dios y vida futura, aunque sea un hombre por todos reconocido como recto. Su ateísmo global y ontológico, su rechazo de la existencia de un Dios personal por contradictorio, por no poder ser perfecto y con voluntad o deseo de lo que no es a un mismo tiempo, es decir un actualismo que racionalmente renuncia al conocimiento de los futuros contingentes o humanos, lo que no significa que renuncie a poder pergeñar necesarios futuros en forma de leyes impersonales capaces de prever lo que está por llegar virtualmente]. Y los otros hombres justos que él encuentra además y fuera de sí mismo estarán, sin embargo, sin que se considere cuán dignos son de ser felices sometidos por la naturaleza, que no se preocupa de eso, a todos los males de la miseria, de las enfermedades, de una muerte prematura, exactamente como los de más animales de la tierra, y lo seguirán estando hasta que la tierra profunda los albergue a todos (rectos o no, que eso, aquí, es igual) y los vuelva a sumir a ellos, que podían creer ser el fin final de la creación, en el abismo del caos informe de la materia de donde fueron sacados», Kant 1977: 370-371. El añadido entre corchetes es nuestro.{7}
Un fenomenología sin sujeto reflexivo, vacía de cualquier tipo de razón operatoria, en brazos de la amorfa realidad material transformaría al hombre en ser natural, físico, sin libertad y sometido al imperio inexpugnable de la necesidad. Condenado al fatalismo de un destino impersonal el mal, sin el bien, no sería racionalmente asimilado. El hombre sin Dios, sin futuro al que dirigir lo mejor, se hallaría engullido por la arbitrariedad de la naturaleza.
En definitiva el Dios de Kant presupone (y no es poco, y sin olvidar que su existencia es indemostrable teóricamente), en tanto que creador y gobernador de lo que es y debe ser, que el hombre pueda ser voluntariamente soberano y racional, y a la vez posibilita que éste pueda ser universalmente feliz. Por tanto, una vez acotada la presencia imprescindible como idea de la razón práctica de Dios, como idea ficción inexistente (habría que demostrarlo y eso es imposible desde el entendimiento por falta de contenido sensible) más débil que si se diera como fenómeno, puede influir en la realidad, codeterminar el futuro de cara a un fin final hacia lo mejor, el bien para el conjunto de la humanidad y la paz perpetua como fin de la guerras entre los estados. «Los ejércitos permanentes (miles perpetuus) deben desaparecer totalmente con el tiempo. Pues suponen una amenaza para otros estados con su disposición a aparecer siempre preparados para ella», Kant 2008, 7, puede dicha ficción única y divina tener efectos causales en el presente en marcha, incluso puede ser decisiva en el ámbito de las relaciones humanas. Kant nos dirá en lo relativo a la relación del hombre con el hombre y guiado por su voluntad:
1.– Toda actuación práctica humana exige un deber.
2.– El deber por el deber ha de ser absolutamente responsable, no ha de haber excepciones, ha de ser una ley moral universal (de toda la humanidad, pero surge una duda: ¿qué es la humanidad, un totalidad atributiva y por tanto vista como naturaleza biológica -en el límite animal y accesible desde la etología y antropología- , o una totalidad distributiva y por lo tanto vista como una realidad en conflicto permanente entre Estados y clases, políticamente diferente, particular y armada de leyes morales que pretenden ser civilizadoras y por ello para ser prácticas, eficaces, acuden a la potencia de la fuerza para hacerse, vía guerra, con la paz de la victoria?).
3.– Dicha responsabilidad ha de responder a la voluntad libre, autónoma, del individuo (¿sólo una voluntad y compartida por todos los seres humanos? ¿Y si no es el caso, al otro se le ha de convencer para que la asuma o eliminar por salvaje?), formalmente entendida, sin contenido material, como deber «en mí» e incondicional; ahora, por tanto, el individuo siendo esclavo de la ley moral, superando la «minoría de edad», estará en condiciones de postular el bien de sus acciones.
La razón de la nueva Teología natural de Kant ya no tendrá bridas que la dirijan a buen puerto. La ética vacía por la presencia no fiel de un Dios imposible y desconocido será rellenada por Nietzsche, nos ofrecerá la muerte de un Dios que ya no existía (al menos en los límites acotados de lo óntico) y una ética que hará corresponder al bien la fuerza y al mal la debilidad, una ética tan universal como científica y biológica; el hombre como totalidad atributiva camino de lo animal o el animal camino de lo humano y habilitado, por nuestra voluntad más poderosa y dominadora, a trascender la cosa a través de la idea de persona. Se elevan ellos a nosotros, nos degradamos nosotros a ellos, una reciprocidad un tanto perversa parece.
Bibliografía
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Onfray, Michel (2009). El sueño de Eichmann. Un kantiano entre los nazis. Barcelona. Gedisa.
Schopenhauer. Arthur (2005). El mundo como voluntad y representación. Ciudad de México. Porrúa.
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{1} «Sin embargo, mediado ya el siglo XX, y sin duda ante el avance del deísmo (como religión natural hipotética correspondiente a la teología natural ontológica), del agnosticismo, del ateísmo, y sobre todo, de la impiedad militante (de la asebeia o irreligión), algunos teólogos liberales o ecumenistas, acaso inspirados por un lema implícito («Sacerdotes de todos los países, uníos»), y principalmente los cristianos, sugirieron la interpretación de la alegoría de Lessing en un sentido que permitiera salvar al menos lo que de común pueden tener las tres religiones, aquello que estaría siendo aniquilado por deístas, agnósticos y ateos, a saber, la creencia en Dios, en el Dios existente y providencial del monoteísmo terciario, ontológico y preambular. El Padre, que entregó los tres anillos de oro a sus teres hijos, como prenda de su salvación, será Dios mismo, y no el Hombre ilustrado. Un Dios cuya unicidad real obligaría sin embargo a los cristianos a poner en segundo plano el dogma de la Santísima Trinidad y aun el dogma de la Divinidad de Jesús, al margen del cual el cristianismo se reduce, lisa y llanamente, al arrianismo» Bueno, Gustavo (2007). La fe del ateo, pág. 354. Temas de Hoy. Madrid.
{2} «Egos individuales ocupados, de modo narcisista, en sus intereses vegetativos, en sus negocios, sentimientos, éxitos o fracasos más “prosaicos”» Bueno, Gustavo (2017). El ego trascendental, pág. 34. Pentalfa. Oviedo
{3} Bueno, Gustavo. Extraído de Mundialización y globalización.
{4} Ser sabio, en el sentido espinosista del término, no sólo es exigente, dado que uno debe conocer, para serlo, a Dios, a las cosas con arreglo a una necesidad y conocerse así mismo, es además una tarea, una hacer reflexivo sobre las esencias necesarias de Dios y en Dios. Por cierto, una labor ardua. “Y arduo, ciertamente, debe ser lo que tan raramente se encuentra. En efecto: si la salvación estuviera al alcance de la mano y pudiera conseguirse sin gran trabajo, ¿cómo podría suceder que casi todos la desdeñen? Pero todo lo excelso es tan difícil como raro”. Espinosa, Baruch de. Ética demostrada según el orden geométrico pág. 366. Destacamos aquí su desprecio por el vulgo, podríamos pensar en el vulgo que imparte justicia dominado por las pasiones y se convierte en una masa engreída cuyo comportamiento parece el de un único ser colectivo poseído, un ser único que podría entenderse al modo de un energúmeno capaz de acabar por capricho con la vida de otros (v.g. los hermanos de Witt).
Hoy una felicidad menos exigente, más popular e incluso democrática, podría ser la que recae sobre un individuo flotante, postmoderno, vacío de buenas y útiles ideas y que se conforma con sus dosis de consumo efímero en forma de chispa de la vida. Sin embargo, no podemos olvidar que está más expuesto a la tristeza en forma de angustia y depresión, entre otras cosas por su baja potencia a la hora de intentar ser más, y por su fiel compromiso con el fin de la historia. Vivimos en Occidente, en el seno de un sistema productivo de naturaleza liberal y en un sistema democrático con sus variantes nacionales, en este contexto se le deja al individuo la responsabilidad de ser feliz, pero también la responsabilidad última de no lograrlo. En fin y ejerciendo nuestra disconformidad con Kant, las pasiones son más comunes y poderosas por numerosas y potentes (reales) que la razón ejercida por el sabio que forma parte de los menos.
{5} Véase Bueno, Gustavo (1989). Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión, págs. 15-17. Mondadori. Madrid.
{6} Este fenómeno no es nuevo. Ya Aristóteles nos decía en la Moral a Nicómaco:“Esto puede observarse sin dificultad en los casos en que existe entre los individuos una gran distancia en cuanto a virtud, vicio, riqueza o cualquiera otra cosa; entonces cesan de ser amigos y no se creen capaces de serlo. Donde aparece de una manera patente es respecto a los dioses, puesto que tienen una superioridad infinita en toda especie de bienes. Algo semejante puede verse respecto a los reyes. Se está tan por bajo de ellos respecto a riqueza, que se hace imposible la amistad con los mismos, a la manera que los que no tienen ningún mérito no conciben que puedan ellos llegar a ser amigos de los hombres más eminentes y más sabios”. Extraído de filosofia.org/cla/ari/azc01223.htm. Traducción de Patricio de Azcárate.
{7} Son interesantes los capítulos que Kant dedica expresamente a la demostración moral de la existencia de Dios y a su imposibilidad física en el Apéndice de su Crítica del juicio, capítulos 85-88. Podemos leer: «Por consiguiente, tenemos que admitir una causa moral del mundo (un creador del mundo) para proponernos un fin final conformemente a la ley moral, y tan necesario como es ese fin, así de necesario es admitir lo primero (es decir, que lo es en el mismo grado y por el mismo motivo), a saber, que hay un Dios.», Kant 1977, 368). E insiste en una nota añadida que este argumento moral, que no físico, entendido como la negación misma de las cinco vías de Santo Tomás como causas acreditativas de la existencia de Dios para poner por caso, «no debe proporcionar prueba alguna objetivamente valedera de la existencia de Dios».