El Catoblepas · número 210 · enero-marzo 2025 · página 14

El poder del cuerpo y el cuerpo del poder
Manuel Vidal Estévez
Baruch Spinoza / Gustavo Bueno
Baruch Spinoza (1632-1677) es un filósofo que apenas conocerlo se nos impone como particularmente sugestivo. A poco que uno se asome a textos o reflexiones de índole filosófica en el presente, se le encuentra citado por doquier, a menudo se alude a él con verdadera admiración, cuando no simplemente con auténtica veneración, y no son pocos quienes le consideran una fuente bastante más que provechosa de sugerencias éticas y políticas.
Ciertamente que ya Hegel lo consideró uno de los más grandes, sin olvidar que también Herder, Heine, Goethe o Schelling, lo apreciaron, tal y como nos lo recuerda Frederick Copleston (Copleston, 1996, págs. 194-248). Pero ya en nuestro tiempo, sobre todo en las últimas décadas, a partir de los años sesenta más o menos, cuando su figura y obra parece adquirir mayor vitalidad. Bertrand Russell (1872-1970), por ejemplo, lo considera “el más noble y el más amable de los grandes filósofos,” (Russell, 1995, pág.187). Alguien tan distinto a éste como Louis Althusser (1918-1990) lo distingue, en El porvenir es largo, la autobiografía que redactó cuando pudo sobreponerse al padecimiento que le supuso su conocida tragedia personal, “como un jalón inexcusable, junto a Maquiavelo y Rousseau, de su itinerario hacia la desembocadura en Marx” (Althusser, 1992, pág. 289), y como un filósofo que le atrajo como ningún otro “por su rechazo del papel fundador de la subjetividad cartesiana del cogito, para contentarse con escribir, como un hecho: el hombre piensa, sin sacar ninguna consecuencia trascendental” (Althusser, 1992, págs. 290-291). Gilles Deleuze (1925-1995), a su vez, englobó su pensamiento bajo el estimulante epígrafe de “una filosofía práctica”, dedicándole no sólo un estudio con este título (Deleuze, 1981, Spinoza Philosophie Pratique, editions Minuit) sino también una densa monografía, su tesis doctoral, titulada Spinoza y el problema de la expresión (Deleuze, Muchnik Editores, colección Atajos, 1996). Asimismo, el filósofo italiano Antonio Negri (1933-2023), recientemente fallecido, tras ser encarcelado en Italia por supuestos vínculos con las Brigadas rojas, y un largo exilio en Francia, le ha dedicado un denso estudio con el contundente título La anomalía salvaje. Ensayo sobre poder y potencia en B.Spinoza, publicado por la editorial Anthropos, en el que no duda en afirmar que “Spinoza funda el materialismo moderno en su más alta expresión” (Negri, 1993, pág. 14). Además, el profesor de filosofía en la Universidad Hebrea de Jerusalén, Yirmiyahu Yovel (1936-2018) lo ha estudiado en su libro Spinoza, el marrano de la razón, calificándolo de auténtico fundador de lo que él llama “filosofía de la inmanencia” (Yovel, 1995, pág.15), concediendo mucha importancia a su condición de judío descendiente de marranos portugueses y españoles y analizando su influencia en Goethe, Kant, Hegel, Heine, Marx, Nietzsche y Freud. También entre nosotros, como no podía ser menos, se acrecienta la atención que se le presta; y así, Gabriel Albiac publicó hace unos años, en Hiperión 1987, La sinagoga vacía. Un estudio de las fuentes marranas del espinosismo; Mercedes Allendesalazar, a su vez, le dedicó un interesante y conciso estudio Spinoza: Filosofía, pasiones y política; y Atilano Domínguez se ha encargado, por su parte, no sólo de la traducción de la mayoría de sus obras en nuestro país –salvo la Ética, que se debe a Vidal Peña–, sino que destaca como uno de los especialistas que más escritos le dedica; sin olvidar a Juan José Martínez, profesor en la UNED, a quien se le debe Materialismo, idea de totalidad y método deductivo en Espinosa. Son, en fin, sólo algunos títulos que acuden a la memoria cuando se evoca la figura de nuestro filósofo. Y no olvidamos, por supuesto, la atención prestada a su figura en la Fundación Gustavo Bueno, que le ha dedicado más de un Teatro Crítico, así como diferentes conferencias entre las que destacamos la de Luis Carlos Martin Jiménez con el título El patronazgo de Spinoza. Pareciera, en suma, que habiendo estado largo tiempo escasamente atendido estuviese, progresivamente, siendo objeto de mucha mayor atención, y estudio.
Esbozo biográfico
Nacido en Amsterdam el 24 de noviembre de 1632, Baruch Spinoza era descendiente de portugueses o españoles que habían emigrado a Holanda a finales del siglo XVI; la primitiva forma de su apellido debió ser Espinoza, de la que se derivaron las otras D´Espinoza, Despinoza, o Spinoza, siendo esta última por la que más se le conoce. La familia, que profesaba la religión judía, debió emigrar de la Península huyendo de la Inquisición, estableciéndose en Amsterdam, donde se dedicaron al comercio. Sus antepasados debieron ser, a lo que se ve, marranos, es decir, judíos que, durante la última década del siglo XV, habían aceptado exteriormente el cristianismo para evitar ser expulsados de su país, pero se habían mantenido interiormente fieles a su religión, fe que no dudaron en asumir abiertamente una vez instalados en Holanda. Así, pues, Spinoza fue educado en el seno de la comunidad hebraica, y sus padres anhelaban, al parecer, verlo convertido en rabino; aprendió, por lo tanto, bajo la dirección del que fue famoso talmudista Moisés Morteira, todo lo que constituía una buena formación en su religión: el hebreo –pese a que su idioma nativo era el español y, además sabía el portugués– el Antiguo Testamento, el Talmud, la filosofía y teología judaicas de la Edad Media y la Cábala; de entre los filósofos que se dice conocía bien suele citarse al español Maimónides (1135-1204), cuya Guia de perplejos fue un notable intento de articular la teología con la filosofía, es decir con Aristóteles, a quien reverenciaba como el mayor ejemplo del poder del entendimiento humano. Su vida personal pronto se vio afectada por diferentes acontecimientos negativos: “desde la muerte de su madre en 1638, a los seis años de edad, le siguió en 1640 la condena y posterior suicidio de su correligionario y sin duda amigo de la familia, el judío portugués Uriel da Costa, poco después, en 1649, la muerte temprana de su hermano Isaac, y de su hermana Miriam en 1651, así como la de su madrastra Ester en 1653, y sobre todo el fallecimiento de su padre en 1654” (Dominguez, A, 1986, pág. 10). Una sucesión de decesos que no le impidieron mantener su firmeza, ni dejar de mostrar sus discrepancias con la comunidad, abocándole muy joven todavía, a los veinticuatro años, a la expulsión de la Sinagoga y a la marginación, si no social sí, al menos, de la comunidad comercial judía, acontecimiento que condicionó aún más su vida. Por su dureza, merece la pena recordar el texto que el 27 de julio de 1656, “fue leído en hebreo frente al arco de la sinagoga en el Houtgracht”.
Habiendo conocido desde hace tiempo los malvados actos y opiniones de Baruch de Spinoza, los señores de la ma´amad han intentado, por diversos medios y promesas, hacer que éste se enmiende de su conducta desviada. Pero habiendo fracasado en su empeño de hacerlo renegar de sus viciados hábitos, y, por el contrario, habiendo recibido cada día más y más información seria sobre las abominables herejías que practica y enseña sobre sus monstruosas acciones, y habiendo enviado a numerosos testigos dignos de confianza ante la presencia del mentado Espinosa para que verificasen lo que de él se dice, han vuelto convencidos de la verdad de todo ello; y tras haber investigado todo esto en presencia del honorable chachamin, [los Señores de la ma´amad] han decidido con el consentimiento de todos, que el llamado Espinosa sea excomulgado y expulsado del pueblo de Israel. Por el decreto de los ángeles y por el mandato de los hombres santos, nosotros excomulgamos, condenamos y maldecimos a Baruch de Espinosa, con el consentimiento de Dios, por siempre Bendito, y con el consentimiento igualmente de toda la santa congregación, y ante estas sagradas escrituras con los 613 preceptos escritos con ellas; cargue él con la excomunión con la que Josué destruyó Jericó y con todos los castigos consignados en el Libro de la Ley. Sea maldito durante el día y sea maldito por la noche, sea maldito cuando repose y maldito cuando se levante. Sea maldito cuando salga y maldito cuando entre. El Señor no tendrá piedad con él, sino que desatará su cólera y su celo contra este hombre; todos los castigos que están escritos en el libro caerán sobré él, y el Señor borrará su nombre del reino de los cielos y lo hundirá en el mal separándolo de todas las tribus de Israel, de acuerdo con todos los mandatos de la Alianza que están escritos en este libro de la ley. Pero vosotros que estás unidos al Señor vuestro Dios permaneceréis vivos en este día.
El documento concluía con la advertencia de que nadie debería comunicarse con él, ni escribirle, no hacerle ningún favor ni permanecer bajo el mismo techo que él, ni acercársele más de cuatro brazas, como tampoco leer ningún tratado compuesto o escrito por él” (Nadler, Steven, 2004, Pág. 170-171).
En ese mismo año, 1656, se dice que Spinoza comenzó a frecuentar el trato con cristianos; inició el estudio del latín bajo la dirección del médico Franciscus Van den Enden, humanista y librepensador que años más tarde, en 1674, fue desterrado por haber tomado parte en una conspiración política; estudió, asimismo, física, matemáticas y filosofía, particularmente la escolástica y la de pensadores modernos tales como Descartes, Hobbes y Maquiavelo. Para poder dedicarse con entera libertad a sus estudios, Spinoza adoptó como medio de vida el oficio de pulidor de lentes para instrumentos ópticos, lo que si bien le permitió llevar la vida retirada y tranquila por él escogida se afirma que fue la causa de su muerte prematura, debido al polvillo que continuamente aspiraba. Se incorporó a un círculo de amigos, cristiano-liberales holandeses (los “colegiantes”), interesados en sus enseñanzas de filosofía, política y moral. A principio de de 1660 se retiró a Rijnsburg, cerca de Leiden, iniciando ya por esa época la redacción de su Ética. En 1663 dio a la imprenta, no obstante, su primera obra, que en realidad son dos obras: Principios de filosofía de Descartes y Pensamientos metafísicos; su publicación no sólo consolidó su prestigio como filósofo, sino que suscitó la correspondencia que sostuvo con Henry Oldenburg, secretario de la Royal Society de Londres. Este mismo año se trasladó a Voorburg, cerca de La Haya, sede del gobierno, con el fin de alejarse de la excesiva frecuencia con que era visitado por amigos y desconocidos. Fue entonces cuando interrumpió la redacción de su Ética para trabajar en su Tratado Teológico-Politico, una obra que, pese a ser publicada anónimamente e 1670, le acarrearía toda clase de reprobaciones y problemas; entre otras muchas ideas, en ella Spinoza, pese a su intención de salvaguardar la religión y el Estado, señalaba la necesidad de un único poder, que debía ser el Estado, lo cual levantó todas las suspicacias de la iglesia calvinista de Holanda emprendiendo una campaña de denuncias ante las autoridades civiles que condujo a su prohibición oficial en 1674. Poco antes, en 1673, Spinoza había rechazado hacerse cargo de la cátedra de filosofía en Heidelberg (Alemania), sin duda no sólo a que prefirió conservar su libertad y a que no disfrutaba actuando en público, sino también a que se sentía cuestionado y perseguido, dado que no hacía mucho que Jan de Witt había sido asesinado a manos de una turba enfurecida tras haber presidido el gobierno más liberal del mundo entre 1653 y 1672. Fuera por lo que fuese, no obstante, lo cierto es que Spinoza prefirió entregarse a la redacción definitiva de su Ética, así como al resto de sus obras, sin ni siquiera intentar su publicación. La Ética llegó a estar en la imprenta, pero la hostilidad con que había sido recibido el Tratado Teológico-Político y las acusaciones de ateísmoque pesaban sobre él hicieron que, por cautela, impidiese su salida a la luz pública. En 1676 recibió la vista de Leibniz, quien quiso hablar con él acerca de cuestiones éticas. Y en 1677, el 21 de febrero, murió Spinoza en La Haya no sin antes haber dispuesto que sus manuscritos fuesen entregados a su amigo el editor Ja Rieuwertsz.
Marco histórico-político
Al igual que la de cualquier otro filósofo, la obra de Spinoza, así como sus avatares, controversias y persecuciones, sólo pueden comprenderse cabalmente enraizándolas en su época y en su ambiente. Dos son al menos los aspectos que hay que tener muy presentes en su caso: por un lado, desde el punto de vista filosófico, el protagonismo indiscutible de René Descartes (1596-1650), cuyo pensamiento polarizaba toda la atención habiéndose erigido en el más moderno y estudiado, referente inexcusable para todo interesado en la filosofía; y por otro lado, la pugna por el poder, en la que las cuestiones políticas se hallaban entreveradas con las cuestiones religiosas, dando lugar a encarnizadas luchas y sangrientos combates. Entre estas dos coordenadas se desplegó la breve vida de Spinoza y su densa obra. No atenderemos aquí a las numerosas ocasiones en las que nuestro filósofo criticó a Descartes, distanciándose de él después de haber sido pormenorizado y minucioso lector de su pensamiento; pero sí esbozaremos, a grandes rasgos cuando menos, el clima político que le tocó en suerte.
Era la época en la que las discordias religiosas estaban en pleno apogeo; católicos y protestantes llevaban a cabo la llamada Guerra de los treinta años (1618-1648); el absolutismo monárquico, simbolizado en Luis XIV (1643-1715) pugnaba por su definitiva consolidación. La Unión de Utrecht (1579) había impulsado la independencia de España de las llamadas Provincias del Norte de los Países Bajos, independencia que le fue reconocida en el tratado de Westfalia o paz de Münster (1648), pero cuya efectividad autonómica comercial venía siendo un hecho desde años atrás, en concreto desde la conocida tregua de los doce años (1609-1621). Holanda, o las Provincias Unidas, con Amsterdam como puerto internacional, La Haya como capital y Leiden como ciudad universitaria de gran prestigio en toda Europa, se había convertido en el principal centro comercial y financiero del continente, protagonizaba lo que hoy conocemos como su siglo de oro; algunas de las figuras más destacadas del momento son Hugo Grocio (1583-1645), Frans Hals (1580-1666), Rembrandt Harmensz Van Rijn (1606-1669), Emanuel de Witte (1617-1692), Pieter de Hooch (1629-1683) y Vermeer de Delft (1632-1675), sin olvidar a Rubens (1577-1640) y Anton Van Dyck (1590-1641), ambos de Flandes, que había permanecido católico y unido a España, uno muerto en Amberes y el otro en Londres.
Dos partidos con intereses contrapuestos pugnan por adueñarse de la situación: el partido de los Orange, u orangistas, cuya superioridad militar le hacía firmemente partidario de la guerra para consolidar su poder, y el partido republicano, defensor de la paz para favorecer sus prioritarios intereses comerciales. Aquél había estado asociado desde el primer momento al movimiento independentista, pero tras la muerte, en golpe de estado, de Guillermo II, en 1650, había sido alejado del poder, por lo que busca apoyos en las familias conservadoras y en la Iglesia Calvinista para recuperar el mando; y éste, el republicano, encuentra sus mejores y más fervientes aliados entre la pujante burguesía liberal y buena parte de los que hoy llamaríamos intelectuales. La lucha política entre ellos es enconada. El conflicto venía desplegándose desde tiempo atrás, pero en los días que abarcan la vida de Spinoza alcanzaba una particular virulencia.
En 1672, una sublevación popular inducida por los partidarios de acabar con la república provocó el violento asesinato los hermanos De Witt, Cornelius y Johan de Witt, este último Gran Pensionario de las Provincias Unidas, amigo y protector de Spinoza, cuyo gobierno liberal había propiciado el periodo (1653-1672) de máximo esplendor de la república holandesa. El hecho constituía la culminación de un proceso en el que se habían sumado las acusaciones religiosas, que tachaban a los liberales de ateos y poco menos que servidores del diablo, a la progresiva inferioridad militar de Holanda frente a la potencia de las demás monarquías europeas; los judíos y los calvinistas eran partidarios de las medidas represivas que ya había provocado variadas excomuniones y condenas; y sus aliados, los orangistas, eran partidarios de una monarquía fuerte militarmente, objetivo que logró el Príncipe de Orange cuando, tras la invasión francesa, se hizo proclamar Capitán General de Holanda, bajo el nombre de Guillermo III, en 1672.
En estas circunstancias, Spinoza debió sentirse más desvalido y arrinconado que nunca. Su fama de ateo, tanto entre los judíos como entre los católicos y los calvinistas, unida a su defensa del régimen liberal de Jan de Witt, le aconsejaron mantenerse aislado en casa de su amigo H. van der Spyck y entregado a la redacción de su Ética. Cinco años más tarde, después de haber padecido toda clase de injurias por su Tratado teológico-político, rechazado la oferta de una cátedra de filosofía en Heidelberg y retirado, por prudencia, la Ética de la imprenta, Spinoza falleció el 21 de febrero de 1677. Entre sus papeles quedaban la Ética, el Tratado Politico, el Tratado de la Reforma del Entendimiento, un Compendio de Gramatica Hebrea (estas tres últimas inacabadas) y una abundante Correspondencia; años más tarde, en 1862, se descubriría la obra que lleva por título Tratado Breve.
El poder del cuerpo
Lo primero que acaso haya que decir es que la filosofía occidental de los siglos XVII y XVIII acostumbra a ser dividida en dos grandes escuelas: el racionalismo continental y el empirismo británico, cuyas principales figuras, dentro del racionalismo, son Descartes, Spinoza y Leibniz, y dentro del empirismo, Locke, Berkeley y Hume. De los muchos rasgos que las diferencian, el principal, en pocas palabras es el siguiente: los racionalistas pensaban que los seres humanos podíamos alcanzar un profundo conocimiento de la realidad con la sola ayuda de nuestro propio cerebro, pensando, utilizando la razón; los empiristas lo negaban, insistían en que la experiencia siempre era un ingrediente necesario y que todo nuestro conocimiento de lo que existe debía derivarse de la experiencia en último término. Tradicionalmente se ha considerado que estas dos escuelas, se unieron a finales del siglo XVIII en la obra de Immanuel Kant (1724-1804).
Spinoza ha pasado a la historia como el pensador racionalista por excelencia; no sólo tomó, como hiciera Descartes, la geometría como modelo, sino que demostró su propio sistema siguiendo el método geométrico; su libro más conocido, la Ética, lleva, como se sabe, por título Ethica ordine geometrico demonstrata. A este respecto no estaré de más señalar que, como puede apreciarse por el título, Spinoza escoge la expresión “orden geométrico” y no “método geométrico”. El término método, heredero sin duda Descartes, es el que utiliza en el Tratado de la Reforma del Entendimiento, un texto inconcluso que “muchos consideran hoy una de sus primeras obras no obstante haber sido publicada póstumamente” (Atilano Domínguez, 1988, pág. 9). En este sentido puede afirmarse que en Spinoza el método no es lo más importante; ciertamente que conlleva la influencia de Descartes, pero su sustitución también habla de lo que le separó de él; lo más importante es “su visión del mundo como una entidad unitaria, cualquier división de la cual es una mutilación que encierra algún tipo de error de comprensión” (Bryan Magee, 1990, pág. 108); es decir, mientras que Descartes habla, como señala Mercedes Allendesalazar, “de substancia divina y de substancia corpórea y substancia pensante, Spinoza sólo concibe una substancia, a la que lama Dios, fuera de la cual nada puede existir ni concebirse” (M. Allendesalazar, 1988, pág.38). Esta idea conlleva un buen número de implicaciones, una de las cuales no es sino que la mente y el cuerpo son inseparables, es decir que “la mente humana es como una idea del cuerpo” (Bryan Magee, 1990, pág. 112), que todo, en definitiva, es cuerpo. Esta implicación es importante no sólo por lo que lo separa de Descartes, para quien el problema de la interacción entre la mente y la materia supuso un problema que no llegó a resolver, sino porque con ella Spinoza no acepta la inmortalidad del alma; el alma para él es “un modo más, y como todos los modos es transitoria” (Bryan Magee, 1990, pág. 112). A partir de esta tesis, la filosofía de Spinoza propone una reflexión sobre el cuerpo, un análisis de las pasiones, una unidad de la imaginación y la razón; propone, en suma, según Maite Larrauri, en su opúsculo Spinoza y las mujeres, “una ética cuyos imperativos están basados en la consideración del cuerpo, y por ello cabe situarlo en el origen de toda reflexión moderna que a partir de Nietzsche y Freud realizará una crítica a a concepción tradicional del hombre y el humanismo que de ella se deriva” (Larrauri, 1989, pág. 3).
En el prefacio del libro III de la Ética, Spinoza establece su posición: “nadie que yo sepa, ha determinado la naturaleza y la fuerza de los afectos, ni lo que puede el alma, por su parte, para moderarlos.” (Spinoza, 1987, pág. 171). Afirma esto después de haber señalado que “la mayor parte de los que han escrito acerca de los afectos y la conducta humana, parecen tratar no de cosas naturales que siguen las leyes ordinarias de la naturaleza, sino de cosas que están fuera de ésta. Más aún: conciben al hombre, dentro de la naturaleza, como un imperio dentro de otro imperio” (Spinoza, 1987, pág. 170). Así, pues, tras cuestionar a quienes le han precedido su concepción del hombre como un sujeto distinto y superior, capaz de determinarse a sí mismo al estar dotado de un alma que controla y dirige al cuerpo, se propone un análisis riguroso de la naturaleza de los afectos que demuestre la necesidad de partir del cuerpo y no del alma para comprender su potencia. Spinoza quiere ser, y lo es, completamente realista; su pensamiento quiere proponer a los filósofos, como señala Deleuze, “un nuevo modelo: el cuerpo” (Deleuze, 1981, pág. 28), por lo que concibe al hombre como un ser más de la naturaleza, por su apetito o deseo de perseverar en su ser, “restituyendo así las pasiones al cuerpo y el cuerpo a la naturaleza cuyas leyes son siempre las mismas” (Mercedes Allendesalazar,1988, pág.58). Por “perseverar en su ser” entiende Spinoza “todo esfuerzo por el que una cosa hace lo que hace o se esfuerza en hacer lo que se esfuerza en hacer, es idéntico a su esencia” (Copleston, 1996, pág. 226). A este esfuerzo, o impulso, Spinoza lo llama conatus. Todo lo que es, en suma, tiende a seguir siendo. Por lo tanto, “las acciones que tiende a hacer cualquier hombre son aquellas que le refuerzan en la existencia, que le hacen aumentar en su grado de potencia hasta llegar al límite de su propio desarrollo. La vida es la afirmación de uno mismo, la muerte siempre viene de fuera” (Larrauri, 1989, pág.11). “Cada cosa se esfuerza, cuanto está a su alcance, por perseveraren su ser” (Spinoza, 1987, pág. 181); y no todas las cosas tienen la misma potencia, sino que cada una se esfuerza “cuanto está a su alcance”, o sea que cada una depende de lo que ella pueda, de su grado de fuerza o grado de ser. En el Postulado I de la III parte de la Ética nos dice: “El cuerpo humano puede ser afectado de muchas maneras por lo que su potencia de obrar aumenta o disminuye, y también de otras maneras, que no hacen mayor ni menor, esa potencia de obrar” (Spinoza, 1987, pág. 172). Cada cosa tiene su grado de complejidad, por lo que el conatus de una es diferente al de otra. El cuerpo del hombre se caracteriza por su alto grado de complejidad, “puede padecer muchas mutaciones” (Spinoza, 1987, pág. 173), por lo que no sólo tiene mayor necesidad de preservarse de otros cuerpos, sino que estos pueden transformar su vida favoreciendo o entorpeciendo su esfuerzo por vivir. Lo que acontece entonces cuando un cuerpo se encuentra con otro se reduce a dos básicamente: o bien se componen favorablemente entre sí, aumentando mutuamente su potencia, o, por el contrario, no se componen favorablemente e intentan recíprocamente destruirse, siendo el más fuerte el que conseguirá reducir al otro. El hombre, por lo tanto, debe saber elegir sus encuentros. Al conatus o esfuerzo del hombre lo llama Spinoza apetito o deseo, dando a entender con ello la conciencia de esa tendencia. “El apetito consciente es llamado deseo” (Copleston, 1996, pág. 226). “Y llama afectos a los efectos que producen sobre él los demás cuerpos aumentando o disminuyendo su potencia” (Spinoza, 1987, pág. 226).
Además, por otro lado, Spinoza, al comienzo del III libro de la Ética diferencia dos maneras de un mismo deseo que no son sino dos posibilidades de actuación o existencia: cuando somos la causa de lo que sucede en nosotros o fuera de nosotros, y cuando lo que nos ocurre es exterior a nosotros: “Digo que obramos, cuando ocurre algo, en nosotros o fuera de nosotros, de lo cual somos causa adecuada; es decir, cuando de nuestra naturaleza se sigue algo, en nosotros o fuera de nosotros, que puede entenderse clara y distintamente en virtud de ella sola, Y, por el contrario, digo padecemos, cuando en nosotros ocurre algo, o de nuestra naturaleza se sigue algo, de lo que no somos sino causa parcial” (Spinoza, 1987, pág. 172). Estas dos modalidades de un mismo deseo dan lugar a que Spinoza distinga entre afectos activos y afectos pasivos; los activos significan que somos su causa, y su actividad, cuyo origen está en nosotros, se explica mediante el conocimiento; y cuando no somos la causa de nuestros afectos los llama pasiones; sus palabras son estas: “Así, pues, si podemos ser causa adecuada de alguna de esas afecciones, entonces entiendo por afecto una acción; en los otros casos, una pasión”. (Spinoza, 1987, pág. 172). O sea, como señala Mercedes Allendesalazar, “tenemos pasiones cuando nos encontramos sometidos a lo que no depende de nosotros” (Allendesalazar, 1988, pág. 74).
Ahora bien, en la medida en que “el hombre está sujeto siempre, necesariamente, a las pasiones” (Spinoza, 1987, pág. 261), Spinoza nos propone seguir unos indicadores que nos permitan conocer aquellos cuerpos que nos convienen o que no nos convienen. Se trata de los sentimientos de alegría y tristeza: “la alegría y la tristeza –nos dice– son pasiones que aumentan o disminuyen, favorecen o reprimen la potencia de cada cual, o sea, el esfuerzo por perseverar en su ser” (Spinoza, 1987, pág. 230). Podemos afirmar entonces, siguiendo a Maite Larrauri, que “cuando un cuerpo compone sus relaciones con las mías experimento un sentimiento de alegría y cuando, por el contrario, sufro un mal encuentro con un cuerpo que no me conviene, el resultado es un sentimiento de tristeza. La alegría y la tristeza, so, por así decirlo, la traducción en el nivel en el nivel de las sensaciones corporales del aumento o disminución de la potencia de obrar del cuerpo” (Larrauri, 1989, pág.13).
“Alegría y tristeza del deseo, y no del alma y el cuerpo por separado: he aquí lo que arruina la representación clásica, moral de las pasiones. Al quedar excluido todo dualismo, queda excluido todo deber ser; el cuerpo ya no tiene por qué ajustarse al alma, ni el alma al cuerpo. Sucede por el contrario, que todo lo que favorece o disminuye la potencia de actuar de cuerpo favorece o disminuye la potencia de pensar del alma (Ética III, proposición 11: la idea de todo cuanto más aumenta o disminuye, favorece o reprime la potencia de obrar de nuestro cuerpo, a su vez aumenta o disminuye, favorece o reprime, la potencia de pensar de nuestra alma) y todo lo que favorece o disminuye la potencia de pensar del alma, favorece o disminuye la potencia de existir del cuerpo. Por eso, pensamos y comprendemos las cosas mejor cuando estamos alegres que tristes, por eso existimos con mayor alegría cuanto mejor pensamos y comprendemos las cosas” (Allendesalazar, 1988, pág. 76)
En cualquier caso, para Spinoza ninguna tristeza es buena. Los malos encuentros deben ser evitados. El sentimiento de alegría es el que debemos procurarnos en todo momento y en toda acción.
En realidad, en la práctica podríamos decir, no es tan fácil escoger aquellos cuerpos convenientes. El conocimiento de sí que Spinoza demanda como requisito de felicidad y liberación no es sino una tarea siempre difícil de alcanzar. No obstante implica un optimismo verdaderamente digno de consideración; al menos, su convicción acerca de la posibilidad que podamos alcanzar una comprensión del mundo mediante el intelecto que disuelva las emociones pasivas tristes y desgraciadas haciéndolas desaparecer para dejar lugar sólo las emociones activas, denota una confianza en el hombre y su potencialidad sin duda encomiable, y ello aunque descubrimientos posteriores –Freud– hayan afirmado la casi imposibilidad del hombre ante tamaño objetivo. No resulta extraño que, como señala Copleston y también Bryant Magee, muchos hayan identificado su pensamiento como más de índole religiosa, próximo al budismo, que otra cosa. Sin embargo, su gran tesis teórica Deus sive Natura, una sola sustancia con infinitos atributos combina, “el panteísmo y el ateísmo para negar la existencia de un Dios moral y creador y trascendente” (Deleuze, 1981, pág. 27)
Señalemos, además, que, si bien es de todo punto de vista innegable la adscripción de Spinoza al racionalismo, su concepción de los afectos incluye la percepción sensible como el primer conocimiento del mundo que un cuerpo tiene. El racionalismo, lo hemos dicho, se ha caracterizado por el desdén, digámoslo así, hacia el conocimiento sensible, priorizando en exclusiva el poder de la razón. El empirismo, por su parte, negará el acceso al conocimiento de las esencias de las osas aceptando nada más que el conocimiento sensible, dictado por la experiencia, como único fundamento de verdad. En el caso de Spinoza, sin embargo, su racionalismo no rechaza el conocimiento sensible, si no que, por el contrario, lo integra en el racional con el fin de llegar a conocer las cosas en sí mismas, o de un modo absoluto. Y esta integración de conocimiento sensible y racionalismo, o verdad absoluta, supone el inicio en filosofía de una cierta novedad previa a la llegada de Kant.
El cuerpo del poder
La política no fue en absoluto ajena a las preocupaciones de Spinoza; más bien todo lo contrario: puede afirmarse que reflexionó a fondo sobre ella desde el momento en que fue expulsado de la sinagoga. Podría decirse incluso que constituye la prolongación más vehemente de su sistema. Sin duda el contexto histórico en el que vivió así lo requería, pero también le impulsó a ello su irreductible defensa de la razón y la libertad.
El libro de mayor enjundia a este respecto es a todas luces el Tratado Político, obra cuya redacción emprendió tras dar por terminada la Ética, dejó incompleta y fue publicada después de su muerte. No obstante, ya en el Tratado teológico político, dada a conocer anónimamente en 1670 y que tantas acusaciones de ateísmo le causó, deja entrever con nitidez su defensa de la República como el ordenamiento más propicio para la expansión del la libertad contra el absolutismo monárquico; y también la Ética incluye reflexiones cuya dimensión política se nos ofrecen como evidentes.
En la Ëtica, ese libro cumbre el que trabajó a lo largo de más de veinte años, lo político se desprende del análisis de la vida en sociedad que lleva a cabo sobre todo a lo largo de su cuarta parte, es decir en el momento en que demostrada la impotencia de la razón sobre las pasiones se comienza a estudiar la utilidad de los afectos en orden a la felicidad. Sin ánimo exhaustivo alguno podemos entresacar al menos unos pocos pasajes suficientemente reveladores. El primero pertenece al escolio de la proposición 18, que dice: “Nada más útil al hombre que el hombre; quiero decir que nada pueden desear los hombres que sea mejor para la conservación de su ser que el concordar todos en todas las cosas, de suerte que las almas de todos formen como una sola alma, y su cuerpo como un solo cuerpo, esforzándose todos a la vez, cuanto puedan, en conservar su ser, y buscando todos a una la común utilidad; de donde se sigue que los hombres que se gobiernan por la razón, es decir, los hombres que buscan su utilidad bajo la guía de la razón, no apetecen para sí nada que no deseen para los demás hombres, y, por ello son justos, dignos de confianza y honestos” (Spinoza, 1987, págs. 272-273). Con estas palabras se alude al ideal de una comunidad basada en la mutua colaboración y regida por la razón; es decir, no sólo se acepta que la sociedad es un ámbito necesario para la vida del hombre, si no que dentro de ella es preciso formar un cuerpo común y una común alma sin que por ello dejar de ser cada cual el individuo que es.
El segundo pasaje que extraemos reitera, a su vez, algunas de estas alusiones confirmándolas, y pertenece al escolio de la proposición 35, asimismo de la parte IV, y dice: “Lo que acabamos de decir lo atestigua también diariamente la experiencia, con tanto y tan impresionantes testimonios que está prácticamente en boca de todos el dicho: el hombre es un dios para el hombre. Sin embargo, sucede raramente que los hombres vivan según la guía de la razón, pues sus coas discurren de manera que la mayoría son envidiosos y se ocasionan daño unos a otros. Y, con todo, difícilmente pueden soportar la vida en soledad, de suerte que la definición según la cual el hombre es un “animal social” suele complacer grandemente a la mayoría; y, en realidad, las cosas están hechas de manera que de la sociedad común de los hombres nacen muchos más beneficios que daños, Ríanse cuanto quieran los satíricos de las cosas humanas, detéstenlas los teólogos, y alaben los melancólicos cuanto puedan una vida inculta y agreste, despreciando a los hombres y admirando a las bestias: no por ello dejarán de experimentar que los hombres que los hombres se procuran con mayor facilidad lo que necesitan mediante ayuda mutua, y que sólo uniendo sus fuerzas pueden evitar los peligros que los amenazan por todas partes” (Spinoza, 1987, págs. 286-287). Así, pues, según Spinoza no sólo el hombre es lo más útil para el hombre, sino que “el hombre es un dios para el hombre. Imposible no deducir de estas palabras la notable distancia que llegó a separar a Spinoza de Hobbes (1588-1679), para quien, como es sabido, “el hombre es un lobo para el hombre” y su vida suele ser “una guerra de todos contra todos”. Pese a la influencia que sin duda ejerció el pensador británico sobre Spinoza, parece claro que éste llego a detentar una concepción del hombre y su necesidad de vivir en sociedad notablemente distintas. El hombre es para Spinoza un ser como cualquier otro de la naturaleza, a quien hay que asumir y aceptar por su deseo de perseverar en su ser, por sus pasiones, en suma, cuya comprensión es necesaria para comprender y organizar la necesidad de su vida social.
El tercer pasaje que, a modo indicativo de los aspectos políticos incluidos en la Ética, queremos convocar aquí pertenece al escolio II de la proposición 37, igualmente de la parte IV, que dice: “Así, pues, para que los hombres puedan vivir concordes y prestarse ayuda es necesario que renuncien a su derecho natural y se presten recíprocas garantías de que no harán nada que pueda dar lugar a un daño ajeno. Cómo pueda suceder esto –a saber, que los hombres, sujetos necesariamente a los afectos, inconstantes y volubles, puedan darse garantías y confiar unos en otros– es evidente por la proposición 7 de esta parte IV y por la proposición 39 de la parte III. A saber: que ningún afecto puede ser reprimido a no ser por un afecto más fuerte que el que se desea reprimir, y contrario a él, y que cada cual se abstiene de inferir un daño a otro, por temor a un daño mayor. Así pues, de acuerdo con esa ley podrá establecerse una sociedad, a condición de que esta reivindique para sí el derecho que cada uno detenta, de tomar venganza, y de juzgar del bien y el mal, teniendo así la potestad de prescribir una norma de vida, de dictar leyes y de garantizar su cumplimiento, no por medio de la razón que no puede reprimir los afectos, sino por medio de la coacción. Esta sociedad, cuyo mantenimiento está garantizado por las leyes y por el poder de conservarse, se llama Estado, y los que son protegidos por su derecho se llaman ciudadanos” (Spinoza, 1987, pág. 292). He aquí lo que Spinoza sugiere que debe ser el Estado: “un poder efectivo capaz de hacer surgir el deseo de concordia frente a los deseos individuales, tales como el egoísmo o la ambición dominadora.
¿Un poder coactivo, entonces? Aunque la Ética no es demasiado explícita a este respecto sí deja claro, no obstante, su apuesta por la libertad: “El hombre que se guía por la razón es más libre en el Estado, donde vive según leyes que obligan a todos que en la soledad, dónde sólo se obedece a sí mismo (Spinoza, 1987, pág. 325).
Basten estas pocas muestras extraídas de la Ética para señalar su indudable dimensión política. Habida cuenta de que su objetivo fundamental es analizar la naturaleza de la mente humana y los medios para conseguir la felicidad. Con este fin está dividida en las cinco partes que componen el libro -De Dios, o acerca de la substancia y de sus modos; De la naturaleza y origen del alma, o el hombre como idea del cuerpo, es decir, ser imaginativo y racional; De origen y naturaleza de los afectos, en la que analiza pormenorizadamente la vida pasional y afectiva; De la servidumbre humana, o de la fuerza de los afectos, en la que se muestra la impotencia de la razón ante las pasiones; y, por último, Del poder del entendimiento o de la libertad humana, en la que se sugieren los medios para que el hombre pueda conseguir la felicidad y la libertad liberándose de las pasiones- y cuyas últimas líneas no son sino el reconocimiento de la dificultad que tal empeño conlleva, pero líneas en las que también alienta la esperanza: “Si la vía, que según he mostrado, conduce a ese logro parece muy ardua, es posible hallarla, sin embargo. Y arduo, ciertamente, debe ser lo que tan raramente se encuentra. En efecto: si la salvación estuviera al alcance de la mano y pudiera conseguirse sin gran trabajo, ¿cómo podría suceder que casi todos la desdeñen? Pero todo lo excelso es tan difícil como raro (Spinoza, 1987, pag. 379).
El Tratado Teológico-Político ahonda precisamente en estas reflexiones acerca de la sociedad y el Estado esbozados en la Ética. Al parecer su redacción se vio impulsada por el temor a un golpe de estado contra la República de Jan de Witt animado por los calvinistas más recalcitrantes, que formaban parte del partido de los orangistas, partidarios de instaurar una monarquía. El objetivo, o finalidad, de su redacción era doble: político y filosófico. Político porque, si bien toda sociedad necesita de imágenes y de representaciones propias para obedecer, ningún grupo, partido o secta puede, a menos de acabar con el ejercicio del pensamiento, apropiarse y monopolizar esas imágenes y presentarlas como únicas y verdaderas Y es asimismo rigurosamente filosófico “porque está escrito contra los teólogos, contra los que pretenden unir la fe con la razón, la imagen de Dios con su idea” (Allendesalazar, 1988, pag.79)
No es este trabajo el marco apropiado para una descripción ni siquiera mínima de las muchas reflexiones contenidas en este denso Tratado. Pero si se hace preciso señalar algunas, las más necesarias al menos para suturar nuestro hilo argumental. Desde esta perspectiva resulta del todo imprescindible decir que Spinoza, tras una primera parte eminentemente teológica en la que defiende la libertad para interpretar las Escrituras, aborda en la segunda la defensa de la libertad de expresión en el Estado. Todo ello adquiere su fundamento a partir del análisis histórico de la organización del Estado hebreo y el perverso -digámoslo así- papel que jugó la intromisión de la religión en la política. Sobre esta base, Spinoza expone, como señala Atilano Domínguez en la introducción al Tratado Politico, “con más amplitud que en la Ética, el paso del estado natural al estado político, es decir la naturaleza del Estado; defiende que el poder estatal, como poder supremo, debe extenderse a lo religioso y sostiene, en fin, a lo largo de toda la obra, que el poder del Estado y la paz y la piedad son compatibles con la libertad individual (A. Domínguez, 1986, pág. 25) Estas son, en efecto, las dos tesis centrales de este libro redactado podríamos decir que con ánimo militante, o sea de intervención directa en la coyuntura política: “La competencia del Estado en cuestiones religiosas y la compatibilidad de la libertad individual con la seguridad estatal. Lo primero es consecuencia directa de la naturaleza misma del Estado como poder absoluto o suprema potestad. Lo segundo, de la naturaleza del Estado como. Poder colectivo democrático” (A. Domínguez, 1986, pág. 27). Para Spinoza, en resumen, no existe contradicción entre el poder del Estado, como cuerpo del poder colectivo, y la libertad individual; el Estado sólo es auténtico si quienes lo constituyeron mediante el pacto lo siguen apoyando mediante la obediencia interna a sus leyes; y si el Estado se hace tiránico, apoyándose en la fuerza y haciendo imposible la libertad de cada cual, suscitará el descontento y el rechazo, haciendo que os súbditos se conviertan en enemigos dispuestos a terminar con él.
Estas reflexiones en torno al Estado y su fundamento, así como acerca de su seguridad, junto a la necesaria libertad del individuo, son justamente el objeto que impulsa el Tratado Político. Esta obra, como es sabido, está inconclusa; no obstante, conocemos el plan que pretendía seguir su autor y buena parte de ella. De hecho, según el susodicho plan, sólo nos faltaría la descripción que Spinoza deseaba hacer de la organización del gobierno democrático. Esta descripción, en efecto, apenas supera las cuatro páginas, mientras que las dedicadas a la monarquía y a la aristocracia no sólo son abundantes sino también muy detallistas. Dividida básicamente en dos partes, la primera consta de cinco capítulos –Del método, Del derecho natural, Del derecho político, Del ámbito del poder político y Del fin último de la sociedad– en los que se completan las reflexiones de la Ética y el Tratado Teológico-Político; y la segunda, completamente novedosa, que nos ofrece una descripción pormenorizada de las tres formas clásicas de gobierno: monarquía (VI y VII), aristocracia (VIII, IX y X) y democracia (XI), esta última, como ya se ha dicho apenas iniciada. La muerte en 1677 impidió a Spinoza su acabado definitivo. El conjunto constituye, por lo tanto, la última palabra que nos legó nuestro filósofo acerca de la política.
Prescindiremos aquí de cualquier alusión a los pormenores sobre estas distintas formas de gobierno que se nos sugieren a lo largo de la segunda parte. Nos detendremos sólo en señalar algunas de las ideas más sobresalientes de la primera.
Ni que decir tiene que Spinoza parte de la concepción del hombre que ya había expuesto en la tercera y cuarta parte de la Ética, es decir como ser sometido a las pasiones, cuya esencia es el conatus o impulso para perseverar en su ser: “Los hombres están necesariamente sometidos a los afectos. Y así, por su propia constitución, compadecen a quienes les va mal y envidian a quienes les va bien; están más inclinados a la venganza que a la misericordia; y, además, todo el mundo desea que los demás vivan según su propio criterio, y que aprueben lo que uno aprueba y repudien lo que uno repudia. De donde resulta que, como todos desean ser los primeros, llegan a enfrentarse y se esfuerzan cuanto pueden por oprimirse unos a otros” (Spinoza, 1986, pág.81). La política, por lo tanto, ha de tener en cuenta esta realidad y partir de los hombres tal como son y no de otra manera. Así se nos instala en una perspectiva opuesta a todo idealismo; una perspectiva más próxima a Maquiavelo, a quien se nombra más adelante, en el capitulo V, apartado 7: “Maquiavelo ha mostrado con gran sutileza y detalle, de qué medios debe servirse un príncipe al que sólo mueve la ambición de dominar a fin de consolidar y conservar un Estado. Con qué fin, sin embargo, no parece estar muy claro (Spinoza, 1986, pág. 121); Spinoza lo cita y destaca más que a cualquier otro pensador precedente. En base a esta concepción, Spinoza critica tanto a los filósofos como a los políticos; a los primeros les acusa poco menos que de soñadores, y a los segundos casi de tramposos; entre unos y otros cree, no obstante, que estos últimos están más cerca de lo real ya que “intentan fundar su ciencia sobre la experiencia, de la naturaleza humana y haciéndolo se encuentran sobre todo en contraste con los teólogos, y con su pretensión de subordinar la política a la moral, pero hacen todo esto más por habilidad que por sabiduría” (A. Negri, 1993, pág. 311). “No cabe duda que los políticos han escrito sobre las teorías políticas con mucho más acierto que los filósofos; ya que, como tomaron la experiencia por maestra, no enseñaron nada que se apartara de la práctica” (Spinoza, 1986, pág. 79). Lo que se nos propone, en fin, es que nos liberemos de las mistificaciones acerca de lo político y asumamos “el estado natural” y “el derecho natural” del hombre en toda su crudeza, o sea, según se nos describió en la Ética y en el Tratado Teológico-Político.
Con todo, lo más importante que se nos ofrece en esta primera parte es “la identificación entre poder y derecho” (A. Domínguez, 1886, pág. 30). Por consiguiente, “el hombre, sea sabio o ignorante, tiene por naturaleza tanto derecho como posee poder” (A. Domínguez, 1986, pág. 31). Los apartados 3 y 4 del capítulo II son a este respecto fundamentales: “A partir del hecho de que el poder por el que existen y actúan las osas naturales, es el mismísimo poder de Dios, comprendemos, pues, con facilidad qué es el derecho natural. Pues, como Dios tiene derecho a todo y el derecho de Dios no es otra cosa que su mismo poder, considerado en cuanto absolutamente libre, se sigue que cada cosa natural tiene por naturaleza tanto derecho como poder para existir y actuar. Ya que el poder por el que existe y actúa cada cosa natural, no es sino el mismo poder de Dios el cual es absolutamente libre (Spinoza, 1986, pág. 85). Y: “Así pues, por derecho natural entiendo las mismas leyes reglas de la naturaleza conforme a las cuales se hacen todas las cosas, es decir, el mismo poder de la naturaleza. De ahí que el derecho natural de toda la naturaleza y, por lo mismo, de cada individuo se extiende hasta donde llegue su poder. Por consiguiente, todo cuanto hace cada hombre en virtud de las leyes de su naturaleza, lo hace con el máximo derecho .de la naturaleza y posee tanto derecho sobre la naturaleza como goza de poder (Spinoza, 1986, pág. 85)
Pero esta identificación entre derecho y poder no significa que el poder del hombre sea ilimitado, “por el contrario, está limitado por cuanto le rodea y, en concreto, por el poder de los demás hombres.” (A. Domínguez, 1986, pág. 31). El acuerdo entre los hombres, el establecimiento de derechos aceptados por todos, la constitución, en definitiva “de un solo cuerpo y una sola mente” (A. Domínguez, 1986, pág. 31) deviene indispensable para que los hombres puedan evitar toda posible sumisión.
El derecho natural emana, en consecuencia, no de cada individuo sino de la “asociación” de todos los individuos: “Concluimos, pues, que el derecho natural, que es propio del género humano, apenas si puede ser concebido, sino allí donde los hombres poseen derechos comunes, de suerte que no sólo pueden reclamar tierras, que pueda habitar y cultivar, sino también fortificarse y repeler toda fuerza, de forma que puedan vivir según el común sentir de todos. (Spinoza, 1986, pág. 93). Spinoza concluye este apartado admitiendo que no tiene nada que objetar a los escolásticos xi al afirmar que el hombre es un animal social querían decir que en el estado natural apenas pueden ser autónomos.
Pero a continuación se nos dice: “Este derecho que se define por el poder de la multitud, suele denominarse Estado” (Spinoza, 1986, pág. 93). El Estado es concebido, por lo tanto, por Spinoza como “poder de la multitud”. El cuerpo del poder, que más adelante denominará “constitución” (Spinoza, 1986, pág. 101), está determinado, en suma, por este poder de la multitud. Pese a las muy variadas interpretaciones a las que ha dado lugar este concepto (multitudo), no parece una exageración afirmar que con él se nos pone de manifiesto el talante radicalmente democrático de Spinoza. Otra cosa muy distinta es que pueda considerarse que el logro de tal democracia como verdadero “poder de la multitud” sea tan arduo y difícil como lograr la felicidad y la liberación de las pasiones, según el propio Spinoza señaló en las últimas líneas de su Ética, y aquí hemos recogido líneas atrás.
El resto de las reflexiones del Tratado Político ensu primera parte no dejará de tener en cuenta este concepto. “La multitud”, en una palabra, implica sin cesar “una potencia” que no deja de impulsar el afán de libertad. Sin duda por ello es Spinoza un filósofo al que se sigue interrogado cuando de trata de reflexionar políticamente.
Descripción del cuerpo del poder en el presente
En 1991, Gustavo Bueno dio a la luz su Primer ensayo sobre las categorías de las «ciencias políticas», un ensayo en el que llevaba a cabo una «crítica de la razón política» desarrollada desde el marxismo-leninismo y su vuelta del revés. En su desarrollo, Bueno describía la articulación del Estado como un complejo de instituciones, a modo de una estructura compleja heterogénea y desigual. Pero previamente antes de exponer lo que sea el Estado, sus funciones y sus diferentes capas, Bueno se detiene en el primer capítulo a analizar pormenorizadamente el contenido de aquello que considera el núcleo de toda sociedad política, exposición que incluye una referencia a unos mínimos parámetros relativos al cuerpo de las sociedades políticas, A continuación, analiza la dialéctica «curso/cuerpo», para desembocar en el cuerpo de las sociedades política, capítulo 3, y describir las tres capas de un cuerpo genérico de toda sociedad política. Se establece ahí la doctrina de las tres: capas del poder político: la capa conjuntiva, la capa basal y la capa cortical. Detengámonos brevemente en ella, dada la importancia que tienen en la configuración de un Estado.
La capa conjuntiva es la capa de los componentes del Estado en la que se llevan a cabo las relaciones políticas entre ciudadanos. La capa conjuntiva está compuesta por las estructuras sociales, las instituciones, la familia, las clases sociales, los partidos políticos, &c. En ella se concentran los poderes: ejecutivo (que corresponde a la rama del poder operativo), legislativo (que se corresponde con la rama del poder estructurativo) y el poder judicial (que corresponde a la rama del poder determinativo).
La capa basal es el núcleo de la sociedad política. Se asienta sobre el territorio heredado e implica a los componentes de Estado que hacen referencia a las relaciones de los hombres con los objetos. Es la capa en la que se sitúan los contenidos impersonales de todo Estado, como tierras de cultivo, minerales, centrales eléctricas, o nucleares, edificios, monumentos, hornos de fundición, &c., &c. En la capa basal están –resumámoslo así– todas las riquezas de la nación correspondientes a la economía política: la producción, la distribución, las instituciones financieras, la bolsa, los sindicatos, hospitales, colegios, catedrales &c. Asimismo, abarca todo lo que concierne a la economía doméstica. Como puede verse, son contenidos múltiples y heterogéneos, por lo que carecen de unidad sustancial. Se comprende así que sin territorio no puede haber estado. “El territorio es un medio para establecer relaciones circulares de naturaleza histórica entre los hombres y sus antecesores y al margen de estas relaciones históricas no hay sociedad política propiamente dicha” (Bueno, 1991, pág. 317)
La capa cortical es la capa de s componentes del Estado que se refieren al eje angular del espacio antropológico. Contiene todo lo referente a la guerra, a la diplomacia y al comercio con los extranjeros y las fuerzas armadas encargadas de vigilar las fronteras de un determinado Estado por las cuales se define su soberanía frente a otros Estados o sociedades políticas. “Desde la capa cortical, el territorio, limitado por sus murallas, del Estado se nos muestra como la resultante de la tendencia de cada sociedad política a mantener su identidad en cualquier lugar del espacio radial y de la presión de los otros Estados movidos por unas tendencias semejantes: la resultante es el territorio de cada Estado. Y en este aspecto, también tiene sentido invertir el fragmento de Heráclito, diciendo que «hay que defender las murallas antes que las leyes» (Bueno, 1991, pag.321)
Esta capa está compuesta por el poder militar (correspondiente a la rama del poder operativo), el Poder federativo (correspondiente a la rama del poder estructurativo) y el poder diplomático (correspondiente a la rama del poder determinativo). La capa cortical, por tanto, es la capa inmersa por excelencia en la dialéctica de Estados.
A continuación, transcribimos la tabla obtenida del libro titulado Panfleto contra la democracia realmente existente, de Gustavo Bueno, publicado en 2004, La esfera de los libros, pág. 124. Como muestra el siguiente cuadro, entre los vectores descendentes y ascendentes suman 18 poderes. Es el modelo canónico apuntado en el Primer ensayo sobre las categorías de las «ciencias políticas, y hecho público en 2004 tras la elaboración de la teoría de la estructura de la ciencia propuesta por la teoría de cierre categorial, 1992-1993. Haciendo así obsoletos, por cuasi metafísicos, la clásica teoría de los tres poderes de Montesquieu.
La eutaxia en la sociedad política
La eutaxia es el núcleo de la sociedad política. Gustavo Bueno toma este término de Aristóteles que lo aplicaba como el fin para la salvación de la oligarquía y lo generaliza para aplicarlo a toda sociedad política. Eutaxia ha de ser entendida entonces, como «buen orden», “sobre todo buen ordenamiento, en donde «bueno» significa capaz (en potencia o virtud) para mantenerse en el curso del tiempo. En este sentido, la eutaxia encuentra su mejor medida, si se trata como magnitud, en la duración” (Bueno, 1991, pág. 182). Y esta capacidad para mantenerse en el tiempo es la aspiración de toda sociedad política que ambicione tener un significado histórico. De ahí que la eutaxia requiera del buen ordenamiento de las divergencias políticas que broten en su seno.
“Por eso cabe pensar en un sistema político dotado de un alto grado de eutaxia pero fundamentalmente injusto desde un punto de vista moral, si es que los súbditos se han identificado con el régimen, porque les haya administrado algún “opio del pueblo” o por otros motivos. En este sentido, la “mentira política” -que incluye la propaganda, el moldeamiento ideológico, incluso la “animación cultural”- ha podido considerarse como un instrumento inigualable para el buen gobierno, es decir para la eutaxia” (Bueno, 1991, págs. 153-154)
Si la eutaxia indica la sostenibilidad misma de cualquier sociedad política, la distaxia señala la insostenibilidad de esa sociedad. “La duración es el criterio objetivo más neutro posible del grado de eutaxia de una sociedad política. Una sociedad política que se mantiene más tiempo que otra que le sea comparable es más eutáxica que la primera. La duración es un criterio, una medida, pero no es la esencia de la eutaxia. Una sociedad eutáxica durará más que una distáxica en términos generales; pero no será más eutáxica por durar más, sino que durará más porque es, en general, más eutáxica. Sin embrago el criterio de duración es algo más que un criterio meramente extrínseco y tiene conexiones con la praxis política más profunda; del mismo modo que la duración la tiene con la praxis médica. Podría darse el caso de una sociedad enferma o que “flota a la deriva”, durase más tiempo, según la coyuntura, que una sociedad sana y con planes y programas firmes, pero a la que una coyuntura exógena (el asalto imprevisto de un pueblo lejano) pusiera fin. Aunque, sin embargo, habría que suscitar la duda si en la eutaxia de esta sociedad no debió figurar el conocimiento de ese eventual asalto para concluir, por consiguiente, que su eutaxia habría de ser menor que la del Estado agresor: sería el caso de «Estado» de Moctezuma respecto del Estado de Carlos I” (Bueno, 1991, pág. 203)
Qué duda cabe que “la política trata del poder y los conflictos que se producen para alcanzarlo. Estos conflictos dinamizan las relaciones entre gobernantes y gobernados, esto es, los que mandan y los que obedecen dentro de un determinado Estado, en el que el monopolio legítimo de la violencia es la razón del poder y los cauces por los que se resuelven los conflictos entre los diferentes grupos sociales por los bienes colectivos” (López, D., 2019, pág.53) La eutaxia es, en fin, el logro de esta finalidad y hacerla perdurable.
También es importante señalar que la eutaxia no significa ni mucho menos plena armonía, ni sociedad perfecta, ni logro de una paz perpetua ya sea entre clases o -aún menos- entre Estados. Líneas atrás ya hemos señalado que la eutaxia demanda el buen ordenamiento de las divergencias políticas que broten en el seno de toda sociedad política para el logro de su estabilidad. La armonía, o la paz perpetua, son ambiciones propias de quienes sueñan asesinar el imposible para que les facilite el trabajo de lograr lo que ser no pueda, como diría Coriolano, el personaje de Shakespeare.
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* La parte de este trabajo que trata de Spinoza fue escrita para la UNED en 1997. Las informaciones que lo actualizan han sido muy pocas y escasamente relevantes. La parte del texto que aborda lo referente al materialismo filosófico de Gustavo Bueno, ha sido redactada por completo en el presente.