El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas · número 208 · julio-septiembre 2024 · página 5
Voz judía también hay

El territorialismo, aliado y enemigo

Gustavo D. Perednik

El fracaso de las “tierras para judíos” fuera de Israel


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La Región Autónoma Judía de Birobidzhán fue impulsada por Mijaíl Kalinin

Teodoro Herzl no previó el torbellino que él mismo desataría en el Sexto Congreso Sionista Mundial de Basilea (1903), al proponer el tanteo de la invitación británica a explorar la posibilidad de un asentamiento judío en África. En apenas unas horas, la incipiente Organización Sionista pareció despeñarse hacia un enorme cisma, debido a la febril oposición de quienes se sintieron traicionados; de los que no estaban dispuestos a desviarse del objetivo del movimiento: recuperar Judea. Peor aún: el aparente descarriado era nada menos que el fundador y líder del movimiento. Ante el agrio cuestionamiento a su gestión, Herzl optó por desistir de su propuesta.

Quien no desistió fue un grupo de congresistas liderado por el conocido escritor inglés Israel Zangwill (m. 1926), para quien era más urgente encontrar un territorio para refugio de los judíos perseguidos, que aferrarse a la improbable liberación de Palestina. El territorialismo no era novedoso entre los judíos, pero era la  primera vez que se institucionalizaba. Emergió la Organización Territorialista Judía (OTI), que buscó infructuosamente, durante más de una década, algún otro solar para los sufrientes israelitas.

Como idea, el territorialismo podía rastrearse a 1820, cuando Mordejai Noah (m. 1851) fundó para los judíos una comunidad en una isla en el Niágara llamada "Ararat". Hubo muchos proyectos de índole similar a lo largo de la historia: a la busca de tierras para los hijos de Israel, fuera de Éretz Israel. Más de treinta de ellos son recogidos por Eliyahu Binyamini en su libro “Estados para judíos” (1990).

No es fácil encuadrar al territorialismo. En mi curso sobre Historia del Sionismo esbozo el problema en la clase en la que enumero a los aliados y enemigos que el sionismo político cosechó dentro del pueblo judío. En el territorialismo, se amalgamaron las dos tendencias: la cercana al sionismo y la opositora.

La primera resulta de una de las consecuencias del Caso Uganda. Se escindía una línea política que constituyó una especie de sionismo apocado, incluso derrotista; una corriente que, al desprenderse del proyecto matriz, no lo hacía por creerlo erróneo o innecesario, sino exclusivamente porque lo consideraba utópico, en vista del muro insalvable del reacio imperio otomano.

Precisamente, cuando tres lustros después el sionismo se perfiló palmariamente factible, la gente de Zangwill no trepidó en poner fin a su propio tesón y desmontar su organización. La mayoría de los miembros de la OTI regresaron al movimiento sionista en la década de 1920. Ello explica que el historiador Benzion Netanyahu incluyera al mentado Zangwill en su obra “Los cinco padres del sionismo” (2003), junto a los precursores Pinsker, Herzl, Nordau y Jabotinsky.

En cuanto a la segunda variante del territorialismo, la antagonista, aunque sí renegaba por principio de la definición nacional de los judíos, no se opuso a procurar espacios para salvarlos de la judeofobia. Lo hicieron dentro de la OTI; su figura más prominente fue el periodista Lucien Wolf (m. 1930). Puede concluirse, por lo tanto, que la OTI fue fundada por un sionista y un antisionista: Zangwill y Wolf. La mayoría de los territorialistas se alineaban con el primero. Más aún: esa denominación podría abarcar incluso a los dos más notables prohombres del sionismo moderno, si bien fueron proclives al territorialismo sólo en la primera etapa de su accionar público. León Pinsker escribió un ensayo que fue pionero: “Autoemancipación” (1882), en el que clama por la concentración territorial de sus hermanos, pero no se atreve a definir categóricamente que Éretz Israel fuera la única opción (llegaría a esa conclusión un tiempo después).

Argentina, “Uganda” y Rusia

También el precursor del sionismo político, Teodoro Herzl, sopesó un par de destinos alternativos. El primero de ellos da el título a dos párrafos de su libro “El Estado judío” (1896): “¿Palestina o Argentina?”. Cabe recordar que algunos judeófobos inflaron la importancia de esos párrafos hasta el delirio. Así, en 1971, el economista argentino Walter Beveraggi Allende, denunció un supuesto proyecto de soberanía judía en la Patagonia denominado "Plan Andinia": una vez conseguida Palestina, sostuvo, los judíos se encaminarían arteramente a consumar “la segunda meta”.

En realidad, la reflexión de Herzl sobre Argentina se entiende perfectamente si se toma en cuenta que, unos meses antes de la publicación de su libro, el autor se había entrevistado en París con el Barón Mauricio de Hirsch, a quien intentó convocar para la obra sionista. Hacia entonces, Hirsch financiaba un proyecto para convertir a algunos miles de judíos en agricultores en Argentina, a la sazón el país más rico del mundo. Hirsch opinaba que tal iniciativa era preferible a la solución ofrecida por el sionismo, y los dos párrafos de Herzl venían a abrir el debate.

El otro país que cruzó la mente de Herzl fue el mentado proyecto inglés en “Uganda”, que pretendió resolver una urgencia, pero que Herzl finalmente debió encajonar con una solemne declaración ante los congresales, tomada de los Salmos: “Si te olvidare, oh Jerusalén, sea mi diestra olvidada”. Con ella, clausuró el último Congreso Sionista al que asistiría en vida.

Dos décadas más tarde, surgía en la Unión Soviética en formación un “problema judío” adicional, más teórico. Se trataba de la existencia de un colectivo que, si bien se asumía como pueblo, no respondía a la definición marxista de tal, ya que no podía exhibir con claridad un territorio y un idioma en común. Como era habitual en el comunismo, si la realidad desafiaba la ideología, pues había que embestir contra la realidad.

Para solucionar “el problema”, además de prohibir la autodefinición de los judíos, se impuso el traslado del grupo “problemático” a Birobidzhán, un área de unos 35.000 km² en el lejano Este. De este modo, se les dispensaría un territorio y un idioma (ídish), y además el plan permitiría al régimen cumplir simultáneamente con tres objetivos: detener la expansión japonesa (el territorio linda con Manchuria), cosechar algún apoyo financiero de los judíos del exterior, y enclavar una alternativa contra el sionismo.

La decisión se tomó el 28 de marzo de 1928, y unos días después comenzó la migración inducida. Se implantaron en Birobidzhán, en idioma ídish, varias escuelas, un periódico y un teatro. Desde el exterior, fueron importados mil quinientos judíos comunistas. En 1934 se otorgó a la provincia el estatus oficial de Región Autónoma Judía, y el mentor del proyecto, Mijaíl Kalinin, predijo que “en una década será el único baluarte de la cultura nacional judía socialista”. Pero apenas dos años después el gobierno soviético le propinó un golpe mortal, debido a que las purgas de Stalin fueron acompañadas por una nueva escalada judeofóbica en todo el país.

Birobidzhán es el mejor ejemplo del territorialismo en su variante opositora. A pesar de la intensa propaganda por “una república judía socialista”, los israelitas nunca llegaron ser ni el diez por ciento de la población de la región (salvo una breve excepción en 1941). En 1996, unos mil judíos de Birobidzhan emigraron a Israel. Hoy en día, quedan en la “Región Autónoma Judía” unos pocos centenares, y a modo de vestigio le queda el nombre oficial, y el cartel en ídish en la estación de tren.

En 1958, el Premier Nikita Jruschov admitió el fracaso y, en una típica elusión de responsabilidades, culpó a la “aversión judía al trabajo colectivo y la disciplina grupal”. En realidad, Birobidzhan había naufragado, como el fiasco del territorialismo en su conjunto, debido a que al pueblo judío nunca le sentaron las patrias contrahechas, y sólo prosperó en la que les pertenece por derecho histórico.

La elocuente demografía

Nos hemos referido en artículos previos a los derechos históricos judíos, y a sus fundamentos jurídicos. Repasemos, en estos párrafos de conclusión, el fundamento demográfico, apelando a una reciente historia poblacional de Rivka Shpak-Lissak: “Cuándo y cómo los árabes y los musulmanes inmigraron a la Tierra de Israel” (2021). La historiadora muestra que entre los años aproximados de 100 aec-100 habitaban la Tierra de Israel unos tres millones de judíos. Las campañas militares contra ellos, sus expulsiones y sus derrotas, redujeron esa población, hacia el siglo IV, a menos de 200.000.

Durante el imperio bizantino, la mayoría de la población local era cristiana, y una parte de ella fue posteriormente asesinada por los mamelucos (turquemanos). La población judía era aún vasta y activa, en tal medida que lograron montar un ejército que se unió a los persas (sasánidas) para expulsar a los bizantinos.

El trágico punto de inflexión demográfica ocurrió en el año 636 con la invasión árabe. Los mahometanos, que en Península Arábiga acaban de exterminar a la comunidad judía, provocaron una sostenida emigración hebrea.

Exilados los judíos por la fuerza, el primer censo poblacional de Palestina (1525) reveló una población de 123.000 habitantes, de los cuales 80.000 eran musulmanes. Nótese que “mayoría musulmana” en el territorio era exigua, y en un país virtualmente despoblado.

El retorno de los judíos a su tierra ancestral estuvo durante siglos explícitamente prohibido. En base un nuevo censo (1922), se publicó el Informe Hope Simpson (1930), que reveló una población de Palestina de 485.000 musulmanes (75%), 85.000 judíos (13%) y 70.000 cristianos (11%). En el momento en que la inmigración judía dejó de ser ilegal, y se les permitió retornar a su solar histórico, volvieron a ser la gran mayoría. La población actual de Israel es de 9 millones y medio, siendo judíos casi el 75 por ciento. Ningún territorialismo había tenido éxito; la corona había quedado  reservada para el renacimiento en Sion.

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