El Catoblepas · número 208 · julio-septiembre 2024 · página 4
Ideas sobre las armas, la guerra y la paz:
La paz, fin de la guerra y bien supremo (2)
José Antonio López Calle
La filosofía política del Quijote (XVI). Las interpretaciones filosóficas del Quijote (79)
La segunda tesis capital sobre las armas y la guerra que formula don Quijote es que su fin es la paz, una tesis cuyo origen se remonta a Platón, el primero que se sepa en proponer la paz como fin de la guerra, al declarar que el verdadero político o el auténtico legislador no es el que dispone la paz con miras a la guerra, sino más bien la guerra con miras a la paz, en caso de que tenga que ordenar la guerra{1}, aunque la fórmula en que la recoge don Quijote procede de Aristóteles{2} y que Cervantes también defiende en otras obras suyas.{3}
No es necesario suponer que Cervantes leyese a Aristóteles o los pasajes pertinentes de su Política, pues la doctrina aristotélica sobe la guerra y la paz, gracias a su adopción por san Agustín{4} y santo Tomás{5} era tan influyente que impregnaba la atmósfera intelectual de la época y se podía encontrar formulada o simplemente mencionada en escritos de todo género, desde luego en los de los filósofos y teólogos, como Vitoria, Sepúlveda, Mariana y Suárez, pero también en los de tratadistas políticos, juristas, militares e incluso en las obras de poetas y literatos entre los que descuella Alonso de Ercilla{6}, cuyo pensamiento sobre la guerra y la paz es, en todos los aspectos, muy semejante al de Cervantes.
En definitiva, la idea de la paz como fin de la guerra o de las armas se había convertido en un tópico de la literatura del siglo XVI, y siguió siéndolo después del tiempo del Quijote, con el que uno podía encontrarse en la literatura más orientada a tratarla, pero también en los lugares más insospechados{7}.
Es en la segunda fase de su argumentación, luego de haber refutado la tesis de quienes sostienen la irracionalidad de las armas y la guerra y haber establecido que éstas requieren tanto la fuerza corporal como las cualidades del entendimiento y del espíritu humanos, cuando don Quijote se dispone a abordar la supremacía de las armas sobre las letras. Y es la urgencia de establecer sobre bases firmes esta tesis la que le conduce a echar mano de la idea aristotélica acerca de la paz como objetivo de las armas como su mejor defensa. Pero ahora las letras con las que se comparan las armas, ya no son todas las letras, los saberes o ciencias en general, en cuanto letras humanas, como sucedía en la primera parte de su argumentación; no son desde luego las letras divinas (es decir, la teología), que, por tener por blanco llevar y encaminar las almas al cielo, se excluyen de entrada del debate, lo que recuerda la similar operación de exclusión de Descartes de la teología poco más de dos decenios después en el Discurso del método, ni tampoco las letras clásicas o modernas o las humanidades, sino, como advierte el propio don Quijote, aquéllas se comprimen a las leyes o derecho, una operación con la cual el discurso de don Quijote gana, como ya advertimos, en contenido y alcance político, pues ahora el análisis comparativo se cierne sobre dos elementos constitutivos del Estado, las leyes y las armas. Dicho esto, es importante destacar que don Quijote se apresta a construir su primer argumento en pro de la superioridad de las armas sobre las letras humanas, que no son otras que las leyes, de forma muy cuidadosa, a la manera de un aristotélico o escolástico seguidor de Aristóteles, y no sólo porque es doctrina aristotélica aquella con la que don Quijote trata de determinar la preeminencia de las armas sobre sus rivales, sino porque el mismo planteamiento del argumento, el criterio o principio sobre el que se construye es también aristotélico.
En efecto, don Quijote confronta las armas y las letras en cuanto a su finalidad, en cuanto al valor de ésta; pero la idea que maneja don Quijote sobre la determinación del valor del fin de un objeto es, siguiendo a Aristóteles, que su valor depende de la nobleza o excelencia del fin perseguido, una idea que el filósofo griego utiliza y formula en diversos lugares{8} y que don Quijote reexpone así: “Aquella intención se ha de estimar en más que tiene por objeto más noble fin”.
Sin embargo, con estos elementos, cuya fuente es inequívocamente aristotélica, no se puede completar este primer argumento de don Quijote en pro de la primacía de las armas, pues falta dar contenido a la idea aristotélica de que el valor de un fin depende de su excelencia. Hasta ahora todo lo que tenemos es esto: en lo que atañe a su fin, el arte y ejercicio de las armas aventajan al de las letras o leyes, porque su fin, que es la paz, es más alto y más digno que el de las leyes, que es la justicia. Pero con esto no se ve claro por qué el fin de las armas haya de ser más noble o digno que el de las leyes; lo que sí está claro es que don Quijote coloca la paz por encima de la justicia, pero, dado que ello no es nada obvio, es gratuito afirmarlo sin una razón adicional que lo justifique. Y es aquí donde entra en juego una tercera pieza de la construcción del argumento, que viene a resolver este asunto: se trata de la tesis tomada de san Agustín de que la paz es el sumo bien,{9} que en palabras de don Quijote reza así: “Es el mayor bien que los hombres pueden desear en esta vida”.{10} Ahora sí tenemos el argumento completo: el arte y ejercicio de las armas supera al de las leyes, porque su fin, que es la paz, en tanto ésta es el bien supremo, es más excelso que el de las leyes, que es la justicia. Don Quijote supone, pues, que la justicia, con ser importante, es un bien de menor rango que la paz, subordinado a ésta, que, como dirá más adelante, es un bien tal que permite la germinación de los demás bienes y por tanto sin paz la justica es imposible. He aquí el argumento hasta aquí explicado conforme a la exposición de don Quijote:
“Siendo, pues, así que las armas requieren espíritu como las letras, veamos ahora cuál de los dos espíritus, el del letrado o el del guerrero, trabaja más, y esto se vendrá a conocer por el fin y paradero a que cada uno se encamina, porque aquella intención se ha de estimar en más que tiene por objeto más noble fin. Es el fin y paradero de las leyes (y no hablo ahora de las divinas, que tienen por blanco llevar y encaminar las almas al cielo, que a un fin tan sin fin como éste ninguno otro se le puede igualar: hablo de las letras humanas, que es su fin poner en su punto la justicia distributiva y dar a cada uno lo que es suyo) entender y hacer que las buenas leyes se guarden. Fin por cierto generoso y alto y digno de grande alabanza, pero no de tanta como merece aquel a que las armas atienden, las cuales tienen por objeto y fin la paz, que es el mayor bien que los hombres pueden desear en esta vida”. I, 37, 392-3.
Don Quijote no da por obvia la tesis sobre la paz como el sumo bien, sino que trata, a su vez, de justificarla con una doble argumentación: argumentos de autoridad, como era frecuente en aquel entonces en todo el mundo cristiano, basados en citas bíblicas; y un argumento racional de peso: lo que hace de la paz el bien supremo es, según don Quijote, el que se trata de un bien previo a cualquier otro bien, esto es, un bien generador de los demás bienes, sin el cual éstos no pueden darse ni fructificar ni florecer; tal es lo que don Quijote quiere decir con sus poéticas palabras al declarar que la paz es “joya que sin ella en la tierra ni en el cielo puede haber bien alguno”. He aquí esta parte agustiniana, en tanto desarrollo y fundamentación de la idea de la paz como bien supremo, del argumento de don Quijote:
“Y, así, las primeras buenas nuevas que tuvo el mundo y tuvieron los hombres fueron las que dieron los ángeles la noche que fue nuestro día, cuando cantaron en los aires: ‘Gloria sea en las alturas, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad’; y a la salutación que el mejor maestro de la tierra y del cielo enseñó a sus allegados y favoridos fue decirles que cuando entrasen en alguna casa dijesen: ‘Paz sea en esta casa’; y otras muchas veces les dijo: ‘Mi paz os doy, mi paz os dejo, paz sea con vosotros’, bien como joya y prenda dada y dejada de tal mano, joya que sin ella en la tierra ni en el cielo puede haber bien alguno. Esta paz es el verdadero fin de la guerra, que lo mismo es decir armas que guerra. Prosupuesta, pues, esta verdad, que el fin de la guerra es la paz, y que en esto hace ventaja al fin de las letras […]”. I, 37, 393
Pero ¿qué clase de paz es ésta de la que habla don Quijote como verdadero fin o meta de la guerra? Parece lógico pensar, habida cuenta de la tradición filosófica en que se inscribe esta doctrina, que no es otra, como hemos visto, que la de la filosofía aristotélica y escolástica, que esa paz, como fin particular y específico de cada guerra, no puede ser otra que la paz que el vencedor impone con su victoria y esa paz es evidentemente una paz política, dotada de un contenido político definido, que no puede ser otro que el orden político mantenido, restablecido o sustituido por un nuevo orden por el vencedor en la guerra.
Sin embargo, podría parecer, a jugar por las citas evangélicas con que don Quijote respalda su tesis y por la frase “Esta paz es el verdadero fin de la guerra”, donde “esta paz” se refiere a la paz definida en las citas evangélicas, que la paz de que habla don Quijote no es la paz política, sino la paz evangélica. Esta posición o exégesis la planteó Gustavo Bueno en La vuelta a la caverna. Terrorismo, Guerra y Globalización en estos términos:
“Muy poco tiene que ver, por tanto, la fórmula que utilizamos –la Paz es el fin de la Guerra– con la fórmula, que corre desde siglos, en boca de millones de personas, y que encontramos también expresada casi literalmente en el Discurso de las armas y las letras de Don Quijote. Porque lo que Don Quijote (que acaba de citar muchas “letras sagradas”, evangélicas) dice en esta ocasión es lo siguiente: ‘Esta paz es el verdadero fin de la guerra’. Y ‘esta’ va referida inequívocamente a la paz evangélica, es decir, por tanto, a una paz poética. Por ello tampoco puede identificarse la afirmación de Don Quijote –como hacen muchos eruditos, después de sustituir el adjetivo ‘esta’ por el artículo ‘la’: ‘la Paz es el verdadero fin de la Guerra– con la tesis aristotélica de la Política, 1334 a15 […]. En efecto, la fórmula aristotélica está a cien leguas, por no decir a diez mil, de las tesis del pacifismo poético, y, desde luego, del pacifismo evangélico, del pacifismo de Erasmo, por ejemplo”.{11}
En el tránsito del tratamiento de este asunto en La vuelta a la caverna al comentario del discurso de don Quijote de las armas y las letras en España no es un mito, modifica su interpretación Gustavo Bueno: abandona su exégesis del pasaje mentado como una apología de la paz evangélica y ahora sólo ve en todo el discurso de don Quijote una apología de la paz como paz política, aunque no alude a su cambio de parecer ni explica las razones de la adopción de la nueva posición. Estamos convencidos de que la posición de Gustavo Bueno en La vuelta a la razón era errónea. Y puesto que podría inducir a cualquier otro a interpretar el discurso de don Quijote en la línea de la paz evangélica o del pacifismo evangélico usando como pretexto las letras sagradas evangélicas a que se acoge don Quijote, vale la pena discutir el asunto para cerrar el paso a una exégesis que, como esperamos hacer ver, es contraria al sentido real del discurso de don Quijote sobre la paz por la guerra. Hay varias razones principales por las que la idea de don Quijote sobre la paz como el verdadero objetivo de la guerra ha de interpretarse en el sentido de paz política y no de paz evangélica, que sería una suerte de paz religiosa o espiritual.
En primer lugar, cabe invocar la tradición filosófica aristotélica y escolástica en que se enmarca la tesis de don Quijote, una tradición, en la que, como decíamos más atrás, cuando se habla de la paz como objeto de la guerra, desde Aristóteles, pasando por san Agustín y Santo Tomás, hasta las grandes figuras de la filosofía española de los siglos XVI y XVII, se está hablando de la paz en su sentido político, como paz política. No hay razón alguna para pensar que Cervantes se desvíe de esta tradición, a pesar, como veremos, de las referencias a los Evangelios.
En segundo lugar, las referencias ilustrativas a lo largo de todo el discurso de las armas y las letras son referencias relativas al arte y ejercicio reales de las armas y de situaciones reales de guerra como hecho político (y no a armas en el sentido literario, moral o espiritual de armas de combate de los vicios o las pasiones, ni tampoco a la guerra como una guerra moral o espiritual contra los vicios), por lo que la paz de la que se habla no puede ser sino una paz política que pone fin a la guerra. Así, por ejemplo, en el pasaje en que expone el argumento en que se exalta la racionalidad de las armas, como propias de un ser dotado de entendimiento y de espíritu, se alude al guerrero que tiene a su cargo un ejército o a la defensa de una ciudad sitiada para indicar que ambas cosas requieren el trabajo tanto del espíritu como del cuerpo. En la exposición de los trabajos de los que profesan las armas, para mostrar que son mayores que los que sufren los letrados, don Quijote describe las penalidades del soldado en la guerra, que parecen tomadas de la experiencia autobiográfica del propio Cervantes con o en la guerra en sus años de soldado (I, 38,395), y las acciones de guerra en las que el soldado está a pique de perder la vida (I, 38, 396-7); y finalmente, el sentido político de la guerra y de la paz que de ella resulta no puede estar más patente en la exposición del segundo argumento (sería contradictorio suponer que, mientras su primer argumento aboga por la paz evangélica, este segundo aboga, en cambio, por la paz política) en pro de la preeminencia de las armas sobre las letras, pues aquí don Quijote argumenta que de las armas depende la defensa de las repúblicas, la conservación de los reinos, etc., y que sin ellas las repúblicas, los reinos, las ciudades, etc., estarían sujetos al rigor y expuestos al caos y a la confusión (I, 38, 396). A la luz de todo esto, la paz como fin de la guerra, ¿qué puede ser sino una paz política?
Y, por cierto, estos últimos ejemplos escogidos por don Quijote permiten rechazar, dicho sea de paso, la tesis de quienes, como Maravall,{12} sostienen que la paz por las armas de don Quijote, aunque paz política, sería más bien una paz lograda frente a los que la alteran desde dentro de la sociedad política, frente a los perturbadores internos, y niega que esa paz por las armas sea una paz traída por las armas frente a una amenaza o quebrantamiento de la paz por parte de fuerzas militares ajenas. Pero don Quijote habla de la defensa y conservación de repúblicas y reinos por las armas, sin entrar en distingos entre amenazas o ataques externos e internos a la paz, lo que da a entender que lo relevante es que las armas garantizan la paz de las repúblicas y reinos, tanto si la amenaza a la paz del orden político vigente viene de enemigos externos como de internos. Es más, dado que normalmente las repúblicas o reinos suelen estar amenazados más por fuerzas enemigas extranjeras que internas, es más probable que cuando don Quijote habla de la paz por las armas de repúblicas y reinos esté pensando preferentemente en las amenazas externas a su paz.
En tercer lugar, la apelación a las letras sagradas evangélicas por don Quijote no tiene por qué entenderse como una defensa por su parte de la idea de la paz como una paz evangélica y no política. Puede entenderse simplemente que don Quijote, como cristiano y como era frecuente en su tiempo, busca un respaldo a la idea de la paz como paz política en una fuente de autoridad tan prestigiosa para él, por su condición de cristiano, como los Evangelios, porque piensa que la paz proclamada en éstos es una paz tan general e indeterminada que cubre toda forma de paz, y, entre ellas, por supuesto la paz espiritual o religiosa, la paz interior de los espíritus, la tranquilidad de las almas, pero también una paz tan importante como la paz política, la cual posibilita y facilita además el cultivo de la primera.
Es cierto que los pasajes evangélicos aducidos por don Quijote, extraídos, el primero, del Evangelio de Lucas (Lc, 2, 13-14), el segundo, del de Lucas o Mateo (Lc, 10, 5; Mt, 10, 12-13) y el tercero, del de Juan{13}, pueden interpretarse en el sentido de proclamación de una mera paz evangélica, incluso de una exclusiva y excluyente paz evangélica, utilizada como base de un pacifismo evangélico extremo, incompatible con el pacifismo político como paz por las armas, cuyo exponente más conspicuo fue Erasmo.
En efecto, los mismos pasajes evangélicos citados por don Quijote en defensa de la idea de la paz como fin de la guerra y como sumo bien, los esgrime Erasmo como fundamento de un pacifismo religioso extremo. En su Querella de la paz los mentados pasajes se erigen en parte central de la interpretación de Erasmo del cristianismo como una religión y doctrina de la paz incompatible con las armas. Vale la pena citar el texto completo en que Erasmo comenta los pasajes evangélicos alegados por don Quijote, y además siguiendo casi el mismo orden que don Quijote, para que se observe la hábil y efectista manera como los utiliza en favor de su posición:
“Ruégote, príncipe cristiano, si eres cristiano de veras, que pares mientes en la figura de tu Príncipe; observa cómo inauguró su reinado, cómo anduvo por los caminos terrenales, cómo salió del mundo. Luego, al punto, entenderás cómo quiere que te comportes, conviene, a saber: que las cifra y compendio de todos tus afanes sean la concordia y la paz. ¿En el nacimiento de Cristo tañen los ángeles broncas y bélicas trompetas? [referencia al anuncio de la paz por los ángeles en Lc, 2, 13-14] Sonido de trompas y de cajas oyeron los judíos a quienes les estuvo permitido guerrear. Tales eran los auspicios que convenían a aquellos en quienes parecía bien odiar a los enemigos. Mas para las gentes de paz, muy otra es la canción que entonan los ángeles de paz. ¿Acaso tocan las armas? ¿Por ventura prometen victorias, triunfos, trofeos? No. ¿Pues qué es lo que hacen? Pregonan anuncios de paz […], y no los pregonan para quienes respiran guerras y matanzas, que con júbilo feroz empuñan armas, sino a quienes, por su buena voluntad, tienen propensión a la concordia […].
Dime: Llegado ya Cristo a la edad adulta, ¿qué otra cosa enseñó, qué otra doctrina profesó, sino la disciplina de la paz? Con agüeros de paz saluda a los suyos: ‘Paz para vosotros’ [Jn, 20, 19-21, que se corresponde con la última parte de la tercera cita de don Quijote] y prescribe a los suyos esta fórmula de salutación como la única digna de cristianos […]. Luego de haberla Cristo recomendado en todo el discurso de su vida, para mientes con cuánta solicitud la recomienda en el trance supremo de la Pasión [en realidad, no es en este trance, sin en el de la última cena, durante el sermón pronunciado en esta ocasión, cuando la recomienda]: ‘[…] Mi paz os doy; mi paz os dejo’ [Jn, 14, 27] ¿Oísteis lo que deja a los suyos? ¿Les deja escolta? ¿Les deja gobierno? […] Nada de todo esto. En conclusión, ¿qué les deja? Les da la paz, les deja paz, paces con los amigos, paces con los enemigos”.{14}
Erasmo vuelve a comentar, junto a otros, esos mismos textos evangélicos en La guerra es dulce para quienes no la han vivido (Dulce bellum inexpertis), aunque alterando el orden, primero se ocupa de las citas del Evangelio de Juan y luego de la cita del Evangelio de Lucas, con el mismo propósito de probar que el cristianismo es una religión de paz y contraria a la guerra.{15}
Pero esos mismos pasajes, utilizados del modo que hemos visto por Erasmo como ariete contra la guerra, para declarar su ilicitud para un cristiano, y en pro de una paz cristiana, la paz de Cristo, según lo que él interpreta como el verdadero evangelio o doctrina de Cristo, se puede interpretar igualmente como textos conformes con la doctrina suscrita por don Quijote sobre la paz como fin de la guerra, como una paz política, y de su licitud para un cristiano, siempre que se emprenda con este fin y no se desvíe de él. Esto es lo que, a nuestro juicio, hace don Quijote o Cervantes, que en este proceder no hace sino seguir el ejemplo de otros autores que habían sostenido la conformidad con las letras sagradas de los Evangelios de la doctrina acerca de la paz como paz política, como la paz del vencedor en el campo de batalla que con ella impone el orden político preexistente que se pretendía alterar o uno nuevo si el vencedor se proponía cambiarlo.
Un eminente representante en la filosofía española de esta línea de pensamiento es Sepúlveda, un aristotélico de corte tomista. Pues bien, Sepúlveda, que prácticamente se sitúa en una posición diametralmente opuesta a la de Erasmo, no tiene ninguna dificultad en interpretar los mismos textos evangélicos alegados por don Quijote y que hemos visto comentar a Erasmo, como concordes con la doctrina de la paz como paz política. Sepúlveda arranca su Demócrates segundo, como preludio a la defensa tanto de la tesis de la paz como fin de la guerra como de la doctrina de la guerra justa, con un planteamiento asombrosamente similar al de don Quijote. Parte, al igual que éste, de la exaltación de la paz como el máximo o sumo bien a través de su portavoz en el diálogo, Demócrates, una idea que respalda con la cita, al inicio del Evangelio de Lucas, sobre el anuncio de la paz por los ángeles, una idea con la que está de acuerdo su principal interlocutor, Leopoldo, partidario de un pacifismo evangélico similar al de Erasmo (de hecho, en ocasiones utiliza argumentos claramente tomados de Erasmo), que a su vez respalda con su correspondiente cita evangélica, que coincide con la segunda de don Quijote, la procedente del evangelio de Mateo (Mt, 12, 12), reforzada con otra tomada del Antiguo Testamento (Lev, 26,6; y Sal, 33,15), pero todo esto no va a parar a ser la apología de una paz como paz evangélica, sino que Demócrates se encarga de encarrilar este planteamiento de común exaltación de la paz como sumo bien, a la manera de don Quijote, para que sea la preparación de una defensa de la paz como paz política, resultado de una guerra realizada por causas justas y necesarias. He aquí esta parte del diálogo entre Demócrates y Leopoldo:
“Demócrates.– A mi juicio no pedimos don pequeño o liviano, sino el máximo bien, cuando en la Misa, evocamos las palabras pronunciadas por el Ángel: “Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres”.
Leopoldo.– Llena está de tales testimonios la sagrada Escritura. Pues ¿qué otra cosa mandó Cristo a sus apóstoles, cuando entraban en las casas, sino que pidiesen la felicidad con aquella frase prescrita: “Paz a esta casa”, y aquella otra: “Os daré paz en vuestros confines, busca paz y persíguela?” ¿No indican tales frases que en la paz se halla el sumo bien? A pesar de esto, veo con asombro que algunos reyes cristianos jamás deponen las armas y se hallan tan constantemente en guerra, la que parece que se deleitan en las mismas luchas y discordias”.{16}
Pero, por si a Leopoldo se le ocurriese usar los mentados pasajes evangélicos como fundamento de una paz evangélica y de un pacifismo erasmista, a lo que parece dar pie con su observación, en la línea de Erasmo, de que las guerras constantes entre los reyes cristianos son contrarias a la doctrina de la paz que exhalan las precedentes citas evangélicas, inmediatamente le sale al paso Demócrates en defensa de la paz como fin de la guerra, de una guerra emprendida por causas justas e incluso necesarias, lo que da a entender que la paz enseñada y anunciada en los Evangelios y demás letras sagradas, es congruente con la paz como paz política, fruto de la guerra, y que, por tanto, de acuerdo con ello, las guerras entre los reyes cristianos no todas son disconformes con las enseñanzas evangélicas sobre la paz, sino sólo aquellas que no se emprenden buscando la paz y ni por causas justas y necesarias. He aquí las palabras de Demócrates:
“Demócrates.– Es capital distinguir entre el caso de quien, emprendiendo una guerra por causas justas y aun necesarias, la lleva a cabo [...], y el de quien se deleita con la propia guerra, sea cual sea su causa […]. Lo primero es propio de un varón magnánimo y valeroso […]; lo segundo, en cambio, es propio de hombre turbulento y ajeno por completo […] a todo sentimiento humanitario. Así, la guerra jamás se ha de apetecer por sí misma, lo mismo que el hambre, la pobreza, el dolor y otros males parecidos. Pero así como estas desgracias, que acarrean molestias sin deshonra, son aceptadas a veces […] con la esperanza de algún gran bien, del mismo modo los mejores príncipes se ven obligados a admitir la guerra, para conseguir grandes beneficios y a veces por necesidad; pues la guerra […] se ha de hacer […] de tal manera, que ‘no parezca, sino un medio para lograr la paz’ [Ética a Nicómaco, 1177 b 6; Política, 1334 a 2-15]. En suma, nunca ha de emprenderse sino después de madura deliberación y motivada por causas justísimas y hasta necesarias. ‘La guerra, dice San Agustín, debe ser de necesidad, para que de la necesidad nos libre Dios y nos conserve la paz, pues no se busca la paz como medio para la guerra, sino la guerra como medio para la paz’”.{17}
Pues bien, del mismo modo hay que enjuiciar la posición de don Quijote. Si, según Sepúlveda, los anuncios evangélicos de paz no contradicen la doctrina de la paz como fin de la guerra o como paz política, no hay razón alguna para pensar que el uso de don Quijote de esos mismos anuncios evangélicos vaya en contra de la idea de la paz como paz política; su firme afirmación, que hasta por tres veces repite{18} en un corto espacio, de la idea de la paz como fin de la guerra, esto es, de la paz por las armas o por la guerra, que sólo es inteligible a la luz de la tradición de la filosofía aristotélico-escolástica de la guerra y la paz, en la que ésta no es sino una paz política, no permite pensar otra cosa.
En cuarto lugar, carece de sentido utilizar la fórmula de la paz como fin de la guerra como expresión de la paz evangélica, porque ésta no puede ser el fin de guerra alguna, sino la negación de la guerra. Esto es bien visible en el caso de Erasmo, quien, en su interpretación del cristianismo como religión de la paz y contraria a la guerra, jamás emplea la fórmula de la paz como fin de la guerra, pues ello implicaría admitir que la paz evangélica es producto de la guerra, que se instaura por medio de ésta. Para los abogados de la paz evangélica, como Erasmo, la paz sólo puede llegar mediante la adopción por el cristiano de un espíritu y conducta cristianos inspirados en las enseñanzas de Cristo y en el rechazo a la guerra. Pero don Quijote no la rechaza, sino que la aprueba en tanto se encamine a la paz, pero una paz así no puede ser, pues, la paz evangélica.
Por último, la idea de la paz como paz evangélica, como paz espiritual que ha de regir las almas de los cristianos y sus relaciones entre sí, es incongruente con el conjunto de la argumentación de don Quijote en pro de las armas ya examinada. No cuadra, en efecto, con la paz evangélica equiparar la racionalidad de las armas a la de las letras, ni tener las armas como cosa del reino del espíritu, ni declarar que las armas sean el sostén de la paz, si lo que defiende y busca don Quijote es una paz evangélica, pues, de acuerdo con la interpretación de la doctrina cristiana como apología de un pacifismo integral y extremo, a la manera de Erasmo (aunque, como se verá, no fue un pacifista tan extremo como se le suele pintar), ni las armas son racionales, sino una locura, ni las armas cosa del espíritu, sino degradantes de éste, ni la paz puede venir de la guerra, sino de su negación, del rechazo a hacerla o a participar en ella.
En suma, por las razones aducidas se ha de concluir que don Quijote no es un militante de la doctrina de la paz evangélica, ya sea en la versión de Erasmo o de alguno de sus seguidores, sino de la doctrina aristotélica sobre la paz como paz política, encarnada en el orden político impuesto por el Estado o bando vencedor.
Además, antes de cerrar esta sección, queremos destacar una idea que se ha mentado de pasada: se trata de la cuestión de la licitud de las armas de acuerdo con la doctrina cristiana o de su compatibilidad con ésta, una cuestión muy debatida a lo largo de todo el siglo XVI. Hasta el propio santo Tomas expuso su doctrina sobre la guerra precisamente en el marco cristiano de la licitud de la guerra, así es precisamente como se titula el artículo mentado que le dedica en la Suma teológica. Pues bien, el Quijote no escapa a esta disputa y, aunque no se trata de frente, algunos de sus pasajes se hacen eco de aquélla y precisamente uno de ellos es el que hemos comentado que recoge las citas evangélicas en pro de la paz; en efecto, el recurso de don Quijote a esas citas evangélicas para reforzar la doble tesis de la paz como fin de la guerra y como sumo bien tácitamente sugiere que el oficio de las armas y, por tanto, de la guerra no es contrario a la doctrina cristiana, sino lícito y conforme con ella.
Tan lícito y conforme con ella es que, en otro lugar, don Quijote llega a considerar a los soldados como brazos armados de Dios. Se trata del pasaje en que compara a los soldados y caballeros con los cartujos y, luego de diferenciarlos señalando que, mientras los religiosos se limitan a pedir al cielo el bien de la tierra, los primeros lo defienden con el valor de sus brazos y el filo de sus espadas, concluye afirmando que los soldados y caballeros son “ministros de Dios en la tierra y brazos por quien se ejecuta en ella su justicia” (I, 13, 112). Difícilmente se puede afirmar con más claridad y contundencia la legitimidad cristiana de la profesión de las armas que con esas palabras, las cuales tienen su fuente más remota en la doctrina de san Pablo expuesta en la Epístola a los Romanos,13, 1-5, donde, luego de establecer que la autoridad política está instituida por Dios, se dice, según la versión latina de la Vulgata, que el gobernante o el magistrado “no en vano lleva espada, pues es un ministro de Dios para hacer justicia y castigar al que obra el mal” y que los que ejercen la autoridad son “funcionarios de Dios.”{19}
Los autores españoles de la época, en su búsqueda de respaldo neotestamentario a la tesis de la licitud de las armas y de la guerra para el cristiano, solían seguir a la Vulgata en la cita de este pasaje, como Vitoria, que, al igual que don Quijote, ve al soldado cristiano que desenvaina la espada como “ministro de Dios”,{20} y Sepúlveda, para quien el gobernante armado de espada o que está al mando de gente armada en el ejercicio de su función es, siguiendo a san Pablo, igualmente que para Vitoria, “ministro de Dios.”{21} Es difícil encontrar en todo el Nuevo Testamento una justificación más inequívoca del carácter cristiano del oficio de las armas y del derecho del poder político a usarlas que en estos textos paulinos, de los que las palabras de don Quijote no son sino una paráfrasis, unos textos que incluso Lutero no dudaba en considerar como el principal testimonio de todo el Nuevo Testamento en favor de la tesis de la legitimidad cristiana de las armas y del oficio correspondiente{22}, ni tampoco el mismísimo Erasmo, quien, a pesar de sus prédicas antibelicistas y propacifistas, al final de su vida, en su último escrito sobre la guerra, echa mano del mentado pasaje paulino para justificar también la legitimidad cristiana del oficio de las armas y del derecho a la guerra.{23}
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{1} Cf. Leyes, I, 628 d: “Así tampoco nadie llegaría nunca a ser realmente un político […], ni tampoco llegaría a ser un auténtico legislador, si no legislara los asuntos concernientes a la guerra por la paz más que los relativos a la paz por la guerra”.
{2} Cf. Ética a Nicómaco, X, 7, 1177 b 5-6; Política, IV, 14, 1333 a 35; 1333 b 38-1334 a10;15,1334 a 14-15. A esta última cita de Política, y sólo a ella de las enumeradas, remite en nota a pie de página la edición del Quijote conmemorativa del cuarto centenario de la publicación de la primera parte, dirigida por Francisco Rico, para advertir al lector sobre el origen aristotélico de la doctrina de don Quijote. Pero el primero en analizar el discurso de las armas y las letras de don Quijote como un discurso en el que la doctrina que se expone sobre la guerra y la paz es la doctrina de Aristóteles ha sido Gustavo Bueno en la última sección de “Don Quijote, espejo de la nación española, España no es un mito, Ediciones Temas de Hoy, 2005, págs. 282-290.
{3} Como en las comedias El gallardo español, en Cervantes, Teatro completo, vv. 2468-9, pág. 87: “Porque el fruto de la guerra / en la paz felicísima se encierra”; y El laberinto del amor, vv. 1226-9, pág. 491: “Cual sin el agua quedaría la tierra/ […] y sin su objeto, que es la paz, la guerra”.
{4} Cf. La ciudad de Dios, XIX, 12, 1: “Con miras a la paz se emprenden las guerras […] Está, pues, claro que la paz es el fin deseado de la guerra”, págs. 581-2 del vol. II de la edición de la BAC, 2001.
{5} Muy influido por Aristóteles, pero más aún, en este asunto, por san Agustín; cf. Suma teológica, II-II (a), q. 40, a. 1, resp. obj. 3: “También quienes hacen la guerra justa intentan la paz”.
{6} Cf. La Araucana, canto 37, 2ª estrofa, v. 5: “Por la guerra la paz es conservada”; o 4ª estrofa, vv. 1-2: “Pero será la guerra injusta luego/ que del fin de la paz se desviare”.
{7} Sobre la idea de la paz por las armas como tópico literario, antes y después de Cervantes, en la literatura no estrictamente filosófica, véase José Antonio Maravall, Utopía y contrautopía en el Quijote, págs. 245-6, donde trae a colación citas ilustrativas de autores diversos, como el padre Marco Antonio de Camos, el jurista y tratadista político Bartolomé Felippe, el escritor militar Vicente Mut y el escritor de misceláneas Cristóbal Suárez de Figueroa; y también Pedro Insua, Guerra y paz en el Quijote, Ediciones Encuentro, 2017, págs. 60 y sigtes., donde se hace eco también de la impregnación general de los medios intelectuales de la época, filosóficos y no filosóficos, de la tesis aristotélica de la paz por la guerra, incluso presente en la obra de poetas, como la ya citada La Araucana de Ercilla.
{8} Como en Ética a Nicómaco, III, 7, 1115 b20.
{9} Cf. La ciudad de Dios, XIX, 11: “Nuestros supremos bienes consisten en la paz” y “Tan estimable es la paz, que […], nada atrae con fuerza más irresistible, nada, en fin, mejor se puede descubrir” págs. 579 y 581 respectivamente de la edición antes citada.
{10} Es interesante observar que este componente agustiniano de la doctrina de don Quijote sobre la paz suele ser omitido o ignorado por los comentaristas del discurso de don Quijote. Gustavo Bueno lo ignora, quizá por estar más pendiente de las fuentes aristotélicas de la doctrina de don Quijote sobre la guerra y la paz. De hecho, en su comentario del discurso de las armas y las letras cita el pasaje que contiene el argumento que estamos analizando, pero, como puede verse en la pág. 286 de su libro ya citado, se salta la frase que recoge la tesis agustiniana y todo el desarrollo ulterior, para cerrar la cita con la segunda afirmación de don Quijote de que la paz es el fin de la guerra. Otro tanto cabe decir del comentario de Pedro Insua, quien, aunque sí cita el texto del argumento completo, sin omitir la frase que contiene la tesis de inspiración agustiniana, pero sí el texto subsiguiente en el que don Quijote trata de fundamentarla, no le presta tampoco ninguna atención, quizá también por estar pendiente ante todo del origen aristotélico de la doctrina sobre la paz como fin de la guerra. El único autor que se refiere al carácter agustiniano de la idea de don Quijote sobre la paz como bien supremo es Heinz-Peter Endress, Los ideales de Don Quijote en el cambio de valores desde la Edad Media al Barroco, Eunsa, 2000, pág. 78, n.55, pero como mera nota erudita a pie de página que no desempeña papel alguno en sus referencias al discurso de don Quijote ni en su análisis de la idea de la paz en el magno libro.
{11} La vuelta a la caverna. Terrorismo, Guerra y Globalización, Ediciones B, 2004, pág. 87.
{12} Op. cit., pag. 246.
{13} En realidad, el tercer pasaje citado por don Quijote es una yuxtaposición de dos pasajes diferentes; la primera parte de la cita: “Mi paz os doy, mi paz os dejo” procede de Jn, 14, 27, aunque invirtiendo el orden de las frases, cuyo orden real es: “Os dejo la paz, mi paz os doy”; pero el añadido que viene a continuación: “Paz sea con vosotros”, pronunciadas por Jesús resucitado en su primera aparición a sus discípulos, está tomado de Jn, 20, 19-21, donde Jesús lo repite dos veces; también aparece en las palabras iniciales del anuncio de Cristo de la paz en Ef, 2, 17. Por cierto, es insólito y una falta de seriedad que la edición crítica del Quijote, a cargo de Francisco Rico, ya citada, no recoja estas aclaraciones y que ni siquiera registre la localización exacta de las citas neotestamentarias de don Quijote, salvo la primera; para las demás se limita a decir que proceden de los Evangelios. Poco mejora las cosas la edición en rústica de Santillana, también a cargo de Francisco Rico –que es la que, recordemos, seguimos, como ya avisamos en otros lugares, para nuestras citas del Quijote–, donde vuelve a repetirse que las citas son de los Evangelios, pero desorienta y mal informa al lector al indicarle que una de ellas es de Mt, 10, 12, etc., pero, como el número de la nota está colocado sobre la tercera y última cita de don Quijote, que, según acabamos de decir, reúne yuxtapuestos dos pasajes diferentes del Evangelio de san Juan, se induce al lector a creer erróneamente que la fuente de ésta es Mt, 10, 12, etc., cuando lo es de la segunda cita de don Quijote.
{14} Querella de la paz, incluida en Obras escogidas de Erasmo, Aguilar, 1956, págs. 973-4.
{15} Cf. op. cit., incluida en Escritos de crítica religiosa y política, de Erasmo, Tecnos, 2008, págs. 157-8. También figura en Obras escogidas de Erasmo, ya citadas, pero esta edición del Dulce bellum inexpertis no es recomendable por la censura a que ha sido sometido este escrito.
{16} Demócrates segundo, o Sobre las justas causas de la guerra, en Juan Ginés de Sepúlveda, Obras completas, III, Exmo. Ayuntamiento de Pozoblanco, 1997, I, págs. 41-2.
{17} Demócrates segundo, I, pág. 42.
{18} La fórmula empleada en la tercera de las veces: “El fin de la guerra es la paz”, es una cita textual de Aristóteles, de Política, IV, 15, 1334 a 14-15: “Télos […] eiréne mèn polémou”.
{19} Hemos seguido la versión de la Vulgata, que es también la usada por Cervantes, en la traducción del término original griego “diákonos”, que significa servidor, criado o ministro y que san Jerónimo tradujo al latín por “minister”, porque así se aprecia mejor la estrecha semejanza entre las palabras de don Quijote sobre el soldado como agente justiciero de Dios y las de san Pablo; pues en otras ediciones de la Biblia, como la Biblia de Jerusalén, se traduce la palabra griega mentada no por “ministro” sino por “servidor”, con lo que la carga fuerte que tiene “ministro” queda un tanto diluido o rebajado en “servidor”.
{20} Cf. Relección segunda sobre los indios, pág. 163.
{21} Cf. su Demócrates o Diálogo sobre la dignidad del oficio de las armas, I, 24, 4, págs. 105-6 de Obras completas, XV, Ayuntamiento de Pozoblanco, 2010.
{22} Cf. “Sobre la autoridad secular: hasta dónde se le debe obediencia”, Escritos políticos, Tecnos, 2001, pág. 38.
{23} Cf. Utilísima consulta acerca de la declaración de guerra al turco, en Erasmo, Obras escogidas, pág. 1008, col. dcha-1009, col. izda.