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El Catoblepas · número 207 · abril-junio 2024 · página 8
Artículos

Dos médicos de Carlos I

Nicolás Marín Pareja

Una aproximación a la filosofía de la medicina a la luz del materialismo filosófico

médicomédico

El siguiente ensayo pretende examinar las conexiones entre la filosofía y la medicina en la época de Carlos I a la luz de algunas nociones del materialismo filosófico y por medio de dos destacados médicos cortesanos. Las obras de Luis Lobera y Andrés Laguna ilustran las intersecciones entre la filosofía y la práctica médica a fines de la Edad Media y los albores del Renacimiento. Desde este contexto, son evaluados en su comprensión de la medicina como una disciplina arraigada en fundamentos materiales, proporcionando un acercamiento desde una perspectiva materialista y ofreciendo una interpretación de su contribución al campo médico.

 
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Nociones preliminares

“Debe ser puro el que penetre en el perfumado templo; la pureza consiste en tener pensamientos santos”
(Porfirio: 1984, 102).

Cabe decir que, a una escala material, hablaremos de medicina y filosofía como configuraciones e instituciones antropológicas inscritas material y empíricamente en las diversas sociedades humanas. Es un hecho que dichas configuraciones se encuentran diferenciadas de otras prácticas contiguas y periféricas, como la religión o la magia, adheridas a otras secuencias operatorias (ritos, ceremonias).

Supondremos, a su vez, que las totalidades aquí expuestas, a saber, el conjunto de corrientes y perspectivas sobre la medicina y la filosofía, despliegan unas líneas que cruzan puntos en común, los cuales son susceptibles de ser examinados a fin de determinar la influencia decisiva de las concepciones filosóficas en la institución médica. Particularmente, nuestro estudio se limitará a una aproximación, desde ciertas nociones del materialismo filosófico de Gustavo Bueno, a las filosofías de dos de los médicos de Carlos I, lo que no obsta de prolongar dichas líneas hasta el presente, estableciendo las pertinentes relaciones actuales entre ambas totalidades.

Lo que queremos afirmar es que medicina y filosofía son dos instituciones,{1} dos configuraciones o categorías antropológicas, que no gozan de una total independencia entre ellas. Por otro lado, dichas configuraciones están insertas en circunstancias históricas y culturales con una serie de características y rasgos propios, determinadas, cristalizadas a través del lenguaje humano. Estas instituciones constituirán un conjunto de leyes normativas que regirán su propio funcionamiento, una racionalidad implícita que servirá como fundamento y sostén de las conductas y costumbres médicas y filosóficas, basadas en la normatividad y repetición. La racionalidad y normatividad dada por las instituciones antropológicas se diferencia esencialmente de las ceremonias etológicas, como, por ejemplo, los procesos curativos (ingestión de plantas para controlar parásitos intestinales, aplicación de tegumentos hechos con insectos, &c.) de heridas abiertas en los grandes simios (Mascaro en alii.: 2022, 112-113). Evidentemente, los mecanismos de aprendizaje, movidos a través de estas instituciones, son los que permiten el control de la racionalidad, es decir, que cabe decir que los humanos somos diferentes a los animales en tanto que poseemos un lenguaje complejo (doblemente articulado), pero dicho lenguaje (dicha racionalidad) no es nada al margen de las instituciones por las cuales dominamos y controlamos tanto a nuestros congéneres como al resto de la animalidad.

Tiene sentido que el propio ejercicio médico sea haya desarrollado en su propia constitución a través de la idea de institución (de la que se deriva, entre otros elementos antropológicos, una normatividad), puesto que tal ciencia práctica, la cual asume un abanico de consideraciones sobre el cuerpo humano, su naturaleza, la salud, la enfermedad, &c., implica la capacidad de transformación de la realidad con el fin de ayudar al paciente y solventar las situaciones de enfermedad. El desarrollo de la actividad médica siempre ha ido de la mano de cierto tipo de organizaciones que determinaban los modos y procederes para desempeñar la labor y las tareas propias de los médicos. Estas organizaciones u organismos, que en la antigüedad dieron origen a las diferentes escuelas médicas de Grecia, cooperaron con el propósito de generar un orden que rigiese en el estudio del cuerpo humano y en las diferentes afecciones que corrompían el equilibrio de aquel.

La medicina no es una ciencia meramente descriptiva, que pueda reducirse a una explicación científico-fenoménica de diferentes realidades, sino que, principalmente, las teorías y concepciones sobre lo saludable y lo enfermo están estrechamente vinculadas con la puesta en práctica de estas ideas, es decir, el enfoque teórico de la medicina es indesligable a la práctica médica, la cual está atravesada por factores sociales, ideológicos, tecnológicos e instrumentales, institucionales, &c., lo que le hace, a su vez, una ciencia prescriptiva. Saunders (2000, 18)expresa que la medicina es inseparable del arte (ars, τέχνη), de la parte artística, como partes integrantes de toda cultura, entendidas así como categorías universales.En la propia práctica médica, en el mismo trato con los pacientes, se precisa de una serie de habilidades morales que están dirigidas al cuidado de los enfermos (empatía, capacidades de escucha, solidaridad), y que suponen una parte fundamental del cuerpo de la medicina como ciencia. Es lo que Saborido (2020, 143-148) expresará en la contraposición entre los conceptos de Φρόνησις (la prudencia a la que todo médico debe tender, tanto en el terreno de lo teórico y lo práctico como en la ética) e ὕβρις (la desmesura, caracterizada por un impulso transgresor, como una falta de humildad o un exceso de soberbia). Además, según Saunders, una perspectiva técnica y práctica de la ciencia médica es inherente al conocimiento objetivo y teórico que de ella se deriva. Su metodología ya implica la aplicación funcional de ese conocimiento (con pretensión de universalidad) en casos particulares, en un ejercicio que entronca con unas ideas filosóficas sobre la naturaleza humana (biología) y sus posibles perversiones o desviaciones del estado original.

Por otro lado, los términos “salud” y “enfermedad”, como veremos a continuación, no son unívocos, es decir, no se posee de ellos una única y definitiva definición, sino que más bien son multívocos, y desde la pluralidad de enfoques y perspectivas de la filosofía de la ciencia médica han ido proliferando multitud de consideraciones sobre los mismos, lo que hace de nuestra tarea un intento de coordinación entre conceptos diferentes de “salud” y “enfermedad”, una suerte de temporal clasificación de las vinculaciones de los diferentes conceptos de salud y enfermedad que han surgido históricamente. El hecho de que la medicina sea una práctica inherentemente normativa hace que su actividad no se dirija únicamente a la comprensión de ciertos sucesos o fenómenos relacionados con nuestro organismo, de un modo contemplativo, sino que al basarse en unas normas, a su vez, éstas sean aplicadas con el fin de transformar ciertos estados que son considerados dañinos o negativos. Esto significa que todo médico, por formar parte de una serie de instituciones que regulan la aplicabilidad técnica de sus conocimientos, sostiene unos criterios (aunque sean en determinados puntos algo vagos y ambiguos, espontáneos) sobre la salud y la enfermedad, ideas basales para la medicina.

Por ejemplo, como un correlato de los grandes avances e innovaciones científicas del siglo XIX y XX, podemos encontrar ciertas posturas que reciben los rótulos de naturalistas, objetivistas, biologicistas, cientificistas, &c., que se caracterizan por sostener que la salud solo corresponde al estado normal de todo organismo, siendo la enfermedad una especie de disfunción o cambio negativo de las propiedades biológicas y fisiológicas (objetivas). En cambio, opuesto a los naturalistas, se encuentra el enfoque holístico, normativista o constructivista, que subraya la importancia de la valoración social y personal (mental) de ciertos estados que posteriormente se estructuran en torno a la ciencia médica bajo los nombres de “salud” y “enfermedad”. Es decir, para este enfoque es de rigor analizar tanto los factores biológicos (objetivos) como un abanico de factores (subjetivos) que confluyen y se intersectan unos con otros (tecnológicos, jurídicos, económicos, religiosos, consuetudinarios, &c.), pudiendo originar diferentes patologías físicas y/o mentales. Por último, podemos encontrar un enfoque ecológico (Dubos) que pone la tilde en la adaptabilidad de los organismos en sus medios entornos, y las posibilidades resultantes (negativas o positivas) de los cambios e intervenciones con el mismo (Kovács: 1998, 39).

Como consecuencia de esta disparidad de concepciones sobre los dos conceptos más importantes de la medicina podemos llegar a la conclusión de que la “salud” o la “enfermedad” no son fenómenos claros y distintos, que sean aprehensibles de un único modo. Tanto la normalidad y la funcionalidad biológica, la estructura por la que disponemos nuestros valores y juicios, como las relaciones de adaptabilidad con nuestro entorno, pueden enseñarnos caminos trazados hacia estos difíciles conceptos, los cuales no agotan la realidad médica.

¿Y por qué hemos acentuado el análisis de la filosofía, en vez de la medicina, de estos médicos de la corte de Carlos I? Porque, al estar cruzadas en diversos puntos filosofía y medicina, nos hemos ocupado de las ideas que fueron entretejiendo las prácticas médicas, es decir, aquellas ideas filosóficas que sirvieron como fundamento teórico al ejercicio médico. Por eso, dicho examen filosófico trasciende las diferentes ideas que puedan tener los médicos sobre sí mismos. Las ideas de salud y enfermedad desbordan la propia práctica médica, junto al conjunto de ideas por las que los profesionales de la salud complementan y determinan su oficio. Esto solo significa que “salud” y “enfermedad” son, antes que nada, ideas filosóficas, y por ello no se agotan en las modalidades de medicina actualmente existentes.

Lo que queremos destacar es que el conocimiento de la realidad (del “mundo”) no es algo independiente de las acciones y operaciones por las que transformamos y construimos dicha realidad. Las ideas sobre la naturaleza, el cuerpo humano, la salud o la enfermedad que han sido operativas en otras épocas no pueden ser examinadas al margen de las acciones humanas que las posibilitaron, puesto que el estatuto de realidad siempre se da en base a las capacidades de transformación. Podría decirse que nuestros modos de operar y transformar la realidad (técnicas y ciencias) nos hacen elaborar una especie de tejido de ideas por el que “comprendemos” la realidad/mundo (filosofía como saber de segundo grado). La realidad siempre es la realidad humana (el mundo siempre es a escala antropológica), precisamente porque este “mundo” no se corresponde con la Tierra o la realidad total (una realidad en grado cero, una puesta entre paréntesis radical, si es que pudiese ser esta idea posible), sino que es una realidad construida (como un mosaico, como un mapa) a través de las técnicas y las ciencias, ligadas, a su vez, a determinados contextos sociales, históricos y culturales.

Nosotros, asumiendo el implícito desafío de Glaucón, médico cuyos argumentos sirven a Plutarco (1986, 123-124) como recurso por el que proponer sus Consejos para conservar la salud, intentaremos dar la vuelta a las tesis que sostienen que, debido a las profundas incompatibilidades entre la ciencia médica y la filosofía, ambas disciplinas son irreconciliables. Entre las intersecciones posibles, Glaucón solo concibe aquella que se da en grado cero, en donde la filosofía no comparte ningún elemento en común con la medicina, puesto que los temas tratados por dichos saberes son insolubles los unos con los otros. Más bien, siguiendo las disposiciones galénicas del buen médico como buen filósofo, examinaremos la figura del médico desde la perspectiva del pepaideuménos, del médico intelectual cuyos conocimientos no se reducen a los de su disciplina, pues “un médico que solo sabe de medicina, ni de medicina sabe” (Letamendi dixit). Para Galeno, el médico que quiera merecer tal calificación deberá conocer los tres grandes bloques por los que se divide la filosofía: la lógica para deducir conclusiones correctas discurriendo científicamente y sin operar con aporías o quimeras, la física correspondiente a la anatomía del cuerpo humano (en donde se localizan las enfermedades y patologías), y la ética, es decir, el ejercicio de la prudencia y la moderación codificadas por la teoría platónica, expuesta en el Protágoras, de la indivisibilidad de la virtud, “porque todas ellas van juntas y no es posible que el que conquista una, sea cual sea, no tenga a la vez todas las demás acompañándola como si estuviesen anudadas con una única cuerda” (Galeno: 2008b, 63).

 
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Intersecciones entre medicina y filosofía

2.1. Galenismo escolástico-arabizado y humanismo médico

Aunque no estuviesen, en su estatuto científico, claramente definidas todas las especialidades médicas, no puede obviarse que las temáticas tratadas en las obras de los médicos modernos (siglos XV y XVI) estaban medianamente clasificadas, recortadas respecto a otras especialidades. Sin embargo, debemos destacar que estas especialidades, cada una de ellas en su propia constitución, están enmarañadas a otras especialidades cuyos contornos quedan recortados en función de tal conexión. Por ejemplo, los contornos de especialidades médicas como la fisiología, la anatomía y la patología se encuentran difusos en tanto que sus parcelas o campos científicos construyen “zonas de confluencia”, en donde se trazan las relaciones entre las diferentes especialidades (causalidad, funcionalidad, soporte, &c.); estas especialidades no serán estudiadas estrictamente (en desconexión con otras disciplinas) hasta el siglo XIX. En otras ocasiones, los límites de las especialidades médicas cruzan el ejercicio profesional, como en el caso de los cirujanos (barberos) y los médicos de cátedra, siendo más nítidas sus determinadas parcelas.

La fisiología tradicional (galenismo escolástico arabizado), ya suficientemente expuesta a través de la filosofía hipocrática (elementos, temperamentos, doctrina de la mezcla y los humores, facultades, procesos humorales de cocción o evacuación, crisis, &c.), se prolongará hasta el siglo XVIII, particularmente hasta las perspectivas revisionistas de Martin Martínez (1684-1734), Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764) o el padre Antonio José Rodríguez (1703-1777), filósofos partidarios de la experiencia frente al dogma (Granjel: 1962, 104-105). En cuanto al saber anatómico, cuya primera cátedra será creada en 1550 en la Universidad de Valladolid, debemos subrayar que los dos primeros tratados escritos por médicos españoles corresponden con el Anatomica methodus (1535) de Andrés Laguna y al Remedio de cuerpos humanos (1542c) de Luis Lobera, nuestros dos autores, quienes perpetúan la tradición hipocrática-galénica en sendos textos.

En cuanto a otras disciplinas, en la mayoría de tratados existen referencias particulares de patología general, clínica y terapéutica (higiene, dietética, farmacología) , tres especialidades médicas estrechamente ligadas las unas con las otras, cuya codeterminación se hace patente en las constantes alusiones de todos los autores de tratados de patología o cirugía. La literatura epidemiológica más importante de los siglos XV y XVI se centrará en el análisis de los procesos febriles y en los brotes pestilenciales. Como elementos más singulares encontramos las primeras autopsias clínicas (Francisco Vallés), cierto interés por la patología psiquiátrica y la patología infantil, y obras sobre patología genital femenina (padecimientos ginecológicos) y masculina (urología). La sífilis, como enfermedad novedosa, copará parte de los temas de interés de los médicos modernos,

Por último, debemos abordar la cuestión de las técnicas quirúrgicas, las cuales, durante largo tiempo, cohabitaron diferentes ámbitos de la sociedad (popular, eclesiástico, médico) al ser desempeñadas por diferentes oficios (cirujanos-barberos, exorcistas laicos, charlatanes, &c.) sin un criterio ni legislación reguladora. En el siglo XVI se puede hablar de dos tipos de cirujanos: un grupo de autores afines al galenismo tradicional (arabizado) y otro en la órbita del humanismo vesaliano (Fresquet: 2002, 253). Los cirujanos humanistas tuvieron una actitud gnoseológica activa, en tanto que consideraron que la experiencia era la única fuente legítima de conocimiento (frente a los principios de autoridad revelados en las obras de la tradición), involucrándose en cuestiones teóricas sobre disciplinas fundamentales como la anatomía, la fisiología o la patología general. Su desarrollo profesional como médicos cirujanos estuvo muy ligado al aparato del Estado, desenvolviéndose prácticamente en la corte, los hospitales de campaña o de colonias, y en el ejército. Los cirujanos más destacados de dicho siglo serán Bartolomé Hidalgo de Agüero (Sevilla, 1530-1597) y Dionisio Daza Chacón (Valladolid, 1510-1596), ilustres por derribar algunos de los prejuicios asumidos por la terapéutica quirúrgica árabe (Granjel: 1962, 62-67).

Antes de entrar a roturar o delimitar la propia idea de “ciencia”, dentro de los límites formales que nos presenta esta exposición, cabe decir que en torno a los siglos XIV, XV y XVI, surgirán diferentes modificaciones divergentes de la tradición médica, la cual estaba sintetizada en un cuerpo más o menos estable de conocimientos organizados desde la plataforma teórica de la filosofía hipocrática. Galeno fue el gran consumador del hipocratismo aunque, sin embargo, profesase un eclecticismo fruto de la convergencia de diferentes filosofías como la platónica (en cuanto a su división tripartita del alma, o la preponderancia del cerebro frente al corazón), la aristotélica (por la defensa de los temperamentos y las potencias o funciones –dynamis– del alma, o las consideraciones teleológicas sobre las diferentes partes del cuerpo), o la del propio Hipócrates (en cuanto a la asunción de la fisiología humoral).

La fama que Galeno gozó en vida fue inmensa, cabe decir que fue médico personal del emperador Marco Aurelio hasta la muerte de éste en el año 180, cuando le sucedió su hijo Cómodo, dando inicio a un periodo decadente marcado por las luchas intestinales de poder en las altas esferas del cursus honorum. La actividad profesional de Galeno hizo que fuese también respetado y consultado, una vez llegó la caída de Cómodo, por Septimio Severo, primer emperador de la dinastía de los Severos (Mejía: 2018, 208-210).

Ante todo, Galeno fue quien perfeccionó y cribó toda la filosofía de Hipócrates, y el hecho fundamental por el que filtró todo el conocimiento médico fue la colosal importancia que dotó a la investigación y a la actividad práctica como parte indesligable de la especulación teórica. En Procedimientos anatómicos se expone el saber anatómico como una especie de principio o fundamento de la medicina, ya que no solo puede servir al médico practicante para justificar y explicar sus acciones frente a terceros, sino que es un conocimiento básico para toda actividad quirúrgica (intervención en músculos, huesos, articulaciones, órganos, &c.). Galeno comienza analizando los huesos, músculos y órganos corporales (que se observan desde una dimensión anatómica y fisiológica, puesto que ambas especialidades aún no se distinguen en la obra del médico de Pérgamo, se dan de forma conjunta). Se observa que utiliza constantemente la analogía animal como método para conocer la estructura ósea del ser humano, por este motivo indica que, si uno no tiene la suerte de ver un cadáver humano (como un salteador de caminos que sus carnes hayan sido devoradas por las aves) y así poder observar su composición, se debe hacer una disección a un animal lo más parecido al hombre, como los simios (Galeno: 2002, 85). Lo más conveniente sería observar ambos esqueletos (humano y simiesco) y poder compararlos.

Galeno llegó a establecer importantes demostraciones, fruto de sus investigaciones anatómicas, sin embargo, arrastró diferentes errores debido, esencialmente, a tres causas: primero, las analogías mal formuladas le hicieron pensar que todos los hallazgos que encontraba en el cuerpo de los simios debían presentarse del mismo modo en el cuerpo humano; segundo, determinadas interpretaciones anatómicas fueron erróneas, ya que olvidó o no consiguió establecer las estructuras que permitían los fenómenos corporales estudiados; y, como tercera y última causa, Galeno intoxicó muchas de sus investigaciones al conculcar el principio de investigación empírica que defendió infatigablemente durante toda su cronología profesional, presuponiendo inexistentes estructuras anatómicas y fisiológicas que pretendían demostrar de forma dogmática ciertos procesos dados en el cuerpo humano (Mejía: 2018, 219). Está última causa, la de la asunción de estructuras anatómicas y fisiológicas no demostradas ni percibidas de forma empírica y observacional, como el caso de la teoría de los humores, conformarán los errores de corte dogmático que se irán encadenando por toda la tradición médica, desde el ámbito romano hasta las compilaciones árabes y judías.

La doctrina hipocrática de los humores cumplirá el papel de explicación fisiológica, en donde se apoyará las tesis patológicas de Galeno (Alsina: 1982, 88-91). El problema de Galeno al asumir una estructura inexistente, no comprobada mediante la experiencia, y reproducida de forma acrítica y dogmática, fue que cayó en los mismos errores que señaló y por los que se burló de sus homólogos: suponer la existencia de elementos o estructuras inexistentes y no comprobadas (Mejía: 2018, 223).

La idea de salud en Galeno seguirá definiéndose como la armonía en la mezcla (krásis) de los humores corporales, teniendo en cuenta la predominancia humoral de cada individuo (reflejado en el temperamento), el cual varía según el clima, la edad, los hábitos o costumbres adquiridas (en donde entra la higiene, la actividad sexual, el deporte, los baños, pero también las emociones y pensamientos, &c.), y los alimentos consumidos (fisiología digestiva). Lo que queda claro es que para Galeno el alma y sus facultades están vinculadas directamente con los temperamentos humorales del cuerpo, por lo que un alma enferma solo puede ser resultado de una diskrasia humoral  (Galeno: 2008a, 114).

El galenismo escolástico podría definirse como la petrificación dogmática del sistema filosófico-médico de Galeno, recopilador de gran parte de los saberes médicos antiguos, valedor de las principales ideas del Corpus Hipocrático. Un cambio de actitud ante la filosofía galénica, una nueva perspectiva que intentase zafarse de los presupuestos filosóficos establecidos sin demostración empírica, solo sería posible en el periodo histórico-cultural titulado como “Renacimiento”, cuando una serie de “médicos humanistas” se vayan desgajando gradualmente de ciertas ideas y conceptos aceptados ciegamente por la comunidad médica.

Debe aclararse que, precisamente a causa de la heterogeneidad de las propuestas y la diversidad de las corrientes filosóficas que defenderán, no nos es posible comprender a los “médicos humanistas” como un grupo de pensadores que tenga una determinada y clara perspectiva unitaria sobre los diferentes temas médicos. Más bien deberemos clasificar, al menos en el ámbito médico y filosófico español del siglo XVI, a los “médicos humanistas” en dos clases que expondremos a continuación con más detalle.

La adjetivación de “humanista” en relación a la práctica médica vendrá determinada por múltiples caminos, muchos de ellos constituidos frente a la parte de la tradición galénica que sigue manteniendo supuestos dogmáticos no comprobados. Puede decirse que la primera clase de “médicos humanistas” está compuesta por los médicos (profesionales practicantes o teóricos de cátedra) que destacaron por sus comentarios de textos clásicos de Hipócrates y Galeno: aprovechando sus profundos conocimientos filológicos, tradujeron al latín y castellano numerosas obras clásicas, dando a conocer los textos propios de los autores y generando una oleada de nuevas interpretaciones y correcciones. Andrés Laguna o Francisco Vallés nos dejaron magníficas ediciones críticas de Galeno, del mismo modo Fernando de Mena, Cristóbal de Vega o Luis de Lemus entre muchísimos otros (Granjel: 1962, 45-47).

Por otro lado, como segunda clase de “médicos humanistas” (y determinamos “segunda” únicamente por cuestiones cronológicas, y no valorativas) tenemos a aquellos autores que podemos definir como “médicos filósofos” o “médicos ensayistas”, ya que se caracterizan por la producción de obras de muy diverso contenido (físico, médico, ético, político, gnoseológico, teológico, &c.) en donde se desarrollan o abordan diferentes reflexiones filosóficas sobre la medicina. Al igual que el grupo conformado por los médicos filólogos humanistas, el grupo de los “médicos ensayistas” no es homogéneo y pueden distinguirse diferentes escuelas ligadas a filosofías contrapuestas. Como autores relevantes podemos recordar los discursos de Francisco López de Villalobos y Cristóbal Pérez de Herrera como representantes de un primer momento ensayístico; Luis Mercado, Francisco Vallés o Andrés Laguna, aristotélicos y avicénicos; autores singulares como Juan Huarte de San Juan o Miguel Sabuco; incluso habrá autores de la órbita peripatética, como Gómez Pereira o Miguel Servet, que, superando ciertas tesis aristotélicas, propondrán una filosofía iatromecanicista, precursora del mecanicismo europeo (Marín: 2022, 61-81). La obra de Luis Lobera se engloba dentro de los tratadistas menores, de corte filosófico más tradicionalista, y ligados, por lo general, a estructuras políticas como las cortes monárquicas, el ejército o los hospitales de campaña.

En principio, los médicos filósofos humanistas no estuvieron ligados exclusivamente al cuestionamiento o crítica de la tradición médica del galenismo, no obstante sí que renovaron los conocimientos anatómicos (véase Vesalio y Amusco), contrastaron las observaciones de los antiguos (Servet y sus estudios sobre la circulación pulmonar), y elaboraron nuevas teorías (sobre las fiebres, sobre los efectos terapéuticos de plantas medicinales, sobre la introducción del mercurio, &c.) que de forma implícita chocaron con la tradición. Aún así, en pleno siglo XIX, Hernández Morejón (1842, 143-144) afirma que el siglo XVI puede considerarse como el hipocrático, ya que, por un lado, tanto Hipócrates como Galeno fueron incluidos en los planes de estudios de la mayoría de facultades de medicina, y por otro, la proliferación de ediciones de las obras de los dos médicos fue síntoma de un interés y admiración sin precedentes.

Las corrientes filosóficas que se encargarán de fundamentar este nuevo horizonte recibirán múltiples rótulos denotativos, entre ellos realismo, naturalismo o mecanicismo; se debe dar por supuesto que estas corrientes se irán transformando en el curso histórico, haciendo referencia a diferentes premisas, más o menos determinadas. Lo que nos interesa aquí resaltar, y es en este punto en donde podremos subsumir a autores como Gómez Pereira como un heredero de todos estos avances técnicos, instrumentales y filosóficos, es el surgimiento de un nuevo método y horizonte que solo puede entenderse desde coordenadas materialistas, atribuyendo al cuerpo humano una serie de atributos, características, propiedades o modos que pueden comprenderse por medio de una serie de leyes naturales inscritas en la misma materia. Todo el siglo XVI está marcado por la nueva anatomía de analogía arquitectónica de Vesalio, que impulsa la modificación progresiva de las teorías tradicionales fisiológicas, patológicas, estequiológicas, &c.; los conceptos de “fibra” y “tejido” (Falopio, Fernel, Acquapendente), fruto del perfeccionamiento de la anatomía y fisiología mecánica de los músculos, pero también de las ya asentadas teorías materialistas (atomistas), como las de Gassendi o Descartes, herederos de Gómez Pereira, prevalecerán como parte de la doctrina médica de los elementos hasta el siglo XVIII (Laín: 1978, 272-273).

Es evidente que el estatus científico de la medicina va modulándose en torno a las diferentes concepciones que van articulándose sobre los conceptos principales de “salud” y “enfermedad”. Los naturalistas renacentistas fijarían el debate de la definición de “salud” y “enfermedad” identificando lo saludable con la normalidad y funcionalidad correcta del organismo en el ámbito biológico (fisiológico). A partir de ellos, los valores de “salud” y “enfermedad” quedarían supeditados al ámbito biológico, tanto en el plano teórico (ya que quedan descritos, delimitados, y recortados por las descripciones anatómicas y fisiológicas del comportamiento correcto de nuestros órganos) como en el práctico (ejercer la medicina, en este caso, se basa en restaurar la armonía y estabilidad fisiológica, garantizada por la objetiva organización biológica de la naturaleza del cuerpo humano, de la cual emerge su posterior identificación como “positiva”). La valoración de tales estados será posterior, y circunscrita a la propia organización biológica y su normatividad vital, que condicionan inevitablemente la descripción valorativa, la cual va a la zaga de la descripción fisiológica (Saborido: 2020: 81-89). En otras palabras, llegar a las conclusiones de estos médicos renacentistas hubiese sido imposible sin la labor previa de análisis y catalogación de la tradición hipocrática-galénica, por ello las nociones de “salud” y “enfermedad” de las que se valdrán los incipientes mecanicistas posteriores a nuestros dos autores, heredadas de la diversidad temática del Corpus Hipocrático, harán referencia a estados naturales que por sí mismos son positivos o negativos, independientemente de la valoración que el ser humano tenga sobre ellos (por lo que, consecuentemente, puede obviarse tal valoración subjetiva).

2.2. Medicina como “ciencia β-operatoria”

La medicina es una ciencia anómala, en tanto que compone una suerte de saberes técnicos, pero también éticos, como contrapunto distintivo de la biología (Bueno: 2001, 12). La medicina es un arte o praxis humana que presupone una ética originaria y fundamental, en tanto que es una práctica que desde sus orígenes está enmarañada con ideas filosóficas que tienen como fin la preservación y conservación de la salud (visto desde una perspectiva funcionalista), junto a la transformación de los cuerpos enfermos. Esto no significa que la medicina sea un cuerpo de técnicas que, de forma sobreañadida, posea un estatuto ético, sino que en su propia naturaleza, de forma intrínseca y constitutiva, la medicina implica unos principios éticos primeros, tales como el conservacionismo (conservar la salud, restituir la enfermedad), que la diferencia fundamentalmente de la biología u otras ciencias en estado α. El hecho de que el arte médico tenga como objetivo “transformar al individuo enfermo en sano” (Bueno: 2001, 41) y no lo contrario, es una prueba del planteamiento estrictamente ético del ejercicio médico.

Por otro lado, es clara la posibilidad de inscribir la institución médica como una “respuesta”, una estrategia de reducción, a las anomalías (discrasias) que surgen a lo largo de las correspondientes líneas de horizonte del espacio antropológico y etológico. La medicina corresponderá a una supuesta línea de horizonte del espacio antropológico/etológico en donde se ponen en relación sujetos con sujetos (a través de objetos, instituciones, del ámbito médico), ya que el saber médico se ocupará de las enfermedades, malformaciones, muertes, de los sujetos corpóreos (humanos) en su condición de animales. Usaremos, como ya se ha ido prolongando a lo largo del ensayo, el término hipocrático de discrasia, palabra formada por el prefijo dys- (dificultad, disfuncionalidad) más krasis (mezcla, como lo vemos en los vocablos “idiosincrasia” o “acrasia”) y el sufijo -siā (sufijo que resulta de la unión de sufijos: -sis, que forma sustantivos de acción, como “prognosis” o “metástasis”, y -ia, formador de sustantivos de cualidad, como “agonía”).

La discrasia hace referencia a una alteración profunda del organismo animal (humano y no humano), literalmente significa “desajuste, alteración o trastorno de la mezcla”. La dificultad de establecer dichas anomalías o discrasias va de la mano de la determinación de dichas normas o cánones (criterios) desde donde pueden señalarse dichas anomalías. Las anomalías sólo aparecen de función de la desviación normativa, es decir, de la renuncia o perversión de dichas normas establecidas en la cultura de referencia. Como afirmamos anteriormente, tendríamos que recaer, por las propias pruebas empíricas y positivas, a una suerte de relativismo a la hora de analizar o enjuiciar las inserciones de las líneas canónicas de la medicina en cada sociedad, considerando como “relativo” a cada cultura o sociedad determinada los valores o “postulados culturales” que se quieren analizar. Siguiendo este razonamiento, carecería de sentido hablar de discrasias si no se hace en referencia a una norma cultural o social determinada (sería absurdo considerar como un “desajuste” los efectos en los que la malaria endémica es adaptativa y beneficiosa en algunos países africanos frente a terceras enfermedades).

Una norma no puede ser tomada de forma absoluta, pues, como ya se ha indicado, las anomalías brotan de normas establecidas en culturas determinadas (la poliandria, norma de la sociedad inuit, sería una anomalía en la sociedad romana, donde imperaba la norma de la familia monógama). Sin embargo, aunque tendremos que asumir y partir de dicho relativismo, oscuro en sus usos, tendremos que remarcar con la mayor fuerza posible la imposibilidad de recaer constantemente en “criterios relativos”, pues la única “relatividad” que se aceptará se da en base a la referencia que se investiga. Nos tendremos que apoyar en la resolución e investigación de “cánones o normas funcionales de índole universal en relación al campo considerado” (Bueno: 1993a, 12), es decir, lo que no se podrá relativizar de ningún modo serán los criterios de verdad establecidos por el sujeto investigador, porque, precisamente, están basados en principios ontológicos y no en suposiciones “subjetivas” o “emic”.

A la hora de estipular dichos criterios o normas (dados en función de la perspectiva que considera a la medicina, la magia y el milagro, como posibles respuestas a anomalías o desviaciones de un estado éticamente determinado), éstos pueden ser situados en diferentes planos: a) en un plano oblicuo, cuyos criterios se centrarán en los fenómenos, dejando de lado los criterios esenciales (en sentido gnoseológico), por ejemplo, las retículas de paralelos y meridianos utilizados tanto en astrofísica como en biología;  b) en un plano paralelo, en donde priman los criterios esenciales (por ejemplo, las trayectorias punteadas o los vectores utilizados por Newton para indicar los puntos ideales por los que se moverá la masa estudiada, dichas trayectorias no se dan en el plano de los fenómenos empíricos, en el campo físico o real, sino que es paralela porque es fundamental para comprender el significado de dichos conceptos como “aceleración tangencial”).

El caso es que no es nada fácil establecer las conexiones entre planos esenciales y planos fenoménicos. Si intentásemos fijar el canon fenoménico de la eucrasia, es decir, los criterios de una buena conformación del organismo, tendríamos que, previamente, determinar las variables (clases, géneros, especies, &c.), las anomalías (discrasias), o, incluso, la propia muerte (como límite extremo de la singularidad que supone una discrasia). Bueno (1996, 16) apunta las reivindicaciones de la “medicina alternativa” (alternativas a la medicina), fruto de este auge de lo mundano frente a lo académico, como medicina “popular”, o “medicina mundana”, frente a los saberes técnicos y especializados de la “medicina científica o académica”. No obstante, la medicina científica siempre tendrá necesariamente que hacer referencia, “decir referencia”, a las leyes generales que gobiernan las relaciones entre células, tejidos, órganos, &c.

La medicina, como ciencia β-operatoria, está enfocada hacia las “categorías del hacer” (prolépsis), al uso de la razón práctica, y podemos definirla como una “tecnología estructurada en función de las discrasias del sujeto corpóreo humano” (Bueno: 1993a, 21), puesto que se prescindirá de la relación entre dicha tecnología y los sujetos animales no humanos. Tenemos que asumir la dificultad de establecer una línea fronteriza entre las “manipulaciones operativas” de carácter etológico (lamerse una herida, escoger plantas para purgarse, acicalados como el despioje, &c.) y las relacionadas con el campo antropológico. Para cubrir tal indeterminación sería necesario aclarar si la relación entre el ser humano y las discrasias se encuentra sujeta a su condición específica de “humano” o a su condición general de “animal”. ¿Son las discrasias algo específicamente humano, o es compartido con el resto de la animalidad, incluso con los vegetales, y, por qué no, con los minerales y sus peculiares “males de la piedra”?

Sin lugar a dudas el agente ético y moral es el “sujeto operatorio”, en tanto a su actividad proléptica, es decir, a su capacidad de planificar (respecto a otros sujetos operatorios) y programar (respecto a las cosas) según normas. Los sujetos operatorios construyen objetos normalizados, y sus praxis están canalizadas por normas que se enfrentan entre sí, siendo singularmente, eventualmente, escogidas unas respecto a otras (rutinas victoriosas). La normalización, inherente a la práctica médica, es un proceso resultante de la confluencia de diferentes rutinas operatorias habilitadas para configurar objetos o situaciones repetibles, por las cuales se regula la racionalidad humana institucionalmente (en un sentido morfológico) (Bueno: 1996, 53).

Por otro lado, que la medicina sea comprendida como un cuerpo de tecnologías que se orientan a la restitución de las anomalías no quita que en dicho cuerpo puedan encontrarse tecnologías “antimédicas”; por ello es necesario clasificar las tecnologías entre las que aparecen dirigidas a reducir tales discrasias (tecnologías reductoras), y las que producen o efectúan discrasias (tecnologías efectoras). Estas “tecnologías efectoras” de discrasias, que aparentemente deberían quedar fuera del campo científico de la medicina, surgen, en realidad, en el seno del propio arte médico, y se entrecruzan con las “tecnologías reductoras” desde el origen de la medicina. Entre estas “tecnologías efectoras” podemos contar con la iatrogenia, es decir, el daño natural e inherente de un tratamiento médico destinado a curar, la industria contaminadora, la industria de la droga (incluyéndose la farmacia), o las mismas guerras.

El caso estriba en determinar los criterios por los que se establece la eucrasia de los sujetos corpóreos, ya que el conjunto de tecnologías que supone la medicina, además de remitir a los organismos (pudiéndose regresar hacia los principios de orden biológico, lo que podemos denominar estados α, tal y como se comportan los médicos forenses en las autopsias), se encuentran insertados en contextos culturales e históricos muy particulares, lo que provoca que las definiciones sobre las normas de la eucrasia (de la salud) difieran y no sean compartidas por todas las culturas o sociedades humanas.

Las “normas eucrásicas” tendrán que analizarse desde un prisma relativista (hasta que cierta homogeneización se produzca), sin embargo dicho relativismo (como lo relativo a las diferentes variables dadas en los diversos medios físicos, pero también sociales y raciales; por ejemplo, en las altas latitudes la síntesis de la tasa de vitamina D es menor, en relación a la tasa de vitamina D adecuada para la formación de huesos, tejidos, músculos, &c.), nos permite establecer algunos criterios funcionales sobre la eucrasia (salud) y, a su vez, sobre la discrasia (Gilaberte et alii.: 2011, 574). Lo que no se debe olvidar es que todos estos criterios y clasificaciones estarán incrustados en estructuras culturales que las envolverán y determinarán. Definitivamente, la existencia de las discrasias no cancela el poder científico (y mágico o religioso) de la medicina, ya que ésta se centra en la clasificación y distinción de lo correcto (lo beneficioso en términos funcionales; eucrasias) y lo incorrecto (anomalías o discrasias).

Por último, debemos destacar las profundas conexiones existentes, desde sus orígenes, entre la medicina y las disciplinas antropológicas. La primera obra que conocemos en donde se postulan una suerte de principios o leyes “categoriales” sobre el ser humano es, concretamente, el tratado hipocrático Sobre la naturaleza del hombre, atribuido tanto al propio Hipócrates como a Polibio o Pólibo, discípulo y yerno del médico de Cos. El autor del tratado afirma que

“se goza de una salud perfecta cuando están mutuamente proporcionadas sus propiedades y cantidades, así como cuando la mezcla es completa. Por el contrario, se enferma cuando alguno de los elementos se separa en mayor o menor cantidad en el cuerpo y no se mezcla con todos los demás. Así pues, cuando algún elemento  queda solo, necesariamente ha de enfermar tanto la parte de la que se ha segregado como aquella en la que se ha establecido y acumulado, al ser la excesiva concentración causa de dolor y padecimiento” (Hipócrates: 2003, 26).

Podríamos afirmar sin miedo a desviarnos en exceso que la antropología, como disciplina categorial (filosófica), nace con la forma de una “antropología médica”, disciplina que, a su vez, atraviesa las diversas especialidades médicas actuales. El autor de este famoso texto hipocrático conformó dos conceptos (relaciones)determinantes del campo categorial o científico de la medicina (entendida como una estrategia de reducción, restitución o corrección de las discrasias o anomalías), a saber: “salud” y “enfermedad”, junto a las diferentes especies de desproporción (bajo su filosofía humoral) como la apókrisis (separación, segregación), kénōsis (evacuación, vaciamiento), metástasis (desplazamiento) o apóstasis (establecimiento).

De este modo, la antropología médica instaura un cuerpo científico categorial, compuesto por términos (huesos, tejidos, músculos, sangre, &c.), operaciones (todo tipo de transformaciones que se dirigen al restablecimiento de la eucrasia; son particularmente características las operaciones “quirúrgicas”), y las mentadas relaciones; cuerpo científico que pugna por diferenciarse de otro tipo de saberes científicos, como el biológico. Y he aquí el detalle fundamental, donde estriba la mayor peculiaridad de esta ciencia β-operatoria: todo curso operatorio de la medicina está atravesado por una deontología originaria, por un principio ético que condiciona y define normativamente la misma praxis médica. El propósito de restituir las anomalías y establecer una eucrasia (una buena proporción), por medio de operaciones y tecnologías (β-operatorias; aunque sea necesario regresar a un punto de partida en el que todo médico se encuentra ya in media res: el material humano), es un mandato que imposibilita las “operaciones inversas”, que busquen no solo producir o efectuar discrasias a fin de poder, en último término, restablecer la “proporción saludable”, sino que tengan como objetivo (entendido dicho objetivo o causa final a la manera de las metodologías β en modo genérico I-β1) en establecer discrasias en los sujetos corpóreos; prohibición que, por otro lado, no puede entenderse desde una perspectiva lógico-material, sino ética (Bueno: 1987, 196-197).

 
3
Luis Lobera de Ávila (1480-1551)

“Que bien sé que no han de faltar murmuradores, y que vnos dirán que hize mal en escriuir en nuestro vulgar. No mirando que Marco Tulio padre de la eloquencia en sus tusculanas questiones quiso ennoblecer su lengua, escribiendo enella la philosophia dlos griegos. Y Hipócrates, primer sembrador de buena medicina, escriuió ensu materna lengua jónica. Y Avicena, entre nosotros llamado príncipe, en su arábigo. Y Rabí Mosén de Egipto, en el hebreo que comúnmente hablan en su tierra. Y Cornelio Celso, por latino Hipócrates, en el latín con que se crió. Y finalmente era tan vsado de los antiguos el escreuir en su vulgar sin buscar nueua lengua para las setencias que escriue Galeno ser tenido por vn milagro el hombre que sabía dos lenguas (…) Finalmente, de todo lo que todos dirán me consuela saber q los ignorantes y d menos letras y virtud, y aquellos que no solo no saben escreuir, pero ni avn entender lo escripto, serán los que dirán mal de mi obra, y serán los menos, y puesto q fuessen los más en número, no en valor. Y diré con Heráclito, vno me es en valor de mil. Y con Galeno q la verdad no se ha de estimar por número sino por sciencia. Y con Platón, en el simposio, que el varón prudēte en más deue preciar el juyzio de pocos y sabios, que de muchos y necios. Y con el philosopho magistrado de Atenas, q murmurando de los viciosos facinerosos y malos desu república, dezía holgarse q los tales dixesen mal dél, porque diziendo bien dieran ocasión a que se creyesse tener alguna similitud con ellos” (Lobera: 1551, 2v).

3.1. Estado bibliográfico

La situación actual de los estudios de la medicina española de la Edad Moderna, y específicamente de los “médicos imperiales”, no es tan extensa y profusa como nos gustaría, sin embargo sí que que gozamos de algunas obras voluminosas e históricas con un espléndido cuerpo documental aún por explorar. Nos referiremos, principalmente, a las obras de Anastasio Chinchilla Piqueras (1801-1867), Historia de la Medicina española (1841), y de Antonio Hernández Morejón, Historia bibliográfica de la Medicina española (1842-1852), fuentes fundamentales en lo tocante a la historia de la medicina española. A dichas obras debe sumársele otras de autores pertenecientes a generaciones posteriores pero contiguas, como la de Eduardo García del Real (1870-1947), específicamente Historia de la Medicina en España (1921), y la de Pedro Laín Entralgo (1908-2001), repleta de desarrollos diversos con un rigor académico del más alto grado. Respecto a la cuestión de los “médicos imperiales”, como hemos indicado, la bibliografía es escasa, aunque las diferentes investigaciones y tratados que a continuación citaremos nos han ayudado a constituir una perspectiva general sobre la ciencia médica en el transcurso de los siglos XV y XVI.

Para la obra de Luis Lobera hemos seguido, principalmente, a José María López Piñero (1933-2010) y su inmensa investigación sobre temas médicos, específicamente sobre el galenismo en el siglo XVI y el artículo ensayístico sobre el doctor abulense a través del análisis del Vanquete, y a Luis Sánchez Granjel (1920-2014), quien destacó por sus exactas y precisas obras históricas sobre la medicina española, principalmente, en lo tocante a Lobera, destacamos Médicos españoles (1967) y La medicina española renacentista (1980). Como conferencias, tratados y ensayos complementarios, contamos con “La anatomía y los anatómicos españoles del siglo XVI” (1902) de Víctor Escribano García (1870-1960), el artículo “La literatura científica en los siglos XVI y XVII” (1953) de Gregorio Marañón (1887-1960), que se expone en la obra coordinada por Guillermo Díaz-Plaja Historia general de las literaturas hispánicas (1949-1967).

3.2. Biografía

Por determinadas afirmaciones en algunas de sus obras{2} y datos específicos de su biografía se marca la fecha de su nacimiento en 1480, en la ciudad de Ávila, tal y como deja constancia en la firma de sus escritos{3}. Estudió en la Universidad de Salamanca, teniendo como maestro a Fernando López de Escoriaza (1480-1541), conocido noble médico de la corte de Fernando el Cátolico y de su hija Catalina y protomédico de Carlos I, a quien Lobera dedica un elogio en el Vanquete (López: 1991, 10-11).

Tras estudiar anatomía en alguna desconocida universidad de Francia, la cual no ha trascendido con exactitud, pasa a trabajar un año en Ariza (Zaragoza). Al año siguiente, a comienzos de 1520, es nombrado en Barcelona con el “Título de cirujano de la Casa Real de S.M. del Dr. Luis Núñez de Ávila con 60.000 mrs. de Salario al año. En Barcelona a 20 de enero de 1520” (Jiménez Muñoz: 1977, 23), título que ostentará toda su vida. A partir de ahí, comenzarán una serie de viajes diplomáticos que le llevarán a Inglaterra, Flandes y la actual Alemania, hospedándose en Worms (“Bormez” para Lobera) hasta 1521.

En 1529, según los documentos de la burocracia cortesana, se concede una Cédula del Rey para otorgar un complemento salarial al “Dr. Ávila mi físico y cirujano que me ha servido y que va en mi servicio en esta jornada de Italia” (Jiménez Muñoz: 1977, 22). En 1530 publica en Ausburgo el Vanquete de nobles cavalleros, ya que se encuentra asentado en la corte alemana, realizando viajes episódicos. Puede comprobarse que Lobera fue tratado en la corte con respeto y lealtad, ya que, incluso, participó en la famosa expedición conocida como las Jornadas de Túnez, desembarcando el día 21 de julio de 1535, en donde se doblegaron las fuerzas de Barbarroja (Hernández Morejón: 1843, 305). Parece ser que desde 1538 reside en Valladolid; el siguiente y último dato de su biografía la obtenemos de una “Licencia dada por el Rey al Dr. Ávila para que pueda estar ausente de su Corte durante tres meses para que podáis yr a vuestra casa a convalesçeros y visitar vuestra hacienda” (Jiménez Muñoz: 1977, 23-24), en Valladolid a 23 de febrero de 1549.

Según este último documento, Lobera se ausentó de la corte imperial hacía una propiedad privada que desconocemos, lo que no le impidió que se le siguiese abonando su salario. Quizás, según su cercano fallecimiento, Lobera sufrió algún tipo de enfermedad que le obligó a reposar y evitar la protocolaria vida palaciega, repleta de banquetes, viajes de índole política o trabajos particulares. A raíz de la documentación del Archivo General de Simancas, recopilada en materia médica por Jiménez Muñoz (1977, 24), sabemos que “el Dr. Ávila murió el 19 de septiembre de 1551”.

3.3. Obras publicadas

El primer título, dado a la imprenta en 1530 (reeditado y ampliado en 1542 y 1551 bajo el nombre Vergel de sanidad), fue el famoso Vanquete de Nobles Cavalleros, publicado en Alemania en diferentes ediciones (1531, 1551, 1556). El Vergel se compone de tres textos independientes, correspondientes con la higiene, la dietética, y un tercer tratado sobre consejos para los viajeros. Publicados en la imprenta de la casa de Juan Brocar en Alcalá de Henares, en 1542 se editarán otros escritos de Lobera, como su tratado dedicado a la peste, titulado Libro de pestilencia curatiuo y preservativo, o su Remedio de cuerpo humanos y silva de experiencias, que comprende, a su vez, tres tratados relativamente independientes: “Declaracion en summa breue de la orgánica y marauillosa composición del microcosmos o menor mundo que es el hombre”, una descripción anatómica en clave de la “antropología médica”; el segundo tratado lleva lleva el título homónimo de la obra, y es el escrito de clínica médica más relevante de Lobera; y el tercer tratado, titulado “Antidotario muy singular de todas las medicinas vsuales: y la manera como se han de hazer según arte”, en donde describe la preparación y aplicación de diversos fármacos.

En 1544 Juan de Ayala imprime en Toledo dos obras del doctor abulense: el 12 de diciembre se fecha el permiso para la impresión de el Libro de experiencias de medicina, que supone una pequeña colección de recetas, fórmulas y preparaciones farmacológicas (34 folios), junto a un vocabulario y unas cartas como respuestas a ciertas preguntas de índole médica a figuras nobiliarias. La segunda obra editada en Toledo es el Libro de las cuatro enfermedades cortesanas, donde Lobera expone desde la clínica y la patología cuatro de los padecimientos más comunes en las cortes españolas y europeas: el catarro, la tríada de enfermedades dolorosas (gota, piedra de riñones y vejiga, cólico y dolor de ijada), y la sífilis, llamada “mal francés” o “bubas”, por los síntomas tumorales en las glándulas linfáticas de las ingles, el cuello y las axilas.

Su última obra será publicada siete años después, a 1551 en Valladolid, por el impresor Sebastián Martínez, siendo titulada como Libro del regimiento de la salud, y de la esterilidad de los hombres y mugeres y de las enfermedades de los niños. La obra está compuesta por diferentes tratados independientes sobre diversos temas: un tratado de higiene, una recopilación de treinta y siete respuestas en forma de epístolas, un tratado sobre la esterilidad, otro sobre ginecología,  y un tratado final sobre puericultura y pediatría. La obra finaliza con una receta para reducir el dolor de las erupciones de la sífilis llamadas “bubas” (Granjel: 1967, 21).

Para López Piñero (1991, 9), Lobera fue el último gran médico de la modernidad española renacentista en estar adscrito al galenismo arabizado. La originalidad de la obra de Lobera es prácticamente nula. Sus argumentos se desarrollan por medio de enumeraciones, redacciones sumarias en donde el autor procede a explicar una determinada afección, junto a un método de restitución farmacológico. La fundamentación de las afirmaciones anatómico-fisiológicas se dirige constantemente a las grandes autores grecolatinos y árabes, lo que significa que el principio de autoridad es uno de los mayores recursos del médico abulense.

En cuanto a su obra sobre las enfermedades cortesanas (1544), inicia el tratado con el “catarro o rheuma”; continúa con la gota y el “dolor de junturas”; la tercera afección sería las afecciones relacionadas con los cálculos renales y vesiculares (dolor cólico, dolor de ijada); la cuarta afección es la “más cortesana” de los males expuestos en la obra: la sífilis, mal francés o de bubas, novedosa patología de la que nuestro autor especula su posible origen, las diferentes tipologías y las posibles terapias farmacológicas. En cuanto a la cuestión de la peste, examinado en su obra Libro de la pestilēcia (1542), dedica sus primeros quince capítulos en analizar los problemas clínicos, higiénicos, dietéticos, y terapéuticos de dicho mal. En su obra Remedio de cuerpos humanos encontramos un tratado dedicado a los signos clínicos del embarazo (Fols. 50v - 74v) llamado Regimiento de las mugeres preñadas, centrado en temas ginecológicos y urológicos, en cuestiones sobre la esterilidad (principalmente femenina), en problemas matrimoniales, &c. (Granjel: 1967, 30). Respecto a las cuestiones pediátricas, dedica unos capítulos del tratado mencionado.

Uno de los asuntos en los que más se dedicó Lobera fue en la divulgación de la importancia de la higiene. En todos sus tratados tiene consejos específicos sobre el cuidado de la higiene y la templanza en la dieta, el ejercicio físico, o las relaciones sexuales. En su obra Vergel de sanidad (1542a) dedica los diez primeros capítulos a dichas consideraciones, haciendo énfasis en el aseo personal, en las costumbres útiles durante los viajes, &c. La dietética ocupa un puesto principal en dicha obra, donde Lobera relata las propiedades intrínsecas de multitud de alimentos (verduras, frutas, legumbres, &c.), y sus relaciones con el correcto equilibrio de los humores corporales. Por ejemplo, Lobera no deja de recordar los beneficios y efectos adversos de la sal, el vinagre (capítulo XIX del Vanquete), el aceite, diferentes especias, o el almidón, en alta estima para nuestro médico cortesano.

Respecto a la evolución de su pensamiento, no se notan grandes cambios o aportaciones novedosas, sino más bien una homogeneidad teórica, depurada a imagen y semejanza del canon tradicional galénico, y dirigida, como ya se ha indicado profusamente, a la divulgación entre las capas nobiliarias y cortesanas adscritas al emperador. Sus obras, divididas según su lugar de publicación (Alcalá, Toledo, Valladolid), desarrollan diferentes temáticas siempre desde la perspectiva filosófica del galenismo escolástico, lo que hace que toda exposición del doctor Lobera sea una ocasión más para poner en funcionamiento las teorías fisiológicas (generalmente en estados I-α2) sistematizadas por Galeno y Avicena.

3.4. Ideas filosóficas

Como ya se ha aclarado, el galenismo fue la filosofía médica más asumida y reproducida en Europa hasta mediados del siglo XVI. Sin embargo, debido a la riqueza del corpus galénico, no existía una homogeneidad total en la interpretación de sus postulados, o en las formas de desarrollar todas las ideas. Desde el siglo XIV el galenismo escolástico arabizado, heredado principalmente del Canon de Avicena, que a su vez provenía de la recopilación de Galeno e Hipócrates, se vio fuertemente influenciado por las propias aportaciones de los filósofos árabes como el propio Avicena, Averroes o Rhazes. Dicha sistematización fue hegemónica en España en las décadas de transición del siglo XV al XVI, lo que hace que podamos encuadrar a Lobera como uno de los máximos representantes del galenismo arabizado, hecho no menos curioso ya que cuando se publican sus obras, entre 1530 y 1550, las principales sociedades y núcleos científicos y médicos españoles han abandonado la doctrina galénica para simpatizar con heterogéneas corrientes humanísticas (López: 1991, 15).

La desconexión de Lobera de los ámbitos intelectuales y académicos, debido a sus largas residencias en la corte, puede ser una posible explicación a su adhesión a una filosofía que se tornaba obsoleta por momentos. Esto, a su vez, está vinculado con su peculiar trayectoria como cortesano, que, a diferencia de sus otros homólogos como Cristóbal de Vega, Francisco Valles o el propio Andrés Laguna, que fueron elegidos como cortesanos tras unas reputadísimas carreras académicas como catedráticos, Lobera cumplió el papel de un divulgador médico, cuyo público fue, deliberadamente, el ambiente cortesano.

 3.4.1. Idea de medicina

Luis Lobera (1551, 28r), en una “Carta muy prouechosa” expuesta en el Libro del regimiento de la salud (1551), intenta responder la pregunta del doctor Ortiz sobre el origen de la medicina (“de dónde vino que los hombres vinieron a saber que ciertas enfermedades curauan con vnas cosas o con otras, y cómo se supo la propiedad de muchas yeruas y piedras”). Citando a grandes autoridades como Avenzoar o Galeno, clasifica las experiencias médicas según el grado de intencionalidad del médico en la intervención curativa, es decir, según aquellas experiencias que tienen como propósito técnico o tecnológico la reducción de las anomalías o discrasias humanas, en cuatro grupos:

1) “Por acaescimiento sin pēsar”: siguiendo el conocido principio hipocrático del vis medicatrix naturæ, Lobera hace referencia a los procesos curativos pasivos llevados a cabo por el propio organismo, a fin de restituir el equilibrio perdido. A esta concepción de la salud confluyen heterogéneas líneas filosóficas que pueden resumirse como las “fuerzas curativas de la naturaleza”. La tesis de Hipócrates y sus discípulos sobre las tendencias naturales (eucrasia) de todo organismo a la curación y eliminación de los obstáculos anómalos pueden subrayarse aún en el siglo XVIII, en las observaciones de Thomas Sydenham sobre los procesos febriles, o en el mismo concepto de homeostasis (Walter Cannon), como propiedad de los organismos en mantener una condición interna estable compensando los cambios en su entorno mediante el intercambio regulado de materia y energía con el exterior (metabolismo).

2) “Por acaescimiento de naturaleza sin esperar subcediesse salud”: si en el caso anterior explicamos que Lobera hacía referencia a los procesos curativos de la naturaleza, los cuales son automáticos y tienen como función mantener el equilibrio o corregir las discrasias acaecidas en un cuerpo, en este segundo caso de las “curaciones involuntarias” señala aquellos procesos curativos, también naturales, que para conseguir tal equilibrio necesitan llevar a cabo algún tipo de operación (apókrisis, kénōsis, metástasis, apóstasis). Lobera lo ejemplifica indicando que una hemorragia nasal (kénōsis) puede suponer una acción reductora de cierta discrasia de índole térmica (calentura).

3) “Con acuerdo, pero sin pretender lo que subcede”: aquí Lobera hace énfasis en los “contextos de descubrimiento”, en tanto se prueban o ensayan diferentes estrategias de reducción de los desequilibrios corporales, ignorando los verdaderos efectos y consecuencias de dichas estrategias. Estas técnicas están orientadas no ya a una curación inconsciente o involuntaria, como los dos primeros casos, sino a una curación voluntaria y deliberada, pero todavía enmarcada en los finis operantis del sujeto operatorio, ligado a normas no regladas institucionalmente, desarrollado por medio de operaciones que son incapaces de segregarse del propio ejercicio médico en tanto que se desconocen los fenómenos auténticos a los que se dirigen necesariamente dichas operaciones (finis operis). Es interesante subrayar la cuestión del acuerdo, en tanto que la medicina se desarrolla como una institución antropológica donde la normatividad y la repetición juegan un papel fundamental, sin embargo, Lobera hace hincapié en que en estos casos en donde “no se pretende lo que subcede” o, directamente, se ignoran las consecuencias necesarias que se van a dar de nuestro acción, las prácticas médicas no están estrictamente institucionalizadas, precisamente por el desconocimiento de si los efectos de nuestros actos son reductores o productores de discrasias. Lobera ejemplifica este caso con el hecho de una mordedura de un animal, y la aplicación de hierbas cuyos efectos de curación sobre la herida nos son desconocidos. Galeno (2008b, 90) se opone a la filosofía metódica ofreciendo al lector un magnífico ejemplo de las funestas consecuencias que se siguen de la ignorancia de las causas de una enfermedad: dos hombres han sido mordidos por un perro rabioso, y cada uno de los convalecientes es tratado por un médico de una corriente filosófico-médica distinta: el análisis del médico metódico se redujo a los elementos manifestados, a saber, la herida lacerada, la cual curó superficialmente de forma correcta; el medico racionalista examinó al perro y supo que tenía la rabia, por lo que, en vez de cerrar la herida del paciente, la abrió y evitó su cicatrización, curándola con fármacos penetrantes. El primer paciente aparentemente curado, tratado negligentemente por el metódico, murió entre espasmos y teniendo “miedo al agua”, síntomas propios de la rabia; sin embargo, el otro paciente, quien tomó medicamentos para sanar no solo la herida sino también su causa, sobrevivió. Según las metodologías analizadas, el tercer caso que expone Lobera correspondería a un estado I-β1 (modo genérico), puesto que aún no se han constituido los fines objetivos a los que progresan dichas operaciones de orden curativo.

4) “Experiencia tomada cō acuerdo, por imitación, viendo que subcedió vna vez, en efeto prouallo muchas vezes hasta hazer experiēcia”: en este último caso Lobera explica el estado de cristalización institucional de las prácticas médicas, lo que conocemos como estados I-α2, ya que dichas prácticas se encuentran asentadas, regladas y repetidas por una determinada comunidad, y tienden a la construcción estable de estructuras genéricas dadas por procesos de regressus hacia supuestas naturalezas objetivas. Dichas operaciones curativas están acordadas por su capacidad probatoria, por su efectividad a lo largo del tiempo, sin embargo su auténtica “fuerza” reside en en el establecimiento de estructuras naturales que tienden a segregarse de las propias operaciones de los sujetos gnoseológicos. En la fisiología galénica, las siete res naturales (cualidades, elementos, humores, temperamentos, almas, espíritus y facultades) constituyen un estado límite α1, porque partiendo de las propias técnicas curativas (β-operatorias), de fenómenos y operaciones, se regresa hacia los procesos naturales objetivos en donde el sujeto operatorio desaparece.

En este sentido, cabe recordar la tesis de Avicena en su monumental obra Canon de medicina, en donde en el primero de sus catorce libros, en las dos secciones que componen la primera lección de la primera parte (“definición de la medicina” y “objeto de la medicina”), se pregunta escuetamente sobre el estatuto científico de la medicina, y si ésta se estructura en teoría y práctica, tal y como se ordenan otros conocimientos científicos. Sin embargo, Avicena evita este debate afirmando que la medicina es una ciencia compuesta por conocimientos teóricos y prácticos, en un sentido gnoseológicamente diferenciado de otras ciencias,  por los cuales se identifican los estados del cuerpo humano. Por otro lado, se cuestiona si puede instituirse un tercer estado intermedio a la dialéctica existente entre salud y enfermedad, como por ejemplo un “deterioro de la salud”. Avicena (1993, 2) piensa que cualquier estado identificado en un cuerpo humano oscila entre el funcionamiento normal del organismo, correspondiente con el estado de salud, y su corrupción, que corresponde con el deterioro de la misma, con la enfermedad.

Siguiendo la teoría de las cuatro causas, heredada de la filosofía peripatética, Avicena repasa los motivos por los que se manifiestan los estados de salud y enfermedad. El conocimiento de algo se alcanza al aprehender su origen y causas, por ello deben atenderse a las cuatro tipos de causas aristotélicas. La causa material depende del propio funcionamiento (fisiología) de los órganos y el pneuma, es decir, del hálito o aliento vital que “movía” a los seres vivos y los hacía animados. Éstas son las “sustancias inmediatas”, mientras que las “sustancias lejanas o distantes” son los humores y los cuatro elementos naturales (Avicena: 1993, 3). Ambas sustancias materiales del cuerpo humano son partes integradas en una unidad, a la cual los médicos hacen referencia al hablar de la salud y sus cambios. La causa eficiente “son aquellas que alteran o mantienen los estados del cuerpo humano”, como la climatología, la dieta, el nivel de cansancio, la residencia, las condiciones físicas, la edad y el sexo, las horas de sueño, los hábitos, &c. Las causas formales son los temperamentos, las facultades (que siguen al temperamento), y las composiciones. Las causas finales son las funciones, de las cuales dependen los temperamentos y facultades.

El hecho es que Avicena muestra a la medicina como una ciencia en el sentido de “saber hacer”, y, al igual que Lobera, defienden la idea de que el médico debe apoyarse en la construcción teórica de los físicos (fisiólogos), y partiendo de estos presupuestos verificar o demostrar su realidad. El médico es una suerte de científico artista que, por otro lado, no puede discurrir en un campo científico distinto al de la medicina. Según Avicena (1993, 4), son los físicos los encargados de describir teóricamente los elementos de la naturaleza, los temperamentos, los humores y sus estados, las facultades y pneumas, y otros tipos de postulados, sin embargo es necesario indicar que, según la clasificación de las ciencias para Avicena, tanto la física (teoría anatómica-fisiológica) como la medicina (aplicación práctica de la teoría física) son ciencias secundarias que deben seguir los “principios fundamentales” de la metafísica como “ciencia primera”, es decir, son ciencias supeditadas a una única ciencia en sentido estricto, la cual sirve como plataforma desde la que se puede razonar e intuir dichos principios: la metafísica o la ciencia (teológica) del ser en cuanto ser.

El médico debe circunscribirse al campo teórico que le ofrecen y desarrollan los físicos fisiólogos. Para Avicena, si un médico se dedicase a fundamentar teóricamente los temperamentos o los humores, tal y como hace en múltiples pasajes de su obra Galeno, como señala el médico persa, éste médico estaría actuando como filósofo, ya que estaría desbordando su propio campo científico, iría más allá de los conocimientos médicos, y en ese caso ya no actuaría en calidad de médico sino “como alguien a quien le encanta convertirse en filósofo discutiendo cuestiones de física” (Avicena: 1993, 5). Del mismo modo, tal y como explica Al-Rāzī (2001, 423) en su Libro de la conducta filosófica mostrando como ejemplos algunos momentos de la vida del imam Sócrates, su labor como médico dentro de la corte del sultán sigue una conducta filosófica, ya que por un lado examina y conoce la teoría, pero por otro tiene que aplicarla de forma práctica, puesto que todo ejercicio filosófico consta necesariamente de una parte teórica y una parte práctica, y sin el dominio de ambas no puede llegarse al conocimiento filosófico.

 3.4.2. Idea de salud y enfermedad

Desde su áureo prólogo, instando a su majestad imperial al acogimiento de tal trabajo, tan provechoso y notorio, hasta su introducción epistolar con Antonio de Rojas, camarero real del príncipe Felipe, y con Perolopez de Ayala, Conde de Fuensalida, quedan claras las intenciones con las que Luis Lobera construye sus escritos, especialmente el Libro de las cuatro enfermedades cortesanas (1544b): hacia una propedéutica de la ciencia médica dirigida a la clase nobiliaria. Una especie de motivación divulgadora empuja a Lobera a continuar la tradición de los regimina sanitatis, tratados didácticos, surgidos en el seno de las escuelas medievales de medicina, que trataban de ofrecer una serie de consejos y recomendaciones en lo tocante a la higiene, alimentación, reconocimiento de patologías, terapias y fármacos, &c. (Gallent: 1994, 189-205). Lobera, en sus obras, apunta a una clase social determinada, la de los nobles y cavalleros coetáneos de corte, a la cual presta sus servicios como médico a la par que recibe su proporcionada influencia política y económica.

En la obra mentada, Lobera pasa a exponer, desde la perspectiva de la filosofía galénica, las cuatro enfermedades más comunes entre los nobles consejeros y caballeros cortesanos de las comitivas reales europeas, por lo que es un documento idóneo en donde se despliega las nociones de salud y enfermedad, siempre dadas en las coordenadas del galenismo arabizado escolástico. Dentro de la estequiología hipocrática-galénica, como expusimos en el capítulo 2, se pueden diferenciar diversos partes corporales fundamentales: cualidades, elementos y humores, esquematizados en tétradas que daban explicación a la fisiología humana. Más tarde, los temperamentos cumplieron el papel de combinaciones fisiológicas individuales que manifestaban las diferentes propensiones de las cuatro cualidades primarias, junto a los cuatro elementos principales y los cuatro tipos de humores (Barona: 1993, 26). Sin embargo, lo que nos interesa destacar es el concepto clave de la idea de salud, la mezcla o armonía (krásis), la cual debe darse entre estas cualidades, elementos y, principalmente, humores, para que se puedan garantizar las funciones principales del organismo, como la nutrición.

Los humores (chymoí) son aquellas sustancias líquidas que fluyen, se vierten y derraman (chéo, verbo griego que significa “verter”). En el cuerpo estos líquidos se mueven siguiendo diferentes direcciones, y, seguidamente, las naturalezas de estos líquidos cambian, por ese motivo en el Corpus Hipocrático encontramos diversas clasificaciones, algunas binarias y otras cuaternarias, que ordenan los elementos que conforman el cuerpo humano. Los humores (sangre-flema; sangre-bilis; amarilla-bilis; negra-flema) cumplen variadas funciones, se desplazan espontáneamente por ciertos circuitos o “caminos” orgánicos, “hacia arriba y hacia abajo” (Hipócrates: 2003, 68), derivan hacia otros lugares, se desvían de su trayectoria, &c.

El autor del texto hipocrático Sobre los humores explica, de forma enigmática más que detallada, que los humores pasan por estados diversos (katástasis), según sean sus movimientos y afecciones, que pueden ser percibidos sensiblemente: “derivaciones”, “revulsión”, “cocciones”, “secados”, “perturbaciones”, “filtrados” (“donde hay veneno”), “detenciones”, “evacuaciones”, &c. Los signos clínicos que deben examinarse son los olores (de boca, oídos, nariz, &c.), las secreciones y evacuaciones (orina, esputos, heces, &c.) o las erupciones y cambios respecto a la piel.

El texto también alude a la llegada de las crisis de las enfermedades, a ciertos procedimientos técnicos y operatorios (evacuaciones o purgaciones, vendajes, unturas, aplicación de remedios calmantes, &c.), a consejos dietéticos en relación a la ingesta de determinados alimentos y bebidas, al sueño y la vigilia (que junto a la dieta, pueden alterar el espíritu del paciente), incluso a una suerte de teoría de los sentimientos en relación a la correspondencia y preponderancia entre los humores (proto-temperamentos) (Hipócrates: 2003, 72).

A su vez, el estado de los humores guardan relación con las estaciones y con la edad de los individuos, por eso en cada estación puede preponderar un humor sobre el resto, y las afecciones que sufre el organismo varían según las estaciones (y las disposiciones de los humores) (Hipócrates: 2003, 73). Los humores también varían según las “comarcas”, es decir, según las etnias segregadas en las diferentes polis griegas, ligadas a climas y dietas distintas entre ellas, y por lo tanto, a afecciones y patologías diversas. Por último, debe decirse que las personalidades tienen naturalezas únicas, y sus humores se disponen de forma individual y personalizada. Los vientos, las lluvias, las sequías, todo tipo de precipitación se encuentra conectada con alguna dolencia o enfermedad, la observación crítica, la clasificación de las precipitaciones, y el examen profundo de estas señales en los cuerpos humanos, son elementos claves en el ejercicio y arte médico.

Lobera distingue las diferentes afecciones según en qué parte del cuerpo se localicen: un primer grupo lo comprende las enfermedades que afectan a las capacidades sensoriales y neuropsiquiátricas (cefaleas, trastornos del sueño, vértigo, epilepsia, melancolía o manía, trastornos de la memoria, &c.); en un segundo grupo habla de las afecciones torácicas (tos, asma, procesos pulmonares, cardiacos, &c.); en el tercer grupo se integran las afecciones abdominales (procesos gástricos, hepáticos, enfermedades del bazo, intestinales, &c.); por último, el cuarto grupo comprende las afecciones de carácter sexual (urológicos, ginecológicos) (Granjel: 1967, 26).

Respecto a la primera enfermedad del tratado, el “catarro”, Lobera comienza detallando la posible etiología de dicho padecimiento. Entre las diferentes causas y señales que expone, destaca el hecho de poseer una complexión excesivamente cálida o fría en el cerebro: esta descripción fisiológica, basada en la teoría humoral hipocrática y en el desarrollo de la misma en algunos tratados de Avicena (Lobera: 1544b, Fol. 3r), viene acompañada de una exposición de ejemplos y prácticas cotidianas que, a raíz de un calor o frío añadido a tal complexión cerebral, provocan los dolores de cabeza tan característicos de dicha enfermedad. Según Lobera, las porosidades y vapores (calientes y fríos) que se hallan en el cerebro pueden verse afectados o alterados por el desequilibrio de los humores corporales.

Siguiendo la tradición hipocrática, Lobera alude constantemente a la pérdida de armonía entre los diferentes humores como causa principal de las enfermedades, entendiendo “enfermedad” como padecimiento o dolencia en un sentido amplio. Del mismo modo por el que nuestro aparato digestivo responde ante la pérdida de su elemental proporción humoral (lientería), como si se tratase de un mecanismo de expurgación y depuración de fluidos innecesarios, de una mala disposición humoral en la cabeza (provocada por diferentes complexiones cerebrales, de tipo cálido, frío, húmedo, seco, por la aspiración de ciertos aromas, por sangrías mal ejecutadas, &c.) es muy posible, según Lobera, que se sigan rheumas y catarros (Lobera: 1544b, Fol. 5r). No hay que olvidar que nuestro doctor define el reuma (ῥεῦμα), siguiendo la raíz etimológica del Corpus, como un “humor que corre”, un corrimiēto de un “fluxo de humores que baxan del celebro alos miēbros inferiores principalmente al pecho” (Lobera: 1544b, Fol. 3v).

Este corrimiento de humores puede ser de origen caliente o frío, según sean sus causas, por ello los remedios e indicaciones preventivas (regimiento) de esta primera enfermedad cortesana estarán clasificadas siguiendo este criterio. “Administramos ansi mesmo medicinas a este effecto las quales se hā de tener enla boca, y ansi enfriā y engruessā el catarro y le hazen parar q no corra” (Lobera: 1544b, Fol. 9v), explica el abulense, ajustándose de forma milimétrica a la tradición humoral. Luis de Lobera no duda en enumerar con esmero los casos clínicos de sus pacientes más ilustres, como Juan Manrique de Lara, consejero y contador mayor de Carlos I y Felipe II, o Iñigo de Guevara, hijo de Pedro Vélez de Guevara, copero de Carlos I (Lobera: 1544b, Fol. 11r), a fin de demostrar sus aciertos médicos en las altas esferas políticas de la corte.

La segunda enfermedad tratada por Lobera es la conocida gota, a la que ya el escritor Luciano de Samósata (1992: 8-23) dedicó una pequeña obrita de teatro en donde se presentaba la propia enfermedad personificada como una diosa, venerada por los gotosos iniciados en los cultos y misterios de tal divinidad. La gota fue un padecimiento reconocido desde la antigüedad; consta su mención en los Papiros egipcios de Ebers (s. XV a.C.), además de ser analizado por los médicos más reputados de nuestra tradición occidental (Hipócrates, Galeno, Avicena, &c.). Lobera distingue cuatro especies de gota más una extra, clasificadas en relación a qué lugar del cuerpo ocupe tal destilación “gota a gota” (Lobera: 1544b, Fol. 19v):

1) En primer lugar encontramos la “specie arthetica”, característica cuando “el humor penetrare en todos los artículos o junturas q se llama dolor articular arthetica” (Lobera: 1544b, Fol. 19v).

5) La segunda especie es la “sciatica”, “que es dolor enla jūctura del ancha donde enla concauidad del huesso”.

6) La tercera especie es llamada por Lobera “podagra” y localiza los dolores en las articulaciones y huesos del pie.

7) La cuarta especie es “llamada chiragra, q es dolor enlas coyunturas dlas manos” (Lobera: 1544b, Fol. 20r).

8) La quinta y última especie de gota es la “genugra”, caracterizada como un dolor articular de rodillas.

Lobera se extiende en señalar las posibles causas e indicaciones del dolor de gota, pudiendo ser “primitivas” (causas externas), “antecedētes” (causas corporales) o “immediatas” (causas contingentes, provocadas por malos hábitos o costumbres), como por ejemplo debido a ciertas kénōsis o evacuaciones mal ejecutadas, o a causa del movimiento provocado por el coito. Por otro lado, Lobera no olvida conectar la fisiología humoral con el padecimiento de las diversas especies de gota: siguiendo la perspectiva de la enfermedad como una discrasia o anomalía en el equilibrio proporcionado de los diferentes humores corporales, la gota se explica fisiológicamente como una destilación “gota a gota” de humores que no pueden desplazarse de una forma óptima, haciéndose que se acumulen en las articulaciones o “junturas” y que vayan penetrando ligeramente en los huesos afectados.

En su explicación Lobera regresa constantemente a los estados I-α2, puesto que considera como una supuesta naturaleza objetiva la existencia de los humores, y a través de ellos la comunidad médica puede dar explicación a las patologías que se presentan (progresar hacia los propios fenómenos médicos), en este caso las variadas especies de gota, que el autor profusamente da a entender que se causan por una acumulación de humores, y deben ser tratadas por medio de procesos de kénōsis, a saber, evacuaciones de las “superfluydades”: “euacuādo la cholera y la sangre se prohíbe y quita el fluxo de la sangre y cholera q no corran al lugar del dolor” (Lobera: 1544b, Fol. 24r). Lobera no deja de utilizar estas metodologías para regresar a las esencias envolventes como la fisiología humoral, como puede observarse en múltiples pasajes, por ejemplo en la explicación causal del dolor de ciática:

“en los vomitos diuertimos el humor dela parte que corre alas partes superiores, lo q no hazemos con las purgas q euacuan por cámara, antes precipitā los humores hazia lo inferior dl cuerpo y causan mayor fluxo en la sciatica y dolores de jūturas delos miēbros ynferiores” (Lobera: 1544b, Fol. 35v).

El tercer grupo de las enfermedades cortesanas, compuesto por la piedra de riñones y vejiga, el cólico y el dolor de ijada, categorizados por otros médicos como “cálculos” (Hernández Morejón: 1842, II 325), se presentan como una serie de dolores causados porque “tales superfluydades se dispongan para recebir forma d piedra haziēdo las passar alos riñones y bexiga, donde los humores recibē el ser y la forma d piedra” (Lobera: 1544b, Fol. 42r). Los remedios que el Doctor Ávila presenta son la ingesta de determinados alimentos y bebidas que le sirvan al paciente como purga, para expulsar parte de los humores concentrados en los intestinos, y de esta manera paliar el dolor (Lobera: 1544b, Fol. 49r). Nuestro doctor, en “contra [de] los empericos”, rechaza la idea de intervención quirúrgica para los dolores de cálculos, puesto que sus pronósticos son inciertos, y pueden causar mayores discrasias o perjuicios para el paciente que beneficios (Lobera: 1544b, 57r).

En la última enfermedad, el mal de bubas o mal francés, conocida actualmente como sífilis, Lobera asume que se encuentra ante una “nueva” enfermedad, de tal manera que no puede refugiarse en la autoridad de los autores antiguos, representantes de la tradición médica. Desde finales del siglo XV existieron diversas hipótesis que intentaron explicar el origen de esta enfermedad desconocida en tierras europeas, encontrándose entre sus primeros expositores a médicos españoles como López de Villalobos o Gaspar Torrella. En el Sumario de la medicina (1498) López de Villalobos la denomina como “sarna egipcíaca”, comparándola con una especie de peste “no vista jamás”, y en donde nos ofrece tres posibles orígenes: 1) enfermedad como “castigo divino” (causa teológica); 2) enfermedad como “conjunción de astros” (causa astrológica); y 3) enfermedad como “abundança de humor melancólico y flema salado, que en todos los miembros ha hecho su estança” (causa física o médica) (Granjel: 1980, 210). Los tratados sobre esta novedosa pestilencia no tardaron en aparecer y en el siglo XVI podemos destacar las obras de Pedro Pintor (1500), Juan Almenar (1502), Rodrigo Díaz de Isla (1539), Luis Lobera (1544), Miguel Juan Pascual (1555), Pedro Arias de Benavides (1567), Gerónimo Jiménez (1578) y Pedro Váez (1593), entre muchos otros.

Lobera toma partido por la hipótesis física de los médicos, explicando el origen de la sífilis acorde al sistema fisiológico y patológico del galenismo arabizado: “esta enfermedad viene de humor melancholico: y este humor melancholico es inobediente a natura y ha menester muchos días para digerirse y evacuarse” (Lobera: 1544b, Fol. 74r). Los signos clínicos de la sífilis son las pústulas conocidas como “bubas”, y respecto a sus causas Lobera es precavido al afirmar que puede provenir de “auer tenido conuersación con mugeres echándose conellas o cō hombres” (Lobera: 1544b, 75r). Precisamente, debido a su controvertida novedad, se llegó a pensar que la procedencia de origen de dicha enfermedad epidémica se podía situar en América, tal y como asegura Rodrigo Díaz de Isla (1539, Fol. 2r), cirujano y autor del Tractado contra el mal serpentino (1539), que en el propio prólogo de la obra la denomina como “morbo serpentino dela ysla Española”. Según Díaz de Isla, quien trabajaba en el Hospital Real de Todos os Santos de Lisboa, el mal serpentino “fue aparecida y vista en España, enel año del señor de mil y quatrociētos y noventa y tres (1493) años, enla ciudad de Barcelona, la qual ciudad fue inficionada y por consiguiente toda la Europa” (Díaz de Isla: 1539, Fol. 3r). Dicha tesis americanista fue ya esbozada por Fernando González de Oviedo en su Historia natural de las Indias (1535), y secundada por múltiples historiadores, cronistas y autoridades de renombre como Cieza de León, López de Gómara o Bartolomé de Las Casas (Granjel: 1980, 211). Lobera, al igual que en las otras enfermedades cortesanas, enumera una serie de posibles remedios, entre los que se exponen como cuatro grandes soluciones los baños, el uso del Palo Santo (oriundo de la América tropical y de la costa pacífica de Sudamérica), los sahumerios y los ungüentos, lavatorios o unturas (“vnturas”) de diversos materiales.

 3.4.3. Teoría sobre la pestilencia

Lobera expone en su obra Libro de pestilēcia curatiuo y preseruatiuo (1542b) una suerte de teoría procedimental sobre la peste, en donde incluye algunas nociones médicas básicas del galenismo escolástico arabizado, principalmente la fisiología humoral. La obra comienza con una dedicatoria al emperador Carlos I y a Fernández Álvarez de Toledo, Gran Duque de Alba y mayordomo mayor del propio Carlos I. Se sigue de una carta de respuesta a fray Hieronymo Hurtado, abad del monasterio de Nuestra Señora de Valdeiglesias (hoy Pelayos de la Presa, Madrid).

En esta carta Lobera comienza a desarrollar una clasificación de las cosas naturales y no naturales. Las cosas no naturales son el aire, el comer-beber, el movimiento-quietud, sueño-vigilia, “hinchamiento-evacuación”, y “los accidentes de la anima”, es decir, los sentimientos de alegría o tristeza, &c. El desequilibrio o la propensión desigual de alguna de estas, según apuntan los doctores como Averroes o Damasceno a los que Lobera alude, provoca indisposiciones y perturbaciones de la salud. Las cosas naturales, por otro lado, son los cuatro elementos (lo cálido, lo frío, lo húmedo, lo seco) y sus combinaciones, la composición de los humores (sangre, flema, bilis negra, bilis amarilla), los órganos y “sus operaciones y virtudes particulares” (Lobera: 1542b, A 3r).

Lobera pasa a explicar la formación de los humores a través de los tres procesos de digestión (estomacal, hepática, sanguínea): tradicionalmente, en el gremio médico se pensaba que los humores se producían en el cuerpo a través de diversas purificaciones fruto de la digestión del estómago, el hígado y, por último, la digestión de las venas, la cual depuraba la sangre dejando los humores más puros. Cada una de las digestiones, explica el médico abulense, genera “superfluidades”, excedente contaminado que debe evacuarse, ora por los intestinos, ora por la orina. Algunos médicos como Avicena llegaron a pensar que existían hasta cuatro o cinco digestiones, ya que las superfluidades que debían de evacuarse también pasaban por procesos de digestión, como, por ejemplo, la sudoración.

Lobera detalla en la carta respuesta, yendo a la zaga de Avicena y Bartolomeo Ánglico, cuántos tipos de humores existen en el cuerpo humano, qué función cumplen y cómo se originan, las diferentes pares de venas y cómo se mueve la sangre en ellas, &c. En la última página de la introducción Lobera realiza una crítica a la práctica de las sangrías, las cuales, según el médico abulense, pueden debilitar y mermar la salud del enfermo, “porque el cuerpo cō la dmasiada euacuaciō d la sāgre vernía a no tener virtud para sustētar la vida (…) mi parecer sería q se hiziessen otros remedios para purificar la sāgre y esforçar la virtud antes q sangrar tantas vezes” (Lobera: 1542b, AA 2v).

Afirma Lobera en el “capítulo primero” del Libro de pestilēcias (1542) que él va a realizar su exposición de los métodos curativos y preservativos de la enfermedad de la “pestilencia” como “médico philosopho” (Lobera: 1542b, Fol. 1r). Comienza con un repaso de los términos por los que la tradición ha ido señalando el oficio médico: “phísicos”, “mata sanos”; las condiciones del buen “phísico” son la vejez, la suficiente experimentación en el oficio, una trayectoria de curaciones probada de, al menos, entre quince o veinte años, y, como elemento último, pero de equitativa importancia, haber trabajado y compartido experiencias, debates, controversias, &c., con el resto de comunidad médica, habiendo visto en la práctica a otros “hombres doctos” y no habiéndose reducido a aquello que ocurre en ciertos lugares “donde no ay conferēcias de doctos hombres, al cabo son phísicos de aldea” (Lobera: 1542b, Fol. 2r). Es evidente el elitismo desde el que se profana Lobera en sus escritos, dedicados a su clientela nobiliaria.

El buen médico debe seguir una ciertas pautas de orden ético, que Lobera explica a través de ejemplos morales de buen comportamiento y conducta, heredadas del hórkos hipocrático, como comprometerse con sus pacientes, ser honrado y no sonsacar el dinero de forma interesada, no ser hipócrita ni codicioso, estar formado teórica y prácticamente en los avances de la medicina, “andar siēpre limpio, y bien atauiado” (Ibíd.). A continuación, Lobera pasará a analizar los cánones de preservación frente a las epidemias pestilentes aceptados comúnmente por la mayoría de médicos y filósofos:

I. Escoger un lugar no infectado.

II. No tomar aire en exceso, debido a que el aire puede estar contaminado, y por lo tanto alterar nuestro organismo.

III. Hacer hogueras de enebro, romero y leña contra la humedad.

IV. Mantener la higiene en manos, en el hogar, además de encender incienso para preservar dicho olor.

V. Airear las ventanas al mediodía y tras la puesta de sol. Aquí Lobera repasa los diferentes humores, recalcando que cada día predomina en el cuerpo durante seis horas un humor diferente, y que es importante saber en qué momento del día se manifiestan las enfermedades, para conocer qué humor ha intervenido.

El “regimiento” o mecanismos por los que se debe prevenir la enfermedad de la peste son dos:

1) Confortarnos con la toma de medicinas, de “yeruas, y piedras, lectuarios, y píldoras, y otras cosas q preseruan de la pestilēcia” (Lobera: 1542b, Fol. 3v), que nos ayuden a tomar precauciones y medidas respecto a dicha enfermedad. Algunas de estas sustancias son el cilantro, higos, nueces, ramas de enebro, zumo de granadas, píldoras y jarabes, &c.

2) El “regimiento curatiuo”, es decir, el tratamiento, teniendo en cuenta la dieta, el aire, y “la ayuda d dios”. El regimiento o tratamiento curativo se trata en el capítulo vi (Fol. 4r), donde se habla de las evacuaciones (kénōsis) de humores desplazados y asentados en otras partes del cuerpo (apóstasis), los cuales provocan envenenamientos. El conocimiento de la trayectoria de los vasos sanguíneos, como ya hemos indicado con anterioridad, se muestra como un conocimiento fundamental para los tratamientos derivados del pronóstico de apóstasis (establecimiento de un humor desplazado), como las flebotomías o sangrías, operación quirúrgicas, &c. (Lobera: 1542b, Fol. 4v). Entre otras recomendaciones, Lobera habla de los beneficios de la sudoración provocada (como una suerte de purgación o kénōsis general), sobre los electuarios o medicamentos vegetales (sándalo, rosas, margaritas, jacintos, &c.) por los que se elaboran ungüentos, manojos de flores aromáticas, aceites y vinagres, sobre los jarabes, sobre las dietas del enfermo, entre otros muchos asuntos (Lobera: 1542b, Fol. 7r).

3.5. Conclusión

Lobera forma parte de los médicos tradicionales medievales de los regimina sanitatis, esto se intuye en su preocupación e importancia por las normas dietéticas e higiénicas, las cuales se engloban en la categoría de causas “immediatas”, es decir causas contingentes y externas, motivadas por los malos hábitos o costumbres. La higiene y la dieta son partes fundamentales en la salud corporal de los sujetos operatorios, en tanto se encuentran en relación directa con el equilibrio humoral de la que depende dicha salud (eucrasia). Esta preocupación por la repercusión humoral que tienen los malos hábitos higiénicos y dietéticos es reflejada en obras como el Vanquete de cavalleros (1530).

Su cariz divulgador, específicamente dirigido a los altos estratos de la sociedad (nobleza, alto clero, cortesanos); su adhesión a una medicina manifiestamente obsoleta, puesta en jaque por los avances anatómicos y tecnológicos de la época; su lealtad a una filosofía acotada y relegada a una peculiar hermenéutica (teórica, en cuanto a su total plegamiento al canon galénico-árabe-escolástico; práctica, en cuanto su interpretación amoldada, reducida a las señales y signos clínicos abordados en la tradición médica); hacen de Luis Lobera de Ávila uno de los últimos representantes de una filosofía médica medieval que ya en su propia época mostró severos síntomas de inconsistencia, motivados, principalmente, por la acumulación de contradicciones internas junto a la presencia injustificada y cuasi obsesiva de realidades (la humoral, por ejemplo) no demostradas.

 
4
Andrés Laguna (1510-1559)

4.1. Estado bibliográfico

Al contrario del caso de Luis Lobera, de quien poseemos escasa información, sobre Andrés Laguna encontramos multitud de monografías, ensayos, artículos, y diferentes publicaciones que aluden a su vida y obra. Por comentar aquí las fuentes principales de las que nos hemos servido, mentaremos la documentada monografía de Javier Puerto (2016), editada por la Fundación Larramendi, y los artículos de Miguel Ángel González Manjarrés, catedrático y doctor en filología latina, especialista en el médico segoviano. A la par, nos han servido como documentos auxiliares los trabajos de Josep Lluís Barona, Sobre medicina y filosofía natural en el Renacimiento, y el clásico de Hernández Morejón, Historia bibliográfica de la medicina española.

4.2. Biografía

De nuevo, al igual que con Luis Lobera, la fecha de nacimiento del Doctor Laguna es incierta. Luis S. Granjel (1980, 24), al igual que el Fondo Antiguo de la Universidad de Granada, basándose en la documentación existente en dicho archivo, situaron la fecha de su nacimiento en 1499, y la de su fallecimiento en 1559; la Biblioteca Virtual de Filología Española circa 1510-1511, coincidiendo con el deceso la mayoría de biografías. De lo que no existen dudas es que su lugar de nacimiento fue Segovia, naciendo en el seno de una familia judeoconversa.

Su padre, Diego Fernández de Laguna, fue un reputado y conocido médico segoviano, desempeñando su oficio en una casa de la judería y, durante un tiempo, junto al arzobispo de la ciudad, Diego de Ribera (González: 2018, 3); su madre, Catalina Velázquez. Andrés Fernández Velázquez Laguna fue el segundo de cinco hermanos, los cuales, al menos los varones, terminaron ocupando puestos relevantes en la iglesia segoviana (canónigo de la Catedral de Segovia). Como hemos aclarado, no hay duda que su infancia transcurre en Segovia, donde ya estudia lenguas clásicas y gramática con sus maestros Juan de Oteo y Sancho de Villavesano, como él mismo afirma en De virtutibus. A los 14 años empieza a cursar en la Facultad de Artes de Salamanca el Bachillerato, tres años donde profundizaría en lógica, dialéctica, filosofía natural y moral, teología, &c. (Hernández Morejón: 1842, 228).

No queda documentación oficial de su paso por Salamanca, sin embargo, debido a sus propias anécdotas, repartidas entre toda su bibliografía, y las menciones de sus condiscípulos, sabemos que Laguna vivió como pupilo en una residencia universitaria asimilada a los Colegios Mayores, llevando una vida similar al resto de bachilleres{4} (Puerto: 2016, 2). Un documento manuscrito de la Facultad de Medicina de París, con fecha de 16 de marzo de 1534, certifica la obtención del Bachillerato de medicina en dicha facultad, por lo que obtuvo su licencia médica tras cursar dos años en Salamanca y tres en París, y de lo que se extrae que en algún momento entre 1530 y 1531 es enviado a París a terminar su formación académica. En Francia se nutrió del ambiente humanista pregonado por autores como Erasmo o Vives, profundizando en los textos clásicos de la tradición médica. Laguna se muestra agradecido reconociendo las lecciones de sus maestros de dicha facultad: lenguas clásicas (Pièrre Danès y Jacques Toussant), filosofía (Juan Gélida), medicina (Jaques Dubois; Johann Winter von Andernach; Jean Tagault) y botánica (Jean Ruelle) (González: 2018, 7).

Es en París, tras obtener la licencia médica, cuando comienza su producción literaria con la edición de unas eruditas traducciones y una obra de carácter anatómico. En 1536 se embarca en Rouen y vuelve a España arribando en el puerto de Lisboa, laureado por la fama que acompañaba su nombre; hasta 1539 reside en Alcalá de Henares, donde existen dudas entre los académicos sobre si regentó o no alguna de las cátedras. Lo que sí se conoce es que impartió lecciones y tuvo cargos transitorios hasta 1539 (Puerto: 2016, 7), pero se ignoran la mayor parte de los datos de esa horquilla temporal. Hernández Morejón (1842, 229) afirma que ese mismo año (1539) se graduó como doctor en la Universidad de Toledo

En las traducciones que publicará en 1538 en Alcalá de Henares se pueden observar dedicatorias y elogios directamente dirigidos a la corte y al emperador Carlos I, baluarte del cristianismo frente a los turcos, representantes del mayor peligro externo. Las continuas y veladas insinuaciones le sirven para ser llamado a Toledo por encargo del emperador, a fin de atender a la emperatriz Isabel, que terminó falleciendo en el parto. Según la documentación existente en las Quitaciones de corte, Andrés Laguna no figura como un médico o cirujano contratado, no obstante, aún desconociendo los auténticos motivos de dichos desplazamientos, el Doctor Laguna a partir de 1539 comienza una serie de viajes de índole médico-diplomática por diferentes cortes europeas (Puerto: 2016, 8). Su primera peregrinación es Inglaterra, constando los documentos que certifican que partió de Vizcaya y arribó en Londres; se especula que deben ser mandatos imperiales los que le empujan a la corte de Enrique VIII. Poco más tarde Laguna viaja de Inglaterra a Países Bajos (Middelburg, Zelanda), donde alternará, durante un corto espacio de tiempo, con estancias en diferentes ciudades alemanas. Se establece en Gante ejerciendo su profesión de forma privada, dum Caesar anno 1539 esset Gandavi.

En junio de 1540 Laguna firma un contrato como médico municipal de la ciudad imperial de Metz (Lorena francesa), comprometiéndose hasta el 24 de junio de 1545. Esta es una de las etapas más fructíferas y productivas del médico segoviano, ya que se enfrentará a sus mayores exigencias en el campo de lo profesional (brotes de peste, fiebres ardientes, plagas, &c.), conjugándolo con sus años de mayor producción filosófica. Tras una invitación del rector de la Universidad de Colonia, Adolfo Eicholtz, Laguna consigue un permiso del ayuntamiento de Metz entre diciembre de 1542 y marzo de 1543 para poder ausentarse de su oficio (González: 2018, 15). Durante estos tres meses Laguna se codeó con las capas altas de la sociedad, reuniéndose con profesores universitarios, altos dignatarios eclesiásticos y figuras nobiliarias.

El 22 de enero de 1543, a las siete de la tarde, pronuncia en el aula magna de la Universidad de Colonia, a raíz de la invitación de su anfitrión, el famoso discurso Europa, que a sí misma se atormenta, abogando por una solución pacifista al respecto de las luchas religiosas entre los diferentes estados europeos, los cuales debían cooperar entre ellos bajo el signo del cristianismo. Los enfrentamientos constantes entre católicos y protestantes hizo que Laguna buscase ideas que conjugasen las diversas posturas político-religiosas, como la herencia de la tradición grecolatina y Cristiana (frente al peligro islámico representado por los turcos) (Puerto: 2016, 10). A su vuelta a Metz se encuentra con un nuevo alcalde, Richard de Raigecourt, más afín a la política imperial, y por el que conseguirá la exención de impuestos y unos beneficiosos subsidios por participar (se desconoce si en calidad de médico) en diversos asedios (por ejemplo, el de Saint-Dizier) enmarcados en los conflictos bélicos entre el Imperio Español de Carlos I y Francisco I de Francia.

En 1545 se traslada a Italia, siendo nombrado doctor por la Universidad de Bolonia (Hernández Morejón: 1842, 252). En Roma, recibiendo los honores por su defensa del catolicismo, se le nombra el 28 de diciembre de 1545 Soldado de San Pedro,caballero de la espuela de oro y conde Palatino (“Miles Sancti Petri”), un reconocimiento difícil de conseguir para un juedoconverso (Puerto: 2016, 13). En 1550 es nombrado médico de cámara del papa Julio III, llevando viajes diplomáticos de relativa importancia; diversos documentos atestiguan que ejerció labores asistenciales, tratando de gota a Pablo III y Julio III. Del papado obtendría dos beneficios eclesiásticos (Mozoncillo, Segovia; Don Benito, Badajoz), que serán cedidos a sus hermanos (Puerto: 2016, 14). Además, estos últimos años en Italia fueron muy prolíficos en cuanto a la producción literaria y filosófica, destacando la biografía de Galeno y su “opus magnum”: el Dioscórides, que sería publicada en 1555 en Amberes.

En Venecia pasará desde marzo de 1548 a 1549, alojándose, de nuevo, a finales de 1553 hasta 1554; ésta será su última estancia en Italia, de la que partirá rumbo a Países Bajos. Se conoce, por un carta manuscrita autógrafa fechada en 7 de Julio de 1554, que Laguna se detuvo en Augsburgo, para más tarde llegar a Amberes, en la que, coincidiendo con su llegada, afloró una brutal ola pandémica de pestilencia. Laguna realizó avances considerables, mejorando las técnicas preservativas y curativas, lo que propició la publicación de su tratado sobre la pestilencia (1556). En 1557 caerá enfermo; los años de 1557 y 1558 se caracterizan por la publicación de diversos tratados y traducciones que comentamos en el apartado siguiente (Puerto: 2016, 16).

Entre finales de 1557 e inicios de 1558 Andrés Laguna regresa a España, siendo invitado por la Universidad de Salamanca a impartir algunas clases. Se afincó rápidamente en su Segovia natal, en donde se hallan documentos relacionados con la organización del panteón familiar, y con los sepulcros paternos en la iglesia parroquial de San Miguel (Hernández Morejón: 1842, 254). Su muerte le sorprendió en Guadalajara, el 28 de diciembre de 1559, en una comitiva real que volvía a Madrid desde Roncesvalles, con motivo de recibir y acompañar a Isabel de Valois a su casamiento con Felipe II (Puerto: 2016, 17) (González: 2018, 34).

Cabe decir que, aunque el estatuto de médico imperial de Andrés Laguna no terminó nunca de ser oficial, se le vio vinculado durante la mayor parte de su vida profesional con ambientes cortesanos del Imperio Español, o muy relacionados con éste, por eso hemos tenido como acertado, tal y como la mayoría de los académicos, considerar a Andrés Laguna como “médico imperial”, aunque el curso de su desarrollo como médico cortesano es mucho más heterodoxo que el de Lobera.

4.3. Obras publicadas

La obra de Andrés Laguna es prolífica y extensa, conformándose de numerosas traducciones y comentarios, además de obras originales. Laguna dejó múltiples compañeros y condiscípulos que reconocieron la sabiduría y laboriosidad de la obra del doctor segoviano. Entre ellos podemos destacar los portugueses García de Orta (1500-1568), quien ensalza la obra de Laguna en un tratado sobre farmacología hindú, o Amato Lusitano (1515-1568), quien lo denomina alterumHispaniæ Galenus.

La primera publicación del Doctor Laguna coincide con la finalización de sus estudios universitarios, en París a 1535, tratándose de una traducción al latín del texto atribuido a (Pseudo)Aristóteles, De physiognomicis liber unus(Φισιογνωμονικά). Ese mismo año publica otro trabajo, esta vez un compendio anatómico que recibe el nombre de Anathomica methodus seu de sectione humani corporis contemplatio (París, 1535), y una versión latina del tratado pseudogalénico De urinis (París, 1536) (González: 2001, 28).

En cuanto a las fechas que comprenden su estancia en Alcalá de Henares, se conoce que a fecha de 14 de noviembre de 1538 se edita y publica un volumen con tres nuevas traducciones de Laguna del griego al latín en la casa de Juan de Brocar: el texto pseudoaristotélico De mundo, y dos diálogos atribuidos a Luciano de Samósata, Tragapodagra y Ocypus (González: 2018, 11). Es necesario destacar que en las epístolas nuncupatorias de De mundo, fechadas en Segovia el 1 de noviembre de 1538, están dedicadas a Carlos I, y constituyen un modesto pero osado gesto de simpatía de un desconocido al emperador. Como ya indicamos, Laguna se encontraba en la comitiva de médicos que atendieron a la emperatriz Isabel, que falleció el 1 de mayo de 1539 (González: 2001, 30-31).

Durante su estancia en Gante obtendrá el manuscrito (pseudo)galénico De philosophica historia a manos de un griego de nombre Adriano Corón, el cual será traducido y publicado más tarde. Los cinco años que Laguna trabajará en Metz (1540-1545) como médico municipal pueden ser considerados como su etapa más provechosa y madura en cuanto a la producción filosófica. En 1542, tras gestionar una tremenda epidemia de peste, publicó Compendium curationis precautinis morbi febris pestilentialis passim populariteque grassantis (1542), un pequeño tratadito donde describe la enfermedad, sus signos clínicos, diferentes técnicas preventivas y curativas, la cual sería reeditada en 1556 en castellano bajo el nombre de Discurso breve sobre la cura y preservación de la pestilencia.

Su corta estancia en Colonia, entre diciembre de 1542 y marzo de 1543, no le impidió tener una frenética actividad editorial, ya que publicará varias traducciones latinas, algunas recomendadas por el rector Eicholtz: un tratado contra los turcos (Rerum prodigiosarum quae in urbe Constantinopolitana...), el texto pseudogalénico antes comentado (De philosophica historia), dos obras pseudoaristotélicas (De natura stirpium y De virtutibus), un tratado bizantino sobre agricultura (De Re Rustica o también conocido como Geopóntica), y unas Castigationes dedicadas a apuntillar algunas cuestiones de la obra del médico humanista Jano Cornario (Puerto: 2016, 10-11).Además, publicó el discurso emitido en la Universidad de Colonia: Europa Ἑαυτηντιμωρουμένη, hoc est, misere se discrucians suamque calamitatem deplorans, o Europa, que a sí misma se atormenta (1543). En estas obras editadas en Colonia Laguna vuelve a mostrar su compromiso político con el Imperio Español, buscando algún tipo de ventaja o amparo de la corte. La última obra publicada en Colonia será un pequeño tratado de normas dietéticas e higiénicas para la edad senil, titulado De victus et exercitiorum ratione maxime in senectute observanda.

En 1548, tras un análisis exhaustivo de la obra de Galeno, Andrés Laguna publica una monumental obra de cinco volúmenes, posiblemente la más laureada y reconocida internacionalmente, titulada Epitomes omnium Galeni Pergameni operum (Venecia, 1548). En dicha obra Laguna traduce, selecciona, y explica, sin miedo a corregir y revisar, multitud de pasajes de Galeno, compendiando de forma erudita la filosofía galénica; a los cuatro tomos originales añadiría un quinto, titulado Vita, en el que nos muestra una biografía del médico de Pérgamo. Publicaría el mismo año un apéndice filológico, las Annotationes in Galeni interpretes (Venecia, 1548), dedicado a Diego Hurtado de Mendoza (González: 2018, 24).

En Italia, ya envuelto en el oficio cortesano ligado al papado, Laguna no abandona el estudio del galenismo, lo que le lleva a publicar unos Enantiomata (1551), una recopilación de pasajes contradictorios de Galeno, los cuales no serían publicados hasta 1553. En Roma Laguna publicaría en 1551 dos pequeños tratados de índole médica: De articulari morbo commentarius, un tratado sobre la artritis dedicado al papa Julio III, y Methodus cognoscendi extirpandique excrescentes in vesicæ collo caranculas, tratado que figura sin año ni lugar, ni editor ni nombre, que se centra en unos novedosos y pioneros métodos quirúrgicos de curación de determinadas enfermedades venéreas.

La siguiente publicación de Laguna la situamos en Amberes, en 1555, donde al fin se editó el Dioscórides Anazarbeo en castellano. Como es bien sabido, la edición fue muy refinada, compuesta de multitud de láminas y grabados, y con cuidado estilo tipográfico (González: 2018, 29). La obra traducida fue De materia medica (Περί ὕλης ἰατρικής) escrita por Dioscórides (40-90), famosísimo médico y botánico de la Grecia romana, la cual tuvo una enorme difusión durante la Edad Media.

Al parecer, Laguna pasó el invierno de 1556-1557 enfermo en Bruselas, y en este transcurso aprovechó para traducir del latín al castellano los discursos contra Catilina de Cicerón. Éstos recibieron el título de Quatro elegantissimas y grauissimas orationes de M. T. Ciceron, contra Catilina (Colonia, 1557), y en ellos se puede volver a observar el interés del doctor segoviano en la elevación y dignificación del castellano como lengua óptima para difundir los textos clásicos{5}. Sería también en Colonia, el 1 de noviembre de 1557, donde Laguna editaría su última obra: Apologetica epistola in Ianum Cornarium medicum, donde polemiza con el médico alemán Jano Cornario, quien, según el doctor segoviano, le había dirigido multitud de ataques velados en algunas de sus obras, además de publicar una versión latina de De materia medica utilizando muchas de sus anotaciones sin citarlo.

No podemos cerrar este apartado sin olvidarnos de una obra anónima que por muchos historiadores y académicos es atribuida a Andrés Laguna: hablamos de la conocida obra titulada Viaje de Turquía (1905). Manuel Serrano y Sanz fue el primer editor del texto, y el primero que consideró que el autor del Viaje fue el filósofo Cristóbal de Villalón, sin embargo, otros investigadores como Marcel Bataillon creyeron que el carácter erasmista y novelístico, junto a otros argumentos más sólidos, abrían la posibilidad de la autoría de Andrés Laguna. Desde entonces, no han sido pocos los historiadores y filólogos que han trenzado conexiones entre el Viaje y Andrés Laguna (Granjel: 1980, 92), considerándose una de las hipótesis más plausibles sobre su autoría.

4.4. Ideas filosóficas

Andrés Laguna, a diferencia de Luis Lobera, cursó una reputada carrera académica, llegando a obtener el grado de doctor en medicina en diferentes universidades (Toledo, Bolonia). Su producción médico-filosófica se encuentra adherida a la corriente humanista fisiológica (Francisco Valles, Jaime Segarra) que sistematizó la pars physiologica de Galeno (elementos, temperamentos, humores) instituyéndola como una subdisciplina médica con un estatuto científico propio (Barona: 1993, 198). No obstante, aunque existan diferencias notorias en la metodología y la rigurosidad teórica, ambos autores postulan un galenismo apoyado en la biología general aristotélica.

Un punto clave del tratamiento metodológico de Laguna, característico de los médicos humanistas, es el método filológico, por el que se propuso traducir al latín los textos griegos originales de Hipócrates y Galeno, entre otros. Tras esta primera fase filológica se pasa a la fase empírica, en donde la experimentación toma el protagonismo a fin de corregir y reconstruir los prejuicios galénicos (de orden aristotélico); de este modo actuó tanto Vesalio con su nueva anatomía, como Copérnico respecto al sistema ptolemaico. De nuevo, no hay que olvidar que la obra de Laguna no rompe completamente con la medicina y la filosofía de Galeno, sino que, más bien, siguiendo el hilo de los humanistas españoles del siglo XVI, sistematiza de forma erudita, heterodoxa y no dogmática toda la obra del médico de Pérgamo (Puerto: 2016, 36).

 4.4.1. Idea de medicina

Laguna (1563, Fol. g3v), en la “Epístola nuncupatoria al serenissimo, inclyto, y muy poderoso señor, Don Philippo…” que da inicio al Dioscórides, sitúa el origen de la medicina en la mismísima figura de Dios, ya que arte tan excelso no pudo haber sido alcanzado por los hombres sin ayuda divina. La medicina es una suerte de “ciencia divina”, una habilidad por la que Dios dio capacidades intelectivas (curativas) a los hombres para librarse de la enfermedad y el dolor. Según Laguna, la medicina es de las prácticas más nobles y beneficiosas para cualquier sociedad, pues, entre otras cosas, preserva la salud de los ciudadanos y dirigentes.

Laguna, que abrazó toda su vida una suerte de irenismo producto de la influencia erasmista, no dejó de apoyar públicamente al catolicismo romano y al papado (aunque ejerciendo críticas a la estructura eclesiológica), a la par que ridiculizaba las tesis protestantes y luteranas, de las cuales nos deja multitud de anécdotas en el Dioscórides. La idea de dictar alabanzas sobre la Medicina, equiparándola a otras profesiones liberales, e incluso conectándola con reflexiones de orden teológico, fue algo común en los escritos de los médicos españoles del siglo XVI (Alfonso López de Corella, Francisco Valles, Blas Álvarez de Miraval, Jerónimo Merola, &c.). Nuestro doctor segoviano, al igual que mucho de sus contemporáneos como Álvarez de Miraval, considera la medicina un conocimiento o ejercicio “sagrado”, ya que dicha ciencia trata sobre la vida de los hombres, lo que implica que el código moral del médico debe ser impoluto y modélico (Granjel: 1980, 83-86).

Fueron muchos los tratados que se dedicaron a intentar exponer las características del “médico perfecto”: como ejemplos de esta literatura moralista en torno al estatuto profesional del médico podemos destacar la exposición de fray Antonio de Guevara en sus Epístolas familiares (1525); el quinto de los Diálogos de philosophía natural y moral (1574) de Pedro Mercado; o el Retrato del perfecto médico (1595) de Enrique Jorge Enríquez, entre muchos otros. También Luis Lobera y Andrés Laguna reflejaron sus opiniones al respecto de los preceptos morales médicos, sin embargo, nos parece que lo destacable de la carta proemial por la que se da inicio el Dioscórides es esa conexión entre el arte medicinal y el orden teológico, y cómo está vinculación se ve reflejada en toda la obra de Laguna, incluso en la exposición sistemática de la doctrina galénica.

Como ya indicamos, la medicina, como ciencia β-operatoria, se centra en las “categorías del hacer”, en desarrollar de forma técnica (práctica) diversas estrategias de reducción de las discrasias de los cuerpos humanos (diversas tecnologías); precisamente por este motivo, y a diferencia de las ciencias en estado α, como la biología, el propio ejercicio médico presupone unos preceptos morales, unas obligaciones en el orden ético, las cuales en España se vieron instituidas jurídicamente en el siglo XVI por medio del Protomedicato (1538), que recordaba las responsabilidades contraídas por los médicos en su condición de “creyentes”, en tanto que tenían que persuadir o inducir a sus pacientes a que confesaran (Granjel: 1980, 86-87). Laguna (1555, 4), a su vez, también describió a los falsos médicos, tildándolos como “lobos encarniçados” que debían ser perseguidos por las autoridades de cada república:

“En estos pues, y en otros muchos enormes errores caen, ciertos infortunados, que con hazer profesión de médicos, son tan ignorantes de la historia Medicinal, que si les preguntays del Myrabolano qué es, os dirán que cebolla albarrana: y con todo esto los vereys andar por las calles muy entonados, y llenos todos de anillos, como de tropheos y despojos de los tristes que derribaron: en los quales, si bien los escudriñays debaxo de aquellas ropas, no hallareys sino desuerguença y atreuimiento, fundada en la demasiada credulidad de los populares, que à qualquiera que se les vende por médico, luego sin más le creen, no hauiendo mentira más peligrosa en el vniuerso, ni que tanto daño acarree al linage humano”.

El doctor segoviano repasó durante toda su obra el ámbito moral del oficio médico, recordando no sólo los preceptos básicos relacionados con el cumplimiento de las pautas de conducta cristianas de la sociedad de su época, sino también subrayando la importancia y necesidad de ser estrictos en las medidas preventivas frente a las enfermedades contagiosas o epidemias, ya que los médicos podían transformarse en los principales agentes o vectores epidemiológicos de transmisión en enfermedades como la viruela, el sarampión o la peste (Laguna: 1999, 28).

Si, según Aristipo, “el dolor es el mayor de todos los males” (Laguna: 1563, Fol. g4r), el conocimiento médico, por consiguiente, debe ser considerado como el mayor de los bienes, o lo que es lo mismo: la restitución del orden equilibrado (eucrasia). El Doctor Laguna expone las partes de la naturaleza que deben ser investigadas necesariamente: los elementos (tierra, agua, aire, fuego), las diferentes especies animales y la variedad de plantas y minerales, junto a las fuerzas y facultades de éstas. Laguna se interesa por los “simples medicinales”, los principios del “arte médica”, que establece en las plantas, seres vivos dotados de alma (“quāta razō tuuierō aquellos antiguos philosophos, de atribuyr à las plātas anima”), cuyo comportamiento, afirma Laguna (1563, Fol. g5v) trenzando la analogía, es semejante al religioso, puesto que muchas de ellas agradecen y se inclinan constantemente ante el sol, del que dependen necesariamente para su mantenimiento. En este sentido podría enclasarse a Laguna en la idea aristotélica de ciencia como sistema derivado de principios.

Laguna, al traducir el Dioscórides, quiso centrar su atención en la botánica, en las estructuras y características propias de las plantas, puesto que cada una de ellas posee unas propiedades intrínsecas que pueden ser utilizadas como remedios terapéuticos. Los “simples medicinales” hacen referencia a esta suerte de principios activos, de efectos curativos y medicinales, que se encuentran en los elementos vegetales (plantas, raíces, &c., pero también existían simples medicinales en los animales y algunos minerales) y que supusieron la principal tradición farmacológica tanto en el mundo grecorromano, como en el árabe y cristiano. Laguna analizó la naturaleza como un riquísimo vergel de productos extraordinarios y necesarios para la humanidad (Pardo: 2002, 51).

En el renacimiento español el desarrollo de la botánica médica, bajo la forma de la farmacología, vendrá motivado por el tratamiento y la traducción de la clásica obra de Dioscórides. En primer lugar será Elio Antonio de Nebrija, quien en 1518 editará una biografía del médico griego junto a un vocabulario (griego-latín) de diversas plantas que se habían confundido tras las traducciones árabes (Granjel: 1980, 254). Pero no será hasta la traducción al castellano del Pedacio Dioscórides (1554)de Andrés Laguna cuando realmente se sistematice y recopile toda la información sobre hierbas, raíces y plantas, llegándose a confeccionar las primeras clasificaciones o herbarios, producto de las recogidas intencionadas de muestras.

Como es obvio, ya existían múltiples relatos y descripciones de plantas exóticas, las cuales estaban conectadas son supuestos efectos curativos; un momento de eclosión es la llegada a América de los conquistadores españoles, donde se destacan las exhaustivas crónicas de Gonzalo Fernández de Oviedo, José de Acosta, fray Bernardino de Sahagún, fray Toribio de Motolinia o fray Bartolomé de Las Casas. Por otro lado, la obra del médico sevillano Nicolás Monardes representó uno de los puntos álgidos en la botánica europea, puesto que de su obra se editaron traducciones en italiano, francés e inglés (1574-1582) en las últimas décadas del siglo XVI (Granjel: 1980, 256-259).

Como hemos indicado, Laguna en la “Epístola nuncupatoria” se muestra prudente en el uso de fármacos, y ataca a los médicos que, por el contrario, tratan genéricamente a los pacientes, suministrándoles dosis excesivas que no se ajustan o corresponden con sus condiciones individuales. Además, Laguna afirma tajantemente que los médicos deben evitar el uso de fármacos compuestos, pues contraen graves peligros para la salud del paciente, y deben optar por las “medicinas simplísimas”, es decir, los “simples medicinales”.

Algunos autores (Pozuelo: 2018, 80) incluso llegan a considerar al doctor segoviano como uno de los fundadores de la medicina traslacional (metodología que traslada los problemas dados a escala clínica a una escala experimental o de investigación, a fin de que los resultados puedan tener una aplicación práctica); de lo que no nos cabe dudas es que Laguna, cumpliendo el canon del médico renacentista, no descuidó ni la anatomía, ni la tradición médico-filosófica, ni el análisis de la naturaleza o la zoología, aunque su campo de especialización, como es bien sabido, fuese la botánica y la farmacología.

Por último, es necesario conectar la idea de medicina de Laguna, ligada a la tradición filosófica-científica (hipocrática-galénica), con la crítica a las supersticiones y prácticas mágicas, muy comunes en el siglo XVI, incluso por los propios médicos. Aunque, sin embargo, debemos recordar que Laguna era un médico que estaba abierto a cualquier posibilidad, ya que no se plegaba ante autoridades de forma injustificada; esto podemos observarlo en algunas de sus anécdotas, como el remedio ofrecido por una “vejezuela tudesca, la cual tenía un talle de bruja” (Dioscórides, Libro IV, cap. LXX), o la relativa confianza que tenía en ciertos remedios medievales de dudosa y mundana efectividad, cuya aplicación era más cercana a un ritual mágico que a un proceso médico farmacológico, a saber: el uso del palo santo (“guayaco”) para la cura de enfermedades venéreas, o la exaltación de las propiedades curativas de los animales, como las cenizas de los cuernos de ciervo o los alacranes para acabar con los dolores de ijada, riñones y vejiga (Francés: 2010, 14-15).

 4.4.2. Idea de salud y enfermedad

Laguna, como todos sus homónimos de profesión, creyó que la salud, tal y como tantos siglos antes había expuesto el filósofo y médico presocrático Alcmeón de Crotona, consistía en el equilibrio o armonía entre las diferentes partes del cuerpo humano, y a su vez, en el equilibrio del cuerpo con su medio entorno (alimentos, clima, hábitos, &c.). La isonomía o equilibrio orgánico (eucrasia), como ya explicamos profusamente en el capítulo 2, se contrapone al estado de desequilibrio (monarchia) o enfermedad, dado cuando predomina un elemento o humor, una parte del cuerpo, sobre el resto. La función de la medicina clásica consistía en restablecer la armonía y corregir las anomalías o desequilibrios (discrasias), y así lo entendió también Andrés Laguna. Como es lógico, no hay medicina ni estrategias de restitución sin  anomalías o discrasias.

Debemos tener presente que dicha interpretación de las ideas de salud y enfermedad están filtradas por la tradición hipocrática, la biología aristotélica, y la sistematización galénica (dada, a su vez, por el tamiz árabe-escolástico). Puesto que todas las posturas médicas de la época estaban plegadas ante tal filosofía, tendremos que destacar la labor de desplazamiento de la exposición anatómica-fisiológica del galenismo escolástico a raíz de la metodología filológica de depuración de los textos clásicos, llevada a cabo por los médicos humanistas como Laguna.

La acumulación de las contradicciones internas, las críticas parciales, o las aportaciones y depuraciones filológicas de los médicos humanistas, según algunos autores como López Piñero o Granjel (1980, 166), serán los acontecimientos que provocarán la crisis del galenismo escolástico y el advenimiento de la fisiología moderna y el iatromecanicismo posterior. En esta línea, Laguna realiza su primera aportación con el Epitome omnium Galeni Pergameni operum (1548), independizando el funcionalismo orgánico (función digestiva, a través de los diferentes procesos humorales) como una disciplina autónoma en el cuerpo de la medicina.

El concepto de physiologia, como aquí se expone, aparecerá en 1556 en la obra de Francisco Valles titulada Medicarum et Philosophicarum, donde se expone como la rama de la medicina que se ocupa de la naturaleza humana (Barona: 1993, 197). Laguna, al igual que Valles, siguió la tendencia general de la época e incorporó la doctrina de los elementos asumiendo la filosofía aristotélica, criticando la interpretación corpuscularista del escolasticismo árabe, y distinguiendo entre los médicos medievales que siguieron las lecciones de Hipócrates y Galeno (humanistas, según su juicio) de quienes profesaron las tesis estoicas y avicenistas. Al parecer, Laguna se decantó por la interpretación peripatética a raíz de la controversia surgida en torno al modo de incorporarse los elementos o cualidades primarias (fuego, tierra, agua, aire) en los cuerpos compuestos, ya que la tradición de Empédocles y Aristóteles defendió que los elementos primarios figuraban en el cuerpo humano en tanto potencias o cualidades (caliente-frio, húmedo-seco), y no con su forma actualizada totalmente, tal y como sostenían los estoicos (Barona: 1993, 199-200).

La estequiología hipocrática-galénica, que fue compartida por la totalidad de médicos medievales y gran parte de los modernos, se construyó bajo la idea de vinculación entre el macrocosmos (universo) y el microcosmos (cuerpo humano), de ahí que la mayor preocupación de la antropología médica versase en el grado de proporción de los elementos primarios en el hombre. La identificación de la naturaleza humana con los elementos, y de la salud con un estado de proporción armonioso y equilibrado de los mismos (una disposición correspondiente entre lo caliente, lo frío, lo húmedo, lo seco, &c.), será otro punto clave en la filosofía médica de Laguna, que la expondrá con todo detalle en su obra sobre Galeno.

En el desarrollo de la fisiología humanista, siguiendo las ideas generales de la biología de Hipócrates, ocuparon un lugar destacable los humores; aunque múltiples polémicas surgieron en torno al orden y la secuencia en el establecimiento de los humores, todos los médicos renacentistas coincidieron en que éstos se fabricaban a partir de los alimentos y que cumplían una función nutritiva-digestiva (Pardo: 2002, 55). Sin embargo, la parte de la estequiología que serviría para fundamentar definitivamente la idea de salud basada en el equilibrio sería la de temperamento, la cual cierra la tríada fisiológica clásica (elementos, humores, temperamentos).

La idea de temperamento permitía dar explicación a las variaciones individuales de cada sujeto operatorio, ya que era evidente que la naturaleza humana se manifestaba de múltiples maneras, y esto se debía, precisamente, a la diferente proporción de cualidades (y, por ende, de humores). El temperamento es la combinación de las cuatro cualidades primarias en nuestro organismo, pero dicha combinación no es exacta, siempre existen ciertos desequilibrios que marcan las diferencias entre los individuos. Laguna concibe que tal estado de perfecto equilibrio, de divina salud, sólo es propia de Dios, ya que al hombre le es inalcanzable (Barona: 1993, 203). La eucrasia es un estado límite, ideal, propio de la divinidad, pues corresponde con un equilibrio perfecto. Además, como señala en el Discurso breve sobre la cura y la preservación de la pestilencia, muy agudamente contra los luteranos que sostienen la tesis de la predestinación divina en el hombre, postura filosófica (religiosa) que inutiliza y banaliza las facultades médicas en tanto que son inservibles frente a los designios de la divinidad (en lo tocante a la salud), el doctor segoviano sostiene que el límite natural de la vida de cada individuo sí que es establecido por Dios, “pero añadir que cada uno forçadamente ha de llegar al tal término, es muy gran desvarío de hombres” (Laguna: 1999, 8).

Sobre la definición de naturaleza humana existía un común acuerdo al respecto de la consideración del alma como principio orgánico. Laguna siguiendo a la par las filosofías de Platón y Aristóteles, cuyas doctrinas influyeron en la sistematización de Galeno, defendió la existencia de tres diferentes tipos de almas (ánima vegetativa, ánima sensitiva, ánima racional). Por otro lado, otra idea heredada de la biología aristotélica, revisada por Galeno, fue el de generación y reproducción; tradicionalmente se consideraba que la participación de la mujer en la generación era meramente pasiva, sin embargo, algunos médicos españoles como Valles o Laguna sostuvieron posturas antiaristotélicas, subrayando que eran necesarias las dos simientes (“menstruo” y “semen”), ambas con cualidades complementarias (Barona: 1993, 208-209).

Por último, tenemos que destacar la relevancia que tuvo el arte de la farmacopea en la obra de Andrés Laguna. En la mayoría de sus títulos editados reservó apartados de antidotarios y productos naturales, junto a sus usos terapéuticos. Laguna fue partidario de curar a los enfermos a través de medicinas simples, y precisamente esa filosofía le exigía la necesidad de conocer las diferentes virtudes de las plantas, las piedras y los metales, además de los animales. Mediante el establecimiento de herbolarios, lapidarios (Alfonso X) y bestiarios, se investigó las capacidades curativas (mágicas, religiosas) de los productos correspondientes, mientras se analizaba las conexiones entre la enfermedad humana y el mundo animal, vegetal, mineral, &c. Como hemos indicado, salvo en contadas excepciones, Laguna siempre dedica una parte considerable de sus obras a exponer las cualidades y propiedades de diversas mezclas de productos con efectos curativos, siendo el mayor ejemplo de este espíritu naturalista y farmacológico el Dioscórides. En el siguiente apartado, dedicado a las observaciones del Doctor Laguna sobre la peste, profundizaremos en algunos remedios como el mercurio o el antinomio (Francés: 2010, 6-11).

 4.4.3. Teoría sobre la pestilencia

Durante el siglo XVI fueron relativamente frecuentes los brotes epidémicos de peste que mermaron el crecimiento demográfico de las ciudades; esta situación crítica e inestable motivó una abundantísima producción y edición de tratados que examinaban, generalmente desde la perspectiva médico-quirúrgica, los efectos de tal enfermedad, ofreciendo medidas higiénicas preventivas y remedios curativos. Aunque en el siglo XIV ya podemos rastrear las primeras obras que tratan específicamente sobre la peste, es en el Siglo de Oro cuando se constituye un género propio consagrado al estudio clínico y terapéutico de las enfermedades pestilenciales (Granjel: 1980, 203).

De su homónimo Luis Lobera observamos que entre su obra dedicó un pequeño tratado a esta cuestión, el Libro de la pestilēcia (1542); el siguiente tratado relevante en la bibliografía médica española será el Discurso breve sobre la cura y preservación de la pestilencia de Andrés Laguna en 1556, editada en Amberes. El discurso sería reeditado con motivo de la muerte del autor en Salamanca en 1566, y en Valencia en 1600. Laguna (1999, 3) considera que la epidemia pestilencial, entendiendo “epidemia” a la manera de los griegos como “enfermedad popular”, es una de las “tres infernales furias” (divinas) que azotan en su presente a la humanidad, junto al hambre y la guerra.

Laguna (1999, 11), a diferencia de Lobera, es más preciso y riguroso en sus términos, y comienza la obra definiendo la peste como “una fiebre continua, breve, aguda y peligrosíssima, que causada del aire infecto y corrupto, assalta e inficiona todos los populares aptos y dispuestos a recibirla, por donde los griegos antiguos la llamaron έπιδημίάv, que quiere dezir enfermedad popular”.

Como puede observarse, la primera procedencia que señala Laguna, ya en la propia definición de la enfermedad, es el aire viciado y corrupto, al igual que otras enfermedades epidémicas o pestilenciales, como la viruela o el sarampión. Utilizando como soporte la fisiología galénica, Laguna dará explicación a la infección pestilencial a través de la respiración de aire corrupto, el cual nos altera e inflama los espíritus sutiles “executando en ellos una cruel tiranía” (Laguna: 1999, 14), esto es, una monarchia, una predominancia de un humor sobre el resto.

Según Laguna, existen tres principales causas de corrupción del aire, a saber: las causas celestes o astrológicas, las causas climatológicas, y las causas teológicas o divinas. Siguiendo el sistema cosmológico aristotélico, en donde existió una clara división y concatenación causal del movimiento entre el mundo supralunar o celeste y el mundo sublunar o terrestre, Laguna (1999, 16) afirma que todas las acciones del mundo inferior se encuentran sujetas a los cursos y movimientos de los cuerpos celestes, por ello los astros pueden ejercer un influjo que termine causando una corrupción infecciosa en el aire.

La segunda causa que propone el Doctor Laguna son aquellas que, por así decirlo, se circunscriben al campo meramente terrenal, específicamente al climatológico; dicha hipótesis busca la raíz de la peste en la excesiva humedad de algunos lugares determinados, como pantanos o humedales, en el agua represada de lagunas, o en las tenerías. La tercera y última causa es la vía teológica, camino sumamente transitado por los pensadores del siglo XVI: bajo esta perspectiva, la peste es una plaga enviada por Dios a causa de nuestros pecados y malos actos, materializada a través del movimiento de las últimas causas a las inferiores o terrestres (Laguna: 1999, 18). Es recomendable, recuerda Laguna en varias ocasiones durante el discurso, estar mucho más recatados en épocas pestilenciales, teniendo claras y limpias nuestras cuentas y conciencias frente a Dios, puesto que la muerte está tan próxima “que de XXV personas que topa en una familia, suele engullirse las XXIII” (Laguna: 1999, 21).

Las medidas que Laguna propone, en caso de que no podamos abandonar la ciudad (“República”) en la que está acaeciendo la epidemia, será la ventilación continua de las habitaciones que ocupemos, que, a poder ser, deberán de ser espaciosas. Se debe sospechar del viento de mediodía, el cual es húmedo y caliente; para evitar el aire pestífero, puesto que la peste se contagia a través del aire y de personas infectadas, Laguna recomienda la utilización de sahumerios y humos aromáticos que limpien y purifiquen nuestros aposentos (palo santo, arrayán, sándalo, sauce, roble, laurel, naranjo, ciprés, enebro, &c.). Incluso aconseja algunas hierbas fáciles de recolectar, como el tomillo o el hisopo, para las personas más humildes y pobres (Laguna: 1999, 24-25).

Otro de los vectores de contagio más habituales son la suciedad, “cosa tan atractiva de pestilencia”, y los propios médicos, puesto que “no hay instrumento más apto que el médico para introduzir la pestilencia por todas partes, visto que puede fácilmente, yendo a sanaros un panarizo, inficionaros toda vuestra familia” (Laguna: 1999, 28). El Doctor Laguna aboga por la institucionalización de un cuerpo de médicos y cirujanos, asalariados por el Estado, que ofrezcan sus servicios en cada situación y desplieguen sus campos de investigación, algo que debe existir “en qualquier bien ordenada República” (Ibíd.).

Las señales más habituales de la fiebre pestilencial son los vómitos, el cansancio y sueño extremos, o los cardenales en las axilas o las ingles. También se refleja en el color plomizo que tinta las uñas. En cuanto a la vía preservativa, Laguna, al igual que sus contemporáneos, regresa a unas supuestas estructuras naturales (estados I-α2), en donde el sujeto operatorio queda neutralizado en tanto que solo aparecerá en el campo científico de forma oblicua (en lo tocante a la afección del clima y la dieta en la disposición humoral); con ello nos referimos a que la fisiología humoral vuelve  a servir como fundamento biológico de la idea de naturaleza humana, por ello Laguna recurre a la kénōsis (evacuación) como uno de los opciones curativas para aquellos enfermos cuya naturaleza sea sanguínea (predomine la sangre frente al resto de humores), y “sienta que le hierve la sangre” (Laguna: 1999, 35). Las píldoras (de mirra, azafrán, &c.) también servirán para realizar evacuaciones más templadas y suaves.

Por último, es destacable que Laguna explica en su obra Discurso sobre la cura y preservación de la pestilencia algunos de los remedios utilizados por él mismo a lo largo de su trayectoria profesional. El primer remedio del que nos deja noticia es una mezcla de veinte hojas de ruda, con media nuez y un higo, el cual prescribió y utilizó en Metz en 1543, “con feliz successo” (Laguna: 1999, 37). Equiparable a dicho remedio es aquel que se compone de cenizas de cangrejos mezclado con vino blanco, el cual ataja la corrupción de humores que provoca el aire pestilente. El segundo de los antídotos se encuentra autorizado por el Papa Julio II, quien dio popularidad a una especie de “tabletas doradas” que se componían de azúcar y zumo de membrillos o agua rosada, además de treinta y ocho productos más, muchos de ellos provenientes de lugares exóticos, lo que se traduce en un remedio exclusivo para las clases más altas de la sociedad (Francés: 2010, 46-47). El tercero de los remedios, solo para aquellos que ya se encuentran contagiados por la pestilencia, en el estado en el que las manchas en la piel han dado paso a la aparición de bubones, es lo que denomina Laguna como “unctura del mal francés” o “azogue”, es decir, el uso del mercurio como recurso terapéutico.

Según nos relata Andrés Laguna, fueron varios médicos (Iuan Portugués, Andreas Mathiolo y Ioannes de Vigo) los que le comentaron los beneficios y ventajas del uso del mercurio para las enfermedades venéreas como el mal francés. Los ungüentos y elaborados de sublimado de mercurio, los cuales se aplicaban externamente y levantaban (cauterizaban) la infección, “divertiendo de dentro afuera el veneno” (Laguna: 1999, 47), son exaltados por Laguna como un remedio sanatorio, aunque recuerda que tradicionalmente, como lo afirma el propio Dioscórides, el mercurio ha sido considerado un veneno mortífero, por lo que tal remedio puede parecer un disparate. Por extraña razón, Laguna conecta el mercurio con la planta “daphne laureola” (solimán), de la cual tiene noticias que también repele la pestilencia y tiene efectos semejantes.

4.5. Conclusión

Para terminar debemos de comentar algún asunto sobre la peculiar condición de cortesano que gozó Laguna, en tanto que sirvió como médico imperial sin figurar en la administración oficial (Quitaciones de Corte) de los médicos y cirujanos contratados por el estado. Debió de recibir ciertos privilegios, ya que le vemos como miembro destacado en diferentes comitivas regias, como la que fue a acompañar a la emperatriz al dar a luz, o, en la que fallece, cuando reciben en Roncesavalles a la futura esposa de Felipe II.

Por otro lado, Laguna tuvo un papel relativamente relevante en la política europea de su época. Es evidente que su figura no puede equipararse a las de Erasmo o Vives, sin embargo, en un año tan fundamental como 1543, cuando coincide la muerte de Lutero y la convocatoria del Concilio de Trento, Laguna pronunciará en la Universidad de Colonia, frente a un senado de príncipes y altos dignatarios, su famoso Discurso sobre Europa, en donde muestra a  Europa como un cuerpo desmembrado y atormentado debido a sus luchas internas, principalmente por los enfrentamientos religiosos que se tradujeron en guerras civiles entre príncipes de diferentes ideologías. Tomando partido por una vía erasmista (irenista, pacifista), Laguna propone la conciliación y unidad de la Cristiandad, dividida por Francisco I frente al “divino Carlos”, es decir, Carlos I, valedor de la paz (Redondo: 2001, 273-274).

Laguna aprovechó el clima bélico, de confrontación entre sociedades políticas, pero también entre cosmovisiones religiosas dadas en el seno del cristianismo, para alentar por la unidad de una Europea entendida geográficamente, la cual debía prepararse para el abatimiento de los turcos (Granjel: 1980, 102-103). Andrés Laguna fue un médico erudito, tremendamente reputado tanto por su comunidad científica como por altas personalidades de todas las regiones de Europa. Leído y discutido, su obra se multiplicó editorialmente, y fue tomada en cuenta hasta muchos siglos más tarde; cabe decir que su figura es referenciada por Cervantes en el Quijote: “Con todo respondió Don Quijote, tomara yo ahora más aina un quartal de pan o una hogaza y dos cabezas de sardinas arenques, que cuantas yerbas describe Dioscórides, aunque fuera el ilustrado por el Doctor Laguna” (I, XVIII), (López-Muñoz & Álamo: 2007, 199).

Tradujo obras que fueron introducidas en todas las facultades de medicina de España y América, trabajó al servicio de emperadores y papas, e introdujo instrumentos novedosos como las “candelillas”, utilizadas en las operaciones urológicas como bujías dilatadoras de la uretra (Granjel: 1980, 240). Todo lo que comentamos aquí no es más que una pequeña porción que nos hace considerar a Andrés Laguna como uno de los médicos más importantes e influyentes del siglo XVI.


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{1} Herbert Spencer (1820-1903), filósofo y antropólogo inglés, ya introdujo el concepto de institución para dar definición a ciertas ceremonias “tales como mutilaciones corporales, ritos funerarios, leyes de relaciones sexuales, hábitos y costumbres”, incluso llegó a incluir las instituciones políticas y eclesiásticas. (Principiosde Sociología, Pág. 448). Spencer sería el introductor de la categoría antropológica de institución en la sociología:

“La sociología habrá de describir y explicar después el nacimiento y desarrollo de la organización política que regula directamente los asuntos humanos, es decir, que combina las acciones de los individuos para el ataque y al defensa (de la tribu o nación), lo cual coarta hasta cierto punto, así los actos que mutuamente les interesan, como los que atañen á unos ú otros; las conexiones que existen entre este aparato de coordinación y coacción y la superficie que ocupa, como las que guarda con el número y distribución de los habitantes y con los medios de comunicación; las diferencias de forma que esta causa produce en los diversos tipos sociales, el nómada, el agrícola, el militar y el industrial; las relaciones que median entre las instituciones en que se basa el gobierno civil y las demás instituciones gubernamentales que se desenvuelven al mismo tiempo, tales como las eclesiásticas y ceremoniales; y por último, las modificaciones que produce cada régimen político en los elementos sociales y las reacciones de estos elementos en el conjunto.” (Ibid.)

Cuando se expone el concepto de “categoría antropológica” (en referencia a las ceremonias o a las instituciones, tal y como se ha expuesto por numerosos autores en el campo de la antropología material, la antropología cultural o la sociología antropológica de Spencer), se hace en contraposición de categorías etológicas y zoológicas (cortejo, caza, alimentación, &c.), instituyéndose como figuras propias del “hacer humano”, y por tanto, como categorías propias de la antropología. (Bueno: 2005, 4). Sin embargo, debemos hacer, a su vez, una contraposición filosófica (en el sentido de la filosofía crítica, que criba y clasifica los diferentes materiales a su alcance) sobre estas ideas del campo de la antropología. Tenemos que proponer, frente a esta “antropología de predicados” que define al hombre en función de unas categorías amorfas que se le presupone (racionalidad, reflexividad, capacidad simbólica, libertad, &c.), unas categorías morfológicas (frente al desorden de la abstracción de tales categorías amorfas, sin unos contornos claros, y ambiguas en grado sumo si no se presentan junto a otras categorías parejas).

A través de este sentido técnico y filosófico del término “institución” pretendemos demostrar que la racionalidad humana (como diferencia específica) se manifiesta (exclusivamente) a través de instituciones. Toda categoría implica una serie de categorías contiguas y adyacentes que complementan un “conjunto de categorías”. Una “categoría antropológica” no puede ser entendida de forma aislada o solitaria a otras categorías antropológicas. Las instituciones, entendidas desde el prisma del materialismo filosófico, corresponderán a todo proceso o metodología (morfológica) por el que se desarrolle la supuesta racionalidad (amorfa o lisológica) por la que se define tradicionalmente al ser humano. Según Bueno (2005, 11), una de las cuestiones o características esenciales y comunes a las ceremonias (entendidas como categoría antropológica englobada por la categoría “institución”) es el carácter de “modelo”, por el que unos materiales que, en principio, no están reglados (no dependen de leyes normativas, sino de leyes naturales) son incorporados, de forma externa, a un proceso o metodología institucional (racional). En este sentido, una operación quirúrgica, como una trepanación, es una institución (es una ordenación morfológica, racional, de diferentes materiales, unido a una serie de ejecuciones y operaciones) que tiene su vis ceremonial (en tanto que incluye elementos reglados que constituyen tal ceremonia, desde los decretos que regulan la asistencia sanitaria, hasta el instrumental disponible o las operaciones propias de los cirujanos, “drenar”, “realizar incisiones”, “extirpar”, “llevar a cabo biopsias”, “suturar”, &c.).

La racionalidad de las instituciones será, por tanto, una conjunción de una racionalidad objetual (el lógos de los objetos) con una racionalidad conductual (subjetual, sociológica, histórica, cultural). Esto implica ampliar la extensión de la idea de institución racional, entendiéndola como una categoría morfológica de la antropología filosófica por la que queda reglada (estructurada) la (amorfa) racionalidad humana. Asumimos la dificultad de rebasar los materiales considerados mundanamente como “instituciones” a las estructuras extrasomáticas (un martillo, un coche, un edificio), ya que arrastramos fuertes prejuicios espiritualistas. Como hemos afirmado, existen instituciones objetuales (todo complejo ensamblado, como los muebles, los ordenadores, los libros, las armas automáticas, &c.), instituciones conductuales (tales como las ceremonias), instituciones sociológicas (empresas, instituciones militares, instituciones eclesiásticas, &c.). En definitiva, la racionalidad no puede entenderse al margen de las relaciones entre sujetos corpóreos, y las transformaciones que efectúan en el mundo con objetos, según su radio de acción. Todos los objetos están dados a escala antropológica, y están entretejidos con las operaciones para transformar y comprender (construir) el mundo.

{2} Según relata Lobera en el capítulo sobre el coitu, del Vanquete de nobles cavalleros, fechada en 1530, “es materia, para mancebos y no para viejos, como yo” (Lobera: 1530, E ii v).

{3} Lobera firma sus obras con diversos apodos en los que resguarda y destaca su “nación biológica”: Luis Lobera de Ávila, Luis Ávila de Lobera, Luis de Ávila, Luis Núñez de Ávila, Doctor Ávila, &c.

{4} En no pocos fragmentos de muchas de sus obras Laguna retoma vivencias o experiencias que le hacen conectar su propia biografía con los aspectos o elementos teóricos que intenta exponer. Por ejemplo, cuando en el Dioscórides nos habla “de la cura commun á las heridas de las fieras que arrojan de sí ponçoña”, alude una anécdota de sus años de pupilo:

“Acuerdome que en Salamāca, siēdo yo allí pupilo, un día de S. Iuan, quasi á boca de noche, quādo todos ya desamparauā la fiesta, pēsando fuesse acabada, soltaron de improuiso un toro muy bravo, hallādome yo á caso en medio de toda la plaça, junto a un saludador patituerto: el qual viēdo su peligro et mi miedo, y sacando de flaqueza coraje, me dixo que no temiesse, porque a él le bastaua el ánimo de encantar la fiera, y sacarme a paz et a saluo. Por dōde yo assegurado de sus palabras, me puse todauia quatro passos tras él, tomādole por escudo, hasta uer en que paraua el mysterio: por quāto ya no hauia orden de huyr. Mas el torillo mal encarado, q no se daua nada por palabras ni encātos, porq sin dubda deuia ser Lutherano, enuistió luego cō su merced, y le dio dos ó tres bueltas biē dadas: y ansi el desuēturado q pēsaua socorrer a los otros, quedó estirado y medio muerto en el corro, aūque a mi me cūplió la promessa, porq mientras él andaua embuelto en los cuernos del toro, me acogí más q de passo, y me puse en cobro: gratias a mis desembueltos pies, que dexauan de correr y bolauan” (Laguna: 1563, 612).

{5} Laguna muestra especial interés por dotar de un corpus de literatura científica (médica) en idioma castellano o español. Así justifica la causa de la traducción del Dioscórides del griego al castellano: “por donde yo, viendo que à todas las otras lenguas se hauia cōmunicado este tā señalado Author, salvo à la nuestra Española, que ò por nuestro descuydo, ò por alguna siniestra constellacion, ha sido siempre la menos cultiuada de todas, cō ser ella la más capaz, ciuil, et fecunda de las vulgares” (Laguna: 1563, 13).


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