El Catoblepas · número 206 · enero-marzo 2024 · página 6
Victorias legendarias del perdedor
Fernando Rodríguez Genovés
¿Qué contiene de subversión «la poética del perdedor», tanto en el sentido de transposición conceptual cuanto de desorden y volteo histórico?
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De la «generación perdida» a las generaciones de «perdedores»
«Es tan difícil hablar del perdedor como necio callar sobre él.»
Hans Magnus Enzensberger, El perdedor radical. Ensayo sobre los hombres del terror (2006)
Sobre lo que podría denominarse «la poética del perdedor» corren bastantes leyendas que interesan al motivo de la presente Buhardilla. Por ejemplo, la referida a la revolución antisocial y contracultural (también «anticultural»{1}) de Mayo del 68. Como tal revolución, su propósito, su apuesta y su pulso a la sociedad libre y abierta, aspiraba nada menos que a cambiar el mundo de raíz, de modo que de ello resultase un panorama irreconocible. No se trataba de imponer un nuevo orden social, político y económico (uno más), y menos todavía, de un plan de reforma o puesta al día de las instituciones y las costumbres en la sociedad –que aun afectando al entramado constitucional, no lo aniquilase–, sino de programar un proceso de desorden constitutivo y radical, una transmutación profunda y general (totalitaria, por decirlo en una sola palabra) del statu quo calificado de «burgués», «capitalista» y «aburrido»...
He aquí, una versión psicodélica y colorista de la Revolución francesa y el Terror, acontecidos dos siglos antes, a fin de rematar el «Antiguo Régimen» identificado con la Modernidad, porque la dicha Modernidad no acababa de satisfacer el odio y el resentimiento insaciables, unidos a la pasión revoltosa, de los enemigos de la libertad; satisfacía la modernez, mas no lo moderno. Con una mezcla explosiva y escogida de Ilustración francesa triturada en pasquines y panfletos, a saber, Rousseau, Robespierre y Marqués de Sade (e ignorando a Montesquieu o a Voltaire, así como la Ilustración no gala ni galante), los jóvenes alborotados e ilustrados, hijos del boom demográfico de los años 60 y de la incipiente sociedad de consumo, cortejaban –y a la vez convocaban– sin inhibición los poderes supremos de Eros y Tanatos; el principio del placer (por divertido y transgresor) en sustitución del principio de realidad (por tedioso y soso), protagonizando así un progresista retorno a la placentera placenta y al hombre de las cavernas.
Cuando no hay un antecedente, hallamos un precedente. Cuando lo moderno todavía era premoderno, y antes de irrumpir la era del pos(tureo), esperaba la bestia en los toriles hasta la hora de abrirse las compuertas, en que la res extensa animal dejara tras de sí un rastro de polvo al entrar como un ciclón en la arena pública. De principios del siglo XX, procede el semillero de vanguardias rompedoras y de movimientos artísticos y literarios rupturistas que hubiera avergonzado, por su descaro y radicalidad, a los jóvenes leones de los campus universitarios de California, en Estados Unidos, y de Nanterre y la Sorbona, en Francia, que creían haber descubierto un nuevo mundo... Esto procede, puntualizo, de haber tenido vergüenza y cultura general básica, según corresponde a muchachada pequeñoburguesa y urbana, cosecha del 68, al tiempo que menos imaginación, si bien ésta fuese la vía proyectada (no en secreto, sino proclamada en forma de lema) para alcanzar el poder: «la imaginación al poder».
«Ningún hombre pide lo que desea; cada hombre pide lo que imagina que puede conseguir.»
G. K. Chesterton, Lo que está mal en el mundo (1910)
Se inicia así una larga marcha de destrucción y consecutiva exigencia de reparación (de «daños y perjuicios» acumulados durante siglos, de «injusticias históricas», según la Leyenda), en aras a la deconstrucción y la utopía del mundo feliz y alucinógeno, que es como decir la «lucha final».
De los tiempos del charlestón proviene la llamada «generación perdida», la generación de los abuelos de los paladines del amor libre y el adoquín, quienes ya se curtieron en los telares del pacifismo, las orgías de salón y el libertinaje, estimulados por el complejo de culpa antiburgués y el rencor anticapitalista. He aquí una generación perdida para la ingrata tarea de trabajar, crear riqueza y formar una familia en una sociedad libre y bien ordenada, aunque ganada para vivir del cuento o la novela corta, del periodismo o de alguna de las finas artes, incluida la fama y la notoriedad.
La revolución de las flores y la algarada callejera de los rebeldes sin causa posrockeros condujeron poco tiempo después (menos de una década) al establecimiento oficial (y con membrete de la universidad correspondiente) del posmodernismo y la deconstrucción, a modo de ambicioso proyecto demoledor del hombre, la historia y la sociedad. He aquí, en resumida secuencia histórica, la base doctrinal y emocional (conceptos que serán inseparables) del prontuario y el ideario vigente en las sociedades contemporáneas, medio siglo después de Mayo del 68, y que suele reducirse atropelladamente a una mera «revolución cultural», cuando se trata, en rigor, de la implantación de un nuevo desorden mundial, de un totalitarismo actualizado en la era del software e Internet: el totalitarismo pandemoníaco.{2} De aquellos polvos, estos lodos, que todo lo enfangan. De allí venimos y por ello no es fácil saber adónde vamos.
2
Esto es Occidente y se imprime la leyenda
«— Senador Ramson Stoddard: Entonces, ¿no va a usar esta historia, Sr. Scott?
— Sr. Scott (Director del periódico local en Shinbone): No, señor. Esto es el Oeste. Cuando la leyenda se convierte en hecho, imprime la leyenda.»
Diálogo de la película El hombre que mató a Liberty Valance (1962)
¿En qué consiste, pues, la leyenda anunciada al comienzo del texto? Ya prácticamente está dicho o predicho: la revolución calificada por sus propios protagonistas, actores de reparto, técnicos y figurantes, en tono victimista y lastimero, como ocasión perdida, «revolución no realizada», supuestamente reprimida alevosamente por el Poder Establecido y el Sistema, sin embargo, se consumó. Dicho de otro modo. Lo que se dice, sea en el Salvaje Oeste americano o en el europeo, es lo ha quedado impreso en la Leyenda, a saber: la derrota del «ideal emancipador» de la humanidad. Lo que no se dice es que sucedió precisamente lo contrario: el triunfo por fases de la maquinaria liberticida. Repárese, si no, en huellas reconocibles de la victoria del 68, como lo es, mismamente, que la leyenda (la ficción) se haya superpuesto a la historia (la realidad) –y quien dijo «leyenda», dice ahora «relato» o «narrativa»– hasta el punto de hacerse equivalentes, intercambiables. La historia no ha escriben los vencedores, sino los perdedores de leyenda, porque viven al margen de la historia, o la recusan y maldicen; su campo de maniobras es la narrativa…
«La historia la escriben los vencedores. Bueno, sí, pero no si tus enemigos todavía están vivos y tienen mucho tiempo libre para editar Wikipedia.».
Elon Musk
La proclamación de una revolución fallida, dominada o vencida, significa una «revolución pendiente» –y, por tanto, una «revolución permanente»–, una manera resultona y sentimental de mantener encendida la llama de la ilusión, de la utopía, de la misma «revolución» como eslogan duradero e inquebrantable: el lema, en este punto es, más que nunca, el tema; así como el drama, la trama. Para amplios sectores de la intelectualidad, 1968 fue el año en que mundo pudo cambiar…{3}, de la «revoluciones rotas»{4} y aun de un «fin de fiesta».{5} No es casual, entonces, sino más bien un movimiento estratégico, que al tiempo que fijada en la conciencia desgraciada de las atribuladas sociedades pos68, la imagen falsaria de la esperanza perdida de otra generación perdida haya crecido en el subconsciente colectivo la figura heroica del perdedor (en realidad, del antihéroe), hasta reinar, como rey depuesto en toda clase de productos «culturales» que se precian de ser progresistas, à la mode, cool, sea en la vida cotidiana, sea en los medios de comunicación, en el cine, la televisión o la literatura, allí donde se imprime, con sangre roja o tinta china, la Leyenda…
La estratagema conlleva, claro está, la transmutación de significados, la instauración de una neolengua que sustituya el lenguaje formal, eso tan rancio y aburrido, sustentado sobre los principios de identidad, no contradicción y tercio excluso, eso cuyo sentido de la verdad no se diluye en «posverdad», eso que no muta el discurso racional por la mera sucesión de palabras, esto es, por retórica, con más fárrago y facundia que oratoria y elocuencia. Primando el significante sobre el significado (adaptable éste a las circunstancias) siempre le salen las cuentas al tramposo, porque dos y dos no le suman cuatro. Después de todo, no hay hechos, sólo hay interpretaciones, según proclama la hermenéutica posmoderna, empezando por interpretar a su conveniencia la historia de las ideas, por ejemplo, el pensamiento de Friedrich Nietzsche (uno de los filósofos más manoseados y manipulados por el posmodernismo). De la hermenéutica posmoderna a la corrección política y el credo woke establecidos en el presente no hay más un paso.
Ha sido, en rigor, el auge del posmodernismo aquello que representa «el fin de la historia». Ocurre que, desde su despliegue planificado, nos hallamos en la era del pos. Véase cómo todo va cambiando y nada es lo que era; ni las palabras significan lo mismo que antes. Unas veces se emplea el prefijo –posmodernidad, posverdad, poshumanismo, poshumor, &c.–, otras, el resto. No importa, se sobreentiende…
Lo importante es el resultado, definitivamente desarreglado y estropajoso, convencidos los artífices del desaguisado de que no encontrarán crítica ni oposición, pues, en su calidad de Pensamiento Único y de Doctrina Oficial, no necesitan convencer a nadie, sino recibir tan sólo el simple consentimiento de oyentes y pacientes: por ello, y con obscena facilidad, han vencido y penetrado por la puerta de atrás. Porque el resultado es que el perdedor, acaba siendo el vencedor, si bien la Leyenda registre el suceso de una forma creativa y recreativa. Cuando los sentimientos mandan sobre los pensamientos, siempre queda mejor pasar por víctima y por quebrantado que por ganador y victorioso; lo mismo que por pobre en lugar de rico; por oprimido que opresor; por estudiante contestatario que «repelente niño Vicente»; por autor «maldito» que escritor de libros bestseller; por director de películas exitosas o artista reconocido por el público; etcétera, etcétera, etcétera.
Lo portentoso de la leyenda del perdedor, como no podría ser de otra forma, es que para ella no pasa el tiempo, ni le afectan los acontecimientos históricos, lo que la convierte en un recurso muy atractivo. La Leyenda sobrevive, en fin, a todo transcurrir porque se alimenta de avatares, «eventos» y fantasías, de apariencias entreveladas sobre un fondo de transparencias, de situaciones recreadas por medio de su puesta en escena (de hecho la neolengua simplifica la situación y lo factual con el recurrente término «escenario», lo que acaso puede categorizarse de lapsus linguae).
3
Cuando la derrota esconde la victoria
«Las causas perdidas son precisamente las que podrían haber salvado al mundo. […] Precisamente porque la Comuna se hundió como rebelión, no podemos decir que se hundió como sistema. Pero semejantes salidas fueron breves o incidentales. Poca gente se da cuenta de cuántos esfuerzos enormes, los hechos que han conformado la historia, se frustraron totalmente y nos llegaron como gigantescos desastres.»
G. K. Chesterton, Lo que está mal en el mundo (1910)
La leyenda del perdedor conlleva una trampa, en primer lugar, lingüística (palabra trampa) y, a continuación, moral y política.
Por medio de las derrotas «se da testimonio de la historia, tal como debería ser… […]. Y en ellas se esconde, a veces, el secreto del porvenir. […] se podría decir que la derrota lleva consigo la victoria.»{6}
Aclaremos conceptos. El perdedor de leyenda es claramente opuesto al perdedor real. La principal diferencia entre ambas categorías reside, en esencia, en lo siguiente: el perdedor real es un perdedor consciente de su condición de perdedor; el perdedor de leyenda, por el contrario, es un perdedor táctico y simulador.
El perdedor real es un tipo que ha fracasado, que ha sido vencido, derrotado. Tal estado malogrado puede ser ocasional y circunstancial, al no haberse logrado el triunfo, el cual desea (verbigracia, perder un partido de tenis o verse superado por otro aspirante en la búsqueda de un puesto de trabajo ofertado). También puede ser consustancial al actuar de un sujeto, en cuyo caso nos hallamos ante un desgraciado, un loser (en definitoria expresión inglesa), un fracasado, un pringado, un pobre infeliz, un calzonazos, un pardillo, un mendrugo, un solapa… E incluso un «perdedor radical», según expresión empleada por Hans Magnus Enzensberger en el ensayo de similar título, para referirse al perdedor contumaz y frustrado, quien pretende aliviar su frustración profunda por medios agresivos y aun violentos –«El perdedor radical puede estallar en cualquier momento.»–, sea personificando el prototipo del matón y el pendenciero, sea, en su forma más radical, adquiriendo el rol de asesino en serie o terrorista. En la perspectiva analiza por Enzensberger, las subclases son tanto individuales como colectivas («las mil caras del perdedor»), así, interesan al concepto tanto el loco violento que dispara a discreción contra multitudes y anónimos viandantes o conductores cuanto ideologías políticas o religiosas, movimientos nihilistas y «de liberación» y aun Estados fallidos o esencialmente agresivos.
El perdedor legendario no es más que una interpretación («no hay hechos, sólo hay interpretaciones») de la figura del perdedor (el hecho de seguir insistiendo, en este punto del texto, en la redundante expresión «perdedor real» ya resultaría más que redundante, cargante…). Al no ser real no es, en rigor, un perdedor, sólo un personaje en busca de público. Corresponde a la investigación y la crítica descubrir al autor de la fechoría. Sin embargo, más fácil es pillar a un perdedor legendario que a un cojo. Porque se exhiben impúdicamente en la escena de la trama y la trampa, convencidos de que en un tiempo que huele a habitación cerrada, en el que se premia la falsedad y maldice la verdad, la masa sumisa prefiere la ficción y la leyenda cocinada a la cruda realidad, el victimismo a la heroicidad, el fracaso al éxito.
En tiempos turbios, como éstos en los que vivimos pandemoniadamente, el perdedor legendario será aplaudido, desde la platea, el patio de butacas, la arena pública (o sea, el circus) o el balcón de casa, por los espectadores de la nueva edición del teatro del absurdo pos-situacionista, quienes no es insólito deducir que tras disfrutar de una comedia con risas enlatadas, griten a ritmo de palmas: «¡Otra! ¡Otra! ¡Otra!».
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{1} «El fin de la anticultura practicada como un arma contranatural consiste en conmover, hasta la raíz, lo existente, pero desde dentro.» Fragmento de mi artículo «Mayo del 68: contra(la)cultura», publicado en el número 444 (mayo de 2018) de Revista de Occidente. Un resumen del mismo puede consultarse en «Mayo del 68: primavera del descontento.»
{2} «El movimiento “woke” es la culminación de la trayectoria de los revolucionarios del 68». Cfr. Pablo Pérez López, «Del 68 a la cultura woke», 27 de octubre de 2022. Para leer un resumen de esta interesante conferencia, puede consultarse esta página web.
{3} Richard Vinen, 1968. El año en que el mundo pudo cambiar (2018)
{4} Bruno Estrada, 1968. El año de las revoluciones rotas (2022)
{5} Gabriel Albiac, Mayo del 68. Fin de fiesta (2018)
{6} Zambrano, María (1998): «El sentido de la derrota», en Domingo, Jorge/González, Róger (eds.): Sentido de la derrota, Gexel, Barcelona, pp. 239-234. Citado en Ana María Amar Sánchez, «Apuntes para una historia de perdedores. Ética y política en la narrativa hispánica contemporánea», Revista Iberoamericana, VI (21), 2006, pp. 151-164; en este artículo la autora se permite añadir por su cuenta lo siguiente: «El perdedor […] se constituye como tal por propia decisión, es decir, deviene perdedor a partir de una consciente elección de vida. […] aquellos que no se dan por vencidos, han tomado la decisión de persistir y, tercos, se obstinan en sus convicciones.»