El Catoblepas · número 203 · abril-junio 2023 · página 10
Materialidad de los recuerdos: entre el cine, la filosofía y el tardofranquismo
Manuel Vidal Estévez
Reconstrucción de mi intervención en la Escuela de Filosofía de Oviedo (27 febrero 2023)
Mi intervención del lunes 27 de febrero de 2023 en la Escuela de Filosofía de Oviedo, había sido anunciada en el sitio de la Fundación con el título y texto que reproducimos a continuación.
La materialidad de los recuerdos: entre el cine y el tardofranquismo
Mi exposición no aspira a ser una lección, ni tampoco una conferencia, como las muchas y magistrales que la Fundación acostumbra a programar, y luego hace públicas en internet. Yo no soy quién para pronunciar ni una cosa ni la otra; menos aún desde el materialismo filosófico, del que me considero apenas un neófito. De ahí que deba calificar lo que voy a pronunciar como mera charla; así, sencillamente, sin más.
Para bien y para mal, mi único saber de primer grado es el cine, por decirlo al modo escolar. Pero en absoluto estoy seguro de tener dominio alguno sobre tal saber, pese a haber visto películas en exceso, hecho guiones, realizado varios cortometrajes y escrito bastante al respecto. Por lo general, dudo de quienes presumen de tal dominio. Siempre he creído que el cine está entre los saberes más complicados de abarcar, y lo mismo podría decir de la filosofía. Ambos son casi inacabables, si no infinitos, son ilimitados. Cuando menos, carecen de un paradigma científico que los acote. Desde luego, su conocimiento desborda siempre lo que nuestra corta existencia puede dar de sí. Y si uno hace las veces del primer saber, que el otro, el de segundo grado, la filosofía, debe fundamentar, los límites pueden expandirse hasta no se sabe dónde.
Creo que el título sugiere bien el contenido de mi charla. La preposición que abre el segundo enunciado del rótulo denota el despliegue que esbozan las dos instancias que lo dictan: personal una, política la otra. La personal se reduce a algunos recuerdos, ya sean de mi adscripción al materialismo a secas, como de mis primeros contactos con el materialismo filosófico, entre otros; y la política alude a lo que se ha dado en llamar tardofranquismo. Lo primero no requiere definición, se entiende sin problema; lo segundo, la diversifica, porque es aquello que adquiere concreción según lo requieran las circunstancias. Lejos de ser una realidad sustantivada, la heterogeneidad de sus fuentes (culturales, bélicas, económicos, funerarias, religiosas…) hacen del tardofranquismo una denominación procesual, cuya definición depende del momento, cuando no del mero capricho, de quien la enuncia. De ahí la elasticidad de su definición. Sea como sea, yo intentaré ofrecer la mía; y diré, abiertamente, lo que entiendo por tal en este nuestro desventurado presente en marcha. A partir de estas coordenadas intentaré interesarles con mis palabras, que no he querido calificar de conferencia ni mucho menos lección, pero que aspiran a hacer visible, sin pretensión alguna, la dialéctica entre sus dos instancias, haciendo de lo político, mal que bien, su sentido primordial.
Posteriormente, en el momento de la exposición, el mismo día 27 de febrero, tras una última lectura del texto preparatorio, me pareció que el título más descriptivo de lo que iba a exponer era Materialidad de los recuerdos: entre el cine, la filosofía y el tardofranquismo. Dado que, a lo largo de mi exposición, el cine y la filosofía estaban aunados en mi biografía, junto al tardofranquismo, me pareció necesario hacer esta precisión, en honor a la verdad del contenido de lo escrito. Y así lo dije nada más comenzar, como se puede comprobar al ver el vídeo.
Dicho lo cual, tras los agradecimientos de rigor, di comienzo a lo que a continuación expongo. Naturalmente, entre esto que aquí doy ahora forma escrita y aquello que dije la tarde del 27 de febrero, hay alguna diferencia, muy poca, que en nada cambia lo sustancial del discurso. Lógicamente, alguna evocación espontánea se sumó a lo previsto; del mismo modo que algún lapsus de memoria que sufrí y ahora subsano, son las dos cosas que más recuerdo. Estos lapsus de memoria importantes hacen referencia, el primero a las películas tituladas Umberto D (1952), de Vittorio De Sica, y Manos peligrosas (1953, Pick-up on South Street), de Samuel Fuller; esta última, la mencioné citando a Telma Ritter en su papel de vendedora callejera de corbatas, pero su título se me quedó en la punta de lengua y ahora lo nombro; luego también tuve un lapsus de memoria cuando quise mencionar el texto de Althusser al que quise referirme y no me acordé de título, que no era otro que Ideología y aparatos ideológicos de Estado, editado en 1967. Títulos, los tres, que no alcancé a recordar, y se quedaron colgados en el aire o en la punta de mi lengua. Ahora los saco a la luz para completar el hueco que dejaron en los oídos de todos los presentes. Reitero mis disculpas por ello. Problemas del directo, que se diría en la tele.
El texto que llevaba preparado era más una guía, una muleta si se quiere, para la exposición más que un texto acabado y que pudiese tal cual ser publicado. Y que, dada su extensión, me vi obligado a sintetizarlo en alguno de sus tramos. La razón no fue otra que evitar que la duración de la exposición se alargara en exceso, cosa que apenas pude evitar. Entre la oralidad y la escritura siempre hay una distancia difícilmente salvable. En cualquier caso, lo que a continuación expongo, da forma escrita a cuanto quería decir la tarde de 27 de febrero. Sólo algunas cosas, muy pocas, he añadido ahora a cuanto, por una razón u otra, no dije en la charla oral; básicamente, completan alguna información previa o añaden alguna referencia, pero poco más. Nada importante, en suma.
He procurado ser lo más preciso posible sin perder el tono coloquial que creo mantuve durante toda la exposición. Una cosa sí quiero señalar. En el apartado 9 he añadido unas líneas que no estaban previstas en la exposición del día 27 de febrero. Hacen referencia al cineasta Antonio Drove, un amigo de la época. Ya veréis cómo surge la alusión a Antonio Drove que he querido incluir. Hace referencia a una frase que repetía en su mediometraje ¿Qué se puede hacer con una chica?, que tuvo mucho éxito en su momento y cierta relevancia entre los compañeros de generación, como era mi caso. Este junto a algún otro añadido más, referidos sobre todo a precisiones en el recuerdo o algunas informaciones acerca de mi persona, son los que debo confesar.
A continuación, expongo a forma escrita de la exposición oral que ya doy por definitiva. Naturalmente, las palabras pronunciadas durante el coloquio han sido respetadas tal cual se produjeron; si se quieren conocer hay que ver el vídeo.
1
Tomaré como punto de partida el año 1968. No porque sea una fecha mítica debido a los acontecimientos que evoca, si no por otras razones, bien distintas y bastante más prosaicas.
Estas razones, son dos:
La primera, es una razón que me obliga a citar el cambio que se produjo, a finales del año 67, en el organigrama administrativo de la Cinematografía española. Un cambio en el que la Dirección General de Cinematografía se fusionó con la Dirección General de Información, dando lugar a la Dirección General de Cultura Popular y Espectáculos. Al frente de la cual se nombró, el 7 de diciembre, al diplomático Carlos Robles Piquer (1925-2018), como director general; y que duró solo un año; hasta el año 1969, creo recordar que fue.
Y la segunda, es consecuencia directa de la anterior. Me refiero a que en ese año 68, fue la primera vez que asistí a un Festival Internacional de Cine, en concreto al Festival de Cine de San Sebastián.
¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?
Otras dos razones lo explican:
La primera, porque al nombramiento de Robles Piquer debo mi asistencia al que fue mi primer Festival Internacional de Cine.
Resultó, que este político era muy amigo del padre de un compañero de cinefilia, llamado Andrés Castro. Este amigo me contó lo que le había dicho su padre del nombramiento. Y me preguntó si me apetecería acompañarle al próximo Festival de San Sebastián.
El padre sabía de su interés por el cine y vio que su relación con Robles Piquer le posibilitaría darle a su hijo la satisfacción de asistir a cuerpo de rey a un Festival de cine.
Y su hijo, mi amigo, me invitó a mí a que lo acompañase en el mes de julio, durante la fecha del festival.
Y la segunda razón, para mí la más importante, es que en la edición de ese año estaba programado un ciclo del llamado underground norteamericano. Se iban a mostrar las películas de la Cooperativa de Jonas Mekas, que, a la sazón, ese año estaba de gira por Europa, exhibiéndose en diferentes festivales, mostrando sus películas, no solo las suyas sino las de la cooperativa, en general, que reunía prácticamente todo lo realizado en el movimiento Underground.
Tanto Andrés como yo sabíamos –supongo que por el semanario Fotogramas– de la programación de ese año. Y sabíamos, claro, que se iban a pasar las películas del llamado Cine Underground.
Así que nada más escuchar la propuesta no vacilé ni un instante. Dije que aceptaría encantado, y que le diera las gracias a su padre por la invitación.
Esta, y no otra, fue la carambola que me posibilitó ir por primera vez al Festival Internacional de Cine de San Sebastián, entre el 6 y el 16 del mes de julio del año 1968. Gracias a ello pude ver las películas más distintas y opuestas al cine clásico de Hollywood, que me tenía atrapado, a pesar de las limitaciones de las circunstancias del momento. Las películas de Andy Warhol, Jonas Mekas, Maya Deren, Kenneth Anger, Gregory Markopoulos, Harry Smith, entre otros. Todo, o, por lo menos, una muy buena parte del Underground norteamericano.
El hecho de conocerlas representó para mí, la temprana toma de contacto con el mayor grado de libertad en la realización de películas. Una libertad muy superior a lo que hasta entonces se llevaba en Europa “la palma de la vanguardia”: las películas de Jean-Luc Godard, Marcel Hanoun o Jean-Daniel Pollet, por ejemplo.
Un tipo de cine que, por aquel entonces, en definitiva, suscitaba gran curiosidad e interés entre una minoría, muy minoritaria, de cinéfilos de nuestro país.
Cada época, ya se sabe, genera sus fetiches, y finales de los sesenta principios de los setenta, era el momento en el que una minoría de cinéfilos fetichizaba el llamado cine diferente, cine distinto, cine independiente, cine-otro…, que, de mil maneras se le nombraba para aludirlo.
Poder ver las películas del Underground norteamericano era una ocasión que no se podía dejar escapar. Mucho menos en nuestro país, que estaba sediento de novedades, sobre todo de novedades contraculturales, por utilizar un término muy de la época.
El libro de Theodore Roszak, por ejemplo, El nacimiento de una contracultura, es precisamente del 68, aunque aquí lo tradujera Kairós en 1970, si recuerdo bien.
Cierto que, además del Underground americano, vi en San Sebastián, dos o tres películas que, en ese momento, me gustaron lo suyo.
Recuerdo, en primer lugar, El dependiente, de Leonardo Favio, y también Je t´aime, je t´aime, de Alain Resnais, y un Summers, del que no recuerdo ni una sola imagen, No somos de piedra, que se presentaba en la Sección Oficial.
Mi película preferida entonces, –y creo que lo sería ahora también–, fue El dependiente, de Leonardo Favio, como ya he dicho; a quien, años después, conocería en Buenos Aires, y a quien entrevisté para Fila7, el programa de TV en el que trabajé; años después, naturalmente. Un personaje, Leonardo Favio, del que tengo muy buen recuerdo. Un tipo curioso: buen cantante, aunque mejor cineasta.
Pero, no quiero adelantarme. Para Fila 7 trabajé muchos años después. Así que, mejor, no adelantarme.
Pero, lo más productivo y sorprendente de la asistencia al festival y el visionado de las películas underground, sucedió también mucho después, casi cuarenta años después, que se dice pronto.
Me estoy refiriendo al artículo que, gracias a ello y pasado el tiempo, casi cuarenta años ya digo, si no más, me ofrecieron escribir sobre el tema para la Historia General del Cine, de Cátedra.
Ante la insistencia de los editores, puse una única condición para redactarlo: que, si querían que lo escribiese, tenían que conseguirme, en VHS, la historia del susodicho underground estadounidense. Habían pasado, como he dicho, casi 40 años y no quería escribir basándome sólo en mi memoria.
Y, en efecto, me la consiguieron y enviaron. No en vano estaba editada por el Moma, de Nueva York. Gracias a lo cual pude redactar el artículo sin problema.
Artículo que está en el tomo XI de la susodicha Historia, de 1995. Y el artículo se titula New American Cinema: el Underground. Ello es la consecuencia de aquella experiencia del 68. Un hecho que merece recordarse. Creo. Aunque sea un artículo no demasiado largo.
Un artículo que –digámoslo todo– ningún estadounidense o, norteamericano, quiso redactar, por mucho que los coordinadores del tomo XI se lo propusieron a varios.
Por lo visto, no hubo forma de convencerlos. Todos se negaron en rotundo. No querían ni oír hablar del famoso underground. Menos aún, escribir sobre él.
Tuve que hacerlo yo, un españolito al que, sobre todo, le gustaba el cine clásico, el cine europeo, y el poco cine japonés que conocía, y al que, pasado el tiempo, el famoso underground, incluidas las películas de Jonas Mekas, se convirtió en poco más que una curiosidad experimental, contracultural, muy propia de la década de los sesenta.
Lo digo sin negar en absoluto la sorpresa que me produjeron algunas de las películas que vi, y la absoluta libertad con la que estaban realizadas. Todo ello me remite, ahora que lo escribo, a la idea de genio de Kant, en su Crítica del juicio. Los cineastas underground competían en genialidad. Cada cual buscaba dar forma a sus ocurrencias sin norma o preceptiva alguna. Se vivenciaban como artistas, artistas geniales. Que ninguno de los críticos del momento, quisiera escribir sobre ellos, ni siquiera para informar, dice lo suficiente al respecto. Fetiche de circunstancias, del Underground son pocos los que se acuerdan.
2
El año 69 representa bastante más para mí que esta asistencia a San Sebastián y sus efectos. Es bastante más significativo, digamos, por otros motivos.
Lo primero que me viene a la memoria es: el estado de excepción de ese año. Fue un año terrible, en ese sentido. Quienes no hayan vivido un estado de excepción, que se callen acerca de las bondades del franquismo. Bondades o maldades, da igual: ¡que se callen, por favor!
Aquí lo simplificaré llamándole: un pésimo recuerdo. No abundaré en él para no avivar pasadas angustias.
Seguiré, pues, con el segundo motivo, que no es otro que este: el 69 fue el año en el que leí dos libros, entre otros, dos significativos libros, que, creo, me condicionaron bastante. No diré que lo recuerdo como si fuera ayer. Pero creo que así es.
Y la tercera razón, o motivo, acaso más decisivo aún, es que me presenté al ingreso en la Escuela Oficial de Cine, la EOC. Especialidad de dirección. Y me suspendieron en la tercera prueba, la del guión.
Ya hablaré de ello más adelante; por lo menos, diré lo fundamental que puedo recordar, y merece la pena recordar.
También el 69 fue el año en comencé a leer la revista Cahiers du cinéma entre otras revistas de cine francesas; si cito Cahiers es, básicamente, no por su indudable importancia si no por el significado que tenía en estos años entre la cinefilia minoritaria española.
En resumen: estos son los cuatro referentes que, más o menos bien, dictaban mi transcurrir cotidiano en el año 69.
3
Comenzaré por las lecturas, olvidándome de lo inolvidable: el estado de excepción.
Un primer libro que considero me influyó lo suyo, fue el libro de Georges Politzer, titulado Principios elementales y principios fundamentales de filosofía. Lo conocerán de sobra, probablemente.
Es en esta lectura donde cifro mi primer recuerdo del materialismo. Diría incluso que fue la introducción a mi interés por el materialismo y por el marxismo.
Antes había leído muy poco sobre materialismo y marxismo. En concreto, había leído un libro sobre arte, el titulado Las artes plásticas y la política en la Rusia revolucionaria, de Anatoli Vasiliev Lunacharski, editado por Biblioteca Breve, pero poco más; quizá el libro sobre arte y literatura de Trotski, editado por Alianza Editorial, pero no estoy seguro si lo leí algo después; por no conocer, no conocía ni siquiera El manifiesto comunista.
Había hablado con algún amigo, o conocido, que afirmaba ser simpatizante y estaba dispuesto a solicitar su ingreso en el partido. Pero eran confidencias. Casi meros cotilleos.
Pero el Politzer es mi primer recuerdo nítido acerca del materialismo; pero un materialismo, digo bien, al que aún no podía, lógicamente, poner apellido.
El Georges Politzer, como sin la menor duda sabrán, es un clásico. Un clásico muy menor, si se quiere, pero un clásico. Y un clásico muy olvidado. Aún conservo la edición en la que lo leí. Aquí la tengo. (Tenía la intención de mostrarlo, pero me olvidé. Lo sentí de veras cuando, al terminar me di cuenta.)
Es una edición del Fondo de Cultura Universitaria o Fondo de Cultura Popular, editada en Lima, Perú, en el año 69. Yo me la compré en un pequeño tenderete, que instalaban a diario en Argüelles, en la esquina de la Calle Princesa, creo que con la calle Altamirano, y en el que compraba más libros de los que leía: desde Freud a Ortega. Eran casi todos de Alianza Editorial, que se había fundado hacía poco, si no recuerdo mal.
El Politzer es una especie de catecismo de materialismo, próximo al Diamat, quizá una síntesis del Diamat. A mí me descubrió una base elemental para abordar el marxismo, por el que me interesé, como era lo propio de la época.
A partir de su lectura me consideré a mí mismo “materialista”. No sé qué tipo de materialista, pero, sí, desde luego, materialista. Y no metafísico. O idealista. La palabra monismo aún no la usaba, ni la conocía; creo que en el Politzer es una palabra que no aparece. Al menos, no la recuerdo. Sí aparece idealismo, que empecé a usarla a partir de su lectura. Lo mismo que dialéctica, aunque no sé si la entendía como es debido. Me decía a mí mismo materialista, pero no se lo decía a nadie más, no lo compartía con nadie; lo guardaba para mí.
Yo no era de Madrid. Carecía de los amigos que uno mantiene desde la infancia y adolescencia. Nacido en Ceuta, estudiante en Orense, yo era más bien solitario. He sido siempre un poco solitario; un poco autárquico, digámoslo así, como parodia la película de Nanni Moretti, Io sono un autarchico (1976); autárquico, sí; pero sólo en la medida de lo posible.
Fue en el Politzer donde leí por primera vez: no es la conciencia del hombre lo que determina su ser, sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia.
Esta famosa frase no se me ha olvidado, y no sé si la entendí muy bien en el momento de leerla. En fin, supongo; no sé. Lo que sí sé es que el Politzer fue un libro motor, lo digo evocando metafóricamente, a Aristóteles: el primer motor, el libro-motor, digo, que me descubrió el marxismo y me hizo optar por el materialismo.
Y, hablando de motor, también leí en el Politzer: la lucha de clases es el motor de la historia.
Ya sé ahora que aquí no opinamos así. Pero qué sabía yo por aquel entonces.
Resulta obvio que de todo ello puede deducirse, con facilidad, que pertenezco a una generación que no tuvo maestros, maestros dignos de tal nombre.
Y esto se lo debemos –se lo debo, no voy a generalizar–, al franquismo. Añadiré: a lo más duro, para mí, del franquismo: la ausencia de maestros, el hurto de maestros. Pensarlo aún me da rabia.
Al franquismo no voy a culparlo de todo, pero sí lo culpo de esto: nos hurtó la elección de maestros. Y esto es algo que no puedo perdonarle. No puedo. Por más esfuerzos que he hecho, no puedo olvidarlo. Ese hurto de los maestros permanece para toda la vida. Mi rabia, por ello, no se me olvida. Y ya sé que no tiene remedio.
De ahí que buscáramos a los maestros a nuestro aire, debajo de las piedras, en los tenderetes callejeros, o en las trastiendas de las librerías. Con afán perseverante.
El Georges Politzer que encontré en el tenderete de Argüelles fue uno de mis primeros, e importantes, maestros. Para bien y para mal. Supuso mi bautismo materialista.
Y el Politzer fue también mi primer contacto con el materialismo histórico.
Recordarán, sin duda, lo que Gustavo Bueno dijo en cierta ocasión, unos treinta años más tarde (en La Vanguardia, del 16 de julio de 1999, si no me equivoco): “El materalismo histórico de Marx es tan importante que no asimilarlo es como ser precopernicano.”
Otra cita que tampoco no se me olvidará. Sigue vigente, digan lo que digan. Haya caído la Unión Soviética y esté certificado que no resucitará. Yo, al menos, no creo en las resurrecciones. En ninguna de sus clases. Pero, no está de más asimilarlo, aunque solo sea para no ser precopernicano.
O, peor aún, liberal, o mejor aún, neoliberal. Con todos mis respetos hacia el liberalismo, del que todos, creo, debemos de participar en algo. No recordaré nuestras Cortes de Cádiz. No viene al caso.
¿Perro muerto, el materialismo histórico? Cuestión de opiniones. Acerca del futuro no es posible saber nada. Ya se verá. Quienes vivan y lo vean, claro.
Hablando de maestros, me viene a la memoria un profesor de Filosofía en quinto curso de bachillerato… Pero no, mejor lo cuento luego; seguiré con la segunda lectura.
Mi segunda lectura de la época, y que nunca he olvidado, es una novela. Su título, en español: El cero y el infinito. Seguro que también la conocen. Supongo.
Yo la leí por esas mismas fechas, en el mismo año 69: El cero y el infinito, de Arthur Koestler: Darkness at Noon, el título original (Oscuridad a mediodía, un título genial). Era un libro que veía a diario en la biblioteca de mis padres, y al que no me acercaba, ni siquiera para ojearlo, porque su título me hacía creer que era un libro de matemáticas: El cero y el infinito. ¿A quién se le ocurriría?
Hasta que un día que no tenía nada mejor que hacer y no tenía qué leer, se me ocurrió abrirlo y, después de hojearlo, ponerme a leer, tras descubrir que no era un libro de matemáticas, ni mucho menos.
Me puse a leer, a leer y a leer… ¡Y no lo pude dejar! No salía de mí asombro. Se trata de una novela que me deslumbró. No me deslumbró por cómo contaba lo que contaba, sino exclusivamente por lo que contaba. A cada línea que leía no dejaba de llamarme imbécil por no haber sentido antes la curiosidad de acercarme a sus páginas. En fin. Fue un libro que supuso un mojón en mi experiencia lectora. Y no solo en mi experiencia lectora, sino también en mi experiencia vital.
¿Cómo pensar en hacerse del Partido Comunista para luchar contra la dictadura de Franco después de leer a Koestler?
Imposible. Koestler bastó para hacerme antiestalinista, un antiestalinista radical. Me hice desafecto así, por completo, a la Unión Soviética y afecto total a la lectura de Koestler. Tan pronto como pude leí su Testamento español (o Diálogo con la muerte, 1937), creo que fue en francés ya que en español se publicó más tarde; sus memorias, sus dos tomos (Flecha en azul y La escritura invisible) y un libro también en francés, Analyse d´un miracle, naissance d´Israel, que, precisamente, encontré milagrosamente en Grenoble, en mi primer viaje a Francia del año 69, en una edición de Calman-Lévy, de 1967. Mucho más adelante, ya en los años 2000, me apresuré a comprar el libro de Michel Laval, también editado por Calman-Lévy, titulado L´homme sans concessions. Arthur Koestler et son siècle. Pero esto último ya fue mucho más tarde, cuando ya sabía que el futuro había dejado de existir, o por lo menos había dejado de pesarme.
Al escribir esto, me doy cuenta de que renace mi deseo de volver a leer a Koestler; quizá porque lo leí con demasiada ansiedad y apresuramiento o quizá por el mero hecho de recordar a un hombre que me ha acompañado en bastantes momentos de mi pícara adolescencia y primera juventud. Pero sigamos.
Para cualquiera que haya leído El cero y el infinito, ya sabe que no hay mayor antídoto para evitar el contagio de los partidos comunistas.
Entre este libro y el anterior, el de Politzer, no hay continuidad alguna, sino todo lo contrario. Al menos, yo no soy capaz de verla. El entusiasmo teórico que me suscitó el primero se vino abajo con la experiencia práctica que narraba el segundo. Suficiente para huir del Partido, que dirigía, por entonces, Santiago Carrillo; sin el Don, que ni lo necesita ni se lo merece.
En la medida que el Partido Comunista representaba la oposición más evidente al franquismo, no pertenecer a él, cualquiera que fuese la forma, era apostar por la intemperie. Qué bonita palabra: ¡intemperie! Así que, políticamente, me sentí a la intemperie.
Pero, conocer tempranamente la intemperie puede resultar muy formativo. Con el paso del tiempo, a diferencia de muchos compañeros de generación, la lectura del libro de Koestler me ha ahorrado la nostalgia del comunismo, la añoranza de un comunismo: el soviético, cuando menos.
Después de leer a Koestler pude leer Althusser sin santificarlo; ver todas las películas de Eisenstein con cierte ironía compasiva. Ni siquiera me conmovía El acorazado Potemkin, pese a su secuencia famosa, la de las escalinatas; su análisis estaba desprendido para mí de toda emotividad. Pude poner toda la atención en su pura forma.
Jamás he sido mitómano. Ni mitómano ni sentimental. Bueno, lo de sentimental es difícil de afirmar. Pero mitómano, desde luego, jamás lo he sido.
Fue también su lectura, la que me redimió de sentirme revolucionario. Por eso, gracias a ella: poco tiempo he perdido yo hablando de revolución.
Además, lo que sabía por lecturas del 68 y sus sucesos, ya fueran parisinos o berkelianos, sobre todo parisinos, me hizo dudar tempranamente de la posibilidad de la revolución.
Aunque tuve más de un amigo, mejor dicho: conocido, que creía que la revolución estaba a la vuelta de la esquina. Pero a la vuelta de la esquina, en aquel año, 69 y siguientes, yo no veía más que a grises, bien uniformados y armados.
Sí. He tenido algunos conocidos que creían que la revolución estaba a la vuelta de la esquina.
Paradoja entre paradojas, debo añadir que el libro de Koestler fortaleció en mí la curiosidad por el marxismo.
Dos libros, entonces, el Politzer y el Koestler, considero que fueron mis guías de aquellos días. Y que, sumados a la época, convergieron en mí y coadyuvaron a impulsar mi curiosidad por el marxismo. El marxismo marcó, así, toda una época de lecturas.
Politzer y Koestler fueron, pues, mis primeros maestros; como ya he dicho, cumplieron el papel de guías en ese tiempo. Para bien y para mal.
Koestler aún me sigue interesando. A menudo, me acuerdo de él. De vez en cuando lo leo. La biografía de Michel Laval es formidable. Para mí, Koestler, representa el siglo XX. Para algunos es Proust, o Kafka, o cualquier otro; para mí, es Koestler quien lo representa. Como La educación sentimental, de Flaubert, representa el siglo XIX, y es una de mis novelas favoritas.
Los libros de Koestler, ya digo, desde Un diálogo con la muerte (o Testamento Español) al Análisis de un milagro (o Nacimiento de Israel), además de su Autobiografía, los dos tomos, enmarcan, para mí, el siglo XX.
Por lo demás, no diré que he pormenorizado en el estudio del marxismo, ni mucho menos; nada más lejos de mí que tamaña presunción; también la vocación de polítólogo me es por completo ajena, pero sí que he frecuentado la lectura más o menos atenta de libros, como La filosofía alemana, El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, de Engels y, cómo no, La crítica del programa de Gotha y El manifiesto comunista, éste editado en las ediciones Progreso, de Moscú, y comprado en París, junto a unos cuantos más, de Marx y compañía. También el estudio histórico y crítico de George Lichtheim, editado por Anagrama en 1971, y titulado El marxismo.
El materialismo histórico se me hizo familiar. digámoslo así, exagerando un poco.
4
Ahora, volvamos atrás para evocar brevemente a un profesor de filosofía que tuve en quinto de bachillerato.
Antes debo aclarar que yo nací en Ceuta, aunque estudié el bachillerato en los maristas de Orense. Ya lo he dicho. De Ceuta me vine en el año 1956, el año del hundimiento del Andrea Doria, que recuerdo de mi infancia, no sé por qué. Quizá porque lo leí en el barco que nos traía a la península. ¿¡Quién sabe!?
Como digo, nací en Ceuta. Esa pequeña y coqueta ciudad que una tal… no sé… exministra de no sé qué, por lo visto, que pugna porque quiere que Marruecos la recupere. ¿¿¡¡La recupere de qué…!!?? (Aquí un taco, que no pronuncio por educación, pero que se lo merece). No, no lo pronuncio por respeto, sino por desprecio a la tal ministra o exministra de no-sé-qué, aunque sí sé de quién, nombre que tampoco quiero pronunciar, aunque quizá lo haga en algún momento.
¡¡Que Marruecos la recupere!! ¡¡Vaya, vaya, con la lista de la exministra!! No sabe hacer mejor cosa que aliarse con Marruecos para conseguir algún trocito de desierto para cuidar dátiles, o cualquier otra forma de sinecura. Vaya usted a saber qué. Discípula de Zapatero tenía que ser. Ya está pronunciado el nombre que quería evitar.
Vayamos a lo que nos interesa. Decía que nací en Ceuta. Pero estudié el bachillerato en los maristas de Orense –no diré Ourense, jamás, menos aún hablando en español– ¡¡Jamás!!, reitero. Prefiero pronunciarlo como es debido, como lo conocí y lo viví: ORENSE, así con mayúsculas y sin galleguizar.
Aquí, en Orense, cifro mi primer contacto con la filosofía. Tendría unos catorce o quince años. Estudiaba quinto de bachillerato.
En ese colegio, lo recuerdo bien, tuve a un profesor de filosofía que era cubano, el hermano José, se llamaba, recién llegado de Cuba.
En esos años llegaron varios profesores, hermanos maristas, procedentes de Cuba. Supongo que, debido a las fechas, expulsados por el gobierno cubano, aunque no puedo asegurarlo.
El hermano José, marista cubano, forma parte de mis recuerdos al evocar mi interés por la filosofía. No creo que fuera en su boca que oyera la palabra idealismo. No lo creo. Nos daba clases de filosofía clásica griega, presocráticos, junto con Platón y Aristóteles.
No recuerdo mucho más. Aunque sí recuerdo la palabra cosmovisión, que traducía al alemán diciendo ¡Weltanschaung!, un poco teatralmente. Creo que era un buen profesor. Lo recuerdo con afecto.
La palabra cosmovisión y la lectura de una obra de Platón: La Apología de Sócrates, una de sus primeras obras, son mis recuerdos más vivos de él, y de aquel curso.
Recuerdo asimismo a algunos alumnos, también cubanos exiliados, que fueron mis compañeros. Y los recuerdo por una razón muy simple. Uno de ellos era un genial imitador de Jerry Lewis. Si conocéis las películas de Jerry Lewis, sabréis lo que eso significa para atraer y hacer amigos. Sus gestos, sus expresiones, sus movimientos, aquel compañero cuyo nombre no recuerdo, pero sí su cara, era un gran admirador de Jerry Lewis y su genial imitador. Y, como tal, un compañero de clase divertidísimo. Un tipo gracioso, envidiablemente gracioso, casi genial. De ahí que forme parte de mi memoria adolescente.
Como era muy a principio de los sesenta, el año sesenta y dos o sesenta y tres, debía tratarse de un Jerry Lewis dirigido por Frank Tashlin, en películas como la estupenda Artistas y modelos, del año 1955; o Yo soy el padre y la madre, del año 1958; o Tú, Kim y yo, también del 58; o Lío en los grandes almacenes (1963).
Pero su fuente de inspiración, de imitación tendría que decir, podrían ser las primeras dirigidas por el propio Jerry Lewis: El ceniciento (Cinderfella, 1960); o El terror de las chicas (1961, The Ladies Man), o, quizá, Jerry Calamidad (The Patsy, 1963). Podría ser cualquiera de ellas. Jerry Lewis era siempre el mismo. Y mi compañero lo imitaba soberbiamente. Nos hacía reír a todos en los corrillos que formábamos a su alrededor, en el patio del colegio, los que éramos de su clase y lo acompañábamos. También él, desde luego, es un recuerdo de mi adolescencia. Lo recuerdo con nitidez. Y lamento muchísimo haber olvidado de su nombre.
5
Algunos historiadores acostumbran a decir que el tardofranquismo empieza en octubre de 1969, cuando se forma el gobierno “monocolor” presidido de facto por el almirante Carrero Blanco.
A su vez, la Vikipedia, el oráculo virtual del presente, dicta: «El tardofranquismo constituye la última etapa de la dictadura franquista que termina con la muerte de Francisco Franco el 20 de noviembre de 1975. Se suele situar su comienzo en octubre de 1969 cuando se forma el gobierno “monocolor” presidido de facto por el almirante Carrero Blanco, el principal consejero de Franco. (Tres meses antes el Caudillo había designado como su “sucesor a título de rey” al príncipe Juan Carlos de Borbón).».
Incluso hay un libro titulado: El tardofranquismo contemplado a través del periódico The New York Times, 1973-1975.
Pues bien, si aceptamos esta definición, acotando tales fechas, yo empecé mi tardofranquismo situado en las coordenadas que acabo de sintetizar: descubriendo el materialismo histórico y rechazando el comunismo; por lo menos, el comunismo tal y como se conocía en la URSS.
Pero una cosa es hacer caso al oráculo al que acude casi todo el mundo, es decir, la Vikipedia. Y, con ella, hacer caso a los historiadores, que sean del color que sean, opinan lo mismo; y que, quizá, acierten en la fecha de su nacimiento, pero sólo quizá. Y otra cosa, totalmente distinta, es coincidir con los historiadores con el final del llamado tardofranquismo del que hablan, particularmente con aquellos que dicen que termina con la muerte del general, el 20 de noviembre de 1975.
Esta apreciación de la noción es, a mi juicio, de lo más ridículo que imaginarse pueda. No sé si existe algún estudio sobre lo que sea el tardofranquismo y su duración. No tengo ni idea. Pero me extrañaría que su final coincidiese con la fecha citada.
Mi opinión es, desde luego, bien distinta. Yo creo que no, ni mucho menos. En absoluto: el tardofranquismo, que empieza en el 69, no termina, ni por asomo, en el 75.
Para mí, el llamado tardofranquismo es, en pocas palabras, todo aquello que mantiene vivo, –¡¡interesadamente!!, por supuesto– al franquismo. No para reconocerlo, o estudiarlo, en sus más y sus menos, en sus logros y fracasos. No. Ni mucho menos. Lo mantiene vivo sólo para instrumentalizarlo, para seguir ejerciéndolo a su modo y beneficiarse políticamente, y no sólo políticamente, de él.
¡¿Qué serían si no estos últimos años que hemos vivido teniendo a Franco como motivo y referente último de la política del día a día?!
Por ejemplo: ¡Desde la mínima noticia acerca del Pazo de Meirás, hasta todo el incesante espectáculo referido al Valle de los Caídos y sus posibles usos! ¡Incluida la exhumación de Franco! ¡¡O la más reciente exhumación de los restos de Queipo de Llano en Sevilla! ¿Qué otra cosa es sino una forma peculiar de pervivencias del franquismo?
¡Y no digamos nada, si vamos más atrás y nos acordamos del uso del yate Azor –creo que se llamaba así, el susodicho barquito– Sólo es un ejemplo más!
¿¡Qué fueron, estos ejemplos, sino una continuidad paroxística del franquismo!? ¡¡Continuidad paroxística, me parecen a mí!! Y digo paroxística, y me quedo corto.
Claro que yo, parafrasearía lo que Marco Antonio (Marlon Brando) dijo ante el cadáver de Julio César, en la película de Mankiewicz: “¡¡ Pero, Felipe González es un hombre honrado!!” Recuerdan la película de Mankiewicz, ¿verdad? Una pena que no tenga bien mi voz y pueda hacer una buena imitación suficientemente teatralizante.
¡Ah! ¡Y no digamos nada del hurto de los maestros al que culpé, palabras atrás, al franquismo! ¡¿No nos ha hurtado el tardofranquismo a Gustavo Bueno?!
Pregunto.
Y me respondo: yo creo que, de algún modo, sí. Aquí traigo un libro que lo testifica, y que en su momento me contrarió lo suyo (el libro de Muguerza y Pedro Cerezo, muy demócratas ellos, tan demócratas como sectarios). Un libro titulado La filosofía hoy, en el que aparecen casi treinta filósofos, veintiocho exactamente, entre los que no figura el nombre de Gustavo Bueno. Un libro publicado por la Fundación Juan March en 1997, y por la Editorial Crítica S.L. en el 2000, edición que es la que tengo y puedo mostrar. (Tampoco lo mostré, al igual que el Politzer, por olvido.)
Desmiéntanmelo si no.
Yo no conocí reseñas de los libros de Gustavo Bueno en Babelia. Tampoco entrevistas. No he investigado el tema, pero me parece que don Gustavo Bueno no era del gusto de aquel tal Cebrián que dirigió El País, el periódico, en su época victoriosa. Prefiero llamarla así en vez de gloriosa, o fabulosa, o algo parecido.
Maestros habrá que me lo desmientan.
Mientras tanto, a la espera de que lo hagan, diré lo que yo creo. Y lo que yo creo es que aún vivimos en una interesada prolongación de ese hipotético tardofranquismo, que algunos historiadores dan por acabado con la muerte de Franco. ¡¡Hace más de cuarenta años!! ¡¡¡Cuarenta años!!! Se dice pronto.
En suma, el tardofranquismo es un cuento, el cuento de “la buena pipa que nunca se acaba”. Es el cuento de la buena pipa que nunca se acaba del socialismo realmente existente. No otra cosa es el tardofranquismo. Esto es lo que yo creo. Habrá exhumaciones y muertos en las cunetas hasta que ellos decidan. Y acusaciones de franquismo a quienes no obedezcan, hasta que ellos decidan… Y… hasta que no les resulte rentable políticamente.
El tardofranquismo es una paráfrasis práctica de aquella frase de un nazi (quizá fuese Rosemberg, no recuerdo; pero creo que fue de Hanns Johst, un autor de teatro) que decía: ¡¡¡Cuando oigo la palabra cultura echo mano a mi revólver!!! Pues el tardofranquismo es algo similar, sólo que dice: ¡¡¡¡Cuándo oigo algo que no me gusta, uso mi lengua y acuso de facha, o franquista, a quienes se me oponen!!!!
¿Exagero? Quizá. ¡Pero hay que exagerar para hacerse entender!, decía Kurosawa, Akira, un maestro.
Dicho de otro modo, a la pata la llana: el tardofranquismo no ha desaparecido, o no ha terminado, como quiera que se diga.
Más bien al contrario. Se le mantiene vigente cual zombie rentable, muy, pero que muy, rentable. El llamado tardofranquismo es el franquismo convertido en muerto viviente, o sea un zombie, es decir, el tardofranquismo es un franquismo zombie, más que interesado, ¡¡interesadísimo!!
Y los zombies no puede saberse cuándo y cómo terminarán; no son vampiros que desaparecen mostrándoles una cruz, ya no digamos si se les clava una en el corazón. Ni mucho menos. Sobre todo, si están alimentados por intereses inconfesables, o que nadie quiere confesar. Dicho con absoluta claridad: vivimos sumidos en un tardofranquismo permanente, incesante, mudable, al que llaman socialismo, socialismo español, el socialismo realmente existente.
Ergo: intuyo que para dejar atrás el tardofranquismo no hay más remedio que dejar atrás, muy atrás, a semejante socialismo, destruirlo sea ya invitándolo a que se disuelva por propia y patriótica iniciativa, o por cualquier otro camino; el que sea. Pero dejarlo atrás, muy atrás. Es el único modo de que el tardofranquismo desaparezca de nuestra vida política.
De lo contrario, la llamada democracia coronada no será nada, ni democracia ni nada. Será mera ficción, estricta y pura corrupción, como está demostrado más que de sobra, lo que ahora, en el más estricto y riguroso presente, es. Nada de democracia avanzada como repiten algunos para conseguir una prebenda en alguna tertulia o cualquier otra sinecura parecida.
Pero, hacer que el socialismo realmente existente desaparezca, ya sea por destrucción o disolución, o por cualquier otra forma posible que lo haga esfumarse, por no decir renovarse. Conseguir esto, escúchenme bien: ¡¡díganme cómo hacerlo!! ¡¡Átenme ustedes esa mosca por el rabo!!, y, por favor, ¡¡¡díganme cómo se hace!!!
Esta opinión acerca del socialismo realmente existente no implica, ni por asomo, que prefiera la social democracia del PP, o cosa parecida. Nada de eso. No se equivoquen ustedes.
Salvo que la señorita Ayuso, a quien invito a que deje de joder con la sanidad pública, igual que Serrat invitaba a su niño a dejar de joder con la pelota. Insisto, yo la invito a que deje de joder con la sanidad pública. Y cuando lo haga y yo lo compruebe, lo veré; y aun así, tendría que pensarlo, y pensarlo, mucho, pero que mucho.
No sé qué harían con otros asuntos, porque igual se dedican a imitar a Mariano Rajoy, que deja su bolso, o lo que fuera, en el escaño y se pone a cantar ebrio “aquí me las den todas” o “Asturias, patria querida”. Las cosas claras.
No hablaré de otros. Ni los mencionaré. No merece la pena.
Que prosigan con su yunque, y nos dejen en paz estudiando a Gustavo Bueno.
Cuando se rompió el bipartidismo y aparecieron otros partidos, tuve un tiempo brevísimo de dudas. Pero pronto vi lo que pasaba y decidí recuperar mi intemperie, donde no se está tan mal, a poco que uno se organice.
No tardé en bautizarla. Le puse el nombre de abstención. Y bautizada así, ya está a punto de tener los años suficientes para casarse y hasta para divorciarse, incluso enviudar, lo que prefiera, tan vetusta es.
Llegados a este punto, no puedo por menos que acordarme de Alberto Franceschi, en su inolvidable charla de los Encuentros de filosofía del 2019. De él y de todo cuanto se dijo en ella.
Incluidas, por supuesto, las intervenciones en el coloquio que siguió a la envidiable y vehemente exposición de Alberto Franceschi. Las Intervenciones de Tomás García López, Marcelino Suárez Ardura y Luis Carlos Martín Jiménez, fueron de lo más pertinente y adecuadas. Una sesión, en fin, que merece la pena volver a escuchar.
Cuando puedan, vuelvan a ver el vídeo. Merece la pena, ya he dicho.
6
A continuación, creo que debería decir algo más acerca de mis ya iniciadas coordenadas personales.
Añadiré, entonces, que, el año del estado de excepción, el 69, es también el año en el que se preparaba, si no me equivoco: El proceso de Burgos, en el que el franquismo habría de juzgar a 16 etarras.
Aunque el juicio se llevaría a cabo entre el 3 y el 6 de diciembre de 1970, durante el año 69, El proceso de Burgos estuvo en boca de todos; había manifestaciones un día sí y otro también, en defensa de los etarras detenidos y encarcelados.
Asistí a alguna de ellas, cómo no, pero no las frecuenté con espíritu militante. No obedecía a nadie, ni nadie me obligaba a asistir.
Lo hacía por mi antifranquismo activo, y casi solitario. No se me ocurre otra forma de decirlo. Activo y solitario. O, como mucho, en compañía de algún amigo.
Un antifranquismo, debo añadir, que pasado el tiempo se nos ha vuelto en contra por no saber distinguir el culo de las témporas, asistir a manifestaciones a favor de los etarras que querían solo lo que querían y nosotros le facilitábamos la tarea, por decirlo de forma educada y nada grosera.
Un antifranquismo ciego y poco analítico. Un antifranquismo que creía en lo que no veía.
Habrían de pasar veinte años, si no más, casi treinta, para leer lo que dejó escrito Gustavo Bueno en España frente a Europa, pág. 167, donde puede leerse:
«A los que han militado en la izquierda, sobre todo en el período de la “metamorfosis” o transformación de la monarquía franquista en la democracia coronada, y han creído que su antifranquismo los obligaba a “olvidarse de España” y a sustituir este nombre por los consabidos eufemismos de “este país” (que sólo tiene sentido cuando el que lo pronuncia se considera situado en la quinta dimensión cosmopolita) o “el estado español” (a veces: “la administración”, como si de un mero cuerpo de correos se tratase), convendría recordarles que la izquierda más genuina –que podría hacerles responsables por indoctos y faltos de juicio, de los problemas políticos más graves que España tiene planteados en el presente– jamás se olvidó del nombre de España y de lo que este nombre significaba para quienes militaban bajo sus banderas, lo que significaba, por ejemplo, para Miguel Hernández en su celebre poema, Madre España (tan olvidado por la misma “izquierda” que reivindicaba al poeta).»
No resulta nada raro ni extraño que, poco después de haber publicado estas palabras, escribiese un nuevo libro titulado El mito de la izquierda, publicado en 2003, en el que estableció una denominación, tal que “izquierda indefinida”, perfectamente aplicable, si no a la mayoría, a muchos de los que participábamos en ellas.
Un eficiente nombre para la estupidez más recalcitrante y orgullosa de sí misma, pero, sin duda, “indocta y falta de juicio”, por utilizar sus mismas palabras. Y ello, por mucho antifranquismo que nos sirviese de justificación.
¡¡¡Esto es lo que hace y consigue la ausencia de maestros!!!
Pero así es la política, al menos en este país llamado España: el mal hecho carne. Lo que un día vale, al siguiente te da dolor de estómago. Lo que un día te produce alegría, al siguiente te da asco. Es la política, su ejercicio, su práctica. Una continua e incesante e insufrible paradoja que asfixia.
Decía que yo, por esas fechas, estaba enfrascado en las lecturas que ya he citado. También leía otras cosas. Por ejemplo, El Quijote.
No debería decirlo, pero del Quijote tengo una estupendísima edición con ilustraciones de Gustavo Doré. Una edición heredada de mi padre, que se la trajo de El Aiún. Un buen recuerdo que tengo de él, de él y de mi infancia hispano-norteafricana. Es la edición en la que releo fragmentos de vez en cuando.
Ya he citado las lecturas que me influyeron notablemente. Así que entre unas lecturas y otras alcancé el mes de diciembre del año siguiente. A principios del mes de diciembre del 70, se llevaría a cabo el juicio de los encausados en Burgos, y conoceríamos la sentencia.
Pero yo, en el mes de julio del 69, poco después de haber suspendido el ingreso en la EOC, me marché a Grenoble; acompañado, debo decir, con una amiga española que ya conocía Grenoble de sobra.
En aquellos momentos, no podía ni imaginar que años después, algunos años después, iba a conocer, incluso iba a ser un poco amigo, de uno de los encausados y condenados a muerte en aquel juicio sumarísimo que tanto dio que hablar. Me refiero a Mario Onaindia (1948-2003).
Pero, si se terciase, ya llegará el momento de referirme a lo que motivó nuestra relación amistosa, e incluso ocasionó alguna foto que otra que debo conservar en alguna carpeta de esas que mantengo en perfecto desorden. Pero no quiero adelantarme.
Antes debo decir algo sobre el examen para ingresar en la EOC. Ese año nos presentamos al examen algunos colegas de la cinefilia madrileña: José María Carreño, Francisco Llinás, Paulino Viota, Santos Zunzunegui, y otros conocidos y amigos, cuyos nombres o he olvidado o no vienen al caso.
El examen de ingreso consistía, si no recuerdo mal, y lo recuerdo muy bien, en cuatro pruebas que había que aprobar. El primero consistía en una crítica de cine de una película que veías previamente. Si lo aprobabas, pasabas al segundo examen, que consistía en una conversación con un tribunal compuesto por tres directores; a mí me tocaron Berlanga, Picazo y el tercero creo que fue Carlos Serrano de Osma. Y si lo aprobabas, te daban el paso al tercero, que era escribir una sinopsis amplia de un guion a partir de una colección de fotos, unas diez o doce, que te daban a ver y a partir de las cuales tenías que contar una historia con los personajes que aparecían en las fotos.
En este tercer y para mí último examen, me suspendieron. Roma locuta causa finita, podría decirse. ¡Y a casa!
La anécdota que quizá merezca contarse para conservar en la memoria consiste en citar la película que nos pusieron para hacer la crítica. Fue una película no estrenada entre nosotros todavía, la primera película de un director belga llamado André Delvaux, hijo del pintor surrealista Paul Delvaux, y que se titulaba y se titula El hombre del cráneo rasurado (1965), proyectada en versión original, es decir, en flamenco y sin subtítulos. Película de la que no teníamos referencia alguna.
Todavía recuerdo las miradas de asombro y estupefacción que nos arrojamos entre algunos amigos presentes en la proyección y en el examen.
Miradas de perplejidad e incomprensión total. Todos nos quedamos helados.
Era una película, sin duda, interesante, muy interesante, en un blanco y negro estupendo, muy bien contrastado.
¡¡¡Pero proyectarla en flamenco y sin subtítulos!!! No se le ocurriría ni al que asó la manteca, como reza el dicho popular.
Y a saber quién era el que asó la manteca. No recuerdo quien pudo haber sido. En todo caso, fuese quien fuese, nos creó a todos un recuerdo inolvidable: El hombre del cráneo rasurado, en v.o., sin subtítulos.
Delvaux acabó siendo un director muy apreciado por todos. La película citada, junto a Una noche, un tren (1968), Rendez-vous a Bray (1971) y Mujer entre perro y lobo (1979), eran de lo más granado del momento. A mí me gustaron mucho. Pero no las he vuelto a ver ni se hicieron visibles fácilmente, ni en VHS, o DVD. Delvaux era pianista y había empezado en el cine acompañando al piano a las películas mudas.
¡Ah! ¡Disculpadme! Estaba escribiendo esto cuando, rebuscando en mis carpetas, descubro entre mis papeles un pequeño cuadernillo de la Escuela Oficial de Cinematografía, que no es sino la Convocatoria para el ingreso en el Curso 1967-68. No recordaba que la tenía. Disculpadme.
En ella leo, entre otras cosas, lo que ya he dicho acerca del examen. Lo copio directamente.
Bajo el epígrafe dirección, escribe: 1ª Prueba escrita, de carácter general crítico y analítico, sobre una película previamente proyectada, elegida por el tribunal. 2ª Prueba oral, encaminada a comprobar la preparación cultural y cinematográfica del aspirante, habida cuenta de la especialidad que pretende seguir. 3ª “Test” de relación y coordinación de imágenes. 4ª. Ejercicio escrito, de libre creación, sobre la premisa de un fragmento literario o noticia periodística previamente seleccionada por el tribunal.
Como ya dije líneas arriba, a esta cuarta no llegué. Pero he comprobado que mi recuerdo no estaba mal encaminado. Es bastante certero.
¡Ha sido una suerte haber encontrado este cuadernillo de 10 páginas! Había olvidado que lo conservaba.
Ventajas de guardar hasta la más mínima tontería, aunque sea en desorden. Un desorden dictado por la mera acumulación en carpetas, que es lo que siempre he hecho. Aunque solo sea por aquello de la memoria biográfica, única memoria digna de tal nombre. Para no ser ni trapaceros ni tramposos, que viene ser lo mismo.
El caso es que las lecturas a las que me he referido al principio fueron lecturas de finales del 68 o principios del 69. Más o menos.
O, dicho de otro modo, en los prolegómenos del llamado por los historiadores tardofranquismo, yo me acercaba al marxismo a la vez que me hacía un incondicional de Arthur Koestler.
Dado el ambiente que me rodeaba, no lo podía tener peor. Creo recordar que una de las frases del Politzer, y que no he olvidado, es su definiciónde teoría. Teoría era, a su juicio: “el conocimiento de las cosas que queremos hacer”.
Una definición algo pedestre, me parece ahora. Pero en aquel momento fue suficiente para darme qué pensar.
Yo tenía una única cosa clara: no sabía bien en qué país vivía y me interesaba el cine, quería hacer cine en ese país. Confío en que os deis cuenta de lo que sugiere esta última frase.
Y también me interesaba la política, aunque no su ejercicio práctico; el franquismo me imponía la política como un deber, un deber moral. Y si el partido comunista no invitaba a confiar en él, según la experiencia de Koestler, pues no me quedaba otro remedio que una alternativa: la intemperie política. Al libro de Koestler le debo también esta intemperie. Ya lo he dicho.
No obstante, la intemperie requería algún tipo de refugio provechoso, además de placentero: la lectura, en general, y no tan general.
La lectura de Un testamento español o Diálogo con la muerte, de Arthur Koestler fue una invitación a leer las novelas fundamentales sobre la guerra civil española: La esperanza, de André Malraux; Homenaje a Cataluña, de George Orwell; Por quién doblan las campanas, de Hemingway; Madrid, de corte a checa, de Agustín de Foxá, y también Una isla en el mar rojo, de Wenceslao Fernández Flórez; No pude conseguir Los grandes cementerios bajo la luna, de Georges Bernanos, así que tuve que aplazarla hasta mi vuelta de Grenoble.
A principios de julio de 1969, me fui, como he dicho, a Grenoble; acompañado como creo que ya he dicho con una mujer que ya conocía Grenoble, de sobra.
Aunque tenía muy cerca a un amigo –conocido, más que amigo–, de los que ahora sé que fue uno de los fundadores de la LCR (Liga Comunista Revolucionaria), por aquel entonces no sabía nada del proceso de su creación en 1970. No lo sabía y no busqué saberlo. Mi adscripción a la LCR fue algo más tardía, en 1976. Lo dejaré para más adelante.
7
En julio del 69, repito, me fui a Grenoble. Allí pasé el mes de julio, aunque no solo en Grenoble; también visité Lyon y muy especialmente Avignon.
Arrastraba la contrariedad de mí suspenso en la EOC. Pero el cine era mi curiosidad primordial. Más que mi curiosidad, era mi interés. Estaba decidido a hacer cine.
También me pesaba un sentimiento político, siempre frustrante, que los franceses, más o menos conocidos, por no decir amigos, no dejaban de evocar.
Con ese sentimiento y con un deseo, que creo que puede ser algo más que un sentimiento, el deseo de cine, me paseé por Grenoble, Lyon, Avignon, y Burdeos.
Era mi primer viaje al extranjero y me impulsaba una insaciable curiosidad por cuanto me podía interesar.
Grenoble está a tiro de piedra de Lyon, y también de Avignon. Aquí, se celebraba un prestigiosísimo Festival de Teatro. Lyon era la ciudad en la que M (mi amiga) había vivido unos años y quisimos visitarla. Y Avignon, ya se sabe, es Avignon; una pequeña ciudad que merece la pena conocer. Su aire medieval, merece la pena. El Festival de teatro de Avignon congregaba, además, a mucha gente de diferentes lugares, no solo de Francia, por lo que aumentaba su atractivo.
En Grenoble, en su maison de la culture –una de tantas que André Malraux construyó en todo el hexágono para celebrar la cultura– acontecía un Festivalito de Cine, más o menos coyuntural; no internacional, ni cosa similar, mucho más modesto.
Ese año exhibían un ciclo de películas de Nicholas Ray. Así que allí vi por primera vez Más poderoso que la vida, la película que junto a En un lugar solitario, Amarga victoria y Muerte en los pantanos, constituyen lo mejor a mi juicio de Nicholas Ray, aunque no es fácil elegir una del conjunto de la obra de Nicholas Ray.
Gracias a este ciclo vi por primera vez a un actor de Hollywood: a James Mason en persona. No soy nada mitómano, en absoluto, pero me produjo un particular asombro ver físicamente, a una prodigiosa sombra de la pantalla, cuyas actuaciones siempre me habían gustado.
Baste recordar Operación Cicerón (Five Fingers, 1952, Joseph L. Mankiewicz), o Julio César, que siempre me han gustado mucho, o Pandora y el holandés errante (1951, Albert Lewin), entre otras.
Además, vi alguna de las películas que se estrenaba en salas comerciales. No recuerdo ninguna de ellas. Tengo un recuerdo vago de Viva la muerte (1969-70), de Fernando Arrabal. Pero no estoy seguro. Dudo si fue en Grenoble, o más adelante, ya en 1972, en París. Era su primera película. Película pánica, que bastaba con el título para sentir curiosidad, una curiosidad muy azuzada por la publicidad en aquel momento. Título que, ahora, por el mero hecho de acordarme, aunque sea a duras penas, me hace sentir, en efecto, algo de pánico. Pero la vi. Y olvidada está. Como está olvidada la primera película porno que vi también en Grenoble; me gustaría acordarme de su título, pero no, no me acuerdo; eso sí, ver una película porno era poco menos que obligado para un cinéfilo; era como un rito de paso si salías del páramo franquista.
De ese viaje recuerdo especialmente la ciudad de Avignon. Nos instalamos cuatro o cinco días en un camping poblado de gente; durmiendo, en tiendas de campaña y paseando de aquí para allá con el mínimo de ropa posible. Era el mes de julio. Hacía bastante calor. Aunque, por la noche, también hacía bastante fresco, por la proximidad de los Alpes.
No me entretendré más. Lo resumiré diciendo que, Avignon me pareció un espacio orgiástico, totalmente orgiástico, al menos durante el Festival y el camping en el que viví casi una semana. Fue una buena, buenísima experiencia, de mis veinte años. Nada de teatro en la semana de Avignon. Pura orgía, fue lo que viví.
¿Exagero? Quizá. Sí, pero conviene exagerar para hacerse entender; sin saltarse las normas, desde luego.
Terminaré por evocar el tema de conversación más frecuente en esos días: la dimisión de Jean Vilar, el creador del Festival y su director desde su nacimiento en 1947 hasta su muerte en 1971. Ya en el 68 lo habían intentado, pero les resultó imposible a sus adversarios. Y ahora, al año siguiente, eran muchos los que todavía se lamentaban de no haberlo conseguido. Me olvidaré del asunto al tener poco que ver con lo que nos concierne.
Debo añadir, por último, que el año 69 comenzó a celebrarse, en Benalmádena, un nuevo festival de cine, llamado en esta ocasión Semana Internacional de Cine de Autor. Su director era Mamerto López Tapia. Me enteré del evento por el semanario Fotogramas, que seguía religiosamente. Pero como no asistí, dejaré comentarlo para el siguiente año, que sí asistí, ya que hacerlo tiene su gracia.
8
Y llegamos a 1970, el año en el que vi por azar, en un escaparate, un libro que se titulaba: El papel de la filosofía en el conjunto del saber.
Me puedo equivocar. Pero, creo recordar, que fue en la librería Visor, de la calle Donoso Cortés, esquina a Isaac Peral, en el barrio de Argüelles, muy próxima a la Moncloa, de camino a la Complutense.
Era la librería que frecuentaba a menudo en esas fechas, así que mi recuerdo está cifrado ahí; o imaginado ahí, que nunca se sabe; la memoria puede jugar con nosotros. Pero estoy seguro de recordarlo bien, muy bien.
Fue la primera vez que leí el nombre de Gustavo Bueno, en la cubierta de un libro.
No recuerdo que tuviese alguna información sobre el autor. No había leído ni una entrevista, ni una reseña. Nada, no sabía nada del autor. Pero el mero título del libro me atrajo y me lo compré. Tuve la impresión de que podía aclararme algo acerca de lo que yo vivía como un deseo que tenía sin resolver desde que terminé el cuarto de bachillerato.
Contaré esta hipoteca que pesaba sobre mí. Dentro de un momento.
Por supuesto no saqué ninguna conclusión útil con efectos prácticos. No, no me aclaró nada, como se diría vulgarmente. Pero fue mi primer contacto con la escritura filosófíca de Gustavo Bueno.
Recuerdo la sensación de extrañeza que me produjo la lectura del libro. No tenía nada que ver, la verdad sea dicha, con lo que hasta ese momento había leído de filosofía: ni con la historia de la filosofía de Julián Marías, ni con las cosas que había leído de Ortega, o con Unamuno, autores a los que frecuentaba por entonces.
El papel de la filosofía en el conjunto del saber era otra manera de escribir sobre filosofía. Distinta, me pareció. Esto me causó una sensación de extrañeza.
Cierto que era un lector que leía filosofía al albur de mis caprichos, siguiendo los ecos que conservaba del bachillerato, y al azar de mis encuentros librescos. Pero el lenguaje del libro no se me asemejaba con ninguno que hubiese leído. Desde luego no tenía la literatura que tanto me seducía de Ortega. Y eso lo retuve en mi memoria.
Hace unos años he vuelto a leer el libro. Y mi percepción ya no es la misma, pero mi recuerdo es tal como lo he contado, o algo similar.
Por supuesto, que por esas fechas yo no sabía nada del opúsculo que Manuel Sacristán había publicado en 1968, en la editorial Nova Terra de Barcelona, y al que el libro alude en el prólogo. Y sigo sin poder decir nada sobre él, porque sigo sin haberlo leído, y no creo que tenga tiempo y ganas para leerlo.
Pero desde luego, hay dos cosas que si recuerdo con claridad: por un lado, recuerdo que fue la primera vez que leí una definición de filosofía que la calificaba como saber de “segundo grado”, es decir como un saber que supone otros saberes; Y esto, considerar que la filosofía, en cuanto disciplina crítica, es siempre un “saber sobre otros saberes”, sencillamente me sorprendió, se me volvió inolvidable.
La segunda cosa que me dio que pensar, fue el término noetología. De una cosa y otra intentaré decir dos palabras.
De la primera diré sólo que me tranquilizó. En la medida en que me interesaba el cine y estaba estudiando Ciencias Económicas, me produjo la impresión que podía tomármelo sin prisas. Cuando alcanzase un saber concreto, ya pensaría en la filosofía, pensé. Parece una broma, pero así fue, o creo que así fue.
A saber, que me diría un psicoanalista respecto a mi respuesta: si me gasté una broma a mí mismo o, simplemente, me sirvió de consuelo.
La segunda cosa que recuerdo me ha hecho volver al libro más de una vez. Me refiero a la idea de noetología. He vuelto sobre todo para recordar la idea de noetología, o, mejor dicho: el proyecto de noetología [pág. 164], tal y como en él se enuncia, y porque no entendía muy bien en qué podría consistir.
Esa racionalidad que no es lógica ni psicológica, que Bueno sitúa entre la lógica y la psicología, se me resistió algún tiempo.
Cuando supe que quedó aplazada –o al menos eso confesó en algún momento que leí– si no sustituida por la gnoseología, la enterré en el olvido.
Y pasó el tiempo. Pasaron los años, quizá demasiados. Pero mi curiosidad e interés por el Materialismo Filosófico y su Filosofía del Arte fue lo que me indujo a volver sobre ella. Sobre la noetología y sobre el libro. La noción y el libro en el que la había leído.
El tiempo, que tiene el vicio de pasar muy deprisa, había pasado. Y había pasado mucho. Descubrí el libro en el escaparate de la librería Visor en el 70 del siglo pasado y ya estábamos en los años 2010 o 2011, son, si no más, treinta años, casi cuarenta. Se dice pronto. Mi vida estaba bastante hecha, si no prácticamente acabada.
Cuando menos, había dado más de un par de vueltas, aquí o allá, y no tenía el ejemplar que había comprado. Así que hice lo posible por hacerme una fotocopia. Y lo conseguí, gracias a la Fundación Gustavo Bueno, que no hacía mucho lo había reeditado y había subido a la red un pdf. De este modo, pese al paso del tiempo, volví a leer libro.
Fue un modo de descubrir en la red no solo el libro, sino a la Fundación y su colección de conferencias subidas a ella. Hasta ese momento no sabía nada del tema, ni de la Fundación ni de su presencia en internet. Nunca he sido un aficionado a “navegar”, internet casi no existía para mí. Excepto a partir del momento en que la búsqueda del libro me descubrió todo un mundo: el de las conferencias en video de la EFO. A partir de ese momento me hice un video-adicto a las conferencias que subía la Fundación.
Así que el libro, El papel de la filosofía en el conjunto del saber, fue para mí fuente de más de uno y de dos, de diferentes descubrimientos.
En esas fechas, 2010-2011, más o menos, ya me rondaba por la cabeza, ciertamente, mi aproximación al Materialismo Filosófico. ¿Por qué no lo hice?
Esta es otra historia. Una historia privada, que si alguien quiere puedo explicarla luego. Lo resumiré diciendo que “la vida se me impuso”, pero por caminos poco gratos. Si quieren lo explico luego.
Ahora, prefiero seguir.
He visto las teselas de don Gustavo y los vídeos en los que se habla de la noetología. Y también un Teatro Crítico en el que recuerdo participaba Ekaitz Ruiz de Vergara, cuyas reflexiones me interesaron y me reafirmaron en mis preguntas.
Mis preguntas no eran otras más que estas: ¿Serían aplicables al cine, las reflexiones de Bueno acerca de la literatura? Me preguntaba. Y me lo sigo preguntando. Porque es un tema que me interesaba mucho ya en la época y me sigue interesando.
En la medida que he escrito análisis de películas, quise saber si el materialismo filosófico proponía sugerencias para un crear un método de análisis de películas. Estas preguntas constituían la razón de mi curiosidad acerca de la noetología.
Y la pregunta más decisiva: ¿No sería la noetología una nueva denominación que encerraba la superación de “la subjetividad kantiana”, dicho entre comillas y subrayado?
Pregunta dura, arriesgada. Pero mentiría si no dijese tal y como me pasó por la cabeza.
Quizá Luis Carlos Martín Jiménez, o Ekaitz Ruiz de Vergara, por citar dos nombres contrapuestos en lo que respecta a la Filosofía del arte en el Materialismo filosófico. Quizá ambos me la aclaren, juntos o por separado. Mejor juntos, porque por separado ya los he visto en alguna ocasión. Si me lo aclaran se lo agradeceré.
Sigamos.
Yo he escrito sobre cine, desde el postestructuralismo –digámoslo así, abreviando mucho–, y digamos que quizá, más mal que bien. Barthes fue un autor que me interesó lo suyo, en su momento. Me refiero al segundo Barthes, al postestructuralista y no al estructuralista estricto. Para mí, el estructuralismo excluye la historia y la subjetividad; y el postestructuralismo recupera a ambas, dicho sintética y rápidamente. Digamos que la seducción que me producía la lectura de Ortega durante los sesenta, la sustituí por la seducción de Barthes en los setenta. Como si fuese un cambio de novia, más o menos.
Pero, de un tiempo acá, me gustaría escribir, hacer análisis de películas desde el Materialismo Filosófico y el Objetivismo estético.
Mi toma de posición a favor del materialismo filosófico me ha inclinado a ello. Es lo que he intentado hacer en un artículo que envié al Catoblepas en agosto de 2022, pero que no se ha publicado en el número 201, y espero que se publique en el 202. Se titula Los cuatro westerns de Edward Dmytryk. En él aplico –o intento aplicar– por primera vez las nociones que propone Bueno para el análisis de los textos literarios. No sé si acertadamente, pero tal ha sido mi intento.
La lectura del libro Filosofía y cuerpo, de 2005, concretamente el artículo titulado Arquitectura y Filosofía, propone algunas nociones que creo pueden resultar productivas para el análisis de las películas, sobre todo de las películas del cine clásico norteamericano. También el libro España no es un mito, de 2005, es importante. Los cito a ambos en el artículo al que me he referido. Creo recordar. Así lo que creo en el momento de redactar estas líneas. El artículo al que me he referido tiene un carácter experimental a este respecto. Pero, cuando menos, señala la línea que me gustaría seguir.
Nada me produciría más alegría que poder redactar algunos artículos más en los que el análisis textual de las películas pusiese de manifiesto que dejaba atrás a críticos y teóricos extranjeros para aplicar debidamente las nociones de Bueno. Resolvería unas cuantas dudas que tengo respecto al tema de la filosofía del arte y el materialismo filosófico.
Creo que sería un modo de contribuir a la implantación del materialismo filosófico. Y un modo de olvidarse del “blablismo” fílmico, tan frecuente en la crítica española y no sólo en la crítica, también en otros espacios; una implantación hecha un poco a semejanza de lo que pasó con la llamada teoría del autor, que contribuyó, en su momento, a la superación del “impresionismo” en la crítica cinematográfica.
En este sentido, en la medida en que considero que el cine está por ver, insisto ¡¡el cine está por ver!!, estaría bien, me parece, desarrollar la práctica, el ejercicio, de una metodología propia, con su origen en un grande, el más grande de la filosofía española, y no sólo de la filosofía española, para el análisis de las películas, en vez de pensadores foráneos, como hemos hecho algunos analistas de nuestra generación. Estaría bien ser “buenistas” en vez de “estructuralistas” “postestructuralistas”, o cualquier otra denominación. Sería un “eco fílmico” que haría historia. Es lo que en estos momentos creo.
En este sentido, como digo, a mí no me interesa tanto elaborar una filosofía del cine, como efectuar análisis concreto de películas concretas, a partir de los cuales pueda desprenderse una filosofía, del cine y un método para el análisis fílmico. Y, acaso, cuando tenga más claro lo que aún tengo oscuro, y el tiempo necesario para ello, quizá intentar eso digno de ser llamado filosofía del cine. Pero primero los bueyes y luego el carro, como mandan los cánones. Es lo que me digo. No me creo con capacidad suficiente para elaborar una filosofía del cine que no parta de las películas, esas esencias procesuales imprescindibles, con las que hay que contar, y no sólo partiendo de la filosofía, por muy materialista que se proclame, a la que ajustar todas las películas sin excepción. Porque si hay excepcion, llámese como se llame, no será filosofía del cine sino de una parte sólo del cine.
De momento, me basta con hacer análisis de películas, ya que, como he dicho, el cine “está por ver”, incluso las películas ya vistas y vueltas a ver. Me parece un trabajo mucho más efectivo. Modesto, pero efectivo, para contribuir a la implantación del materialismo filosófico. Es una opinión.
En fin. Esto es lo que actualmente opino y en lo que deseo trabajar. Es sólo un deseo, una opinión, que polariza mi interés, para intentar ver qué produce.
Además, a decir verdad, para mí, el análisis de películas, y la escritura sobre cine, en general, ha sido mí modo de intervenir políticamente. Aunque, más que de intervenir, debería decir mejor, ya que estamos en el país que estamos, en el momento en el que estamos, mi modo de consolarme políticamente. Me digo algo así como: “hago lo que puedo como puedo y a lo demás, a la política, por ejemplo, que le den”. Es el único modo de no sentirme afectado por lo que día a día sucede en nuestro país. Ante la falta de un partido que merezca la pena, nada mejor que una intemperie entregada al análisis fílmico, de películas concretas.
El debate acerca del materialismo filosófico y el análisis de películas quizá sea éste un tema para otra ocasión.
Desde luego, más de una vez he pensado la idea de noetología como una posible vía para deshacer el embrollo –palabra que usa Pozo Fajarnés en su libro Filosofía del cine– embrollo que impera en la llamada filosofía del arte, particularmente en el cine, del materialismo filosófico.
Pero, aparte los visionados de los videos y Teselas, o Teatros Críticos, la verdad, no se me ocurren más que preguntas. A cada paso, constato el embrollo, un ejemplo: si leo, o escucho, a Ekaitz Ruiz de Vergara, observo que él cree en la noetología, como potencial para el análisis de los filmes; pero si veo las conferencias de Pablo Huerga, compruebo que considera a la noetologia como una noción sin la más mínima relevancia.
Es solo un ejemplo, nada más. Pero, creo que altamente significativo.
Con Pablo Huerga tengo una anécdota que debiera contar, y voy a hacerlo para ver si consigo su libro La ventana indiscreta, porque no he podido encontrarlo, por más esfuerzos que he empleado.
Para encontrarlo y leerlo, incluso incurrí en la osadía de pedir a la editorial que lo publicó, una fotocopia del libro, y me respondieron muy amables y cordiales, aunque ya se imaginan la respuesta.
Con este gesto por mi parte, concluye la anécdota con el libro de Pablo Huerga. Luego, me lo encontré personalmente aquí, en Oviedo en los últimos encuentros, y lo saludé, pero al estar pendiente de la chica, que necesitaba hacerme foto para El Catoblepas, no pude hablar con él, y luego lo perdí de vista. Volveremos a encontrarnos, supongo.
Pero al margen de estas quisicosas, debo decir que sus argumentos para defender su punto de vista del cine como ciencia humana, y que tiene expuestos en una conferencia en Grado, me parecieron sugerentes. Aunque para opinar tendría que conocer el libro, que no desespero en conocer. Pero sin haber leído el libro, no puedo decir nada, así que mejor me callo.
Me quedo con la constatación del embrollo y el requerimiento a quien corresponda de la necesidad de afrontar en el Materialismo Filosófico, dos cosas, al menos: primera: una metodología, un método o sendero, para el análisis de las película, clásicas, modernas y mediopensionistas. He comprobado en mi artículo sobre los Westerns de Dmytryk, un cierto funcionamiento, pero tengo mis dudas acerca de, si con los mismos parámetros, el funcionamiento sería el mismo, o parecido, en otras películas. Sin ir más lejos citaría El fantasma de la libertad (1974), y Ese oscuro objeto de deseo (1977), por citar las dos últimas películas de nuestro Luis Buñuel. Esto se me ha ocurrido ahora, espontáneamente, y pienso que no estaría mal intentar sus análisis.
Y segunda: una visión materialista de la subjetividad, poniéndole a esta palabreja kantiana todas las comillas que hagan falta. He comprobado que, para evitarla suele hablarse en la Escuela, siguiendo el ejemplo de don Gustavo, de “subjetual” y “subjetualismo” Pero ¿es suficiente?, ¿se requiere algo más? Pregunto.
Creo que el materialismo filosófico requiere de un método para el análisis de las películas y una teorización propia de la subjetividad, llámese así o con otra denominación. Dicho lo dicho, lo acompaño de todas las disculpas que deba pedir un neófito que habla sin saber lo suficiente. Si estoy equivocado no duden en decírmelo. Lo estoy deseando.
9
Ahora he de volver sobre esa hipoteca que pesaba sobre mí desde 4° de bachillerato.
Siempre me había interesado la filosofía. Pero tuve un tropiezo con el latín en cuarto de bachillerato. De no ser por este tropiezo no habría dudado en estudiar la carrera de Filosofía y Letras en su momento.
El caso es que, debido a ese tropiezo que tuve, elegí ciencias. El latín se me atravesó y elegí ciencias para esquivarlo.
No culpo al hermano marista que nos daba clases. Sería un recurso fácil. Prefiero decir que se me atravesó porque, acaso por pereza, no se me daba bien el latín. El caso es que elegí ciencias.
De este sencillo modo, la filosofía se convirtió en “mi asignatura pendiente”, por decirlo evocando el título de Garci.
La filosofía se convirtió así en fuente de lecturas habituales, al albur del encuentro con los libros. Gracias a mi tropiezo, leí a Unamuno, a Eugenio D´Ors y también a Ortega. A salto de mata, sin orden ni concierto.
De Ortega nunca se me olvidó una frase leída en el tríptico: Mirabeau, el político, Kant-Goethe. La frase no es otra que: el que nace solitario nunca hallará compañía que no sea una ficción.
Ortega siempre dominaba la metáfora. Su escritura me sedujo desde mi primera lectura, que no fue otra que Estudios sobre el amor, editado en Espasa Calpe.
A mí, la frase citada me producía la impresión de describir mi vida: soledad y el cine como compañía; la ficción como compañía predilecta. Ficciones fílmicas y literarias. Tal cual. Dos actividades frecuentes para mí.
Echaba, en falta, no obstante, las ficciones filosóficas. Los ensayos, la colección verdosa de Espasa Calpe, era mi recurso habitual. Entre el cine y mi afición por la filosofía, las coordenadas de mi vida intelectual parecían fijadas. Pero, además de una inclinación lectora, la filosofía se constituyó al mismo tiempo en un problema personal.
No sé hasta qué punto conformó mis devaneos universitarios: primero arquitectura, luego económicas, por fin, cuando se creó la Facultad de Ciencias de la Información, en el 71, creo recordar, Audiovisuales.
Pero, a pesar de todo, la Filosofía, hacer la carrera, seguía rondándome la cabeza. Era mi síntoma. No me bastaba con las lecturas a salto de mata. Tampoco el cine la suplía, aunque me sirvió de consuelo suficiente, de hecho, fue el gran consuelo y la más frecuente compañía. Y así pasó el tiempo.
Pero el síntoma siempre retorna y retorna. Hasta que, un día, harto de tantos retornos, dicho vulgarmente, darle vueltas y más vueltas al asunto, tomé una decisión: afrontar y procurar resolver el problema: me matriculé en la UNED, para hacer la carrera. Y la hice.
Siempre recordaré, y recuerdo ahora, una frase que se repetía en un mediometraje de media hora realizado por el tempranamente fallecido Antonio Drove (1942-2005), un amigo, y se tituló ¿Qué se puede hacer con una chica? (1969). Una frase citada de una película americana –cuyo título no recuerdo, aunque me trae ecos de Anthony Mann–, de las que Antonio Drove, grandísimo cinéfilo, era un excelente defensor y amante. Un mediometraje olvidado en la Vikipedia, y que tuvo mucho éxito en su momento. La frase no era otra que esta: “Quise, pude y lo hice”. Tal frase me explica y justifica haber hecho a destiempo la carrera.
No entiendo lo olvidadísimo que está Antonio Drove y menos aún cómo se puede olvidar, en la filmografía de la Vikipedia, el mediometraje al que aludo. Señal inequívoca que quien lo ha escrito es demasiado joven, por no decir poco cinéfilo y muy ignorante. Me alegro de que, al hablar de mi decisión de hacer la carrera de Filosofía, me haya acordado de Antonio Drove y sus películas; pues, además de la citada, hizo tres o cuatro largometrajes que merece la pena recordar, entre ellos, La verdad sobre el caso Savolta (1979) o El túnel (1987), así como un libro titulado Conversaciones con Douglas Sirk, que lo hacen digno de ser recordado. Y me alegra mucho hacerlo.
Poco me importaba el tiempo que hubiera pasado, ni la edad que tenía. Y había pasado el tiempo, ya lo creo. Tenía casi cincuenta años. Empecé en el 96. Así que súmale cinco años, seis mejor, y tenéis la fecha en que terminé. Los años de mi carrera tardía fueron una etapa en la que lo pasé pipa, disfruté como un enano.
Naturalmente, ya había vivido mis casi cuatro años en París, escrito sobre cine cuanto había podido y había trabajado en el programa Fila 7 de la 2ª cadena de TVE. Incluso había rodado más de uno o dos cortometrajes. No recuerdo bien. El Currículum no era brillantísimo, pero era suficiente.
A mí, jamás me interesó hacer carrera académica, nunca me lo planteé. He procurado hacer siempre lo que el cuerpo me pedía, ya fuese en el espacio orgiástico de Avignon o en el espacio de la UNED madrileña. Siempre he acudido a la cita con mi deseo, lo he hecho siempre que he podido y aún lo hago.
Por lo demás: je m´enfoutaisde tout. ¡Qué le voy a hacer! Creo que un poco, todavía sigo haciéndolo. Pero en serio. Uno es como es y sólo ligeras modificaciones en el comportamiento consigue uno lograr.
Valga este resumen biográfico como explicación de un tropiezo en el bachillerato y sus efectos vitales. No me arrepiento de nada, en absoluto. Es más, durante la carrera me sentí la mar de bien, la mar de contento. Disfruté de lo lindo. Recuerdo con agrado a algún profesor, por ejemplo, Jacinto Rivera de Rosales, con quien, durante un año, una vez a la semana, realicé un seminario sobre la Critica del juicio, de Kant. Y durante el tiempo de la carrera, salvo algún artículo que otro, aquí y allá, y mis clases en la escuela privada de cine Septima Ars, tres mañanas a la semana, no trabajé en otra cosa. Me dediqué exclusivamente a estudiar. No se lo dije a nadie. Ningún amigo o familiar lo supo. Solo se lo dije a mi compañera de aquellos días; que también se puso a estudiar, en su caso italiano, idioma que era su “asignatura pendiente”.
Luego, al terminar la carrera, supe que se había creado la universidad Carlos III. Entonces me presenté a una plaza de profesor asociado en la carrera de Audiovisuales en la Carlos III. Y la obtuve.
Otros amigos, compañeros en la revista Contracampo, ya eran catedráticos. Mi caso era otro. Distinto. Nunca he privilegiado la carrera académica. En principio, yo iba para director de cine. Ya os he dicho lo que afirmaba Politzer, Georges, de la teoría: el conocimiento de las cosas que queremos realizar. Voilà, esto es todo. Espero haberme hecho entender y haberlo logrado, dicho sucintamente, pero espero que con la suficiente elocuencia.
Así que, acordarme del libro de Gustavo Bueno El papel de la filosofía en el conjunto del saber, me ha llevado a resumir buena parte de lo fundamental de mi experiencia personal.
De momento, estábamos/estamos, en el año 70, con el descubrimiento por azar en una librería del susodicho libro y con la intención de hablar del segundo acontecimiento que me había sorprendido en el 69: la celebración de la Semana Internacional de Cine de Autor de Benalmádena.
Dije que el 70 fue la primera vez que asistí. También me enteré por la revista Fotogramas de un manifiesto –manifiesto del cine pobre, se llamó– que Enrique Brasó, crítico en aquel momento de la revista, publicó.
El festival de Benalmádena iba a encargarse de aglutinar y promocionar a cuanto cineasta “pobre”, y español se presentase, a condición de que hubiera hecho por lo menos un cortometraje, aunque solo fuera en super-ocho mm. La Segunda Semana de Benalmádena se promocionó como plataforma idónea para el lanzamiento de estos cineastas jóvenes que se proponían acceder cuanto antes a la llamada industria.
Entre estos cineastas estaban Ricardo Franco, que había hecho Gospel; Emilio Martínez Lázaro, que había hecho Aspavientos y Amo mi cama rica; Francisco Llinás (Paco), con Abrir las puertas del mar; Jaime Chávarri, que tras sus dos largos en Super-8, había hecho el cortometraje Permanencia del arabesco; Ramón Font, Quizá; Paulino Viota, Duración, inmediatamente anterior a Contactos, que no sé si algún cinéfilo presente la ha visto, y otros. Un amplio número de aspirantes a directores había realizado algún cortometraje.
Es el momento en el que el cortometraje adquirió un gran auge entre los cineastas jóvenes, de mi edad, en suma. Era el camino que nos había señalado a todos la experiencia de los cineastas de la Nouvelle Vague, y que había instituido como camino para el acceso a la industria en vez de seguir el escalafón tradicional de la ayudantía de dirección, mucho más pesado, casi eterno y además proletarizado. Hacer crítica y realizar algún cortometraje, lo habían hecho ellos, y nosotros queríamos imitarles. Cosa de señoritos, como ya he dicho en algún otro lugar.
Unos más que otros, que conste. Entre Chávarri, o Ricardo Franco, y otros, como yo, o Paco Llinás, no era poca la diferencia de clase que había. ¿La constatamos? No merece la pena, no vaya a ser que Franco, Ricardo o Ricardito, resucite y me llame resentido, si no marxista o facha. Nunca se sabe. El llamado tardofranquismo hace con todo un revoltijo de ideas muy abstruso.
Habría cosas menudas, menudas cosas, se diría, que contar. Contemos una al menos, por aquello de la memoria histórica, como algunos la califican; erróneamente, claro.
Vayamos a ello. Brevemente. Benalmádena, con Mamerto López Tapia, también cortometrajista, a la cabeza, quiso recoger el aire de los tiempos, dicho más claramente, quiso recoger las ambiciones apresuradas de los más pudientes y ambiciosos, con muchísimas ganas de integrarse en la industria franquista subvencionada, y proclamó a Benalmádena como la plataforma idónea para la tan deseada integración. Eran muchos, bastantes, por lo menos, los que lo deseaban, acaso demasiado aprisa.
Y Ricardito Franco era uno de los que más prisa tenían. A saber, si le venía de familia. ¡A saber! Lo cierto e indiscutible es que su narcisismo tontorrón levantó la tempestad que cabía en el sucio vaso de agua del tardofranquismo incipiente del cine joven español. Y, por supuesto, Benalmádena, la Semana, la recogió encantada. Con un poco de alboroto, pero encantada. Fue la última noche de la Semana, del Festival, la noche de la entrega de premios, fue cuando se armó el Belén. Jaraneros y alborotadores, los volvería a llamar Franco a los jaraneros y alborotadores. Como si estuviéramos en el 56.
Yo debo decir que esa noche no asistí a la entrega, no estuve en la sala. Durante la cena me encontré con una amiga y nos entretuvimos comentando lo que se cocía en el ambiente. Nos entretuvimos tanto comentado el ambiente que optamos por la intimidad y nos olvidamos de los premios. Lo que se cocía ya olía cantidad y no podía suceder más que lo que sucedió. Ricardo Franco, Ricardito como lo llamaba Paco Llinás, quería que le dieran el premio a su película El desastre de Annual y con él bajo el brazo le proclamasen genio del año, heredero directo de Orson Welles, y acceder tan ricamente a “la piscina”. Supongo que todo el mundo sabe que en la época se comentaba mucho que Orson Welles había realizado Ciudadano Kane a los veinticinco años y que Bertolucci lo había hecho a los veintiún años. Eran, entre otros ejemplos, los más comentados. Algunas cosas se olvidaban casi siempre: que Welles tenía detrás al guionista Mankiewicz, además de “el genio del sistema”, que diría Bazin, y Bertolucci tenía además de las relaciones de su papá, la historia de su amigo Pier Paolo Pasolini, aparte toda la historia del neorrealismo que conocía muy bien. Mientras que Ricardito, como lo llamaba Paco Llinás, apenas sabía balbucear la Internacional. Y me sirvo de la metáfora de la piscina porque es sabido, supongo, que el propio Welles dijo que Hollywood había practicado las listas negras para defender sus piscinas. En fin.
El caso es que Ricardito, como lo llamaba Paco Llinás, no consiguió el premio ni tampoco controlar el brazo. En vez de ceñirlo con firmeza y autocontrol al costado, lo levantó con el puño en alto y actitud tan frustrada como desafiante. Era una pura pose. El geniecillo quería hacerse pasar por izquierdista, aunque “indefinido”, como diríamos hoy.
Naturalmente, el gesto suscitó entre los presentes la contrarréplica inmediata en gestos de signo político contrario, brazo derecho alzado con la palma de la mano vuelta hacia el suelo, firme el ademán, y El cara al sol cantado a todo trapo. La multitud exhibió su total obediencia al disciplinario ambiente franquista en Málaga. Ergo, se sirvió la tempestad. Y Benalmádena la recogió.
Pese a haberlo escrito en mi artículo del libro Los nuevos cines en España y titulado Jinetes en la tormenta: los nuevos cines en España: 1967-1973, voy a repetirlo aquí. Es una cita de Artaud, que tomé del libro Filosofia y carnaval, de Eugenio Trías, del año 71, y que dice así: «cuando el acontecimiento incide de forma súbita en la asamblea o comunidad, no se autentifican las personas; más bien estas se disuelven y es el teatro lo que nace.»
Teatro, en efecto, fue lo sucedido en el Festival de Benalmádena 70. Su gesto fue el síntoma de lo que más adelante, en los años ochenta, iba a manifestarse, con gran sonoridad, a lo grande: el llamado tardofranquismo al que nos referimos; tardofranquismo o teatro, puro teatro, bajo la máscara de ideas de izquierda. Ricardo Franco anticipó lo que pronto sucedería, a nivel nacional: el tardofranquismo recurrente.
No recuerdo muy bien si hubo Benalmádena 7l. Creo que no. No lo recuerdo con claridad. Lo que si sé, es que en 1972 empezó a dirigir la Semana el veterano Julio Diamante. Lo hizo hasta 1990. Benalmádena, la Semana del Cine de autor, se tiñó de rojo. Como decían que estaba el fondo del aire: el título de una película de Chris Marker: el fondo del aire es rojo. Pero menos, como más pronto que tarde se demostró.
De Mamerto López Tapia supe algo la época en la que dirigió el cine California. Supe, por ejemplo, que una vez un distribuidor (Lecas Film, creo que se llamaba, uno olvida demasiado pronto los nombres de los amigos), le presentó uno de mis cortometrajes, Crónica exterior (1978), que duraba veinte minutos, y le respondió que lo proyectaba a condición de dividirlo en dos, cortarlo por la mitad dicho en román paladino. Uno se divide en dos, decían los maoístas –pensé para mis adentros, para no llorar– cosa que Mamerto no era, por supuesto, más bien todo lo contrario. ¿O miento? Que alguien me lo contradiga, si puede. ¡Qué risa! El cine español es de risa, o mejor aún, un cine para la risa, de ahí que su género favorito y mayoritario sea la comedia. La comedia es al cine español, lo que el western es al cine norteamericano. Esto lo digo en serio.
Excepto en la etapa de la productora Cifesa, años 40-50. Pocas películas se salvan. Muy pocas. Muchas de ellas de Cifesa, como he dicho, o de Fernando Fernán Gómez, cuando no de Edgar Neville, Ladislao Vajda, la película Vida en Sombras, tres o cuatro Berlangas, los Buñuel rodados en España –ya no digamos los otros, mexicanos o franceses, me da igual, pero no españoles–, algún Saura, un Picazo, un Fons, alguno de los Drove, todos los Erice. Y unas pocas más, que ahora no me vienen a la memoria.
Y no me recordéis También la lluvia, de una tal Iciar Bollain, la última película española que había visto, hasta hace poco, y casi vomité con su negrolegendarismo; una película tan negrolegendaria que me irrita; pocas películas españolas me repugnan más. Realizada, a buen seguro, y bien asesorada por su marido inglés, como guionista. Puro antiespañolismo. Pura leyenda negra. Si no lo digo reviento. Hubiese sido mucho mejor que se quedase cultivando las simpáticas comedias de sus inicios, que no estaban tan mal. Pero querer ser un autor/autora más, es decir artista, en vez de artesana, la ha conducido a politizarse del peor modo imaginable: propagando la leyenda negra antiespañola.
Añadiré que, de los distribuidores, exhibidores, y productores, pocos se salvan: la productora Cifesa, ya lo he dicho; Querejeta, pese a todo; Dibildos y, quizá, no estoy seguro, Pedro Cerezo; el resto, puros mercachifles, y mejor no nombrarlos, ni siquiera citarlos.
No volví a Benalmádena hasta 1976. Y fui básicamente para encontrarme con una amiga, que por aquel entonces dirigía el Festival de Rotterdam.
No obstante, ese año descubrí, una película inolvidable: El viaje de los comediantes, de Theo Angelopoulos. Memorable a tope. Fetiche total del momento. Uno de los impactos estéticos más fuertes que he recibido como vicioso del cine.
Otro descubrimiento sería, años después, y totalmente opuesto al Viaje de los comediantes, nada que ver con él, pero igualmente inolvidable. Su título, Eika Katappa (1969), de Werner Schroeter. Orgía total de música e imágenes. Orgia audiovisual pura y dura. Pero volvamos atrás. A Benalmádena 76.
Estábamos en plena transición, la que algunos, bastantes, llaman transición democrática y califican de conquista popular. Recuerdo que volvimos en el seiscientos de Paco Llinás, con Jesús Sastre y alguien más que he olvidado. Durante el trayecto recordamos a Ricardito Franco y no reímos hasta decir basta, con su exhibición izquierdista. Pero sobre todo hablamos de política, del MC, de la ORT, de la LCR, recién legalizadas. Yo escribía, por entonces, en Combate, el periódico de la Liga Comunista Revolucionaria. Pero ya llegaremos ahí.
El año 70 proseguí un poco con la carrera de económicas. Al año siguiente rodé mi primer cortometraje. Su título: Desde el paisaje (1971-72). Creo que fue en abril o mayo. Pero terminé de montarlo a principios del 72, no porque tuviera mucho material rodado –rodé al uno por uno, como mandan los cánones de la pobreza– o porque tuviese enormes dificultades, no, ni mucho menos; fue porque el montador con el que quería trabajar estaba muy ocupado montando no recuerdo qué, o al menos eso me dijo. Y me pareció bien. Yo no tenía prisa alguna.
Del corto no diré nada. Metonimizaba con una sencilla anécdota, la represión franquista. Claro que habría que verlo para ver cómo lo hice; contiene alguna secuencia curiosa, por cómo lo hice y el resultado conseguido. Tengo copia en DVD, así que si alguien quiere verlo organizamos una proyección. Pero si esto llegara a publicarse, cosa que dudo, aunque me gustaría, me serviría de las preguntas y respuestas de mi conversación con Asier Aranzubía, publicadas en el número 5 de Materiales por derribo, número que regalé a Gustavo Bueno Sánchez.
En el año 71 estudiaba la carrera de Económicas en la Complutense y simultáneamente, ese mismo año 71, comencé a escribir crítica de cine en la revista Reseña, de los jesuitas.
Pero quiero detenerme un instante aquí, para contar algo no carente de significación. Como seguramente sabréis en la carrera de Económicas se estudiaba el primer año una asignatura que se llamaba Fundamentos de filosofía, y esa asignatura la impartía Paulino Garagorri, uno de los ilustres discípulos de Ortega. Pues bien, el libro que teníamos que leer era El espectador. Y, como yo sabía que Garagorri era cinéfilo, e incluso había colaborado en la revista Objetivo –revista española de los años cincuenta que estaba próxima al Partido Comunista–, recuerdo que en el examen le conté todo lo que sabía de la revista, que duró pocos números, cinco exactamente, sino me equivoco. Y me puso nota.
Pero, años más tarde, cuando yo terminé la carrera, al hacer los cursos de doctorado, empecé a hacerlos en los de Filosofía, y uno de los profesores era Santesmases. Recuerdo que el primer día de los cursos quiso saber nuestros antecedentes, lo que habíamos leído de Ortega y cosas así. Yo le conté mi anécdota de estudiante de Económicas y mi experiencia en el examen de Garagorri. Y creo que le sorprendió a Santesmases lo que le dije, aunque creo que no sabía de qué hablaba cuando le mencioné la revista Objetivo, porque si no, no me hubiese preguntado qué era eso de Objetivo. Pregunta a la que respondí, claro. Con la brevedad que las circunstancias requerían, obviamente.
Lo cuento porque el cine y la filosofía se cruzaron para mí en más de una ocasión, de un modo parecido: por azar y circunstancias.
Vuelvo a donde inicié el rodeo por el recuerdo de la revista Objetivo.
La primera crítica que publiqué en la revista Reseña fue sobre Queimada, la película de Pontecorvo. Era una crítica de quince líneas, que formaba parte de otras críticas de igual extensión en un mosaico que ofrecía diferentes puntos de vista, o valoraciones críticas, de distintos colaboradores, entre los que estaban, además de jesuitas varios (Norberto Alcover, Manuel Alcalá, Miguel Ángel Pérez Gómez, Luis Urbez…) personas como yo, o José Luis Garci y su amigo Carlos Pumares, Julio Pérez Perucha, entre otros.
Lo más gracioso es cómo empecé a escribir en Reseña. Le contaré breve y rápidamente.
Yo había ido al Festival de Valladolid acompañado por una amiga. Allí, moviéndonos por la sala de prensa recogiendo la información que el Festival ofrecía, se le acercó Norberto Alcover, no a mí sino a ella, mi amiga, y entabló conversación con ella. Bla-bla-bla-bli-bli-bli. Yo estaba ligeramente apartado, viendo lo que pasaba. No sabía quién era el tipo que se le había acercado, si jesuita o un “mero-mero-del-ligoteo-que-quiero”. No lo sé. El caso es que me acerqué y M. me presentó. Era Norberto Alcover que la había invitado a ella, no a mí, a escribir en la revista. Ella aceptó y ambos recibimos la información de la próxima reunión de colaboradores, una vez pasado el Festival. A la que yo asistí, ni corto ni perezoso. No sé si estaba invitado o no. Pero fuimos los dos. Y acepté escribir lo dicho sobre Queimada, una película que no me disgustaba, pero poco tiempo después la criticaría como uno de tantos modelos de Ficción de Izquierdas. Pero de nuevo me anticipo. Haré una nueva y breve digresión. Y seguiré.
La llamada ficción de izquierdas fue una noción que consagró Serge Toubiana, en Cahiers du cinéma, n° 275, en 1977, pero que había introducido Jean Narboni en el n° 210 con su crítica a Z, de Costa-Gavras. Critique assassine la llama Antoine de Baecque en su Histoire d´une revue II. “Ce texto introduit un nouvel ennemi aux Cahiers: la “fiction de gauche”, pág 361.
Que quede claro, para los que duden de la materialidad de mis recuerdos. El tiempo pasa muy deprisa. Estamos en el ultraizquierdismo maoísta de los Cahiers, un periodo que duró entre el 71 y el 74, o, casi más precisamente, desde mediado el 1971, con el artículo de Jean-Louis Comoli, Técnica e Ideologíe, n° 229, de junio del 71, hasta junio del 74, n° 250, en el que Serge Daney y Serge Toubiana lanzan la proclama: “regreso al cine, reencontrar la especificidad de la revista”.
Otras críticas que publiqué en Reseña en el año 71, fue la de Taking Off (1970), de Milos Forman; Muerte en Venecia (1970), de Visconti, otro texto incluido en una crítica mosaico de varios colaboradores; O salto (1967), de Christian de Chalonge, con participación en el guion del español Roberto Bodegas, además de ayudante de dirección, que haría luego Españolas en París; Una crónica de la XIII Semana de Cine en Color de Barcelona, en la que recuerdo sobre todo tres títulos: Rendez-vous a Bray, de Delvaux; Lenz, de George Moorse; y Os deuses e os mortos, de Ruy Guerra, las tres del 70; El hombre oculto, (1970), de Alfonso Ungría; El círculo rojo, (1970), de Jean-Pierre Melville. Del año 72, solo citaré una película que me interesó mucho: La estructura de cristal (1969), del polaco Krzystof Zanussi. Con ella termino. Un par, o tres, de ellas, las reproduzco en mi libro Al hilo del origen.
Quizá sea este el momento propicio para evocar el comienzo de mi amistad con Mario Onaindía. Lo haré brevemente. Tras El proceso de Burgos, Mario abandonó la ETA. El PSOE lo acogió y le puso una Fundación, llamada Viridiana. Mario había estudiado Filología (creo que inglesa, aunque no estoy seguro), y quiso hacer la tesis para doctorarse en cine. Eligió hacerla sobre el guion, para lo cual eligió hacerla sobre la película de Billy Wilder, El apartamento (1960), y la tituló: El guion clásico de Hollywood, editado en 1996. Pero para escribirla necesitaba, entre otros libros, un libro que no encontraba. Lo buscó por bibliotecas y entre la crítica nacional. Y no conseguía encontrarlo. Muy sorprendido se lo comento a Socorro, esposa de Miguel Bilbatúa, y que trabajaba en la Fundación Viridiana. Socorro se lo comentó a su marido, Miguel, preguntándole si conocía a alguien que pudiese tener el susodicho libro, que no era otro que Ensayos sobre la significación en el cine (1972). Como quiera que M. Bilbatúa y yo nos conocíamos y trabajábamos juntos en el programa de televisión Fila 7, no dudó en responderle que hablase conmigo. Le dio mi teléfono y Socorro me llamó. Ni que decir tiene que a su pregunta respondí que claro que sí, que yo tenía el libro en cuestión, no editado en España, pero sí en Hispanoamérica, concretamente en la Editorial Tiempo Contemporáneo, de Buenos Aires. Al oírme, Socorro se alegró un montón y, supongo, que con idéntica alegría se lo comunicó a Mario. Éste me llamó y nos citamos. Yo le presté el libro de Christian Metz, que utilizó para redactar su tesis. A partir de ahí, se inició nuestra amistad. En colaboración con la Universidad Autónoma, Viridiana organizó, tiempo después, un Curso de Historia y Estética del Cine en el participamos muchos críticos del momento. También participé con Mario y otros en alguna mesa redonda, que no recuerdo con motivo de qué, pero que dio lugar a la foto con él, que conservo.
10
En el año 72 me fui a vivir en París. Llegué –llegamos– el 22 de julio de 1972. Para el viaje aprovechamos la invitación de un amigo que hacía su viaje de novios viajando en coche por Europa. Hablo en plural porque fui con una amiga, por entonces más que amiga.
Y, como sabéis, el año 72 es el año de la publicación de los Ensayos materialistas. Una obra fundamental del materialismo filosófico. Pero una obra que que yo no conocí hasta mucho después.
En ese año yo estaba inmerso de hoz y coz en otro tipo de materialismo, un materialismo, llamémosle, fílmico, el materialismo de la película Tout va bien, de Godard, que se estrenó en ese año 1972. Y fue todo un acontecimiento. Con ella, Godard volvía a la industria y dejaba atrás su experiencia militante en el llamado grupo Dziga Vertov.
Godard, junto con Barthes y Althusser, básicamente, y con ellos los textos de Cinéthique y Cahiers du cinéma. Esta última atravesaba su período ultraizquierdista. Ellos constituían el único materialismo que ocupaba casi todo mi tiempo. El resto ya supondréis en qué lo ocupaba.
No vacilo, ni reniego, en reconocer que, como interesado en el cine, soy hijo de la Nouvelle Vague y, en particular, de Godard. Godard era mi cineasta de referencia. Sé de sobra que hoy, Godard levanta toda clase de irritaciones, sarpullidos, y cabreos mil, pero para mi generación fue/era el cineasta que nos motivaba más. Por lo menos, para algunos, aunque no para todos.
No reemplazaba, por supuesto, a los clásicos norteamericanos. Pero naturalmente, películas como Á bout de soufflé (1959), Vivre sa vie (1962), El desprecio (1963), Alphaville (1965), Pierrot le fou (1965), o La chinoise (1967), entre otras, forman parte de mi intensa formación cinéfila y de mi gozosa educación sentimental. Tanto como Ford, Anthony Mann, u Orson Welles, o Kurosawa, Mizoguchi y Ozu…, y tantos otros, si no más. A los que conocí bien en fabulosos ciclos completos (o casi) en Paris, sin la discontinuidad que imponía la exhibición en España.
He mencionado a Orson Welles, y hay algo que me viene espontáneamente a la memoria y no me puedo callar; aunque me refiera algo más adelante de un modo somero al libro que ahora citaré. Se trata de una cosa que me contrarió bastante al leer el libro de Pozo Fajarnés, Filosofía del cine. En la página 139, primer párrafo. Entre paréntesis, afirma que: “(un ejemplo clarificador es el de la primera vez que, en una película, se pudieron ver fotografías de prisioneros –algunos vivos, pero la mayoría muertos y amontonados– de los campos de exterminio nazis. Fotografías realizadas por los que liberaron esos campos tras el final de la Segunda Guerra Mundial. Esa primera vez, en la que pudieron verse en la pantalla de cine, fue en la película, de 1961, Vencedores y Vencidos, de Stanley Kramer)”. Metedura de pata que es de chupa pan y moja.
Ya sé que todo lapsus es disculpable y todos incurrimos alguna vez en ello. Pero a mí, lo confieso, me contrarió un montón, precisamente por la importancia del libro –soy un cinéfilo en absoluto mitómano, pero algo maniático con la precisión informativa–, y no entendí como teniendo la infinidad de amigos que tiene Pozo Fajarnés, todos más o menos cinéfilos puros, y que, habiendo leído el libro con anterioridad, no le advirtieran del error que cometía al escribir que “Vencedores y Vencidos había sido en el año 61 la primera película en la que se ven fotografías de prisioneros amontonados de los campos de exterminio nazis”.
Un error que delata, o bien un descuido historiográfico mayúsculo, o bien el desconocimiento, más grave aún, de la película que Welles realizó con el afán de proseguir haciendo cine tras películas como Ciudadano Kane (1941) o El cuarto mandamiento (1942); queriendo decir, en suma, que podía asumir el modo industrial de los Estudios, aunque no mercadear con sus convicciones. Pese a sus buenos propósitos, no le quedó más remedio que aceptar la masacre del montaje de las imágenes referidas al exterminio nazi y que la censura estadounidense redujo a su mínima expresión. Cualquiera que haya visto la película conocerá esta mínima expresión.
Vale que Pozo Fajarnés se olvide de Noche y Niebla (1955), el cortometraje de Alain Resnais, el nacimiento del llamado cine moderno, o el largometraje Kapó (1960), de Gillo Pontecorvo, por ser europeas. Pero lo que no se puede perdonar es que se olvide de El extraño (1946), de Orson Welles, masacrada en sus imágenes por la censura estadounidense, y a quien, ahora, se le niega el primer puesto en la lista de nombres de Hollywood en hablar de los campos de exterminio nazis. A la que sigue Verboten! (1958), de Samuel Fuller, un facha según cualquier tardofranquista, presumiblemente cinéfilo. Luego vendrán Ford, que rodó el juicio de Nuremberg, George Stevens, Alfred Hitchcock… &c, &c., que montaron las imágenes hiperconocidas de los cadáveres amontonados, y, naturalmente que sí, también Stanley Kramer. Pero éste no fue, ni muchísimo menos, el primero en hacerlo. Digámoslo alto y fuerte, no en menoscabo de la importancia de la película de Kramer, que tiene su mérito y es una notabilísima película, sino en legítima memoria de quien era un ilustre projudío y padeció los rigores de la censura estadounidense al abordar el asunto de los criminales nazis, junto a Edward G. Robinson uno de los mayores antinazis de Hollywood y grandísimo actor. Esto es lo que me ha venido a la memoria y no he querido aplazarlo. Terminaré recordando una frase que dijo Orson Welles con motivo del cambio que efectuó al final de su adaptación de El proceso –que supongo conocerán–, la novela de Franz Kafka. Al preguntarle un espectador por las razones de tal cambio en la película, culminó su respuesta diciendo: No soy judío, pero todos lo somos después del holocausto (en el documental La mirada de Orson Welles (The Eyes of Orson Welles, 2019), de Mark Cousins, minuto 48:56, en un debate sobre El proceso y su adaptación a la pantalla.)
Como espectador atento, desde la masacre de Munich de 1972, y habiendo visto, si no la totalidad de películas –cosa harto difícil– sobre este tema del siglo, buena parte de ellas, el hecho de que Pozo Fajarnés, a quien aprecio como persona, filósofo, y cinéfilo, no citase a Orson Welles, me sorprendió y contrarió lo suyo. Dicho queda, para bien y para mal.
Sigamos: Iba a decir que creo que la mayoría de los cinéfilos de mi generación enfermamos de “godarditis”. Así es. Y no hay nada que hacer. Ni siquiera arrepentirse. Yo no me arrepiento. Las horas que pasé viendo a Godard estuvieron bien aprovechadas, aunque no sirviesen para nada. Pero, en la vida, salvo la vida, nada sirve para nada, y tengo mis dudas acerca de si la vida sirve para algo, salvo para vivirla, vivirla a tope, aunque no a toda velocidad.
Pero París no era sólo solo Godard, ni muchísimo menos. París era una filmoteca que no se acababa nunca, parafraseando el título de la estupendísima novela de Vila-Matas. París no se acaba nunca, y que, además transcurre en las mismas fechas a las que aludo, casi iguales a las que viví, mes arriba, mes abajo.
Y hacía presentes a muchos otros: desde Ford, Antonny Mann, Douglas Sirk, Jacques Tourner, Yasujiro Ozu, Mizoguchi… y Buñuel. Todas las semanas se podía ver a Buñuel en cualquiera de los cines del Barrio Latino. El Perro andaluz la vi como introducción a muchas de ellas, ni siquiera sé las veces que la vi.
Es una vergüenza que Buñuel no forme parte del imaginario de los españoles. Berlanga es quien lo ha reemplazado. Pero a Buñuel se lo han apropiado los franceses, como a Picasso. Listos ellos, pusilánimes, nosotros. Porque –hay que decirlo– Buñuel es tan nuestro como el gran desconocido que es entre nosotros. Una paradoja más de nuestro país.
Y los españolitos tan tranquilos y contentos con su europeización, aceptando sin rechistar su desindustrialización a favor de Alemania y Francia, tragándose la leyenda negra a favor de Holanda, y dejándose invitar a lo que sea, con tal de ser robados, entregando lo que sea, llámese Ceuta, Picasso, o Buñuel. Lo que sea, con tal de que nos sea robado. Ya he comentado lo de la exministra que no duda en proclamar a los cuatro vientos, siempre que se le ocurre, que Ceuta debe ser devuelta a Marruecos, aunque jamás haya sido suya. El desprecio que siento por ella me impide repetirlo. Además de pusilánimes, masoquistas. Todo bajo la máscara del panfilismo que se ofrece como equitativo, justo, yo que sé qué. El pensamiento Alicia para engaño de todos los españoles.
Como no queda mucho tiempo diré, rápidamente, que Buñuel siempre me recuerda, entre otras muchas cosas, lo de “ateísmo esencial” de Gustavo Bueno. Solo que él, Buñuel, lo señaló a su irónico y coloquial modo, diciendo: soy ateo por la gracia de dios. Frase que a todo el mundo le parece un chiste. Pero que, a mi juicio, es bastante más que un chiste. Para mí siempre ha significado lo que Gustavo Bueno quiere decir al afirmar su definición de ateísmo esencial. No me explayaré en ello. Me basta con decir que es el modo de ser ateo asumiendo la tradición, entiéndase racionalidad, católica. Ni más ni menos. ¿Filosofía mundana del cineasta? Lo que quieran. Claro que sí, Buñuel es un gran filósofo, pese a quien pese, mucho más y mejor filósofo que otros que presumen de serlo. No citaré nombres. Por citar una sola película: ¿no es todo un tratado de filosofía El ángel exterminador (1962)? ¿Y qué me dicen de La vía Láctea (1969)? ¿Y qué de El fantasma de la libertad (1974)? Al apropiárselo los franceses sabían muy bien de lo que se apropiaban. Yo propongo –es un decir– desde estas líneas que la Fundación rescate de sus garras a Luis Buñuel y lo erija como uno de sus patrones, junto a Benito Jerónimo Feijoo y Baruch Espinosa.
El olvido de Buñuel como cineasta del siglo ¿cómo puede calificarse? ¿Un modo cultural de tardofranquismo o simplemente puro franquismo? Que me lo digan los más ilustres socialistas, por ejemplo, el ínclito charlatán y catedrático en Berlín, Ignacio no-sé-qué; o cualquiera del social y demócrata PP. ¿Lo conocerán?, me pregunto. De los demás ni hablo, lo han mostrado en sus más recientes textos, muy atentos a las series americanas o poniéndose a la sombra de Maquiavelo. Díganme cómo puede olvidarse el olvido nacional de don Luis Buñuel ¡¡¡Átenme esta mosca por este otro rabo!!! Y díganmelo, por favor.
Por cierto, ahora que se me ocurre: ¿Tiene Luis Buñuel una calle o glorieta o simplemente plaza, en Madrid? Y no me digan nada sobre los Estudios Buñuel. Que no se parecen en nada, digamos, por ejemplo, a los Estudios Churubusco, de México. Absolutamente en nada.
Pero sigamos, que ya queda menos.
Yo asistía casi a diario al Palais Chaillot, en la Place de la Porte Maillot, donde estaba la Cinemateca, cuya primera sesión diaria era a las tres de la tarde y la última a las diez de la noche. Aparte estaban todos los cines del Barrio Latino y el resto de la ciudad. Allí consumí cine, no quiero decir compulsivamente por la connotación de irracionalidad que conlleva la palabra. Pero mi formación cinematográfica la cifro en París.
El cine fue la causa básica, o pretexto básico, como se prefiera, para autoexiliarme en París.
Debo decir que un año después, en septiembre de 1973, tuve la posibilidad de entrar a trabajar en Le Centre de Recherche et de essais cinematographique de la Televisión Francesa, pero el golpe de Pinochet, en Chile, me lo impidió.
París se llenó de chilenos y uno de ellos ocupó el puesto que yo habría ocupado. La persona con la que tenía que firmar el contrato se disculpó y me pidió que lo comprendiera. A regañadientes, pero lo comprendí. Y, es más, lo acepté; no encantado, pero lo acepté.
Fue mi sacrificado y silencioso homenaje al asesinato/suicidio o suicidio/asesinato, tanto monta-monta tanto, de Salvador Allende. También a mí Pinochet me asesinó un poco; mató un trabajo que me apetecía, aunque al no haberlo realizado no tengo ni idea de en qué hubiera consistido.
Pero, volviendo al principio de mi estancia en París, uno de mis primeros recuerdos, e imborrable de mi memoria, es la masacre de Munich, llevada a cabo por Septiembre Negro, la organización terrorista palestina, a principios de septiembre de 1972.
Me veo leyendo el periódico del 5 de septiembre en el café de la plaza Palais Royal, donde solía desayunar a menudo, y no daba crédito a lo que leía. Hacía menos de tres meses que estaba en París y fue una de mis primeras impresiones políticas allí recibidas.
No hacía tanto tiempo que en Madrid yo había leído Reflexiones sobre la cuestión judía, de Jean-Paul Sartre; y también La cuestión judía, la respuesta de Marx a Bruno Bauer. Pero, la lectura de esa noticia en la prensa de aquel día es lo que no se me olvida. El antisemitismo, o la judeofobia, siempre me ha parecido el mal perenne de la llamada modernidad. Y la Shoah su peor manifestación en el siglo XX. ¡El horror de los horrores!
Supongo que habrán visto la película Shoah, de 9 horas, y pico, de Claude Lanzmann, la película imprescindible de nuestra época. Recordad lo que he contado y dijo Orson Welles, líneas atrás.
He dicho que llegué –llegamos– a París en julio del 72. Nos instalamos en casa de una amiga de mi compañera, que trabajaba en la Biblioteca Nacional, la antigua, la de la rue Richelieu. La amiga vivía en la rue Louvois, una diminuta calle entre la calle Richelieu y la rue Ste. Anne, justo al lado de la entrada a la Biblioteca, muy cerca asimismo de la Plaza de la Ópera. En pleno centro de París. Como nuestra amiga trabajaba en la Biblioteca Nacional y tenía bonos de comida, comíamos allí, en el comedor de los empleados de la biblioteca.
Pero lo más importante, que debo decir, es que esta amiga había estudiado Filosofía, en Lyon, precisamente con Deleuze, hoy tan mencionado. Ya sabéis que Deleuze dio clase en Lyon entre el 1964 y 1969, dando clases en diferentes institutos. Nuestra amiga era de Lyon y había estudiado Filosofía con Deleuze. Y hablaba maravillas de él.
Fue la primera vez que oí hablar de Deleuze. Recién llegado a París, en 1972. Deleuze ya había publicado varios libros: Hume, su vida y obra (1952); Empirismo y subjetividad (1953); Nietzsche y la filosofía (1962); La Filosofía crítica de Kant (1963); El Bergsonismo (1966); Diferencia y repetición (1968), Spinoza y el problema de la expresión (1968); Lógica del sentido (1969), y alguna más.
Uno de sus últimos libros, si no el último en ese momento era Spinoza y el problema de la expresión, publicado en 1968.
Pues bien, en casa de nuestra amiga, Marie-Anne, oí hablar por primera vez de Spinoza y de Deleuze. Y eché un vistazo a ese libro.
Fue el primer libro que tuve en mis manos: Spinoza y el problema de la expresión. Pero el primer libro que compré fue Logique du sens (Lógica del sentido, 1969), Les Éditions de Minuit). Lo compré, sí, pero no sabía suficiente francés para leerlo. Y lo aplacé para un poco más adelante.
Leer, lo que se dice leer, a Deleuze no lo leí hasta los años ochenta, con motivo de sus libros sobre cine, que son de 1983, La imagen movimiento, y 1985 La imagen tiempo. Y, tras los libros sobre cine, los otros que leí a continuación. Pero por esas fechas, ya estaba de regreso en Madrid.
Sabido es que Deleuze, fue siempre fue muy cinéfilo, un gran cinéfilo, podríamos decir. No era difícil cruzarse con él en la Cinemateca, o paseando por el Boulevard Montparnasse, o en la cola de algún estreno. Este es uno de los recuerdos recurrentes de mi estancia parisina, junto a los continuos monólogos de nuestra amiga ensalzando a Deleuze, y de paso a Espinosa, pero sobre todo a Deleuze.
Lo que si hice fue ir a escucharle en más de una ocasión. concretamente en la universidad de Vincennes, la Anti-Sorbona del momento, por cuyo bosque que la rodeaba, me paseé más de una vez.
Como seguramente sabréis, Foucault, a quien se le encomendó la creación del departamento de Filosofía, contactó a Deleuze para que se incorporase a Vincennes en 1969, en el momento de su creación. Pero Deleuze estaba muy enfermo y no lo hizo hasta, creo, un par de años más tarde. De tal forma que, cuando llegué a París, en julio del 72, Deleuze ya daba clases en Vincennes.
Y como seguramente también sabréis, Vincennes fue la universidad que se creó como consecuencia de los acontecimientos de mayo-68. Algunos la llamaron la Anti-Sorbona porque hizo de la pluridisciplinariedad su religión. No se necesitaba estudios previos para matricularse, ni bachillerato ni cosa parecida. Tampoco se daban títulos. Recusaba los cursos tradicionales de preparación y los concursos nacionales de investigación. Más que una universidad libre, era libérrima.
Pero era una universidad extraordinariamente bien equipada. No le faltaba de nada. Disponía de las tecnologías más avanzadas para la enseñanza. Había televisores en todas las aulas, por ejemplo, además de cuánta tecnología hiciese falta.
Pese a todo, Vincennes no llegó a constituirse en otro polo básico de mi estancia parisina. Los motivos son muy diferentes. Y contarlos no viene al caso. Pero sí fue una realidad muy próxima.
No asistí a ningún curso de cine. No pasé de ser un visitante circunstancial: yo había hecho ya un cortometraje en 35 mm.
Además, buena parte de los profesores, excepto algunos, eran críticos de Cahiers, a los que conocía de sobra. Recuerdo a Narboni y a Jean Louis Comolli, que daban clases, críticos de Cahiers, acaso los más importantes. Los conocía, porque los leía. Curiosamente, más que a ellos, me interesó escuchar a Deleuze. Pero no le escuché hablar de cine.
Asistí a varias clases de Deleuze, en particular, en las que habló sobre Espinosa. Lo había elogiado tanto nuestra amiga, y con tanto ardor, que no me resistí a la curiosidad.
Sus clases hablaban de la lógica del deseo y la lógica de Espinosa. Creo recordar que fue el rótulo del curso a algunas de cuyas sesiones asistí libremente, sin inscripción de ningún tipo.
Hacía poco tiempo que Deleuze había publicado con Fèlix Guattari, el Anti-Edipo. Compré el libro, claro, pero debo confesar que, en esos años, no lo leí del todo.
La impresión que conservo es que proponía una especie de mística de la esquizofrenia. O erigía la esquizofrenia a nivel de método. O algo así, o parecido. Como si los psicóticos fuesen los nuevos santos del capitalismo. No lo sé. No lo puedo precisar mejor. Dicho con claridad, todo ello me dejó perplejo. Por no decir que no me interesó demasiado. Yo había tenido en Madrid a un amigo que, sin poder afirmar que estuviese esquizofrénico, pero sí sé que estaba en tratamiento psicoanalítico, y que cada vez que besaba a su novia le daban arcadas, entre otras cosas que le pasaban, y su caso no me parecía un ejemplo de nada libresco, si no de mera angustia y sufrimiento, nada más. Recuerdo también que, en cierta ocasión, el amigo con el que viajamos a París, que era psiquiatra, fui a visitar, gracias a él y en su su compañía, el sanatorio de Ciempozuelos de Madrid, donde, a la sazón, trabajaba. Ahora, creo que ya no existe. Pero en cualquier caso lo que yo pude ver allí no me pareció ni libresco ni mucho menos místico, o cosa parecida; fue lo más próximo al horror que vi a mis veinte años.
Deleuze, sin embargo, me interesó años más tarde, con sus libros sobre cine: La imagen-movimiento y La imagen-tiempo, sobre todo, esta segunda parte, o segundo tomo. El primero, con sus continuas referencias a Peirce, el semiótico americano, me resultó muy árido y poco provechoso. No así, el segundo, mucho más claro y concreto.
Pero los dos tomos no constituyen una filosofía del cine, ni de lejos. No lo digo yo. Lo dijo él, Deleuze, en más de una ocasión. Los dos tomos son un intento de clasificación de las imágenes. También lo dijo él. No lo digo yo. Sólo lamento no tener la entrevista para proporcionarles la cita exacta.
De ahí que los baci-yelmos deleuzianos, como los llama en su libro Pozo Fajarnés, siguiendo a Bueno y a Cervantes, no carezcan, a mí juicio, de interés: imagen-tiempo, imagen-acción, imagen pulsión, imagen-afección, &c., &c., &c., o si lo prefieren, etecé, etecé, etecé.
Sus clases eran los martes a las 13.30, en una sala de Paris VIII Vincennes. Hoy en día, tras su demolición en 1986, creo recordar, París VIII Vincennes devino Paris VIII Saint-Denis. Un formidable documental de Virginie Linhart, hija de Robert Linhart, fundador del movimiento maoísta en Francia y profesor de Filosofía en Vincennes, da buena cuenta de ello y testimonia su derribo. También en su libro titulado Le jour où mon père s´est tu, cuenta una de las experiencias-límite de su padre, Robert Linhart, que tras un intento de suicidio optó por quedarse mudo. Hasta hoy, que yo sepa.
Como sabréis a Deleuze no le gustaban los anfiteatros, porque decía que condicionan el intercambio, el diálogo con los alumnos. La sala en la que impartía sus clases era una sala normal, ni demasiado grande, ni demasiado pequeña. Pero siempre estaba abarrotada. Había gente que llegaba a las 9 de la mañana para tener un sitio en las primeras filas, que no eran filas exactamente porque la gente nos sentábamos en el suelo o permanecíamos de pie. Había muchos japoneses pertrechados con sus magnetófonos que constituían todo un espectáculo.
En Vincennes daba clases también Jean-François Lyotard. Con éste, tengo una anécdota. Debo decir, que fui yo el primero en traducirlo en nuestro país. Antes que lo hiciese el famoso Federico Jiménez Losantos, que tradujo, o corrigió la traducción, no recuerdo muy bien, del libro Discurso, Figura, del año 73 o 74, quizá posterior, aquí se publicó en el 80, si no recuerdo mal, y creo que fue el segundo. Yo traduje para la editorial Fundamentos el libro titulado A partir de Marx y Freud, del año 73 y se publicó en Fundamentos en el año 75. También traduje para Fundamentos, colección Cuadernos Prácticos, Lenin y el cine, una recopilación de textos de autores rusos diferentes. Ambos libros los tengo aquí, junto con el Politzer y el de Filosofía coordinado por Muguerza y Cerezo. (Pese a llevarlos en mi bolso no los mostré a los presentes en la sala, ni por extensión a los posibles espectadores de los vídeos. Creedme que lo siento de veras. Fue mi despiste, mi novatada, que yo mismo me infligí, y bien que lo sentí cuando me di cuenta, y aún lo siento).
Con Federico Jiménez Losantos, a quien no conozco personalmente, me he cruzado en dos o tres experiencias curiosas: una, en las traducciones de Lyotard mencionadas; espero no equivocarme, pero creo que fue él el segundo traductor. Pero la primera vez que coincidimos fue en la revista La mirada, fundada en Barcelona por mi amigo Doménec Font, y que duró sólo tres números. Yo aparezco en la mancheta del primero, no en la del segundo, porque tras una conversación con Doménec, decidí no continuar. En ella también figuraba Federico Jiménez Losantos.
Y la tercera experiencia ahí queda: con Los pliegos de producción artística del cine-club Saracosta, en 1975, reeditados años después en facsímil.
El mío, escrito con Carlos Pérez Merinero, como tenía un ejemplar se lo regalé a Gustavo Bueno Sánchez y él ha tenido la gentileza de subirlo a la red. Ahí está como testimonio para el resto de los días. una prueba de los derroteros que recorría en la época, ahí si queréis, podéis verlo y leerlo si os apetece y tenéis humor. Formalmente hablando es una reliquia de mis años 70, concretamente del 75 (“Producción, producto, significación, sentido. Carta abierta al director de cine español”).
Al escribirlo con Carlos Pérez Merinero, yo, influido por París y Tel Quel, propuse escribirlo así, de un modo mallarmeano, por decirlo de un modo rápido. Propuesta que le encantó a Carlos, poeta muy vanguardista en sus inicios.
Antes decía que Lyotard también estaba allí. En Vincennes, pero yo no asistí a escucharlo en alguna de sus clases. Un día pasé por su despacho para decirle que había traducido al español su Deriva a partir de Marx y Freud, así era su título original, y prometerle un ejemplar cuando lo tuviera, además de saludarlo. El lo aceptó con cordialidad y me dijo que sabía lo de su publicación en España. Nada más. Él, Chatelet y Deleuze era la tríada que llevaba el departamento de filosofía, y a los que combatía el maoísta Alain Badiou, y sus compañeros maoístas. También estaba Foucault. Aunque Foucault, después de componer el departamento, permaneció poco tiempo, creo recordar. No se sentía muy cómodo en Vincennes.
Yo solo asistí a las clases de Deleuze, los martes a las 13:30 horas durante el curso 72 y/ó 73, no estoy seguro del año. Creo que fue en el 72, y quizá algún día del 73. No puedo estar seguro de la fecha.
Por lo demás, Vincennes era la libertad absoluta. El maoísmo imperaba por doquier. También la droga. Tanto que una cosa y la otra contribuyeron mucho a destruir la universidad, que muchos de los que estudiaron allí, añoran.
No hay más que ver la película documental de Virginie Linhart hija de un profesor de filosofía en Vincennes, Robert Linhart, maoísta, por supuesto, y que un buen día optó por el silencio, después de una intentona de suicidio. Robert Linhart enmudeció, literalmente y en todos los sentidos. El documental de su hija muestra una imagen suya en esos años.
En cualquier caso, ni Deleuze ni Lyotard fueron los filósofos que presidieron mi estancia en París, y ocuparon mi tiempo. Los dos pensadores que más tiempo me ocuparon fueron Roland Barthes y Althusser, ambos por su repercusión en el cine. El primero, con su abandono del estructuralismo inicial y su paso al postestructuralismo y Althusser con su texto Aparatos ideológicos de Estado. De los dos, fue Barthes el que más me sedujo. Y más me influyó a la hora de escribir sobre cine. Fue su forma de escribir lo que más me sedujo desde su primer libro. En su libro publicado entre nosotros, titulado La torre Eiffel y editado por Paidós en 2001, hay textos sobre el cine, y la imagen en general, muy interesantes y certeros, al menos, yo tengo un buen recuerdo de ellos. Pero el texto de Althusser no carece de lucidez, a mi modo de ver.
Pero no quiero terminar mi evocación de París sin mencionar el recuerdo de Suresnes, el congreso del PSOE celebrado del 11 al 13 de octubre de 1974, y del que me informé mediante la prensa en general y el periódico Le Monde, en particular.
Creo que allí comenzó todo lo que nos pasa hoy. El verdadero tardofranquismo comenzó allí. A la chita callando, pero mintiendo. Y ni tan siquiera lo sospechábamos. Todo estaba ya atado y bien atado, como había dicho alguien muy conocido que los precedió largo tiempo, sólo faltaba esperar unos pocos años para comprobarlo. Y como digo, nadie lo sospechaba, Todo lo contrario. Yo, al menos, no lo sospechaba. No supimos nada de nada. De la desindustrialización que se avecinaba para favorecer a Alemania, del uso de yate Azor, &c., &c., lo del GAL…, en fin. Para qué seguir recordando el envilecimiento total de la nación. Digo esta palabra y me suena raro, no me la creo. Prueba ineludible de cómo estamos. Pero de nada sirve negarlo, u ocultarlo. Recuerdo un día que se me ocurrió pasar por la Librería Española de la calle Monsieur Le Prince y vi sobre sus anaqueles un folleto que exhibía el rótulo Programa del Partido Socialista Obrero Español. Con enorme curiosidad lo compré. Ya en la calle seguí leyendo, y recuerdo que me recordaba a los panfletos del FRAP que tantas y tantas veces ojeaba en la parte de abajo de la librería La Joie de lire, tan radical de izquierdas era que tiraba “pa trás”. Casi me caigo del susto. No me caí. Me fui a donde me fui.
11
A mi vuelta de París, regreso que ignoro por qué lo hice –ya hablé de ello en El boulevard de los recuerdos– estábamos en plena transición. Franco estaba muriéndose y el ambiente político estaba caliente.
A mi regreso de París, decía, digo, que a mi regreso de París lo primero que hice fue buscar una ocupación, un trabajo. Pasó algún tiempo hasta que, gracias a Carmen Frías, que me puso en contacto con José Luis Egea, y pude trabajar como ayudante de dirección de Víctor Erice en una campaña publicitaria de los seguros Mapfre. Fueron un par de meses interesantes. Viajamos a Barcelona y también a Génova. Había que rodar las imágenes en un barco con pasajeros y lo más cómodo era viajar a Génova en viaje de ida y vuelta. Ni siquiera visitamos Génova. Víctor Erice y yo hablábamos de Josep von Stemberg, del que habían puesto sus películas en la 2 de TVE. Víctor es un refinado cinéfilo y una persona excelente. A ambos nos gustaba el cine de Stemberg.
Pero… ¿Cómo conocí a Carmen Frías? ¿Y cómo conocí a Carlos Pérez Merinero? Dos relaciones muy importantes que tuve, alimente, y desarrollé durante largos años, hasta que se diluyeron por razones diversas ¿Cómo? Este es un hueco en ni memoria que no alcanzo a comprender. ¿Cómo he podido olvidarlo? ¿En qué lugar? ¿Cómo? ¿Con que motivo? No soy capaz de visualizar ese, esos espacios, de uno y otro, ese o esos lugares, en los que hablé con cualquiera de los dos. Me acuerdo, y mucho, de las veces en que Carlos y yo visitábamos la casa de Carmen y Raúl, su pareja, en la calle Diego de León. Pero no recuerdo el momento originario, en que los conocí. Así es la memoria.
Me tengo que conformar con decir que, a mi regreso de París, y tras conocer a Carlos –digo solo Carlos y no los Merinero, porque a David, su hermano, lo conocí más tarde, ya que estaba en la mili en el Sáhara– escribimos juntos un texto titulado Producción, producto, significación, sentido, editado por el Cine-club Saracosta, de Zaragoza.
Recuerdo que estaba en Madrid cuando recibí una invitación del susodicho Cine-club para participar con mi primer cortometraje, Desde el paisaje, en una Semana de cine en pequeño formato que querían celebrar. Al tiempo que me invitaban a escribir dos textos: uno el ya citado, Pliego de producción artística, y otro una ponencia para leer en público que titulamos Orden en la sala. Escribimos estos dos textos en la cafetería Hontanares, situada en la Avenida de América esquina a Francisco Silvela. Esto fue en el verano del 75. Escribimos el pliego, la ponencia y, además un guion titulado Temas de conversación. El momento político era caliente, muy caliente; lo aludo en un capítulo de mí libro Al hilo del origen, publicado en Sangrila, a principios de 2023. El capítulo se titula Sin playa bajo los adoquines. Y no repetiré aquí lo que ya señalo en él.
Hacia marzo del 76, o quizá un poco antes, fue cuando me adscribí a la LCR, al troskismo; no a la LC, que también existía en una onda política similar, aunque no sé si también formaba parte de la IV Internacional. Franco había muerto en noviembre del 75. Y el Referéndum de la Reforma política se celebró del 15 de diciembre de 1976; en él, la LCR llamó al boicot. El 24 de septiembre de 1977, se legalizó la LCR. Poco antes, el 9 de abril se había legalizado el PC.
Uno meses antes, en abril, del 76 se llevó a cabo las llamadas famosas fugas de Segovia, entre cuyos fugados había cinco militantes de la LCR. Fue por este motivo por lo que fue un año que nos pasamos hablando en la “mole” –le llamábamos “mole”, para diferenciarnos de las células” del Partido comunista–, una “mole” del cine, que componíamos 4 personas: la montadora Carmen Frías, fallecida recientemente; su pareja y ayudante de montaje, Raúl García; un pintor, Jaime Gil, del que no sé nada y me gustaría saberlo; y yo. Fue un año en el que hablábamos continuamente de las Fugas de Segovia, entre otras quisicosas políticas.
Fue un momento en el que Ernest Mandel y la revista de la IV Internacional, Imprecor, constituían mis lecturas fundamentales. Además de los libros de política, un libro de Mandel me atrajo especialmente. De los primeros, recuerdo De la Comuna a mayo 68, Introduccion al marxismo, Respuesta a Althusser y Ellenstein, entre otros. Y el que me llamó poderosamente la atención, se titulaba, –y se titula, claro– Meurtres Exquis. Histoire sociale du roman policier. Lo encontré en París, en una librería de la rue Mouffetard, en uno de esos viajes que hacía año tras año. Me sorprendió tanto coincidir con Mandel en el interés por la novela policíaca, que lo compré sin vacilar. Es un libro que se publicó originalmente en inglés, y se tradujo al español en México. Hay otras varias traducciones. La edición que yo conservo junto al Politzer, es la francesa del año 1986. Yo, como digo, había vuelto de París, pero no dejaba de visitarlo un par de veces al año: en Navidades y en verano, exactamente a finales de agosto y primeros días de septiembre. Esto ha sido una costumbre que he mantenido hasta hace relativamente poco tiempo, para ser precisos hasta el año 2012, en el que mi vida tuvo que cambiar.
(Entre paréntesis diré, que Raúl fue el primer militante de extrema izquierda que yo conocí que se hizo musulmán, se hizo mahometano, en suma, y ahora creo que vive en Andalucía, con harén y todo, al parecer.) Cosas veredes… dijo el clásico, ¿no?
Decía que en la mole de cine éramos cuatro, ni uno más ni uno menos. Y nos reuníamos todas las semanas, salvo situación excepcional. Además, una militante –chica/colega– acudía a la reunión cada dos semanas y nos informaba de cuanto proponía la dirección, cuyo secretario general era Jaime Pastor. Ese primer año, 1976, las Fugas de Segovia, nos mantuvo atentos y preocupados. La chica-colega que nos visitaba se llamaba –y se llama– Cristina Losada. Después de mucho tiempo de no saber nada de ella, la escuche para mi sorpresa en la tertulia de la actual emisora Es radio. Durante algún tiempo pensé en contactarla. Pero, ganó la pereza y nunca lo hice. Que el pasado siga siendo pasado y no aparezca en el presente, me dije. Reconozco, no obstante, que hubiera estado bien reencontrarnos. Pero nunca he practicado el copinage, o amiguismo, dicho en román paladino.
Pero mi militancia en la LCR duró poco. Con motivo de las primeras elecciones, en 1979, el 1 de marzo, si no me equivoco, la LCR se presentó a las elecciones. Algunos creíamos que no debía hacerlo. Pero la política es la política, y yo decidí dedicarme a mi vida personal. Poco tiempo después de las elecciones, dejé la organización; que así le llamábamos: la organización.
Me dediqué a cultivar mi intemperie política, a la ya que he aludido páginas atrás. Empecé por ponerle nombre a esa intemperie: la bauticé abstención. Y en ella, la abstención, me he mantenido durante mucho tiempo, prácticamente hasta hoy. En cierta ocasión, voté, pero no recuerdo con motivo de qué, o la causa que me impulsó a votar, ni en que año fue. Los políticos españoles sólo me han demostrado su desinterés por la cosa pública, que su única habilidad es la mentira y su única ambición el dinero. Y que nadie me diga que hay excepciones, y que patatín-patatán. Mandé a todos a la mierda y allí los dejé per secula seculorum. Hasta más ver. A ver si un día lo veo.
En 1978 más o menos, comenzó la aventura de Contracampo, la revista de cine que creó Paco Llinás y nos reunió en ella a un grupo de amigos, no identificados, ni de lejos, con el PSOE. E hicimos la revista el tiempo que pudimos. Sin subvenciones de ningún tipo. Los poderes, estuviera quien estuviere, nos la denegaban continuamente. En mi último libro, Al hilo del origen, a raíz de un recordatorio, u homenaje, a Paco Llinás con motivo de su muerte, cuento algo de esos años. No me entretendré, en ellos, ya que esto se alargaría demasiado. No hace falta decir que estoy muy contento de haber escrito este texto que encabeza el libro.
Ya queda menos. Pero antes de acabar debo decir algo sobre Fila 7, el programa de la Segunda cadena de Televisión española en el que trabajé durante tres años, mes arriba mes abajo, y que dio comienzo en el 83, después del triunfo del PSOE.
No obstante –disculpadme–, pero, previamente debo decir, y subrayar, algo de suma relevancia para mí, algo en lo que cifro para mis adentros como el descubrimiento absoluto de Gustavo Bueno Martínez: una lectura que provocó en mí los efectos que provocara años atrás el librito de George Politzer. Con la diferencia que no fue un libro, sino una revista, El Basilisco, y no por la revista, sino por un artículo publicado en la revista. Era el número 13, de noviembre de 1981 a junio de 1982. Yo debí comprarlo a principios del 82. ¿En dónde? Creo que en la librería Antonio Machado, o en la librería del Centro de Bellas Artes, cuyo nombre no recuerdo, o en la librería Pasajes, no sé. No puedo acordarme con precisión. Y el título del artículo era «Psicoanalistas y epicúreos. Ensayo de introducción del concepto antropológico de “Heterías Soteriológicas”». Para alguien como yo interesado en el psicoanálisis y con algún amigo psicoanalista, fue un texto que me deslumbró con la potencia de un rayo. A partir de ahí me interesó su autor, aunque no era fácil encontrar en Madrid la revista El Basilisco. Tampoco los libros de don Gustavo: Etnología y utopía y ¿Qué es la filosofía? (1995) fueron los dos libros que leí por esas fechas, los años noventa.
Junto al artículo Psicoanalistas y epicúreos, debo citar, aunque sea de unos años más tarde, el artículo “¿Qué significa cine religioso?” Este es otro texto que me llamó la atención. Fue en El Basilisco de 1993, el número 15, de la segunda época.
Si el primero fue el psicoanálisis, este segundo texto suscitó mi curiosidad por el materialismo filosófico y su relación con el cine.
En el Festival de Valladolid, de Cine religioso y valores humanos, creo que se llamaba así, había hecho de todo: desde participar en seminarios y conferencias sobre el cine español, a ganar las Espigas de Oro al mejor cortometraje los años 81 y 82. Así que era, hasta cierto punto lógico, que un texto sobre cine religioso, me suscitara interés.
Poco más tarde Televisión: Apariencia y Verdad (2000), libro que me noqueó. Esperaba encontrarme un libro sobre televisión y me encontré un libro sobre filosofía de la dura, cuya primera lectura apenas entendí. Hace tiempo que tengo ganas de volver sobre él. No estaría mal que la Escuela organizase un seminario al respecto, tan importante es.
Pero el origen primigenio, la escena primitiva, de mi curiosidad e interés por Bueno, además de los precedentes ya citados a modo de prolegómenos, fue con la lectura de Psicoanalistas y epicúreos. Aún hoy lo releo con placer y provecho.
En 1983, empiezo a trabajar en Televisión española, en el programa de la Segunda cadena llamado Fila 7, programa de cine, teatro y ópera. De Fila 7 tengo que decir por lo menos dos cosas. Su director fue Manolo Pérez Estremera, que había escrito un libro sobre Cine Latinoamericano, publicado en Anagrama, y efectuada la selección de textos y escrito el prólogo de otro, titulado Problemas del nuevo cine, publicado en Alianza Editorial. Al entrar a trabajar en la televisión, abandonó la escritura sobre cine y se centró en la ayudantía de dirección de multitud de series. Era una persona muy bien considerada en el medio. Un forofo del cine de toda Hispanoamérica. Él nos propuso viajar a menudo a esos países para entrevistar a sus directores y hacer series sobre la Historia de sus cinematografías. Yo, por ejemplo, hice las de Argentina, México y Nicaragua. Otros hicieron la de Brasil o Cuba. Sobre Nicaragua hay que decir que no era posible hacer una serie sobre la historia de su cine, ya que tenía poca historia. Y sólo le dediqué un programa, con la producción de cortometrajes y sus directores. Me sorprendió muchísimo que el llamado Instituto de Cine de Nicaragua no era mucho más que una especie de chabola no demasiado bien equipada. Los directores que entrevisté eran buenos cinéfilos y grandes entusiastas. Ellos fueron los que me informaron de que había sido el chileno Miguel Littín, prestigioso cineasta como sabrán, quien con su producción de la serie sobre Sandino y el sandinismo había arruinado al Instituto y al cine nicaragüense a saber hasta cuándo. Debo añadir, que de Miguel Littin no me extrañó lo más mínimo todo lo que me contaron. Fila 7, y los viajes por Hispanoamérica, supusieron para mí un anticipo a lo que hoy entendemos aquí por Iberofonía.
También viaje a Japón, donde pasé un mes, y entreviste a los grandes del cine japonés del momento: Oshima, Yoshida, Imamura, Susumu Hani, entre otros. Kurosawa se negó a concederme una entrevista, invitándome a conformarme con la rueda de prensa que concedió en el Festival. Digo festival porque fue el año en el que comenzó el Festival Internacional de Tokio, año 86, creo recordar que fue; el año en el que se estrenó la película de Kurosawa, titulada Ran (1985). Allí la vi yo por primera vez, en el Festival. Japón, en fin, culminó lo que me faltaba por completar de mi educación sentimental.
En el marco del programa, aproveché la ocasión para dedicarle a Yasujiro Ozu un monográfico, un reportaje, o documental, de 45, minutos sobre su cine, que titulé Un maestro. Pocos años después, el primer libro que propuse a Cátedra fue una monografía sobre Ozu. Pero, en esas fechas, lo consideraron inviable, por ser un cineasta poco conocido entre nosotros. Me invitaron a elegir otro cineasta, y fue cuando elegí a Akira Kurosawa, mi primer libro sobre cine, editado en 1992.
Diré, para ir acabando, que demoler, liquidar, Fila 7, fue la primera decisión que tomó la ínclita Pilar Miró, muy socialista y demócrata ella, también supuesta cinéfila, nada más desembarcar en la Dirección del Ente. Durante su previo mandato en la Dirección General del Cine, no recibió en su despacho a Paco Llinás, ni a ningún otro miembro de Contracampo, negándose a concedernos una ayuda para que pudiésemos mantener la revista, y ahora, nada más sentarse en la poltrona de TVE mandaba al paro a todos los que hacíamos el programa y a los que no quería ver ni en pintura. Sabía de sobra que no comulgábamos con el PSOE y que no éramos defensores de sus películas, nos gustaba un cine que no se parecía en nada al suyo. Una vez acabado el programa, en el Festival de San Sebastián de ese año, año 86 supongo, en la rueda de prensa, un conocido crítico le preguntó acerca de las razones para la supresión del programa, que era el mejor programa de cine en la televisión y que tan buenas críticas recibía. A lo que respondió, la muy sectaria: “porque en televisión no se debe hacer crítica de cine” (sic). No me lo invento. Testifico, sencillamente. Como testifico que la crítica que se hizo en el programa a su película Wherter (1986), no fue de su agrado. Lo sé. Muy tardofranquista, ¿no les parece? Podría extenderme sobre el particular. Pero ya está bien de recordar a la difunta Pilar Miró. Descanse en Paz y su Dios la tenga en la gloria, bien instalada y en su regazo, cual poltrona, del tal Dios.
“Tales son los hechos, los hechos históricos. Hechos que no encontrará usted en un libro de Historia, pero historia indudable pese a todo”. CG, en El halcón maltés, si no recuerdo mal. Tal cual.
Los protegidos de Pilar Miró, Diego Galán y Fernando Lara, agradecidos ellos, la tengan a buen recaudo en tales cielos. Digo protegidos porque al primero le nombró director del Festival de San Sebastián y al segundo director del Festival de Valladolid, cargo en el que permanecieron la tira de años; ni recuerdo el número de años, muchos. La primera decisión del segundo fue eliminar el Seminario sobre Cine Español que organizábamos los de la revista Contracampo. Estos son hechos históricos… &c., &c.
A mí me complace mucho recordar a sus víctimas, como Paco Llinás, en mi último libro Al hilo del origen. Mi testimonio, ahí queda.
Ella, la Miró, siempre hizo honor a su pertenencia a la caverna generadora del tardofranquismo. En este sentido fue, más que cineasta, una pionera del tardofranquismo, según yo lo entiendo y creo haberlo expuesto, con brevedad, y sin retóricas. En vez del cine, le gustaba el poder.
Es lo que mejor hizo durante su vida, porque sus películas carecen, a mi juicio, del más mínimo interés. Incluida su filmación de la boda del actual rey, si no me equivoco.
Como Leni Riefenstahl, que tuvo todo el poder de un estado a su servicio, Pilar Miró dejó claro que, como cineasta, no era ni mucho menos Leni Riefenstahl, por mucho Estado que tuviera detrás, que lo tuvo, y como persona, eso sí, era tan obediente con quien la mandaba como la otra lo fue con Hitler.
Después de Fila 7, que duró unos tres años, me decidí a hacer la carrera de filosofía. Inauguraba así una de las épocas más alegres de mi pícara existencia. Haciéndola disfruté como un enano. Debo confesar, en honor a la verdad, que no se lo dije a nadie, nada más que a mi compañera, a nadie más. Fue una actividad que no compartí con ningún amigo, una actividad secreta y placentera. Al terminar sí lo hice con alguno, pero no antes. Debo asimismo decir también que nadie, en la carrera, me habló de Gustavo Bueno Martínez. Ningún profesor lo mencionó. Todos, más o menos, eran muy amigos de Javier Muguerza, que asistía a los cursos de verano. Aunque uno de los profesores que tuve en la carrera fue Francisco José Martínez, cuya presencia descubrí con agrado al leer Filosofía y Cuerpo (2005), en un artículo titulado Once tesis acerca de la ontología y ética en la obra de Gustavo Bueno. Pero durante la carrera, no escuché su nombre a ninguno de los profesores.
Cierto que yo asistí poco a las clases presenciales. Prefería estudiar en mi casa siguiendo las estupendas guías que proporcionaba la UNED. Pero sí asistí a numerosos cursos de verano, en Ávila. A casi todos los de filosofía. Y en ninguno de ellos, nadie mencionó nunca el nombre de Gustavo Bueno. al menos, yo no lo oí. Sí entablé una circunstancial amistad con un profesor de filosofía en Zaragoza muy interesado en Deleuze y autor de una breve monografía sobre él, editada en la Biblioteca Filosófica de las Ediciones del Oro. Su nombre lo recuerdo gracias a su pequeño libro que me dedicó y conservo: Juan Manuel Aragües. Recuerdo muy bien que hablamos bastante de la película Atrapado en el tiempo (1993), de Harold Ramis, con Bill Murray, y que él consideraba muy deleuziana. No puedo recordar sus argumentos, pero sí recuerdo la impresión de que no carecía de razón.
Otro profesor que tuve fue Jacinto Rivera de Rosales. Con él hice un seminario durante un año acerca de la Crítica de juicio, de Kant. Lo recuerdo muy bien, aunque creo que ya lo he dicho. Hace poco supe por uno de los vídeos de la Fundación que asistió a un congreso, creo que acerca de Juan de Mariana, organizado, creo, por Pozo Fajarnés, en Talavera de la Reina. Este azaroso encuentro virtual, me sorprendió muy gratamente. No tenía ni idea de que estuviera interesado en Juan de Mariana. La Crítica del juicio, de Kant, desde luego, la conocí en su seminario.
De Santesmases, que también fue uno de mis profesores, ya he comentado el comienzo del curso de doctorado que empecé en Filosofía y la anécdota de Paulino Garagorri. Verlo en el homenaje que hizo la UNED a Gustavo Bueno, con motivo de su fallecimiento, me agradó lo suyo
Pero yo no hice el doctorado en Filosofía. Empecé los cursos de doctorado en la UNED, pero hice los cursos de doctorado en la UAM, y en ella obtuve el DEA en Historia del Cine. La tesis que preveía hacer no la terminé por diversas razones, la principal de ellas fue que Alberto Elena, mi director de tesis y amigo, falleció antes de concluirla. Como ya ejercía de Profesor asociado en la Carlos III, no vi interés alguno en terminarla. No tenía ganas de meterme en la carrera académica. Creo que hice mal; tendría mejor pensión. Pero ¡bah!, pelillos a la mar.
En la vida pocas cosas salen como uno quiere. En realidad, para mis adentros, considero que mi libro Entre adoquines: Cine y mayo del 68 (Sangrila, 2020), viene a ser algo así como la primera parte de la tesis que tenía proyectada: la radical teorización de la crítica de cine, según preveía, más o menos, titularla. Mi intención era llegar hasta el año 1974; en concreto, incluiría, lógicamente, la salida de Cinéthique, en enero de 1969, y seguiría con la posterior radicalización de los Cahiers, el llamado Cahiers sin fotos, entre el n° 241, de noviembre del 72, al n° 250, de junio del 74, en el que se puso fin al cinéfilo militantismo, dicho en pocas palabras. Pero no hay que decir nada de lo que no existe. Cuando exista, lo diré. Y quizá exista algún día. Nunca se sabe.
Si no fuera porque me queda algo por contar, y que quiero contar, creo que, con esta evocación siniestra del tardofranquismo, debida a la socialista Miró, podríamos terminar.
Pero quiero añadir un detalle más relacionado con Gustavo Bueno y el Materialismo Filosófico. Me refiero al detalle que suscitó mi curiosidad, o algo más que curiosidad, que provocó el impulso que me abocó al materialismo filosófico después de dar más vueltas que una peonza. Lo diré brevemente con pocas palabras.
Como he señalado, he traducido a Lyotard, y leído algunos de sus libros; al igual que he leído un poco a Deleuze, no solamente los libros de cine, sino otros, los de Espinosa, también Lógica del sentido, o El pliegue, o ¿Qué es la filosofía?, entre otros; y he visto más de una vez su Abecedario, la entrevista que le hizo Claire Parnet, de unas diez horas, y cuyo DVD poseo, como una reliquia más. Pero en ningún lugar leí, ni en un libro, o en alguna entrevista, o en algo que se le pueda asemejar, ya sea de Deleuze o de cualquier otro filósofo de esos años; en ningún sitio, insisto, leí o escuché el término Symploké, que es el detalle que quería añadir.
El susodicho término, lo escuché por primera vez en un programa de García Tola, de Televisión Española, que se llamaba Mi querido Pirulí. Y que vi por casualidad. Un programa en el que García Tola entrevistaba a Gustavo Bueno y hablaban de un manual de filosofía, que había escrito Bueno junto con otros dos autores, Alberto Hidalgo y Carlos Iglesias, y que había tenido problemas con el Ministerio de Educación.
Esto debía suceder en torno al año 88 o por ahí, no estoy seguro. Lo cierto es que hice intentos por localizar el susodicho manual, pero no lo conseguí hasta años más tarde, bastante más tarde, cuando ya fue autorizado y hasta se había agotado. Lo busqué hasta que acabé encontrándolo. Si no me equivoco, fue en la librería Alcaná, o en otra librería de viejo, donde lo conseguí. Juraría que fue en Alcaná.
Y cuando estuvo en mis manos, lo primero que hice fue volver a leer el Sofista, de Platón, en la versión que tengo, de Gredos, de 1988. Y en cuya página 398, leí el término combinación, que remitía a la nota 147, en la que figuraba –y figura– el término symploké (combinación).
Una vez que supe su significado me di cuenta de la diferencia entre Gustavo Bueno y todos los materialistas que, de un modo u otro, me habían interesado: desde los críticos de cine de Cahiers y Cinéthique, hasta Althusser, Deleuze, Badiou, Lyotard, o cualquier otro. Me pareció que ninguno entendió a Platón como lo había hecho Gustavo Bueno.
Yo, tampoco recordaba el término leído tiempo atrás en el Sofista. Ni por asomo, supe lo que leía. Y es el término que, en realidad, señala la diferencia, que distingue a Gustavo Bueno de todos los filósofos del siglo, presente y de los pasados. En una palabra: la genialidad que lo distingue.
La noción de symploké, que Bueno había erigido en un principio básico de su sistema señala la diferencia, esa “diferencia” que tanto buscaba Deleuze, pero que nunca encontró.
Mi aproximación en serio al Materialismo Filosófico inició así su andadura. Con algunas lecturas previas, pero básicamente a partir del programa de la tele Mi querido pirulí. Andadura donde todavía estoy.
Pozo Fajarnés, en su Filosofía del cine, se pregunta (pág. 90): ¿Por qué Deleuze no atiende a la propuesta materialista (existe una pluralidad en el ser) de Platón desechando los demás?
Su respuesta es sencilla, dice así: “porque su modo de ver el mundo, de entenderlo, depende de la nematología racionalista de cuño kantiano”.
Pues bien, dicho así, no puedo sino estar de acuerdo con él. Aunque, para mí la respuesta es mucho más sencilla aún, y diría: Deleuze careció de la perspicacia que Gustavo Bueno tuvo al leer el Sofista, de Platón. Perspicacia en la que radica, y compendia metonímicamente, toda la genialidad de Gustavo Bueno.
Habiéndolo recordado, ya puedo terminar.
Gracias. Muchas gracias, por tener la paciencia y el humor de escuchar, estas mis cuitas. Muchas, muchísimas gracias.