El Catoblepas · número 202 · enero-marzo 2023 · página 6
Teledirigidos
Fernando Rodríguez Genovés
Sobre el «progreso» del homo videns y del espectáculo en el apuntalamiento de la sociedad teledirigida (o comunidad escenario)
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Vivimos en la era del teledirigido, cuando prima el control remoto de las máquinas y de la comunidad de súbditos, gobernada (es decir, que se deja gobernar) por aparatos de Estado, y de los otros, cada vez menos aparatosos, acaso por aquello de la enanotecnología, aunque, sin duda, más efectivos y amenazadores. Y digo «vivimos» si es que a esto se le puede llamar «vivir», cuando, para ser precisos y en rigor, habría que hablar de «televivir», una manera burda de vivir a distancia de uno mismo y de los demás, alejada del vivir en sí y de lo que debería entenderse como vida buena. Y digo «televivir», lo mismo que podría decir «telefuncionar» o «teleactuar». En la sociedad teledirigida en la que vivimos mecánicamente, hombres y máquinas se solapan entre sí hasta llegar a confundirse, pudiendo incluso llegar a fusionarse. El sueño de la sinrazón transhumanoide se hace, virtualmente, reality show.
Asistimos al gran espectáculo de una era que no es como eran antes las eras, o sea, transitorias y pasajeras, cosas del pasado que van de paso en el devenir del tiempo. La era del teleaparato no para, sino que progresa, y ha alterado las coordenadas físicas de espacio y tiempo, y también las mentales; de hecho, estoy por creer que los ingenieros sociales posmodernos que están en la labor han anulado la marcha atrás en la caja de cambios de la historia, una maniobra que, presuntamente, estaría inspirada en «movimientos reaccionarios y regresivos», y les urge bloquear. El progreso está exento de cualquier clase de limitación, de velocidad y de probidad. En primera conclusión, esta es la era del dron, del televidente y del telecupón.
Ayer, el telele tecnológico en la gente era provocado, entre otros artilugios, por el telégrafo, el teletipo, el teléfono y el televisor, dispositivos y procedimientos arcaicos de telecomunicación, como las precedentes señales de humo y el tamtam, que las nuevas tecnologías porfían por poner al día.
Hoy, el medio de información y de comunicación en la comunidad global está en (¿es?) Internet, donde dicen que está todo, aunque vaya usted a saber dónde está la realidad virtual. «En la nube», afirman al alimón el experto y el adicto contumaz al ciberuniverso. Y yo, que no entiendo de esto ni de lo otro, creo que estos neonibelungos están en las nubes, allí desde donde nos contemplan los halcones y los cernícalos, animales rapaces y un tanto okupas: especies invasoras, como las cotorras, obligando a mudarse de lugar a las palomas mensajeras y de la paz con sus palominos. «Ah, y sepa usted esto: lo que no está en Internet es que no es y quien en Él no está, tampoco.», insisten con aire chulesco los forofos blasfemos de la Red de redes. Sea. Mas, de ser así, olvídense de mí. ¡Ah, qué más quisiera yo…!
El teléfono ha sido sustituido por el smartphone, el cual dicen que puede hacerlo todo, y, próximamente en sus pantallas, tendrá que hacerlo usted por necesidad, es decir, por obligación, por orden de la Potestad.
¿Y el televisor? Pues, para ser precisos, tampoco es lo que era. Ahora es, más que nada, pantalla, o mejor, dicho, «telepantalla», una pantalla enorme, un pantallón que cubre la pared del salón, transformado en paredón. Ya lo anticipó George Orwell en la novela 1984:
«La telepantalla recibía y transmitía simultáneamente. Cualquier sonido que hiciera Winston superior a un susurro, era captado por el aparato. Además, mientras permaneciera dentro del radio de visión de la placa de metal, podía ser visto a la vez que oído. Por supuesto, no había manera de saber si le contemplaban a uno en un momento dado. Lo único posible era figurarse la frecuencia y el plan que empleaba la Policía del Pensamiento para controlar un hilo privado. Incluso se concebía que los vigilaran a todos a la vez.»
Esta es la era, en su larga marcha, de la sociedad teledirigida, dejando a la sociedad irreconocible, por no ser ya lo que era de veras (tampoco gran cosa, la verdad), sino un escenario reflejado en la sala de telever (antes, sala de estar), reflejo de las imágenes sombreadas que se proyectan en el paredón de la cibercaverna (antes, hogar). El campo de minas de la telecomunicación, genera mucho ruido lingüístico, algo semejante a hablar a gritos, para que a uno le oigan, y así es difícil entenderse, no digamos, comunicarse.
El «televivir» es una telecomedia en serie, es decir, una teleserie en la comunidad escenario, entidad ayer conocida como«sociedad civil».
2
En la comunidad escenario, el hombre ya no es homo sapiens sino homo videns, expresión ésta que actualizó y difundió con éxito Giovanni Sartori, sirviendo como título de un célebre ensayo publicado en 1997. El pensador italiano pone allí el foco de atención en el fenómeno televisivo, cuando Internet todavía estaba en fase de expansión y no había mostrado aún su papel e impacto en el teledigirismo. El análisis que lleva a cabo en el libro comporta una crítica contundente a la por entonces denominada «pequeña pantalla», sin medias tintas ni discursos funambulescos: «[…] la tesis de fondo es que el vídeo está transformando al homo sapiens, producto de la cultura escrita, en un homo videns para el cual la palabra está destronada por la imagen.»
No cabe en este punto crucial apelar a ambigüedades y tibiezas, recurso muy socorrido en los asuntos más variados, según el cual el problema del asunto en cuestión no reside en su uso sino en su abuso. De este modo, la responsabilidad no recaería en el objeto sino sobre el sujeto. El ardid queda revelado de inmediato al constatarse que las cosas no pueden ser por principio responsables de nada ni el individuo culpable de todo. La televisión sería en sí misma –en definición y en caracterización– la causa del deterioro profundo del lenguaje simbólico y del pensamiento racional en beneficio de la imagen, que, ni sustituye ni suple la palabra abstracta y la actividad cognoscitiva: «el acto de telever está cambiando la naturaleza del hombre.»
He aquí que la tecnología virtual de la tele-visión y el teledirigismo –así como, la tecnología digital que la ampliará hasta límites gigantescos, ahora lo sabemos– se nos escapa de la manos, porque está en su «naturaleza» el expandirse ilimitadamente, sin que la elección o la acción humanas puedan evitar tal fenómeno, y menos controlarlo, porque su objetivo (modelo Frankenstein, el moderno/posmoderno Prometeo) radica, precisamente, en controlar y dominar al hombre, hasta el fin final de destruirlo.
No será porque no haya sido advertida la televidencia, desde hace largo tiempo y en todos los registros y estilos, sean literarios o ensayísticos, desde Mary Shelley hasta, como mínimo, Guy Debord, cada cual a su manera.
En el año 1967, el filósofo francés publica un ensayo de gran impacto e influencia en la historia moderna, cuyo título ha grabado con letras de plomo el fenómeno que aquí glosamos: La sociedad del espectáculo. La palabra «espectáculo» viene del latín spectaculum y significa «medio para ver, presenciar». Acaso marcado por el signo de los tiempos sesentayochistas, Debord despliega su razonamiento hasta la crítica del sistema comercial y mercantil, llegando así a entablar un diálogo estrecho con el marxismo, lo cual no puede extrañar en un autor emblemático del «anticapitalismo» y figura clave de la Internacional situacionista. En cuanto al estilo literario empleado, sólo constatar que es insurgente y activista, así como voluntariamente postizo y equívoco, rasgo característico de una amplia sección del ensayismo francés.
Con todo, Debord identifica con precisión –y avance de lo porvenir, o sea hoy, de la rabiosa actualidad– los principales problemas que anuncian el ascenso y apogeo de la «sociedad espectacular», una sociedad que, en realidad, está dejando de serlo, para transformarse de patio de vecinos en las barriadas a patio de butacas en escenarios de varietés. La degeneración civilizatoria, por su parte, correctamente reconocida, la describe Debord desde la óptica reduccionista deidentificable economicismo, a saber: la infraestructura como determinante de la superestructura. Volveré sobre este asunto.
Baste aclarar ahora que es la primera sección de La sociedad del espectáculo, «La separación consumada», la que interesa principalmente al propósito de este artículo, y, aún más, los Comentarios sobre la sociedad del espectáculo (1988), breve texto que ayuda a aclarar bastante lo enmarañado del ensayo base, además de ponerlo al día.
Dos sentencias del primer ensayo revisten profundo interés para la presente reflexión del tema:
1. «El espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas mediatizada por imágenes.»
2. «[…] el espectáculo es la afirmación de la apariencia y la afirmación de toda vida humana, y por tanto social, como simple apariencia.»
No le falta (parte de) razón a Giorgio Agamben, quien afirma en su Epílogo a la edición italiana del volumen conjunto de La Sociedad del espectáculo y de los Comentarios sobre la sociedad del espectáculo, publicado en 1990: «Sin duda, el aspecto más inquietante de los libros de Debord consiste en el empeño puesto por la historia en confirmar sus análisis.»
Si no en su totalidad, ciertamente aprecio como indudable que algunas partes de ambos libros –lo que entiendo como la entraña de su particular propuesta analítica– exponen unas consideraciones que sintetizan de manera brillante, y, en esta ocasión sí, con una claridad expositiva que se agradece, aspectos sustanciales del dramático momento de conmoción global que está haciendo tambalear la civilización en lo que, por mi parte, denomino su «deconstrucción». La elección del término «espectáculo» como eje de la exposición de Debord –algo semejante ocurría con el ensayo de Sartori– llama la atención del lector sobre la severa y dramática transformación acaecida: de activo ciudadano a pasivo espectador. No obstante, desde la perspectiva presente, tal descripción de lo existente se queda a medio camino de lo que en realidad está sucediendo. Circunstancia nada espectacular. Debord escribe el libro treinta años antes que el de Sartori, por lo que todavía desconoce el advenimiento de Internet y la primacía de la imagen digital, así como la ascensión del smartphone al trono del contacto (no digo «comunicación») interpersonal, dependiente de la lista de contactos de cada cual, herramientas y fenómenos de masas que han alterado el escenario de los hechos.
En honor a la verdad, y a pesar de los pesares, leer (o releer hoy) estos ensayos resulta críticamente provechoso. Reparemos en otras muestras de lo que digo. En Comentarios, publicado en 1990, encontramos momentos de una gran agudeza, como por ejemplo, su crítica de la desinformación (distinguiéndola, oportunamente, de la mentira) y de las ciencias de «la justificación engañosa».
O resaltemos la impresión que produce el hallar párrafos, escritos hace más de treinta años, de este tenor:
«[…]en el caso de la medicina moderna, durante un tiempo pudo hacerse pasar por útil, aunque los que vencieron a la viruela o a la lepra no eran los mismos que rastreramente han capitulado entre las radiaciones nucleares o la química agroalimentaria. Se objeta rápidamente que hoy en día la medicina no tiene derecho a defender la salud de la población contra el entorno patógeno pues eso sería oponerse al Estado o, al menos, a la industria farmacéutica.»
O, en fin, destaquemos esta recapitulación realizada por Debord, cargada de perspicacia, amén de evidenciar un grado depermanente actualidad, verdaderamente, admirable:
«La sociedad modernizada hasta el estadio de lo espectacular integrado se caracteriza por el efecto combinado de cinco rasgos principales que son: la incesante renovación tecnológica, la fusión económico-estatal, el secreto generalizado, la falsedad sin réplica y un perpetuo presente.»
Ahora bien, cuando llega el momento del pormenor, se impone la puntualización:
«La fusión económico-estatal es la tendencia más acusada de este siglo y se ha convertido, como mínimo, en el motor del más reciente desarrollo económico. La alianza defensiva y ofensiva pactada entre el poder de la economía y el del Estado, les ha asegurado a ambos los mayores beneficios en todos los terrenos: puede decirse que cada uno de ellos posee al otro; es absurdo oponerlos o distinguir sus razones y despropósitos. Esta unión se ha mostrado también extremadamente favorable al desarrollo de la dominación espectacular, que precisamente no ha sido más que eso desde el momento de su formación.»
¿Cuál es, a mi juicio, la situación realmente existente? En esencia, lo siguiente:
1) la «fusión económico-estatal» –como, en efecto, ha acontecido– es el resultado de la rendición del mercado y del entramado empresarial al dictado de la política y de la «razón de Estado». No es la razón económica la que marca hoy las estrategias de actuación en el mundo ni la agenda a seguir, sino que la «hoja de ruta» está determinada por el Gobierno mundial, en fase de consolidación (de ahí la Gran Crisis en nuestro presente), con los Gobiernos nacionales como terminales e instrumentos ejecutivos que ponen en práctica las órdenes del Alto Mando; y
2) dicha unión económico-estatal propende, efectivamente, a la «dominación espectacular», pero no al «desarrollo económico» (ni al crecimiento económico) sino a su extrema ralentización, bajo el pretexto de motivos ambientales, sanitarios o de seguridad, perfectamente dirigida y controlada por el Mandarinato. He aquí el beneficio de los Gobiernos (el control total de la comunidad escenario, antes sociedad civil), mientras que el beneficio económico empresarial ya no se funda en leyes del mercado sino en dirigismo político y sometimiento del consumidor practicados por la comunidad de gestores.
¿Adónde ha ido a parar la sociedad teledirigida o espectacular? Yendo más allá de la pasividad del televidente y del espectador (que conformaban antaño lo que fuedenominado «mayoría silenciosa»), el sujeto contemporáneo es eso, un sujeto sujetado; en realidad, teledirigido, pues no se limita a contemplar el panorama sino que interactúa, participa y colabora activamente en el desarrollo de la acción. La sociedad moderna –y, en especial, la posmoderna– ha quedado, sin duda, marcada por la imagen y la apariencia, condicionando la conducta de los individuos, quienes ya no se quedan sentados mirando en el sofá del salón, las gradas del estadio o los asientos de la platea, sino que, con las nuevas tecnologías, han pasado a la interacción, han penetrado en el interior del espejo y de la pantalla, participando en la narración escrita, la ficción filmada o representada en la escena, como un actor más. Tal que Alicia en A través del espejo (Lewis Carroll) o la protagonista de la película dirigida por Woody Allen La rosa púrpura de El Cairo (1985) o los seis personajes en busca de autor recreados por Luigi Pirandello.
¿Qué hace el actor? Pues eso: actuar; es decir, interpretar, encarnar un papel, exponiendo en público (hoy, todo es público) aquello que ha sido escrito en el guión (una traslación «narrativa» de la Doctrina Oficial) y él se limita a repetir en cada función, dejando de ser él mismo (individuo libre y autónomo) para incorporarse al reparto, a la troupe, a la colectividad teledirigida. ¡Vaya tropa! ¡Vaya papelón! He aquí la comunidad escenario.
Este actor sobrevenido se ha aficionado y habituado a los aplausos y los halagos. No actúa por dinero («¡cochino dinero!; ¡niño, eso no se toca!») ni por obligación, sino por devoción a la imagen, a la apariencia, a quedar bien, aser aclamado por el público (parte indivisible de lo público), a no sentirse excluido del grupo y la masa, ni castigado por los cuidadores y tutores del colegio mayor, o mejor dicho, de la granja-escuela en que se ha convertido la sociedad. No hay rebelión en la granja-escuela, pues es obediente el rebaño. Poco ha quedadode la anterior rebeldía juvenil. Hoy, los jóvenes se han hecho tan conformistas con sus mayores (colegio mayor, colegio menor, todos colegas), pues todos han adoptado un comportamiento adolescente, en el que lo guay es seguir los dictados del Poder, de la Potestad, sin protestar, porque los gobernantes y poderosos de ahora son genteguay, que se ponen en el lugar de la gente, y no como los de antes que eran unos reaccionarios y unos rancios.
La ideología ha quedado atrás, también la posideología. Hablar hoy de tendencias y corrientes políticas (de derecha-izquierda, conservador-progresista y cosas así) suena a retórica, aunque muchos sigan ajustados a dicho patrón por hábito, mera rutina y repetición en la tertulia del bar o en WhatsApp. En la realidad virtual en la que vivimos imaginariamente todo es lo que parece y por ese aparece: mera imagen, un mundo como voluntad y representación (¡quién iba a decírselo al bueno de Schopenhauer!), en el que uno es lo que desea ser y se hace con el papel a representar sin pasar por el casting ni la selección previa ni los exámenes. En la comunidad escenario hay papeles para todos, y así todos participan en la misma comedia.
El arte de la Dominación del gobernante, arte de seducción, reside en caer bien al gobernado, el cual ha sido previamente adiestrado en afecciones y adicciones. La técnica básica se reduce al manual de Corrección Política. O sea, en ser cool. El tonto útil de ayer es hoy el tonto del cool.
«La motivación detrás de las observaciones y comentarios ofrecidos hasta ahora ha sido, como indiqué en el prefacio, proporcionar un análisis semiótico de lo que estaba implícito en la afirmación "¡Es genial ser genial!", pronunciada por un niño de trece años –viejo compañero de escuela de mi hija hace más de una década. Ser cool para los habitantes del territorio social contemporáneo que he llamado adolescencia implica saber cómo vestirse para una audiencia de iguales, cómo labrarse una imagen corporal adecuada para esa misma audiencia, qué tipo de música rock está de moda, con qué compañeros pasar el rato.»
Marcel Danesi, Cool: thesigns and meanings of adolescence (1994)