El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas · número 202 · enero-marzo 2023 · página 2
Artículos

El mito de la cultura

Ekaitz Ruíz de Vergara

Reexposición del mito de la cultura desde el materialismo filosófico

1. Planteamiento

cubierta

Prácticamente no hay un día en que la idea-fuerza de la cultura no salte de un modo u otro al debate de la actualidad. A propósito del Mundial de fútbol, un periódico digital ofrecía recientemente el siguiente titular: “Cultura, historia e identidad: Qatar se prepara para albergar el Mundial de fútbol a fines de noviembre”. En él se informa de que “Qatar está utilizando la Copa del Mundo para mostrar su cultura, historia e identidad” a todos aquellos aficionados que hasta ahora probablemente no sabían nada de ella: “por ejemplo, las carreras de camellos, un símbolo y sello distintivo de la cultura qatarí”.{1} También se ha comentado el agudo contraste entre la cultura qatarí y la denominada cultura occidental, no precisamente a propósito de las carreras de camellos, sino a propósito de otros temas más controvertidos como la exhibición de ciertos símbolos prohibidos en el país árabe.

Más cerca de nosotros, las reivindicaciones culturales son también muy frecuentes y arrastran controversias no menores. En algunas partes de España ciertos contenidos que habitualmente se toman como propios o característicos de la cultura española son percibidos con recelo y aun con desprecio manifiesto. Se trataría de una cultura ajena o impostada, accesoria a otras manifestaciones culturales más originarias o auténticas, como bailar el aurresku en Vascongadas o comer butifarra en Cataluña. Así, la cultura vasca o la catalana se presentarán como conflictivamente opuestas a la cultura española o a cualquier otra cultura nacional. También estamos acostumbrados a que las llamadas «fuerzas de la cultura», intelectuales o artistas, reivindiquen constantemente la importancia de la cultura para la educación o para la democracia o para ambas cosas.

Con esta constante reivindicación y exhibición de la cultura contrasta, sin embargo, la infrecuencia de las explicaciones sobre lo que se entiende por cultura. ¿Acaso sería capaz de ofrecer una mínima definición de cultura quien se recrea viendo una carrera de camellos en Qatar o degustando una butifarra en Barcelona? Y, sin embargo, dos cosas en principio tan heterogéneas parecen investidas de una misma autoridad y dignidad en cuanto son calificadas por igual de «cultura». Pero acaso esa autoridad y dignidad se verían algo comprometidas si reconociéramos, como parece obligado reconocer desde un punto de vista antropológico, que también la lapidación de mujeres o la organización de golpes de estado son «cultura» y que estos fenómenos a menudo conviven con los camellos qataríes y las butifarras catalanas en igualdad de condiciones.

La variedad y heterogeneidad de los contenidos de ese «todo complejo» que según el antropólogo Tylor constituye la cultura en sentido antropológico nos obliga a realizar un análisis filosófico para desgranar los diferentes sentidos y funciones de la idea de cultura. Al regresar a su misma constitución como idea y analizar su génesis, la idea de cultura se nos presentará como un mito oscuro y confuso que será necesario triturar y reconstruir desde la perspectiva del materialismo filosófico. 

2. Parte regresiva o destructiva: la cultura como mito oscuro y confuso

La primera modulación histórica de la idea de cultura es la que denominamos cultura subjetual. Es cierto, sin embargo, que esta idea se constituye en latín mediante una traslación del concepto categorial de agri-cultura al ámbito de los sujetos: de la misma manera que se cultivan los campos, se pueden cultivar los individuos o los pueblos. En este sentido lo usará Cicerón en las Tusculanas cuando escriba que cultura animi autem philosophia est («la filosofía es el cultivo del alma»). En este primer analogado intrasomático, la idea de cultura se aproximará casi hasta confundirse con otras ideas como la de formación o educación. Según esta idea, los contenidos específicos a los que se refiere la cultura subjetual cambiarán en función de las épocas y de las sociedades de referencia: la cultura femenina propia de las señoritas de las cortes europeas del siglo XVII incluía saberes como tocar el piano o recitar poemas, pero no tocar el acordeón o saber la demostración de los teoremas de la geometría euclidiana. La idea de cultura subjetual pervive en numerosos enfoques filosóficos y científicos actuales, pero experimenta una profunda transformación a partir del siglo XVIII que nos conduce al establecimiento de la idea moderna de cultura.

Esta idea moderna de cultura, o cultura por antonomasia, no es otra que la idea objetual de cultura. La cultura objetual, aunque sin duda tiene muchos precedentes, constituye esencialmente un producto de la filosofía idealista alemana de finales del siglo XVIII y principios del XIX. Aunque esta nueva idea de cultura desborda ampliamente la tradicional idea de cultura subjetual, también la incorpora a su modo, empezando por el mismo término (otros términos que se han ensayado para la misma idea han probado no tener el mismo grado de funcionalidad). Este proceso, según Gustavo Bueno, tiene un carácter dialéctico: la aparición de esta segunda idea de cultura (la cultura objetual), lejos de dejar inalterada la anterior idea de cultura (cultura subjetual), la modifica hasta convertirla en una modulación secundaria que se confinaría a un ámbito más categorial (psicológico, etológico) que propiamente filosófico. Un paso crucial para la configuración de esta idea moderna de cultura objetual es su conmensuración con otra idea correlativa, de formato igualmente mítico: la idea de Naturaleza. Mientras que la idea de cultura subjetual no se comparaba ni se oponía a la idea de naturaleza, que aún no había sido formulada tampoco en su sentido moderno, la idea de cultura objetual que surge en el entorno del idealismo alemán llevará necesariamente inserta su referencia a la idea correlativa de naturaleza, entendida habitualmente como un mundo envolvente anterior a los hombres y en cuyo seno los hombres no dejan de ser una clase de primates. La cultura, de este modo, adquirirá un valor soteriológico: al ser algo propio y exclusivo de los hombres, al ser una dimensión espiritual que los separa de su animalidad, distinguiéndolos de las bestias, la cultura se erige como una «segunda naturaleza» cuya preservación y difusión se convertirá en un objetivo político de primer orden.

Así, al oponerse metaméricamente (como unidades enterizas enfrentadas) la cultura con la naturaleza, a aquella se le asignará un formato paralelo al de esta: igual que bajo las diferentes manifestaciones «naturales» (terremotos, glaciaciones, divisiones celulares) se advierte la actividad unitaria de una misma Naturaleza metafísica, asimismo bajo las diferentes y variadísimas manifestaciones «culturales» (poemas, sinfonías, sillas eléctricas, naves espaciales) latirá una misma unidad metafísica que se hará corresponder con la idea general de Cultura. A este tipo de unidad, obtenida por lo general mediante invisibles lazos «espirituales», es a lo que Gustavo Bueno se refiere preferentemente mediante la denominación de «mito de la cultura».

Así, la constitución moderna de esta idea mítica de cultura se articula mediante tres procesos o cursos de operaciones. Por una parte, un proceso de paulatina objetivación o sustantivación de ciertos productos «extrasomáticos» (obras de arte, ingenios técnicos y tecnológicos, instituciones jurídicas) que logran disociarse del proceso mismo de su producción y, por lo tanto, del agente que las produjo. Así, la constitución de la idea mítica de cultura aparece indudablemente relacionada con la sustantividad que adquieren esos productos del hacer humano y esa es la razón por la que a menudo la cultura se toma como término sinónimo de arte o bellas artes. Alguien culto será alguien que se deleite admirando esas estatuas o esas obras que se exponen en el museo. Ahora bien, sobre esto Gustavo Bueno hace inmediatamente la siguiente advertencia en la página 71 de El mito de la cultura (séptima edición de 2004), al referirse al segundo proceso que tiene que darse para fijar la idea moderna de cultura:

Pero estas operaciones de hipóstasis, objetivación o sustantificación que van siendo aplicadas a las más diversas «líneas específicas» de la producción humana, en gran medida porque unas van sirviendo de modelo a las otras, aunque pueden considerarse como condiciones previas para la formación de la idea de cultura objetiva, no podrían haber conducido, por sí mismas, a una tal idea (que es lo que sugiere A. Dempf y otros, cuando citan por ejemplo a la obra de Winckelmann, la Historia del arte de la Antigüedad, publicada en Dresde en 1764, como un «precedente» o prototipo de la objetivación de la idea moderna de cultura). La constitución de la idea de cultura requiere, obligatoriamente, la totalización de la integridad de esas diversas objetivaciones o sustantivaciones que han ido produciéndose según líneas especificas (arte, poesía, cerámica, religión, derecho, geometría...), en una unidad sustantiva de conjunto que integra unas líneas objetivas con las otras de tal modo que todas ellas puedan re-aparecer como partes de una entidad nueva, que será precisamente la que recibirá el nombre de «cultura», hasta entonces recluida en el campo de la subjetividad, como cultura animi.

Así pues, queda claro que los procesos de sustantivación de productos humanos como las obras de arte son, para Gustavo Bueno, previos a la constitución de la idea mítica de cultura y que, aunque sean condición necesaria para su constitución histórica, no son sin embargo condición suficiente para ello. De modo que, aunque muchos artistas caigan constantemente en el mito de la cultura de la forma más grosera, esto no autoriza, desde la perspectiva del materialismo filosófico, a ecualizar en general la idea de arte sustantivo con la idea mítica de cultura. Como vemos, existen relaciones manifiestas entre estas ideas, pero en ningún momento se identifican ni se confunden. De hecho, su identificación o confusión supondría recaer, aun sin pretenderlo, en el mismo mito de la cultura, por cuanto implicaría anegar las obras de arte concretas en esa «unidad sustantiva de conjunto» que es la verdadera condición suficiente para hablar de una idea mítica y metafísica de cultura objetiva. La doctrina del arte sustantivo de Gustavo Bueno prohíbe precisamente tal anegamiento de la especificidad de cada categoría artística en el «todo complejo» de las manifestaciones culturales, sin caer tampoco con ello en el supuesto organicista de que la obra de arte es más natural que cultural. Con esto último se remataría el tercer proceso que converge en el establecimiento de la idea mítica de cultura: la contraposición dualista de sus contenidos con otras morfologías que ya no pueden ser vistas como productos humanos, sino que se considerarán como anteriores o ajenas a la actividad humana. Tales son los contenidos de la idea mítica de Naturaleza.

Aunque todos estos procesos se dan a escala secular, su cristalización hay que buscarla en el entorno del idealismo alemán de finales del siglo XVIII y muy especialmente en la obra de Johann Gottfried von Herder. En sus Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad (1784) pueden localizarse los primeros usos filosóficos del término «cultura» en un sentido sustantivo y exento, en el sentido de la cultura objetual. Esto no se habría debido tanto a un rechazo de la idea subjetual de cultura (que todavía impera en Kant), sino al historicismo característico de Herder: su creencia de que las condiciones subjetivas del hombre dependen enteramente de los factores históricos que lo envuelven le llevaron a contextualizar los contenidos de la cultura animi tradicional en las determinaciones de la cultura objetiva, históricamente desplegados. Así, la subjetividad de cada individuo solo se realizará a través del moldeamiento que a ella le somete su educación e inserción en una determinada sociedad, porque Herder también considera que hay una pluralidad de esferas culturales y no una única cultura universal. Esta línea sería desarrollada principalmente por Fichte a través de la noción de estado de cultura, una idea que marcaría más tarde el destino de la política alemana y europea: el estado tendrá, a partir de entonces, la conformación y la defensa de una cultura nacional como algunos de sus principales cometidos.

Seguir rastreando la conformación histórica de la idea mítica de cultura es una tarea necesaria, pero demasiado vasta y que desborda nuestros propósitos. Por ello resulta de gran utilidad la matriz que levanta Gustavo Bueno para ofrecer una clasificación sistemática de las diferentes concepciones ontológicas de la idea de cultura objetiva mediante el cruce de dos criterios. Por un lado, se distingue una dirección espiritualista, que concibe la cultura como una creación sui generis irreductible a cualquier proceso natural, y una dirección materialista, que supone más bien que la cultura está enteramente inmersa en procesos naturales. Por otro lado, estas posturas pueden modularse según perspectivas humanistas (que tienden a identificar la cultura con el hombre), según perspectivas anti-humanistas (que tienden a separar la cultura del hombre) o según perspectivas praeter-humanistas (que tienden a identificarlos en parte y a separarlos en parte). Esta es la tabla resultante, con los respectivos ejemplos extraídos de la tradición de la filosofía moderna, que se ofrece como retícula para recoger las diferentes concepciones metafísicas de la idea de cultura objetiva:

 HumanismoAnti-humanismoPraeter-humanismo
Espiritualismo de la culturaDilthey, Scheler, CassirerRománticos, Frobenius, SpenglerHegel
Materialismo de la culturaMorgan, Tylor, MalinowskiCinismo, contraculturaMarx, Freud

Cabe preguntarse cuáles son las razones por las que la idea objetiva de cultura no aparece hasta bien entrado el siglo XVIII o, dicho de otra manera, por qué aparentemente no hubo una idea objetiva de cultura en la Antigüedad. Como ya se ha expuesto, hasta el siglo XVIII predominó la idea subjetual de cultura (la cultura animi de Cicerón), pero ésta, aunque quede reabsorbida luego por la idea objetual de cultura, no puede entenderse como su origen histórico, porque se trata de ideas de rango y escala muy diferentes. Tampoco cabe encontrar en el contexto del pensamiento grecolatino clásico ninguna otra idea que se conmensure del todo con nuestra idea moderna de cultura. Al contrario, según Gustavo Bueno (El mito de la cultura, 2004, p. 137), «podría afirmarse que las ideas antiguas de “técnica”, “poesía”, “pintura” o “arte”, por ejemplo, o bien ideas tales como latinitas o urbanitas, bloqueaban la constitución de una idea de cultura en sentido objetivo». El confinamiento de estas nociones en sus categorías específicas evitaba, efectivamente, su anegamiento en el «todo complejo» de la cultura objetiva; además, en el pensamiento antiguo las técnicas y las artes tendieron a concebirse más como fenómenos naturales, o como imitación (mímesis) de fenómenos naturales, que como contenidos propiamente culturales.

Pero la idea de cultura objetiva no puede haber surgido de la nada y es preciso reconocer en el proceso de su constitución histórica la existencia de alguna idea precursora que operara funciones homólogas en el pensamiento de épocas previas. No será en el mundo antiguo, sino en el mundo cristiano medieval, donde habrá que ir a buscar esta idea precursora: la idea del Reino de la Gracia. La Gracia elevante y santificante, como opuesta al Reino de la Naturaleza, ocupó en los esquemas de la teología dogmática católica un puesto análogo al que ocupa hoy la idea mítica de cultura. La idea de la Gracia, elaborada primeramente por San Pablo y San Agustín, perfeccionaba para los cristianos la naturaleza humana, pervertida por efecto del pecado original que habría supuesto la caída del hombre. Así, la Gracia, administrada por medio del Espíritu Santo, sería la encargada de elevar al hombre por encima de los animales, coronándole por encima del resto de seres creados y otorgándole su dignidad característica. El mito de la cultura habría funcionado como ese mismo mito de la Gracia santificante tras su secularización y, especialmente, tras la disolución de la Cristiandad medieval: después de la Reforma protestante, el papel aglutinador que había tenido la Iglesia va disgregándose en las diferentes iglesias nacionales. De este modo, la Gracia santificante, que en la Cristiandad medieval había acogido a todos los hombres por igual («ya no hay griegos ni bárbaros», había dicho San Pablo), pasa a predicarse ahora de pueblos o sociedades políticas concretas, diferenciados y a menudo enfrentados entre sí. Ahora el Espíritu Santo sopla en cada nación (una idea cuyo sentido moderno, el sentido de nación política, también aparece en la misma época), concretándose en un «espíritu del pueblo» o Volkgeist que también será elaborado teóricamente por el idealismo alemán de finales del siglo XVIII y principios del XIX.

El Reino de la Cultura, como secularización del Reino de la Gracia, recoge toda la inconsistencia y la gratuidad del mito teológico del que procede. Por otra parte, tras las aportaciones de la biología evolucionista y de la etología contemporánea, que nos ha acostumbrado a oír hablar de «culturas animales», no se puede seguir sosteniendo la idea de cuño teológico según la cual la cultura (la Gracia) inviste al hombre de una dignidad sobrenatural que lo despega de sus orígenes animales. Porque los animales, a su escala, también tienen culturas extrasomáticas y aun intrasomáticas.

3. Parte progresiva o constructiva: las culturas como sistemas morfodinámicos

Los muchos presupuestos metafísicos o teológicos que persisten en la idea moderna de cultura, que transporta las inconsistencias y contradicciones de su precedente, la idea de la Gracia santificante, hacen que sea imprescindible realizar una crítica vehemente y constante a lo que venimos llamando el mito de la cultura. La misma reconstrucción y génesis de esta idea ya tiene, por los compromisos ideológicos que revela, un carácter crítico de primer orden. Sin embargo, nos quedaríamos a medias si nuestro tratamiento de la idea de cultura solo se ocupara de sus aspectos míticos, oscuros y confusos. En efecto, surge de inmediato la siguiente cuestión: si la cultura es un mito oscuro y confuso, ¿no se puede hablar de cultura en ningún sentido de la expresión? ¿Habría que retirar el término por completo y la propia idea para emplear otros términos o ideas? ¿Habrá que declarar acaso que quien habla, por ejemplo, de la «cultura española» está asimismo preso de un mito confusionario? Ya hemos subrayado la importancia que la construcción mítica de la idea moderna de cultura tuvo en la constitución de las llamadas culturas nacionales, a través de ideas talladas en el idealismo alemán como la de Volkgeist o la de Estado de cultura. Sin embargo, esta crítica imprescindible no autoriza tampoco a tirar a la basura la idea de cultura o la idea de cultura nacional: «Que las “culturas nacionales” tengan por ello una identidad similar a la de un jardín de invernadero no significa que tal “identidad” no exista de hecho. Lo que se discute es que la identidad de estas naciones canónicas sea sustantiva, y que ella sea expresión de un “espíritu nacional” propio» (Gustavo Bueno, El mito de la cultura, 2004, p. 155).

Así pues, la trituración de la idea mítica de cultura exige un segundo movimiento, esta vez de tipo progresivo o constructivo, que sea capaz de reconstruir aquellos aspectos de la idea de cultura que puedan ser aprovechables desde una perspectiva materialista. Para ello es preciso, antes que nada, establecer una serie de distinciones que fijen morfológicamente las diferentes acepciones de la idea de cultura. Ya hemos aludido a las ideas generales de cultura subjetual o intrasomática y de cultura objetual o extrasomática. Otra acepción distinguida por Gustavo Bueno es la de cultura circunscrita, que se refiere a aquellos contenidos (seleccionados a menudo mediante criterios oscuros o gratuitos) que delimitan las competencias de un Ministerio de Cultura en concreto. Así, el Ministerio de Cultura español podrá ocuparse de los premios literarios o de los programas de ópera, pero no de la producción de armamento o de la construcción de autopistas, a pesar de que todos ellos son ejemplos de contenidos culturales en sentido amplio. Más interesante para nuestros fines es la distinción, de cuño más bien gnoseológico, entre categorías culturales y esferas culturales. Cuando se habla, siguiendo la definición de Tylor, de la cultura como «todo complejo» se tiende a olvidar que existen diferentes tipos de todos. Así, según la distinción lógico material entre todos atributivos y todos distributivos, obtendremos también las ideas de categorías culturales (que son todos complejos atributivos) y de esferas culturales (que son todos complejos distributivos). Los rasgos culturales de los que hablan los antropólogos (como la posesión de una escritura alfabética) son categorías culturales; los diferentes pueblos o grupos étnicos (distribuidos geográficamente en diferentes niveles, como los mayas o los portugueses) son esferas culturales.

A menudo las esferas culturales dadas tienden a atribuirse determinadas categorías culturales como propias o exclusivas suyas, esgrimiéndolas como señas distintivas de su «identidad cultural». Precisamente es este proceso el que tiene lugar cuando una nación canónica (España, Francia) trata de establecer determinados rasgos como constitutivos de su «cultura nacional». Ya hemos visto que esta operación históricamente aparece vinculada a ideas metafísicas como la del Volkgeist que hacen que la idea de identidad cultural, aplicada tanto a naciones canónicas como, después, a naciones étnicas o fraccionarias, sea una idea de cuño metafísico. Sin embargo, la idea de identidad cultural, como la idea de cultura objetiva extrasomática, puede recuperarse también para el materialismo filosófico cuando la esfera cultural que la soporta no es entendida en sentido metafísico o sustancialista, como una unidad eterna e invariable, pura y sin contacto externo. En la crítica a esta concepción sustancialista consistirá precisamente la propuesta de ver a las diferentes esferas culturales dadas como sistemas morfodinámicos, en la medida en que sus partes, que se han constituido históricamente y que se destruirán en algún momento, necesitan alimentarse de los contactos con otros sistemas morfodinámicos circundantes, cuya pluralidad hay que dar por presupuesta.

Desde este punto de vista, las identidades culturales no serán vistas como sustanciales, sino como unidades morfodinámicas resultantes de un complejo entramado de instituciones concatenadas mediante relaciones causales. Como identidades sustanciales, que es como suelen entenderse, no existe ni podría existir la cultura vasca, catalana o española. Tampoco es cierto que todas las culturas sean iguales: una institución cultural tan relevante como una lengua, que no es una «seña de identidad sustancial», sino una institución, puede tener un radio causal mayor o menor que otras lenguas (con lo que no cabe igualarlas a todas). Los círculos de concatenación causal cultural entran en conflicto constantemente, porque muchos son incompatibles (una incompatibilidad que no se da a la escala global de esas esferas culturales, sino de partes suyas, de instituciones). No hay por tanto un choque entre la cultura española y las culturas vasca o catalana (porque no existen tales culturas como unidades sustanciales que puedan chocar), sino entre instituciones suyas concretas, como pueda ser la lengua. Pero hay que advertir, en cualquier caso, que el radio causal del español, frente al vasco o catalán, es de carácter histórico-universal, por lo que resulta absurdo equipararlas y convertirlas en lenguas oficiales al mismo nivel. 

¿Es posible hablar, entonces, de una cultura española sin recaer en el mito de la cultura? En el capítulo sexto de su libro España no es un mito (2005), Gustavo Bueno responde afirmativamente a esta pregunta, al menos si por cultura española entendemos un círculo morfodinámico específico de cultura, geográfica y temporalmente delimitado, semejante al de «cultura francesa» o «cultura alemana». Los nacionalismos fraccionarios suelen apelar a la idea de «pluralismo cultural» para caracterizar a España, pero la idea de pluralismo cultural no es unívoca. Los nacionalistas defienden un pluralismo sustancialista, mientras que el pluralismo cultural español es, desde la perspectiva del materialismo filosófico, actualista. Para plantear esta cuestión, es necesario diferenciar entre las diferentes relaciones que pueden tener las totalidades atributivas con sus partes y las relaciones de englobamiento en general. Gustavo Bueno propone tres tipos:

(1) Coaligaciones (respecto de las partes insertas): una coaligación no es un todo atributivo interno y sus partes insertas no son siempre partes internas suyas. Éstas pueden permanecer englobadas en la coaligación, pero mantener su autonomía y ser impermeables al resto de partes. Hablaremos de coaligación absoluta en el caso límite en que la coaligación se resuelva íntegramente en sus insertos. Ejemplos de coaligación son las algas volvox o construcciones verbales como «nación de naciones».

(2) Totalidades integrales: las partes se componen en un todo que es más que la suma aditiva de sus partes. Es el caso de una aleación de metales con propiedades globales que no se encontraban en las partes.

(3) Totalidades filtrantes, que son intermedias entre las coaligaciones y las totalidades integrales. Contienen en su ámbito partes que no son internas, sino insertas, pero no opacas, sino permeables al resto de la totalidad envolvente: por ejemplo, un volumen de gas envolvente de un líquido de tal forma que una parte del gas se disuelva en el líquido.

Si aceptamos ad hominem la idea de una cultura española como envolvente de varias culturas (vasca, catalana, gallega), podemos atenernos a los tres tipos propuestos para analizar la naturaleza de este englobamiento: 

(1) El esquema de las coaligaciones nos remitirá a la ideología del pluralismo de las esferas culturales sustantivas. Este esquema impide hablar de una cultura española distinta de la coaligación de sus partes. 

(2) Según el pluralismo de partes integrantes, la cultura española aparecerá como una totalidad integrada por la acumulación de culturas particulares. A la denominación de «cultura española» se le negará la intención de sustantividad propia y solo cobrará sentido frente a terceros (franceses, alemanes).

(3) Según el pluralismo actualista de culturas, la española aparecerá como una realidad englobante, que se difunde por un medio propio y por los glóbulos constituidos por las otras culturas sustantivas.

Con todo esto queda claro que la cuestión de la cultura española no es una cuestión de hecho (la Constitución española, por ejemplo, no menciona a la cultura española). Y no se trata de un hecho porque se trata más bien de una idea. Para hablar de las culturas a menudo se emplea la idea de «señas de identidad». Pero la identidad puede ser sustancial o esencial: cuando se habla de señas de identidad sustancial se está hablando de rasgos constitutivos de las culturas, mientras que cuando se habla de señas de identidad esencial se habla de rasgos distintivos de las culturas. La ideología metafísica aparece cuando las señas de identidad distintivas se toman como señas de identidad constitutivas, como síntomas de una identidad sustancial. Entre un grupo de alumnos, un alumno tuerto será distinguido de inmediato con el apelativo de «el tuerto»; el problema viene cuando ese rasgo se interpreta en sentido constitutivo, como si lo esencial del alumno estuviera en ser tuerto, y fuera enorgulleciéndose de ello. En los organismos sí tiene sentido hablar de señas de identidad (por ejemplo, cuando un rasgo fenotípico sustancial remite a un rasgo genotípico esencial), pero las culturas no son organismos y no evolucionan, salvo metafóricamente. Desde el materialismo filosófico, las «esferas culturales» habrá que entenderlas no como culturas sustanciales, sino como círculos causales morfodinámicos que incorporan rasgos que derivan de un núcleo histórico que pierde o recibe rasgos de otros círculos culturales. La difusión de rasgos culturales mediante las interacciones culturales (con los conflictos que acarrean), es por tanto el proceso más importante para explicar su historia. Desde esta idea materialista de cultura se rechaza la posibilidad de conflictos y alianzas entre culturas, porque esto ya implicaría sustancializarlas: lo que hay es conflicto o armonía entre las partes formales de las culturas (las instituciones). Nos mantenemos, por tanto, a una máxima distancia de esa tendencia que parte de la «Psicología de los pueblos» de Wundt y que, presuponiendo un «alma» española (pero también un alma asturiana o vasca) está en el origen de la actual tendencia a hablar de la cultura española, asturiana o vasca como identidades sustanciales. La concepción sustancialista de las culturas nos conduce a un trilema: o bien se opta por el univocismo etnocéntrico (la cultura propia es la superior), o bien por el pluralismo multicultural (todas las culturas son equivalentes), o bien por el pluralismo del conflicto universal entre culturas (que también concibe las culturas como totalidades sustanciales). La concepción materialista de las culturas escapa sin embargo a este trilema en la medida en que admite que las culturas son morfodinámicas y que los conflictos o las biocenosis se dan a escala de sus partes, y no a escala de las totalidades, sencillamente porque se niegan esas totalidades.

A día de hoy, la asunción de la pluralidad cultural (en sentido sustancialista) de España no es otra cosa sino la negación de una cultura española que se agotaría en la suma de culturas que engloba. Los ideólogos federalistas que niegan la cultura española entienden que ésta se encuentra repartida en las diferentes culturas (sustantivas) autonómicas. Pero, además del esquema de la partitio (merismós), está el de la divisio (diaíresis). Es necesario concebir la cultura española más como una distribución que como una re-partición, pasar de un englobamiento desde la perspectiva de las totalidades atributivas a un englobamiento desde la perspectiva de las totalidades distributivas. La cultura española (que no es un unívoco, sino un análogo de desigualdad) será entendida como una totalidad genérica de partes potenciales que no quedan agotadas cuando son actualizadas como partes de la totalidad distributiva o difusiva de referencia. Según esto, la cultura española genérica no podrá ponerse en el mismo rango que las culturas que engloba, porque se filtra y difunde por ellas. La cultura española genérica no es entonces meramente englobante respecto de las culturas específicas, sino filtrante o impregnante. Y lo es porque las paredes de las culturas específicas son permeables (no es un caso, por ejemplo, como el de tantos grupos de inmigrantes musulmanes en Londres o París, que tienen la nacionalidad británica o francesa pero que no se dejan penetrar por la cultura inglesa o francesa). Por lo demás, la potencia histórica de la cultura española ha sido tal que no solo ha impregnado a las culturas específicas que engloba (vasca, catalana, asturiana), sino que ha desbordado el ámbito peninsular y hoy es reconocible en multitud de lugares, y muy especialmente en América. 

El criterio más importante para establecer la existencia de la cultura española es el de su implicación con una nación cultural que está dada a escala de la nación política canónica. Desde esta perspectiva, la nómina de escritores, artistas, filósofos, científicos, etc. que se nos abre en España es ciertamente amplísima y forman parte constitutiva de su nación histórica. Cuando San Isidoro de Sevilla escribía su Laus Hispaniae o Quevedo redactaba su España defendida, es a la idea de nación histórica española a lo que nos están remitiendo esos textos que forman parte del acervo cultural español. La cultura española común posee una dinámica diferente, y aun opuesta, de las culturas españolas específicas, lo que constituye también el mejor criterio antropológicos y sociológico para su distinción: la cultura común española, que no es excluyente de las otras culturas específicas, a través de cuya membranas se difunde secularmente, se mantiene en estado de equilibrio distributivo perpetuo si nadie la obstaculiza; las culturas específicas, en cambio, tienden a moverse no en dirección expansiva o centrífuga, sino más bien centrípeta, como movimientos orientados a encerrarse o encapsularse dentro de los recintos que creen haber establecido como propios territorialmente. Y esto último demuestra que la dirección de las culturas regionales está marcada políticamente, no culturalmente. Por ello, el encapsulamiento al que tienden las culturas específicas autonómicas solo puede prosperar eliminando en lo posible a la cultura española de sus recintos. Una cultura española que no es tutelada ni difundida por quienes tendrían que ser sus defensores, porque han asumido pánfilamente el armonismo del multiculturalismo español, cuando lo que hay realmente entre la cultura genérica española y las culturas específicas españolas es más bien un constante conflicto.

Los contenidos de la cultura española, entendida como sistema morfodinámico, así como los contenidos de las culturas específicas que engloba y que refunde, son parte de la constitutio de España como nación política. La defensa de la cultura española no supone, por tanto, caer necesariamente en el mito de la cultura ni en el nacionalismo: sin una nación cultural previa no podría haberse constituido después una nación política. Será precisamente desde la plataforma de la nación política ya constituida cuando se puedan reconstruir las líneas de conformación de la cultura española, que incluyen las culturas específicas regionales que engloba.

4. Conclusión

Las consideraciones realizadas hasta ahora, tanto en su aspecto regresivo o destructivo como en su aspecto progresivo o constructivo, remueven una gran cantidad de materiales que interesarán a antropólogos, historiadores, politólogos, artistas, etc. Pero lo cierto es que la idea de Cultura, particularmente en su oposición a la idea correlativa de Naturaleza, tiene un alcance mayor. No solo involucra a la filosofía de la cultura, a la filosofía del arte, a la filosofía política o a la antropología filosófica (que también, como es natural), sino que involucra muy especialmente a la ontología. Porque las ideas de Naturaleza y Cultura, en su conformación moderna por parte del idealismo alemán en los siglos XVIII y XIX, se presentaban sobre todo como una doctrina sobre lo que hay, sobre la realidad, es decir, con un alcance ontológico. La extraordinaria influencia de esta tradición filosófica hace que la oposición entre Cultura y Naturaleza se presente con frecuencia bajo apariencias diversas que, aunque no empleen explícitamente los términos, reproducen sin embargo, en el ejercicio, su mismo formato lógico: las oposiciones entre el Hombre y el Cosmos, la Conciencia y la Realidad, el Espíritu y el Mundo, la realidad antrópica y la realidad anantrópica, etc., son casos en que la oposición metafísica entre Cultura y Naturaleza actúa subrepticiamente.

Por ello, este tipo de oposiciones ejercitan una ontología especial plana, dualista, que debe ser rectificada desde la ontología ternaria del materialismo filosófico. Ésta distingue en el Mundo tres géneros de materialidad: M1 (contenidos externos con referencia fisicalista), M2 (contenidos internos a los sujetos zootrópicos) y M3 (contenidos abstractos o ideales). Estos tres géneros permiten reanalizar a otra escala los contenidos que habitualmente se clasifican como culturales o naturales, tal y como explica Gustavo Bueno en la conclusión de sus Ensayos materialistas (1972, p. 467):

Tanto los objetos culturales, como los objetos naturales, en cuanto objetos del Mundo, participan de cada uno de los Tres Géneros de Materialidad, y éste es el mejor argumento para demostrar que la oposición entre Naturaleza y Cultura es, ontológicamente, menos profunda que la oposición entre los tres Géneros de Materia, dos a dos.

Una ontología dualista, fundamentada en el par Naturaleza/Cultura, se resuelve constantemente en una ontología monista, por cuanto la Cultura solo se da en la Naturaleza y la Naturaleza en la Cultura. Una ontología con solo dos términos elimina la dialéctica y desemboca en tesis no materialistas, porque los dos términos se reabsorben mutuamente. La propuesta ontológica del materialismo filosófico, la de una ontología especial ternaria contextualizada en una ontología general crítica, es precisamente la garantía de que los procesos del mundo, ya se clasifiquen estos como culturales o como naturales, son irreductibles a las ideas de Naturaleza y de Cultura. Entre ellos existe, más bien, una dialéctica que se concreta en la symploké de los tres géneros de materialidad, en la medida en que estos permiten asociaciones y disociaciones de dos a uno. Para la ontología de Gustavo Bueno, por tanto, hay contenidos del mundo, como los teoremas científicos o las obras de arte sustantivo, que no pueden agotarse ni en la Naturaleza ni en la Cultura, porque desbordan ambas categorías y recogen aspectos terciogenéricos que ya no son ni naturales ni culturales. El hecho de que los contenidos del mundo no puedan agotarse en su pertenencia a la naturaleza o a la cultura, sino que exijan su continuo desbordamiento, nos coloca ante otra idea fundamental de la ontología materialista: la idea de materia ontológico general.

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El Catoblepas
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