El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org

logo EC

El Catoblepas · número 201 · octubre-diciembre 2022 · página 11
Artículos

Revisión cojuela de discursos de condenados

Jesús Pérez Caballero

Lo que conoció un académico hispano mexicano que se desvió hacia un círculo del Infierno, donde los diablos castigan, de nuevo, a los ya condenados, por conductas de los siglos XX y XXI

motivo

Preámbulo

«¿Querría, por favor, pedirle a su mujer que se vaya con este chimpancé?
– Como chimpancé… ¡Protesto!»{1}

«Quien no tenga quehacer, que derrumbe su casa y la vuelva a hacer»{2}

Los diálogos o visiones infernales tienen mucha historia, y no solo por Dante. Los sueños y discursos de Quevedo o los trancos de Vélez de Guevara vendrán a la cabeza del lector, y el más experto recordará que un juicio de Cristo sobre la humanidad, con el diablo como fiscal y la Virgen como abogada defensora, es la base de un diálogo teológico jurídico del siglo XIV, editado en español hace un lustro{3}. También el diablo ha salido de sus recintos – no solo en el Génesis – a ver cómo estaba el desorden, y a acrecentarlo. Goethe o Bulgákov lo concitaron, uno con solemnidad alemana y otro con festividad rusa; mientras, el cojuelo y el que expongo más abajo son españoles – aunque no necesariamente súbditos del país. Baste decir que conozco esas tradiciones y otras, y ellas justificarían ya de por sí lo filosófico – al menos como armazón. Pero hay algo más: no podía negarle la palabra a un académico ya viejo, que contaba tales cosas y que me aseguraba que estas conversaciones y discursos tuvieron lugar hace décadas, y que fueron ciertas, aun bajo tierra.

I

Esta revisión cojuela, toda de verdad y nada soñada, empieza con un académico hispano mexicano que regresa de vacaciones al primer país, tras una década en el segundo. Lo que ve al llegar a Madrid da lo mismo, porque se acuerda demasiado de cuando se fue y eso nubla lo que tiene delante. Pero cuando se topa con un cartel oficial, no puede dejar de despotricar. «Basta de distopías», proclama el cartel de la marquesina, una cosa onusiana, ventana tapiada en cajones vacíos:

— Académico: Ya ni siquiera se pide utopía; basta no caer en no sé qué desánimo de la distopía… ¡Puro psicologismo!

Pero –lamentablemente para él – no cesa de leer:

«Volvamos a imaginar un futuro mejor»

— A: Como si pudiera volverse a una situación previa … ¿A cuál? ¿A cuando no estaba este cartel puesto en la marquesina? ¿A cuando no existía la ONU, o la peor numerología del 2-0-3-0{4}? Esta máquina del tiempo no contaminante solo puede llevarme a un futuro que es únicamente menos vagaroso que mi pobre imaginación. «Transiciones», «ideologías». Nada concreto, todo Ixión. «Trabajo decente»: desde un pobretón limpiabotas, a un banquero, un campesino o un policía: da igual, mientras sea «decente». Pues eso, todos a vender nuestros cuerpos en la última plataforma de venta de cuerpos desnudos a suscriptores, pero con «decencia y dignidad».

«La libertad de sentirme cómoda», podemos completar nosotros, como decía otra propaganda de un producto «de higiene íntima», aunque esa cursilería de bomba de hidrógeno pronto la asumirá, seguramente, algún gobierno local u onusiano. La ira del académico es tanta, que la gente lo evita, dando rodeos tan educados como lo son las miradas gachas aparejadas. Es cierto que hay algo absurdo en la imprecación a la marquesina, esto es, al gobierno, es decir, a los burócratas ueropeos u onusianos, un enfado casi tan absurdo – pero demoledor – como un empresario tapatío que conocí y que, cuando tropezaba, miraba con odio al objeto causante del tropiezo – creyendo así dar una imagen de poder antes sus empleados, aunque estos no estuvieran presentes.

Pero la firmeza con la que el académico está decidido a argumentar, contra quien quisiera, las absurdeces de ese cartel, y de tantos otros, llama la atención a un diablo que ronda por ese barrio madrileño. Es como si el académico lo estuviera esperando, porque al notarlo le habla – mejor dicho, no es que lo esperase, sino que cuando uno está tan iracundo suele buscar platicar con el primero que lo escuche, lo que, por cierto, nos sugiere algo de cómo funcionan las redes sociales:   

— A: Ya no son capaces de hilar, ni siquiera, una frase con sentido. Lo único que reciclan son clichés, ¿no cree?

— Diablo: No creo, aunque en eso que dice usted, sí que creo.

El académico, ante juego de palabras tan burdo, se vuelve hacia su interlocutor: se trata de un diablo de los de antes, es decir, las pezuñas traqueteando en el pavimento madrileño, sin tenis deportivos ni Crocs que las amortigüen, demonios de los que se hicieron para asustar al Bosco{5}; cuernos sin aserrar – casi dos metros cada uno, enrevesados y cervales; y el rosto afilado por todas partes, más picudo que una estrella hacia fuera, con el efecto en quien lo mira de que ese engendro parece tener el rostro en todas las partes de la cabeza, incluido el cogote. El color rojo, de cintura para arriba, y la negrura de la piel cabruna, abajo, permitía al diablo aparecerse en la noche escondido, por abajo, y en el día – aunque pocas veces se aparecía de día – oculto de arriba. Los ojos son como de ciego, pero miran bien fijo, como ganchos de matadero, y es mirada de humano, aunque más de loco de pueblo o vagabundo que de asalariado. El académico ha conocido a mucha gente, de Berlín al Banato rumano, de Tlaxcala a Matamoros, pero jamás a alguien así, por lo que intenta recular y enfilar para otro lado.

— D: Espere, espere. No se preocupe; yo no quiero nada que usted no quiera darme, y estoy casi seguro de que ninguno de los míos desea nada suyo – aunque de ellos no respondo como de mí mismo. Pero usted me ha parecido simpático, y además es académico, que es como un estudiante. Querría, entonces, y a mi manera, ayudarle, solo con el mero hecho de mostrarle, mucho y un poco más, de lo que se deduce de lo planteado por ese escupitajo, a todas luces subvencionado, que lee en esa marquesina. Por ejemplo, le puedo mostrar, si usted quiere, a condenados que han provocado o sufrido ese vendaval político.

El académico continúa sin saber qué decir. Entiende quién es su interlocutor y lo que puede suceder si le hace caso; otros mucho mejores que él han caído en sutilezas menos capciosas. Se arrepiente de su diatriba contra la pitagórica 2-0-3-0, incluso teme haber errado al tomar un vuelo tan barato Monterrey-Madrid. Pero el diablo ya no le da tiempo a dudar – o quizás esas mismas dudas las toma como un sí tácito. Como si descorriese una cortina, el diablo arranca la marquesina y el cartel gubernamentaloide se desvanece, quedando un agujero por donde él y el académico pasan al otro lado, que está detrás de donde el lector lea esto, pero mucho más al fondo.

II

Al llegar al Infierno, al académico le llama la atención que un diablo con quien topan lleve un casco y un traje azogados, casi como raro astronauta. Lo reflejado en él es una alternancia de oscuridad y fuegos, y – novedad que el académico nunca hubiera imaginado –, pantallas por doquier, colgadas de estalactitas y estalagmitas, junto a espejos bamboleantes, como hechos de mercurio y que aparecen por todas partes.

— D: [Señalándolos] Su solidez depende de la fuerza con que castiguemos. ¡Vamos, con más vigor, perros, que no se diga que somos flojos!

Uno de los diablos, a quien el traje y el casco azogados le vienen, sin duda, chiquitos y dejan ver su cornamenta, una panza como blemia y unas pezuñotas, cada una del tamaño del torso del académico, parece darse por aludido y redobla el lanzamiento de pedruscos y demás materiales – imposible saber en la semioscuridad qué sean; es más, el académico se percata de que en el Infierno únicamente se puede ver, tocar y, entre ruido y ruido, escuchar, pero no hay olores, ni regusto en la boca – a un condenado, que parece no quejarse. Al quedar cubierto del pedregal, el condenado parece emitir una especie de zumbido, aunque no es claro si proviene de él. Cuando este se va apagando, en un siseo ínfimo cada vez más leve, el diablo panzón pasa a descubrirlo a palazos, sin ningún tipo de consideraciones, y cuando está despejado y se ve de nuevo al condenado, vuelta a empezar con la lapidación, enterramiento, desenterramiento.

El académico camina a trancas y barrancas, casi como si el suelo lo estuviera transporando por una cinta mecánica que atrajera magnéticamente las plantas de sus pies – y algo de eso pasa, para él y para el resto de diablos, puesto que en ese círculo infernal todos se mueven como por estigmergia. Su guía, para transmitirle naturalidad, le azuza a que pregunte lo que quiera…

—D: No tema, solo le voy a dar la vuelta por este círculo, y en fin de año lo suelto.

«Para eso queda un par de días», pensó el acadeémico, y como tenía la conciencia limpia, se atreve, por fin, a hablar:

— A: Ese condenado… ¿Ni se queja? No lo entiendo, ¿es mudo? Tampoco se retuerce, ni hace aspavientos.  

— D: Se le ha dado el privilegio de sufrir lo indecible, pero que sus gritos nadie los escuche, ni él mismo. Está aquí, sufriendo para siempre, y recordando lo que le ha llevado aquí, pero lo hace mecánicamente, como si ni sintiera ni padeciera. ¿El motivo? Se comportó de modo que pasaba como de puntillas por entre sus semejantes.

— A: ¿Y qué es lo que hizo?

— D: Entre otras cosas, le dio el mismo estatus a sus mascotas que a sus conocidos, que a sus conciudadanos, que a los hijos que nunca tuvo.

— A: Con «el mismo estatus» se refiere a, qué sé yo, ¿derechos y deberes?

— D: Poco puede darse lo que es imposible. Más bien, me refiero a cómo iba construyendo su día a día, o el de instituciones como la familiar, y todas ellas a partir de sus adoradas mascotas. En fin, que a este lo condenamos porque, en esencia, es imposible considerar que la fauna y la relación entre personas y animales se reduce a la domesticación, por muy epítome de la indefensión y cuco que sea el animalillo que hace monerías. Tenga en cuenta que este condenado, ingenuo él, jamás comprendió que, si su bestezuela hablara por ese hocico tan limpito y cruel, le susurarría: «no te comprometas con nada, tutor/amo, puesto que la virtud suprema está en fluir y no en quedar fijo y comprometido, y menos con humanos, que son malos o, cuanto menos, complicados». Pero eso sí, el animalito, bien instinto él, con todas las necesidades cubiertas por la dialéctica de la domesticidad mutua. Y continuaría susurrando: «Así estás bien, tutor bípedo, sin casa en propiedad – pero busca un alquiler que sea pet friendly –, sin carro, si acaso patineta, pero siempre capaz de rentar eso y cualquier otra cosa, hasta cuerpos ajenos y el tuyo propio; sin pareja, cásate contigo mismo – pero ponme una cunita cuando te vayas de luna de miel contigo mismo – o, al contrario, ten muchas parejas y milita en una poligamia antropológica elitista – pues me llevo magníficamente con ese tipo de aves». Esas cosas dice y se las cree, puesto que ¿cómo podría ser cínica una bestia? Pero no se queda ahí: «¿Hijos? No, gracias, pero, por favor, sublima tu paternidad y tu vanidad halagámdome a mí, hámster, a mí gato, a mí colibrí. Sácame a pasear con una correa finísima, mejor si es de oro y diamantes. No tengas amigos que te contradigan, rechaza a los viejecitos que tienen mascotas porque la gente como tú los ha abandonado como a perros, y critica a cazadores, aunque sean los únicos a quienes les importa el paisaje, y desprecia a los granjeros y ganaderos, puesto que son … ¿Cómo decirlo? No les gusta el lujo y visten raro, como de esparto… Eso sí, toma todas las fotos que puedas, y graba a media humanidad, y diáloga con la otra mitad, y no te canses de hablar contigo mismo, hasta que logres ser capaz de ir y volver de todo y sientas que te sobra el tiempo». Vanitas vanitatum… Pero «no hay criatura tan libre a quien falte su alguacil»{6}, y ahí entramos nosotros.

— A: ¿Vanidad? Es curioso que usted relacione con ella lo que acaba de decir…

— D: Piense que la relación con las mascotas actualmente – este condenado murió en 2023 o así, y muy joven – se basa en la vanidad, y no en la generosidad. Quienes son como este sujeto suelen ser personas egoístas, a las que desagrada la conversación con los demás, si no son de un círculo ideológico similar, puesto que esos blindajes genera el estar tan enternecidos ante perritos frutos de la disgenesia, y compartiendo por celular fotos de ellos y su adorado numen. Les son tan desagradables el llanto de un bebé, como vulgares («paletas ignorantes», «romantizadoras de la maternidad», «feminismo liberal, ¡no es feminismo!») quienes se hacen autorretratos o sesiones fotográficas embarazadas. Vaya, que unos cultivan la misoginia como si fueran en aviones fumigadoras de costumbres, y otras un autoodio sordo que si no descoyunta, al menos, hace ir paticoja, porque nunca alcanzan el espejismo que dicen haber visto.

— A: Sí me llama mucho la atención que esta sociedad tan vanidosa, donde gente gana dinero, incluso, «reaccionando» en videos no ya desde su casa, sino desde la recámara de casa de sus padres…

— D:  Querrá decir, con reacciones que evidencian sus vicios y replicando los de quiene los siguen/follow, es decir, quienes los observan, auscultan o acechan.

— A: Bueno sí, lo decía así para entendernos. Quería decir, deje que me explique mejor, que me llama la atención que esa misma sociedad sea la que haya abrazado a las mascotas como sustitituvos de hijos («perrijos», o, como vi en una tienda matamorense, «can-hijos»), y que eso sea visto como «progreso», y «tolerancia», y «ampliación de la compasión», cuando tal progreso puede suponer, a lo peor, una demografía incapaz de sostener económicamente nada, o, incluso, la extinción; y a lo mínimo, el ridículo y el no tener claro si los valores que están blindando poseen algún tipo de raigambre institucional, más allá de lo doméstico – o de promover a políticos que se lleven lo doméstico al parlamento y a la sede del gobierno nacional.

— D: «Es capaz de comprar una escalerilla y hacerle un escudito de bronce al grajo que tiene en su casa domesticado, a fin de que éste suba los peldaños así equipado». Lo escribía Teofrasto en el siglo IV a.C., y luego continuaba vinculando la vanidad a la posesión extravagante de los animales: «Es capaz, sin lugar a dudas, de criar un mono y de estar en posesión de un títiro [se discute si sea un mono, cabra o pájaro], palomas sicilianas»{7}. Mejor dejarlo ahí, el tema tiene una cola demasiado larga{8}.

— A: Pero este pobre hombre… [Observa cómo el diablo panzón, ahora, convierte al condenado en un saco y lo llena de mascotas encantadoras, que miran con ojos titilantes, pero dentro del saco se despedazan, y acaban también despedazando el saco, que se recompone para volver a ser el triste condenado]… Este pobre hombre, algo más habrá hecho para merecer este castigo…

— D: Yo no me meto en las resoluciones que terminaron con él aquí. Pero que hizo lo que le he contado, lo hizo, y no está aquí por querer a los animales, algo que hasta los diablos hacemos, aunque aquí no nos dejen tener mascotas. Pero es que este condenado, incluso, pretendía diseñar un armazón bípedo, para que cualquier mascota pudiera ir con su humano, a pie, a todos lados, y me refiero desde el restaurante a la universidad, desde la sala de cine a la discoteca o la playa, la cita o el avión. Y así, cada uno, iría con su mascota, «como un pulpo coralino, construyéndose su mundo moral»{9}. En ese momento febril – grabó videos de cómo iba su delirio, y por ahí quedaron pululando, como quien se deja los dientes en el camino – le pilló la muerte, que lo recogió fácil, agotado y desnutrido, y sonriendo como un bobo… Es que la crítica es esa, no el bienestar que se puede experimentar con la mascota y las proyecciones que cada cuál haga, sino qué sucede antes y después – qué se prima, a qué se renuncia – para obtener esa pseudo armonía de «señorito de las bestias».

— A: Entiendo lo que dice, pero creo que su castigo no es proporcional.

— D: Si los castigos fueron propocionales, ¿estaríamos en el Infierno?

III

Lo inexplicable de muchos castigos en ese círculo es que parecen limitarse a permutaciones sobre cómo duplicar, demediar y trocear los cuerpos, en un sparagmos – troceamiento ritual – que deja intacta la cabeza, para que los demonios encargados del censo perpetuo hagan mejor su trabajo.

Por contraste con el demonio panzón, al académico le llama la atención un demonio delgado, hasta el esquematismo. Parece, del modo en que el traje y casco azogados se le pegan a piel y pelos, una mantis religiosa, pero sin nada de la manera como estos insectos mantodeos miden cada movimiento. Al contrario, por su frenesí ridículo, al académico le recuerda a algunos adinerados tapatíos que, si no tienen a su «muchacha» que les barra («sacuda») la casa, agarran la escoba con decisión, pero en sus manos primerizas el instrumento de limpieza parece una culebra y la mueven tan abruptamente – entre baile frenético y señalización para el aterrizaje de un avión invisible –, que provocan un desmadre y todo se ensucia más. Lo que sí tiene este diablo de las mantis, cuando se quita el casco y les platica, es un rostro de triángulo invertido:

— Diablo mantis: ¿Ya me traen a otro jurista? ¿No acabo con uno y ya debo empezar con otro?

— A: [Aterrorizado, a la defensiva] Estudié Derecho, sí, pero creo que no he hecho nada para terminar en… Pero yo no vine por eso, o… Es que…

— D: [A su compañero diablo] Este es mi huésped, y no se va a quedar más que el ratote que yo me tarde en mostrarle cómo nos las gastamos en este nivel del Infierno occidental. Así verá que no todo está perdido y castigamos las falacias de quienes únicamente se envalentonan porque pastorean a las mayorías con harta facilidad…

— A: [Más tranquilo, aunque aún temblando] Entonces, ¿esa cosa que vemos es un jurista?

El jurista condenado no calla, y eso a pesar de que de él solo queda la cabeza. Pero es una de esas cabezas órficas o de cefalóforo, o como la parlante de cuando burlan a don Quijote en Barcelona, y repite, parlanchina, que si el juicio no es ne bis in idem, entonces él no puede alegar nada, aunque si le hubieren hurtado la apelación, necesitará que tantito alguien le busque la mano para que firme de puño y letra, que entonces él sí pretende apelar, con la venia. El diablo mantis, a veces, y con un gesto de su hocico verduzco, hace brotar de la nada un documento, con sus legajos, sellos y alguna medallita, y conmina al jurista a firmarlo con una pluma Montblanc, que también le hace aparecer levitando. De la cabeza pelota del jurista se deduce que está haciendo como si tuviese mano y firmara, y cree que está pasando, como esos pacientes con daños neurológicos de Oliver Sacks, que sienten y sufren dolor por el miembro perdido.

— D: Como escucha usted, este señor es de los pocos que asumen su condena, aunque sigue sin entender que es precisamente esa maleabilidad capaz de defender y argumentar todo, si lo señala la formalidad legal, lo que le ha traído directamente aquí. Se creyó Jhering y acabó siendo jeringuilla, como aguja hipodérmica que era, por inocular a la población lo que se aprobaba, daba igual qué. Bastaba la aprobación, sanción y publicación, y entrada en vigor, y en el contenido ni se metía, ya no digo el trasfondo filosófico que danzaba en los preámbulos, exposiciones de motivos y demás ojos de cerradura que dejan ver el todo legal. ¡Qué va! Era como si a este jurista, al salir las palabras de su boca, se le congelasen, como espejos, a sus pies. Si los estoicos afirmaban que vemos con el Logos, y no con los ojos, este hablaba con espejos, y no con palabras. Deduzco, entonces, que su castigo se tornará cada vez más refinado.

— A: No entiendo muy bien. Entonces, ¿está usted contra el Derecho? ¿Que no haya leyes? Supongo que es eso, ¿no? A río revuelto, ganancia de pescadores… Pescadores de almas, como todos ustedes los diablos.

— D: No estoy diciendo eso, ¡por supuesto que no! ¿Es usted idiota? ¡Por favor! Es más, yo estoy con quienes argumenten que la literatura y el Derecho solo lo son si están por escrito. Así, la oralidad es una forma de expresarse, pero no es literatura{10}, igual que las normas son leyes, pero no son Derecho. Del mismo modo, un Estado y un imperio requiere unas bases que no las tiene, por ejemplo, una tribu. Así que escritura/Derecho/Estado es una tríada que los recolectores motorizados de agravios («considero que el resentimiento ha de guiar lo que hago y animo a todos a que sientan el resentimiento y actúen», se dicen desde sus púlpitos de Procusto)  han identificado perfectamente, de ahí que no paren de reivindicar lo oral, frente a la letra escrita; los usos y costumbres, frente al Derecho; y cualquier forma de organización colectiva – pues su furor contra el individualismo es obsesivo compulsivo, pues no distinguen entre individuo y capitalismo, y mucho menos mercado o fetiche –-, en vez del Estado o el imperio. ¡Vea si estoy o no a favor del Derecho!

— A: Pero usted ha dicho que el condenado era jurista, y entiendo que tan representativo que merece ser ejemplo de qué no hacer, ¿no es así como operan en este país de condenas y castigos?

— D: Aquí no existe la imputación de responsabilidades, y tampoco hay dogmática penal que valga, ¿cómo podría ser, si somos custodios de las puertas y de estos pobres condenados? ¿No ve los rasgos de quienes castigamos? ¿No sería absurdo aplicar un esquema de pena y castigo a alguien que deja en prenda su cuerpo y cede la racionalidad, el libre albedrío, a quien está custodiando lo entregado? Aquí solamente existe la culpa, que va cambiando de culpables, que se cuecen hasta el fin de los días, que se aclarará todo.

— A: Son ya muchas paradojas.

— D: Pero es que no hay de otra: usted caminará por acá y por allá, y asistirá a fragmentos de juicios, que tienen la particularidad de que nunca terminan, se repiten, otros duran decenas de años, incluso con argumentos renovados y originales, otros son solo un resumen doctrinal y en otros solo hablará el condenado. Lo nuestro es más penitenciario que de meternos en dudas procesales. Si la condena ya está decidida y, de hecho técnicamente, la conversación es parte del castigo, ¿qué tendremos que ver nosotros judicialmene? Usted puede puede pensar «¡a cada demonio acusador, un condenado, y yo de turista por estos pagos!», pero sepa que anda entre velos y más velos.

— A: Si solo pudiera responderme por qué se ha condenado con tanto rigor a este jurista…

— D: Pues por lo dicho, por defender que el Derecho era algo que estaba ahí como una picadora de carne y que lo que había que hacer era conducir todo a ella, y no solo por eso… También, por no entender que la «irritabilidad del sentimiento jurídico»{11} es un criterio peligroso, por absurdo, que si se entiende subjetivamente conduce a cacofonías dentadas, que todo lo que tocan lo convierten en «fluido»: «déjenme en paz, ¡déjenme fluir en mi ira!». Pero quien se la pasa fluyendo puede acabar siendo objeto de gárgaras e irse por el sumidero, y ello a pesar de que el líquido sea agua, cerveza o ambrosía. Y si se quiere decir que esa afirmación de Jhering se interpreta moralmente, pues no hacía falta añadirle el matiz de irritabilidad, puesto que las razones para mantenerse en un bloque u otro son extrajurídicas. Sensu contrario, ya que estamos con la toga de abogado, si la interpretación es jurídica, no sé qué pinta siendo lo axial el individuo… Entiendo que es presupuesto y finalidad del Derecho, pero, ¿cómo va ser su…

— Jurista condenado: ¡¡Espere!! Stop… El mismo Herr Rudolf von Jhering sostiene que la clave es si se «sabía discernir y reproducir con minuciosidad e inteligencia la forma, el modo, la gravedad y todos los matices diversos de la injusticia subjetiva»{12}. Ahí tiene la clave y recuerde que se la he dado yo…

— D: … Aunque usted solamente sea una boca que da saltitos como una pelota de tenis. [Dirigiéndose al diablo mantis] ¿Estás de vacaciones o qué, pendejo? ¡Espabila, que el penado se te está desmadrando!

Efectivamente, el jurista condenado, reducido a una boca que usa los dientes para correr como un ciempiés, ha logrado meterse por un agujerito que da a una gruta; percatándose de esto, el diablo mantis lo persigue corriendo con su modo particular, como hecho todo él de patas de palo. Aun así, por su flacura, solo tiene que hacer un leve esfuerzo para filtrarse también al lugar donde escapa el condenado, y por allá se pierden ambos.

— D: Le digo, académico, que no haga como el jurista: abandone la circularidad. Defina, si puede, qué es «Derecho», por un lado, y qué es «ultrajante para la persona», por otro, y considere que captar la base conflictiva del Derecho no es definirlo.

— A: No me meto en todas esas discusiones, y menos viendo qué le pasa a quien se equivoca… Pero, digamos, entonces, que lo que me quiere decir es que ese pobre hombre fue condenado por poner las leyes al servicio de quienes se irritan, indignan u ofenden, con el mismo seguidismo con que, medio siglo antes, las hubiera puesto al servicio de la causa contraria.

— D: Está bien dicho, y aún también lo condenamos por sus delirios gremiales o reduccionistas:

«porque ahora los legistas parecen proponerse como objetivo supremo la transformación de toda la vida social y humana en “vida jurídica”, la judicialización de la totalidad de las relaciones humanas, tanto las relaciones ad intra (familiares, empresariales, políticas) como las relaciones ad extra (“derechos de los animales”, “derechos del medio ambiente”)»{13}.

Pero dejémonos de citas largas, que a veces enfadan, y fijémonos en ese par de acá cerca, que el asunto no queda en esto.

IV

Por este Infierno donde piedras, pero también los pensamientos o los tendones pueden estar enterrados, empareados, derrumbándose, todos mezclados como en la cabeza del melancólico, pululan diablos, incansablemente, deportivos hasta la extenuación. Incluso, en algunos lugares, todo lo saturan estos seres, hasta el mismo aire, y solo puede entrar otro diablo – el principio rector del Infierno es que siempre llega un diablo más; pero no uno que recién nace, pues están todos contados, sino porque estaba en otro lugar y regresa cuando nadie se lo espera –combinándose con los demás, como en un gigantesco rompecabezas, dejando incluso partes de sus cornamenta, de sus pezuñas, de sus pieles, en resguardo de quienes esperan su turno para conformar ese gigantesco tegumento. En ocasiones se produce algo que, si bien no es gracioso, sí habla de algún tipo de jerarquía: los diablos más chiquitos van a los huecos que deja el más grande, este se contorsiona para encajar entre los de tamaño menor, y si llega el más panzón todos se arremolinan como se ha visto en cuevas de murciélago. Así se asegura un efecto grutesco, de latido, por inexorable, pues en ese ensamblaje hay un movimiento, percibido más lento por las luces estroboscópicas que destellan cada ensamblaje exitoso.

En fin, que el académico podría haber quedado hipnotizado por la estetización de esa argamasa mostrenca y peligrosa, pero está aún más sorprendido por haber divisado a un condenado que tiene un rostro idéntico al del jurista. Sin embargo, todavía tiene un cuerpo, completo y «SPDO» marcado en frente, codos, rodillas y talones. El demonio guía se percata del reconocimiento, por lo que aclara:

— D: Sí, son los mismos rostros. Está viendo un ejemplo de cómo expandimos nuestro modo de castigar: a este condenado, que en vida fue sentenciado por «delitos de odio» (de ahí el estigma del acrónimo), en un proceso que sostuvo el pocagente de jurista que acaba de ver usted, se le ha puesto la misma cara de su perseguidor.

— A: Vaya… Sí sabía que esa clase de delitos estaban prendiendo en la población, pero desconocía que fueran tan extendidos y hubiera tantas condenas penales …

— D: Tenga en cuenta que en el Infierno el tiempo es distinto. Aquí vienen a parar todos los que pecaron, y nos da igual la época. Tendría que consultarlo en el censo de procesos y tachas, pero creo que este «sentenciado por delitos de odio» es del 2027 o 28.

— A: Sí estaba rara esa tipificación penal, sí…

— D: Venga, que le voy a condenar a usted también… Diga cualquier cosa.

— A: [Lívido] ¡Pero si yo no odio a ningún demonio!

— D: Tranquilo, es solo un juego. Me refiero a que voy a mostrarle lo fácil que sería condenar a cualquiera por ese tipo de conducta.

— A: [Desconfiadísimo, mirando con ojos de botón, opacados, a su alrededor, y siendo entonces consciente del peligro de haber descendido voluntariamente, y de las grutas que lo rodean y de los gritos y de cómo muchos diablos lo están mirando fijamente, con sus cuerpos contenidos, pero acechantes, como depredadores] Los juegos pierden su condición de tales en el Infierno.

— D: Pero no lo pierde la palabra del un diablo como yo. ¡Juega! Di algo, ya verás como según el principio de los «delitos de odio» te vas a condenar, como se condenó el jurista persecutor amante de condenar hasta a su padre, y como se condenaron el abogado, y el fiscal, y la jueza, y los manifestantes, y las sociedades que los glorificaban, y la reputa madre que los postparió.

— A: Bueeno, buenooo, bájele a ese lenguaje insultante y zafio, ¿no?

— D: Si ya ni el demonio puede insultar y despotricar en el Infierno, que son sus dominios, entonces ya sí no voy a usar palabras, sino a ensartarte a ti y mandarte, pinche rata de dos patas, a la última fosa de allá abajo.

— A: [Achantado] Es que el insulto suele ser el primer paso para los ataques físicos… ¿No se entienden así los «delitos de odio»?

— D: No sea majadero. ¿No se da cuenta de que es justo al revés, Don Tibio Triste? La mayoría de las veces un insulto es un desfogue, una recreación de escenarios imposibles, otras veces manifestaciones durísimas de frustración, impotencia o ira, pero en eso se quedan. Es precisamente el ensamblarlos artificiosamente – como esos casi calvos que se peinan sus tres pelos sobre la calva reluciente – como parte de un acto violento futuro lo que estigmatiza y crea identidades, ahí sí, en trance de radicalizarse, precisamente en dialéctica («profecías autocumplidas»), con los sujetos sobreprotegidos.

— A: No lo había visto así.

— D: Pero si se había avanzado mucho en eso con las críticas a la estigmatización de grupos sociales, al Derecho Penal como ultima ratio… Ya se señala en las viejas Partidas que los pensamientos malos son habituales, incluso proyectando cumplir algo, pero sin realizarse:

«y por ende decimos que cualquier hombre que se arrepiente del mal pensamiento, antes que comenzase a obrar por él que no merece pena por ende; porque los primeros movimientos de las voluntades no son en poder de los hombres».

Si usted ve, se nos está diciendo que –y yo como diablo lo sé muy bien– que es normal el tener pensamientos malvados, e incluso definirse por ellos, pero lo discutible es que eso vaya más allá de la coyuntura – y más si es mediática. De ahí que en ese texto suybyazga lo que siglos después han sido las formas de participación, autor, autor intelectual, cooperador necesario, &c., para poder distinguir el pecado del delito:

«Más si después que lo hubiese pensado, se trabajase de lo hacer, y de los cumplir, comenzándolo de meter en la obra, aunque no lo cumpliese del todo, entonces sería culpa, y merecería escarmiento, según el yerro que hizo, porque erró en aquello que era en su poder, de se guardar de lo facer si lo quisiera: y esto sería como alguno hubiese pensado de hacer alguna traición contra la persona del Rey, y después comenzase en alguna manera a meterlo en obra; así como hablando con otros, para meterlos en aquella traición y que había pensando él […]»{14}.

— A: Vaya texto tan lejano menciona.

— D: No será por lejanía material…

— A: Pero, vaya, sí, pues ahí parece que con razón… Sí, estaba bien clarito. Pero, discúlpeme, no me cuadra que un diablo defiende con tanta vehemencia la «libertad de expresión»…. ¿No será porque muchos discursos terminan generando, efectivamente, males irreversibles, que a gentes como ustedes les viene de fábula, por el dolor, guerras, odio y asesinatos aparejados?

— D: Yo aquí solo estoy exponiendo las cosas, y otra cosa es si mi hueste de diablos y yo nos beneficiamos, o acabamos perjudicados, que ni nosotros sabemos cómo acabará la cosa. O, mejor dicho, en realidad, todo nos beneficia y nos perjudica: es lo que pasa a quienes estamos siempre ahí, a la espera. Lo que le estoy enfatizando, más que defender la «libertad de expresión», es otra cosa…

— A: ¿El qué?

— D: ¿No será que usted, y todos los de su época, viven todavía bajo un efecto «Callejón del Gato Núremberg»? Lo que pasó en el nazismo y se concluyó en ese tribunal internacional – que solo fue el modo de interpretar sumariamente hechos más complejos – , se extrapola hasta la deformación – como en los espejos deformantes del Callejón del Gato valleinclanesco, esperpentos azuzados por la sonrisa del gato de Chesire – al resto de situaciones donde cualquiera se considera minoría.

— A: Vaya…

— D: Sí, de hecho ese efecto Núremberg y sus ramificaciones me traen acá abajo puñados de nazis y etiquetados-como-nazis, a raudales, tengo que ponerlos en cajones apelotonados de tantos que llegan a cada segundo, y lo bueno para nosotros en que nos mandan tanto los reales como los imaginarios. Un fanático va cazando nazis, de verdad o de mentira, y ¡zas! ¡Plop!, pasa a ser uno, y al Infierno que nos llega también… Pero le estaba diciendo que íbamos a jugar, así que juegue, ¡juegue! ¡Vamos, juegue y verá como se condena por «delitos de odio»! ¡Juegue!

— A: Tranquilo, tenga calma, si debo jugar, juego, aunque sea en un paraje como este. No recuerdo qué me pedía… Tengo que decir algo, ¿cualquier cosa, cualquier afirmación sirve, señor diablo?

— D: Sí, ya diga lo que le pido, y no me haga la pelota, que me están creciendo los cuernos y me palpitan de odio, y le voy a ensartar por tibio e hipócrita.

— A: Tenga calma, tranquilícese… Sí, voy, ya voy. [Pero es que no querría yo banalizar este tema… Pero bueno, en el Infierno no creo que se me tenga nada en cuenta, ¿no?] Vale. Vale, va: «Me avergüenza ser cursi».

— D: ¿Y qué tiene usted contra los cursis? ¿No es un sentimiento tierno? ¿Prefiere el odio, prefiere a los odiadores?

— A: No, no tengo nada contra los cursis, yo…

— D: Usted es una montaña de odio, un ser de odio, sépalo: un odio de odios. Usted nada más abrir su bocaza ha denigrado ese sentimiento. Dice que le da vergüenza ser cursi, como si fuera algo malo per se. Como si fuera un deporte minusvalorar a quien se siente así. ¿A poco tenemos que ser todos como usted? ¿También se avergonzaría usted de tener sentimientos de otro tipo, cualquier sentimiento, de ser bueno, de sentirse mujer, de ser vulnerable, de sentirse hombre gordo y feliz, de no sentirse nada y fluir hasta los gargarismos, de no sentir que siente, de no sentir que se sienta y que se ha sentado o que quiere sentarse? Responda, responda rápido que anhelo atravesarle con estos mis cuernos gigantones.

— A: [Aterrorizado] No, si yo solo dije… He dicho que… Usted dijo que yo… Yo no me avergüenzo de nada…

— D: ¿Y qué tiene de malo sentir vergüenza? ¿Qué tiene usted contra quien se avergüenza y se muestra humilde, y vulnerable, y tiende la mano usando todo su cuerpo, qué mayor acto de entrega? ¡Humildad, amigo, menos prepotencia! ¿No tienen dignidad quienes se avergüenzan, acaso? ¿La pierden también los sojuzgados y los vencidos? ¿Usted qué piensa de la dignidad, indigno? Y se atreve a llamar salvajes a quienes han resistido siglo tras siglo…

— A: No, si yo tampoco quería decir nada de eso… ¿Cuándo dije yo…? Bueno… Bueno, mejor diga usted qué debo decir y me callo.

— D: No hace falta. Le acaba de quedar perfectamente clara la falacia de los delitos de odio: de cómo potencialmente, con el binomio odio/identidad, cualquiera puede acabar en mis fauces. Además, piénselo bien: ¿qué sucede con el odio al odio?

— A: ¡Oh, Dios! ¿Qué quiere decir?

— D: ¿Está sordo? El delito de odio es el único delito donde la justificación es idéntica al delito: la razón para tipificar el delito de odio es por odiar a quien odia, cuando, por ejemplo, la razón para tipificar el delito de homicidio es por odiar al homicida.

— A: No lo había visto así.

— D: Ni lo podría ver. Para ver clara la tautología tendría usted que salirse de los siglos XX y XXI, que son en los que vivió. 

— A: Cosa difícil el salirme de mis tiempos.

— D: No sea menso, pero si eso es precisamente lo que le ha sucedido desde el momento en que se ha venido conmigo al Infierno.

— A: Visto así…

— D: ¿Todavía me tiene miedo o qué? Salga de su embotamiento, nadie lo va a ensartar, solamente estaba ejemplificando. Le voy a exponer mi teoría: resulta que el miedo también es un tipo de industria afectada por la democratización. Eso hace que se necesiten más anfiteatros y escenarios, porque si no se amplía el gran teatro, ¿dónde se van a situar los actores y espectadores del nuevo drama?

— A: Estoy un poco confuso, no entiendo su metáfora.

— D: Que como todo teatro, lo que en realidad no está sobre el escenario es lo que da sentido a lo qué vemos. Si no entráramos al teatro, o viésemos los rudimentos de tal, seríamos incapaces de saber si estamos en una escenificación. Lo que yo le conmino a pensar es que esa industria democratizada del terror tiene un correlato, que es la masificación del miedo.

— A: Entiendo.

— D: No creo que entienda, pero bueno… Lo más relevante de los «delitos de odio», no es, por decirlo en mis términos, un odio al odio – eso es solo el preámbulo – sino la fobia a la fobia.

— A: Me parece muy forzado todo esto que está diciendo…

— D: [Gritando al demonio que está castigando al «sentenciado por delitos de odio»] ¡Perro, trae al condenado! [El demonio aludido, molesto por ese insulto, aunque sí tiene la cara de un cinocéfalo escarlata, agarra al condenado del cuello y lo lanza a los pies del diablo guía]

— Sentenciado condenado: [Al levantarse, efectivamente, su rostro es idéntico al del jurista; murmura como ido, los ojos cerrados] Igualatrix y Presentix, son el mismo monstruo. Después de ir por cualquier jerarquía y de aplicar a todo el adjetivo «democrático», irán a cazar a las madrigueras, a cada nicho donde haya alguna diferencia: la competitividad, el deporte, la belleza física. «La competividad es obscena, el deporte fuerza la separación entre cuerpos», proclamarán. Malinterpretarán a Mosse:

«La comisión quería que todos los deportes fueran competitivos, porque esto conllevaba la existencia de un esfuerzo destinado a mantenerse dentro de las reglas fijadas por el propio deporte, es decir, un comportamiento conducente a la “obediencia activa”»{15}.

Se creían que nosotros tirábamos la mano y escondíamos la piedra, en vez del curso normal del refrán. Yo se lo advertí.

— A: No entiendo nada.

— D: Pregúntele directamente, a ver si le aclara algo.

— A: [Dubitativo; en realidad, no quiere hablar con los condenados, pues teme que eso sea el principio de su condena. Así que miente] Creo que ya entendí.

— D: Pues lo normal sería que no entendiese, zopenco. Usted también hablaría así si llevara eones apaleado. Vamos a platicar con él más reposadamente, pero para eso necesitamos algo más. Le vamos a poner este suero de la verdad [extiende su mano derecha y de su palma brota una azagaya, que se clava en el pecho del condenado]. Se supone que con esta azagaya clavada solo puede decirnos la verdad – aunque hace mucho que no la uso y a veces solía fallarme. Adelante, pregúntele [el académico sigue en silencio, preocupado por si no será una trampa]. Insisto tanto porque considero – y usted pensará lo mismo si abandona su pavor… ¿No le he prometido que saldrá de aquí en Nochevieja? – que este señor tiene mucho que decir sobre las quejas de usted ante la propaganda de la marquesina.

— A: Está bien… Deje que piense un poco… Es difícil reflexionar aquí abajo [intercala suspiros y silencios durante un par de minutos, pero haciendo como que piensa, sobre todo entrecerrando los ojos y mordiéndose los labios]. Bien. Tengo una pregunta que hacer al condenado.

— D: Adelante.

— A: [Se lo piensa. Duda, pero, finalmente, pregunta] ¿Tiene que ver con el honor lo que estamos diciendo sobre el odio y el miedo?

— D: Puede ser, aunque de un modo viscoso y entumecido. Pero a ver qué responde.

— SC: «En nuestros días, la existencia del duelo nos demuestra con claridad que las penas con que el Estado castiga los ataques al honor no satisfacen el delicado sentido del honor de ciertas clases de la sociedad. Así, se explican la venganza de sangre de Córcega y la justicia popular de Norteamérica que se denomina ley de Lynch [de ahí linchamiento]»{16}.

— A: Bueno… Si me iba a remitir al párrafo de un libro del mismo alemán, para eso no hacía falta clavarle nada, ni dar tantos rodeos.

— D: No se queje si el pobre condenado no da más de sí. Pero usted captó una intuición y los antecedentes, y es verdad que conectar el honor, los linchamientos y la venganza nos posibilita entender mucho.

— A: Lo que no entiendo es qué se busca con eso. Quiero decir, sé qué pretenden los sujetos inmediatos – linchadores, canalizadores del linchamiento, los que se sienten protegidos por ello y reconfortados en las calles o tras la pantalla –, pero, ¿qué se busca, más allá de eso, qué tipo de instituciones? Eso se lo pregunto a usted, porque mejor que este condenado siga a lo suyo, capaz le pregunto y me recita la Biblia.

— D: Pues le respondería que no lo sé, pero que es imposible mantener fija una minoría y que se quede como tal, pues hay solapamientos, cambios e incluso, marcos que absorben a los sujetos que la componen. Dicho de otro modo, ¿por qué una minoría debería definirse por algo que por definición es menos abarcador, como los gustos sexuales, y no por lo que pueda englobarlos, como ser comunista o español, siempre que esto no se defina por la destrucción de aquellos? Salvo que hubiera una ingeniería social, con toda la coacción posible, no solo estatal, sino científica (genética, condicionamiento cerebral), que fije a tal población equis. En el Infierno no descartamos esto último, e incluso lo alentaríamos – recuerde que, a nosotros, como diablos, cuanto más estupidez y vesania haya, mejor… La zozobra de la mayoría de personas, con sus exocerebros de Smartphones, abrazando su aplanamiento y dando más entidad a la interacción entre fantasmas (por mediados por la pantalla o por entidades de laboratorio), no hacen descabellado que llegue un futuro así.

— A: Creo que está claro.

— D: Más claro lo verá, porque no hemos terminado.

Y diciendo eso, la azagaya se abrió y por su base entraron, hechos un par de hilillos, ambos.

V

— A: ¿Por qué hemos abandonado ese círculo infernal? ¿No me comentó que únicamente íbamos a andar por él?

El académico contempla dos jaulas que, no solo por estar erigidas ahí, sino por su gran tamaño, atraen su atención.

— D: Continuamos en el mismo círculo. Mírelo como si la azagaya fuese un pasillo a una recámara. Solo estaremos aquí para que ver qué nos platican un par de condenados de los que debe saber, puesto que se ensoberbecieron en su siglo. Los recordé cuando hablábamos del efecto «Callejón del Gato Núremberg». Este par sufre un castigo especial, aislados del resto, porque ya gozaron de demasiado predicamento en vida.

— A: ¿Y qué hicieron?

— D: El que está encerrado en esta jaula, ser un alemán eterno. El que está en la de más allá, un estadounidense súbito. Pero ya se nos acerca corriendo hacia los barrotes el alemán, y seguro nos cuenta más.

— A: ¿No hay diablo que lo vigile?

— D: No, ni a él, ni al gringo. Ambos ya se saben vigilar muy bien a sí mismos, y como están tan pagados de sí, dudo que hayan asumido que están en el Infierno – y si lo asumieron, pensarán que pueden salir. Todo dolor físico o psicológico lo achacan, el Gummihals a la nostalgia, y el gringo a la soledad. Sobre que vivan enjaulados, el alemán piensa que, con un poco de trabajo duro, va a convertir su jaula en un hogar, y hasta podrá cultivar unas plantitas en algún rincón, que adecenten la tortura – y suele mirar barrotes hacia afuera, a ver si cae alguna semilla, pero aquí nunca brotará nada, y tampoco hay pájaros, ni insectos voladores; en el Infierno solo podemos volar los diablos.

— A: ¿Y el estadounidense?

— D: El estadounidense nos pide, cuando se acuerda, tablas y demás objetos que le ayuden a separar niveles y hacer veinte recámaras de la suya, y a mí una vez me quiso rentar una; pero muy luego se olvida y comienza a rezar a no sé qué sub-subdivisión del protestantismo. Eso sí, después, cuando nos acerquemos a su jaula, verá que, no sé cómo, se ha logrado construir con desechos una suerte de laberinto, que bien parecen surcos cerebrales.

— Alemán condenado: [Interrumpiendo y mirando atrás de ellos, buscando más auditorio] ¿De dónde vienen? Herzlich willkommen, en todo caso.

— D: [¿Ve? Piensa que esto es el barrio antiguo de un pueblecito hispanoamericano y que por eso es tan distinto a su Núremberg]. Guten Morgen! [Le saludo así porque me consta que lleva la cuenta de cada minuto, hora, día, que lleva aquí y en su calendario son las seis en punto de la mañana] Este joven viene de México y yo, pues ya sabe que algo tengo que ver con su casero, ¿recuerda?

— AC: Selbstverständlich! Pero llevan mucho tiempo sin cobrarme renta. Sé que me dijeron que aquí no hacía falta, pero yo me siento más tranquilo si fijamos un pago. No es que tenga todo el dinero por todo el tiempo que llevo acá, pero sí tengo contado exactamente cuánto les debo. Eso sí, también sé, compréndame usted, que las deudas prescriben, y que pueden equilibrarse con las reparaciones que yo haga o con los problemas que se susciten durante mi estancia aquí [señala humildemente una parte a la vista, entre la penumbra: decenas de estalagmitas brotan y segregan, como de desazolve, un líquido violáceo y sulfuroso; entre ellas se esconden alimañas, pequeños diablos que golpean incansablemente al alemán cuando este intenta dormir o si piensa en otra cosa que no sea su estancia en el Infierno. El alemán explica esto último a los dos visitantes y añade] Un ajustito económico sí ameritaría esto que me pasa, ¿verdad? No digo que se me condone la deuda, pero sí, de algún modo, ajustarla.

— D: Bueno, eso lo veo luego con los del censo. Pero ahora, ¿por qué no le cuenta a mi amigo académico un poco de usted?

— AC: ¿Mexicano, dijo? México, el único país que pierde sus guerras civiles, ja, ja. ¿No es así, no es exactamente así?

— A: [Aun condenado, el eterno alemán no pierde su humor nemoroso]

— AC: ¡Vamos, mi amigo, no ponga esa cara tan larga! ¡Amigos, hasta en el Infierno! ¿No es así el refrán en español?

— D: El académico está un poco cohibido por estos parajes y usted es algo retorcido, y eso no tranquiliza. Vamos, hable, que aunque usted tenga todo el tiempo del mundo, mi amigo, no. Cuéntenos.

— AC:  Mi nombre es … Bueno, da lo mismo, llámenme si quieren Herr Gummihals, que sé que les gusta mucho a los malditos suizos; «cuello de goma», por lo exageradamente jerárquicos que somos nosotros, ¿verdad? Pero a mí cuando, me insultaban con eso, pensaba en la lechuguilla de Felipe III, no me molestará nunca la jerarquía, y menos viniendo de la malicia de un pueblo, como el suizo, de ratoncitos que sueñan con que los divise el enésimo ricachón, incapaces de apreciar lo que no tenga la textura o el color de un billete – por eso aman la verde naturaleza.

Pero aunque mi nombre da igual, mi antepasado más conocido se llamó Otto Dietrich zur Linde: «Sepa quien se detiene maravillado, trémulo de ternura y de gratitud, ante cualquier lugar de la obra de esos felices, que yo también me detuve ahí, yo el abominable»{17}, es decir, yo también leí a Borges y lo aprecié, así que quien se lamente o me tache de malvado o de idiota, que sepa que tal vez compartamos lecturas, y a Schopenhauer, y a Shakespeare, y no voy a explayarme ni en la fenomenología ni en la música clásica, que aprecio tanto como a ese escritor argentino.

Conozco, perfectamente, los males que se me reprochan. Sé el egoísmo de persistir como país tras 1945, y el chantaje tamaño continente de la nueva Alemania, que ha subsumido no solo su unidad, sino su base moral, en la unidad ueropea. Es decir, para que la alemanidad no se desmorone inocula todas sus dudas – filas y filas de camiones cisterna, como los de la aduana de Nuevo Laredo, de dudas sobre nosotros – en el resto de países de Ueropa o, si acaso explota las preexistentes hasta la corrosión, y casi siempre ingenuamente – teclas culturales por aquí; guiño lingüístico por allá; cañonazo de dinero en la feria de Fráncfort por acullá; pueblo nuevo «recuperado» con su lengua de leño, y, ¡hop!, vuelta a empezar.

A veces, lo reconozco, los prusianos somos de una tontuna todocerebral, pero no por criticar la racionalidad y abogar por el romanticismo y el irracionalismo, sino por considerar que el cerebro puede caminar sin cuerpo, como Krang{18}. En nosotros es consustancial seguir discutiendo qué supuso el nazismo, aunque, ¿qué hay que discutir, si es imperdonable, y la mayoría de alemanes lo toleraron? Más bien podríamos habernos desdibujado, como otras civilizaciones que nos precedieron, y haber hecho un cementerio/homenaje tamaño país, con nuestra historia, y los ciudadanos supervivientes habernos convertido en una minoría perpetua, distribuidos y ayudando en todos los países pero sin estar nunca en uno.

Pero estos suspiros también son románticos, puesto que la historia no se detuvo tras los Juicios de Núremberg, y se nos empezó a agradecer la contención de la URSS – dejándonos embarazar del Alien RDA – y la forja de la gendarmería Ueropa. De ahí, a aplacar los rescoldos de la URSS y convertir la gendarmería ueropea en un parque temático que insuflara dinero selectivamente a los descontentos con suficiente fuerza como para cabildear, había solo unos pasos de décadas, muy poco tiempo en términos continentales – aunque la guerra en Ucrania fue como darse cuenta de que el hijo europeo que nos habían dicho que iba a nacer sano, nació idiota.

Seguimos y seguimos inoculando en Europa  y – vía la influencia en las elites jurídicas y artísticas–  en Iberoamérica, que lo importante es pensar en términos de nazis y fascismos, de modelo Núremberg, «justicia de transición», «procesos consituyentes» – pero nos da mucha tristeza ver cómo no entienden la diferencia schmittiana de Verfassung y Verfassungsgesetz –, «cultura de la paz», «Multikulti» y otros mitos que a nosotros nos funcionaron para marcarnos líneas rojas, pero que no lo hacen para contextos no alemanes, y ello a pesar de que las dictaduras iberoamericanas acogieran presupuestos ideológicos, técnicas y personas influidas por alemanes… Pero porque lo que buscaban era la destrucción, y esa bestia caótica tiene miles de madres.

Sin embargo, insisto, tanta mixtificación es imposible de extrapolar a otros lugares. Sé que a los alemanes nos abrazan por doquier por nuestra capacidad técnico filosófica y porque en tierra de usted, académico, uno dice «Alemania», y la elite iberoamericana musita, pavlovianamente: «ciencia Humboldt», y los más increíbles añaden: «¡hagámonos exploradores de nuestros territorios! Al cabo, nacimos en el siglo XIX». Pero sería más exacto que respondieran: «intervención en Latein Amerika vía el patronazgo de von Humboldt». ¿A los españoles? La propaganda negra prendió inapelablemente, y los ven como abuelos enloquecidos que los querían mantener en un sótano, burros con sotana que ponían a todo «Novo equis». ¿Gringos? El peligro que suponen no es solo en abstracto, sino de anexión de territorios y destrucción de personas, y además ellos hablo poquito español. ¿Franceses? ¡No me hagan reír! El único pueblo que corre despavorido persiguiendo a sus propias cabezas, enfermas de aventurerismo y vino de mesa. Así que no queda otra, los alemanes tenemos vía libre en sus países, ¿verdad, amigo mexicano?

El sustrato es este, yo pienso que como les he dicho queda bien fijado, y sé que después ha ido por libre, en tornados, hasta desbocarse. Cuando morí, en 1999, las cuestiones «culturales» amenazaban ya con ser ridículas: «No escriba usted Moby Dick, a no ser que no se dañe a ningún animal en la escritura de la ballena, y llamadme Ismaela». Pues ahí, en eso, hay mucho del galeón de la filosofía alemana, que no entiende que la novela no es el papel, y ni siquiera la persecución de una ballena, que podría haber sido el leviatán, pero que se debía explicar así. En cualquier caso, ese tipo de presupuestos solo revelan una falta de imaginación peligrosa, por fanática, puesto que la meta es que nada se cree ya, sino que únicamente haya intercambios y ajustes, a partir de un cubo de Rubik moralino: «la historia de los sin historia» (¿en qué quedamos?), lo que digan las ágrafas (entonces, ¿por qué la ventriloquía académica?), el protagonismo de Beatriz en vez de Dante – como si ya la Divina comedia no fuera, en una lectura no superficial, la historia de Beatriz, como el catolicismo no eclesiástico es la de la Virgen y sus filiales en la Tierra – o el del diablo sagaz en vez de Cristo – aquí mi amigo el demonio estará contento.

Pero las monedas en circulación se han vuelto una lluvia masiva de cheques en blanco, sin ni siquiera portadores, y eso, hasta para la mayoría de alemanes, que lo que buscan es un orden goethiano, es un peligro. O el lanzamiento de una moneda al aire, que debes esperar siglos a que dé sus frutos, lo que no funciona si se quiere hacer negocios en el mercado ueropeo.

El académico y el diablo guía van siguiendo este discurso en una de las pantallas a las puertas de la jaula, puesto que en el Infierno cada pensamiento aparece transcrito en miríadas de pantallas, y la transcripción se adapta a la lengua de quien lee. Cuando terminó, el condenado se apartó un poco de los barrotes, y bajó los ojos. Luego miró hacia atrás, hacia su encierro perpetuo, e hizo amago de retirarse al fondo de la jaula, tan oscuro como si desapareciese engullido por una cueva. Sin embargo, decidió acercarse de nuevo a sus visitantes, ya lívido: «La esperanza seguía viva/pero la sangre me abandonaba», podría escribirse, como en la canción de Alfredo Olivas. Lo que quería el condenado es que sus palabras, más que verdaderas, interpelasen a sus visitantes para que estos hicieran algo que agrietase los demás años por venir de encierro. Pero eso no iba a pasar, a pesar de que le diese más vueltas al discurso; ahora era consciente de su enésimo fracaso, por lo que se deshinchó:

— AC: Al final, Alemania es su literatura, no tanto su filosofía, y sin defender a nuestros autores somos indefendibles. Un mexicano puede aplazar sus fundamentos, porque hay tanto en marcha como país/continente, ex parte nodular del imperio hispano, que sus mejunjes no son tan graves fronteras hacia afuera – fronteras para adentro es otro cantar, que por acá también se escuchan los alaridos de los condenados mexicanos. Mientras, un español es mucho más que lo escrito en el país; el Quijote no es esencial – siendo fundamental, hasta necesario, si me apuran–, sino una de las muchas guindas del pastel, quizá la mejor. Quiero decir que sin él no se cae España, que es tantas cosas, y las menos literarias. Pero los alemanes, al fin y al cabo, somos quienes mantenemos viva la idea literaria de cualquier pueblo de «indígena europeo» y sin ella no somos nada: si no somos ese ejemplo, ¿qué podríamos ser, tras haber hecho lo que hicimos en 1939-1945? Lo pregunto de verdad, sabiendo que toda la parafernalia ueropea es el truco que hemos hecho para poder asegurarnos el mercado interior continental. ¡Aquí discuto esencias, no ajustitos de mercachifles!

Qué facil nos es a los alemanes recitar y escribir cuentos infantiles, donde la luna anaranjada habla inclinada, como diciendo lo justo a cada viajero e, incluso, entra por la ventana, descorriendo con cariño la cortina y velando el sueño, casi pegada su superficie rugosa a nuestra mejilla. Pero al final, la realidad, que es gris y tozuda, como esos zapatos que sobreviven a los cambios de casa y a las limpiezas de recámaras y armarios, termina haciendo algo menos cantor, y diluye esas fantasías: la finalidad de todo individuo alemán ha resultado ser – y ese es el proyecto ueropeo – hacerse un funcionario de su respectivo Estado identitario: el poeta frustrado, funcionario – profesor de escuela; el dandi, funcionario – bibliotecario; la que parecía desempleada para siempre, funcionaria – bedel o maestra; el que suspendía en la facultad, funcionario – policía municipal; el que de pequeño fue trilingüe – a una buhardilla en Bruselas.

Ese es el fin de la historia que proponemos para la UE, por lo que, si adultos no alemanes nos terminan cantando: Alemania, Gott sei Dank ist sie endlich vorbei/Und sie kommt zum Glück nie mehr zurück!{19}, no nos quejemos.

— A: Creo que ha terminado [Eso parece, pues el condenado se ha alejado a ver cómo podría limar las estalagmitas, y hace ya como que no hay nadie a la entrada de la jaula. En la pantalla tampoco se transmite lo que dice, pues se leen otras cosas – «¿Tiene una moneda?», «¿Cara o cruz?»]

— D: No sé si lo que haya dicho sea o no correcto, pero que es lo que esperaba de un alemán como él, ¡no tengo ninguna duda! [Aunque sí las tiene, y muchas, pero se las calla]. Vayamos, pues, a la otra jaula.

VI

Mientras caminan, ambos se quedan pensando en lo que ha dicho este pobre condenado, hacendoso y brumal. Michael Ende, un escritor genial no solo en su Momo – novela que se lee como si la escucháramos dormidos–, captó en otro texto unos principios filosóficos que, lamentablemente, abren la puerta a una identidad alemana amable – si el oxímoron fuera posible – y difusa, donde todos reímos y cantamos con Woyzeck, para devenir en la antropologización perpetua: «soy un ser primitivo originario de una reserva centroeuropea»{20}. Ende lo utiliza para criticar la condescendencia de otras ramas literarias hacia la literatura infantil fantástica, pero todo en su texto posibilita que muchos ueropeos – sobre todo, secesionistas vigentes y los que se reinventarán– se lo apliquen literalmente: todo es poesía de la antropología y, si acaso, viceversa: ¡Que hablen los niños! No, mejor dicho, ¡que canten los niños germanoparlantes!

El tema es mareante, y mareado se ve al académico, que hasta pide detenerse un momento, para ser también consciente de los abismos por donde va a tientas. Al demonio le da lo mismo esta cuestión u otra que sostenga lo contrario, pero ello no obsta a que sepa – tonto no es – que todo eso tiene un trasfondo mayor, a barruntarse mejor y sin despacharse como algo sencillo que cupiera oculto bajo la alfombra.

Lo que podemos plantear aquí, para intentar aclarar algo de estos asuntos, es la cuestión del «identismo» – llamémoslo así{21}. Si recordamos, la Alemania nazi transmutó el clásico «crimen de lesa nación» en otro donde primaba la base de inherencia ética o racial del perseguido: «crimen de lesa nación étnica o racial». Se penaba y castigaba a gran escala por ser judío, eslavo o gitano, aunque es cierto que ello coexistía con otras movitaciones – intereses económicos, políticos – y sin que obstasen a otras razones para perseguir a otros grupos, por razón de minusvalía – discapacitados –, orientación sexual – homosexuales –, nacionalidad – países contrarios al Eje – o ideología política – comunistas.

Sin embargo, en la actualidad, se ha instaurado una especie de «lesa subjetividad», es decir, penar – jurídica, moral, social, laboralmente, &c.–, como el crimen más terrible, cualquier cosa que escandalice individualmente, pero pasada por la reabsorción grupal – y, usualmente, descentralizada. Así, podría entenderse el identismo como la autodefinición de una persona por uno de sus rasgos físicos o mentales irreversibles, o que decide fingirse irreversible, como – emic – «manifestación identitaria». Se trata de un tipo de moral, ligada a la idealización de un grupo – en ocasiones, un grupo por construir, construcción a la que se denomina, por su carácter pararreligioso, despertar – y del papel del individuo en él, que socaba la idea de política y de universalidad, y crea nichos atemporales de segregación – puesto que no habría nada previo a ese despertar, y conforme a este debería reinterpretarse la historia política, literaria, cosmética, &c. previas –, que son vistos como «ganados» a la identidad… Aunque más bien podría decirse que terminan siendo «ganado» en el sentido pastoril, por la necesidad de nuevos pastores y cercas que protejan a esos individuos reidentificados – hay cierta idea de pastorear y de mantener de rehenes a los que se definen como tales.

Resulta, también, curioso, que el identismo pueda tener varias adscripciones políticas. Por ejemplo, un anarquista – desconocedor de Teofrastro – que considera que el vello corporal por doquier es un paso político revolucionario – en el sentido demagógico, seguramente sí –, o un individuo nativista francés que defiende su «Europa de los pueblos», están igualmente cómodos con el peso de lo identitario (estos últimos por asumirlo estrictamente, aquellos por el giro identista).

Pero además, el nazismo – por continuar con estas comparaciones, y sin que esto presuponga analogarlos en su naturaleza – se construye, sobre todo, a partir de una idea delirante de perfección (el pueblo alemán), en oposición a la idea de que hay pueblos y personas demediados. Sin embargo, el identismo reivindica – etic: idealiza, sublima – la gloria del momento en que el individuo puede enunciarse por el rasgo definitorio previamente revalorizado/sacralizado… Es la «función curativa» de la que escribía Mosse{22}, pero, esta vez, de lo espontáneo y no mediado («directo, puro, autónomo, horizontal»), y, en fin, de lo primero que logre cristalizar en un mínimo normativo y – básico – tenga un soporte tecnológico que lo expanda y un grupo de personas afines que lo refuercen. «Siempre habrá desigualdades y te matará caer en una de ellas», dirá el nazismo. «No estás completo hasta que no descubras tu desigualdad y encuentres a tu club de desiguales», dirá el identismo. Esto último no deja de ser un reflejo de lo que exigen las plataformas tecnológicas enseñoreadas y promovidas por los plutócratas californianos y los discursos adaptados por las subdivisiones de cada país. Así, escuchamos: «no vuelves a ser la misma cuando tienes dos hijas y un hijo pansexual, pero así me veo desnuda y quiero compartirlo con toda la humanidad con ojos»; «consejos para que todos los pelones nos empoderemos con orgullo, ya lo dijo Larry David, y tenía razón»; «aquí, mi gente, sin manos, sin piernas y sin nariz, pero manejando mi carro del año, ¡rumbo a la luna de Valencia!».

El ariete – «empoderamiento» – de la idea de imperfección revierte lo que era ninguneado como imperfecto por el Estado o ideología, y frente a eso se alza cualquier movimiento identista, y lo devuelve como un bumerán. En ese sentido, el trasfondo es cristiano, porque también supone la sublimación de esa «percepción» del estigma, de la marca (de la llaga, de lo sucio y humilde, &c.), hasta el punto de sacralizar cualquier manifestación física que sea vista como definitoria por quien la enuncia, que pasa a quedar blindada, expandiendo razones – aquí sí, identitarias  – reactivas en quien la cuestiona – combinaciones con el sufijo -fobia. Lo que sería visto como tiránico desde el poder («tú eres un lisiado albino y solo puedes ser tratado como tal», «tú eres mujer negra y como tal tienes estos derechos y deberes») se ve como una «liberación» si se enuncia antes por el individuo. Como si ganara la discusión el primero que dijera lo que va a decir el otro, pero ambos dijesen lo mismo.

Al final, todo movimiento, aunque lo político esté, digamos schmittianamente, ahogado en lo estético, tiene consecuencias institucionales, y el identismo no las tiene menores. El ajuste de cuentas entre elites promueve por doquier modos sumarios de canalizar juicios paralelos en linchamientos efectivos y que permitan remover a individuos sin las trabas procesales, administrativas, &c., obteniendo ganancias de espacios institucionales, académicos o mediáticos.

En definitiva, es obvio que dualidades tales como vivo/muerto, extranjero/nacional, joven/viejo, enfermo/sano, hombre/mujer, siempre subsistirán, y ello a pesar de ideologías que parezcan derruirlas. También son evidentes otra categorías al margen de esos binomios, pero se requiere matizar su naturaleza. Por ejemplo, un «no muerto» – a lo Drácula –, exige una ficción detrás, como hipótesis de laboratorio, lo que no obsta a un éxito recurrente, que no se agota en Bram Stoker o en Murnau, y mucho menos en Hollywood. Instituciones como la diplomacia, el hospedaje o el refugio, pueden oponerse a la dualidad segunda; la hipótesis, aun teológica, de un inmortal, o, incluso, un nasciturus o alguien que sufre de progenia, a la tercera. Igualmente, a la dualidad de hombre/mujer se aducen terceros (cuartos, quintos, sextos…)… Pero la pregunta que subsiste es cuántos de ellos no podrían adscribirse a algo masculino o femenino – en sentido amplio y con valores al margen de los rasgos corporales –, y cuántos no buscan una tercerización, esto es, subcontratar o externalizar lo masculino o lo femenino en esos individuos, reteniéndolos en una indeterminación forzada, y ello a pesar de que hubiera individuos excepcionales que estuvieran objetivamente en una ambigüedad no militante, sino objetiva.

En todo caso, la idea de la historia que subyace en el identismo es aceleradamente teleológica, a partir de un espíritu de la historia  – aunque, esta vez, tome la forma de una bola de disco – que se mueve identificando a qué grupo se pertenecía y cómo entrar en él, o, para cerrar el círculo – capcioso – congelar la no definición como parte de una definición. Lo que plantea la pregunta de si no será un congelamiento, metodológico y táctico, para obtener un nicho… Pero nada más.

Habría que decir, pues, a todos esos unicornios, lo del tranco X del Diablo cojuelo: «que es pájaro duende, pues dicen que le hay, y no le encuentra nadie, y ave solamente para sí». Aludía al fénix, pero cámbiese por muchas de las afirmaciones – círculos cuadrados – sobre identidades y sus reeelaboraciones histórico filosóficas a posteriori y se podría cantar a muchos de esos ángeles de segundo grado{23}:

«You are a pony no more»{24}.

VII

— A: Entonces, quien está en esa jaula, tan hacendoso creyendo que él es quien labra los surcos – sé que aquí es imposible, pero es como si estuviera intentando hacer una instalación eléctrica –, es un estadounidense… ¿Cómo lo caracterizó usted?

— D: Lo llamé «súbito». Un «súbito estadounidense».

— A: ¿«Súbdito»?

— D: No, «súbito», por repentino. Se trata de alguien que adquirió la nacionalidad estadounidense, que, por ius soli, es fácil de adquirir, a diferencia del ius sanguinis teutón. Pero lo que quería indicarle, con eso, es la pasión que tiene, desaforada, por las novedades. Como él mismo se volvió de otra nacionalidad, tan rápido, y las promesas de ascenso social y de igualdad son tan ínsitas a la nematología gringa, pues es una buena manera de llamarlo. Creo que su nombre es Abraham Doe o algo así.

— A: Comprendo.

— D: Pero, pregúntele, aquí viene, sonriendo, el muy imbécil.

El estadounidense condenado se mantiene en forma y aunque mira a los ojos, es como si tuviera echada la persiana tras los párpados. Se mueve con decisión, pero sus movimientos son demasiado bruscos, como si tuviera herropeas invisibles por todos lados, jalándole – son los diablitos torturadores. A su alrededor hay niebla y la jaula se percibe húmeda. Cuando deja de hablar, el condenado mueve los dedos, frotándose los unos con los otros. Siendo el que parece estar menos castigado, ¿quizá porque su país, aun estando él allá abajo, le brinda algún tipo de protección?, al académico es a quien le dio mayor sensación de abandono, sobre todo por su modo obtusamente ingenuo, avorazado, de intentar arar, electrificar, censar y conocer los espejismos del surco. Era su optimismo en el Infierno lo que asustaba al académico.

— Estadounidense condenado: Hello.

— A: Hola.

— EC: I’m kind of busy. Mí habla poquito español y estar un poco muy ocupado.

— D: [Insístale, sí habla español perfectamente, vivió muchísimo en Santa Fe, e incluso trabajó en el Santa Fe Institute y colaboró con Microsoft y con la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzados de Defensa; así que de menso no tiene un pelo].

— A: [Cohibido ante el CV del gringo] Pues si no quiere hablar…

— D: ¡Pero hombre! Si este idiota está aquí para servirnos. A ver, tú, payaso pentecostal…

— A: No le insulte, tampoco hace falta ser tan rudo y descreído.

— D: [Creciendo de tamaño y haciendo que su hocico, sus colmillos y su cornamenta se dirijan como tentáculos hacia el académico, deteniéndose justo en su cuello, nuca y pecho] ¿Te vas a callar? ¿Al final también te ha convencido la sociedad de masas gringa, a ti también, y el diálogo chusco y sin desmayo, la cháchara que solo es pavor a quedarse callado? ¡Vete a los cuervos!

— A: [A punto de llorar] Lo que sea, lo que sea que diga usted, sí, sí…

— D: Pues lo que digo es que pregunte a este Mister qué está haciendo tan hacendoso [Efectivamente, Mister Doe está haciendo sepa qué con sus surcos; ignora obtusamente al diablo y al académico, y, además, frunce el ceño como resolviendo algo muy demandante – si bien la bruma es tal que no puede ver bien ni sus propias manos –, por lo que parece que esté ocupadísimo]

— A: [Frenético, dirigiéndose al condenado] Entonces, ¿mucha chamba o qué? [El diablo mira al académico con desprecio, pero hace un gesto enérgico al estadounidense y este se afana en acercarse a los barrotes y responder]

— EC: Mucha, mucha, sí señor. Quiero ver si de una vez logro la irrigación y que me den el certificado ISO para poder convertirme en un centro de distribución.

— D: [Anticipándose al académico] ¿Y qué va a distribuir, amigo mío?

— EC: [Sonriendo, sin doblez: sonriendo porque se lo cree] Pues el método de hacer surcos acá dentro.

— D: ¿Y qué método es ese, amigo Abraham?

— EC: Pues uno muy sencillo que quiero subir a un curso en línea para que cualquiera se lo pueda descargar. Si lo patento, ahí está el truco, tendré el monopolio y podré dedicarme a mi hobby.

— D: ¿Y cuál es ese hobby, mi querido Doe?

— EC: Quiero generar una red propia de Internet, una intranet que me permita recibir y enviar, por fin, mensajes fuera de aquí.

— D: Pero, mi estimado, ¿no crees que estás yendo al revés?

— EC: Sorry?

— D: Nada, nada. Me hablabas de un método sencillo. ¿Puedes explicarle a mi amigo académico en qué consiste?

— EC: Estos surcos que ve, los he ido haciendo a partir de los restos que se acumulan en la puerta de mi hogar [la jaula] y eso provoca un aislamiento en esos pasillitos [señala a algún lado y luego a otro. Hace aspavientos, pero continúa con el mismo rostro hierático, motivadísimo] que, a la larga, pueden generar el espacio adecuado para el crecimiento.

— A: [Anonadado por todo lo que está escuchando y preguntando él, ya que el diablo está muerto de risa y no puede ni mantenerse erguido] Pero, ¿para que crezca el qué? ¿Qué puede crecer ahí, señor?

— EC: Se supone que empezaré con unas semillas que mi vecino nuremburgués me va a proporcionar. Que sirva de algo el Plan Marshall y la dizque amistad entre nosotros, ja, ja.

— D: [Platicando al académico] No lo va a sacar de ahí, ya déjelo. Me equivoqué pensando que iba a contarnos otras cosas… Pero estos gringos son todos abogados e inventores excelentes, redomados chamarileros y teologuillos de brocha gorda, y es por este último flanco, perenne, que todo lo confuden, con tanta confusión como la de los alemanes poetazos – aunque estos se llevan la palma. Así que vámonos, que está por empezar un espectáculo allá en el círculo más al fondo en línea diagonal por la parte semisuperior. Un espectáculo que es imperdible.

Y volviéndose a filamentar, salen de la azagaya y se plantan frente al espectáculo. Al irse, el estadounidense les grita, con convicción y fuera de sí: «¡Y si nada crece, los surcos sirven de trincheras!»

VIII

Azagaya afuera, los diablos están alrededor de una pequeña tarima – más bien un montículo de desechos, que mejor callar si eran o no de condenados triturados –, donde esperan, midiéndose las cornamentas y entrechocando las pezuñas, a que una condenada, que parece moverse con libertad, saliera «a la arena del night club», como en la canción de Gabinete Caligari.

— A: ¿Y en qué consiste el espectáculo?

— D: Pues en reírnos de ella, porque se dice «mutante».

— A: ¿Cómo?

— D: Esa mujer se cree la encarnación de la luna, y también bruja y se jacta de poder ser lo que quiera, a cada momento.

— A: Pues tampoco me sorprendería que sucediesen esas cosas acá en el Infierno.

— D: Efectivamente, acá todo se rompe y se abre y se transforma y se estabiliza en lo opuesto y unas veces mi rostro está de frente y otras veces soy diez, y todos mutamos, y esta cabeza que ve seguro mañana está lejos y quién sabe dónde, en efecto, y cuidado a usted no se le vayan los talones sobre las cejas y la lengua a otro círculo; pero lo que pasa es que esa señora se cree que aún está viva y emitiendo, desde su recámara en Écija, su espectáculo monetizado. «Influyente», chilla que es, y no es tan molesta cuando lo berrea que cuando lo susurra.

— A: Uff.

— D: Sí, y si usted se fija bien en su espalda, en los codos, en la papada y tras los talones tiene decenas de miles de demonios que la jalan de un lado a otro.

— A: ¿Y para qué? ¿Qué función tienen esos diablitos? Porque bien chiquitos son, que yo no los veo…

— D: Una muy sencilla: que siempre, a cada segundo, esta muchacha «influyente» piense, mire o vaya a un lado distinto. ¿No quería fluir? Pues que fluya, directa a la atomización y a la nada más grotesca. Alrededor de ella y de gente como ella han ido a parar, como una variante de las coplas manriqueñas, todas las risas enlatadas.

— A: Pobre influyente…Parece que va a empezar.

— Influyente condenada: ¡Hola, hola! No os veo, pero os leo.

— A: [Murmurando] Esto me recuerda a lo que un trabajador del taller de cerámica de mi esposa le confesó que era su lema para gestionar al personal: «haz cosas ambiguas que parezcan ambiguas».

— IC: Pá-sa-meee-e-e el ves-ti-do de luna-res, el de los tirabuzones que me deja descubierta la es-pal-da.

— A: [Al diablo guía] ¿Con quién habla?

— D: Según ella, con el mundo.

— A: Pero, ¿está hablando o cantando?

— D: Las dos cosas.

— A: Ah, bueno.

Estaba delirando. Poco podía vestir la condenada si, de treintañera se había tornado un cuadrado humeante y en carne viva, que ya de estar erguido sufría, como mostraban los alaridos y lamentos que exclamaba por un gran agujero por boca, ojo y cerebro, todo a la vez, si es que puede expresarse así. Un cuadrado que aún conservaba «manos crispadas de desesperación de algún ser querido, que, en el momento de marcharme, se asieran a las haldas de mi chaqueta impidiéndome ir. Comprendía que para desasirme de ellos tendría que hacer violencias enormes», por tomar lo que, útil pero para otro contexto, escribe el hispanofilipino Antonio M. Abad en su «prologuillo» a la novela sobre peleas de gallos El campeón{25}. Pronto, la influyente condenada era un ser al que solo le quedaban visibles la boca y los ojos. La boca, preciosa; los ojos, fijos, orgullosos. El resto, un pinche desastre. Era pura vanidad, pasada por el dedal de los egos diminutos convertidos en cubitos de hielo, reconcentrados y fugaces. Aun así, la condenada tenía momentos en los que podía recomponerse – y eso era loable, pero, ¡qué mal aprovechados! –, y daba los discursos más largos que podía emitir:

— IC: Uy, pues si tenemos que hablar «robótico», pues hablamos. Yo no quiero herir a nadie, pero soy como soy. «Pues dicen que estoy aquí por decir lo primero que se me pasaba por la cabeza». ¿Quién me puso eso en los comentarios?

— A: No entiendo nada.

— D: Dos millones y medio de followers sí la entendían, a esta parásita.

— A: Ah, bueno.

— IC: «Machihembrar» es un término de carpintería. Oye, que os leo: en El diablo cojuelo se decía «pobra» y no pasaba nada: «los pobres y pobras», en el tranco IX. En ese mismo tranco: «Los pobres y las pobras se escarapelaron viendo la justicia en su garito, y el verdadero Diablo Cojuelo, como quien deja la capa al toro, dejó a Cienllamas cebado con el pobrismo». Así que, ¡se me callan los haters! Que soy de «la gente de la ex», porque digo amigues sin ser catalana y amigxs sin ser latina concienciá. ¿Y? ¿Y? Pues, ¿sabe qué os digo, trolazos? Ojalá Dios os bendiga para que no se os muera un hijo ni vosotros pilléis cáncer. ¡Ojalá Dios os bendiga y os dé paz!

— A: La paz del cementerio, dirá… Oiga, esto es una tortura, ¿no podemos irnos, por favor?

— D: ¿A poco usted se creía de vacaciones? ¡A escuchar a esta condenada, que millones la avalaron!

— IC: ¿Podrían escribir que soy fluyente? Es más democrático y por eso lo prefiero a influyente. Os leo, pero no escribáis con faltas, salvo que lo jusifique algo súper. Yo, que lo sepa el mundo, amo a txdxs.

— A: ¿Que ama a los Tédax, dice?

El académico continúa escuchando a este ser vano y diminuto, tamaño uña ya, afirmar esas y otras cosas con vozarrón de cíclope gigantesco. Es impresionante el contraste entre la cosa que es ella y su voz; una desproporción similar a las pulgas y su salto de doscientas veces su tamaño. D’ Annunzio dialogaba desde el balcón con sus masas: «necesitaba una audiencia y era incapaz de estar solo. Como un auténtico dramaturgo, se rodeó de tipos muy diversos para estar seguro de encontrar la respuesta que deseaba»{26}. Algo así con la influyente, pero sin la inteligencia de ese autor; esta se limita a repetir, como los parásitos de los que escribe Alcifrón, que está para divertir al personal, y hace como su trabajo lo que la mayoría da por supuesto, por intrascendente. Ella y quienes son como ella repiten que aman, y que quieren que la dejen amar, tienen una especie de paranoia del bien, husmeante, episódica, son como esqueletos que quieren ir directamente a las estrellas, como si sus pieles fuesen celofán. Escribía Sacks sobre una de sus pacientes con daños neuronales que perdió el sentido de la propiocepción – es decir, la capacidad de entenderse como una unidad donde cada miembro del cuerpo tiene un lugar y una función – y era incapaz de moverse, como si se hubiera quedado sin huesos. Un ser humeano, escribía Sacks, en una alusión con retranca a David Hume, puesto que si se tomara literalmente lo que el filósofo escocés señala sobre el conocer por sensaciones, se tendrían individuos como la paciente sin propiocepción. Bien: se puede cambiar esqueleto/propiocepción por institución/politización y se entenderá a esta y otros influyentes como sujetos vagarosos, a la espera de que los concite algún espantapájaros o pararrayos.

— D: Exacto [el diablo da la razón al académico sobre algo que estaban hablando], eso no es «leer»: si lees en celular o en reloj es como el que escribiera la Biblia en un grano de arroz – recuerdos esos libros minúsculos por mis vagabundeos por mercadillos de Salamaca; nadie los compraba para entrar en su casa minúscula y sentarse en un sillón minúsculo para leerlos, a una palabra por noche –, lo que primaría no es el texto, sino el que quede grabado en un grano de arroz, o lo audiovisual portátil del celular, o el tiempo que recrea el reloj analógico o digital.

— IC: ¡Silencio allá al fondo, o qué? Yo, por preferir y si me piden mi opinión – que vale tanto como cualquier otra –, prefiero «rojoiluminado» y «azuloscurecido», que la traducción de «rojopastillado», y el correlativo «azulpastillado», demasiado dependientes del inglés redpilled y bluepilled (un saludo a mis amigos de Londres). Pero lo que voten ustedes, tienen hasta medianoche para seguir votando, aquí abajo ven las barritas de los resultados.

El diablo guía miró a su alrededor. La mayoría de demonios ya se habían ido y los que quedaban, aletargados, era por esperar alguna orden. El académico batallaba por no quedarse dormido, ya atrapado en el sopor de la condenada, que emitía sin orden ni concierto, y echaba miraditas – pero, ¿con qué tipo de órgano, si su tamaño era ya milimétrico? – a las pantallas infernales, que transcribían y almacenaban, inexorablemente, su discurso. Pero, ojo, que la condenada no oteaba para comprobar si su discurso estaba bien transcrito, sino para intentar ver en el reflejo cómo estaba lo que quedase de su vestido, y ello a pesar de que su tamaño era de una hebra y menos.

IX

El diablo guía y el académico caminaron un trecho, rodeando el escenario, vacío y humeante, hasta que llegaron a una gruta, por donde entraron. Era amplia, despejada, aunque con la bruma insidiosa de todo el paisaje infernal. A medida que caminaban, el espacio se estrechaba, dando paso a un corredor que, sin duda, era la entrada a unas mazmorras. El pasillo, no obstante, era lo suficientemente amplio como para que ambos caminasen sin agobios, y, salvo diablos que iban y venían a toda velocidad – «los del censo», aclaró el guía –, no se veía a nadie más. Eso sí, el académico se fijó en que, de algunas partes de las paredes, salían cadenas, finalizadas en argollas. El guía se acercó a una, con intención de jalarla, pero antes explicó:

— D: Nos hemos desviado un poco de otras cosas que quería mostrarle porque aquí está encerrada una burócrata que realizó actos tan destructivos para el orden que decía promover que, nada más supe que se ahogó, comisioné a un demonio pescador para que la atrapase y me la trajera ¡directita al bote!

— A: No me diga que ahora vamos a ver burócratas…

— D: Solo a una, pero con ella bastará.

— A: Por su tono noto un rechazo frontal también a estos trabajadores públicos… Pero, ¿alguien tendrá que administrar, no? ¿Un demonio anarquista o anarco capitalismo tenemos?

— D: Dios me libre, ¡para nada! Entre carceleros, diablo anarquista, a la tumba de turista.

— A: Qué bestia es usted… Pero bueno, entonces, si admite la burocracia, ¿qué problema tiene con esta condenada?

— D: Pues ahora le voy a dar unos ejemplos de cómo la condenada creó y organizó un «Departamento de Procesos» y como la cosa iba de la chingada, le agregó un «Departamento de Procesos y Mejoras», y ahí todo se fue al carajo.

— A: Empiezo a entender… Bien, vamos a verla en su celda.

— D: [Sí, sí, «celda» dice, ¿qué se cree, que esto es un hotel boutique?]

— A: Lo que no entiendo es… Hmmm…

— D: Diga, diga [jala de la cadena y de la pared de piedra se desprende una suerte de portón]

— A: [Deteniéndose a la entrada, ya que está completamente oscuro] Le quería mencionar que según yo ya me tendría que ir yendo a mi casa… Digo, el reloj se me detuvo e imagino que no tengo cobertura en el celular por estar acá abajo, pero a mí me parece que ya ha pasado el tiempo que usted fijó y debería irme con mi familia… Entonces, ¿nos quedan muchas visitas? Además, no acabo de ver por qué visitamos a unos condenados y no a otros… ¿Qué tienen en común?

— D: Si no lo ve usted es porque no quiere verlo, o porque anda demasiado atemorizado por si me pisa o no la cola. ¿No se percata de que los tres primeros tenían que ver con parte de la moral de la época en la que usted vivió? ¿Los siguientes tres condensaban cuestiones filosóficas y políticas, si bien no todas, sí de primer nivel? Y no le digo más porque es su función resolver qué le supone la tríada siguiente, ya que está tan encantado de mitotear por todo este círculo del Infierno occidental. Sepa usted que si permaneciera tranquilo y me hubiera hecho esa pregunta al final, más le habría dicho yo; pero reconfórtese, porque si se hubiera avorazado aún más, y su primera pregunta hubiera sido esa, aún estaría más perdido.

— A: Bueno, comprendo. Mejor lo seguimos platicando luego, y ahora busquemos una luz porque no se ve nada de qué pasa allá adentro.

— D: Nada verá, la condenada es lo que ve: puro aire en una celda oscura.

— A: ¿Cómo? ¿Está hablando metafóricamente? Parece que me esté recitando el cántico espiritual…

— D: De metáfora nada. ¿Metáforas en el Infierno? Eso es morder el agua. Aquí todo es literal y sin recovecos. Lo que ve, es: aire en la oscuridad, ¿no escucha sus gemidos?

— A: [Prestando mucha atención, efectivamente, escucha un lamento lejano, como amortiguado]

— D: La condenada ya habló mucho, y dirigió, y creó caos donde no lo había y se hizo tantos líos que parecía una serpiente ovillo de lana. ¡A la chingada! En silencio y vagarosa, justo lo que no fue en vida. Porque mire que hablaba, verrugosamente, y de todo daba opinión, y a todo le encontraba modos de señalar cómo hacerse, remitiéndose a lo que le habían comentado o lo que ella entendía, y buscaba un reglamento, aunque si se lo cuestionabas lo usaba, más que para citarlo, para estampártelo en la cabeza, pero siempre enunciando con su voz de institutriz lo que iba a hacer: «te he de decir que no puedo estar de acuerdo», «ahora te voy a golpear con el reglamento», «te he lanzado el reglamento y es él y no yo quien te ha dado en los morros, ¿cómo ves?», «aquí estamos, ambos, tú golpeado y yo con los brazos cruzados, a ver si te atreves a hacerme algo». Incluso si estaba sola, pues decía: «sí se está bien sola, ya era hora; una siempre escuchando las pendejadas que dicen los otros. Está bien encontrarse a una misma, y quedarse en soledad. Soledad y silencio, ¡qué pareja! El silencio está bien, seguro muchos lo han ponderado, y a mí, de vez en cuando, me agrada permanecer así, en quietud. Sin nadie que moleste, tranquila, callada y pensando en mis cosas»{27}. No crea que la muy majara pensaba eso, no: lo enunciaba.

— A: Usted tiene especial tirria a esta condenada…

— D: ¿Yo? Uno de mis mejores amigos, que se quiso hacer una casa y la condenada se la tumbó.

— A: Si era amigo suyo [en voz baja y con mucho tiento añade], algo… Ilegal habría.

— D: Sin duda, no hace falta que cuchichee. Pero es que esta condenada, ni acertando en abstracto lo lograba en lo concreto y tumbó el proyectito de mi compadre por el mero ejercicio de emborronar reglamentos y directivas, y no por la razón real, que bien fundada habría estado – aunque a mi amigo y a mí nos perjudicase. Si es que la burocracia a la escala municipal donde se movía esa señora tiene algo de entomología nihilista.

— A: ¿Qué?

— D: Escuche. Ese «Departamento de Procesos y Mejoras» no crea que eran unos vagos que estaban ahí haciendo tiempo para salir del despacho, vigilando obsesivamente que el resto de compañeros no trabajase nada, para no subir el nivel general de exigencia. No, no eran del tipo huevón, ramplón, de oficina simiesca, que ahora con las computadoras delante parpadean a la vez que refrescan la página web, y se goglean a sí mismos, a ver si su nombre logra hacer algo que ellos jamás harán. ¡Esos son como animales enjaulados, fofitos, que solo dilapidan los recursos públicos que sostienen sus salarios y sus oficinas, y si acaso maquinan cómo blindar su puestecito – suelen compartir abogado–, a la espera de manifestarse por una jubilación «digna y apropiada»! Por el contrario, esta condenada era de una especie aún peor: quería implantar, de verdad, sus «procesos» y sus «mejoras».

— A: ¡Qué horror!

— D: Ella escribía en una libretita – porque además siempre iba con una libretita anillada, que llevaba en una riñonera y no enseñaba a nadie, porque, ¿quién enseñaría el interior de un amuleto? –: «Estas son mis tres reglas». Y añadía debajo: «Escritas por mí».

— A: Ajá.

— D: Eran como cartas a sí misma, un poco como las de Ramón Gómez de la Serna, pero atadas a su imprudencia funcionarial. Las tres reglas que estaban implícitas en lo que hacía – pero nunca las enunció a los demás, porque, ¿no eran ilegales, e inmorales? – eran:

«1. Crea una necesidad burocrática donde no la haya. Es sencillo: siempre hay un reglamento o una ley, que establece unos pasos donde tú podrás intervenir. Si no existe, en algún lado habrá otros que, aun turbiamente, puedan relacionarse con el tema discutido; en cualquier caso, aunque nada tuvieran que ver, tú trae precedentes y conecta con la nebulosa administrativa, puesto que si el asunto se enmaraña lo suficiente – y el tiempo siempre juega a favor de las burocracias, que son arcaduces dosificadores de la temporalidad –, habrá un modo en que tú, Ángela Roca [así se llamaba la condenada], te hagas necesaria… Porque lo único que acabará dando sentido al lío burocrático será tu decisión inicial de haberlo enmarañado, y, a muy malas, mejor que la discusión verse sobre eso – que reconoce tu influencia – a que lo haga sobre tu potestad. A eso se retrotaerán tus mayates, a ese momento inicial de claridad, y, entonces, tú podrás decidir, prácticamente, sobre lo que quieras, pues te lo rogarán, con tal de que se detenga esa indeterminación».

— A: Qué maquiavélica…

— D: Bueno, maquiavélica a trompicones y como bailando la yenka, ¿no? Pero bueno, continuemos:

«2. Si se te complica remitirte a reglas, aun vagarosas, aun inexistentes, no está todo perdido: replantea el asunto, pero oscureciéndolo con un lenguaje administrativo – un consejo: algo que suene a técnico, pero también a pegajoso, a chicle en los ojos, es administrativo. Aquí son de mucha utilidad no únicamente conceptos jurídicos indeterminados, sino pseudo términos que remitan a un orden – agrega: «constitucional» –, o, incluso tecnicismo trabucados, es decir, que no tengan absolutamente nada que ver con el asunto, pero que generen un eco de que se está “en trance de resolución”».

— A: Vayas maneras de atrapar al personal, como a pajaritos anillados.

— D: Argollas, sí. Era bien lista, ¿a poco no? Prosigo:

«3. Si 1 & 2 no funcionan – dudo que eso suceda –, puedes utilizar el comodín del “pueblo”… Parece complicado cabalgar a este dragón, pero en realidad es muy fácil lagartija. Solo tienes que hacer un pequeño esfuerzo: oblígate a sustituir lo que, según tus presupuestos, justificaría tu voluntad, y cámbiala por “pueblo”: se volverá una llave maestra. Si lo quiere tu “pueblo”, se abrirán todas las puertas o se pondrán puertas donde no las hubiese. Si acaso topas con alguien que te pregunta qué es eso del pueblo, a quien te remites como si fuera unas veces tu esbirro y otras tu divinidad, míralo con condescendendia, alternada con ira – es importante que hagas bien las transiciones de miradas – y respóndele: “el pueblo es la voluntad popular, ni más ni menos, y soy su servidora”. Como mínimo, ganarás unos momentos de silencio y de duda, que podrás utilizar para lanzar tu batería de insultos relacionados con quienes se oponen a esa supuesta voluntad popular soberana, y, seguramente, dejarás tan tocado a tu adversario que alguna rendija habrá para que utilices alguno de los métodos de 1 & 2 y reconstruyas, así, tu posición».

— A: No sabría cómo absolverla; suelo tener compasión, pero con esta condenada… Qué manera de extender esa especie de sección del mar de los sargazos

— D: Reglas ridículas para inventar jerarquías como esquirlas, y reinar en la nota al pie, como si ya no chingaran desde las altas esferas. Pero vayámonos ya, que lo próximo tal vez le sorprenda más.

— A: Espere, espere, que quería preguntarle, ¿qué pasó con ese «Departamento de Procesos y Mejoras»?

— D: Ahí sigue. Primero buscaba «innovar», pero solamente detenía cualquier cosa, durante semanas y meses. Cuando se percataron en una auditoría de que en lo único que se innovaba era en cómo vadearlo, buscaron que fuera un colador que atrapase a quienes no estaban prevenidos de que había que evitarlo como fuera. Pero esos eran cada vez menos, así que Ángela decidió – o más bien viró a ello, porque no hubo una decisión expresa, fueron inercias, el modo en que iba haciendo las cosas, hacia adelante, siempre hacia adelante – reconvertirlo a lo opuesto – aunque de facto ya era algo así –: un lugar donde fuesen a parar proyectos y funcionarios cuyo objetivo era desmotivarlos, anularlos, que batallaran con molinos de viento. Eso plació al departamento por encima del dirigido por Ángela, y en esas estaban cuando la condenada se ahogó.

X

El académico y su guía salen de esas catacumbas, y rodean un foso. Abajo se divisa una plaza, como de pueblo, pero sin edificios ni ninguna construcción, solamente cientos de miles de condenados, aunque parecen como de visita, turisteando – pero a su alrededor no hay nada que ver, salvo bruma y demonios. Estos los observan desde lejos, entre unas columnas hechas como de mercurio, puesto que parecen sólidas a lo lejos, pero quienes se acercan a ellas acaban engullidos y no salen. De ellas, además, algunos diablos sacan armas como cañas de pescar, que lanzan a los condenados y los jalan para sí. Ya cerca, los maltratan de un modo feo y cruel. Pero lo que es imposible de comprender es la tranquilidad con la que los condenados caminan, posan, incluso juegan a perseguirse o a cortejarse, ante la mirada fija, sin desviarse jamás, de los diablos. El académico queda extasiado viendo eso, y hasta tiene, por primera vez, la tentación de unirse a esa especie de danza:

— D: Si lo está pensando, vaya con ellos. Es sencillo, solo tiene que bajar con cuidado por el terraplén.

El académico hace un amago, pero despierta de la ensoñación y vuelve a percibir los movimientos mecánicos de condenados y diablos. Acelera el paso, aunque se pregunta, culpablemente, qué le ha atraído tanto, hasta el punto de condenarse él solito.

— D: Si seguimos adelante, la mayoría de situaciones que verá usted son así: condenados que piensan que continúan vivos, y no hay nada que los haga percatarse de que están en el Infierno – ni siquiera están en este estado ambivalente del alemán o el estadounidense, que quizá no asuman que están aquí, pero al menos maniobran en este nuevo contexto, reconocen que su alrededor ha cambiado y, ¿quién sabe?, es probable que, en su fuero interno, se sepan condenados. Pero estos … Así vienen y así se quedan… Son cosas que ya no dependen de nosotros, y este problema se lo he de reconocer, porque usted ha tenido la paciencia de acompañarme hasta aquí. Sí, se lo reconozco: cada vez nos cae más gente a la que somos incapaces de atrapar el alma; los cuerpos acá los tenemos, y buenas tundas, cortadas y desventradas les damos, pero ni caso nos hacen, siguen como de plática o mirando no sé qué, o caminando por lugares imposibles de ver, porque cuando triangulamos nuestras informaciones, y haciendo un seguimiento, resulta que no están caminando por ningún lugar.

— A: Pero, ¿están locos, entonces?

— D: No, no, nada de locos, están cuerdos, solo que están idos, escindidos. Debe ser una tecnología que aún no hemos entendido y a los del censo se le escapó formarnos en ella. En fin, que podemos rodearlos, nos es muy difícil cazarlos, pero, de momento, somos incapaces de absorberlos. Ahí los tenemos, como en pecera, nada más.

— A: Ya.

— D: Si seguimos caminando, veremos plazas como esas, pero mucho cuidado porque, incluso, al final – solo utilizo ese término para que usted me comprenda – de este círculo occidental hay un trampantojo, y hasta yo mismo podría acabar arremolinado junto a esas masas embebidas de quién sabe qué mejunje, que no nos las hace ni de acá, ni de allá.

Dos figuras se acercan, caminando muy rápido, casi como si corrieran. Son otro diablo y quien parece su condenado. El diablo guía toma levemente el brazo del académico y hace un amago de desviarse, pero no hay por dónde; está, por primera vez, nervioso. Al verlos más de cerca, se percibe que esos dos que llegan platican con algo de familiaridad: son otro guía y su acompañado.

— Otro demonio guía: [Dirigiéndose al diablo] ¡Anda! ¿Ya atrapaste a uno? ¿Le prometías lo mismo o ya cambiaste? Deja que lo vea bien [observando al académico, a quien le aterran los ojos humanos del demonio en su rostro caprino, pero grande como la cabeza de un elefante] Oh, sí. Este pez tuyo sí es de los «inteligentes y letrados», ¡buena pieza! Te felicito. Yo no tuve suerte, vaya racha… Solo cacé a este imbécil [golpea a su interlocutor, que al académico le recuerda al famoso portavoz de un partido político; este sonríe, sumiso y sin dejar de caminar] ¡Hasta luego, suertudos! [Hacia su acompañante] ¡Camina, loco farándula y farandulero, que, si no fuera porque hiciste tantas pendejadas que me las tienes que recordar una a una, ya te habría arrancado y lanzado la boca, la lengua y los ojos seis metros por delante, como pajarito de mina, para que nos fueran guiando el paso!

— A: [Aterrado, negando frenéticamente con la cabeza] Oiga, ¿qué está diciendo? ¿Cómo que estoy atrapado?

— D: Ni caso le haga, ¿no ve que es uno de los diablos bufones? La envidia también está presente en el Infierno, e incluso más que los otros pecados capitales, porque es el peor de todos y aquí solo admitimos lo peor de lo peor.

— A: [La distracción hace efecto] ¿Usted cree que el peor de todos? ¿En serio?

— D: Los humanos no han engendrado la envidia, y por eso están condenados. Es el peor de los pecados capitales, porque causa el resto, ¿nos lo va a recordar a Lucifer y a mí? Los perezosos envidian la molicie. Los lujuriosos, satisfacerse de por sí o con otro. Los glotones, envidian los alimentos. Los soberbios, una mayor superioridad. Los avariciosos, los bienes ajenos. El iracundo, la paz. La envidia es el camino asfaltado para el resto de pecados; medítelo bien y verá que tengo razón. La envidia jamás tiene un efecto beneficioso, a diferencia de los demás pecados, que proporcionan ansia por mejorar socialmente (avaricia), satisfacción sexual (lujuria), comida (gula), desfogue (ira), descanso (pereza) y sensación de superioridad e, incluso, metas ambiciosas (soberbia).

— A: No sé si todo lo que dice sea así.

— D: Esa es la única combinación que, como diablos, nos tranquiliza. Oiga, por cierto, los vicios contrarios son terribles, y contemporáneos a usted: avaricia/prodigalidad, envidia/ensimismamiento, gula/anorexia, ira/pacifismo, lujuria/asexualidad, pereza/hiperactividad, soberbia/victimismo.

— A: Tiene sentido.

— D: ¡Pues claro! Yo no tengo tiempo para perderlo; todo lo que digo y hago es necesario, y, aunque soy irredimible, la Verdad y la Justicia no me tienen tanta tirria. Incluso usted debería reflexionar sobre lo que le he explicado, y verá que la envidia es sumaria, inapelable, crudelísima. Piénselo bien: quienes escriben una novela, son iracundos: han de batallar con personajes y con ideas, cuando lo que quieren es acción; con largas parrafadas inútiles, con la pantalla o la hoja en blanco, con escenarios que desprecian, con un personaje que se desmadra y se niega a hablar o moverse. Quienes un cuento, lujuriosos, siempre buscando el efecto para enamorar o excitar al lector, ¡y ese fetichismo del final brillante! ¡Por favor! Quienes un poema, glotones, ¿a poco no devoran las palabras y buscan servir en la mesa manjares de recursos literarios, a cuál más completo, y se encabalgan en sus versos como quien corre a la mesa puesta? Quienes un drama, avaros, porque se guardan el resto de personajes e, incluso, los otros rasgos del personaje protagonista, y solo pueden visualizar lo que escriben en el esquematismo de un escenario. Quienes unos diarios, perezosos, y de ahí los males contemporáneos del ocio y la industia del autoconocimiento. Quienes un ensayo, soberbios, pues se obligan a sostener lo que dicen y se creen capaces de escribir sobre todo. Entonces, ¿qué queda? Los envidiosos, que escriben aforismos, categóricos buscando el efecto de las otras disciplinas, y pasar por moralistas, cuando no lo son, o literatos, cuando basta hablar y el aforismo – bueno o malo –, sale, y como ya me salió uno, se acabó.

Retranca

— D: Vamos, que, como le prometí, le voy a dejar ya, para que tenga mucho tiempo por delante.

— A: Se lo agradezco mucho. ¡Qué amable! ¡A ver si va a resultar que nos volvemos amigos!

— D: Nada que agradecer. Ya vamos llegando, y le dejo donde nos vimos o le pido un Didi.

— A: Sí, sí. ¡Vaya experiencia! ¿La puedo contar?

— D: [Como despertando] ¿A quién? ¿Y quién le va a creer?

— A: Ya. Nadie.

— D: Evidentemente.

— A: ¿Dos días han pasado?

— D: ¿Cómo?

— A: Lo que le pedí, lo de llegar con algo de tiempo para la celebración de fin de año.

— D: ¿Para fin de año? Claro, va a llegar el último día del año, y en la mañana.

— A: Bien, bien.

— D: Cuidado, baje la cabeza y cierre los ojos [el académico lo hace; el diablo se ríe, porque esa orden es gratuita] Ya puede abrirlos y hemos llegado [el diablo se carcajea].

— A: Pero, ¿de qué se ríe?

— D: No, de nada.

— A: Veo que estamos de nuevo en Madrid, ¡qué bien!

— D: Sí, en Madrid sí estamos.

— A: Oiga, pero… Es de noche.

— D: Aquí le dejo, con todo el tiempo por delante…

— A: Pero oiga…

— D: … Y todo por hacer.

— A: Oiga, que en este cartel pone…

— D: Exacto: «¡Feliz año nuevo!»

— A: Sí, pero ¡de 1978!

— D: Pues eso, con todo el tiempo del mundo le dejo, ¡mire qué regalazo!

— A: Pero, pero…

— D: Listo, para fin de año y como soy benévolo, con casi medio siglo de antelación al fin del año 2022.

— A: No me deje aquí, pero, ¿esto qué es? Si es broma… Es casi medio siglo atrás, ¿cómo voy a vivir aquí? ¿Qué querrá esta gente? Sin dinero, ni títulos… ¡Si ni he nacido! Seguro asusto a mis padres.

Ante los berridos del académico, el diablo, que ya se está volatilizando hacia el Infierno, se vuelve a corporeizar. El resto de transeúntes es como si no los viesen, o prefieren disimular.

— D: Puedo ofrecerle otra opción, y lo hago solo porque tiene buena plática y no quiero que nos enemistemos, que seguramente nos volveremos a encontrar en un futuro.

— A: No, yo no quiero opciones, yo quiero volver a mi año y a mis cosas.

— D: Eso es imposible, nadie le obligó a venir al Infierno, pero desde que vino… Desde ese momento, usted solo puede elegir en el marco que yo le proporcione.

— A: No puede ser. ¡Uff! Mi esposa ¡Uff! [¿Si la busco, me volvería a casar con ella? Ehmm, ¿se supone que he de repetir lo que ya hice?… ¡Qué lio!]

— D: Es. No hay de otra. Elija…

— A: No… ¡Mi gatirri!

— D: Le doy la opción de que elija entre quedarse aquí o…

— A: O…

— D: Le mando de vuelta a México.

— A: ¡Ah!

— D: Pero al del siglo XXII.

— A: ¡Oh!

— D: Elige ya, perro, que en el Infierno también es Nochevieja y la tengo que celebrar a mi modo.

— A: [Mirando a su alrededor, pero todos, hasta la policía, se han alejado. Algunos espían desde las ventanas. Se acercan a la medianoche, pues se escuchan gritos de feliz 1978] No puede ser. Pero… ¿Tiene una moneda?

— D: ¿Para una caña?

— A: [Sollozando] ¡Ah!

— D: ¿Cara o cruz?

——

{1} Una mujer difamada (Libeled Lady, Jack Conway, 1936). Las traducciones son propias, salvo que indique lo contrario. El diálogo original es:

Would you ask to your wife to hook up with that ape?

The ape objects.

Obviamente, quien habla no es un chimpancé, sino el personaje de Bill Chandler (William Powell), ante un falso matrimonio con Gladys Benton (Jean Harlow). Pero la cita encaja con los fingimientos que voy a exponer.

{2} Dicho de una ceramista de Tonalá (Jalisco, México).

{3} Pasciuta, Beatrice, El diablo en el Paraíso. Derecho, teología y literatura en el Processus Satane (siglo XIV), prefacio de Alain Boureau y traducción de Marta Madero, Universidad Carlos III, Madrid, 2017, net/10016/24439 . En ese juicio ficticio, pero que recoge, como señala Pasciuta, mucho de lo que tiene de judicial la teología católica, la Virgen y el diablo – no el de mi texto, sino otro más importante – se disputan el género humano, con Cristo como juez (como tribunal celeste, añadiría yo, puesto que no solo el espacio, sino también la mesa es el Padre, y el traje de juez es también el Espíritu Santo). Sobre ese rol de abogada defensora de la Virgen, tan fértil para interpetar dinámicas idológico teológicas, puede decirse que México casi monopolizó esa función de abogada, pues cualquiera que se acerque sin prejuicios a la historia del país – que incluye lo novohispano, sobre todo, aunque sea, de momento, por el mayor período que supuso esa institucionalidad – comprenderá que tomó a la Guadalupana como rehén que legitimase la ruptura del orden XVI-XIX. Así se entiende el engranaje guadalupano, que es, a la realidad política-ideológica hispanoamericana, como la división en artículos de código penal fue a textos como las Partidas.

{4} Una cápsula inteligente y corrosiva en Flug [seudónimo], «Zorrauvismo (Stop being poor!)», YouTube, 30 de marzo de 2022, 5EYVWkOeKyI , que, cuanto menos, sirve para que releamos la fábula de La zorra y las uvas, de Esopo, Gayo Julio Fedro o Samaniego (1745-1801).

{5} «[F]ue Jerónimo Bosco allá, y preguntándole por qué había hecho tantos guisados de nosotros en sus sueños, dijo: “Porque no había creído nunca que había demonios de veras”». De «El alguacil endemoniado», en Quevedo, Francisco de, Sueños y discursos de verdades descubridoras de abusos, vicios y engaños en todos los oficios y estados del mundo [en formato HTML], Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, Alicante 2005 [edición original: Esteban Liberós, a costa de Juan Sapera, Barcelona, 1627], bmc3t9g1

{6} Fernández de Oviedo y Valdés, Gonzalo, Sumario de la natural historia de las Indias. Fondo de Cultura Económica, México, 1950 [1526], p. 154.

{7} Teofrasto/Alcifrón, Caracteres/Cartas de pescadores, campesinos, parásitos y cortesanas, intr., trad. y notas de Elisa Ruiz Garcia, Gredos, Madrid, 1988, pp. 98 y 100.

{8} Los antecedentes de este tema son enrevesados. Por ejemplo, Castany Prado, aclaratorio en varios artículos que merecen leerse, ha señalado la influencia de filosofías griegas (epicúrea, cínica, escéptica) en la filosofía católica desplegada en el Nuevo Mundo, así como en el trazado que lleva de los primeros utopistas como Moro, hasta Erasmo de Róterdam, los franciscanos novohispanos, Montaigne, Rousseau y los ilustrados franceses. Presupuestos desde los que entender las todavía persistentes «morofilia» o exaltación de la ignorancia o la estupidez – la «docta ignorancia», avalada por la teología apofática o negativa; y la «teriofilia» o consideración de los animales como superiores a los humanos por primar en ellos el instinto. Véase, Castany Prado, Bernat,

«“Cerdos en el Paraíso”: La influencia de la filosofía epicúrea en la construcción del mito del “buen salvaje”», en Álvaro Baraibar, Bernat Castany, Bernat Hernández y Mercedes Serna (eds.): Hombres de a pie y de a caballo: conquistadores, cronistas, misioneros en la américa colonial de los siglos XVI y XVII, IDEA/IGAS, Nueva York, 2013, pp. 279-291, 10171/34155 ; El mismo, «Perros en el paraíso: la influencia de la filosofía cínica en la construcción del mito del buen salvaje», Anales de literatura hispanoamericana, núm. 44, 2015, 221-251, rev_ALHI.2015.v44.51513 ; y El mismo, «Asnos en el paraíso: la influencia de la filosofía escéptica en la creación del mito del buen salvaje», Hipogrifo: Revista de Literatura y Cultura del Siglo de Oro, vol. 4, núm. 2, 2016, 149-168, H.2016.04.02.13

{9} Blixen, Karen («Isak Dinesen»), «El Poeta», en Siete cuentos góticos, El Mundo (Colección Millenium), Madrid, p. 347.

{10} Mejor explicado en Ruiz de Vegara, Ekaitz, «La “Crítica de la Razón Literaria” de Jesús González Maestro vista desde el materialismo filosófico», Revista Metábasis, núm. 4, 2019, 0004039149.pdf, p. 62. Más esencialmente, a lo largo de un libro básico al respecto, Havelock, Eric A., La musa aprende a escribir. Reflexiones sobre oralidad y escritura desde la Antigüedad hasta el presente, Paidós, Barcelona, 1996, pp. 27, 37, 63, 70, 96, 100 y 120, explica la crítica de Platón a los poetas: no como vulgarmente se conoce de que los desterraba de su república ideal porque era «grave» y «dogmático», sino porque estos representaban el poder de lo oral, el modo en que algunos individuos y familias monopolizaban el saber y controlaban qué se transmitía y qué no (por contra, no solo el letrado se emancipa de ellas, sino que los objetos donde hay algo escrito pueden hablar por sí mismos). En general, el autor señala el vínculo Rousseau/recreación de la oralidad/«buen salvaje» y la inercia de entender, erróneamente, la oralidad como una escritura hablada, y no como otro tipo de reglas y presupuestos que engranan con otras instituciones.

{11} Jhering, Rudolf von, La lucha por el derecho, estudio preliminar y edición de Luis Lloredo Alix, Dykinson, Madrid, 2018 [1872], pp. 72-73, 82 y 109, 10016/27845

{12} Ibídem, p. 111.

{13} Bueno, Gustavo, Televisión: Apariencia y Verdad, Gedisa, Barcelona, 2000, p. 139.

{14} Alfonso X «El Sabio», Las Siete Partidas. Partida segunda. Que fabla de los Emperadores , e de los Reyes, e de los otros grandes Señores de la tierra, que la han de mantener en justicia , e verdad [glosa de G. López y notas de I. Saponts y Barba, R. Martí de Eixalá y J. Ferrer y Subirana], tomo IV, Imprenta de Antonio Bergnes, Barcelona, 1844 [1256], Ley 2. Cómo el hombre no debe recibir pena por mal pensamiento que haya en el corazón, solo que no lo meta en obra, Título XXXI de la Séptima Partida, «De las penas», archive.org, pp. 406-407.

{15} Mosse, George L., La nacionalización de las masas: simbolismo político y movimientos de masas en Alemania desde las Guerras Napoléonicas al Tercer Reich, trad. de Jesús Cuéllar Menezo, Marcial Pons y Siglo XXI, Buenos Aires, 2007, p. 124.

{16} Jhering, op. cit., p. 99.

{17} Borges, Jorge Luis, «Deutsches Requiem», en El Aleph, 2ª ed., Alianza Editorial, Madrid, 1972, p. 85.

{18} Parece que el alemán solo puede estar refiriéndose a un dibujo animado, quizás popular cuando vivió, «Krang (1987 TV series)», Turtlepedia, Krang_(1987_TV_series)

{19} Canción Schön ist die Jugend («la juventud es bella») de Hannes Wader: «¡Gracias a Dios pasó ya/y, por suerte, no volverá!».

{20} Ende, Michael, «Pensamientos de un indígena centroeuropeo», en Carpeta de apuntes, Santillana, Madrid, 1994, 8 pp.

{21} La denominación evidencia el vínculo con el «irredentismo», pues la personalidad se entiende desde un marco irredento. Recordemos que, según el DRAE, irredentismo es la «actitud política de aquellos habitantes de un territorio que propugnan la incorporación de este a otra nación a la cual se sienten pertenecer» (tercera acepción DRAE), mientras que irredento es «dicho especialmente del territorio que una nación pretende anexionarse por razones históricas, de lengua, raza, etc.: Que permanece sin redimir». A quien deben unirse los identistas es a la imagen ideal del grupo. «Ideal» no solo por sus rasgos, sino por la atribución de una capacidad ontológica, de parteaguas, a la inserción en el grupo.

{22} «Pero para todos estos escritores, el concepto de belleza estaba sobre todo relacionado con su función curativa. No sólo era importante para la literatura y el arte, sino para la política. [Friedrich Theodor] Vischer describió el funcionalismo de la belleza tal como lo concebía el culto nacional, antes y después de su tiempo. ¿Qué contenido tenía esa belleza y a qué modelos se remitía?», Mosse, op. cit., p. 42.

{23} En el sentido que las discusiones de primer grado, más influyentes de lo que podría pensarse para una sociedad que, adánicamente, se considera que nació en el siglo XX, serían las medievales relativas a la corporeización de los ángeles. Véase al respecto. Harkins, Franklin T. «The embodiment of angels: A debate in mid-thirteenth-century theology», Recherches de Théologie et Philosophie Médiévales, vol. 78, núm. 1, 2011, 25-58, 26173546, incluida bibliografía. Señala el autor que en el siglo XIII – un siglo con el que acaba topando toda cuestión de hoy – se estableció «una metafísica básica de los ángeles según la cual estas criaturas inherentemente incorpóreas asumen cuerpos no porque ellas mismas necesiten cuerpos para cumplir sus ministerios divinamente ordenados, sino simplemente para que nosotros, los humanos, criaturas racionales, corpóreas y sensibles, podamos entender el propósito por el cual han sido enviados. Debido a que la relación entre los ángeles y sus cuerpos es estrictamente ocasional y extrínseca, apuntando a la instrucción humana, las funciones corporales de la vida que son naturales a los seres humanos, como comer, tener relaciones sexuales y generar descendencia, no son, propiamente hablando, naturales a los ángeles», ibídem, p. 28. ¿No tendrá que ver la asunción del disfraz identista del primer cuarto del siglo XXI con un modo, antes que material, táctico y mal entendido de relacionarse con el Estado, sorteando ideas como patria o universalidad, del mismo modo que los ángeles – emic – asumían falsos cuerpos para entender a los cuerpos humanos? El trampantojo metafísico, no por menos antiguo, ha disminuido su fuerza.

{24} Se trata del fragmento de una canción bufa, My lovely horse, de la serie Father Ted (Padre Ted, 1995-1998), una comedia ambientada en Irlanda, sobre dos sacerdotes católicos y que puede verse como una mezcla de la telecomedia Seinfeld y los Monty Python, la pieza Fin de partida de Samuel Beckett y un juego teológico de mesa. Actualmente, se consideró crear un musical que la continuase, titulado Pope Ted (Ted, Papa). Sin embargo, el proyecto está detenido; uno de sus creadores, Graham Linehan, está vetado por sus opiniones, incluidas sus burlas a una minoría, que tiene – al menos en algunos de sus miembros, a su vez, seguramente, minoritarios– reconocida capacidad de cabildeo/lobby y veto si se lo critica o ridiculiza – una estrategia para magnificar su representatividad.

{25} Abad, Antonio M., El campeón, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, Alicante, 2014 [edición digital a partir de la editada por: Instituto Cervantes de Manila (Clásicos Hispanofilipinos), 1940], bmcvb015, p. 11.

{26} Ledeen, Michael A., D’Annunzio: the firs duce, Transaction Publishers, Nuevo Brunswick y Londres, 2009, p. 5.

{27} «Asegura que para un hablador es un tormento permanecer callado, que la lengua está en su elemento y que, aunque corriera el riesgo de parecer más charlatán que las golondrinas, no podría estar en silencio. Incluso soporta las burlas de sus propios hijos, los cuales, cuando quieren dormirse, le suplican que les hable: “Papá, cuéntanos algo para que nos entre sueño”», Teofrasto, op. cit., p. 69 («VII. De la locuacidad»). También en ibídem, pp. 59-60 («III. De la charlatanería»).

El Catoblepas
© 2022 nodulo.org