El Catoblepas · número 200 · julio-septiembre 2022 · página 6
«Economía de suma cero» y errores de Mises
Fernando Rodríguez Genovés
Sobre los errores de Ludwig von Mises al involucrar a Michel de Montaigne en la caracterización de la denominada «economía de suma cero»
¿Ha leído Mises la obra de Montaigne?
La expresión «economía de suma cero», como la gran parte de fórmulas que se usan y repiten sin una previa conceptualización y crítica, es equívoca e imprecisa, y, por tanto, de uso poco recomendable. Producto de un ejercicio matemático, encuadrada en la subsección de la Teoría de Juegos, debe identificarse como lo que es, un juego, acaso de utilidad en timbas y en casinos (cuestión que no discutiré aquí), pero manipulada en su definición a la hora de aplicarse al campo económico, con una finalidad acaso más ideológica que científica. Para complicar todavía más las cosas, pasión incontenible de los amantes de teorías de la complejidad, se ha cargado sobre las espaldas de Michel de Montaigne la responsabilidad del origen de su formulación, bajo el nombre, no menos equívoco e impreciso de «dogma de Montaigne», expresión acuñada por el economista austriaco Ludwig von Mises en el tratado La acción humana (1949). El solo enunciado del mismo ya sería motivo para su descalificación, a poco que se conozca Ensayos, la obra suprema del filósofo de la torre. Pensador de natural escéptico (su lema es «¿Qué sé yo?») y poco inclinado a la enunciación de axiomas y categorías absolutas, jamás hubiese concebido, ni por asomo, establecer nada menos que un dogma. Tengo para mí que el equívoco proviene de una equivocación: marcar en rojo el título sin comprender (y tal vez tampoco leer) el texto que le acompaña.
El texto en cuestión de Montaigne figura como capítulo XXI en el Libro I de los Ensayos (varía la numeración según versiones) y lleva como rótulo «El beneficio de unos es perjuicio de otros».
«El ateniense Demades condenó a un hombre de su ciudad, cuyo oficio era vender las cosas necesarias para los entierros, so pretexto de que de su comercio quería sacar provecho y de que tal beneficio no podía alcanzarlo sin la muerte de las gentes. Esta sentencia me parece desacertada, tanto más, cuanto que ningún provecho ni ventaja se alcanza sin el perjuicio de los demás; según aquel dictamen habría que condenar, como ilegítimas, toda suerte de ganancias.
»El comerciante no logra las suyas sino merced a los desórdenes de la juventud; el labrador se aprovecha de la carestía de los trigos; el arquitecto de la ruina de las construcciones; los auxiliares de la justicia, de los procesos querellas que constantemente tienen lugar entre los hombres; el propio honor y la práctica de los ministros de la religión débese a nuestra muerte y a nuestros vicios; a ningún médico le es grata ni siquiera la salud de sus propios amigos, dice un autor cómico griego, ni a ningún soldado el sosiego de su ciudad, y así sucesivamente.
»Más aún puede añadirse: examínese cada uno en lo más recóndito de su espíritu, y hallará que nuestros más íntimos deseos en su mayor número, nacen y se alimentan a costa de nuestros semejantes. Todo lo cual considerado, me convence de que la naturaleza no se contradice en este punto en su marcha general, pues los naturalistas aseguran que el nacimiento, nutrición y multiplicación de cada cosa tiene su origen en la corrupción y acabamiento de otra.
Nan, quodcumque suis mutatum finibus exit
continuo hoc mors est illius, quod fuit ante
Un cuerpo no puede abandonar su naturaleza
sin que deje de ser lo que antes era.
Lucrecio, II, 752 [las cursivas son mías, excepto la cita en latín]»
El error de Mises se encuentra expuesto en el primer apartado del capítulo XXIV de La acción humana, titulado «El origen de las ganancias y las pérdidas empresariales»:
«La continua mutación de las circunstancias del mercado, al tiempo que imposibilita la aparición de una economía de giro uniforme, provoca, de manera constante, pérdidas y ganancias, que favorecen a unos y perjudican a otros. Se ha dicho por ello que toda ganancia supone, invariablemente, daño para tercero; que nadie prospera si no es a costa ajena. El aserto ya los antiguos lo mantuvieron. Montaigne fue, sin embargo, el primero en reiterarlo modernamente; lo consideraremos, por tanto, como el dogma de Montaigne. Constituye la íntima esencia del mercantilismo y del neomercantilismo. Aflora en todas aquellas modernas teorías según las cuales prevalece, en el ámbito de la economía de mercado, una pugna irreconciliable entre los intereses de las distintas clases sociales y entre los de los diferentes países.»
Uso el término «error» para referirme a la poca afortunada ocurrencia de Mises, aunque, en rigor, habría que hablar de errores. Uno ya ha sido indicado: el disparo por lo alto que supone llamar «dogma» a la exposición de Montaigne (hubiese bastado, si acaso, con decir «principio» o «postulado»), algo exagerado amén de fuera de lugar. Pues, por si esto fuera poco, observo otro error: rematar la primera estocada en otra frase de su escrito, sosteniendo a propósito de Montaigne que viene a ser como un gurú delmercantilismo y el neomercantilismo. Henos, pues, ante un calificativo más de poca calidad, infame además de infamante. Porque, en la desmesura desatada, un traspié lleva a otro.
En tal desmesura, sin freno ni contención, Mises une el nombre de Montaigne no sólo a la palabra «dogma», sino incluso ¡a la causa de la guerra!: «Mientras las gentes sigan creyendo en el dogma de Montaigne y piensen que sólo a costa de los demás se puede prosperar económicamente, la paz no será más que mero intermedio entre inacabables guerras.»
Reacio, por improbable, a achacar semejante despropósito contumaz del economista austriaco a la monda ignorancia, me pregunto si no hay en este desliz un asunto personal, un oscuro ajuste de cuentas con los filósofos –o con Montaigne, en particular, elegido como chivo expiatorio. Sea como fuere, se me antoja presenciar un desafortunado modo de defender el liberalismo atacando a otros, o pretender el rédito teórico de una doctrina al precio del descrédito de otro. ¿Yo qué sé…?
Según mi parecer, Montaigne, más que alabar las virtudes del precepto en cuestión, lo crítica: «según aquel dictamen habría que condenar, como ilegítimas, toda suerte de ganancias», y aun lo satiriza con la mención al legislador del ocurrente dictamen, el demagogo político ateniense Demades. El resbalón de Mises que conlleva la tergiversación de las palabras de Montaigne deja un estigma en la memoria del filósofo, que complace tanto a sus discípulos como a sus adversarios teóricos, a la vista de que todavía hoy está en uso (y abuso). Y, en fin, la injusticia y el error de interpretación de Mises, reiteradosmoderna y posmodernamente por sus comentaristas, pone en evidencia la solvencia de un pensador de primer orden, que muestra no sólo no entender el corto ensayo de Montaigne, ni el ABC del pensamiento del filósofo.
No es preciso ser un especialista en la obra del filósofo de Périgord, ni siquiera simple aficionado a la filosofía, para comprender de inmediato que Montaigne no está planteando la relación entre ganancias y daños interpersonales desde la perspectiva económica sino antropológica y moral. Cuando escribe «nuestros más íntimos deseos en su mayor número, nacen y se alimentan a costa de nuestros semejantes» no expresa, de ningún modo, una creencia referida expresamente a las «circunstancias del mercado» ni a acuerdos e intercambios comerciales, sino a las inclinaciones y conductas humanas, en general. Se podrá estar o no de acuerdo con el posicionamiento del autor de los Ensayos, pero tal debate debe situarse, en fondo y forma, en su ámbito propio, que no es el económico sino el filosófico.
En filosofía, no tienen cabida dogmas ni respuestas concluyentes; sólo razonamientos en torno a preguntas, buscando más que la solución, su esclarecimiento y crítica{1}. Desde una posición naturalista, como la expuesta por Montaigne, la lucha por la vida y la libre competencia son acordes a la razón de las cosas, lo cual conlleva, naturalmente, beneficios para unos y prejuicios para otros (que con tales aseveraciones se anticipó al darwinismo, parece obvio). La mera evolución de la vida comporta el encuentro de intereses y acciones diversas, y aun contrarias, circunstancia que al buen entendimiento no debería contrariar; verbigracia, la muerte de unos posibilita el nacimiento de otros, a menos que quiera llegarse en términos demográficos a una imposible «suma infinita»... (como parece ambicionar el «transhumanismo»). En la especie humana, como en las demás especies, la muerte es un hecho natural y necesario, sin el cual sería imposible, la historia de la humanidad y el progreso de las generaciones. Para que unos vivan, otros deben morir. O por decirlo de otro modo: para que unos ganen la vida, otros tienen que perderla. «Bebe del pozo y deja tu puesto a otro» es lema del desierto, según recuerda Ortega y Gasset a este respecto.
Por el contrario, el miedo a la muerte no es algo natural, sino un sentimiento que denota debilidad e inmadurez. Natural es el esforzarse en la propia conservación y en la adaptación al medio.
En vez de enfatizar en la idea de que la ganancia de unos no tiene necesariamente que perjudicar a otros, juzgo más ajustado a razón afirmar que la ganancia de unos que a otros perjudica (y viceversa) no tiene por qué considerarse necesariamente una injusticia que exija a los políticos profesionales o vocacionales hacer algo al respecto.
Sumando es cero…
Defender el libre mercado y el intercambio voluntario no exige esforzarse en preconizar que con ello todos ganan, lo cual ocurre con las argumentaciones que sustituyen, en el juego de suma cero, el binomio gana-pierde por el de «gana-gana»{2}. Defender el «capitalismo» siguiendo el paradigma utopista del mundo feliz y perfecto, donde todos ganan y nadie pierde, es empresa insensata, y quizá también, medrosa. Usar las mismas armas del adversario (colectivismo, «happytalism»), hacer como ellos (ilusionar y seducir al público con mensajes positivos y optimistas), además de innecesario, resulta contraproducente. Y así hemos llegado al «poscapitalismo», pues la libertad no se preserva a fuerza de loas y alabanzas, discursos acomplejados que supuran autojustificación y exhalan un aire de coartada –pruebaséstas no siempre ajustadas a la verdad–, sino con hechos y, sobre todo, dando ejemplo.
El que se justifica, aun cuando no le sea reclamada la justificación, se pone a sí mismo en evidencia. Justo y prudente es explicar, lo cual es cosa muy distinta que dar explicaciones.
El «capitalista» no es más bueno porque anhele y labore en aras de la riqueza de los demás, sino de la propia, contingencia que no siempre ha ocurrido. No es cierto que con el «capitalismo» y el «gana-gana» todos los ciudadanos vivan en el reino de Jauja y en El Dorado. Tienen la posibilidad de enriquecerse legítimamente y sin el uso de la fuerza, de emprender la búsqueda de la felicidad, siguiendo las reglas del libre mercado, la libre competencia y el valor moral. Y en ese juego que supone la libertad, la conciencia del riesgo y el coraje emprendedor, ganará quien se adapte mejor a las circunstancias, haga mejor las cosas y tenga buena fortuna.
Presentar un mundo maravilloso, como modelo de escaparate, que por sí mismo genere bienestar y felicidad para todos (en el que «nadie se queda atrás»), es propaganda de bajos instintos, promesas fraudulentas, elisird’amore para corazones solitarios, jarabe crecepelo para incautos, una doctrina más próxima al utilitarismo o al libertarismo doctrinal y de escuela que al liberalismo clásico y el anarcocapitalismo de librepensador (persona que piensa por libre). En cualquier caso, sería aquél un «modelo» a no imitar, sino a evitar y a criticar.
John Stuart Mill lleva a cabo un razonable examen de la cuestión de fondo que aquí tratamos en Sobre la Libertad (OntheLiberty, 1859), el menos utilitarista doctrinal de sus ensayos, a saber: analizar los límites y ataques a la libertad, no tanto desde el Gobierno y las instituciones políticas, cuanto desde la propia sociedad. Mill parte del presupuesto de que el hombre es libre para acometer aquellas acciones que le beneficien, sin tener por ello necesariamente que esperar la aprobación o el consentimiento de la sociedad. A tal fin procurará que dicho objetivo produzca las menos molestias y perjuicios posibles a los demás, lo cual es prueba de prudencia y sano juicio, de responsabilidad y civismo.
Por el contrario, si en la búsqueda de placer y bienestar se desentendiese, de entrada y sin más, de las consecuencias que puedan tener en la comunidad o busca el mal expreso en otro, el individuo se desacredita a sí mismo; en tal caso, la sociedad tiene el derecho de procurar su propia protección contra quienes, en realidad, no pretenden generar bienestar sino malestar. Tal prevención no debería activarse a priori, sino, y si acaso, a posteriori; no de manera preventiva, sino defensiva.
Comoquiera que no vivimos en un mundo ideal, no es posible que en la acción social todas las partes intervinientes o presentes queden satisfechas. De hecho, según advierte Montaigne, la experiencia y la misma constitución de la naturaleza prueban que ocurre lo contrario: la existencia humana y la convivencia social conllevan conflicto de intereses y valoraciones, sin ello sea un motivo suficiente para coartar la libertad de las personas. En cualquier caso, los beneficios que procura el libre proceder de los hombres particulares, aun con los daños colaterales que puedan producir (lo primero es factual y efectivo; lo segundo, imprevisible e incierto) acaba resultando, en suma, beneficioso también para la sociedad.
La libertad comporta riesgos e incertidumbres, así como estar expuestos a contingencias y a la volubilidad de la fortuna:
«Pero es cosa comúnmente admitida –afirma Stuart Mill– que por interés general de la humanidad es mejor que los hombres continúen persiguiendo sus objetivos, sin que les desanimen esta especie de consecuencias. En otras palabras, la sociedad no admite ningún derecho legal ni moral, por parte de los competidores fracasados, a la inmunidad de esta clase de sufrimiento; y sólo se siente llamada a intervenir cuando se han empleado con éxito medios inadmisibles por interés general, especialmente en el fraude, la traición y la fuerza.»
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{1} El vocablo «crítica» tiene su antecedente etimológico en el término griego kritikos (en latín criticus), que significa acción de juzgar, capacidad de discernimiento capaz de distinguir la verdad del error y la falacia. La actitud crítica favorece, justamente, el tener, con razones, un criterio.
{2} Cfr. Manuel Ayau, Juego que no suma cero (2006).