El Catoblepas · número 198 · enero-marzo 2022 · página 6
Ensayo y libro en movimiento
Fernando Rodríguez Genovés
El libro en movimiento en el ensayo de ayer y de hoy
1
«Yo añado, pero no corrijo jamás.»
«Todo intento de establecer los orígenes del ensayo debe forzosamente comenzar con Montaigne. Montaigne no sólo "inventó" la palabra, sino que fue consciente de lo peculiar de su obra: "Este es el único libro de su clase en el mundo; es de una intención indómita y extravagante. En él no hay nada tan digno de ser notado como su singularidad".».
En «Teoría del ensayo», José Luis Gómez-Martínez no duda en poner, de entrada, las cosas en su sitio: la palabra ajustada a los hechos. Y, por si esto fuera poco, remata la faena con una memorable data, que es el tiempo del dato: «El ensayo moderno, pues, data de 1580, fecha en que apareció la primera edición de los Essais.»
Sirva la referida declaración para iniciar esta particular reflexión sobre uno de los aspectos más relevantes de la célebre obra concebida por el sabio gentilhombre francés en un castillo del Périgord, a saber: el ensayo entendido como escritura en movimiento. Según sostendré a continuación, Montaigne compuso su libro no como un objeto estático, de «caracteres fijos» e inamovible, sino como un sujeto en movimiento, cogitabundo, una obra con vida propia, que avanza en paralelo con la existencia del autor. De esta forma, sentó la base y el referente, el modelo clásico, de este singular «género literario», que, dicho de paso, no es de cualquier género ni tampoco literatura.
Entre el vicio de repetirme o el de citar mis textos ya publicados, opto por la segunda opción, no sé si más pundonorosa, aunque sí juzgo más práctica, y acaso también más honesta. Reproduzco, pues, a continuación, un fragmento, asaz largo, si bien entiendo que necesario en el transcurrir del presente artículo en aras a comprender mejor su verdadero propósito:
«Los Ensayos de Michel seigneur de Montaigne, como la torre que los alumbró, se estratifican en tres niveles, editados en sus correspondientes volúmenes: los dos primeros editados en 1580 y la obra completa, que incluye el tercer libro, impresa en 1588. En todo momento, hace constantes anotaciones en sus escritos que incorpora en las sucesivas ediciones. Estos «alargamientos», como los denomina, adiciones o addenda, no cesan nunca. El manuscrito último, encontrado en el castillo después de su muerte reposando sobre su mesa de trabajo, y que sirvió de base a la edición de 1588 (el Ejemplar de Bordeaux), contiene más de seiscientas adiciones y más de quinientas citas nuevas.
»Montaigne se sentía tan unido a su libro que le acompañaba a todas partes y en todas circunstancias. Gustaba de leerlo y releerlo sin descanso, mientras le incorporaba sus particulares glosas. Cuando emprende su viaje por Europa, junto a su cofre lleva el libro, que presenta al rey de Francia en la escala que hace en París. En Roma, lo muestra a las autoridades eclesiásticas, con el objeto de recibir su aprobación, y quizá su bendición. Libro, pues, en movimiento, que se ejercita haciendo honor a su nombre, ensayándose y probándose, y empresa asociada a su autor como compuestos inseparables, que se reúnen simplemente, graciosamente, en unidad.
«No he hecho más a mi libro como mi libro me ha hecho a mí; es libro consustancial a su autor, ocupación propia, miembro de mi vida.»
»En el momento de comenzar su libro cuenta treinta y ocho años, se presiente tras él un sentimiento cansado y abatido, gastado en su tránsito por el mundo ruidoso y furioso. Las experiencias de la magistratura, la diplomacia y la corte aún se dejan sentir en sus dos primeros libros; a pesar de todo, no escribe más que para sí mismo, y acaso también para «entretener algún vecino, pariente o amigo que guste de conocerme en la imagen que de mí doy.» El tercer tomo lo escribe tras el periplo viajero por Europa y con la experiencia en la alcaldía bordolesa todavía muy próxima.
»Y es que Montaigne no escribe dejándose llevar por la imaginación, por una pasión literaria o por un estímulo estético; detrás de sus páginas palpita una voluntad de conocimiento que ha sido forjada por una experiencia vívida y directa del mundo, que se traslada al papel para su reconstrucción y su comprensión. ¿Quién duda todavía de ver en Montaigne a un filósofo, de los más completos y enteros que jamás han existido? Probablemente los que le acusan de poseer un pensamiento claro y por escribir claro, demasiado claro para poder elevarse al púlpito, tribuna o tarima; aquellos que adoran lo oscuro y fúnebre, lo serio y severo. Esos no han respirado el aire sereno de la torre de Montaigne.
»Pensamiento hecho de experiencia, no transcurre ajeno al tiempo y su devenir. Lo que en él acontece lo va fijando en el libro mediante constantes adiciones o surpoids, que, aunque amplían el texto, no acusan su inicial disposición ni sus formas: «Yo añado, pero no corrijo jamás.» Esto escribe, en el ensayo «De la vanidad», un hombre hecho en la vida y que no se arrepiente de sus acciones. Aunque revele sus defectos y errores no alardea de ellos, al contrario, se muestra según el retrato que tiene de sí mismo, no según el que puedan trazar de él. La existencia es un rumbo abierto a las circunstancias, que un momento determinado pide adelantar y otro exige retroceder, pero su libro «es siempre el mismo», por más que su autor haya experimentado rigores de toda índole que le hayan transformado.»{1}
El ejemplo y el vigoroso precedente que representan los Ensayos no han tenido continuidad, en cuanto al asunto del carácter itinerante y móvil, viviente y vital, de la escritura ensayística. Sospecho que tal circunstancia ha sido afectada por varios fenómenos, de distinta naturaleza, pero que han acabado convergiendo. Analizaré, aquí y ahora, tres: historia, tecnología y dogmas de fe.
2
Historia e historietas
Siguiendo la pista de Montaigne, he denominado «singular» el ensayo, dado que está regido por leyes y reglas internas, diferenciadas de otros «géneros literarios» y de las artes finas y diversas, como serían, respectivamente, el cuento, la novela, la poesía, y, en menor o escasa medida, la composición musical, el teatro y el cine, entre otras muestras que se podrían aquí llamar a prestar declaración. Por otra parte, el proceso histórico ha influido en el estatuto de los casos nombrados (y en muchos más, dejados en la despensa con dispensa, a fin de no ser exhaustivos).
Ciertamente, relato, novela o poema, no abordados de manera experimental, difícilmente encajan con una práctica de escritura colmada de variaciones, adiciones y «alargamientos», al tratarse de conjuntos de palabras únicas, con las palabras justas, ni una de más ni de menos, de un espacio cerrado en una unidad interna que le da sentido. En el primer caso, las glosas y modificaciones serían calificadas con razón de actos de intromisión o fraude, y, en el segundo, de algo impropio, porque para continuaciones están las segundas partes (y subsiguientes, si es el caso), con un carácter, si no independiente (por formar parte de una serie), sí separado y autónomo.
En los citados géneros, el autor puede permitirse antojos, juegos y travesuras, acertijos, bromas y licencias, que, sin duda, desorientarán al lector; desconcierto que a algunos lectores deleitará y a otros no, según los gustos. Sea como fuere, las incoherencias internas y los cambios de caballo o de jinete en un mismo curso narrativo o carrera declamatoria, deberían ser, en su caso, moderados y limitados, así como cortés y prudentemente advertidos y aun excusados al lector. Consideremos la siguiente cuestión: ¿de qué color son los ojos del personaje Emma Bovary? Su autor, Gustave Flaubert, menciona en distintos momentos de la novela Madame Bovary que son «muy negros», que son «pardos» o que son «azules». Afirma Julian Barnes sobre el particular en el ensayo El loro de Flaubert (1984) que no tiene, finalmente, gran relevancia el color de los ojos de la heroína de la historia: «No pregunto si tiene importancia que el escritor se contradiga, sino si importa de qué color son los ojos. Compadezco a los novelistas que tienen que mencionar el color de los ojos de las mujeres». Por mi parte, yo añadiría que compadezco a los novelistas que temen caer en la contradicción en sus relatos; y no sólo a los novelistas sino a todo creador artístico, pues no es sabio importunarles con estas preocupaciones que les desvían de su definitivo objetivo: crear su universo imaginario, ficticio.{2}
Es lícito que el autor en una obra de ficción (relato, novela) «asesine» en determinado libro al personaje de una saga o serial, porque cansado de ella o celoso de la fama del héroe o… porque sí. Piénsese, por ejemplo, en la decisión de Conan Doyle en la aventura El problema final (1893), que incluye nada menos que la muerte de Sherlock Holmes. Si el personaje es muy popular y el público fiel se rebela y protesta, hasta un punto amargo o agrio que inquiete al autor, a éste también le sería lícito «resucitarle»; como sucedió en el caso citado. Ahora bien, no sería lícito realizar tal modificación en el mismo relato en posteriores reediciones, sino en un relato aparte; una tarea que las técnicas narrativas y el talento e ingenio del escritor resolverá con mayor o menor fortuna, pero que resolverá al cabo. Conan Doyle lo logró sin mucho esfuerzo en La casa deshabitada (1903).
Alterar la trama principal de un relato o cambiar el final de una novela (en el mismo relato o la misma novela) y modificar palabras clave en un determinado poema, supone quebrantar las reglas de composición de productos de este género, que en el supuesto de reproducirse y generalizarse los falsificarían de modo tan sustancial que perderían identidad. Empero, la génesis de los mismos géneros ha ofrecido otra cara sobre el tema.
Cuando en la historia de la literatura, la lectura oral y/o pública no había sido sustituida por la lectura silenciosa y/o privada, como modo principal de transmitir los textos escritos, éstos eran modificados corrientemente sea por razón de voluntad, oportunidad o espacio, sea por olvidos o equívocos del orador. Algo similar sucedía en la labor del copista amanuense de textos, en la que las variaciones en la misma obra reproducida también eran bastante comunes, en cualquier caso en calidad de incidentes o accidentes de transcripción no por la naturaleza de la materia, como sería el caso del ensayo.
A lo largo de los siglos XVI y XXVII en Inglaterra, muchos poetas, especialmente consagrados al tema amoroso, sea por pudor o por escrupulosidad, ignoraban la edición impresa de sus apasionados poemas, por apreciar que amor y comercio no casan bien, y los distribuían entre conocidos y amigos en forma manuscrita. Dicha elección invitaba a la modificación de aquello que sólo podía ser dicho de una manera, si hablamos de poesía sin madrugadores deconstruccionismos.
«Esta forma de circulación manuscrita se distinguía de la circulación impresa en muchos aspectos. Era un medio de unión social entre los individuos implicados, a menudo un grupo de amigos. La caligrafía de los manuscritos los convertía a veces en obras de arte por derecho propio. Los textos estaban menos fijados, eran más maleables que los impresos, porque los transcriptores se sentían a menudo libres para añadir o quitar en los versos que copiaban, o para cambiar nombres a fin de adaptar lo escrito a su propia situación personal. Los manuscritos eran lo que hoy llamaríamos un medio «interactivo»».{3}
El teatro contempla, a su vez, variaciones del texto original, cuando los actores olvidan palabras o frases y el apuntador no está presto o no es escuchado. No acontece tal situación sólo de modo accidental sino también sustancial: en la práctica usual del género dramático existe el recurso a la improvisación, a cambiar frases y párrafos, a voluntad del actor (con la venia del autor, del director y del productor, ciertamente), o incluso como ejemplo y exhibición de dominio y profesional en el arte de la escena. Algo semejante observamos respecto a arreglos y versiones en las artes musicales, desde las antiguas baladas a las interpretaciones contemporáneas, en las que una misma canción puede ser escuchada de las formas más variadas. Como en el argumento anterior, dicha inconstancia no sólo no asombra a parte del público sino que suele celebrarlo como muestra de creatividad.
Y algo similar, en fin, contemplamos, llegado el momento, en el cine, donde las «versiones de autor» (Director's Cut, en inglés), películas montadas según el criterio y la sensibilidad del director, y que, en muchos aspectos y en algunos casos, modifican sustancialmente la versión proyectada originalmente. La susodicha novedad es vista sin escándalo por la mayor parte de espectadores y, es más, entusiasma a los devotos del denominado «cine de autor», a quienes defienden que «el director es la estrella» y a quienes disfrutan del hecho de ver derrotados a los estudios de cine en beneficio de la creatividad de los «autores», esas cosas que encandilan a los cinéfilos de pro(gresismo), desde los años sesenta del siglo XX en adelante.
Con todo, tanto la posibilidad como la pertinencia de los cambios y modificaciones en artes y letras, dependen, en el propio curso de la historia, de la tecnología.
3
Tecnología y dogmas de fe
La aparición de la imprenta en el escenario del siglo XV constituye un momento decisivo en lo que concierne al asunto que aquí nos ocupa, a saber: la fijeza y la movilidad en el contenido de las artes y las letras, con especial atención al ensayo.
La imprenta estampó la palabra sobre el papel y permitió la reproducción potencialmente ilimitada de ejemplares en textos escritos (también en dibujos, ilustraciones, gráficos). Desde ese momento, ya no había excusa ni licencia ni literal pretexto para la modificación de lo ya escrito en los géneros que así lo demandan. Y aunque con el paso del tiempo, el fabuloso invento pasó del modelo de caracteres fijos a caracteres móviles, el hecho de que la Biblia fuese el libro que bautizara la imprenta tuvo un fenomenal sentido simbólico, imprimiendo un carácter bendito e inviolable a las páginas que de sus prensas salían, fuesen sacras o paganas. Más que al plagio, y antes que a la «piratería», se temía la herejía.
La palabra grabada sobre papel es cosa sagrada; negro sobre blanco, pasa a ser palabra reverenciada, creíble por la sola condición de estar impresa, a diferencia de la palabra hablada, que se la lleva el viento.
Desde la religión (repárese en la conexión entre imprenta y Reforma protestante), a la ciencia, la filosofía y la literatura, el comercio (contratos firmados que relevan al recio apretón de manos), la administración y la autoridad pública (¡A ver, los papeles!), pocos son los elementos de la vida humana que no se han visto conmovidos a partir de la revolución simbolizada en todos los órdenes por la proeza de Gutenberg.
«Lo escrito era garantía de autenticidad. Lo que era cierto en los primeros siglos de la Iglesia, también lo era en el siglo XVI. Más aún: la autoridad de que la Biblia estaba naturalmente revestida se traspasó a otras formas de escritos religiosos.»{4} Y por mi parte puntualizo: e incluso a los no religiosos. O por mejor decir todavía: todo escrito impreso adquiere un timbre religioso.
Poco importa que la sabiduría oral y personajes universales ágrafos gozasen de un muy respetable pasado. Homero, Pitágoras, Sócrates, Diógenes de Sínope y Jesucristo representan, entre otras, figuras de primer orden en la civilización, quienes dejaron huella de sus enseñanzas sin por ello consagrarse a la escritura. Y ello no por capricho o comodidad, sino apoyándose en meditadas y medidas razones. Sócrates, en concreto, quien tuvo en Platón a uno de los principales notarios de sus palabras argumentó al respecto, según dejó registrado, justamente, el filósofo de la Academia:
«Porque es impresionante, Fedro, lo que pasa con la escritura, y por lo que tanto se parece a la pintura. En efecto, sus vástagos están ante nosotros como si tuvieran vida; pero, si se les pregunta algo, responden con el más altivo de los silencios. Lo mismo pasa con las palabras. Podrías llegar a creer como si lo que dicen fueran pensándolo; pero si alguien pregunta, queriendo aprender de lo que dicen, apuntan siempre y únicamente a una y la misma cosa. Pero, eso sí, con que una vez algo haya sido puesto por escrito, las palabras ruedan por doquier, igual entre los entendidos que como entre aquellos a los que no les importa en absoluto, sin saber distinguir a quiénes conviene hablar y a quiénes no. Y si son maltratadas o vituperadas injustamente, necesitan siempre la ayuda del padre, ya que ellas solas no son capaces de defenderse ni de ayudarse a sí mismas.» (Fedro).
Tampoco inquieta o conmueve al dogma de fe que ostenta el escrito impreso, el pliego documental y el libro vegetal, ni siquiera en la era contemporánea que rinde culto al árbol, al medio ambiente y a la Madre Naturaleza, a la vez que fomenta el ahorro de papel y el reciclaje. En lo que atañe, en particular, al libro, no hay duda, aunque sí vuelta de hoja. Lo que está impreso impresiona sobremanera, es prueba inapelable («¿Ves? Aquí lo pone…»), ordena, otorga autoridad, fija y da esplendor a autor, editor, librero y lector (o al menos, poseedor de hojas prensadas y encuadernadas). Y punto.
4
Reanimación del ensayo
Según ha sido dicho al comienzo, la notable característica de los Ensayos de Montaigne que anima el presente escrito –es decir, el rasgo esencial de su texto itinerante– no ha tenido una continuidad perceptible. Por lo percibido a lo largo de los siglos, el modelo del ensayo moderno, que por su rango inaugural ostenta y por su excelencia merece, no ha servido de patrón ni prototipo, si no a imitar, si al menos a continuar. Ha ocurrido esto por falta de voluntad, de conciencia o de dominio del género en cuestión, y a veces también por dificultades tecnológicas en la edición.
Con todo, es posible citar aquí honrosas excepciones. Referiré una muestra ejemplar: la obra del escritor alemán Ernst Jünger. Trabajó su ensayo El corazón aventurero (Das abenteuerliche Herz) al modo original y tradicional (es decir, en la tradición del ensayo moderno despuntada con los Ensayos de Montaigne).{5} Existen dos versiones de El corazón aventurero. La primera, publicada en el año 1929, lleva por subtítulo Notas del día y de la noche (Aufzeichnungen bei Tag und Nacht). La segunda, de 1938, Figuren und Capriccios. A lo largo de la década de los años 30, Jünger estuvo revisando y reelaborando concienzudamente el libro mientras trabajaba otros textos relevantes: El trabajador y Sobre los acantilados de mármol, publicados en 1932 y 1939, respectivamente. Según señala Enrique Ocaña, traductor de la versión española de El corazón aventurero, en una nota al final del libro, ambas ediciones del ensayo ofrecen apreciables diferencias: la primera, un tono autobiográfico; la segunda, más imaginativo y onírico, hasta rozar lo surrealista. El propio Jünger, por su parte, en el libro hace notar dicha evolución en el tratamiento del texto:
«[…] el hecho de recomenzar a escribir precisamente aquello que ya dábamos por terminado tiene un valor extraordinario para el autor. Le ofrece la rara oportunidad de contemplar el lenguaje como si fuera una sola pieza, con la mirada del escultor, por así decirlo, y trabajarla como si fuera materia corpórea. De esa suerte, espero dar todavía un poco más de agudeza a todo aquello que tal vez ha cautivado al lector. En primer lugar no hay que temer las tachaduras y el resultado debe perfeccionarse con las reservas de que disponemos. También conviene añadir algunos pasajes que antaño habíamos desechado, pues sólo con el paso del tiempo aprendemos a sazonar los platos en su justa medida. [la cursiva es mía]»
Algo tiene de inacabada una obra que provoca zozobra y un cierto vértigo creativo, similar a la sensación de acabamiento («aversión» dice sentir Bernini por la obra acabada, según recoge Jünger en su ensayo itinerante). No obstante, determinados géneros literarios exigen la conclusión y la palabra «FIN», mientras que bastantes lo desaconsejan y algunos lo evitan. A propósito de grandes novelas que permanecieron inacabadas, afirma Jünger, que no fue posible acabarlas porque «se ahogaban bajo el peso de su propia concepción», una concepción agónica que les empujaba a la terminación. No falta razón al aserto del escritor germano.
Si echamos un rápido vistazo a las grandes novelas inconclusas, la sombra de la muerte y la amenaza del fin han actuado como motivaciones determinantes: Jane Austen dejó sin terminar la novela Los Watson a raíz de la muerte de su padre, y Hermann Melville interrumpió Billy Budd, Scott Fitzgerald, El amor del último magnate, y John Steinberg, Los hechos del Rey Arturo y sus nobles caballeros, a causa de ser tocados mientras escribían por la fría mano de la dama blanca. Y, en fin, nada menos que Frank Kafka no puso el punto final a tres de sus narraciones –América, El proceso y El castillo–, lo que ni impidió que fuesen publicados, contra su expresa voluntad y de manera póstuma, por su amigo, su poco leal amigo, Max Brod.
En rigor, un relato, un cuento o una novela (el género de ficción, en términos generales), cuando por cualquier razón queda inconcluso, es impublicable. Manuscritos a medias, incompletos, no pueden, honestamente, ser editados al gran público (a menudo sin aclarar siquiera su carácter inconcluso), pues sería como vender pan o bollos sin terminar de cocer, viviendas a medio construir. Tales textos inacabados tienen más de bocetos o borradores que de libros en sentido escrito, de interés preferente para coleccionistas o investigadores; si bien, ciertamente, hay público para todo, fanático del libro, que devora páginas de libro cual filetes de carne cruda.
La cuestión aquí examinada adquiere otra perspectiva en relación al ensayo. La naturaleza del ensayo –muy en particular, el ensayo moderno, o sea, desde Montaigne– no sólo consiente, sin fuerza ni resignación, las divagaciones, las circunvoluciones y los rodeos a lo largo de su discurso, sino que prospera con los remolinos, las modificaciones, los añadidos, las puntualizaciones, los esclarecimientos: el esfuerzo por mantener una obra creativa viviente y vigente. El ensayo avanza al ritmo de las vivencias del ensayista, y, a diferencia del tratado o el manual escolar, no pretende sentar cátedra ni dar los temas por cerrados. En contraste con la novela y el relato, no discurre en forma de narración (una historia con un principio y un fin) sino de disertación (remansos y rápidos, crecidas y sequedades). Si se me permite recrearme en la metáfora fluvial, añadiría que la novela fluye en la superficie, con el agua a la vista, y de pronto se sumerge, para volver a emerger: el ensayo, ese guadiana.
Es en este punto donde interviene –y hasta condiciona– en nuestro asunto la tecnología. La modificación de versiones en un mismo libro no depende directamente del autor sino de la decisión del editor, cuando la edición es en papel y por medio de una editorial, al menos que aquél se haga cargo de los costes. El desarrollo de la digitalidad ha permitido un fenómeno muy relevante para nuestro asunto: la autoedición digital de libros electrónicos (eBooks) y la sustitución de páginas vegetales (mal denominadas «físicas») páginas líquidas; a mi parecer, un hito muy notable: «Lo notable de la página líquida es justamente esta pérdida del concepto de cerrado […], con el objetivo de establecer en él [el dominio textual] toda suerte de interpolaciones e interacciones.»{6}
La perspectiva abierta por Michel de Montaigne al proyectar y materializar el libro abierto, en movimiento, de añadir y modificar su contenido, a su voluntad, es hoy más factible y viable que en el siglo XVI, cuando el filósofo de la torre inventó el ensayo moderno.
«Algo vivo quiere, antes que nada, dar libre curso a su fuerza –la vida misma es voluntad de poder» (Friedrich Nietzsche).
——
{1} Fernando Rodríguez Genovés, Saber del ámbito. Dominios y esferas en el orbe de la filosofía, Madrid, Síntesis, 2001. Capítulo VI. «Aire sereno en la torre de Montaigne».
{2} Refiero esta anécdota en mi ensayo Razones para la ética, Ediciones Alfonso El Magnánimo, Valencia, 1996.
{3} Asa Briggs y Peter Burke, De Gutenberg a Internet. Una historia social de los medios de comunicación (2002).
{4} Jean-François Gilmont, «Reformas protestantes y lectura», en Historia de la lectura en el mundo occidental, volumen bajo la dirección de Guglielmo Cavallo y Roger Chartier (1997).
{5} Siendo este título ejemplar, no es, sin embargo, caso único, sino un rasgo recurrente en el autor. De hecho, el primer libro publicado por Jünger, de los más conocidos en su extensa producción, Tempestades de acero, fue autopublicado, en 1920, a modo de memoria y memorial (la dedicatoria reza: «A los caídos») de la Primera Guerra Mundial, en la que participó como soldado. Pues bien, Jünger revisó y modificó este texto hasta 1961, año en que aparece la sexta y definitiva edición del ensayo en sus Obras Completas (otras fuentes señalan siete versiones, sin contar la edición crítica, año 2013, a cargo del germanista Helmuth Kiesel). Repárese en que el escritor no sólo practicó la escritura en movimiento o itinerante, sino que reflexionó a menudo acerca de dicho proceder. A propósito, justamente, del libro recién citado, afirma Jünger en sus Diarios: «Una página de prosa revisada una y otra vez para hacer mejoras en ella se asemeja a una herida a la que no dejamos cicatrizar».
{6} Fernando R. de la Flor, Biblioclasmo. Una historia perversa de la literatura, Editorial Renacimiento, 2004.