El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas · número 197 · octubre-diciembre 2021 · página 10
Libros

Teología política socialista

Pedro Carlos González Cuevas

A propósito del libro Pablo Iglesias. Muerte y memoria de un mito, de Francisco de Luis Martín (Almuzara / Fundación Pablo Iglesias, Córdoba 2021)

portada

Catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Salamanca, Francisco de Luis Martín ha dedicado el conjunto de su obra al estudio de la cultura política y material del socialismo español. Entre su numerosa producción, cabe destacar Cincuenta años de cultura obrera en España, Magisterio y sindicalismo en Cataluña, Historia del deporte obrero en España,  La FETE (1919-1982), La cultura socialista en España, Las casas del pueblo socialista en España (1900-1936), La FETE en la guerra civil española (1936-1939), La Federación Catalana de Trabajadores de la Enseñanza (FETE), de los orígenes a la guerra civil, etc, etc.

En Pablo Iglesias. Muerte y memoria de un mito, el autor emprende la tarea de analizar históricamente la construcción del mito de Pablo Iglesias Posse como líder obrero y fundador el PSOE. De Luis destaca, en ese sentido, el carácter religioso, sacral, de dicha construcción, “derivando en un culto a la personalidad que nada tenía que ver con la filosofía materialista o con el marxismo”, “un trasunto laico del culto a los santos”. Iglesias aparece como “un santo fundador”, cayendo en “una especie de idolatría”, muy común en los partidos socialistas de la época. Un culto que fue objeto de “clara manipulación por parte de los sectores enfrentados para tratar de legitimar su respectiva posición política, lo que dio lugar a la aparición de diversos y encontrados relatos”. A continuación, De Luis traza la trayectoria vital y política del líder socialista. Señala que, pese a la humildad de sus orígenes sociales y su efímero paso por las aulas, Iglesias fue un hombre aficionado a la lectura y deseoso de cultivarse “de forma que pudiera disponer de herramientas teóricas con las que defender sus derechos, combatir a sus enemigos y, una vez derrotados estos, asumir la dirección de la nueva sociedad”. Según el autor, Iglesias encarna “un modelo de militante prototípico, el del tipógrafo finisecular  y autodidacto, ávido de saber, pero sujeto a las condiciones impuestas por la época que le tocó vivir, el tipo de educación –o su ausencia, más bien- recibida, el ambiente cultural dominante, la situación económica que facilitaba poco el acceso a los libros, salvo a las colecciones populares y baratas, el gusto por las lecturas periódicas y por las obras divulgativas y el recelo manifiesto hacia los intelectuales, incluyendo en ellos a los del propio movimiento obrero”. En concreto, la biblioteca personal de Iglesias constaba de 106 volúmenes y 141 folletos: 19 obras literarias (ocho novelas, cinco de narrativa corta, dos autobiografías y/o memorias, dos ensayos, uno de teatro y otra de crítica literaria); 1 de historia; 20 correspondientes a una formación político-ideológica (cuatro de legislación social, tres relativas a cuestiones sociales, nueve de teoría política, dos de filosofía, una de sociología y una de espiritismo); 1 de pedagogía; y 2 relativas a una preparación de tipo técnico-laboral, sobre cooperativas. Destaca, en ese sentido, su preferencia por obras de carácter divulgativo. Y es que no le interesaba profundizar en un aspecto de la realidad, sino “adquirir unas nociones generales y básicas del mayor número posible de materias”, porque para el líder socialista “la especulación intelectual resultaba inoperante para un verdadero socialista”, “una especie de lujo burgués reservado a eruditos”. Entre sus lecturas favoritas de juventud, destacaban anarquistas como Kropotkin, Malato y Proudhom. Con respecto al marxismo, leyó el Manifiesto Comunista y El Capital, a través de vulgarizadores colmo Gabriel Deville. Igualmente, leyó a Engels. Sin embargo, sus principales fuentes ideológicas fueron Paul Lafargue y, sobre todo, Jules Guesde, “el pensador francés que encarnaba a la perfección lo que buscaba Iglesias: claridad, simplicidad y brevedad”, de forma que “pudo estructurar, fijar y divulgar un corpus teórico o doctrinal mínimo que, a modo de apotegmas o dogmas infalibles, permitía comprender lo esencial del marxismo y fundamentar la acción social y política, al tiempo que aportaba claridad y seguridad en su misma sencillez y rotundidad”. Aprendió francés. “idioma en el que escribía más que correctamente y que hablaba y leía sin problema alguno”. Sus preferencias literarias se centraron en el Siglo de Oro y el romanticismo alemán y francés. Era aficionado al áteatro. No leyó a “Clarín”, ni a los noventayochistas, salvo alguna obra de Miguel de Unamuno; y menos aún a la generación del 14. Su autor contemporáneo favorito fue Galdós, con quien llegó a tener amistad. Entre los historiadores, destaca su interés por César Cantú y Modesto Lafuente. Al parecer, leyó La decadencia de Occidente, Oswald Spengler; y al teósofo Allan Kardec. De Luis concluye que Iglesias “no quiso nunca ser considerado como un intelectual” y que estimó que “dado el bajo nivel cultural del obrero español no se le podía fatigar con largas lecturas políticas y que sería mucho mejor la inmediatez del artículo y del folleto como el medio más apropiado de adoctrinamiento y agitación”. “Brevedad y esquematismo”, tal fue su consigna. La interpretación guesdista del marxismo condujo a Iglesias a “la defensa a ultranza de las organizaciones socialistas de una identidad propia y definida de las mismas frente al resto de las fuerzas políticas” y a “tomar decisiones controvertidas, causantes de roces y discrepancias internas y que durante un largo período de tiempo impidieron al PSOE levantar el vuelo político y social”. Iglesias defendió “el apoliticismo y el antiestatismo” y la táctica de “clase contra clase”. Sólo tras los sucesos de la “Semana Trágica” de Barcelona en 1909 se decidió a una alianza con los republicanos, logrando finalmente una solitaria acta de diputado en las elecciones de 1910. Iglesias no auspició ninguna forma de nacionalismo español. Calificó la guerra de Cuba como “farsa patriotera” y se opuso igualmente a la penetración en el norte de África. Desconoció el problema de la emergencia de los nacionalismos periféricos catalán y vasco. Identificaba nacionalismo y “peligro reaccionario”. “Una postura que no estaba –señala el autor- fundamentada en una reflexión profunda ni, por supuesto, en elaboración teórica alguna sobre la plurinacionalidad de los pueblos y/o de España”. No obstante, el PSOE propugnó, en uno de sus congresos, el derecho de las “nacionalidades ibéricas” a su autogobierno en una “confederación republicana”. En el Parlamento, Iglesias destacó por su agresividad, propugnando el atentado personal no sólo contra Antonio Maura, sino igualmente contra Canalejas. En el interior del partido, Iglesias ejerció una auténtica autocracia, ya que las decisiones se cocían “en su domicilio, donde se reunía con un grupo reducido de dirigentes en los que había depositado un mayor grado de confianza por su probada fidelidad a su persona y al que los enemigos de la ortodoxia pablista denominaron en alguna ocasión la Santa Hermandad”. El PSOE condenó la Gran Guerra, aunque apoyó Francia y Gran Bretaña. Iglesias se mostró partidario de la Asamblea de Parlamentarios, pero ambiguo y luego contrario a la huelga general de agosto de 1917.  Una actitud de que molestó a Julián Besteiro. La cuestión femenina no suscitó excesivo interés en Iglesias ni en el PSOE. Su rechazo de la sociedad patriarcal tenía “unos claros límites, por cuanto para él la raíz última del problema no residía en los antagonismos de género ni en el dominio del hombre, sino en una estructura social que dividía a la sociedad en explotadores y explotados”. Ante la revolución rusa, Iglesias rechazó la intervención extranjera, pero la recibió con “una nada indisimulada cautela”. No se mostró partidario del ingreso en la III Internacional, pero fue incapaz de impedir la escisión que dio lugar a la aparición de Partido Comunista Obrero Español (PCOE). Iglesias recibió el advenimiento de la Dictadura de Primo de Rivera con “prudencia” para “garantizar la supervivencia de las organizaciones obreras”. Una decisión que dividió al partido, entre colaboracionistas y anticolaboracionistas. La UGT participó en los comités paritarios y Largo Caballero fue nombrado vocal obrero en el Consejo de Estado. Indalecio Prieto y Fernando de los Ríos se opusieron a esa colaboración.

Sin embargo, De Luis se ocupaba más del Pablo Iglesias muerto que del vivo; de su ulterior influencia en el PSOE, mediante el culto a su recuerdo y a su figura. Por ello, dedica un capítulo del libro a la actitud de la prensa tras su fallecimiento el 9 de diciembre de 1925, en plena Dictadura. La prensa socialista interpretó su figura como la del “Cristo laico”, “maestro y apóstol”, que infundía “fe” y “esperanza” en el triunfo final del socialismo. Se le comparó con Giner de los Ríos, Bebel, Pi y Margall, Engels, Guesde, el Cid, San Pablo, Henry George, etc, etc. Era “modelo de moralidad pública y acicate para la acción política”. Los republicanos dieron de su figura una interpretación análoga. Menos complaciente fueron los conservadores, y en particular El Debate, que le reprochó su incultura, su recurso a la lucha de clases y a la huelga general. En cambio, La Nación, órgano de la Dictadura, destacó su “instinto conservador”. La prensa anarquista lo ignoró; y la comunista lo calificó de “agente de la política capitalista”. Para Joaquín Maurín, Iglesias había creado, no un partido proletario, sino “de la burguesía liberal”. Surgió igualmente la comparación con la figura de Antonio Maura, fallecido casi al mismo tiempo que el líder socialista. En general, la prensa destacó que el maurismo había muerto con Maura, mientras que el PSOE sobreviviría a Iglesias, dada su mejor organización. Y es que mientras el entierro del líder conservador se hizo en la intimidad, el de Iglesias resultó una gran manifestación de masas, con 200.000 asistentes. De Luis otorga mucha transcendencia a ese acto. Se trató de un ritual funerario “religioso” y “de Estado”; un acto “civil sacralizado”, “el esquema y las características propias de los funerales religiosos, con excepción, obviamente, de la presencia de representantes de la Iglesias y de las cruces”. Se realizó una auténtica “deificación” de Iglesias. La capilla ardiente se decoró al “estilo egipcio”, con más de un centenar de coronas de flores y se colgaron crespones negros en ventanas y puertas. Además, se convirtió en una especie de funeral de Estado, propio de una “personalidad de alcance nacional”, que se caracterizó por su “grandiosidad”. Se cerraron el conjunto de los comercios, cafés y bares. Al coche fúnebre le siguieron cuarenta coches, que portaban unas 150 coronas. La ceremonia tuvo incluso el apoyo del gobierno primorriverista y del ayuntamiento de Madrid. El desfile duró dos horas. El autor interpreta el significado de este acto como la muestra de “la escasa secularización de la sociedad española de la época y la inexistencia de un lenguaje político laico”. Allí se produjo la “canonización de Iglesias y la consiguiente conversión de sus enseñanzas en un cuerpo de normas invulnerables a toda crítica, haciendo de su exégesis el instrumento ideal para resolver los problemas cotidianos del movimiento socialista, “una fe sencilla, pero recosa”, “siempre en el recto camino que había de conducir a su meta final, la emancipación obrera”, “la mística pablista”. El culto a su figura continuó a través de los aniversarios de su muerte y celebraciones del PSOE, así como la edificación de monumentos y estatuas y la elaboración de biografías hagiográficas. Se edificó un mausoleo en el cementerio civil de Madrid; durante la II República, muchas calles llevaron su nombre; y se construy´un monumento en el parque madrileño del Oeste, que fue inaugurado en mayo de 1936. En un contexto tan conflictivo como el republicano, su figura fue objeto de disputa para las distintas facciones del PSOE. “Líder enérgico, pero moderado”, para la derecha socialista representada por Besteiro y para el centro representado por Prieto; revolucionario, para Largo Caballero y los suyos. Ya en la guerra civil, los comunistas lo utilizaron para defender la creación de un partido único del proletariado. El régimen de Franco respetó el mausoleo, pero destruyó el monumento edificado en el parque del Oeste. Frente al franquismo, tanto en e exilio como en el interior los socialistas presentaron a Iglesias como representante genuino de la españolidad. Y en la Transición, Iglesias sirvió para legitimar la estrategia del nuevo PSOE, que confluía en el “radicalismo teórico y la práctica reformista”.

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Sin duda, Francisco de Luis es uno de los principales historiadores del movimiento obrero español, sobre todo en su variante socialista. Y, en el caso que nos ocupa, no es esta una obra menor, sino todo lo contrario. En un principio, la historia de nuestro movimiento obrero y, por ende, de las izquierdas, cayó en malas manos, las de Manuel Tuñón de Lara, cuya obra El movimiento obrero en la historia de España, adolecía de unas claras insuficiencias metodológicas e incluso de carácter ético-político. Era el suyo un marxismo de corte mecanicista y determinista muy distante de la innovadora perspectiva de un Edward Palmer Thompson, por ejemplo. Afortunadamente, autores como Santos Juliá, Manuel Pérez Ledesma y, por supuesto, el propio Francisco de Luis dieron otra dimensión al estudio de las izquierdas españolas. En la obra de nuestro autor sobresale no sólo la necesaria erudición, la pulcritud estilística o el rigor metodológico, sino la sinceridad valerosa y, sobre todo, un sostenido propósito de distancia, incluso de objetividad, que es una de las virtudes más escasas de nuestro campo historiográfico en la actualidad. Hay modestia; no hay demagogia. Hay claridad expositiva. Brilla por su ausencia el énfasis, que es el refugio de los hueros y narcisistas. Aparte de bien escrito, el libro viene adornado por una muy interesante muestra iconográfica de Iglesias, que nos muestra que la mentalidad socialista de la época giraba, en lo que a estética se refiere, en un clasicismo muy próximo, en algunos casos, al realismo socialista, que para mi gusto resulta muy desagradable. Por lo visto, las vanguardias artísticas brillaban por su ausencia en el socialismo español de la época. Así lo demuestran las características del monumento dedicado al líder socialista ubicado en el madrileño parque del Oeste.  Un enorme busto nos muestra a un Iglesias pétreo, austero, hierático e hirsuto.      

En el desarrollo de su trama narrativa, De Luis se muestra favorable a Iglesias, pero cuando   llega la ocasión no oculta sus censuras. Mantiene, si se quiere, una empatía crítica. Un lector superficial de esta obra acaso pudiera extraer de él una opinión demasiado favorable al líder socialista. Pero un lector perspicaz y atento encontrará, junto a opiniones favorables, otras muchas que, sin esfuerzo, le permiten calar en los aspectos negativos de la trayectoria vital de Iglesias Posse. Creo que De Luis ha sido suficientemente objetivo. Estamos, pues, ante una monografía muy valiosa y útil.

Sin embargo, creo, por mi parte, que, en el contexto actual, es preciso ejercer una crítica más directa de los contenidos de la cultura política del socialismo español contemporáneo en general y de la figura de Iglesias en particular. Y es que no podemos, ni debemos olvidar que, hoy mismo, el PSOE pretende imponer su propia “memoria histórica” al conjunto de la sociedad española; y ello, además, con el agravante de una ausencia total de autocrítica. A falta de ese necesario examen de conciencia, resulta preciso, a mi juicio, señalar los indudables defectos y errores de la trayectoria histórica del socialismo español y del que fue su fundador y guía. En nuestra opinión, Pablo Iglesias ha sido uno de los líderes más mediocres del socialismo europeo, sobre todo a nivel intelectual, pero igualmente en el plano político y táctico. Compararlo con Bebel, Liebknecht, Turati o Bordiga, no ya a los grandes líderes e intelectuales como Jaurès, Labriola, Lenin, Luxemburgo, Gramsci e incluso Mariátegui, resulta totalmente erróneo.  Iglesias no aportó nada, absolutamente nada al socialismo europeo de la época. Como señala de Luis, ello fue fruto, al menos en parte, del contexto social español; y no sólo del económico, sino del cultural. A lo largo del siglo XIX, la sociedad española no experimentó una influencia significativa del idealismo, ni del positivismo. Una filosofía mediocre como el krausismo compitió con el catolicismo por la hegemonía intelectual y política, pero se trataba de una filosofía casi mística, e incluso con tendencias teosóficas. De ahí la escasa secularización de nuestra vida intelectual. De ese contexto no podía emerger un socialismo solvente a nivel intelectual, como el alemán o el italiano. España no tuvo su Hegel, su Comte, ni su Croce o su Gentile. De Julián Sanz del Río y sus acólitos, filosóficamente hablando, podía salir poca cosa. La Institución Libre de Enseñanza pudo ser muy solvente a nivel pedagógico, pero en los ámbitos de la especulación filosófica su balance resultó prácticamente nulo.

Los errores e insuficiencias de Iglesias fueron muy graves. Destacaremos algunos. El líder socialista fue absolutamente incapaz de analizar de forma solvente la influencia del catolicismo en España. Iglesias fue profundamente anticlerical y expresó su voluntad de dar una expresión netamente laicista a toda la sociedad española. A su entender, la Iglesia española era tan sólo una servidora celosa de la burguesía. Sin embargo, no quiso que su partido se confundiera con los agresivos anticlericales burgueses republicanos. La energía revolucionaria debía ir contra los patronos, no contra los sacerdotes. Además, Iglesias creía que España era “uno de los países más escépticos del mundo, y en el que late como en ninguna el odio hacia el clero regular y secular”. A su entender, bastaba con aplicar la supresión de las subvenciones del Estado a la Iglesia católica para que el clericalismo finalizara. Y es que, según él, la Casa Real y la aristocracia palaciega eran “el verdadero núcleo del clericalismo español”, rodeado de varias filas de capitalistas, “que se sirven de su clericalismo para apoderarse de los monopolios y de los altos cargos que disfrutan de retribución generosa”.

Como señala De Luis, Iglesias tampoco entendió el nacionalismo, ni el español, ni los periféricos. A diferencia de marxistas serios como Antonio Labriola, rechazó cualquier proyecto nacionalizador, expansivo o colonialista. Y, a diferencia de Lassalle o Jaurès, no dio importancia ni a la nación ni al Ejército; todo para él estaba al servicio de una burguesía que, por cierto, en España aún no había conquistado plenamente su hegemonía social y política. Los socialistas rechazaron la festividad del 2 de mayo, por su carácter nacionalista español. En su lugar, propugnaron el 1 de mayo. El programa socialista ni recogía términos y conceptos como “nación”, “patria” o “España”. Iglesias y sus sucesores desconocieron los planteamientos del austromarxismo, teorizado por Otto Bauer y Karl Renner. Hoy, el PSOE sigue sin tener una visión clara de España como nación.

No menos grave fue su resentimiento antiintelectual. No olvidemos que en los estatutos de la Agrupación Socialista Madrileña se establecía que “los obreros intelectuales” quedaban excluidos de cualquier cargo o representación de tipo colectivo. Figuras como Jaime Vera López carecieron, en realidad, de influencia en la dirección del PSOE. Nunca tuvo responsabilidad dentro del partido. Su labor quedó limitada a la presencia ritual como candidato socialista a las elecciones a diputado en las que siempre salió derrotado. Poco aportaron a la doctrina socialista figuras como Julián Besteiro o Fernando de los Ríos, que provenían de la Institución Libre de Enseñanza. No sin razón, Ramiro de Maeztu acusó a Iglesias y su partido de exclusividad clasista, pues tan sólo pretendía apoyarse en un sector restringido de la sociedad española, como era el proletariado industrial, negándose a establecer alianzas con otras clases sociales y partidos de izquierda. Lo más negativo, para Maeztu, era su animosidad contra los intelectuales. Iglesias no era consciente de la necesidad experimentada por su partido de tener “espíritus superiores que critiquen magistralmente el sistema social”. De ese desamparo, nacía la simplicidad y el esquematismo de sus análisis sociales, que se limitaban a traducir ideas y planteamientos nacidos de un contexto social de mayor desarrollo industrial y, por lo tanto, inaplicables a la realidad española. Para Maeztu, dado el determinismo económico que defendía en sus escritos, Iglesias no era socialista “porque crea que el socialismo debe triunfar, sino porque está convencido que la sociedad burguesa se arruina y el socialismo va a triunfar”. No muy lejos de aquellos planteamientos, se encontraba Ortega y Gasset, quien, en un primer momento, consideró al PSOE como un movimiento político que podía servir a la renovación de un liberalismo, como el español, hegemonizado por el conservadurismo y, además, convertirse en el partido “europeizador de España”. Como Maeztu, reprochaba a Iglesias la “falta de una minoría intelectual” en el partido. En una conferencia, exaltó la figura de Lassalle como ejemplo a seguir; lo que fue rechazado por los socialistas. Y es que su elitismo intelectual y su nacionalismo español, al igual que sus críticas al internacionalismo marxista, marcaron la ruptura del filósofo con la dirección socialista.

A falta de una doctrina coherente o de traducciones de autores socialistas solventes, Iglesias y sus acólitos desarrollaron una suerte de teología política, cuyos contenidos nos muestra De Luis en su libro. Se trata de un teología política utópica y secular, en el sentido de Carl Schmitt, que, a diferencia de la teología política tradicional, suponía la negación radical del orden social establecido y un pensamiento histórico de catástrofe, apocalíptico, que tiene una perspectiva revolucionaria como única salida para la mejora de las relaciones sociales. Se trata de una forma secularizada de las formas de pensamiento tradicional, en la que se encuentran ligadas entre sí la justificación y la revolución. Su afirmación de la moral y de la verdad absolutas era consecuencia de la sustitución de los principios de dogmatismo religioso asimilados en la infancia por los principios utópicos revolucionarios. En cierta forma, existió una analogía entre el catolicismo español y el socialismo pablista. Y es que mientras el catolicismo español hizo hincapié en manifestaciones de religión popular, con mitos coloristas, de intenso valor simbólico y acento emocional, Iglesias y su partido defendieron un socialismo profundamente antiintelectual, mítico, determinista, con ribetes populistas. Siguiendo al píe de la letra los postulados de Jules Guesde –pseudónimo de Mathieu Jules Bazille, fundador del Partido Socialista Francés-, Iglesias defendió una especie de escatología secular, que como consecuencia del desarrollo capitalista iría hacia una concentración cada vez mayor del poder económico burgués. Contradictoriamente, se mostraba partidario de la acción parlamentaria para conseguir reformas inmediatas y, a la vez, estaba convencido de que el derrocamiento del capitalismo solo sería posible mediante la acción revolucionaria. Iglesias reducía el antagonismo social a dos, y solo dos, clases opuestas, burguesía y proletariado; el Ejército, la magistratura, el clero, la policía eran instituciones creadas o mantenidas por y para la burguesía. Iglesias insistió en el inexorable proceso de proletarización de las clases medias, que las conduciría al campo revolucionario. En sus escritos, el líder socialista sometió a crítica el parlamentarismo, las elecciones o el sufragio universal, que tan sólo servían de “barniz legitimador” al omnipotente y omnisciente poder burgués. Se mostró partidario de la revolución mediante “la fuerza” y de la “dictadura del proletariado”. Dentro de este esquema mesiánico, escatológico y apocalíptico, Iglesias propició y desarrolló una especie de ideología carismática, que De Luis describe con solvencia. “Santo laico”, un santo anticlerical e irreligioso, pero dotado de una fe pétrea en el fin de los tiempos a través del proceso revolucionario.; un compendio de virtudes, ya que encarna “la honradez”, la “austeridad”, la “abnegación”, la “rectitud” y la “sinceridad”. Era, además, el “profeta” del socialismo; el “apóstol” de las reivindicaciones proletarias, “el redentor del obrero”, “el otro Mesías”. Por contraste, sus enemigos eran presentados como “judas”, “traidores” o “sacrílegos” que sólo estaban movidos por las fuerzas infernales que negaban la santidad del “redentor del obrero”. Con posterioridad, fue conocido como “El Abuelo”. ¿Existe denominación más patriarcal?. No es extraño que desconociera o no comprendiera más bien la problemática planteada por el feminismo, que, en honor a la verdad, tuvo en España un desarrollo muy tardío. En realidad, el PSOE fue, desde su fundación, un movimiento político bastante patriarcal. Iglesias fue incapaz de escribir  un libro  comoLa mujer y el socialismo, publicado en 1879 por August Bebel.

Esta teología política secular se contradecía periódicamente en la práctica política cotidiana, aunque nunca fue abandonada por el PSOE. Iglesias apostó tácticamente por la moderación, por el reformismo gradual y la presencia en el Parlamento, cuando lo juzgó oportuno. Así pudo verse en la actitud del líder socialista en 1909 y 1910, o ante la huelga general de agosto de 1917 o en el advenimiento de la Dictadura de Primo de Rivera. Y es que, en realidad, para Iglesias y sus acólitos lo fundamental eran las garantías de preservación de sus organizaciones políticas y sindicales. Las formas políticas, incluso las representativas de la democracia liberal, eran secundarias e incluso accidentales desde su perspectiva clasista y revolucionaria. Así se vio en la Dictadura y en la II República. Este fue una de las herencias que Iglesias dejó a sus sucesores, ninguno de altura. Una especie de complexio oppossitorum: revolucionarismo teórico o reformismo práctico. Tal fue el dilema, que se hizo presente de manera dramática y trágica a lo largo de la II República. Cada grupo pudo realizar su particular exégesis de los textos sagrados del pablismo y de la táctica a seguir. Así pudo verse en los libros de Manuel Cordero, Antonio Ramos Oliveira, Enrique de Santiago, Javier Bueno, Luis Araquistain, Julián Besteiro, Gabriel Mario de Coca, Indalecio Prieto o Andrés Saborit. Por desgracia, resultó preponderante la opción revolucionaria, maximalista, teológico-política, apocalíptica, mesiánica, propugnada por Largo Caballero y sus seguidores.  No en vano, Juan Francisco Fuentes calificó a Largo Caballero de “calvinista de izquierdas”.

En otro orden de cosas, hay que señalar que fue Pablo Iglesias el primer líder carismático de la historia de España. En esa dialéctica, le siguió la líder comunista Dolores Ibárruri, “Pasionaria”. La derecha española fue mucho más tardía a la hora de articular ese tipo de liderazgo. Durante mucho tiempo, permaneció anclada en la legitimidad de tipo tradicional encarnada en la Monarquía. Antonio Maura nunca fue un líder carismático; tampoco Miguel Primo de Rivera, dictador tutelar a medio camino entre la sociedad liberal y la nueva democracia de masas. En realidad, el primer líder carismático de la derecha española fue José María Gil Robles, presentado ante las masas católicas como “El Jefe” e incluso “El Caudillo”, cuya presencia en la escena política adquirió un aire providencial. Igualmente, el líder radical Alejandro Lerroux disfruto, en sus primeros escarceos políticos, de un aura carismática, como “El Emperador del Paralelo”, agitador de masas en la Cataluña de principios del siglo XX.  En la II República, el único líder carismático socialista fue Largo Caballero, presentado como “El Lenin español”. En ese sentido, fue el auténtico heredero de Pablo Iglesias. El caso de Francisco Franco tuvo un carácter excepcional, porque no sólo representó, como teorizó Francisco Javier Conde, el caudillaje carismático, sino, como señaló el propio Carl Schmitt, el Katechon, figura apocalíptica presente en la segunda epístola a los Tesalonicennses de San Pablo, un dique, una fuerza que impediría, en términos teológico-políticos, el triunfo del Anti-Cristo, representado por la revolución socialista.

El tema de la imagen de Iglesias y del socialismo durante el régimen de Franco requiere alguna que otra matización. En su obra La historia perdida del socialismo español, Ricardo de la Cierva, biógrafo oficial de Franco, ofreció una visión positiva de la trayectoria histórica del PSOE, e hizo referencia a los “socialistados”, es decir, como había ocurrido en la II República con el fascismo, la asunción por parte de las derechas de aspectos de la socialdemocracia y la reivindicación de figuras del socialismo español como Indalecio Prieto e incluso del propio Iglesias. Este fenómeno, característico del tardofranquismo, se puso de manifiesto, sobre todo, en algunas publicaciones neofalangistas como Criba, Indice  o Nuevo Índice. En sus artículos, se mostraba una clara fascinación por las izquierdas europeas, particularmente por la socialdemocracia, e incluso por las experiencias populistas o revolucionarias hispanoamericanas. De hecho, Torcuato Fernández Miranda, ministro-secretario general del Movimiento, hizo referencia a la posibilidad de un “socialismo nacional integrador”. “Todos somos algo socialistas”, afirmó José Solís Ruíz. “Mis simpatías se proyectan hacia el socialismo de Pablo Iglesias,  Julián Besteiro, De los Ríos y al sindicalismo de Ángel Pestaña”, sostenía el neofalangista Manuel Cantarero del Castillo, autor de libros tan discutibles como Falange y socialismo e Historia y libertad. En el falangismo tardío existió una clara fascinación por la figura de Indalecio Prieto. Y el escritor Carlos Rojas publicó el libro Prieto y José Antonio: socialismo y Falange ante la tragedia de la guerra civil. Lo cual demuestra que la figura de Pablo Iglesias y de otros líderes socialistas ya estaba normalizada antes de la muerte del general Franco.

Ya en la Transición, la figura de Pablo Iglesias experimentó una clara metamorfosis. El Iglesias hierático y pétreo esculpido por José Noja se convirtió, de la mano del pintor Aduardo Arroyo, en una figura simpática, familiar, casi posmoderna.

Y es que, lo mismo que el catolicismo tradicional, la teología política pablista sufrió el proceso de destrucción creativa de lo que el filósofo italiano Augusto del Noce denominó “irreligión natural”, es decir, la secularización radical, que supone el triunfo del relativismo absoluto y del nihilismo. Un proceso que diluye tanto la escatología religiosa como la escatología secular revolucionaria propia del marxismo. El PSOE nacido del Congreso de Surennes siguió utilizando la figura de Iglesias como icono; pero, en realidad, poco tenía que ver con su herencia. Era un partido de nueva planta. Su práctica política cotidiana, cuando llegó al poder, poco tuvo que ver con los aspectos más positivos del pablismo, la austeridad y la honradez. Junto a un plausible reformismo social, que no le impidió abrazar los supuestos neoliberales cuando sus dirigentes lo juzgaron oportuno, dominó igualmente la corrupción, el nepotismo, la afición por el lujo y los deseos de ascenso social. El actual PSOE feminista y “verde” nada tiene que ver con la tradición pablista. Su universo simbólico y su proyecto político, si es que lo tiene, son por completo distintos, casi antitéticos.

Estas son las reflexiones que me ha producido la lectura de Pablo Iglesias. Muerte y memoria de un mito. Y es que Francisco de Luis ha escrito un libro claro, erudito, ejemplarmente empático y, al mismo tiempo, crítico. Es decir, todo lo contrario de las mixtificaciones características de los proyectos de la denominada “memoria histórica”. Genuina Historia, en fin.

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