El Catoblepas · número 197 · octubre-diciembre 2021 · página 6
La palabra: principio y fin
Fernando Rodríguez Genovés
Sobre el juego de poder en la palabra, según la emplee el usuario competente y prudente o el demagogo tan audaz como lenguaraz
Si en el principio fue la palabra, ¿qué ocurrió después? ¿De quién es el terreno donde habita? ¿Qué deviene de ella: experiencia de sentido o sentido de experiencia, sentido o sensibilidad?
Si en el principio fue el Logos, la filosofía se engendró en el seno de un marco agonal donde rivalizaban el imperio del Mito y la Poesía y el ámbito del Logos incipiente, el cual demandaba un espacio autónomo, libre, abierto y bien ventilado donde poder florecer. Los ecos de aquella pugna todavía resuenan en los foros o lugares de encuentro donde se cruzan, sean éstos académicos o profanos. La voz evocadora como fuerza de declamación y seducción, la connotación, el hechizo del verso fluido, la labia y la facundia, la retórica, la oratoria y el chismorreo, el lenguaje cifrado, el sinsentido y la mentira, mantienen su influjo frente al discurso racional, a la palabra argumentada, garantes de comunicación, de contenido objetivo y veracidad, es decir, de denotación. Con todo, conviven entre sí, a la hora de marcar la pauta en el rumor del ágora, el murmullo del demos, estando el juego el poder de la palabra según la emplee el usuario competente y prudente o el demagogo tan audaz como lenguaraz.
El lenguaje se convierte así en el campo de maniobras donde pensamiento, gramática y retórica dirimen sus diferencias y exhiben sus competencias, no siempre con reglas y límites. Sofistas, Sócrates y Platón ya afilaron sus argumentos a fin de delimitar el perfil del contencioso y el carácter de su posterior evolución: el discurso como hablar bien (en cuanto técnica de persuasión y oratoria) o como hablar del bien (en cuanto instrumento de comunicación y de significación). En el primer supuesto, el filósofo entendido como constructor de experiencia, queda excluido; en el segundo, los poetas deben ser expulsados de la ciudad.
¿No queda más opción? Alguna hay. Por ejemplo, reconocer y elegir maestros y buenas compañías.
En el capítulo I de las Meditaciones, Marco Aurelio no sólo muestra, a modo de presentación, sus credenciales –quién es y de dónde viene–, sino que, al mismo tiempo, inaugura el preámbulo que llegaría a hacerse habitual en la historia de la edición: los Agradecimientos. En este emotivo y significativo prólogo, cita a uno de sus preceptores:
«De Rústico: [aprendí] el haber concebido la idea de la necesidad de enderezar y cuidar mi carácter; el no haberme desviado a la emulación sofística, ni escribir tratados teóricos ni recitar discursillos de exhortación ni hacerme pasar por persona ascética o filántropo con vistosos alardes; y el haberme apartado de la retórica, de la poética y del refinamiento cortesano [la cursiva es mía]. Y el no pasear con la toga por casa ni hacer otras cosas semejantes. También el escribir las cartas de modo sencillo, como aquélla que escribió él mismo desde Sinuesa a mi madre; el estar dispuesto a aceptar con indulgencia la llamada y la reconciliación con los que nos han ofendido y molestado, tan pronto como quieran retractarse; la lectura con precisión, sin contentarme con unas consideraciones globales, y el no dar mi asentimiento con prontitud a los charlatanes; el haber tomado contacto con los Recuerdos de Epicteto, de los que me entregó una copia suya.»
En la topografía de la escritura y el habla, la senda recta resulta más productiva que la encrucijada y la circunvalación. Hay espacio para todos, sin necesidad de atropellarse y empujarse, de ocupar por completo el andén del caminante ni la acera del flâneur, ni darse codazos. Para los avasalladores de la palabra –sean los meros usuarios, sean sus oficiantes–, realidad y ficción se repliegan en una línea de sombra donde comprensión y representación se solapan, sin poder distinguir entre significación y simple desatino. Un responsable manifiesto de estas imposturas, de los excesos del verbo y del entendimiento, es el esteticismo (en sus distintas versiones: grandilocuencia, monserga, etcétera).
El esteticismo, del mismo modo que el resto de las «palabras-ismo», es expresión de desmesura. No frena la furia que homogeneiza y homologa ni modera sus aires de grandeza ni sus ínfulas de conquista de otras esferas, sino que funde y confunde al mismo tiempo en su penetración y superposición de discursos, al manifestarse como actitud vital (Oscar Wilde), como programa doctrinario (Schelling) o como proyecto retórico (de Man, Derrida y los deconstruccionistas). En todos los casos, planea una ruta de desventura que vemos concentrada en esta prevención contra la equiparación de Realidad e Interpretación, escrita por Augusto Monterroso:
«La vida no es un ensayo, aunque tratemos muchas cosas; no es un cuento, aunque inventemos muchas cosas; no es un poema, aunque soñemos muchas veces.»
Breve y sabia plática, tan razonable, tan desatendida… El «aunque» de Monterroso actúa como eje para construir el recorrido del ensayo por medio de argumentos, pruebas y testimonios que le confieran convicción, sensatez y mesura. Este recurso ayuda a mostrar la viabilidad de la mediación, el buen juicio y la familiaridad hacia la complejidad y la perplejidad como formas de interpretación de texto y vida (sin mezclarlos), opuestas al arrebato de la desmesura que todo lo arrasa con su uniformidad («más de lo mismo»). Una manifestación paradigmática de dicho descomedimiento se aprecia en el anhelo «esteticista» de determinada concepción de la literatura («obra de ficción», según la catalogación establecida), resuelta a invadir y ocupar el resto de esferas de saber.
¿Qué es la desmesura? Respuesta: el desconocimiento del límite del sentido y la ceguera ante el sentido del límite.
La desmesura es una variante del desenfreno textual. En primera línea de este más allá se sitúan las llamadas «novelas filosóficas», y demás artificios estéticos, cuyo empeño por traspasar su propio escenario de imaginación y sentimiento, conduce a una generalización de experiencia que finalmente sólo queda en «vértigo argumental» (Carlos Pereda), fetiche y máscara de la realidad. En segunda línea, flotan el sueño de Alonso Quijano de convertirse en su personaje, Don Quijote, y la desmesura subsiguiente fundada por el moralismo, el «quijotismo», tal si fueran mundos vividos y gérmenes de experiencia, cuando, como sabemos, son nada más (y nada menos) que «marea textual»: textos itinerantes en vez de «textos vivos».
¿A qué jugamos cuando pensamos y escribimos, si pensar y escribir son tomados como juegos? El esteticismo se vale de la seducción como arma de sugestión, canto de sirena que hace peligrar la travesía de la reflexión y la crítica. Mientras que el moralismo eleva la voz hacia las alturas, y en su salida de tono se vuelve sermón, sospechosa prédica, admonición, propaganda. ¿Se trata, entonces, de un juego? ¿Juegos de lenguaje? Repárese en el precio a pagar: sacrificar la comunicación. ¿El problema consiste en tomarse demasiado en serio la «lectura itinerante» de la «narrativa» y del «relato» y demasiado a broma las lecturas «argumentadas» de la filosofía? Creo que sí. Y no olvidarse de recoger el cambio: perder el juicio y su capacidad.
Si en el principio fue la palabra, la palabra significó el principio de la humanidad. Con la palabra malherida, zaherida, sacrificada, comienza el fin, la «derrota de la humanidad» (Alain Finkielkraut), llegamos al límite. Los límites del lenguaje son, en efecto, los límites del mundo. Y de la vida.
«Me he quedado sin palabras» fueron, según se cuenta, las últimas palabras de Alejandra Pizarnik al final de sus días. Un testamento existenciario que posee un tremendo valor simbólico, válido para todo ser humano, máxime referido a escritores. Pues, ¿para qué vivir sin palabras? FIN